Adolfo

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DE AMOR LOCURA Y MUERTE CICLO DE LECTURAS


Adolfo InĂŠs Kreplak




Lecturas a la sombra

Adolfo Inés Kreplak El último de los veranos que pasé en Las vides, la finca que tenían mis tíos Luis y Laura cerca de San Rafael, me enamoré de Adolfo. En el terreno vivían varias familias más. La de los Rojas, que trabaja en Obras Sanitarias; la de Gómez, el casero; y los Travaloni. Ángel Travaloni era el capataz de la finca y vivía con su familia detrás de los viñedos. Nosotros acompañábamos la estadía de mis tíos con algunas variaciones. A veces íbamos con mamá mientras papá trabajaba. Otros años pasábamos solamente las fiestas o nos mandaban unas semanas con la abuela Patrona. Así la llamábamos. Lo había inventado mi hermano Toto, pero la única que lo decía en voz alta era yo. Y cobraba. Mis hermanos simulaban ser más obedientes. Hacían todo lo que Patrona les pedía. Toto levantá los platos, Lucho secá, Gabi barré. Pero a mí siempre me pedían más cosas. Ayudá en la cocina, rayá queso, Valentina poné la mesa, serví, limpiá, hacé, tráeme, buscá, ordená, doblá, lavá. Con el paso del tiempo, cada uno de nosotros aprendió a irse rápido de la casa a la hora en la que los grandes se ponían mandones, que generalmente era cuando tomaban 7


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vino y cuando tenían sueño. No se nos ocurría aparecer cerca de la casa grande durante la siesta, y si lo hacíamos, era con mucha prudencia. En puntitas de pie nos acercábamos a la heladera o a nuestras habitaciones a buscar algún juego. De a uno. Yo necesitaba siempre artículos de enfermería, algodón, cinta y alcohol, para curar a mis muñecas Carlota y Ruperta de accidentes esperables en la vida salvaje del campo. A veces, jugaba con mis hermanos o con mis primas, pero también me gustaba andar sola. Ladrillo, el ovejero alemán, me acompañaba en mis largas caminatas. Con el hocico todavía ensangrentado por cazar animales, dejaba que lo montara, le apretara las orejas o le tirara del pelo. Por eso se convirtió en mi gran compañero y ya de más grandes nos protegíamos mutuamente. Yo robaba pedazos de carne y se los pasaba por debajo de la mesa, él me cuidaba cuando andaba por las acequias o bajaba al río a tirar piedras. Lo más divertido pasaba mientras los grandes dormían, como el campeonato de salto en largo o las persecuciones a caballo entre los viñedos. Yo me subía a Manchita con mi hermano Lucho, que para mí era el mejor jinete. Con él habíamos inventado una sociedad de superhéroes Supermago y Supermega. Nuestro enemigo era Toto, que corría con el Negro. Gabi andaba siempre con Pampero hasta que el caballo murió, entonces dejó de correr carreras para hacerle honores y se dedicó a ser juez. Una vez, calculamos mal la hora de la siesta, o mi tío 8


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tomó menos vino de lo habitual, cuestión que nos agarró justo mientras el Negro galopaba por los viñedos y Manchita hacía un descanso y se comía unos cuantos racimos de uvas. Nos bajó de los caballos, nos formó en fila de mayor a menor y gritó tanto que decidí aprovechar mi condición de imputada bajo coacción — y no de culpable directa — para irme despacito por el costado sin que mi tío lo notara. Me fui para el lado del río, pero como estaba por los viñedos, en vez de bajar por el camino de siempre tuve que pasar por atrás de la casa de los Travaloni. El capataz vivía con su hijo Adolfo y su esposa Ana, una señora gorda que siempre andaba matando conejos. A nosotros no nos dirigía la palabra, ni nos saludaba, apenas nos miraba pasar con el ceño fruncido. Con los grandes hablaba, aunque unas pocas palabras. A mí me gustaba esconderme atrás del tronco de un árbol y espiarla mientras trabajaba. Elegía los conejos del corral, los tomaba por las orejas, entraba a la casa y volvía con la faca en la mano y el delantal teñido de rojo. Adolfo era el único al que las veinte ovejas de la finca no lo llenaban de patadas. Había visto cómo las ovejas tiraban al piso a mi tío, a mi papá y a un amigo de mi hermano que decía ser experto. Por eso yo nunca me acercaba, pero me gustaba mucho dibujarlas y siempre que lo hacía, también lo incluía a Adolfo. Adolfo tenía quince años eso le había escuchado decir ese verano a tía Laura pero parecía más chico que yo, 9


