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DE AMOR LOCURA Y MUERTE CICLO DE LECTURAS
Basural Victoria Mora
Lecturas a la sombra
Basural Victoria Mora El cana le clava el caño de la pistola en la nuca. Se le hunde apenas la carne. Siente el frío de esa presión. Tiene los brazos sobre la cabeza. Es de noche, la oscuridad está rasgada por la luz de una luna creciente. Cincuenta metros a su espalda dos patrulleros tienen las luces apagadas desde que estacionaron ahí. Lo que él puede ver, robándole claridad a la noche, es el basural que conoce de memoria. Un terreno baldío, con el pasto alto lleno de los deshechos que la gente tira. La vía de acceso o salida a la villa donde vive. Su barrio se extiende detrás de los patrulleros lo bastante lejos como para que nadie pueda venir a darle una mano. Sabe que es el fin. Se lo advirtieron: no es gratis dejar de laburar para la policía. No se resignó. Ahora el caño en la nuca le dice que los otros tenían razón. Te lo dije Chino, le diría el Turco si estuviera ahí. Más que hablar, el Turco, los cagaría a tiros a estos dos, piensa. Pero está solo, y el frío del caño presiona, apenas un poquito más. Cuando siente la insistencia del caño se tira al piso a 7
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la vez que empuja a el cana. En un segundo se encuentra arrastrándose hacia adelante, se para y corre salta algunos restos de basura que se le interponen en el camino. Cuando corre escucha los gritos, las puteadas, vení acá cagón, negro hijo de puta. Suenan dos tiros, no sabe si son al aire o lo tienen cercado y le están errando a su cuerpo. Le duelen las piernas pero no para. Tiene que llegar a la ruta al otro lado del basural. Si llega se salva. Mientras corre piensa en la nena, empieza primer grado. Y aunque lo sorprenda lo que más lamenta es no estar ahí para llevarla. Si la cosa sale bien y se escapa se va a tener que guardar. Y si la cosa no sale… prefiere no pensarlo. Está agitado. Llega al esqueleto de un auto abandonado hace tanto tiempo que ahí jugó de chico y se juntó más grande con los pibes. Se mete adentro, calcula que unos minutos tiene. Está flaco y siempre fue un buen corredor. No había modo que el Turco le ganase una carrera. Iban de la casilla del Chino a la de la Vieja Sara justo a la otra punta del pasillo. Nunca pudo ganarle, hasta que se cansó. En la cancha era al revés. El Turco es un crack. Tiene unos minutos, al menos, los patrulleros no pueden entrar al basurero, imposible circular entre los montículos de mugre. Si quieren ir por él sólo les queda correr. Eso le da una ventaja, un pequeño margen por donde soñar una salida. Pensó que si se cambiaba de zona iba a poder cortarse solo. Estaba muy mal. No había encontrado nada. Ni changas con José en la obra, ni de limpieza en los avisos
que encontraba en los diarios. Intentó en un par de entrevistas para laburar de operario pero vivir en una villa es un ancla muy pesada. No declarar domicilio no es una alternativa. Los gritos de Mariana se le clavaban en el pecho que sos un pelotudo, que no cambias más, que la nena empieza las clases y no tiene una mierda para ponerse, que está harta de comer de fiado y que la almacenera la cague a puteadas cada vez que la ve. Él había apretado los puños, no quería gritarle, no quería volver a pasar por eso, los gritos, los empujones, los llantos. Salió y la dejó hablando sola en el punto justo en que los gritos pasaban a ser lágrimas. Siente su respiración agitada y el frío de la chapa oxidada que le trepa por la espalda. Tiene que seguir corriendo ya. Toma aire y sale por el hueco de lo que alguna vez fue la puerta del acompañante. Le extraña no sentir más los gritos, ni las puteadas. No hay un solo ruido. Tampoco siente el olor que le hacía llorar los ojos. Ese olor a podrido que se había instalado hacía un tiempo en ese lugar donde antes se podía jugar al fútbol. No puede parar, piensa y corre manteniendo el paso. Ve que la ruta esta cerca, llega al límite, un paso más y puede pisar el asfalto. Es de madrugada, pero aún así, debería pasar algún auto, no escucha ni siquiera algún ruido lejano. Es una noche sin tiros, ni gritos, ni risas, ni motores que suenen a la distancia. Se extraña pero está demasiado agitado y empieza a ponerse contento de poder escapar. No debería, pero
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quiere ir a la casa de Mariana. Hace mucho que se separaron, no cree que vayan buscarlo ahí, pero aún así es arriesgado. Tiene que ir lo decide más allá de la inconveniencia bordea la ruta camina a paso apurado, ya no puede correr, las piernas no le responden para seguir con ese ritmo. Se da vuelta para mirar por encima de su hombro derecho. Nada. Ni una luz, ni un ruido, la calle vacía. Vuelve la vista hacia delante. Mantiene el ritmo, tiene que andar unos cuatrocientos metros costeando la ruta y después bordear el barrio hasta el pasillo que da a la casilla de Mariana. Se va a enojar. No puede llegar así sin más a la madrugada, pero sus pies lo llevan ahí. No puede explicarlo, es ahí donde tiene que estar. Llega abre la puerta de chapa, está oscuro. Sigue sin oír ningún sonido, se le ocurre la idea de que quizás se quedó sordo por los golpes que le dieron para meterlo al patrullero. No tiene tiempo de pensar en nada más porque Mariana se levanta del colchón y se para frente a él. Él estira los brazos quiere tocarla, lo logra. La abraza y hunde su nariz en el cuello de ella, la aprieta con fuerzas. Cae al piso. La sangre se mezcla con los pastos y restos de basura. La tierra absorbe el líquido rojo que brota del agujero que el cuerpo tiene en la nuca. El policía le patea las costillas para chequear lo obvio. Vamos Ramírez, tema terminado. Caminan hacia los patrulleros.
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