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Mirando el mundo desde una línea imaginaria, Marcos Ramírez ERRE

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Donatien Garnier

Donatien Garnier

Marcos Ramírez ERRE

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Mirando el mundo desde una línea imaginaria

La frontera norte de México resultó del acuerdo de 1819 entre la monarquía española y los Estados Unidos. Con su Independencia, México hereda de la Nueva España esa frontera, al ser reconocida por los Estados Unidos. Mi colega David Taylor y yo fuimos en el 2015, en el verano, y marcamos esa frontera de 1821/1848 con 47 obeliscos metálicos, desde Brookings, Oregón, hasta Port Arthur, Texas, en el Golfo de México. Eso despertó algunas perspicacias.

Poco después de ese viaje, decidí hacer algo que quería desde hace mucho tiempo: hacerme un examen de ADN. Pensé: por 95 dólares, me hago un examen de ADN y les sirve a mis hermanos, a mi papá, a mi mamá y a mí para ver cómo estoy compuesto genéticamente. Me hice el examen. Me llegaron los resultados y resultó que Marcos Ramírez es 61.9% europeo, 29.4% nativo americano y de Asia del norte, y un puñito de otras pequeñas cosas por ahí que no vienen tanto a colación. Además, del 61.9%, hay un 54.1 de Europa del sur, y de esa cantidad, 23.9 es ampliamente de Europa del sur y 30.1% ibérico. El otro 29.4% contiene 4% de Asia del este y del norte; el otro 26% es de nativo americano.

Con el examen, de parte de la compañía envían un mapa en el que viene la línea del ADN de mi padre, que es de una zona cercana a Mesopotamia, antes de que se diera la división entre judíos y árabes. Parece que su antepasado migró por la parte central de África hacia el oriente medio y luego hacia el norte de África, y así fue como llegó a España. Mi antepasado estuvo un rato en España —me imagino— y, eventualmente, en los últimos 400 años, se subió a otro barco y vino a América.

Entonces, la migración que se ve en ese mapa es la línea de mi padre, que es J2; el grupo poblacional que tiene el porcentaje más alto de ese haplogrupo son los beduinos del norte de África; también, en cierta medida los judíos askenazis, pero no quisiera adentrarme en eso.

Por el otro lado, viendo la línea de mi mamá, los antepasados caminaron durante los últimos 50 mil años desde el mismo lugar en África, atravesando toda Asia, y llegaron a la parte norte de América. Ahí se establecieron por muchos años, en la parte más fría, que es Alaska y el norte de Canadá. Luego empezaron a descender, y mis padres llegaron, los dos, eventualmente, qué casualidad, ¡al mismo pueblo! Ese pueblo se llama Tecolutla, Jalisco.

Pero mi padre y mi madre no se conocieron ahí. Resulta que mi padre, a los 14 años de edad, cuando en la casa donde vivía se consideró que no había suficiente espacio para su hambre y para él, se fue a Guadalajara. Alguna vez me dijo que, después de haberse comido un mango ajeno y de que lo regañaron, decidió que tenía que irse. En Guadalajara vivió un tiempo; trabajó como asistente, chofer y operador en un cine ambulante, y ahí decidió que a él lo que le llamaba la atención era el cine. Entonces, mi padre se armó un sueño americano, de aquellos que la gente muy ambiciosa tiene, y dijo: ahora me voy más lejos, a Los Ángeles, porque quiero ser artista de cine o trabajar en esa industria. Así se fue a California, pero no tardó mucho en darse de topes con la realidad de una sociedad que no le iba a permitir tan fácilmente cumplir su sueño.

Con el tiempo llegó mi mamá a Los Ángeles, y aunque los padres de mis padres se conocían en el pueblo natal, ellos no. Coincidieron en una fiesta de una comunidad de migrantes en Tijuana. Cuando se enamoraron, decidieron formar una familia, y lo hicieron en una ciudad de perdición, sexo y pecado que se llama Tijuana, en Baja California, el limbo.

