Reynaldo Luza Memorias e ilustraciones
Fotos, ilustraciones y texto inédito de Reynaldo Luza, Propiedad de Carlos García Montero Luza © 2015 Grupo Editorial COSAS Creación, Diseño, Producción y Edición Editorial Letras e Imágenes S.A.C. Grupo Editorial COSAS Calle Alcanfores 1262, Miraflores, Lima, Perú Primera Edición Mayo de 2015 1600 ejemplares Prohibida la reproducción total o parcial de este libro.
Gerente de Servicios Editoriales Rosa González Directora Creativa Adriana Miró Quesada Subeditor César Nieri Edición Fotográfica Alejandra Vera Matos Diseño Gráfico Gabriela Isabel Maskrey Diagramación Verónica Maguiño Corrección Axel Torres y Miguel Farfán Coordinación de Producción Oscar Chaca Retoque Digital Antonio Centeno Grupo Editorial COSAS Directora Elizabeth Dulanto de Miró Quesada Editora General Isabel Miró Quesada Gerente General Mariana Pinillos Gerente Comercial Paola Coppero Agradecimientos Carlos García Montero Luza Carlos García Montero Protzel Alvaro Carulla Marchena Lucero Boza Diego Otero Ximena De Peralta Obras Hprints Diktats Librairie Fotografía y material de apoyo Corbis y Getty Images Impresión Gráfica Biblos S.A. Jr. Morococha 152 , Surquillo, Lima, Perú graficabiblos.com +511 445 5566 Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2015-05564 ISBN: 978-612-45328-8-7
Reynaldo Luza Memorias e ilustraciones
grupo EDITORIAL COSAS
Editorial Letras e Imรกgenes S.A.C.
Reynaldo Luza Memorias e ilustraciones Prólogos Fernando Fort Godoy, BCP 007 Carlos García Montero Luza 009 Juan Carlos Verme 011 Mariano Vivanco 013 Memorias 015 Luza 019 París, 1911 020 Nueva York, 1918 024 Vogue, 1918 025 Harper’s Bazaar, 1922 029 Comienzos en París, 1922 031 “París era una fiesta” 034 Recuerdos de los años veinte 036 Los famosos dibujantes de la moda 039 Los grandes pintores de la elegancia 043 El refinamiento de París 045 Los resorts y los casinos 048 La alta costura de París 050 La fotografía en la moda 052 Colecciones y problemas 055 La revolución de los veinte años 056 Los dibujantes y las revistas de moda 060 Los costureros y la “copia” 062 4
El esnobismo de los años treinta 063 Gabrielle Chanel 065 Jean Patou 067 Elsa Schiaparelli 070 Barón de Meyer 073 Rivalidad 075 La Exposición Universal de París 079 La Segunda Guerra Mundial y las últimas colecciones 080 Berlín, 1929 084 Londres en los años treinta 085 La costura en Nueva York 087 “Los barcos de la elegancia” 089 Los perfumes en la costura 090 18 rue Jean Goujon 092 Un gran novelista 093 “Mujer del Siglo” 094 Cincuenta años después 096 Ya nada es igual 101 1975 ¿El último recuerdo? 102 Obras 109 Los inicios- 1919 113 Un trazo nuevo- 1920 147 Elegancia y glamour- 1930 179 Presencia del color- 1920-1940 209 Cronología 248 5
Es un privilegio para BCP Banca Privada y BCP Enalta patrocinar este libro, editado y diseñado por el Grupo Editorial COSAS, ya que nos ofrece la posibilidad de sacar a la luz, por primera vez, las notas autobiográficas y gran parte de las ilustraciones de moda del artista peruano Reynaldo Luza. Este personaje, que vivió gran parte de su vida en París y Nueva York –ciudades protagónicas del mundo de la moda y del arte en las primeras décadas del siglo pasado– dejó sus estudios de arquitectura para optar por el arte. De esta manera, Luza “traza” el comienzo de su vida artística cuando, en 1918, abandona Lima rumbo a Nueva York, en donde comienza a trabajar ilustrando temas de moda para Vogue y Vanity Fair, hasta que Harper’s Bazaar lo contrata como dibujante e ilustrador y le pide que se traslade a París, ciudad en la que residió dieciséis años. Con este libro –que verá su continuación en otros dos volúmenes dedicados al artista, y donde aparecerán su obra fotográfica y pictórica–, afianzamos nuestro compromiso con la cultura, apostando por la difusión del patrimonio artístico de nuestro país. Luza fue sin duda un personaje con vocación cosmopolita que, con un gran interés por el arte, especialmente el dibujo, la pintura y la fotografía, y una personalidad que seducía por su sencillez a todos los que lo conocían, supo situarse en el centro del ambiente sofisticado y exclusivo de la moda parisina de aquellos años. Modistos, artistas, dibujantes y fotógrafos de la época desfilan por estas páginas bajo la mirada serena y objetiva del artista. Y es que el mundo Luza es enriquecedor por su obra, pero también por su experiencia humana y su apuesta por el arte de su tiempo, razones que nos han llevado a colaborar en una mayor y más amplia difusión de la vida y obra de este artista peruano.
Fernando Fort Godoy Gerente de División Gestión de Patrimonios del BCP
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Mi tío Reynaldo fallece en marzo de 1978 y, unos dos meses después, una tarde, mi esposa contesta una llamada telefónica. Era el doctor Luis Alberto Sánchez y quería hablar conmigo. Me dijo que había llamado, no recuerdo si a Mercedes, mi madre, o a mi tía Elvira, todas hermanas de Reynaldo, para darle el pésame. A continuación le preguntó qué era de la producción intelectual de Reynaldo, su biblioteca, sus libros, sus recuerdos. Entonces se enteró de que me había dejado los recuerdos de su vida y obra, pues yo era su único sobrino hombre y manteníamos una cálida y estrecha relación. Sánchez me contó que él conocía a mi tío Reynaldo desde 1914, cuando regresa de Europa porque empezaba la Primera Guerra Mundial y se inscribe un año más en la Escuela de Ingenieros para seguir el cuarto año de Arquitectura; aunque a mitad de ese periodo lo abandona, pues decide dedicarse al dibujo y al arte. Entonces se contacta con un grupo intelectual que había en Lima: el grupo Colónida. Lo lideraba Abraham Valdelomar y formaban parte de este Mariátegui, Eguren y César Moro, entre otros. Luza, que era el artista del grupo, diseña la carátula del primer poemario que publican: Las voces múltiples. Ellos eran los niños góticos del Palais Concert, donde se reunían. Luis Alberto y mi tío habían alternado allí durante cuatro años, porque en 1918 Luza viaja a Nueva York. El doctor Sánchez me preguntó qué sabía del libro. Yo le repliqué: “¿Qué libro?” Le comenté que me había dejado su biblioteca, pero que no sabía de qué libro hablaba. “No –me dijo–, me refiero al texto que él estaba escribiendo”. Le respondí que no tenía ni idea de aquello. Yo en esa época había comenzado a interesarme en la pintura y, en las ocasiones que lo visitaba, conversábamos sobre su pintura de la costa peruana y me mostraba sus lienzos. Hablábamos también de su vida en Nueva York y en Europa, de su niñez en Cañete, de la gran atracción que sentía por el paisaje de nuestra costa. Yo le preguntaba por los pintores peruanos que me atraían. Pero mi tío no me comentó nunca sobre el texto que estaba preparando. Entonces, Luis Alberto me contó que, aproximadamente dos años antes de caer enfermo, Reynaldo lo visitaba en su estudio, en el centro de Lima, una o dos veces por semana, y le leía los capítulos de un texto en el que venía trabajando. Al parecer, Luis Alberto le hacía comentarios y le aconsejaba acerca del texto, porque, además de ser escritor, también había estado en Europa por esos años y, como es lógico, a Reynaldo le interesaban sus opiniones. Después de esos encuentros, se iban a almorzar juntos. Asimismo, Luis Alberto, me comentó que, cuando Reynaldo cayó enfermo, esas reuniones se interrumpieron, pero para entonces el libro ya estaba bastante avanzado.
Luis Alberto Sánchez me dijo que si mi tío me había dejado sus cosas personales, el texto del libro entre ellas, yo tenía el deber moral de publicarlo; que me ocupara de hacerlo. Entonces le prometí que lo buscaría y, luego de hacerlo, encontré una serie de borradores escritos a máquina, a mano, en español, en inglés y hasta en francés. Los traje a casa y me pasé leyéndolos muchas noches, y varias veces, ya que me resultaba muy interesante lo que relataba. Por eso siempre afirmo que la publicación de este libro es gracias al doctor Sánchez, ya que si él no me advierte de la existencia de este texto autobiográfico, podría haberse extraviado y nunca hubiera visto la luz. Quedan pocas personas en Lima que hayan vivido la gran fiesta que fue París durante y después de la Belle Époque, periodo en el que mi tío Reynaldo conoció a gente muy importante del mundo de la industria de la moda, porque trabajó para Vogue y Harper’s Bazaar. Siento que estoy cumpliendo con mantener el legado de Luza, lo mismo que estoy haciendo con su arte. Y para mí es muy importante. Lo hago con mucho sentimiento debido al cariño que le tengo como persona, y a la admiración que le guardo como artista. Él mismo narra, al principio de sus escritos, que se hallaba en uno de sus últimos viajes en barco por Europa, cerca de las islas griegas, y que decidió no bajar a tierra. Al quedarse a bordo, se encuentra con una dama que estaba leyendo una revista de moda. Ambos empiezan a conversar y resulta que ella también había trabajado en París, y en la misma época. Eso lo anima, le refresca la memoria, y piensa: “Voy a escribirlo”. Así lo hizo. El resultado es este libro, donde se publican por primera vez sus recuerdos autobiográficos, así como gran parte de sus obras como dibujante e ilustrador de moda. Todo ello, como podrá ver el lector, refleja lo que fue la vida de un artista excepcional.
Carlos García Montero Luza Lima, 2015
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Reynaldo Luza es un personaje gravitante para la historia de las artes visuales peruanas del siglo veinte por una serie más o menos extensa de motivos. Uno de esos motivos, acaso el más importante, tiene que ver con su condición de hombre hecho a sí mismo a partir de intereses múltiples y talentos diversos. Luza fue un agudo observador del mundo, de la belleza y de la condición humana. Y tuvo una intuición formidable a la hora de seleccionar referencias y combinar variados universos estéticos. En su trabajo gráfico, por ejemplo, la confluencia de las formas y proporciones de la arquitectura de vanguardia de su tiempo, la rigurosa geometría del Art Déco, y una sofisticada economía de líneas, al modo oriental, produce siempre un resultado feliz, asombroso. Lo mismo ocurre cuando dirige su mirada y su voluntad a la pintura y abraza al paisaje del desierto costero peruano como sujeto. Sus obras, en paletas de tonos fríos o mudos, son una espléndida lección de desplazamiento: están siempre a caballo entre el paisaje real y la abstracción, y el trazo geométrico. El trabajo de un creador como Reynaldo Luza nos invita a entender la historia de las artes visuales peruanas desde una perspectiva nueva, refrescante. La puesta en valor de su legado implica también el reconocimiento de que su obra abre linderos. Su curiosidad omnívora y su sólida vocación por el riesgo y la exploración estética lo definen como un pionero de la modernidad plástica peruana; en su trayectoria hay osadía, capacidad de reinvención, y un elegante –es decir, directo, limpio– cuestionamiento de prejuicios culturales y tabúes formales. De hecho, tras unos años de formación autodidacta, Luza llevó el arte gráfico más allá del umbral de la excelencia, y se abocó a indagar en las posibilidades plásticas de la fotografía o el diseño de textiles, y al final, cuando regresó al Perú luego de un dilatado –y sin embargo mítico– periplo, apagó las luces y se concentró en el cielo abierto y los colores de la costa, como quien se concentra en evocar un territorio afectivo.
Juan Carlos Verme Lima, 2015
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Uno de los lemas más memorables de Yves Saint Laurent era “la moda pasa, el estilo es eterno”. Esta frase se hace evidente cuando se analiza en profundidad la obra de Reynaldo Luza como artista, ilustrador, fotógrafo y pintor. Luza (1893–1978) supo captar con gran facilidad el espíritu de la moda de las diferentes épocas en las que vivió. Sus ilustraciones para Vogue y Harper’s Bazaar registraron la evolución del estilo y nos dejaron un legado estético altamente sofisticado. En realidad, considero que todo lo que Luza tocó a lo largo de su carrera creativa durante más de cincuenta años, ya sea que tomara la forma de una estilizada ilustración de moda o una impresión de plata de las antiguas ruinas de Puruchuco, se encuentra impregnado de una absoluta elegancia. He visto el trabajo de Luza y he descubierto algunas conexiones interesantes entre nosotros. Ambos nacimos en Lima, Perú, y luego de dejar ese lugar especial, sentimos el impulso de viajar por el mundo teniendo a la moda como nuestra fuerza motora. Luza viajó hacia los más apasionantes centros de su tiempo: París y Nueva York, ciudades claves en el mundo de la moda de ese momento (como hasta ahora) y estuvo cerca de personajes como Madeleine Vionnet, Gabrielle Chanel y Cristóbal Balenciaga. También comparto con él la reverencia y el homenaje por la elegancia del pasado que influencian mi enfoque por la moda. Encuentro mis referentes en los bosquejos y dibujos de moda, así como en las imágenes de los inicios de Edward Steichen, Horst. P. Horst y George Hoyningen-Huene (contemporáneos fotográficos de Luza). Al tener las ciudades de Londres y Nueva York como mis bases y al mundo entero como un escenario, hoy me siento agradecido por la oportunidad de exhibir las magníficas creaciones de esas históricas casas. Los modos de plasmar el estilo varían tanto a lo largo del tiempo como los estilos en sí mismos. La ilustración fue alguna vez el método primario que se usaba para expresar el espíritu del momento, y Reynaldo Luza era un maestro. Sus líneas fluidas demuestran una delicadeza de tacto unida a una atracción por los colores vivos, tal como se evidencia por la audaz utilización de una bufanda color naranja en una ilustración para Vogue del año 1921. Luza siente una atracción natural por los colores brillantes y los tonos puros, como los que se pueden encontrar en las vestimentas tradicionales peruanas (el fucsia era su color favorito). Todo ello sirvió de inspiración a muchos, incluyendo a la legendaria diseñadora Elsa Schiaparelli, quien hizo de ese tono rosado eléctrico su marca distintiva. El dibujo en vivo de las modelos fue una de las formas de trabajo
de Luza para crear sus originales imágenes. Las actuales sesiones fotográficas de alto voltaje, con máquinas de viento e iluminadores, se pueden considerar simplemente como otra forma de captar en vivo a una mujer, un atuendo, un instante. Actualmente, la fotografía es la forma de arte preeminente de la moda, de manera que uso mi cámara como un pincel para intentar plasmar el espíritu de mi propia época cuando retrato a las estrellas de nuestro tiempo: Emma Watson como una joven de los años veinte con cabellos cortos; Rihanna envuelta en serpientes como una clásica Medusa (en colaboración con Damien Hirst); Lady Gaga encuadrada en diferentes planos como un objeto futurista; la modelo Catherine McNeil resplandeciente entre plumas de papagayo como una princesa amazónica en las icónicas ruinas de Machu Picchu. Tan solo tengo que imaginar qué ilustración dinámica podría haber creado Luza a partir de esta visión patriótica. A pesar de que nunca nos conocimos, pues yo nací en 1975, siento que nuestro trabajo muestra cómo tanto el pasado como el presente pueden tomarse como fuentes de inspiración. Compartimos el profundo deseo de hacer que la imagen de la moda trascienda lo ordinario para convertirse en una obra de arte en sí misma. Me hubiera encantado conocer a este hombre, a quien considero un verdadero artista. Pero como esto ya no es posible, nuestra conversación tendrá que seguir a través de nuestra combinación de influencias en las imágenes del futuro.
