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MĂşsica de rieles Celina Abud
Música de rieles Celina Abud
El timbre sonó de madrugada. Abrí la puerta con los ojos entreabiertos, el pelo despeinado y el aliento alcohólico. No era hora de recibir visitas, aún así me acerqué a la puerta y dije “quién es” con una voz ronca que se asemejaba al apagado rugido de un león. Esa voz hubiera intimidado a cualquier visitante inoportuno, pero a ella no. Nina, dijo. Desde la ventana se veía la lluvia caer. El viento le seguía el ritmo, la tormenta parecía arrasar hasta con los árboles. Por eso me costaba entender que Nina hubiera llegado hasta mi casa, porque su cuerpo, liviano como una pluma, podría volar con el menor de los soplidos. Sin duda, Nina era más fuerte de lo que yo pensaba. Y no sólo por mantenerse en pie sino también por esa extraña condición de celebrar la compañía aún en esos momentos en los que apenas se le da la bienvenida a la soledad.
Pasá, dije. El maquillaje estaba corrido y su pelo, mojado. Llevaba puestas unas botas que no eran de lluvia y que sin pedir permiso se quitó. De manera despreocupada arrojó el abrigo en la silla del living y me robó un cigarrillo. ¿Qué hacés acá a esta hora?, dije. Es una linda noche para salir, ¿no es cierto? No digas pavadas, Nina, sabés que las puertas de esta casa siempre están abiertas, pero linda la noche no está. Nina le dio una pitada al cigarrillo y sonrió. ¿Es por él, no? No seas tonto, ¿cómo se te ocurre?, dijo al reír. No tiene caso: mentís, pero no lo vas a reconocer, ¿comiste algo? Sí, comí. Te preparo una sopa, le puedo echar cubitos de pan tostado. Nina, quien en teoría había comido, disfrutó de la sopa aguachenta como si fuese la última cena. De manera accidental, la manga resbaló hasta su codo y pude ver un moretón en la muñeca. Podría apostar que no era el único. ¿Qué es de tu vida, Nina?, dije. Nada, sigo con el tejido, me relaja mientras viajo en tren. Nunca voy a entender por qué tomás tantos trenes, si no vas a ninguna parte. El ruido de los trenes es como escuchar música. Hablando de música, voy a poner un disco, elegí
alguno. Sabés que voy a elegir cualquiera que no tenga carátula. Nina fue hacia la pequeña biblioteca de metal y eligió uno que resultó ser de Ella Fitzgerald. Sonrió cuando escuchó el primer verso de “Heart and Soul”, aunque estaba seguro de que no la conocía. Si el libro que leo tuviera música, este tema le quedaría bien, dijo. ¿Ahora leés? Claro, no siempre tejo. ¿Qué estás leyendo? Desayuno en Tiffany’s, ya casi lo termino. Y, ¿te gusta? Seguro que pensás que no lo entiendo, dijo mientras apagaba el cigarrillo. Jamás dije eso, Nina. Sí, me gusta, bueno, en realidad me encanta. ¿Porque Holly viaja tanto como vos? No, no es eso. ¿Entonces? Porque me encantaría tener a alguien que me quisiera así. ¿Como el narrador? Sí, dijo ella para después cerrar los ojos y sonreír. Seguro que en sus fantasías Truman Capote no era homosexual y apuesto también a que ignoraba su historia. Lo que importaba era el cariño, porque si ella tuviera alguien como el narrador, no la golpearía. Me imaginé a ella en el tren y en lo que pensaría en ese instante: que si encontrara a alguien así no sería una viajera sino que estaría feliz con la idea de quedarse quieta. Ya no
habría caminos inciertos, ni música de rieles, ni tejidos que pretendieran darle forma a una vida desarticulada, como si fuera una metáfora engañosa. Aunque tampoco podría asegurarlo, porque ella en realidad me tiene a mí. No sé si esa noche no lo supo o prefirió ignorarlo y cerrar los ojos ante la realidad, con la excusa de escuchar la perfecta voz de Ella Fitzgerald. También hubo otros motivos para cerrar los ojos: los moretones cubiertos por esa ropa mojada que en ningún momento atinó a quitarse. Entonces pensé que Nina sí era una viajera, que se escapaba tanto de los golpes de él como de mi posibilidad de sanarlos. Los viajes, los tejidos y ahora algo de lectura eran tal vez lo más importante y esos tiempos muertos eran los que la mantenían con vida. Pude haberle dicho que la quería, o tal vez lo que pensaba, pude intentar ayudarla pero mi voz ni siquiera hubiera sonado como el ruido del tren. Entonces, dejé que la música por sí sola expresara mis sentimientos en una lengua extranjera, mientras que en mi idioma, me limité a fingir: ¿cómo está él?
Ahí anda, pobre, las cosas no le salieron bien, pero pronto todo va a mejorar. No lo dudo, dije y cuando la vi tiritar de frío, le acerqué una manta, le cubrí los hombros y le dije: ¿querés quedarte?, te preparo la cama, yo duermo en el sofá. No, no te hagas problema. No te preocupes, Nina, podés pedirme lo que quieras. Ella tomó otro cigarrillo, fue hasta la biblioteca para elegir otro compact sin carátula y preguntó: ¿mañana tenés que levantarte temprano? No, contesté. Entonces te pido que te quedes conmigo despierto hasta que llegue la hora en que pase el próximo tren.