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salvo porque era muy alto y porque trabajaba. Siempre tenía puesta la misma ropa y una gorra verde. No hablaba como nosotros. Levantaba los brazos, saltaba y caminaba de una manera diferente a la de todos los demás. A veces, me lo cruzaba por el campo y él me miraba fijo. Cuando andábamos cerca, me saludaba. Yo, para hacerme la distraída, hablaba con Carlota y con Ruperta, las apañaba o me iba corriendo, porque seguro que mi mamá o Patrona me estaban llamando. Mis hermanos nunca jugaban con él. Una vez Gabi se refirió a Adolfo como el mongui y lo retaron. Cuando yo pregunté qué significaba, mi mamá me contestó que era especial. Me gustó eso. Después de escapar de los viñedos, me encontré con Adolfo. Fue por accidente. La adrenalina de escapar del reto de mi tío, me distrajo. Mi ojota se enganchó con una piedra, tropecé y caí al pasto. Me puse a llorar y creo que grité porque Adolfo, a quien no había visto hasta entonces, se acercó. Cuando vio la sangre, hizo ademanes de preocupación y dijo algo que no entendí. Entró rápido a la casa haciéndome señas y yo aproveché para limpiarme los mocos y acomodarme el vestido que se me había levantado. Adolfo volvió con un trapo sucio y me hizo señas para que me limpiara la sangre del pie. Se agachó para mirarme el corte y, por primera vez, se acercó más. Su cara quedó muy cerca de la mía. Y yo me puse colorada de la vergüenza. Un hormigueo me recorrió el cuerpo y se quedó fijo en la parte baja de mi panza. Miré los ojos de Adolfo y vi 10


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por primera vez que eran del mismo color que el río. Él extendió su brazo para ayudarme a levantar. Cuando su mamá nos vio de la mano, se sorprendió. Limpió rápido la cuchilla ensangrentada en el delantal y caminó hacia nosotros. Yo quise salir corriendo, pero no podía. Estaba dolorida por el golpe y se me había roto la ojota. Ana me dijo: “Ay ese pie, mamita. Tan chiquito y tan blanco. Adolfo cerrá la jaula y metete para adentro que yo voy a llevar a la nena a la casa grande”. Caminé rengueando. En el camino Ana no me habló. Solo me indicó con gestos que me agarrara de su brazo. Cuando llegamos, tío Luis dijo que eso me pasaba por escaparme y mandó a Gabi a buscar unas gasas para desinfectar el pie. Patrona me dijo “Chinita de mierda” y me castigó por dos días. No me dejaba andar a caballo ni ir al río sin los grandes. Tía Laura no se metió, estaba muy ocupada cuidando a mis primas. Mis papás llegarían al día siguiente para festejar mi cumpleaños. El primer día de castigo estuve todo el día encerrada en la casa. Tuve que ayudar a Patrona a hacer dulces de durazno, hervir los frascos de vidrio y envasar. Me dormí temprano mientras escuchaba a mis hermanos jugar afuera con las linternas. El segundo día pedí a Patrona que me levantara el castigo, pero no accedió. Solo me dejó ir media hora afuera. Lo primero que hice fue salir corriendo para el lado donde pastaban las ovejas. Me crucé con Adolfo y fue la primera vez que yo lo saludé y le sonreí. Él 11