Mariano Vivanco Fotógrafo Lima, 2015
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Memorias
“En París, durante los años veinte y treinta, tanto en el mundo de la costura como en el del arte, hubo un movimiento continuo de inspiración y belleza íntimamente ligado con personajes famosos que brillaron por su exquisito gusto y talento. En el proceso que imponen la vida y el tiempo, muchos de ellos han pasado desgraciadamente al olvido sin que perdure el recuerdo que se merecen. En memoria de aquellos que fueron colaboradores, conocidos y amigos, quiero dejar estas líneas para perpetuar sus nombres, su fama y su recuerdo”. Reynaldo Luza
Una mañana resplandeciente bajo un brillante cielo azul, sobre la cubierta casi desierta de un barco que recorría las islas de Grecia, me tocó sentarme al lado de una dama que tomaba indiferente un baño de sol. La mayoría de los pasajeros, todos turistas, habían desembarcado para visitar una de las islas. Yo no. En mi opinión no era muy interesante y mi ocasional vecina, al parecer, había pensado igual. Una revista de modas, que tenía a su lado, dio lugar a que intercambiáramos algunas palabras y no tardamos en sostener una amena conversación. La dama era inglesa, residía con su esposo en una comarca de Sudáfrica y, por extraña coincidencia para mí, había pasado parte de su juventud trabajando en la alta costura en París y Londres, allá por los años veinte y treinta; justo en la misma época en que lo hice yo. Naturalmente nos dedicamos, sin proponérnoslo, a recordar los nombres de los costureros y modistos famosos, de las mujeres más elegantes y de la cautivante vida artística de esa época deslumbrante. Esa misma noche, en la soledad de mi cabina, embriagado por los recuerdos y sin poder conciliar el sueño, me sumí en la evocación de los tiempos maravillosos e inolvidables de mi juventud. Los recuerdos eran múltiples, no solo de la moda y de la costura, sino de las mil fiestas en esos años fecundos, años durante los cuales, me atrevo a creer, acaeció lo más importante del mundo contemporáneo. Continuamos el viaje. Regresé por Europa y volví a París, a Londres y a Nueva York después de veinticinco años. Mala suerte: toda esa época que yo recordaba con tanto amor, prácticamente se había ido para siempre y muchos de los famosos amos de la costura, se movían como sombras en el olvido. Los pocos que encontré, que fueron en su época engreídos, buscados, admirados y que ganaron enormes sumas de dinero, se encontraban abandonados o empobrecidos; de otros, no se sabía siquiera si estaban vivos y de algunos hasta se comentaba su trágica muerte. Tan amargos hallazgos constituyeron parte de los mayores dramas y experiencias que tuve de aquel retorno y la oportunidad de recordar mucho de lo que ya creía olvidado. Así como la Belle Époque ha merecido un fastuoso memorial, estoy seguro de que el lapso de los años veinte y treinta debería considerarse como otra “gran época”, aún más brillante, de la costura universal. A mi paso por Nueva York, tuve la oportunidad de leer mucho de lo escrito sobre la moda de los últimos tiempos: todo muy interesante y ameno, aunque eran primordialmente biografías. A menudo se trataba de libros y artículos sobre la vida social que resaltaban el esnobismo del ambiente. Sin embargo, se ignoraban muchos otros valores: personajes que, desprovistos de ambición social, brillaron por su talento y su modestia. Igualmente, poco se sabía de lo interesante que fue la vida de entonces y de los tiempos pasados. Por todo esto, sin la pretensión de escribir mis “memorias”, me decidí a redactar estas páginas que, en realidad, son las “memorias” de otros, justificadas por el mundo que tuve la suerte de ver, especialmente en los incomparables años veinte y treinta.
R.L.
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París, 1911
Retrato que inmortaliza a un joven Reynaldo Luza −y la promesa de todo su talento y creatividad− en uno de sus estudios (habitación/ taller) del París de 1917, época en la que soñaba con llegar a ser uno de esos grandes dibujantes del sensual mundo de la moda. (Archivo Luza).
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Comienzan estos recuerdos en 1911, cuando yo aún no había cumplido dieciocho años. Por esos días, a principios de abril, dejé mi ciudad de Lima y de ella solo conservé vagos recuerdos sobre la vida apacible de entonces, los muchos amigos y en especial las amistades que tuve en algunas de las revistas donde comencé la carrera de dibujante. Los recuerdos se aclaran en mi memoria con las imágenes de cuando tuve que atravesar Panamá en tren. No se había inaugurado el canal. Lentamente, avanzábamos hacia la ciudad de Colón, lugar en que embarcaríamos rumbo a Europa. Emprendimos un interminable recorrido por las Antillas en un viejo barco francés y paramos en todos los puertos del Caribe con su olor a azúcar, canela y sudor. Luego, después de esta larga y arriesgada travesía, llegamos al puerto de Saint-Nazaire en Francia. ¡Qué sucesión de momentos alegres y novedosos! ¡Qué sinnúmero de amigos hice, casi todos centroamericanos y de las colonias francesas! En medio de tantas sorpresas y emociones, destaca la estampa imborrable de una tarde con su maravillosa puesta de sol y la visión de la última tierra antes de dejar América. Era una islita lejana y misteriosa del Caribe cubierta de palmeras como un abanico de flores. Aquella isla se llamaba La Désirade, es decir, La Deseada en español, que se bautizó así porque, según nos contó el capitán, fue la primera tierra que divisó Colón en su segundo viaje. Por fin, al cabo de casi un mes, llegué a París de paso a Bélgica donde debía iniciar mis estudios de ingeniero-arquitecto. Mi destino era la Universidad Católica de Lovaina, todavía intacta y siempre católica. En la Gare d’Orsay me sentí desamparado. Era un hongo sudamericano en medio de un huerto galo. De pronto se acercó un joven que hablaba español. No era otro que un agente de hotel. ¡Gran alivio! Cargando mi única maleta, me condujo en un bamboleante fiacre al Hotel Florida en el bulevar de Malesherbes, muy cerca de la Madeleine. El Florida resultó ser la residencia de muchos sudamericanos, lo que enseguida me hizo sentir a gusto. De esos pocos días en París, casi todo se ha borrado de mi memoria. Sin embargo, recuerdo mi paseo favorito por los grandes bulevares, especialmente, el trecho que recorría diariamente entre la Madeleine y la Ópera, y de la Ópera a la Madeleine. Más que todo, conservo nítido el recuerdo de dos noches memorables. Una, en la que sentado con un amigo en una mesita de primera fila en el Café de la Paix, vi pasar un río de gente de todas las razas y edades; mientras que en los edificios del frente, deslumbraban unos enormes y maravillosos anuncios de bellísimos colores. La atracción del color me resultaba fascinante y más aquellos anuncios firmados por artistas –que pensaba yo– debían ser muy famosos. Me acerqué a mirar dos de ellos y quedaron grabadas en mi memoria las firmas de Capiello y Fabiano. Otra noche, como una gran calaverada, me llevó el mismo amigo, un simpático y alegre argentino, a un gran restaurante que se encontraba en la calle Royale y era el más reputado de la época: el Chez Maxim’s. No había ninguno más célebre, sobre todo por la fama que le dio aquella conocidísima canción en la divulgada opereta de Franz Lehar, La viuda alegre: “Al restaurante Maxim’s de noche siempre voy”. Por cierto, no pasamos del bar y a la entrada nos sentamos tímidamente en una esquina. Confieso que estaba muerto de miedo y solo pedí una limonada. El ambiente, las luces y la música lejana me impresionaron profundamente, y más la decoración detonante, algo que yo nunca había visto: era el Art Nouveau, la famosa moda que se inició a principios de siglo y de la que Maxim’s era el más esplendoroso ejemplo. Debo decir que ese decorado más que gustarme, me confundía. En verdad, solo puedo repetir lo que leí un día
en un artículo sobre Chez Maxim’s. Según ese relato, dos personajes famosos se encontraban en el bar y uno le dijo al otro: “Este Art Nouveau en realidad es bastante feo, pero hay que admitir que es muy simpático”. Pasaban las horas y avanzaba la noche. Me iba sintiendo más a gusto, porque entre el numeroso público que llegaba vi desfilar a mucha gente elegante: bellas mujeres, la mayoría adornadas con grandes plumas en la cabeza, con exquisitas toilettes, maravillosas pieles y deslumbrantes joyas; estaban acompañadas por caballeros en traje de noche, algunos con grandes bigotes, muchos con monóculos; no pocos me parecían muy viejos, pero todos alegres. Yo estaba silencioso y perplejo en presencia de tanto lujo y grandeza. De vez en cuando, sin embargo, sonreía porque me hacía mucha gracia cuando mi amigo me decía al oído que algunas de esas bellezas podían ser las renombradas cocottes. En realidad, fue una gran experiencia. Sin proponérmelo, asistí a un espectáculo único y primoroso de París; a un capítulo de la intensa vida nocturna de los finales famosos de la Belle Époque. Más tarde, en Lovaina, ya solo, recordaba vagamente los días de París, pero sin que se borrara de mi memoria la noche aquella de Chez Maxim’s y de su clientela con esas mujeres elegantes y maravillosas. Los libros de arquitectura y mis cuadernos de clase se mezclaban en un comienzo con los semanarios humorísticos de París, porque el humorismo y la caricatura eran mis aficiones. Sentía admiración por los dibujantes que ostentaban las firmas ya famosas de Prejalan, Leandro, Herouard, Guillaume, Caran d’Ache, pero los dibujos que más me atraían eran los que firmaba Sem, que se publicaban continuamente en Le Rire. En mis escapadas a Bruselas, a la que en esa época se la llamaba “Petit Paris”, encontré otras revistas, especialmente las de moda, con ilustraciones de los grandes dibujantes de la época; yo recortaba sus páginas, las devoraba y las guardaba con cuidado. Ciertamente, lo que más me gustaba era todo lo vistoso y frívolo. Allí aparecían las firmas de Gosé, Drian, Paul Iribe y algunos más que no recuerdo. En los artículos se mencionaba a un tal Paul Poiret, un hombre extravagante que daba grandes fiestas persas y que, en ese momento, parecía sobresalir entre los grandes costureros de París. El dibujante Xavier Gosé, mi preferido, era un catalán de origen, pero parisien de adopción, que ilustraba principalmente las portadas de las importantes revistas de moda, entre ellas Fémina y Les Modes; mientras Paul Iribe no solo era un prestigioso dibujante, sino también un diseñador de renombre colaborador del famoso Poiret. De otro lado, L’Illustration Française, revista mensual de gran formato, publicaba con frecuencia retratos de damas elegantes, firmados por los más célebres pintores Boldini, Helleu, Laszlo y Sargent. Sin ninguna duda, Boldini era el gran maestro en cuanto a pintar a las mujeres más bellas y elegantes d’avant-guerre, pero Paul Helleu era más espontáneo y ágil en sus famosos dibujos y retratos de las jóvenes que estaban de moda en el momento. Conservo aún unas páginas de esa bella L’Illustration Française, con una serie de retratos que Helleu pintó durante un corto viaje a Nueva York y que envió a París para que se publicaran con unas líneas dirigidas a su editor Marcel Baschet: “Querido señor Baschet: le envío diez dibujos de americanas escogidas al azar, entre los muchos que he ejecutado aquí. Mi estadía en Nueva York ha durado cuatro meses, pero en realidad yo hubiera podido quedarme varios años y realizar cada día muchos retratos. Las bellezas de este país son innumerables”. Si no yerro, esto sucedió por el año 1913. Es interesante recordar los nombres de las personas más conspicuas que posaron para él: Linda Thomas, Fred Lewisohn, Warren, C. Ackley, Leonard Thomas y la señorita Julia Robbins. En pocas palabras, a finales de la Belle Époque todo brillaba en la vida de salón. La moda no era solo la moda, era auténtica elegancia y refinamiento. Esto último, suprema expresión del buen gusto de una mujer exquisita. En medio de todo ese esplendor llegó 1914 y la guerra europea, y con ella el final de una gran era de la que guardamos felices añoranzas. A causa de tan tristes días, mi regreso al Perú, mi tierra, se hizo inevitable; quedaba en nada mi proyectada carrera de arquitecto. No restaba ningún entusiasmo para continuar estudiando. Solo traía en la mente grabados a fuego los recuerdos de mis tres años europeos, del glorioso ocaso de la Belle Époque y, especialmente, de París. Además,
“En Lovaina, ya solo, recordaba vagamente los días de París, pero sin que se borrara de mi memoria la noche aquella de Chez Maxim’s y de su clientela, con esas mujeres elegantes y maravillosas. Los libros de arquitectura y mis cuadernos de clase se mezclaban en un comienzo con los semanarios humorísticos de París, porque el humorismo y la caricatura eran mis aficiones”.
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Derecha Cecile Sorel danza sobre la terraza del Hotel Ritz de París –el más lujoso y famoso de la Belle Époque–, gracias al elegante trazo del ilustrador Etienne Drian, artista francés ícono del movimiento Art Nouveau. (Archivo Luza).
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en mi modesto bagaje llevaba conmigo un cartapacio repleto de páginas de famosas revistas y de otros recortes cuidadosamente conservados. La mayor parte de ellos me acompañan hasta hoy. Los días siguientes fueron realmente de honda frustración y desaliento, quizá por esos mismos recuerdos inolvidables. Poco después, y como para consolarme, llegaron a mis manos muchas nuevas y suntuosas revistas. Una de ellas, realmente lujosa, fue la argentina Plus Ultra, moderna, elegante, bien ilustrada con excelente colaboración y en la que se publicaban de vez en cuando obras de notables retratistas hispanos, reyes de la elegancia, tales como La Gándara, Zuloaga, Beltrán, Masses o novedosos aristócratas dibujantes como Sirio (“El imaginero de las infantinas”) y el complicado Néstor, cuyo nombre completo era Néstor de la Torre, oriundo de las Islas Canarias, a quien más tarde conocí y frecuenté en su estudio de París. A finales de 1917 llegaron a mi poder algunas revistas norteamericanas. En estas se hablaba de los comienzos del cine y también de las novedades de la moda en Nueva York. Europa estaba aún en guerra. Se comentaba mucho sobre Lucile, como la más famosa costurera de la moda. Era inglesa y respondía al verdadero nombre de Lady Duff-Gordon. Vi la fotografía de una de sus codiciadas modelos cuyo nombre ha pasado a la historia: una bellísima joven llamada Dolores que continuó su carrera hasta después de la guerra. La conocí en los años treinta, ya en el retiro, pero todavía se conservaba bella. Vivía en París en un magnífico departamento de la isla Saint-Louis y estaba casada con el señor Tudor Wilkinson. Los recuerdos y testimonios siguientes pueden no interesar a muchos, pero sí creo que serán gratos para otros. Eso me basta. He leído mucho en mi vida y las lecturas más amenas han sido las que despertaron mis recuerdos, muchos de ellos particularmente vivaces por haberlos experimentado personalmente. En ese caso, se hallan las lecturas relativas a la costura y la moda. Me he enterado de todo lo que se ha escrito sobre ellas en todas las épocas; en Francia, especialmente, durante la Monarquía y durante la Revolución. Las elegantes mujeres del Directorio y del Imperio, las graciosas crinolinas de la época de Napoleón III me han proporcionado un gran placer y reviven en mi mente maravillosas estampas. Una y otra vez debo decir que estas no son “memorias” de mi persona: son la sencilla relación de algunas significativas remembranzas de nombres célebres y de hechos relevantes que realmente han sucedido y que no quiero que se olviden en la vida tumultuosa de hoy, llena de placeres pero también de problemas y de angustias. ¿Quién no ha querido dejar una huella? Por mi parte, preferí por mucho tiempo dejar perderse en el olvido lo que viví durante esos años, pero al final me han vencido las imprevistas circunstancias de mis últimos viajes. Me ha fortalecido el entusiasmo de muchos de mis buenos amigos y, claro está, la indiferencia de otros, de quienes yo esperaba cooperación y ayuda. Me ha costado trabajo y mucho tiempo escribir estas líneas y nunca las hubiera realizado sin la ayuda de un brillante escritor amigo, Luis Alberto Sánchez. Hay dos grandes enemigos del recuerdo: la edad y el tiempo. Con ellos he tenido que luchar pero, después de un gran esfuerzo, creo que he vencido. Entre todas las revistas, que por esa época llegaban a mis manos, había una que especialmente me interesaba: su nombre era Vogue. Se dedicaba en exclusiva a modas, era singularmente novedosa y lucía unas atractivas portadas a color firmadas por artistas como Helen Dryden y George Plank. Como editor y propietario, aparecía el nombre del Conde Nast. Este nombre sonaba mucho. Me impresionó porque yo pensaba, equivocadamente, que debía ser un verdadero conde, es decir, un miembro de la vieja nobleza europea. Como es natural, ese conjunto de cosas me impacientaba, me conmovía y ello me llevó a probar fortuna, y con razón o sin ella conseguí viajar a Nueva York en plena guerra. Lo recuerdo ahora, al cabo del tiempo, como un acto temerario, uno de los más aventurados de mi vida. Los submarinos alemanes no eran pececillos inofensivos.
