Pipa y Joao Pessoa

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Pipa, en el nordeste de Brasil, es uno de esos lugares casi únicos en el mundo: naturaleza virgen, playas maravillosas y una “aldea” muy cool con cocina gourmet y caipirinhas. texto: Constanza coll | fotos: Nicolás Anguita

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buenas Ondas


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Bah铆a do Golfinhos, una playa rodeada de acantilados a la que s贸lo se puede llegar en barco o caminando cuando baja la marea.

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Jil tiene 28, rulitos afro teñidos por la parafina y es medio petacón, Pura fibra: “le rezo a Yemanjá para que me dé buenas olas”. IZQUIERDA: Vista de la Praia do Amor desde el Chapadão. A LA DERECHA: La gente no quiere irse de las playas del centro las noches de luna llena.

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emo, remo, remo, cruzo una pierna por encima de la otra y me paro en la tabla, con las rodillas un poco flexionadas, los brazos arriba, medio de costado, y la mirada siempre al frente. En la arena parece bastante sencillo. Es mi primera clase de surf, son las siete de la mañana y el sol quema en Praia do Madeiros, uno de los varios paraísos que hay en Pipa, al nordeste de Brasil. Después de elongar cinco minutos se repite el ejercicio un par de veces y de nuevo al mar. Jil tiene 28 años, rulitos afro teñidos por la parafina y es medio petacón. Pura fibra. En un brazo me lleva la longboard y con el otro hace la señal de la cruz: “Le rezo a los dioses y sobre todo a Yemanjá, para que me dé buenas olas”. Yemanjá es una mezcla de Virgen María con la Reina de los Océanos, una orixá a la que rendían culto los traídos de África. Las olas acá son perfectas para principiantes: avisan de lejos para que empieces a remar con tiempo, son largas y para nada violentas, además la corriente no es fuerte y en el fondo no hay piedras ni arrecifes. Es la mejor playa para empezar y para seguir. Más adentro hay surfers expertos que despliegan piruetas extremas: se ponen de cabeza, giran 180° y 360°, caminan por la tabla y se meten en el tubo que forma la ola. En la hora y media que dura la clase, pude pararme tres veces y sólo una hasta el final de la ola ¡Fiquei contenta! Basta de ejercicio por hoy, un agua de coco por favor y a relajar un rato en la

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arena. Hace un calor intenso, 39 o 40 grados decían en la radio, pero no aplasta, es un calor seco, que se va con una pasada por agua y la brisa que trae el mar. Nadar con delfines Pipa es una villa surfista 90 kilómetros al sur de Natal, casi parada sobre el meridiano de Ecuador, por eso amanece a las cinco de la mañana y atardece justo después del “tea time” inglés. No hay otoño ni primavera, y el invierno, lo que dicen acá que es el invierno, dura los meses de mayo y junio, cuando la lluvia baja unos pocos grados la sensación térmica. En esta parte de Brasil no existen estufas ni camperas y hay que ser un tipo importante para ir de pantalón largo a trabajar. El uniforme es musculosa y bermudas para los hombres, vestidito para las chicas y Havaianas para todo el mundo. Cuando la marea está baja, desde Madeiros se puede caminar por la costa hasta Baia dos Golfinhos, una playa rodeada de acantilados a la que sólo se llega a pie o en barco. Hay que apurarse un poco para ir y volver antes de que suba la marea (sube y baja dos veces al día, y siempre hay un guardavidas que te avisa la hora límite para poder volver). El camino es entre las piedras, veinte minutos de mover el cuerpo para comprobar lo que me vienen prometiendo desde que llegué a Pipa: que voy a poder nadar con delfines. Entro al mar de una corrida pero en silencio, salpicando agua brillante para todos lados mientras pienso alguna estrategia para acercarme sin asustarlos.