De esa unión salió un cachetoncito que ahora está muy deteriorado, que vivió toda su vida, o casi toda, en esa ciudad, dividido por un muro fronterizo que no estaba ahí cuando era pequeño. Cuando nací, vivíamos en una calle que tiene números por nombre, en una colonia de migrantes, la Colonia Libertad, que tiene un hermoso nombre.

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92 Mi padre tenía una casa en la Calle 7 de la Colonia Libertad. Me tomaba siete calles llegar al cruce y no había muro. Yo podía entrar y salir sin problema. No fue hasta que tuve un bigotito, así como insinuado, que alguien me detuvo y me dijo: “¿Dónde están tus papeles?”. No los traía… “¡Pues vuélvete para tu casa!”. Así que he sido testigo de cómo se ha ido poniendo dura la situación, con la malla, el muro y todas las complicaciones que esto nos ha traído.

A partir de la devaluación que nos heredó el presidente Luis Echeverría Álvarez, empezamos a conocer los pesos. Mi padre decidió, espero que junto con mi mamá, que íbamos a vivir en México. Para entonces, cuando yo nací, mi padre y mi madre ya tenían documentación legal para vivir en California; no obstante, tomaron la decisión de que sus hijos iban a nacer en México e iban a ser educados en México, asunto con el que algunos de sus hermanos, primos y parientes no estuvieron de acuerdo. Desde entonces tenemos una familia dividida en ambos lados de la frontera.

Con los años, decidí que quería ser abogado y me inscribí a la escuela de leyes de la Universidad Autónoma de Baja California. Comencé la carrera y, a la mitad de la misma, ya sabía que no quería ser abogado; pero tenía que darle eso a mi mamá, porque ella tenía derecho a tener un hijo profesionista. Resulté ser el primer profesionista del lado materno de la familia.

Le entregué su título a mi madre y, después de practicar seis meses con mi tío y de darme cuenta de que el baluarte moral de nuestra familia era un corrupto, dije: yo no quiero ser abogado en una sociedad que está tan comprometida y tan descarriada. Pero como tampoco soy misionero ni quiero dedicar mi vida, cuanto menos estos años tan floridos, a sacrificarme por otra gente, pues me fui a trabajar en otra cosa, a Estados Unidos. Hay una condición ahí: que por el hecho de que mi padre decidió que viviéramos en Tijuana nuestro estatus migratorio se comprometió cuando yo tenía 14 años y tuvimos que entregar las tarjetas, para poder seguir estudiando en México y vivir en México, mientras mis padres conservaban su estatus de residentes legales de Estados Unidos.

Entonces, de los 14 a los 22 años, no tuve estatus de residente. Cuando decidí irme a Estados Unidos a trabajar, me fui como ilegal. Ésa es una experiencia fuerte pero sublime, porque he sen-

tido en carne propia lo que es el miedo a ser descubierto. Me ayudaba un poquito que era güerito, ojito verde, y no corría cuando llegaba la migra; pero presencié varias corretizas y fui subido alguna ves a una de esas “Vans” de la migra, y paseado por todo el cerro.

Hasta que me capturaron. Me llevaron a un lugar donde mantienen a la gente en detención. Me hicieron unas preguntas que contesté con la filosofía de familia, diciendo que para mí esa frontera era algo inexistente, que la línea fronteriza era algo que no significaba mucho para mí, que mi terreno era desde Ensenada, Baja California, hasta Los Ángeles. Ésa era mi tierra. Entonces me corrigió el oficial y me dijo: “Por eso que acabas de decir te puedo acusar de sedición, puedes ir a la cárcel y perder toda posibilidad de volver a entrar a este país. Pero no te voy a castigar a ti —me dijo—, a quien debería de castigar es a tu papá, que vino hace como 20 minutos a preguntar por ti, y si dices tú que él fue el que te dijo esa historia, pues te voy a recomendar que no la repitas”. El oficial de apellido Aguirre, después de reprenderme y anotar mis datos, me dejó libre.

Eso marcó la temática de mi trabajo. Trabajé 17 años en la industria de la construcción como carpintero, he sido maestro de vez en vez en alguna universidad que me invita, y el resto de mi vida, hasta ahora, artista visual. Fue a finales de los ochenta que decidí que mi espíritu necesitaba algo nuevo. Empecé a buscar qué era lo que necesitaba y fue el arte el que me brindó la posibilidad de explorar el mundo a través de mi creatividad.