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Nueva York, 1918
A principios de 1918, Reynaldo Luza sucumbe a la irresistible tentación que para él siempre significó la ciudad de Nueva York. En la imagen aparece en el barco que lo llevaría a esta mítica urbe, determinado a conseguir lo que su destino artístico le deparaba. (Archivo Luza).
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Aquel osado viaje fue a principios de 1918. Nueva York era una tentación irresistible. Su espejismo me decidió a emprender la gran aventura. Para ser breve, diré que después de algún tiempo de incertidumbre en la gran urbe de los rascacielos, tuve la suerte de conseguir mi primer trabajo mediante un solo aviso y una sola respuesta: todo ello en The New York Times, que solicitaba colaborador para una revista de la moda de pieles. En esa época, mis quehaceres me llevaban a frecuentar las calles Veinte y Treinta del West Side, mundo desconcertante que recuerdo hasta hoy. Cuán diferente era aquella que se divisaba casi vacía, tranquila y en la que se acababa de construir dos grandes edificios con los números 470 y 490, que hoy no se notan porque se pierden en el enorme laberinto de “Sky Seráfico” que se levanta a su lado y que forma la ciclópea Séptima Avenida. Las más importantes revistas de moda de entonces eran las mismas de hoy: Vogue y Harper’s Bazaar. Dos hermosas publicaciones que hojeaba con admiración y que me parecían, novato como era yo, dos baluartes de la moda universal a las que nunca podría llegar. Vogue por entonces era mucho más importante, pero Harper’s Bazaar lucía unas portadas originales. Su autor era un dibujante excelente que firmaba “Erté” y vivía en Montecarlo. No solo dibujaba para Harper’s Bazaar, colaboraba también con periódicos, y siempre con gran inspiración. Por entonces, era su técnica lo que más me agradaba de él. Aquí debo confesar que tanto Vogue como Harper’s Bazaar, en esa época, fueron las primeras revistas que me sirvieron de inspiración para emprender mi propia carrera. Fueron mis maestras, sin saberlo yo, porque nunca tuve escuela ni profesor de dibujo, y tuve que valerme solo de mis propios medios. Aquellas revistas y otras más se apiñaban en mi modesta habitación y me servían para conocer de memoria el trabajo y los nombres de los artistas de mayor renombre en la especialidad de la moda en París y en Nueva York. Por entonces, en Nueva York eran contadas las casas de moda importantes. Como las mejores de aquellos días se puede mencionar a Bergdorf Goodman, –cuyo establecimiento se encontraba frente a la catedral de Saint Patrick–, Bendel, Jay Thorpe, Stein and Blaine, Franklin Simon y Henry Patrick Tappé. Esta última abría sus puertas en la calle 57, cerca de la Quinta Avenida, la zona más exclusiva de aquel tiempo. Entre estos modistos se dividían las elegantes mujeres neoyorquinas. También funcionaban ya las grandes tiendas por departamentos de la Quinta Avenida; figuraban Bonwit Teller, Lord and Taylor, Altman, Best and Co. y Avedon, igualmente conocido. Hay que recordar a Wan Amaker, Saks, Gimbel Brothers y Macy’s entre los más populares. Casi todos mantienen hasta ahora su actividad, aunque a partir de 1960 haya bajado la calidad en ese rico y bello sector. Las revistas de modas publicaban las ilustraciones exclusivas de sus modelos, especialmente ejecutadas por grandes dibujantes. Los fotógrafos que recuerdo en ese periodo eran pocos y sus trabajos se realizaban con el único objetivo de registrar a las grandes personalidades del mundo artístico y social. Era un ambiente de estudio. Justificaba el adjetivo “foto” como exclusivo. Entre los más famosos fotógrafos que recuerdo están Ira Hill, Stiglitz y Arnold Genthe. Este último, de avanzada edad, fue al único que conocí personalmente. Sobre Stiglitz leí un apasionado elogio escrito por Waldo Frank en uno de sus libros. Más tarde apareció el Barón de Meyer con justificado renombre de gran artista del lente. Fue el primero que se dedicó únicamente a la moda y dio categoría y originalidad a las páginas de Vogue. Posteriormente, se trasladó a Harper’s Bazaar y con ello se encendió la primera chispa de la que sería más tarde la constante rivalidad entre las dos revistas. No quedaría allí el choque, continuaría en
los años treinta con el ingreso de la señora Carmel Snow a Harper’s Bazaar, después de una larga etapa de colaboración en Vogue. Pero, volviendo a los años veinte en Nueva York, mis recuerdos más remotos, terminada la Primera Guerra Mundial, me hacen pensar en el distinto rumbo de las actividades. Todo parecía dirigirse a los nuevos movimientos artísticos de Europa hacia la vanguardia. Se oía hablar mucho de Wiener Werkstätte en Viena, con artistas como Gustav Klimt y Joseph Urban, así como del Bauhaus en Weimar, Alemania, con los nombres de Walter Gropius, Herbert Bayer y Kandinsky. Al mismo tiempo, en París sonaba el nombre de estupendos y célebres artistas como Picasso, Van Dongen y Marie Laurencin, entre otros, y se iniciaba con universal aceptación la gran era de la costura con creadores de la talla de Gabrielle Chanel, Jean Patou y Lucien Lelong, por citar a algunas estrellas de la moda. Igualmente, deslumbraba el nuevo movimiento de la ornamentación. Recuerdo en esa época una excelente exposición de los trabajos de Wiener Werkstätte en Nueva York. También los trabajos escenográficos de Joseph Urban cuando en París ya sonaban los nombres originalísimos de decoradores de la talla de Ruhlmann, René Prou, Dufresne, Sue et Marc, Djo Bourjois, y otros que no recuerdo bien.
Vogue, 1918
Un día afortunado conocí en la peluquería del Hotel Algonquin a una persona que se sentó a mi lado y comenzó a chapurrear en español. Cuando supo que yo era dibujante, me dijo que un amigo suyo trabajaba en la revista Vogue y me dio una tarjeta de recomendación para él. No le di mucha importancia, y a aquel personaje creo que no lo vi más. Sin embargo, no me olvidé de la tarjeta y a los pocos días quise tentar fortuna; me dirigí al 19 West y 44 Street y me decidí a subir por primera vez en los ascensores que me llevaron a los salones de recepción de la revista Vogue. La persona a quien fui recomendado no recordaba muy bien a mi presentador, pero me recibió afablemente; se mostró atento y se interesó por mí, a pesar de que él era solo un miembro de la publicidad y no tenía nada que ver con la sección editorial, es decir, lo que a mí me interesaba. Sin embargo, me puso en contacto con el editor de Vogue en español, una revista que recién había comenzado a publicarse y que circulaba en los países de lengua hispana. De todos modos, fue una buena oportunidad, porque significó un primer paso para volver a las oficinas de vez en cuando y porque finalmente me familiaricé con casi todos los que trabajaban allí. En una de esas visitas volví a encontrarme en el ascensor con el mencionado publicista de Vogue, quien me dijo que llegaba en el momento justo para salvarlo de un apuro: necesitaba con urgencia un dibujo para el día siguiente, solo así podría obtener el contrato de una página de publicidad. Acepté el reto. Me llevó a una tienda de la Quinta Avenida, tomé unos croquis y pasé la noche trabajando febrilmente. Terminé y entregué el dibujo a su debido tiempo. Pocos días después, recibí un cheque de veinticinco dólares a mi nombre, firmado por Vogue. Francamente, nunca imaginé que podía ganar esa suma, entonces considerable, por el trabajo de una sola noche. Yo sabía que muchos de mis compatriotas, que trabajaban en diferentes casas comerciales, apenas ganaban esa cantidad semanalmente. Es una historia que creo importante contar, porque así comienza la buena suerte de muchos en la vida, así comenzó la mía, casi sin pensar. No recuerdo con exactitud los detalles de cómo ingresé un buen día a la oficina privada de Heyworth Campbell, director artístico de Vogue y Vanity Fair.
Portada para la edición publicada en noviembre de 1919 de la revista Vogue, a cargo del ilustrador francés Georges Lepape. Ese mismo año, y casi por accidente o más bien por fortuna, Reynaldo Luza lleva a cabo su primer trabajo para esta famosa publicación de moda. (Archivo Luza).
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“Era toda una personalidad de ese tiempo, y he guardado siempre un grato recuerdo, pues fue a mi encuentro con él al que debo gran parte de mi buena suerte”. (En alusión a Heyworth Campbell, director artístico de Vogue y Vanity Fair).
Antes de diseñar dos portadas, que se publicaron en 1921, Luza realizó algunas colaboraciones para la revista Vogue; sobre todo con dibujos de accesorios y otros motivos decorativos que representaron sus primeros trabajos pagados. (Archivo Luza).
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Era toda una personalidad de ese tiempo y he guardado siempre un grato recuerdo, pues fue ese encuentro al que debo gran parte de mi buena suerte. Fue el señor Campbell quien me abrió las puertas de ese mundo que para muchos ha sido imposible traspasar. Su oficina era pequeña y sencilla, pero estaba llena de dibujos, y entre ellos sobresalían los originales de las portadas que yo había admirado tanto y que se veían más lindas y perfectas de lo que yo había imaginado. Allí pude ver y palpar los dibujos de los artistas más notables de entonces, las obras de muchas personalidades cuyos nombres están casi olvidados y que ahora debo mencionar: Helen Dryden, George Plank, Olga Thomas, Claire Avery y Harriet Meserole, entre otros, que colaboraban en Nueva York. Y sucedió lo increíble. El señor Campbell me permitió volver a sus oficinas a mi arbitrio y pronto me encontré convertido en ayudante de su segundo, el señor Harry Freeman. Era un paso considerable. Al comienzo no recibía paga alguna, pero pronto se me dio la oportunidad de colaborar en algunos trabajos para su publicación, sobre todo con dibujos de accesorios y otros motivos decorativos, y por supuesto, ya pagados. Finalmente, tuve el privilegio de diseñar dos portadas que se publicaron en 1921. Me sentí feliz. En memoria de aquel tiempo, debo mencionar los nombres de quienes veía con frecuencia en los corredores y pasadizos, personas a quienes ya conocía, y, con muchas de las cuales, yo colaboraba. La señorita Margaret Case, que, creo, era editora social; las señoras Caroline Duer, Frances Wellman y Francesca van der Klay; las señoritas Josephine Ogden, Ailin Cummings y algunas más. También recuerdo cuando una mañana se presentó al trabajo una joven, la señorita Carmel White, que terminó como directora de moda en Vogue y quien, como la señora Carmel Snow en los años treinta, pasó a convertirse en la famosa editora de Harper’s Bazaar. Ese ambiente era el más importante centro de publicaciones sobre la moda en Nueva York. Yo conocía a todos, incluso a la gran editora, la señora Edna Woolman Chaseal; y al publicista y propietario, el señor Condé Nast. Me encontraba contento y, como principiante, con plena libertad para aprender y trabajar. Todo esto pasaba en los años diecinueve y veinte, el comienzo de una feliz etapa de gran progreso y prosperidad, no solo en la moda. En la oficina de Heyworth Campbell había con frecuencia animadas reuniones matinales al terminar las horas de trabajo; allí se juntaban generalmente un grupo íntimo de colaboradores, artistas y amigos, y casi siempre se terminaba en almuerzos en un restaurante de la calle 45, en los bajos del famoso Coffee House, centro de literatos y artistas. Nuestros compañeros, además de Campbell, eran Freeman, un joven pintor y afichista; Carl Erickson, John Held Jr., Arthur Finley, Fred Chapman, y de vez en cuando Richardson Wright, editor de la revista House & Garden. Años después, estas reuniones adquirieron relieves memorables para mí, porque mi amistad con Carl Erickson continuó por mucho tiempo en París, donde él se convirtió en “Eric”, el más cotizado dibujante de la moda de los años treinta y cuarenta. John Held Jr. era el dibujante lleno de humor que alcanzó la celebridad con sus diseños simbolistas que caracterizaron a la “Flapper”, heroína de los años treinta en Norteamérica. Finley fue dibujante de Vogue y Fred Chapman, que creo que aún vive, fue un fino ilustrador de House & Garden. Aquella época en Nueva York tiene para mí un imborrable significado. Fue la consagración de mi ambiciosa y divertida juventud. Fue tiempo de lucha, pero también de buenas relaciones y mejores amigos; Nueva York era una ciudad encantadora, llena de tentaciones, recursos y oportunidades. Ofrecía una vida fácil, agradable, muy lejos de las complicaciones y los problemas de hoy. Por entonces, comenzó también mi colaboración con Vanity Fair, cuando empezaron a usarse como portadas los dibujos de una sutil humorista inglesa llamada Ann Fish, quien firmaba solamente “FISH”. Mi trabajo consistía en ampliar algunos de sus mejores originales, escogidos por el señor Campbell. No parecía un trabajo excesivo ni creativo. Sin embargo, lo era. Después de ampliados los dibujos, había que colorearlos cuidadosamente. Por ello, me pagaban cincuenta dólares por portada. Fue entonces cuando comenzó el auge de los grandes artistas parisienses de la moda, que habían nacido como colaboradores en la Gazette du Bon Ton.