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me señaló con el dedo la caca de las ovejas y hizo sonidos que a mí me parecieron graciosos. Pero tuve que volver rápido a la casa. Me tocaba barrer todas las habitaciones. El tercer día de castigo, Patrona me dejó salir también solo por media hora. Corrí hasta donde estaba Adolfo con una caja de arroz inflado con chocolate que me había robado de la casa. Me acerqué a las ovejas, porque sabía que no me iban a hacer nada si estaba él, y puse un puñado de cereales al lado de la caca. Con Adolfo vimos que eran iguales y nos reímos a carcajadas. Después de eso, él se quedó saltando en el lugar. Yo me reí un rato, pero Adolfo no paraba de saltar y cuando empezó a gritar fuerte, me asusté y me volví corriendo a la casa. A la noche nos dibujé sonriendo de la mano. Doblé rápido el papel y lo escondí en el cajón de mi mesa de luz. El día de mi cumpleaños, a una semana de haber cumplido mi castigo, mis papás llegaron desde la ciudad. Patrona terminaba de hornear dos tortas, una con chocolate y la otra con los higos que habíamos recolectado días atrás y le contaba a mi papá lo mal que nos habíamos portado. Él asentía, pero no escuchaba. Mis hermanos hablaban, mis primas corrían alrededor de la mesa y mis tíos pedían orden y silencio, Yo pensaba en Adolfo mientras me miraba la cascarita que se me había hecho por la lastimadura. Después del almuerzo, Patrona trajo las tortas, mamá prendió la vela y me corrió el pelo para que pudiera soplarla. El primer deseo que pedí para adentro fue que no 12


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quería ser mujer, el segundo tener un cuatriciclo y el tercero aprender a hablar el idioma de Adolfo. Cuando apagué las velas toda la familia aplaudió, pero yo tenía muchas ganas de llorar. Me contuve. Cuando Lucho me saludó me dijo “Feliz cumple, supermega”, eso me hizo volver a sonreír. Recibí de regalos una caja de lápices de colores, un par de ojotas nuevos y patines azules con cuatro ruedas amarillas que me gustaron mucho porque tenían los colores de Boca. Mis hermanos me regalaron una gomera que habían aprendido a fabricar con los gemelos Rojas y tío Luis me acercó un paquete envuelto en papel de diario. “Te lo manda Adolfo”, me dijo. De pronto todos hicieron silencio. Yo le respondí que no lo quería. Lo tiré al piso y me puse colorada. Mi mamá me gritó, me dijo que no podía ser tan maleducada. Patrona me ordenó que lo levantara inmediatamente. Le hice caso con desgano. Toto me lo sacó de la mano y lo abrió. Era una oveja en miniatura, hecha con madera y algodón. Una artesanía que, al caer al piso se había machucado. Como mi pie. Me puse a llorar y la escupí. Me encerraron en la habitación. Al día siguiente era día de riego semanal. Una vez por semana, en verano, se abrían las compuertas del canal y se liberaba agua por las acequias para regar el suelo. Durante la jornada, teníamos prohibido salir más allá de la galería de la casa grande porque todo el suelo se inundaba cuarenta centímetros y se llenaba de sapos, serpientes y bichos. Esa vez nos quedamos con mis hermanos y mis primas 13


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viendo películas, jugamos juegos de mesa y ayudamos a envasar más conservas. También preparamos los bolsos porque mi papá tenía que volver a trabajar a Buenos Aires y nos íbamos con ellos de madrugada. Solo se quedaba Lucho que iba a acompañar a Patrona en colectivo, unos días más tarde. No alcancé a despedirme de Adolfo, pero antes de subir al auto le pedí a mi hermano que me hiciera un favor. Fui a mi habitación de la casa grande, agarré el dibujo del cajón de la mesita de luz y escribí: “¡Nos vemos el año que viene! Firma: Valentina”, lo guardé en un sobre que armé con otra hoja borrador y le dije a Lucho que se lo llevara a Adolfo. “Es por la oveja”, le aclaré. Ya no me salía tan seguido llamarlo Supermago. A la finca no volvimos. Durante ese año mi tío tuvo problemas de negocios, hipotecó la casa y finalmente la perdió. Solo tío Luis y tía Laura volvieron para juntar sus cosas y vender los muebles. Les rogué con llantos a mis papás que me dejaran volver con ellos, pero no lo logré. Durante años seguí dibujando a Adolfo e imaginando cómo crecía a la par que yo. Ya no de mí mano, siempre con las ovejas.

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