La primera oportunidad importante que tuve fue InSite 94. Para esa ocasión hice una pieza titulé Century 21. Era una casa, como las casas que aún hay, echa con materiales de desperdicio, material de desecho de los Estados Unidos. Aunque ahora ya no permiten que cruces la basura, la mayoría de la gente está construyendo con mejores materiales. Era una casita con una letrina y fue construida en la plaza exterior del Centro Cultural Tijuana, de donde se robaba la electricidad. Era como un parásito del museo y le habíamos hecho planos computarizados. Para la casa chueca, era una joda —como diría mi mamá— convencer a la computadora de que dibujara chueco, pero lo logramos. Hicimos los trazos torcidos para sacar el dibujo de la casita.

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94 Lo más importante es que conseguimos los permisos de la ciudad y del Gobierno del Estado para construir una casa en un predio que está en un terreno federal y que alberga al Centro Cultural Tijuana. Esto mediante un pequeño apoyo financiero para los inspectores, que nunca revisaron dónde sería la construcción y sellaron los permisos y los planos. El día que llegó el gobernador y vio que estaba la casa ahí y que el asentamiento representaba la parte que no se quería presentar de Tijuana ni incluir en un festival internacional de arte, estaba incrédulo y sorprendido. El Gobierno del Estado se dio de topes, y esto sucede todos los días, en todos lados, por eso tenemos una ciudad improvisada, a la carrera, porque la gente necesita un techo.

Confieso que, cuando empecé con mi proyecto, mi intención era ayudar a los migrantes a construir casas más sólidas, más macizas, y en la medida en que recorrí la ciudad para verla, para reconocerla, re-caminarla, me di cuenta de que eran más importantes otros aspectos de orden sociológico y político. Entonces, la pieza empezó a tomar otro sentido.

La casa estuvo ahí unos dos meses, confrontada con esa otra arquitectura, y después, lo que me heredó fue una gran satisfacción y una gran responsabilidad, porque a partir de ahí tenía que hacer piezas de esa calidad. Me tomó dos años hacer otra pieza, que se llamó 187 pares de manos. En 1996, un par de senadores sometieron una propuesta de ley en California; era la propuesta 187. La pieza que hice basada en ese número es una instalación con 187 fotografías en blanco y negro de las manos de 187 trabajadores diferentes, haciendo 187 trabajos diferentes. Las 187 imágenes estaban en el piso, a una pulgada y media del suelo, sobre placas metálicas. En el centro había un contenedor de metal con seis cortes del mismo tamaño que las placas. Se trataba de sugerir que esas manos o esas fotos podrían deconstruir completamente el contenedor, el cual representaba al estado de California.

Tenía también un escritorio con un libro que contenía información sobre la gente que fotografié. En el libro estaba la información testimonial de los 187 personajes. No estaba su apellido, pero sí su nombre, su edad, el lugar donde nacieron, el oficio que tenían, el estatus migratorio que guardaban, la fecha de ingreso. Yo creo que un 20% mintió a la hora de dar la información, me tenían

desconfianza, no sabían para qué era la información que les pedía, hubo quien se enojó mucho y tuve un par de discusiones con gente a la que yo me aproximé pensando que era mexicana o latina. Resultó que un señor al que entreviste nunca había sido mexicano, que su familia había sido parte de la Nueva España, y luego de 26 años de ser parte de México pasó a formar parte de los Estados Unidos. Era un nativo de Colorado, de una familia con 300 años de antigüedad en ese estado. Aquello que hice de aproximarme por su apariencia iba a ser un inconveniente si la ley pasaba. Pues la gente lo iba a juzgar por su aspecto sin conocer su origen ni su historia. La pieza terminó representándome en la sexta Bienal de La Habana, en 1996.