Esa gran revista, originalmente creada y editada por Lucien Vogel en París, tuvo mucha influencia en los ambientes de la moda en los “felices años veinte”. Fue auspiciada solo por siete de los grandes clásicos de la costura contemporánea, entre ellos Chéruit, Doeuillet, Doucet, Lanvin, Poiret, Redern y Worth. Fue Vogue la revista que lanzó en América a todos esos renombrados dibujantes e ilustradores de la moda y de la ilusión cotidiana de las grandes masas de entonces. Ellos interpretaron, cada uno a su modo y con su propio estilo, las creaciones de los amos de la costura, entre ellos Georges Lepape, Benito, Bernard Boutet de Monvel, Charles Martin, André Marty, George Barbier, Pierre Brissaud y algunos más que inspiraron a la nueva generación de jóvenes. Ellos, solo ellos, brillaron en los años de la posguerra con su originalidad, su buen gusto y su talento. Ya era colaborador permanente en la oficina de Vogue en Nueva York. A ella llegaban por correo, periódicamente desde París, los dibujos originales de esos artistas para su publicación. Se procedía a desenvolver los paquetes, los cuales causaban sensación, no solo porque casi siempre nos traían la sorpresa del último grito de la moda de París, sino también porque nos sorprendían las maravillosas ejecuciones con sus trazos de limpia belleza. Los dibujantes en general y los artistas de la moda en particular, que no han vivido en el ambiente editorial y artístico de una gran revista, no tienen la menor idea de las sorpresas que se experimentan al mirar y remirar un original de esa categoría y compararlo con sus reproducciones, aún con las lujosas, como era el caso de las portadas de la gran revista de entonces, Vogue. Esa experiencia constante fue para mí la mejor lección que recibí durante los tres años de mi colaboración con esa publicación. Las portadas de Lepape, Benito y otros dibujantes de la Gazette du Bon Ton comenzaron a reemplazar a las de Hellen Dryden y a las de George Plank. Yo extrañaba especialmente estas últimas porque eran dibujos de imaginación muy decorativos, muy originales, símbolos de la nueva tendencia. Desde los primeros números, las portadas de estos dibujantes me habían fascinado. Las portadas de Helen Dryden eran figurativas. Solía representar en los matices más sutiles el estilo de la moda que la mujer elegante se esforzaba en imitar. Las caras de las modelos de Helen, especialmente, reflejaban algo intransferible: ella había creado un tipo de belleza que rápidamente se hizo popular. Las portadas de Plank –en inglés según recuerdo– nos llegaban en paquetes por correo y al ser descubiertas nos mostraban un dominio extraordinario de la técnica y el buen gusto; eran trabajos exquisitos de estilo y elaborados con repujado arte. Conocí bien y cultivé la amistad de Helen Dryden en la última época de sus grandes éxitos. A ella le debo haberme relacionado con muchos de sus amigos entre los que era muy respetada. Sin embargo, su nombre desapareció cuando yo residía permanentemente en París; nunca supe más de ella hasta hoy. En mis últimas épocas de Vogue, Heyworth Campbell organizó una escuela o curso de dibujo de modas que funcionaba todos los jueves. Tenía por objeto ayudar al sinnúmero de jóvenes artistas que se presentaban continuamente a la revista para conseguir trabajo en dibujo. Con este motivo, encontró a una joven de irresistible simpatía y notable elegancia que se llamaba Florence Fair, para que sirviera de modelo. El rostro de Florence era la imagen viviente del tipo de mujer que dibujaba Helen Dryden. En estas reuniones, a las que asistían jóvenes de ambos sexos, pasábamos tardes gratísimas y muy entretenidas. El señor Campbell era un tipo de hombre extremadamente inteligente que me enseñó todo lo que debe saber un dibujante de modas. Era alegre, de maneras sencillas, modesto en su trato y en su vida privada. Fue muy popular entre los artistas, ilustradores y editores de su época. Creo que su figura y su memoria no han obtenido la importancia que hasta hoy merecen, tal vez porque pertenecía a otra ribera que no era la del esnobismo del medio. Yo, que lo admiraba y trabajaba constantemente a su lado, tengo presente cómo me impresionaba cuando abría una revista y recorría minuciosa y críticamente sus páginas. Acostumbraba colocar el ejemplar sobre su escritorio y, con gran lentitud y cuidado, pasaba las hojas observándolas una por una, teniendo la precaución de no ajarlas. Al terminar el examen, cerraba la revista, la cual quedaba siempre completamente limpia, detalle que hasta hoy sigo practicando. Detesto ver
No todo era trabajo en aquellas épocas de juventud, moda, talento y ambición. Luza también se daba tiempo para compartir con los amigos que fue conociendo en aquellos años. Más adelante, atesoraría, en el recuerdo, veladas como esta, en la que aparece disfrutando de una amena conversación en un restaurante de Nueva York. (Archivo Luza).
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Arriba El rostro de la modelo Florence Fair, retratada en esa fotografía que dedicó a Reynaldo Luza, era, según él mismo aseguraba, el arquetipo viviente de la mujer que la ilustradora norteamericana Helen Dryden dibujaba. (Archivo Luza). Abajo Ilustración de la artista norteamericana Helen Dryden, una de las pocas y más representativas dibujantes de los años veinte; sus creaciones se lucían en las atractivas y coloridas portadas de la revista Vogue. (Archivo Luza).
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a alguien, que sin el menor reparo, hojea descuidadamente una revista o libro y luego lo tira de cualquier modo. Por entonces, no había mucha competencia ni rivalidad entre Vogue y Harper’s Bazaar. Vogue era la gran revista, la número uno de la moda, pero Harper’s Bazaar era novedosa y bien presentada. Sus páginas sobre moda no eran tan completas como las de Vogue; sin embargo, su sección literaria era interesante y en ella colaboraban autores bien escogidos. Sus portadas lucían siempre primorosas y originales, obra del dibujante que firmaba: Erté. Este era un joven perteneciente a la nobleza cuyo nombre era Romain de Tirtoff. De allí venía su firma Erté. Su editor, Henry Sell, era un hombre joven y dinámico que tuvo grandes aciertos y fue, justamente bajo su dirección, cuando la revista comenzó a tomar una importancia definida. En Vogue, yo no tenía un puesto ni un salario fijos, y mucho menos la esperanza de un pequeño contrato, que era lo que pretendía. Lo cierto era que se me consideraba como un principiante que, a pesar de todo, podía gozar de la libertad del freelance para trabajar en otras revistas. Una mañana, en las oficinas de una agencia de publicidad, fui solicitado por una editora de Harper’s Bazaar que había visto algunos de mis trabajos y le gustaron. Me invitó a las oficinas de Henry Sell. Con él conversé un rato y me propuso que le presente algunos dibujos. Los hice muy a su gusto, sin pensar que podría ser la causa de mi alejamiento de Vogue, donde yo me encontraba muy bien. Al regresar de un corto viaje a Sudamérica, me di con que ya había aparecido el número de Harper’s Bazaar con mis primeros figurines de moda que nunca había tenido oportunidad de dibujar para Vogue. Esto no le hizo gracia al señor Nast, quien enseguida me llamó a su oficina. Me recibió con el número de Harper’s Bazaar abierto sobre su escritorio. Manifestó estar sorprendido, pero con su amabilidad de siempre no pareció molesto. En cambio yo salí de su oficina algo turbado, pero al mismo tiempo, pensando que el incidente serviría tal vez para darme una mejor oportunidad económica y retenerme en Vogue. Pasaron los días y no propusieron nada. Yo por mi parte, después de pensarlo bien, lo que me significó algunas noches en vela, decidí aceptar las condiciones de Harper’s Bazaar y trabajar para esa revista permanentemente. En Harper’s Bazaar fui bien tratado y se me dio la oportunidad que yo buscaba. No quedó ningún rencor en mi conciencia con los de Vogue. Mi colaboración terminó en 1922, y mi partida fue un sincero pesar, porque ya me había acostumbrado a ese ambiente cordial y a tantos y a tan buenos amigos y conocidos, a los que felizmente no dejé de ver con frecuencia por muchos años. Es difícil olvidar la calle 44 del West Side, número 19, con veloces ascensores que conducían a la recepción de las oficinas de Vogue y a las salas de espera. Recuerdos de juventud y de los comienzos de una incomparable época de la moda. Vale la pena mencionar, que a pesar de mi alejamiento de Vogue, mi relación con el señor Nast más bien se acrecentó, cuando ya colaboraba con Harper’s Bazaar. El señor Condé Nast jamás me mostró rencor por haber dejado su organización, siempre fue amable conmigo y nunca dejaba de invitarme a sus recepciones en su penthouse de la avenida Park. En especial, recuerdo que un día me llamó personalmente para presentarme al artista Benito, que acababa de llegar a Nueva York. Me pidió que lo ayude y sea su amigo, porque Benito no hablaba una palabra en inglés. Yo le quedé agradecido por la oportunidad de tratar a tan admirable artista español; su nombre completo era Eduardo García Benito. Tanta era la amabilidad de Condé Nast que más adelante, con motivo de mi segundo viaje a París, me dio una carta de recomendación para su compañero y amigo Georges Lepape, otro de los grandes artistas que yo admiraba. Lo primero que hice a mi llegada fue llamarlo y lo visité una mañana en su departamento de la calle Notre Dame de Lorette. Me presentó a su esposa y me invitó a una reunión que iba a celebrarse una de esas noches con artistas y amigos suyos. Entre quienes estaban allí, recuerdo haber conocido a Pierre Morgue, otro gran artista de la moda. Sin pensarlo, entré en París con el pie derecho. En los años siguientes, nunca dejé de ver al señor Condé Nast, siempre tan correcto, caballeroso y amable. Con la señora Chase, pasó algo semejante; durante mis años en Vogue yo la veía en su oficina continuamente y, cuando se publicó mi
primera portada, se mostró ostensiblemente complacida. Me llegó a decir que la figura que el dibujo revelaba le recordaba a su hija Ilka, a quien yo no conocía, pues ella aún cursaba sus últimos estudios en una escuela fuera de Nueva York. Después de mi salida de Vogue, volví a ver a la señora Chase y, con mayor frecuencia, solía invitarme a su residencia de la calle 10 en el exclusivo y bohemio Greenwich Village. A la señora Chase le debo haber conocido a tres de los más importantes artistas de entonces: Douglas Pollard, Porter Woodruff y a Claire Avery, por quien sentía especial afecto. Más tarde, como la señora Chase hacía constantes viajes a París a fin de asistir a las exhibiciones, nos veíamos continuamente cuando ella ya estaba casada con el señor Ríchard Newton. Recuerdo que habiéndolos encontrado un domingo en una reunión social en las afueras de París, ella me pidió que la acompañe a visitar a Claire Avery, que en esa época vivía en una pequeña casa de campo muy cerca de donde nos encontrábamos. Allí la vimos postrada en cama, prácticamente muy enferma, en vísperas de la muerte. Claire Avery, famosa artista, fue su íntima amiga.
Harper’s Bazaar, 1922
Mi primera gran oportunidad al incorporarme a Harper’s Bazaar llegó muy pronto. Se me presentó con el encargo de dibujar unos modelos creados por una joven costurera poco conocida, la señorita Hattie Carnegie. Ella tenía un establecimiento de modas en un primer piso en la esquina de Broadway y la calle 86 en Riverside Drive. Una de sus clientes, la señora Hearst, solicitó al señor Sell la publicación de algunos de los modelos de la señorita Carnegie en Harper’s Bazaar. Creo sin ninguna pretensión que mis dibujos de los modelos de la señorita Carnegie fueron buenos y representaron el comienzo de mi colaboración con Harper’s, que duraría veintinueve años. Hattie Carnegie siempre recordaba este episodio de su carrera y de la mía, y mantuvo especiales deferencias conmigo. Muchos años después, siempre me fue grato oír su nombre, ya convertida en una de las costureras más famosas de Nueva York. Cuando llegó de inmigrante, le gustó el apellido Carnegie y lo adoptó. En aquel momento, Andrew Carnegie, el célebre filántropo, era uno de los más poderosos financieros de la tremenda ciudad del dólar. Así se inició en Harper’s Bazaar una nueva tendencia. Las oficinas de William Randolph Hearst se encontraban en el undécimo piso de un gran edificio de la calle 40 y Broadway. No gozaban de la elegancia o calidad de las oficinas de Vogue, pero se trabajaba en un ambiente sencillo y democrático. Con el señor Sell colaboraban la señora Ray y la señorita Lucille Buchanan, esta última con el rango de editora de modas, así como artistas de gran talento, de la talla de Mary Mac Kinnon, Katherine Sturges, Grace Hart y Eva Steinmetz, sin olvidar a la señorita Mary Hanshen, directora del departamento artístico y persona de gran simpatía y capacidad, que duró en su puesto muchos años, y a quien he recordado siempre. Entre los artistas parisienses, además de Erté, figuraban Bernard Boutet de Monvel, Main Bosher y Etienne Drian, eximio ilustrador y probablemente el dibujante mejor pagado de entonces. Al lado de los dibujos de estos finísimos artistas se publicaban ya las bellas fotografías del Barón de Meyer. Un estupendo colaborador de la revista de Nueva York fue el popular dibujante humorista Ralph Barton. Él fue quien ilustró el famoso libro de Anita Loos: Gentlemen Prefer Blondes (Los caballeros las prefieren rubias), que originalmente fue publicado como una primicia en Harper’s Bazaar, con un éxito sin igual. Más tarde, llegó como advertising manager, o gerente de publicidad, un personaje de mucha habilidad en ese menester:
“Reynaldo Luza, parte del staff de la revista Harper’s Bazaar, bosqueja un vestido diseñado por Jean Patou. Luza es peruano”. Recorte de revista que evoca la colaboración de 29 años del artista con esta publicación de modas, donde disfrutó dibujando los modelos de Hattie Carnegie, quien llegaría a ser una de las costureras más famosas de Nueva York. (Archivo Luza).
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Ilustración de una de las creaciones de Hattie Carnegie, uno de los primeros encargos gráficos que le solicitaron a Luza para la revista Harper’s Bazaar, durante los años veinte. La diseñadora recordaría siempre al artista peruano, con quien conservaría una relación muy especial. (Archivo Luza).
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el señor Frederick Drake, sobre quien recayó la responsabilidad de tomar la iniciativa y dar un impulso renovado a la revista dentro del ambiente comercial. Las más bellas debutantes de la época formaron parte de su plan para realizar una hábil campaña publicitaria, y así fue como, hacia 1925, se planteó una abierta rivalidad entre Vogue y Harper’s Bazaar. Ahora hablaré de Ralph Barton. Lo conocí en mis primeros años en Harper’s Bazaar y nos hicimos grandes amigos. Era un hombre joven, original y muy inteligente; pero llevaba una vida complicada y un poco desordenada. Hacía continuos viajes a París, porque le gustaba más que el ambiente de Nueva York, a pesar de que en esta ciudad era el artista humorista más importante, y de que su fama se acrecentó aún más con las ilustraciones de Gentlemen Prefer Blondes. Después de uno o dos divorcios, no me acuerdo bien, se casó con Carlotta Monterrey, gran artista de teatro y mujer encantadora y bella. Juntos pasamos muchos y buenos momentos. Cuando se separaron, yo la seguí viendo y gozando de su amistad y aprecio. Más tarde, Carlotta conoció a Eugene O’Neill, el gran dramaturgo y futuro suegro de Charlie Chaplin. Ralph, después de su divorcio, siguió complicando su vida; sus actividades en Nueva York seguían en desorden y volvió a París. Allí, al final de los años veinte, se encontró con Germaine Tailleferre, gran compositora que formaba parte de los “seis famosos” de esa época. Se casó con ella y se quedó a vivir en París definitivamente. Compró una casa y la decoró a su especial gusto. Recuerdo el dormitorio pintado de azul oscuro, que se veía casi negro, y otras originalidades que formaban parte de sus rarezas. Allí también los vi mucho, y al principio parecían felices, pero de pronto todo se desbarató y ella tuvo que dejarlo. Él se cansó de París y se compró una linda propiedad en las afueras de Tolón. Yo lo seguí viendo y un día partimos en un largo viaje en su automóvil, porque parecía orgulloso de su nueva residencia y quería que yo la viera. Pasamos algunos días juntos, pero de pronto se presentó Germaine, creo que para arreglar los asuntos de su separación definitiva. Allí fui testigo de escenas catastróficas y todo terminó con ella aterrada y yo también. El final fue que yo personalmente tuve que llevarla al tren, en el que partió casi sin equipaje a París. Después de un día o dos, yo también tuve que partir y no lo volví a ver más. Pero Barton volvió a Nueva York, ya desorientado y con una situación económica difícil. Una mañana, en el cuarto de hotel donde se hospedaba, escribió una larga carta de despedida y luego terminó con su vida trágicamente. En su carta final hablaba sobre todo de Carlotta Monterrey, el gran amor de su vida. Después de mi viaje a París, donde por primera vez tomé contacto con algunas casas de costura como Poiret, Patou y Lelong, volví a Nueva York y mi vida continuó más intensamente ligada a la organización Hearst, como colaborador permanente y miembro de una gran familia, algunos de cuyos nombres debo recordar aquí: Ray Log, editor de Cosmopolitan, y un joven llamado Richard E. Berlin, quien después de haber colaborado en Motor Boat Magazine, pasó a ser editor de una revista llamada The Smart Set, que obtuvo un resonante éxito social en los años veinte. Posteriormente, este antiguo y buen amigo, a quien todos llamábamos Dick, llegó hasta la presidencia de la organización. Harper’s Bazaar crecía en importancia y popularidad. Como resultado, instaló una nueva oficina editorial en París, bajo la dirección de la señorita Marjorie Howard. El Barón de Meyer se incorporó a esa oficina, y desde esa ciudad enviaba a Nueva York maravillosas fotografías y un artículo mensual sobre las novedades de la moda. ERTÉ, por su parte, se hallaba en su mejor momento, y los dibujos de Boutet de Monvel, así como las ilustraciones de Drian, contribuían a dar a la revista un sello parisino de gran calidad. El dibujante, cuyos trabajos aparecían permanentemente, era un joven de vigorosa personalidad llamado Main Bocher, quien crearía su propia marca de costura, “Mainbocher”, en 1929. Aunque estadounidense de origen, era muy parisino de sentimiento, y de refinado gusto. Curiosamente, por entonces ocurrió con él un caso inverso al del Barón de Meyer: fue conquistado para el puesto de fashion editor de Vogue en París. A causa de esa situación, una mañana recibí una llamada urgente de Henry Sell y fui sorprendido con una propuesta para trasladarme a París, a ocupar el puesto que iba a dejar Main Bocher. Sin embargo, fui advertido de que
solo sería un viaje de prueba por seis meses. Además, me dijeron que fui escogido entre otros artistas no por ser el mejor, sino porque ninguno de ellos había aceptado, unos por razones familiares y otros por diversos motivos, principalmente por no hablar francés, el idioma que yo hablaba casi a la perfección.