No hace falta. Cuento siete aletas y dos que nadan hacia mí. Su respiración aguda suena cada vez más fuerte y, de repente, cuando creo que van a rozarme con su piel sedosa, como lubricada, desaparecen por completo. Mi portuñol resultó ser menos bueno de lo que creía, pero acá están acostumbrados a los argentinos: fuimos los primeros turistas extranjeros en Pipa, después llegaron los españoles, los portugueses y todos los demás. En las pocas cuadras que ocupa el centro, las calles son de piedra en subidas y bajadas que explican la perfección de las colas en esta zona. Mucha gente joven, mochileros que inventan algún trabajo para estirar las vacaciones, hippies y artesanos que encontraron su lugar en el mundo y europeos que vienen comprando pedacitos de Pipa para asegurarse la vuelta. En todas las vidrieras hay alguna cosa que dan ganas de comprar. Es el paraíso de las biquinis, los pareos y los bolsos de playa. Pero hay que medirse: el real está trepado a la palmera. Eso sí: es imposible volver a casa sin una botella de cachaça bajo el brazo. En la Rua Bahía dos Golfinhos, casi cayéndose del centro, el almacén de Sergio vende castañas, fiambres, frutas en conserva, aceite de dendé -ese sabor tan especial en la moqueca baiana- y cachaças. Tapizó una pared entera de destilados de caña que cuestan desde 3 reales hasta 800, más su colección personal. Sergio baja una de sus favoritas del estante más alto, es una Pitú de 1938,


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el año de fundación de la fábrica de cachaças más grande de todo Brasil. “Sólo existen dos de éstas, y una es mía”, dice orgulloso de su tesoro, y asegura que no la vendería ni por miles de reales. Me invita a probar una copita, corta unos pedacitos de queso y de linguiça -similar a nuestro salamín- para ayudar a pasar el trago. Y recomienda: “Antes de tomar cachaça hay que levantar el vaso y respirar el perfume azucarado dos o tres veces, así le vamos advirtiendo al cerebro y no es un choque tan agresivo, recién entonces se coloca en la boca, pero con naturalidad, como si fuera cualquier bebida”. El sabor cambia, es verdad, pero emborracha lo mismo. Son las diez de la noche y la escena empieza a apagarse en el centro de Pipa, la mayoría quiere descansar las ocho horas reglamentarias para aprovechar las olas. De camino al hotel suena una música que 50

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no escuché nunca. Una voz que es a la vez triste y entusiasmada, un ritmo que se repite como un rezo. Son dos negros, uno toca el berimbau y el otro el atabaque, instrumentos básicos del capoeira. Son dueños de la vereda, están ahí para compartir canciones de esclavitud, violencia y libertad. Axe tiene 28, el nombre que eligió como capoeirista significa energía en africano, es flaco, negro como la brea y se mueve lindo. Pipeline tiene 36 y lleva el nombre de una playa de olas peligrosas en Hawai, vive en Pipa desde hace más de veinte años: “Nací en Natal y fui pescador, pero tenía un grupo de amigos que me empujaban a hacer las cosas mal -forma un arma con los dedos y me apunta-. Pero el que después resultó mi maestro me rescató, vio algo distinto en mí y me llevó a otro universo, un universo de respeto, coraje y música”.

Entre canción y canción contaban alguna historia. Para cuando me fui a dormir, se había armado una ronda de varios que miraban, cantaban algún coro y movían el cuerpo. En buggy por playas y miradores La mejor forma de moverse en Pipa es en buggy, de ruedas grandes para andar cómodo en la arena y chasis liviano, en general, sin techo. André llegó a las nueve de la mañana puntual, ya surfeó sus dos horas de rigor y está fresco como una lechuga para empezar el día de trabajo. “Llevar turistas a conocer las mejores playas y miradores de mi ciudad no es ningún esfuerzo, me dedico a lo que me gusta, creo que es la clave de mi éxito -se ríe André -. Siempre digo que mi empresa es el buggy, mi secretaria el celular y mi oficina la naturaleza”.