Dado que a la pieza de la casa le fue muy bien, volvieron a invitaron a cuatro artistas a participar, dos norteamericanos y dos mexicanos, esto en la nueva edición de InSite, en 1997. InSite me facilitó la posibilidad de hacer un nuevo proyecto: un caballo de Troya de dos cabezas. Mi propuesta ubicaba al caballo sobre la línea internacional. Como los güeritos son muy astutos, su garita de ingreso a los Estados Unidos está a 50 metros del lado de su terreno, lo cual les permite salir con sus perritos, con dos o tres agentes, a revisar los autos que están a punto de cruzar para capturar a quien resulta sospechoso y así tener un margen de acción en el terreno.

La frontera real quedaba debajo de ese caballo, donde hay una placa que dice: “Límite entre México y Estados Unidos”. Creo que del caballo no hay que decir mucho porque es una pieza muy sintética. Era el caballo de Troya, pero traslúcido, con dos cabezas, señalando una penetración hacia ambos lados.

Cabe resaltar que, para la cuestión lúdica, los chicleritos o vendedores que andaban por ahí siempre, cuando eran perseguidos por la policía mexicana —porque hay que decirlo, los persigue más la mexicana que la americana—, subían esa escalera e inmediatamente se apoyaban en la Convención de Viena, se iban hacia el lado americano y decían: “Aquí no me puedes agarrar, porque estoy en Estados Unidos”. Si los correteaban del otro lado, pues se venían a este lado. La pieza estuvo cerca de un año en ese lugar. Luego hubo oportunidad de hacerla para la Bienal de Valencia en el 2007. Tuve que hacerla toda de nuevo.

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96 Hace unos cinco o seis meses, fuimos a dar una plática a un grupo nutrido y selecto de coleccionistas y gente de la mesa directiva de una institución. Fue en un cine, con un formato de cine, en el cual pagabas tu boleto para entrar y ver una presentación de una hora, e inmediatamente seguía otra. Dado que se ajustó mucho la presentación, no hubo tiempo para preguntas y respuestas. Nos llevaron a un restaurante y, después de un desfile de botellas de vino, un embriagado norteamericano me preguntó: “Oiga, señor ERRE, ¿le podemos hacer unas preguntas?”. “Sí, cómo no, ahorita nos ponemos a contestar preguntas”. Comenzaron las preguntas y respuestas, y me dijo a rajatabla: “¿Usted cree que alguna vez los mexicanos van a recuperar ese territorio o cuál es la intención? ¿Cree que usted tiene derecho a esa tierra o cuál es la intención de hacer la pieza que hicieron?”.

¡Ahí fue que mi examen de ADN cayó como anillo al dedo! Le empecé a decir todo lo que expuse antes: resulta que mi mamá es, afortunadamente, de raíz indígena, mientras que mi papá llegó, hace 200 o 300 años, si no es que antes, en un barco. Y acá estaba ya mi mamá esperándolo, después de haber caminado muchísimo. Resulta que en la investigación a la que fui sometido, en los datos que me fueron entregados, se encontró material genético de un grupo de hace 10 mil años, en una isla, enfrente de la ciudad de Monterey, en California, en una pequeña isla. Ese material genético era de gente que portaba mi ADN. Entonces, soy californiano desde hace 10 mil años y, por si fuera poco —le dije—, resulta que mi línea indígena tiene que ver más con los apaches y los navajos que habitaron y habitan estas zonas, aunque sólo tienen alrededor de 800 años de haber bajado de la zona de Alaska y Canadá, y tiene también algo que ver con el otro grupo que llegó y fundó la gran Tenochtitlán. ¿Usted, señor, tiene esas credenciales? Me dijo que no.

Al final, terminé por contestarle: mire, la pieza la hicimos porque cuando hay una herida, cuando alguien dice que tiene una herida histórica como esta, es necesario que haya una cicatriz que corresponda con esa herida; si no está la cicatriz, nadie te cree. Entonces, es muy cómodo para Estados Unidos nunca haber marcado esa frontera. Nosotros fuimos a marcar esa cicatriz, a marcar esa realidad para poder olvidarla y dar un paso, y eso que recuperamos, somos tan amables que lo podemos compartir con ellos y con todos.

Toy-an Horse en la frontera norte entre Mexico y USA, 1997. © Marcos Ramírez ERRE

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