Comienzos en París, 1922
Sin pérdida de tiempo, realicé mi viaje a París. Nuestras oficinas estaban situadas en el 2 de la rue de la Paix, centro donde vibraba, se podría decir, la vida más interesante del movimiento de la moda y la elegancia en el mundo. Allí conocí a la señorita Howard y a Main Rousseau Bocher, este último, modisto estadounidense creador de la marca Mainbocher, quien me invitó a un almuerzo en su departamento al día siguiente. El edificio estaba en una avenida conocida con el nombre de Charles Floquet. Aquel departamento tenía una amplia terraza, casi al pie de la Torre Eiffel; era algo impresionante que nunca he podido olvidar. En ese amigable encuentro, Main me dio las primeras ideas y los mejores consejos para mi futuro trabajo, que me permitirían aprovechar la oportunidad en París. Desde ese día, conservo un buen recuerdo de él y una sincera amistad; aprovecho, después de tantos años, para declararlo como el personaje de carrera más completa en el medio de la costura. Era un buen artista, un brillante editor que llevó a Vogue a la cúspide de la celebridad durante los fastuosos años veinte; conocido en todo París y en Nueva York. Probablemente, el único que perduró sin ocaso y que quedó de la gran época, ya que Chanel se retiró por varios años después de la guerra y Cristóbal Balenciaga más tarde renunció a su brillante carrera. Sin embargo, Main continuó en Nueva York en esa incierta y confusa época de la moda para seguir luchando por conservar el gran estilo, la elegante sobriedad y el refinamiento. Cuando viajé a Nueva York en 1969, volví a visitarlo después de muchos años, lo encontré en buena forma, y como siempre, atento, cariñoso y afable. Así como en el primer encuentro en París, casi cincuenta años atrás, me invitó a almorzar al día siguiente. Allí hablamos de muchas cosas y de muy gratos recuerdos. Conversamos también sobre un reciente y sentido artículo en su honor, aparecido en Harper’s Bazaar, que tenía por título “Main”, y estaba acompañado de un perfil dibujado por nuestro recordado Eric. A la mesa, que estaba al lado de la nuestra, llegaron dos respetables damas, antiguas amigas que me reconocieron y a quienes no había visto en muchos años. Al presentarles a Main, no solo se mostraron encantadas de conocer al famoso personaje, sino que, en un arrebato de entusiasmo y admiración extremos, se atrevieron a decirle que tal vez, con su refinadísimo talento, podía ser el único capaz de salvar el mundo de la moda (porque los sesenta fueron malos años). En cierta manera, yo estuve de acuerdo con ellas, pero Main les contestó modestamente que acaso su tiempo había pasado, y que ya no estaba en condiciones de emprender semejante y tan abrumadora tarea. Yo en cambio veía las ventajas de su larga experiencia y su profundo conocimiento. En suma, yo confiaba en una vida como la suya, dedicada enteramente a la costura. Hoy ese gran amigo ha desaparecido. Volviendo a aquellos primeros años de mis actividades artísticas en París, fue al poco tiempo de mi llegada cuando tuve la fortuna de conocer al Barón de Meyer. Él y su esposa me invitaron a comer y a asistir a una presentación del ballet ruso, que atravesaba su momento de mayor éxito en el Teatro de los Campos Elíseos. Fue una gran ocasión: esa noche vi a Vaslav Nijinsky protagonizar la obra El Espectro de la Rosa. El recinto estaba repleto de un público que, supongo, debía ser lo más selecto de París. El Barón de Meyer era un personaje de imponente presencia: alto, majestuoso, muy elegante, y sin embargo sencillo, amable y contagiosamente alegre, al igual que su distinguida esposa. Como artista, fotógrafo y comentarista de la
Retrato del modisto estadounidense Main Rousseau Bocher, creador de la marca Mainbocher en 1929. Los consejos de Bocher, quien trabajó como ilustrador de Harper’s Bazaar y más adelante como editor de Vogue, fueron de incalculable valor para el futuro profesional de Luza.
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Retrato fotográfico de Reynaldo Luza en pleno proceso creativo para una de sus ilustraciones para Harper’s Bazaar, en sus oficinas de París, ubicadas en el 2 Rue de la Paix, eje del movimiento de la moda y la elegancia, así como epicentro del esplendor de la vida parisina. (Archivo Luza).
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moda en artículos que publicaba en Harper’s Bazaar, el Barón ya era considerado una autoridad. Además, gozaba de cierta importancia social en los salones de París. En nuestros años de colaboración, me mostró singular afecto; creo que yo supe corresponderle con creces, especialmente cuando su estrella empezó a apagarse y más aún cuando se apagó para siempre. Aquella noche, en un entreacto del ballet, se nos acercó Erté, a quien fui presentado. Fue un momento del que siempre guardo inolvidable recuerdo. Ya he dicho que desde mis inciertos días fui un decidido admirador suyo. Esa noche empezó una firme amistad que logré cultivar y conservar a través de mis mejores y más memorables años en París. Erté era un trabajador infatigable; además de su colaboración permanente en Harper’s Bazaar, dibujaba para otras revistas y sobre todo diseñaba para el teatro, entre otras tareas artísticas. Fue una suerte para mí llegar a París a principios de los años veinte y haber alcanzado aún a los grandes costureros clásicos de la Belle Époque. Después de 1918, al terminar la Primera Guerra Mundial, casi todos reabrieron sus casas o establecimientos y reanudaron su trabajo. Así fue como todavía tuve la oportunidad de iniciar mi trabajo en París en casi todas ellas y recorrer esos ambientes tan impresionantes por la elegancia de sus magníficas residencias, que desgraciadamente en el transcurso del tiempo tuvieron que morir. Solo pudieron resistir y permanecer abiertas hasta 1940 las casas de Lanvin, Paquin y Worth, así como la de la modista Reboux. Fue a los hermanos Worth, quienes eran los grandes caballeros de la costura, a quienes correspondió el honor de iniciar la fama de la rue de la Paix. Entre aquellas casas de gran reputación no puedo dejar de mencionar, además de las casas de Lanvin, Paquin, Worth y Reboux, los nombres de las de Callot, Soeurs, Chéruit, Drecoll, Jenny Premet, Martial et Armand y Redfern. Casi todas ellas se agrupaban alrededor de la rue de la Paix y la plaza Vendôme, excepto Drecoll y Jenny que estaban en los Campos Elíseos. Estas casas de la Belle Époque gozaban de un estilo clásico primoroso que le sirvió mucho a Drian para decorar sus dibujos de la moda. Cuando comenzaron a desaparecer, los nuevos locales se simplificaron y modernizaron bastante, y solo puedo recordar entre las que conservaron su estilo único: la casa de Patou, en la calle St. Florentín y la de Vionnet, en la avenida Montaigne. Para finales de los años veinte, ya habían invadido París muchos nuevos costureros y a principios de los treinta aparecieron muchos más que se disputaban sobre todo la clientela extranjera. Las más importantes revistas: Fémina en París, Vogue y Harper’s Bazaar en Nueva York, representadas por sus oficinas en París, atendían con eficacia la industria de la costura. Más tarde, a partir del crack de la Bolsa de Nueva York, comenzaron a dar preferencia en sus publicaciones a los modelos que en París escogían los compradores norteamericanos. Esa medida engendró predilección por ciertas casas de primera línea, lo que más tarde se agravó de tal manera que pocos costureros tuvieron importancia en cuanto a la publicación de sus modelos. Así fue como de hecho se produjo eso que se llama “le cri de la mode” o la “sensación de la moda”. Ello comenzó ciertamente con Schiaparelli. Su indudable originalidad influyó con un poco de locura en la moda. De rasgos no muy parisinos, pero sí juveniles y novedosos, sus modelos eran lo que los ricos compradores norteamericanos querían. Después vino el año de Alix con sus maravillosos drapeados. Luego, tuvieron sus años de novedad y de éxito las costureras Augusta Bernard y Louise Boulanger; y más tarde, vino la gran época de Main Bocher, quien vistió a la señora Simpson, la futura duquesa de Windsor. Todo terminó estrepitosamente con Balenciaga, y ya a fines de los años treinta, todo fue Balenciaga en París. Los demás costureros estaban casi olvidados y era difícil para ellos conseguir la publicación de alguno de sus modelos en las revistas, porque la sensación y novedad dominaban con frecuencia en los números importantes donde se anunciaban las nuevas colecciones. Página tras página, solo se encontraba al mismo costurero que daba la nota del momento. Este sistema, que se empleó constantemente a finales del treinta y ocho y del treinta y nueve, contribuyó al decaimiento de muchas casas importantes, que terminaron por ser completamente ignoradas. No fue un buen sistema para ayudar a la industria de la costura, pero fue justamente entonces cuando el negocio de los perfumes vino a rescatar a varias de estas casas.
En sus 29 años de colaboración, la producción artística de Reynaldo Luza para Harper’s Bazaar fue vasta. Aquí otra de las ilustraciones que trabajó para la publicación. Como dato histórico es importante destacar que la revista se llamó inicialmente Harper’s Bazar, con una sola “a”, y que a partir de los años treinta adoptó el nombre de Harper’s Bazaar, con la doble “aa”, como la conocemos hasta hoy. (Archivo Luza).
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“París era una fiesta”
Mientras Luza vivía en París, pudo comprobar el porqué del apelativo de “Ciudad Luz”, ya que quedó maravillado con el paisaje refulgente que desplegaban los letreros luminosos. Uno de sus favoritos era el de La Coupole, restaurante que frecuentaba.
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El título de este capítulo pertenece al famoso escritor norteamericano Ernest Hemingway, y corresponde al libro que se relaciona con la época de su juventud y de su permanencia en París, a principios de los años veinte. Son unas memorias en las que él relata, de una manera muy interesante y amena, su vida en el París de aquella época y en las que cuenta que “era muy pobre y muy feliz”. Antes del prólogo, hay unas líneas de la carta que él escribió a un amigo en el año cincuenta y que deseo especialmente copiar aquí porque contienen mucho de verdad y emoción: “Si tienes la suerte de haber vivido en París cuando joven, luego París te acompañará, vayas adonde vayas, todo el resto de tu vida, ya que París es una fiesta que nos sigue…”. A principios de los años veinte, la vida en París era fascinante en las calles del centro, que constituían el corazón de la ciudad: la plaza de la Concordia, los Campos Elíseos, la rue Royale, la Madeleine, la plaza de la Ópera y la plaza Vendôme eran los sitios por donde yo más circulaba. Los bulevares eran alegres de día y de noche, y la rue de la Paix era la más famosa, el centro de la elegancia y de la alta costura. Además, frecuentar esas calles y avenidas me traía los recuerdos de mi primer paso por París en 1911. Por eso, el barrio de la Madeleine siempre tuvo una gran atracción para mí, porque en mis correrías por los bulevares y la calle Royale, venían a mi memoria los grandes anuncios luminosos del Chez Maxim’s y del Art Nouveau. Cuando volví para quedarme definitivamente por esos barrios, tuve la suerte de conseguir un departamento para vivir. Recuerdo que tuve varios para escoger, pero me interesó mucho uno decorado con magníficas pinturas de una gran artista de entonces: Marie Laurencin. Ese departamento pertenecía a alguien relacionado con Paul Poiret, quien mantenía algo de parentesco con la famosa pintora, pero que no tomé porque la calefacción era deficiente, y después de pensarlo bien, llegué a la conclusión de que no podía vivir muriéndome de frío solamente por admirar los famosos cuadros, que me gustaban mucho. Este episodio lo cuento más que todo como un caso curioso, para ilustrar cómo en esa época no se daba tanta importancia a las obras de arte que hoy valen un dineral y con las que ya nadie se atrevería a decorar un departamento amoblado a mediano precio. Pero al final tuve la suerte de ir a parar a un magnífico hotel particular por esos mismos barrios, en el número 23 de la rue de la Ville l’Eveque, donde me instalé como único inquilino en un pequeño departamento del tercer piso. Recuerdo que desde mis ventanas se divisaba una gran residencia al frente que pertenecía a la familia d’Aremberg, nombre que había quedado en mi memoria, porque en mis años de estudiante en Lovaina, uno de nuestros paseos favoritos consistía en visitar los parques fuera de la ciudad, donde existe aún el famoso castillo medieval d’Aremberg que seguramente estaba relacionado con la misma familia. En ese departamento, pasé mis primeros años en París, y parafraseando a Hemingway, yo era un joven “pobre y feliz”; no sé por qué lo dejé, pero fue el comienzo de continuos cambios, ninguno para mejor y todos para peor. Allí comenzaron mis primeros dibujos en la moda y pude visitar los magníficos y grandes locales de la alta costura donde aún se sentía el perfume de los tiempos de la Belle Époque. Era emocionante para mí asistir a las colecciones de moda, primero de día y más tarde, cuando comenzaron las presentaciones de noche, en ubicaciones preferenciales. Dibujar los más bellos modelos del París de entonces y más tarde verlos reproducidos en mi revista que venía de Nueva York, para mí era como una primicia que muy pocos dibujantes podían alcanzar. Así comenzaron mis relaciones con importantes personas de la costura que serían amigos para siempre. Pero ya todos han desaparecido.
La vida de entonces, en la ciudad, como ya he dicho, era encantadora y fácil; caminaba sobre todo por esas calles del centro, porque además nuestras oficinas estaban situadas en el número 2 de la Rue de la Paix, y me parecía que todo lo que veía por allí era más parisino. La Rive Gauche y Montmartre también tenían su encanto, pero frecuentaba poco esos barrios porque me imaginaba que eran los centros de la bohemia y que, en lo relacionado con mi trabajo, no había mucho que ver. En los años treinta, sí frecuenté mucho el Quartier del Sacré Coeur, sobre todo en las noches, porque estaba de moda ir a comer a los típicos restaurantes que se encontraban por allí; así como otras veces iba a parar a los famosos cafés de la bohemia como el Dôme y la Rotonde, pero sobre todo al famoso restaurante La Coupole que abrió después. Me gustaba mucho recorrer los bulevares, entrar al Café de la Paix y visitar los tradicionales sitios del pasado. Por allí funcionaba todavía el Concert Mayol y casi todos los teatros de variedades y las revistas con artistas muy parisienses. En fin, me ilusionaba con el pasado porque, a inicios de los años veinte, existían aún muchos vestigios del viejo París. En los antiguos bares, restaurantes y teatros quedaban muchas memorias de la Belle Époque; recuerdo que todavía se veían afiches de Toulouse Lautrec y mucho quedaba del Art Nouveau. En la calle Royale, Maxim’s había cerrado; pero muy cerca quedaba el famoso Café Weber, sitio frecuentado
París fue, es y será una fiesta; la fiesta de la elegancia y el refinamiento, pero también de la bohemia y el arte. En la imagen, Luza y sus acompañantes disfrutan en el Joe Zelli’s Royal Box, famoso club parisino de jazz, en 1927. (Archivo Luza).