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imposible volver a casa sin una botella de cachaça bajo el brazo. IZQUIERDA: Un pescador en bici por la reserva natural de Chapadão, que está en lo alto de un acantilado. ARRIBA: Un surfer se luce con las olas perfectas de Praia do Madeiros.

Me siento en la parte de atrás y me agarro fuerte, el viento salado y el sol caliente terminan de despertarme. La primera parada es en el Chapadão, de suelo plano y rojizo en lo alto de un acantilado. Un lugar increíble desde el que se ve la famosa piedra con forma de barril, “pipa” para los portugueses que llegaron por primera vez a esta zona. Más abajo está Praia das Minas, que es reserva natural de tortugas marinas y alguna vez, según cuenta la leyenda, naufragó un barco que traía esclavos y un tesoro valiosísimo en oro y plata. Bajamos a la playa y, de camino a la segunda posta, paramos a ver cómo tiraban tarrafas un grupo de pescadores ¡Qué cosa linda la red que se abre entre las nubes y cae al mar con la velocidad de unas balas de plomo! Entre las piedras, Leandro ya tiene reunido un buen montón de tainhas que, a siete reales el kilo, le rinde “por lo menos

una semana”. Está con el agua a la cintura desde las cinco y media de la mañana, sale unos minutos a comer un par de galletitas de vainilla y vuelve a la pesca, todavía le quedan un par de horas más. Para llegar a Barra do Cunhaú hay que cruzar el río Catu. Entonces el buggy se sube a una balsa enorme que anda a empujones y cuesta diez reales ida y vuelta (unos US$ 6). Este barrio es el mayor productor de camarones de Río Grande do Norte y el paraíso del kitesurf porque siempre, siempre, hay viento. Ahora hay unos veinticinco de estos barriletes con tabla que hacen piruetas por el aire. Suben y bajan, giran, se encuentran y caen al agua. “Los brazos se cansan, hay que parar de tanto en tanto, aunque uno no quiera”, dice Marcelo Rolón, un argentino profesor de kitesurf, que hace temporada acá y temporada en Claromecó, a pocos kilómetros de Necochea.

“Es un deporte que no tiene muchas vueltas, en las primeras ocho horas te parás en la tabla y después vas incorporando maniobras. En cuatro días ya podés hacer varias cositas”. Paseamos por muchas playas. En cada una, el mar siempre gostoso, transparente, ni frío ni caliente, perfecto. A veces planchado; otras, divertido, y, ¡ojo!, puede que hasta se ponga demasiado revuelto. Recién entonces me preocupo de buscar algún “baywatch” atento y dispuesto a salvar mi vida si fuera necesario. “Somos voluntarios, es la forma que encontramos de devolverle a la playa algo de lo mucho que nos da”, dice sin sacar los ojos del mar Ronaldo, de 18 años, que llega a las cinco de la mañana para surfear un rato tranquilo y se queda en la playa hasta que oscurece. “No nos cuesta nada”, agrega Johnlennon desde una hamaca, de 19 años y con una cadena plateada bien pesada en el cuello. En Brasil los padres pueden elegir cualquier nombre para sus hijos, acá hay un caso de un fanático del futbolista 9 brasileño y otro de los Beatles. Un recreo bon vivant En el camino de vuelta, paramos el buggy para conocer Ponta do Pirambú, una especie de recreo para pasar el día donde los cincuenta reales (unos US$ 29) que cuesta la entrada se traducen en un momento de relax y buena comida regional. Camarones a la milanesa, cerveza helada y “peixe” frito o el hit del verano, que es el plato que ganó el último Festival Gastronómico de Pipa: Gostinho da Terra, Enero 2011

