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Observaría más a mis hijos cuando duermen, o en esos momentos cuando están conectados con la perfección de su existencia. Saciaría cada uno de mis sentidos. Jugaría con ellos, trataría de ver si es posible oler los ruidos o sentir las notas musicales. Escucharía también los sonidos de mi alma, la atendería con más atención. Cuidaría el tesoro de mi intuición, y dejaría que me guíe en todos mis pasos.

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Pero, ¿sabes? El tiempo es una ilusión que nos amarra. No existe la línea del tiempo, hoy decido traslaparla. Y veo a mi niña de tres años, de tres meses, y de apenas tres respiros. La miro en su totalidad, la abrazo, la recibo tal como es. Me uno a ella para aprender juntas a gozar y a merecer, a tomar las bendiciones que la vida nos da desde el primer respiro.

Aunque a decir verdad, si tuviera el poder sobre el pasado, iría más allá y buscaría quizás cambiar hasta mis genes. Intentaría ir todavía más lejos de la concepción, y exploraría esa tómbola donde se asignan las almas a cada cuerpo. ¿Tal vez un cambio de alma, una más liviana? Ésa se ve mejor, aquélla más luminosa, la otra tiene muchas manchas, ésta se ve fácil de manejar, esta otra se nota retraída, la de al lado parece rabiosa. ¿Cuál escoger? La verdad es que todas las almas son imperfectas, y en cada imperfección, en cada mancha hay una vida y muchas historias. Y me doy cuenta que así son bellas, y que aquí en la Tierra estamos ciegos. Todas me miran, todas anhelan ser la elegida para bajar al mundo. ¿Por qué quisieran estar en esta dimensión que las restringe? ¿No conocen ya el sufrimiento humano?

Regreso al aquí y al ahora, y vuelvo a respirar. Ahora que en mi utopía lo he cambiado todo, despierto a mi realidad donde sigo siendo la misma. Agradezco quién soy y con quiénes comparto la vida. Agradezco las dudas, las lágrimas y los aprendizajes. Agradezco mi cuerpo, mi espacio, mi entorno.

Porque además, si pudiera cambiar el pasado, ¿estaría yo escribiendo esto hoy?

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