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por un público muy parisino y donde estaba de moda ir a cenar después del teatro, que hoy día ha desaparecido. Ese café era otro de los magníficos ejemplares del Art Nouveau, ese arte decorativo de principios de siglo que invadió París y que se expandió por otros lugares del mundo. Los bulevares eran centros de gran actividad; avanzada la mañana circulaban, además de los turistas, mucha gente interesante. Era un paseo muy parisino; se reconocían y admiraban a las celebridades de todos los círculos; se veían mujeres bellas y elegantes; y los famosos boulevardiers caminaban solamente por allí con su porte distinguido y bien vestidos, aunque diferentes de los dandis de Londres. París en esos años fue el refugio de la nobleza rusa, que ya no eran más los duques de grandes fortunas, como en la Belle Époque, sino la clase arruinada por la Revolución. Los sobrevivientes de aquel linaje habían escogido París para trabajar y ganarse la vida en pequeños negocios, principalmente en el de la costura. Esto me hace recordar a una figura muy conocida que frecuentaba el Quartier de la Madeleine: el famoso príncipe Félix Yousepoff, ya sin fortuna, que había abierto una pequeña casa de costura en la calle Duphou llamada IRFE. Este nombre estaba compuesto de dos sílabas: IR símbolo de Irene, su esposa que era sobrina del zar y FE, de Félix. Yo nunca visité esa casa porque sus modelos, aunque parecían interesantes y originales, no eran considerados muy importantes dentro de la moda parisina y eran de poco interés para Nueva York. Esa era la vida en el centro de París. Pero los alrededores y las zonas residenciales también tenían su encanto, así como los barrios de la vieja ciudad, con antiguas mansiones, lugares provistos de gran belleza, además de historia. Algunos sectores populares que parecían sin importancia de día, brillaban por la noche porque eran rincones de la vida nocturna. El bullicioso bulevar St. Michel, centro del Quartier Latin y de Notre Dame, con sus alrededores y las perspectivas del Sena, eran lugares hermosos y parte de la gran vida parisina. Todo eso y mucho más constituía la “Fiesta de París”.
Recuerdos de los años veinte
Arriba Póster de la famosa Exposición Internacional de Artes Decorativas e Industriales, que hizo brillar París en octubre de 1925.
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Aparte de la gran vida artística y social de los auténticos parisienses, hay que considerar a los turistas y viajeros que invadían los museos, restaurantes, paseos, teatros y sitios de diversión, aunque no de lujo, en la gran noche luminosa de París. En esa época de bonanza, los turistas, en especial los americanos, derrochaban el dinero a manos llenas, como también lo hacian los artistas de vida bohemia, quienes con pocos recursos, invadían Montparnasse, Montmartre y los bulliciosos centros del Quartier Latin y del bulevar St. Michael. La vida de París, en esos años que muchos han llamado la Folle Époque, fue una etapa feliz comparada en cierto modo con la anterior de la Belle Époque, porque transcurrieron sin los problemas que ya habían comenzado antes de la Primera Guerra Mundial, y que se acrecentaron después de esta. Todo se conseguía sin dificultad y podía llegarse de un viaje en cualquier momento sin sufrir el problema de la falta de alojamiento. La palabra reservación no existía, y no había especulación para conseguir cualquier clase de departamento o habitación, amoblada o vacía. Una figura importante que quiero y debo recordar de nuestros días en París es la de Philipe Ortiz, entonces jefe de las oficinas de Condé Nast, es decir, de Vogue en París; era un hombre de gran simpatía e influencia en la costura, a quien conocí en un viaje a Nueva York en compañía de Jean Patou. Con Ortiz llegué a tener una estrecha amistad; nos juntábamos a diario en los almuerzos del Ciro’s o
en casa de algunos amigos, como el señor Douelliet, y en las de otros personajes de mucha más edad, todos relacionados con los clásicos de la moda. Yo nunca supe por qué Phillipe Ortiz cesó en su cargo pocos años después; era un hombre lleno de vitalidad, había sido leal a Condé Nast, y conocía a todos y de todo en París. Era para mí un privilegio frecuentar a estos amigos, pues no solo aprendí mucho de ellos, sino que pude enterarme del brillante pasado de la costura y de muchos episodios interesantes de los años de la Belle Époque, precursores de los famosos años veinte. Georges Doeuillet, quien había fusionado su famosa casa de costura original con lo que quedó de Doucet y que pasó a llamarse la casa Doeuillet-Doucet, me contaba los comienzos de Poiret, y cómo este, aún muy joven, había sido descubierto por Jacques Doucet, quien era en esa época el más prestigioso personaje de la costura parisiense, al lado de Jean Philippe Worth, inglés de origen. Me habló también de cómo la Casa Worth fue la que en principio le dio clase, fama e importancia a la rue de la Paix desde esos ya remotos años de los comienzos de la Belle Époque, renombre que en los años veinte todavía seguía. A la prolongación del prestigio de Worth, contribuyeron los caballerosos hijos del fundador Jacques y Charles. Algo muy interesante en aquel tiempo fue conocer cómo Poiret, de mayor rango y que además estaba en el cenit de su carrera, dejó a Doucet para aceptar un contrato con Worth y comenzar luego, por cuenta propia, una empresa que terminó en el Rond des Champs Elysées, lugar envidiado y envidiable. Allí alcancé a visitar la casa Poiret durante mi primer viaje a París. Funcionaba en los altos de un hotel particular al cual se subía pasando por su reputada boutique Martine, que era el nombre de una de sus hijas. Es la primera boutique que yo recuerdo de París. Boutique es un nombre clásico, pero hasta entonces era poco llamativo en los ambientes de la moda. Comenzó a oírse hablar de ellas con Martine, para continuar mucho más tarde con las brillantes boutiques de Schiaparelli y Chanel; se generalizó
Arriba Fachada de la Casa Worth de París, que desde el amanecer de la Belle Époque fue responsable de darle clase, fama e importancia a la rue de la Paix. Su prestigio permaneció durante los años veinte, gracias a los hijos del fundador, Jacques y Charles. (Archivo Luza). Izquierda Dibujo de Sem realizado en el bar que Jean Patou tenía en su casa, donde aparece el propio Patou en el centro de la escena en 1929. (Archivo Luza).
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Arriba El famoso diseñador francés Paul Poiret, quien lideró la primera fase Art Decó en la moda, en medio de una explicación acerca de los puntos básicos de un vestido romano.
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en los años posteriores y se multiplicó al infinito por todo el mundo hasta el día de hoy. Según el diccionario, la palabra boutique significa: “Lugar pequeño de exhibición y venta de cosas exquisitas y preciosas”. Paul Poiret fue una verdadera personalidad que llenó una larga etapa de la costura. Sin embargo, pasaba por ser un extravagante según el criterio conservador de entonces. Era un hombre de talla mediana, contextura pesada, usaba una barbilla que le daba un aspecto caricaturesco y sobre él se contaban historias muy divertidas; se decía, por ejemplo, que al mostrar sus colecciones que salían de un pequeño proscenio, él se colocaba detrás de los bastidores y a sus mannequins, o modelos, las animaba repitiéndole a cada una que era la más bella y graciosa mujer del mundo. De ese modo les daba aliento y ellas salían luciendo su gracia llenas de entusiasmo. Pero a principios de los años veinte, su antiguo esplendor ya mostraba decadencia. En 1925, París brilló con la famosa Exposición de Artes Decorativas. Allí Poiret, en un denodado esfuerzo, quiso dar sus últimos destellos con la exhibición de una colección pasada de moda que representaba tres peniches en el Sena: “Amours”, “Delices” y “Orgues”. A partir de esa fecha, comenzó su decadencia y como postrera recuperación proyectó un viaje a los Estados Unidos, donde dictaría una serie de conferencias que deberían haberle producido una pingüe ganancia de dólares. Desgraciadamente, por razones que no recuerdo, este último plan también fracasó y Poiret volvió a París para caer más y más en la desgracia y, como consecuencia, en el olvido. Por los años treinta, ya apartado de la costura, Poiret vivió pobremente en un pequeño hotel de la avenida de la Ópera. En ese entonces, se presentó a nuestra oficina para solicitar a Harper’s Bazaar la publicación de sus memorias. Este proyecto no llegó a concretarse. Más tarde Poiret cayó seriamente enfermo. Murió al poco tiempo, completamente olvidado por París y por un mundo en el que durante una larga etapa fue una de las más luminosas estrellas. Otro gran amigo que no perteneció al ambiente de la moda, aunque vivió muy cerca de ella, fue Sem, el gran humorista y dibujante. Gran figura de Francia, especialmente de París, fue el más célebre de la Belle Époque. Su verdadero nombre era Georges Goursat. Lo conocí por intermedio de Jean Patou, de quien era íntimo amigo; puedo decir que gocé de su amistad, a pesar de que me llevaba más de cuarenta años. Era un hombre pequeño, de apariencia modesta, de sobria elegancia y muy corto de vista. Los álbumes humorísticos que publicó en los años postreros de su vida fueron sensacionales, especialmente el último, que se titulaba “Le Ronde de Nuits”, en el que figuraban los personajes más notables de la vida frívola del París nocturno. Por entonces, yo iba a visitarlo en su departamento del bulevar Suchet, donde pasaba muy buenos y largos ratos con él. Solo ahí, en su rincón, se explayaba, mostrándose más atractivo, luciente y ameno en su conversación. El departamento estaba desarreglado, podría decirse que abandonado; parecía que solo constaba de un recibidor y un cuarto de trabajo. El amoblado consistía en una alta y larga carpeta, en la que dibujaba probablemente de pie. En su salón de recibo lucía, como pieza principal, un enorme sofá-confortable en el que se sentaba y que contrastaba con su pequeña figura. Hablaba mucho de su vejez, que parecía mortificarlo, pero al mismo tiempo, se complacía en contarme pasajes de su juventud. Hablaba sobre todas las celebridades que había conocido y frecuentado. Yo frente a él permanecía la mayor parte del tiempo callado, escuchando al gran Sem, al que había admirado y con quien jamás pensé compartir su intimidad. Por lo general, los grandes talentos son los más modestos, y él era un buen ejemplo de esa afirmación. Me conversaba sobre la vida de Helleu y Boldini, quienes habían sido sus grandes amigos. Me hablaba también del venezolano Reynaldo Hahn, su más íntimo amigo y el más brillante compositor de una época lejana. Hahn, aunque nacido en Venezuela, era un parisino de adopción. Sem me comentaba que yo le recordaba a él, no por llamarme Reynaldo, naturalmente, sino por mis rasgos fisonómicos y mi manera de hablar. Sem dejó muchos admiradores, pero también imitadores que nunca pudieron acercársele y menos aún igualarlo. Como a tantos otros personajes, a veces geniales, de aquellos años (que sinceramente no creo que hayan sido superados) a Sem se le recordará como a un gran humorista, sin relación con el tiempo en que vivió.
Los famosos dibujantes de la moda
El gran dibujante de la moda y el iniciador de una era que terminó con la Belle Époque fue Xavier Gosé, que murió en París en 1914 y fue el inspirador de los que vinieron después, principalmente de Georges Lepape y de los que brillaron en la Gazette du Bon Ton. Sin duda, Lepape mejoró el estilo; su asociación con Poiret e Iribe, y su actuación en la gozosa y bella época que ya se iniciaba a comienzos de los años veinte, lo situó como el más importante de entonces. Su obra fue copiosa. Su rica imaginación, lo mismo que su delicado y tan parisino espíritu, reflejados sobre todo en las innumerables portadas de Vogue que llevan su firma, lo colocan como el artista más importante de los años veinte, inspirador de otros tantos jóvenes que aspiraban a ser dibujantes de moda. Posteriormente, creo que también Van Dongen fue la otra gran influencia de la nueva era; él siempre se interesó por la elegancia, porque recuerdo que desde comienzos de siglo ya se conocían sus dibujos de siluetas de la moda y más tarde sus retratos de grandes personalidades en un estilo original. No tengo duda de que él inspiró a Carl Erickson, quien, firmando como “Eric”, predominó en los años treinta y cuarenta con la novedad de sus dibujos en Vogue, a diferencia de los idealistas de la época de la Gazette du Bon Ton, como Lepape, Benito, Charles Martin y algunos otros. Más tarde fue Eric, a principios de los años treinta, quien influyó en todos los dibujantes que lo siguieron a través de su estilo figurativo, principalmente en René Bocher, quien hizo primorosos dibujos de modas durante los años cuarenta. Él fue probablemente el último gran artista de la etapa en que actuaron los mayores dibujantes de la moda, que serían reemplazados por el advenimiento de la nueva era de la fotografía que aún hoy triunfa, sobre todo gracias a los progresos de la técnica y el color. Erté y Drian, como ya he dicho, fueron grandes figuras de la época. Erté era entonces muy joven y contaba con gran imaginación e inspiración, además de sus colaboraciones para Harper’s Bazaar y otras revistas, también se hacía cargo de grandes decoraciones para representaciones teatrales y ballets. Era un trabajador incansable. En mi último viaje a París lo visité y lo vi, después de treinta años, siempre cordial. Me contaba que aún trabajaba sin descanso hasta altas horas de la noche y que por las mañanas descansaba. Sus dibujos son de un carácter muy personal, de una minuciosidad milagrosa. Drian fue otro gran artista que ha sido injustamente olvidado. Él había comenzado a hacer sus brillantes ilustraciones antes de finales de la Belle Époque y las continuó con acierto mucho tiempo después. En los años veinte, por sus colaboraciones con dibujos para Harper’s Bazaar recibía mensualmente una suma considerable que lo convertía en el artista mejor pagado de entonces. Sus dibujos, que casi siempre eran a tinta china o crayón, son vigorosos, decorativos y representativos de esa maravillosa época de París: escenas de las casas de costura, artistas como Cécile Sorel, los salones de Drecoll y de Reboux, y otras tantas casas de los clásicos que desaparecieron durante los años treinta. Después de la Belle Époque, donde florecieron esos grandes retratistas de la elegancia, en los años posteriores a la guerra, aún se guardaba su recuerdo y comenzaron a oírse los nombres de Van Dongen, Sorine, Tade, Styke y Boutet de Monvel en los círculos artísticos de París. Quiero mencionar muy especialmente los nombres de quienes brillaron en Nueva York en esos años: Tchelitchew, Simon Elwes y Bernard Boutet de Monvel. El de Marie Laurencin es un nombre que también debe ser recordado. Marie poseía un estilo muy propio y sus colores suaves y armoniosos influyeron en el colorido de la costura que pertenece a una época muy definida de la elegancia frívola de París.
Luza sentía una gran admiración por Xavier Gosé, quien para él representó al gran dibujante de la moda e impulsor de una era que puso punto final a la Belle Époque. Aquí se puede apreciar una muestra de su talento en la portada que diseñó para la revista “Les Modes”, en 1917. (Archivo Luza).
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Arriba Portada dibujada por Erté para la edición de setiembre de 1928 de la revista Harper’s Bazaar. (Archivo Luza). Abajo Su verdadero nombre era Romain de Tirtoff, pero era mundialmente conocido por su seudónimo: Erté. Aquí lo vemos en su estudio, rodeado de varias de sus obras, las mismas que hablan de su amplia imaginación y creatividad aplicadas a diversos campos: moda, joyería, artes gráficas, vestuario y escenografía para el cine, el teatro y la ópera, además de la decoración de interiores. (Archivo Luza).