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CUBA IPSUM LOREM

La mejor forma de moverse es en buggy, de ruedas grandes y chasis liviano, sin techo. A LA IZQUIERDA: Praia das Minas, una reserva natural de tortugas marinas. A LA DERECHA, DESDE ARRIBA: Cristina Cerello elige vivir fuera de la ciudad hace veinte años; Pipeline es maestro de capoeira y lleva el nombre de una playa de olas peligrosas en Hawai; tres amigas “roban cámara” en el centro de Pipa.

una lasaña de mandioca rellena con carne de cangrejo y de camarón. Además de buena comida, en el lugar hay pileta, hamacas y un sector spa a cargo de Edgard Gorseau, un terapeuta francés que hace shiatsu y acupuntura. Sentada en la sombra de un quincho, con un vestido de bambula rosa, Cristina Cerello es la abuela, viuda de quien construyó este hermoso lugar. “Hace cuarenta años que no vivo en la ciudad, nací en San Pablo pero elegí vivir primero en las montañas de Minas Gerais y después acá, ya ni siquiera voy al centro de Pipa”. En cambio, hace yoga tres veces por semana en la playa, cultiva cactus y tiene su pequeño zoo: gansos, pavos, muchos perros. Todos los días come una buena dosis de cajú -la fruta de la castaña, ácida, naranja cuando está madura, con vitamina C y propiedades afrodisíacas, según la versión local-. Un cóctel anti-age por demás efectivo: Cristina parece por lo menos veinte años más joven. Las noches en Pipa Después de ocho horas de paseo, le pido al buggero que me deje en la playa del centro. Son las cinco de la tarde, el sol empieza a caer y delinea perfectos los contornos de unos chicos que juegan a los pases en una pileta natural. Todos cuerpos de proporciones perfectas, esculpidos por una vida de mar, frutas tropicales y mucho buen humor. El deporte ayuda. Acá, el que no surfea, hace kite y, si no, bucea, nada o sale a correr desde bien temprano a la mañana. No hay excepciones. Pido otro jugo de “abacaxi y hortelã” (ananá y menta). Acá nunca hace falta aclarar que venga bien helado. El bar está lleno. Los platos llenos de camarón frito, pescaditos grillados y los salgadinhos

-empanadas fritas, coxinhas de galinha (buñuelos de pollo), salchichas a la milanesa, brochetas y otras delicias para picar- no tienen horario en Brasil. Es domingo y el calendario promete la mejor luna del mes. Camino por la orilla buscando un lugar más tranquilo, un poco más alejado, para verla salir del mar. En Praia do Amor, una bahía con forma de corazón, sólo hay un par de enamorados sentados en la arena y unos surfistas perdidos, agotados de tanta ola. De repente, una bola naranja, fluo, asoma en el horizonte y sube lento, cada vez más redonda y brillante hasta que pega un salto y se cuelga del cielo. La playa se tiñe de plateado, las piedras, la arena, los acantilados, y en el mar se dibuja la estela de la luna como un camino que me invita a entrar al agua. Así de cursi, ni un poco menos. João Pessoa Saliendo de Pipa con dirección sur, hay un viaje de menos de dos horas hasta un destino que ranquea alto en los top ten locales e internacionales: es la ciudad más oriental de las Américas, la tercera más antigua de todo Brasil y la segunda más verde del mundo después de París. João Pessoa está casi de paso entre los puntos turísticos Porto de Galinhas y Pipa. Un lugar que muchos descubren de casualidad y eligen para quedarse a vivir. Athos Lucio Figueiredo es buggero y guía con papeles del Estado de Paraíba. Está en sus cuarenta, usa sombrero tipo Indiana Jones, lentes negros deportivos y remera de mangas largas para taparse un poco del sol. Arrancamos temprano, tenemos hasta el atardecer para recorrer los veinte kilómetros de playas en la costa sur. El buggy pica en el asfalto y enseguida se mete en caminos de tierra y arena, se trepa como un Transformer a las dunas y pasa agachado entre la mata, muy cómodo en sus dominios. Después de sacar mil fotos desde los “dedos de Dios” -un mirador con forma de puño en lo alto de un acantilado-, paramos en el primer obligado del circuito pessoano: un arrecife que forma un puente por el que los enamorados tienen que pasar tres veces y de la mano, según el ritual casamentero de las tribus potiguaras que vivían en la región. Hay cola, siete parejitas que esperan seguir juntas hasta que la muerte las separe. Sin exagerar, hay una playa para cada capricho, con y sin olas, de agua fresca o climatizada, con gente, desolada, apta para todos los públicos o sólo para sinvergüenzas: otra vez a los rankings, Tambaba es la segunda playa naturista del país. “Ya han venido otros periodistas, October 2009

