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DE AMOR LOCURA Y MUERTE CICLO DE LECTURAS
El rey del agua Claudia Aboaf
Lecturas a la sombra
El rey del agua Claudia Aboaf
Los perros que habitan las islas ladran en un eco sucesivo, son muchos y a veces siguen a los dueños nadando en el río detrás de los botes, como si las embarcaciones fueran autos en un camino, y vuelven cansados a los muelles donde otean tal cual lo hace el perro de casa con jardín a través de la reja. Les gusta dormir enrollados sobre las tablas rústicas de madera que absorben algo de sol cálido. Pero nadie considera un rito fúnebre para su perro muerto, tampoco enterrarlo en este territorio líquido. El perro flota un tiempo con el ojo hinchado hasta que el río aluvial lo deposita en alguna isla convertido en sedimento. Andrea imagina caballos. ¿Qué otras cosas vivas o muertas oculta el río pardo? Busca el viejo grabador del Galo, negro y metálico. Los carretes cargados de cinta marrón son ruedas de molino, piedras que la muelen mientras giran. Andrea aprieta la tecla, inician. Se abren compuertas, empujan el agua retenida. Luego de que la astróloga le aconsejara a su padre no volver a la casa de su prima, no detenerse, Andrea oye a alguno retirar una silla y a Graciela diciendo que enseguida 7
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vuelve. Pasos. Un suspiro de su padre. Está solo. Andrea siente su aliento en el oído. Se acomodan nuevamente y luego de una pausa —algunos centímetros de cinta—, Andrea sube el volumen; mendiga. Le parece oír a Blanco cambiando de posición en la silla. Extraña el crujido del mimbre seco de las de Tigre, que delataba los movimientos del ocupante; incluso cuando su padre despegaba el codo para alcanzar el mate. Estas deben ser de metal o madera pesada. Las levantan para correrlas y caen con sonidos duros al acomodarlas. Blanco habla... Blanco cambia la voz, más grave y más sugestiva; anuncia: —Te cuento: me tiré al agua como señuelo. Ese día deseó ser de agua, hasta se culpó por los kilos de más al hacer una ola redonda que vio extenderse. Andrea sabe de qué habla. Cuenta cómo se había desplazado pegado a la costa, agazapado, sujeto a los bordes tejidos, con la cabeza apenas fuera. Olió el limo fresco y el podrido. Su temor era que los verdugos reparasen en la embarcación donde dormía Andrea. A pocos metros, pero lejos de sus brazos, el barco flotaba sin nadie que lo comandara. Su padre rogó al río que se volviera inmóvil. Que ese río quieto no se llevara a su hija sin amarras. Los hombres buscaron en la tierra, pero las islas los desconcertaban: no podían ir derecho y solo derecho. Demasiados vericuetos, arroyos y plantas. El territorio triangular del Delta les tendía tram8
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pas. Lugareños que no contestaban, respuestas que pasaban lejos de la costa en barcazas, cargadas de madera o vacías, mirando fijamente el agua. De pronto Blanco vio cómo un biguá negro se posó en el amarillo descascarado del barco. Andrea descansaba en la cabina rodeada de cabos, cajas y cañas de pescar. Un olor suave, ventilado, a pescado, impregnaba el barco. El padre recuerda con la voz cargada que el pájaro entró, caminó rebuscando entre Andrea y las cosas. Si llegaba a despertarla... Calculó que podría distraerlos saliendo de golpe de su escondite en el río, gritando para atraerlos. Mientras, los hombres comprimían con pisadas duras las tierras esponjosas. Los borceguíes ensuciaron la escalera de la entrada a la casa. Espiaron por las ventanas. Magullaron la casa por oficio, aunque alguno le puso saña: volteaba botellas y frasco; tumbaba todo lo que estuviera erguido. Otro quedó vigilante parado en la galería. Ahora Andrea se ve como él la vio ese día, asomada a la baranda, somnolienta, buscándolo. Cuando se cansaron de maltratar la casa, se retiraron. —Nadé hasta mi hija, que entonces era una nena. Ese día, Blanco le agradeció al río. Luego de un silencio, Graciela nombró al Delta místico, radiante, el del triángulo con el ojo adentro. El padre recordó la cuarta letra . Ella explicó que “delta” en hebreo significa “puerta”. —No te detengas en ningún lugar. Ojalá te quede abierta alguna puerta —dijo Graciela sin acento predicti9
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vo. Andrea mira al techo como si fuera el cielo. Continúa inmóvil en aquel barco quieto. Pero luego de escuchar a su padre sobreviene la escena siguiente: ellos dos entrando de vuelta en la casa, con el padre atenazándola en un abrazo y el perfume liberado del frasco roto. Aun así suma su voz a las grabadas. Retrocede la cinta y repite cada sílaba, acopla su voz a la de Blanco. Dice junto con él: —Este Delta puede ser mi puerta.
Fragmento novela: El rey del agua, Alfaguara, 2016 10