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Es útil anotar que por esa época reaparecieron los bellísimos e interesantes cuadros de Modigliani, cuya originalidad, simplicidad de línea y cuellos largos influyeron en los dibujantes de la moda. Lo poco que nos dejó “Bébé” Bérard en pintura son sus retratos de mujeres elegantes que fueron una revelación, y creo que sin su prematura muerte hubiera alcanzado una fama mucho mayor que la que le correspondió por sus líneas frívolas de la moda. Etienne Drian, el gran ilustrador de la elegancia de París desde antes de los años veinte, fue también un retratista con personalidad y elegancia, pero su obra no fue muy completa, creo, porque no cultivó la pintura al óleo. Algunos de los grandes dibujantes de modas se dedicaron también al retrato, pero a pesar de tener algunos aciertos, no tuvieron la fuerza ni la calidad de los grandes pintores, y siempre se traslucía en sus obras la línea típica del dibujante de revista de modas. Hoy día, como ocurre con tantos otros talentos de esa época, los grandes retratistas de modas también han desaparecido. Entre los pintores de hoy, que se dedican a la elegancia, hay pocos que nos puedan inspirar o entusiasmar con obras como las de las décadas pasadas. Es importante hablar de la influencia que los grandes pintores y las escuelas plásticas tuvieron sobre los dibujantes de la moda. Al comienzo de los años veinte, en la época en que nació el cubismo y los nuevos elementos del movimiento moderno, se impusieron las líneas rectas y angulares, sin movimiento y poco graciosas. Su influencia fue notable no solo en la moda y sus dibujantes, sino en el arte gráfico y la decoración en general, cuyo resultado hay que reconocer ahora. A veces fue de gran elegancia y belleza, pero representaba la tendencia de esa época y cuando esta se impone hay que aceptarla, reconocerla y seguirla. Al reaparecer la fama y los cuadros de Modigliani, sus modelos de mujeres con cuellos excesivamente largos y siluetas espigadas influyeron mucho en los dibujantes de la moda. Los grandes costureros también se inspiraron en la elegancia que emanaba de la simplicidad de la línea, en la silueta alargada y sobre todo en el cuidado al afinar las caderas del modelo femenino. Esto obsesionaba a las damas elegantes de entonces con las dietas y el ejercicio diario. La época de Christian Bérard y de Jean Cocteau, con sus revolucionarias acuarelas y dibujos, ejercieron también influencia en los dibujantes de ese tumultuoso periodo de mediados de los años treinta. Bérard, con sus mujeres de caras sin facciones y dibujos casi sin terminar, pero de gran movimiento y muy divertidos, originales y atractivos de color –aunque no gustaban comercialmente porque no mostraban los modelos en su verdadero valor–, llegó a imponerse dentro del inevitable esnobismo de la costura. Sinceramente, creo que su firma valía más que sus dibujos mismos. Como nos encontrábamos con frecuencia en las oficinas de Harper’s Bazaar, recuerdo que un día mirando uno de mis dibujos me dijo con su permanente sonrisa que hubiera deseado dibujar así, con esos detalles y con líneas más completas, pero que su vida de bohemia y sus nervios no le permitían otra cosa que continuar con su estilo. Tenía razón, pero era sincero y muy personal, y así llegó a imponerse a los editores de las grandes revistas. Bérard, con su barba roja, de estatura pequeña, aspecto descuidado, rollizo, alegre y esnob, ha pasado como otro de los genios de la vida artística de aquel ambiente de París. Pero para mí, más que todo, el famoso “Bébé” fue un gran pintor. Lo poco que dejó de esa parte de su obra es magnífico. Sus retratos son de gran elegancia y calidad y, si no hubiera sido por su prematura muerte, en su madurez podría haber sido el verdadero genio que tanta falta hace en nuestros días. Jean Cocteau, además de un genio múltiple increíblemente original, fue un estupendo dibujante. Sus diseños sobre la moda eran más que bellos, incomparables, de una limpieza de línea y de un estilo que nadie pudo imitar. Tal vez tuvo en el surrealismo algo de inspiración. Por otro lado, había en él algo de Matisse; daba la impresión de que no corregía ni borraba ninguna línea de sus dibujos, a los cuales dotaba de ligereza y espontaneidad. Bellas páginas fueron las de Cocteau para Harper’s Bazaar en los años treinta. Sus dibujos de entonces, como los de el Gosé de la Belle Époque, o los de Lepape y Eric en su
tiempo, debieron ser justo lo que los jóvenes principiantes de la moda esperaban ansiosamente que apareciera en las grandes revistas, para gozar con la inspiración y la maestría que ofrecían. Otro gran dibujante y artista de los años treinta fue Marcel Vertès. Dicen que se inspiró originalmente en los dibujos de Toulouse Lautrec. Es posible que así fuera, pero al final de su vida creo que se apartó de esa influencia. Su línea fue más suelta y espontánea, y abarcó innumerables temas, además de los que correspondían a sus ilustraciones sobre la moda. Cuentan que en cierta ocasión, una importante dama de la sociedad le preguntó a Toulouse Lautrec por qué pintaba tan feas a las mujeres, a lo que él contestó: “Las pinto feas porque así son”. Vertès también pintó algunas feas, pero no hubiera respondido lo mismo, porque la mayoría de veces le parecían bellas, pícaras, graciosas y sensuales. Por otra parte, vivió su mejor etapa creativa durante los años cuarenta en Nueva York, en una era de transición en la que ocurrían cosas raras en la costura y de las que él se supo aprovechar divertidamente. Este Marcel Vertès, de origen húngaro, ha sido sin ninguna duda uno de los artistas más inspirados de esa época, pese a que ya era muy conocido en el París de los años veinte, por sus dibujos, ilustraciones y creaciones para ballet. Su incursión dentro de la moda se realizó originalmente en Harper’s Bazaar. Uno de los grandes aciertos de la señora Snow, la editora, fue abrirle las puertas de la revista. Sin haber sido exactamente un dibujante de la moda, sus trabajos eran de gran soltura, llenos de humor, elegancia, novedad y refinamiento. Vertès era un hombre bondadoso, sencillo, muy inteligente y un buen amigo. Murió prematuramente, pero ha dejado una inmensa obra. Por su vigorosa personalidad se le recuerda como uno de los grandes artistas de su tiempo. No podrá ser reemplazado nunca; su lápiz y su pincel han sido veneros de belleza y habilidad. Durante los años cuarenta llenó el ambiente artístico neoyorquino con sus exhibiciones de moda, decoraciones de casas y teatros, y sus maravillosos diseños para los ballets más exitosos del momento. Incursionó también en el cine, y entre sus colaboraciones mencionaré una memorable película de entonces: El ladrón de Bagdad. Este filme es un exquisito conjunto de gusto y color. Vertès tenía un gran sentido del humor. Estuvimos juntos en Hollywood, donde nos veíamos con frecuencia, y allí me contó una graciosa historia que hasta ahora recuerdo sobre una exposición de cuadros que presentó por esos días. La exhibición se realizaba en una de las galerías más importantes de Hollywood y se invitó a todo el mundo, especialmente a las estrellas de cine. Llegó la hora indicada para la recepción, que se inició con un gran coctel; el salón se llenó completamente. Vertès se encontraba en un rincón observando a los invitados y cuenta que cada uno, con su copa en la mano, daba la espalda a los cuadros. Después de un rato una dama, famosa actriz de esa época, se acercó a preguntarle si él era el autor de esa magnífica exposición. Al responderle que sí, Vertès me contaba con gracia que pensó que al fin alguien se interesaba seriamente en su pintura. Así fue, porque la dama en cuestión, le dijo que le daba mucho gusto conocerlo, y que quería comprarle un cuadro. Al mostrarle la obra que le gustaba, Vertès le explicó que era la única obra que ya estaba vendida, pero que había treinta más para elegir. La celebrada actriz respondió que aquel cuadro era el único que quería, y lo repetía mientras él insistía que era el único que estaba vendido. Por supuesto, la operación no se realizó. Pero el talento de Vertès se impuso y días más tarde vendió casi toda la exposición. Es una historia que tengo intensamente grabada en mi memoria y que veo que se repite en casi todas las inauguraciones de exposiciones, en las que, con el salón lleno, no se pueden apreciar los cuadros. Por ello, yo asisto dos o tres días después, cuando hay más tranquilidad y calma para apreciar con justicia la calidad de la obra de un pintor. En mi último viaje a Nueva York, después de tantos años, he tenido la suerte de encontrar a su esposa, Dora, su fiel compañera, que hoy vive sola en su antiguo estudio, rodeada de la memoria de su esposo y de muchísimos cuadros, dibujos, pinturas e ilustraciones. Allí, donde en otras épocas nos reuníamos con amigos,
Ilustración de Christian Bérard, de 1938, para la Maison Schiaparelli. El estilo de este artista francés, conocido como Bébé, se caracterizaba por reflejar mujeres sin facciones y dibujos casi sin terminar, lo que gustó mucho por la originalidad y el movimiento de sus ilustraciones. (Archivo Luza).
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Publicidad de 1951 para el perfume Zut, de Elsa Schiaparelli, dibujada por el artista húngaro Marcel Vertès, quien obtuvo dos premios de la Academia (Mejor Dirección de Arte y Mejor Diseño de Vestuario) por su trabajo en la película “Moulin Rouge”, de 1952. (Archivo Luza).
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pude sentarme a hablar con ella, a recordarlo, conocer sus últimos trabajos y los muchos libros que ilustró, el último de los cuales madame Vertès tuvo la amabilidad de obsequiarme. Se titula Variations y lo traje a mi tierra conservándolo como el mejor recuerdo de un brillante artista y de un gran amigo. Otro de los grandes artistas de la época, colaborador de Vogue y más tarde de Harper’s Bazaar, pero en realidad un gran pintor y retratista, fue Bernard Boutet de Monvel, quien merece una mención especial, porque fue un gran amigo. Guardo un cuadro que él me obsequió y está siempre frente a mí, como recuerdo permanente de los muchos años inolvidables que pasé en su compañía. Boutet de Monvel fue integrante, más tarde, de los famosos artistas que colaboraron en la Gazette du Bon Ton. Provenía de una familia aristocrática, su padre fue también un conocido pintor en su tiempo, y heredó de él el amor al arte. Mi amigo estaba casado con Pina Edwards, joven distinguida, perteneciente a una familia chilena. Al yo ser sudamericano, había al menos una razón para una mayor intimidad con él y su familia. Tal amistad, que comenzó en mis primeros tiempos en París, se acrecentó y duró todos los años que pasamos juntos en Nueva York, hasta su trágica muerte. Yo iba continuamente a su casa, invitado junto a sus íntimos, a sus almuerzos y comidas. En París vivía en una preciosa residencia en el pasaje de la Visitación, situada en el corazón de la Rive Gauche. Generalmente, a sus almuerzos asistían sus amigos sudamericanos y a las comidas, los franceses. Entre estos últimos asistían con frecuencia monsieur y madame Lucien Vogel; los Brissaud, primos hermanos de él; su hermano Roger, un brillante escritor; y Prejelan, el gran dibujante de Le Rire. Entre los sudamericanos, no faltaba, aún soltero, mi amigo el chileno Jorge Cuevas, que más tarde se casó con Margaret Rockefeller Strong. Bernard nunca había pisado América. Fue originalmente Henry Sell, editor de Harper’s Bazaar y gran admirador suyo, quien lo animó a hacer un viaje y presentar una exposición con sus obras pictóricas. Pero finalmente fui yo, tal vez, el responsable de su partida. Un buen día, después de un almuerzo en su casa, me llamó aparte y me habló de su proyectado viaje y de ciertos problemas e indecisiones para realizarlo. Yo que, además de ser su amigo había sido siempre admirador de su talento, hice cuanto pude para despejar sus dudas. Así, Boutet de Monvel partió rumbo a Nueva York en el año veintisiete e inició su brillante carrera en América con una exhibición de sus obras en la ahora desaparecida Anderson Gallery de Park Avenue. Este fue el comienzo de su gran trayectoria como retratista de éxito en Estados Unidos. Finalmente, pasaba seis meses entre Nueva York y Palm Beach, donde seguí viéndolo casi hasta el final de su vida. Fue el destino quien le jugó una mala pasada, pues pereció en un accidente de aviación durante un viaje de París a Nueva York. He oído decir que debió salir el día anterior, pero cedió gentilmente su pasaje a una dama que le urgía viajar para estar al lado de un pariente enfermo de gravedad. Boutet de Monvel ha dejado una obra inmensa en Nueva York, ciudad en la que disfrutó de un gran éxito social y artístico hasta el fin de sus días. Fui amigo de Boutet de Monvel y admirador de su pintura, especialmente de sus maravillosos retratos. Su técnica, muy personal, se complementaba con su gusto exquisito y su larga experiencia en el arte inspirador de la moda y la costura. En mi último viaje a París, un día, en su antigua residencia del pasaje de la Visitación, que su digna esposa aún conservaba intacta, ella me llevó a su salón, aquel en donde en épocas pasadas nos reunimos tantas veces para mostrarme la galería de todos los cuadros y retratos de familia que ha dejado y que conserva como recuerdo. Por largo rato, disfruté con emoción de volver a gozar con sus líneas, limpios matices y bellísimos y elegantes colores.
Los grandes pintores de la elegancia
Las bellas obras de los grandes artistas de la elegancia, aun cuando la moda ha cambiado, nunca pasarán de moda. Prueba de lo que digo son las pinturas de Boldini, Helleu, Zuloaga, Antonio de la Gándara y de Van Dongen. No siempre los grandes pintores y retratistas pueden ser también pintores de la “elegancia”. Recuerdo el caso de una amiga casada con un potentado de la industria francesa que decidió hacerse pintar en Londres por un gran artista que yo conocía de nombre y del que solo había visto, firmado por él, un maravilloso retrato de una jovencita; era la hija de un compatriota mío, quien pagó una fortuna por esta obra. Yo felicité a mi amiga por su elección, pero cuál no sería mi sorpresa cuando días después se me presentó la retratada: una bellísima y elegante dama que dijo estar decepcionada porque el famoso pintor no logró el cuadro que ella esperaba. La respuesta a tal pretensión es muy simple: el artista en realidad era un pintor de niñas, no sabía nada de lo que era la elegancia ni la moda, y mucho menos tenía la imaginación y el conocimiento para conocer los secretos, que además de la técnica, deben ser parte del bagaje al que apela un pintor al retratar a una mujer elegante. Recién durante mi estancia en París pude identificar los nombres de los pintores más famosos, como Picasso, Van Dongen, Matisse, Braque, Derain y Bonnard, entre otros. En todo caso, los años veinte fueron una gran época para la pintura y para el arte en general. También pude conocer los estupendos clásicos del Quattrocento, las obras de las escuelas holandesa, inglesa y española que figuraban en manos de los mejores coleccionistas. Recorría los museos y he conservado siempre el recuerdo de todas esas maravillosas obras de arte. Se veía a través de la perfección de los cuadros, por ejemplo, de la escuela flamenca, cómo un artista empleaba su esfuerzo sin escatimar tiempo. Confieso, sin embargo, que hasta aquella época no sabía mucho de pintura y, entre los “impresionistas” que estaban en boga, el pintor que más me fascinó fue Paul Gauguin. A mi modo de ver, fue el mayor revolucionario de su época y, sinceramente, creo que llegó aún más allá del talento impresionista. Tal vez porque tenía una herencia del Perú, me interesó más que ninguno. En 1929 o 1930, cuando yo había pasado algunos años en París, llegó a mis manos un maravilloso libro de mi gran amigo y compatriota, el escritor y pintor Felipe Cossío del Pomar, titulado Arte y vida de Paul Gauguin. En ese libro hay un párrafo que quiero transcribir, porque para mí representa el origen de su magnífico arte: “Fue en América, en el Perú, donde germinó su gusto por la raza de bronce que más tarde inmortalizará en sus lienzos; fueron los objetos del arte inca los que despertaron su fantasía; fue la cerámica de los antiguos quechuas lo que despertó más tarde su decorativo arte simbólico, porque nunca se borró de su memoria la visión de sus primeros años en la Ciudad Blanca de Arequipa y en la tibia ciudad de Lima, la de los patios moriscos, de las terrazas floridas y de las bellas mujeres enmantadas…”. Yo agregaría, además, algo referente al colorido, porque seguramente fue lo que más impresionó su retina en los cinco años que pasó en el Perú. Me refiero a los colores de los trajes andinos: brillantes, profundos, a veces inesperados y sorpresivos, pero siempre armoniosos. Exactamente así ocurrió en la madurez de su pintura. Todo esto lo mencionó el mismo pintor en su libro de memorias, titulado Antes y después, al hablar de sus recuerdos del Perú. En lo que se refiere a la moda, es justo pensar cuánto ha influido esa revolución del color. Antes de los años treinta, hubiera sido una locura considerar esos colores como expresión de buen gusto. En esa época Cossío del Pomar vivía en París, siempre rodeado del grupo hispanoamericano de artistas con quienes nos reuníamos a menudo. A través de él, conocí al gran artista español Ignacio Zuloaga. Cossío me llevó a su estudio de Montmartre, que visité en repetidas ocasiones. La primera vez fue para ver el famoso retrato de la más importante figura del toreo de todo los tiempos: Juan
“En lo que se refiere a la moda, es justo pensar cuánto ha influido esa revolución del color. Antes de los años treinta hubiera sido una locura considerar esos colores como expresión de buen gusto”. (En referencia a los colores en la pintura de Paul Gauguin, su influencia en la moda y su estancia en Perú).