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João Pessoa tiene todo lo que se puede esperar de un destino de Brasil: playas de película y calor sin lluvias. ARRIBA: Leandro pesca tainhas con red. Está con el agua a la cintura desde las cinco y media de la mañana y todavía le quedan un par de horas más.

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una vez nos hicieron una nota muy linda, de diez páginas, en una revista evangelista”, me cuenta orgulloso el señor que cuida la entrada y que, todas las mañanas sin falta, escucha la versión en FM de la Iglesia Universal del Reino de Dios. Acá no hay excusa que valga, salvo que seas menor de diez años, no pasás con la bikini o la sunga puesta. En Tambaba organizan campeonatos de surf nudistas y fiestas con música en vivo las noches de luna llena, hay un restaurante donde hasta hace poco los mozos y meseras sólo usaban un moñito -tuvo que venir a entrometerse salubridad-, una pousada con habitaciones dobles por un billete de cien y unas parcelas verdes para los que eligen dormir en carpa (US$ 12, incluido el “café da manhã”). El restaurante Canyon, en Praia do Coqueirinho, es la posta para almorzar. Tiene sillones y mesas de madera en la arena, sombra fresca, duchas de agua dulce y jarras del “suco gelado” que se te antoje. Camila recomienda especialmente el de cajá, una fruta alimonada típica de esta parte de Brasil. Ella es la mesera estrella del lugar, con quince años tiene clarísimo que quiere ser modelo y pasarse la vida viajando por el mundo. Sólo falta que algún vivo la descubra: es alta, flaca, morocha, de sonrisa impecable y ojos

SURF: La clase -dura una hora y mediacuesta US$ 30 en Evolution Surf, que funciona en Praia do Madeiros (gildapipa@hotmail.com). Buggy: El paseo de seis horas en el buggy de André, para recorrer playas y miradores, cuesta US$ 23,50 por persona (andrenascimentocpo@hotmail.com). kitesurf: La clase a cargo de Marcelo Rolón está US$ 58,50. Se practica en Barra do Cunhaú (mjrdye@yahoo.com.ar). RECREO: Ponta do Pirambú es un lugar para pasar el día con piletas, hamacas paraguayas y sector de spa con sala de masajes shiatsu y acupuntura, una bañera japonesa a 41 ºC, restaurante con comida regional (la entrada está US$ 29 si la idea es pasar el día, el precio incluye la comida, o US$ 4 para entrar y conocer el predio; abierto todos los días de 9 a 17; pontadopirambu.com.br; Tel.: +55 84 3246 4333).

apenas rasgados. Una mezcla exquisita de sangres africana, europea y asiática. No es barato, hay que pagar unos cuantos reales extra la ubicación, los servicios, la chapa del lugar, pero la comida es buena. El “Trio Coqueirinho” supera mis expectativas: pescado, langosta y camarones a la parrilla, un plato para tres. João Pessoa tiene todo lo que se puede esperar de un destino del norte de Brasil: playas de película, surf, tapiocas de coco y queso, calor sin lluvias y noches de forró a orillas del mar. LP


En el cuerpo se notan los dĂ­as de surf.

Una de las callecitas del centro de Pipa.

En buggy por el litoral sur de Pessoa.

Susane pasa por arriba del puente de Pessoa.

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