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“Nave Nave Mahana”, también conocida como “Un día delicioso”. Pintura que realizó Paul Gauguin en 1896 y que retrata a un grupo de mujeres tahitianas en un jardín.
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Belmonte, casado con Julia Cossío, distinguida joven de la sociedad limeña, hermana de Felipe Cossío. Zuloaga era un hombre alto y corpulento, típicamente vasco, tranquilo y modesto en medio de su enorme fama y talento. Fue sin duda el gran pintor hispano de la elegancia de las opulentas familias instaladas desde el principio de ese siglo en París. Los años veinte y treinta representaron el gran despertar de la pintura. Se crearon nuevos estilos como el cubismo, el surrealismo y el abstraccionismo. Fue la época de Modigliani, con sus maravillosos y originales cuadros, y fueron los momentos en que se podían comprar extraordinarias pinturas por precios todavía relativamente bajos. Hoy día, los coleccionistas que sabiamente adquirieron esas obras, como base de sus colecciones, poseen conjuntos cuyo enorme valor continúa aumentando año tras año. Actualmente, es imposible conseguir obras como esas, especialmente las de Paul Gauguin. En su retiro, en las islas Marquesas, Gauguin pintó, gozó, sufrió y murió sumido en la mayor miseria. También por esa época comenzaron a interesar las novedades de Klee y de Miró, quienes en sus inicios se inspiraron en las telas precolombinas pintadas en el Perú.
El refinamiento de París
En París, a finales de los años veinte, se vivía una época de gran auge en la costura, así como en todas las manifestaciones artísticas y culturales: pintura, escultura, ballet, teatro y literatura. Desde el final de la Primera Guerra Mundial, que marcó los comienzos de una nueva era, se había creado un ambiente alegre y de prosperidad que duró como veinte años. La parisina elegante y seductora no era solamente la mujer francesa; la llamada parisina era un producto del ambiente y del refinamiento del medio en que vivía y, por tanto, ella podía ser, además de la mujer francesa, también la inglesa, la norteamericana, la italiana, la española o la rusa. Todas ellas se confundían no solo en los salones de la alta sociedad, sino en todas las formas de la vida en París: en los teatros, los grandes restaurantes de moda y en los ambientes de la vida nocturna en general. Fueron los años del Café de París, del Ciro’s, del Florida con su piso luminoso, del Perroquet, del Blue Room, del tango y de Carlos Gardel. Fue la época de las famosas temporadas de invierno en Cannes y Montecarlo; de la nieve en Davos y Saint Moritz; de los veranos en las playas de Deauville o Le Touquet; y del elegante mes de setiembre en Biarritz. Hasta el año treinta, eran pocas las bañistas que se exponían plenamente al sol. Fue entonces cuando los resorts, que originalmente habían tenido actividad en invierno, como los de la Costa Azul, comenzaron a volverse playas de verano de gran moda. Ello influyó radicalmente en el éxito de Eden Roc en Cap d’Antibes, e influyó, además, en la invasión turística de las bellas islas del Mediterráneo como Capri, Córcega, Brioni, Mallorca y otras. La verdadera saison en París comenzaba en octubre. Por esos días oscurecía muy temprano pero, con frío o con lluvia, la urbe se iluminaba y cobraba su verdadero encanto. De noche, la Ciudad Luz resplandecía aún más con la concurrencia a los restaurantes, los teatros y, más tarde, con las boites abiertas hasta el amanecer. En las mañanas se iba de compras, se visitaban las grandes casas de costura o se paseaba por el Bois de Boulogne, y se terminaba en el Château de Madrid para tomar el aperitivo y luego almorzar en los restaurantes de los Campos Elíseos o en otros famosos locales situados en el corazón de la ciudad. Por esos días, todavía funcionaba el Café de París que fue el preferido de la Belle Époque. Sin embargo, el restaurante más concurrido era Ciro’s, con sus famosos “Viernes de Moda”. Los grandes gourmets de la época frecuentaban los restaurantes La Rue, Voisin, Paillard, Le Doyen, La Perouse, La Tour d’Argent, y otros tantos repartidos por toda la ciudad. Así como el Hotel Claridge de Londres es uno de los lugares más perfectos de cualquier época, igualmente, el Hotel Ritz de París sigue siendo el centro de mayor distinción hasta nuestros días, y debemos mencionarlo muy especialmente en la vida elegante de los años veinte y treinta. Su situación privilegiada en la plaza Vendôme, verdadero corazón de la ciudad, lo convertía en el centro de reunión y del movimiento más chic del mundo. Es cierto que después de las siete de la noche cobraba un aire de tranquilidad, y a partir de esa hora era más que todo visitado por su clientela particular; pero durante el día, y sobre todo a la hora del almuerzo, era el sitio donde se reunía la mayor parte de los protagonistas de la vida elegante de París. Después de la entrada principal por la plaza Vendôme, al llegar al vestíbulo, se pasaba por un largo corredor desde donde se divisaba el gran comedor; era el camino obligado para seguir por la derecha y atravesar el largo pasaje que lo unía con el lado de la calle Cambon. Este conocido pasaje, que en verdad era una galería adornada por ambos lados por suntuosas vitrinas llenas de los más exquisitos objetos puestos para la venta, así como de revistas y libros de primera calidad, nos conducía a un pasadizo que comunicaba con un segundo restaurante; este se ampliaba dentro de un hermoso patio y jardín que
El Hotel Ritz, situado en la plaza Vendôme, era un centro de reunión de la vida elegante de los años veinte y treinta en París, especialmente a la hora del almuerzo.
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En buena compañía, y personificando el elegante estilo de la época, Reynaldo Luza posa para un fotógrafo anónimo mientras disfruta de una grata conversación y una copa en un café de Montmartre. (Archivo Luza).
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también se usaba como comedor en primavera y verano. Pero lo más importante de este lado del Ritz era su famoso bar. A un lado del saloncito íntimo, unas cuantas mesas, y al otro, un recinto más grande y luminoso con el público joven, alegre y elegante, sobre todo de extranjeros, que lo llenaban cada mañana antes del almuerzo. Detrás del mostrador del bar se encontraba Frank, el famoso barman que se apellidaba Mayer o Maier. Allí se servía el champagne cocktail y uno se codeaba con los habitúes en un ambiente bullicioso y alegre en el que todo el mundo parecía conocerse. De noche, el Ritz era poco frecuentado, especialmente por el lado de la calle Cambon. No he podido olvidar cómo al atardecer, cuando ya cerraban sus puertas las tiendas chic de la plaza Vendôme y la rue de la Paix, la maravillosa e histórica plaza adquiría un aire de paz y de tranquilidad, que conforme atardecía y llegaba la noche la cubría de un manto de impresionante misterio. La vida nocturna de París se concentraba en los grandes bulevares, en la zona de la calle Royale, de los Campos Elíseos y en los barrios bohemios de Montparnasse y Montmartre a la orilla izquierda del Sena. En la oscuridad casi completa, sugestiva y misteriosa de la plaza Vendôme, a esa hora, anocheciendo, solo aparecía iluminada la entrada del Hotel Ritz y algunas ventanas de los más importantes departamentos que daban a ese lado. Parecía un cuadro fabuloso, quieto, profundo y tierno. Las soirées elegantes del Ciro’s son aún memorables. Su famoso bar no es fácil de olvidar. Su ambiente, de apenas unos cuantos metros cuadrados, era otro
centro de la reunión chic, donde se apiñaba la clientela más exclusiva antes del almuerzo o de la comida. A la hora de la cena, era obligatorio el traje de noche y allí había que esperar hasta que Julien, su famoso maître d’hôtel, condujera a los clientes a sus respectivas mesas reservadas previamente. El comedor del Ciro’s estaba dividido en dos ambientes: uno, el más pequeño, se encontraba a la entrada y estaba reservado solamente para la clientela más importante; el segundo, mucho más espacioso, donde tocaba la orquesta, era para el público menos conocido. Naturalmente, ocurría lo que ha pasado siempre en los grandes restaurantes, que muchos de los desconocidos nunca podían pasar la barrera impuesta por culpa de los dictadores maîtres d’hôtel. En el caso del Ciro’s, esta regla era aún más estricta, porque en los famosos años veinte allí se reunían los más selectos y famosos de la escena internacional. Y aquí viene una curiosa historia que vale la pena recordar. Por esa época, el éxito del Ciro’s llegó a ser tal y su capacidad ya era tan reducida para recibir a una clientela cada vez más numerosa, que un buen día su propietario, un inglés apellidado Robson, decidió mejorarlo y ampliarlo. Encargó una buena decoración al famoso arquitecto Maurice Chalom. Para realizar la obra, el local cerró sus puertas por un tiempo. Al inaugurarse, una noche magnífica, se presentó al público la transformación del célebre restaurante, así como el novedoso trabajo de Maurice. Eran grandes las expectativas en torno a un mayor y brillante futuro. Pero el público selecto, su clientela acostumbrada a un ambiente más modesto y en realidad más clásico y parisino, no concurrió más. Ciro’s decayó y finalmente murió. Estos caprichos de la vida me hacen recordar algo que pasó algunos años después en Nueva York. Sucedió algo similar con el conocido cabaret El Morocco, cuando John Persons, su propietario, cansado de su decoración original con cebras y palmeras, la cambió por una bella ornamentación de tipo barroco. No convenció a nadie. Persons se vio obligado a devolver su antiguo ambiente original a El Morocco y así perdura hasta nuestros días. Por entonces, la rue de la Paix y la plaza Vendôme eran el corazón de París: por allí se precipitaba diariamente la escogida clientela de la moda; ahí se frecuentaban todavía las casas de los famosos nombres de Paquin, Reboux, Cartier, Boucheron, Suzy, Antoine, y más tarde Schiaparelli, Van Cleef & Arpels, y otros más. Los bulevares eran más bien vías comerciales para el gran público y los turistas, donde las grandes multitudes se arremolinaban en los innumerables almacenes, cafés y restaurantes alrededor de la Madeleine y de la plaza de la Ópera. En la vida elegante de París no había hora determinada para el trabajo ni tiempo disponible. Como las noches eran largas y la vida de placer duraba hasta la madrugada, era difícil e inoportuno hacer una llamada telefónica antes de las once de la mañana a muchos de los conocidos o amigos. En muchas ocasiones, obligado por el trabajo, salía temprano, pues la mayor parte de las citas en las casas de costura eran entre las nueve y las diez de la mañana; ciertas noches tenía que luchar para recogerme temprano, aunque nunca he sido trasnochador. A una hora moderada, me gustaba encontrarme en casa, y así evitaba soportar las esperas interminables en algunas boîtes de moda. Mi vida en París nunca fue muy bohemia. Mis mejores amigos eran artistas o colegas de la moda. También me gustaba asociarme con el grupo de sudamericanos que abundaba por entonces en la ciudad. Uno de nuestros sitios de reunión favoritos era un conocido y modesto restaurante situado en la plaza de L’Alma, en un cruce con los Campos Elíseos, llamado Chez Francis, que debe existir aún. Era un lugar sencillo, pero bien situado, alegre y de precios moderados. Allí nos reuníamos el famoso Edward Steichen, que ya había comenzado a colaborar con sus magníficas fotografías en Vogue; Carl Erickson y su esposa Lee Creelman; Rosa Rolando, Miguel Covarrubias (el gran artista mexicano), George Squier, y a veces Ione Robinson, una bella joven americana y artista de gran talento. Los Erickson, aún sin fama, habían llegado a París a comienzos de los años veinte y vivían en un estudio en la rue du Boccador, al lado del Hotel Plaza Athénée. Fue allí donde nació su hija Charlotte. Por entonces, la artista famosa de la familia era Lee. Recuerdo que fue solicitada en varias oportunidades para colaborar en la revista Fémina. Yo iba con frecuencia al estudio de los Erickson. Para llegar, había que subir a pie cuatro o cinco
Además de adquirir experiencia y lograr codearse con las figuras más rutilantes de la moda, Reynaldo Luza cosechó una fructífera vida social. Así lo retrata esta fotografía, en la que posa junto al caricaturista francés Georges Goursar –más conocido como Sem–, una amiga y el diseñador Jean Patou, en la terraza de una casa. (Archivo Luza).
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pisos. En el estudio, contemplaba los trabajos al óleo que ensayaba Carl, y que tal vez fueron el punto de partida de su futuro éxito en Vogue. Con la ayuda y consejos de su esposa, llegó a perfeccionarlos y a triunfar. Pero un buen día la señora Chase, desde Nueva York, le pidió a Lee que colaborase para Vogue, y los Erickson partieron a los Estados Unidos en plan de aventura, sin pensar en el brillante porvenir que le esperaba a Carl cuando, en colaboración con George Hoyningen-Huene, llegarían a formar la base de Mainbocher. Así se inició una brillante tarea editorial en la revista Vogue de los años veinte. Lee me contaba un día que llegaron modestamente a Nueva York, con el dinero justo para pagar los gastos de viaje y que después vino la fama y lo mejor.
Los resorts y los casinos
Reynaldo Luza atesoraba gratos recuerdos asociados con los grandes resorts frecuentados por la élite durante las diferentes estaciones. En la imagen aparece junto a dos amigas, en uno de aquellos espacios de relax en las afueras de París. (Archivo Luza).
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Los grandes resorts frecuentados por la “élite”, en las diferentes estaciones del año, me traen muchos recuerdos. Cannes y Montecarlo eran la atracción en los meses de invierno; Biarritz, en setiembre; así como Deauville y Le Touquet, en los meses de verano. Además, existían otros lugares para quienes disfrutaban de los deportes de invierno, como Davos y Saint-Moritz en Suiza. Los casinos de Cannes, Montecarlo y Biarritz eran los más famosos, y ahí se reunía el mundo internacional de la elegancia. Era en las mesas de juego donde uno se encontraba y codeaba con todo tipo de gente bien y de los personajes más importantes del mundo, y a veces con los más inesperados. Recuerdo haber estado en el casino de Biarritz, en una mesa de baccarat, al lado del ya celebérrimo Arthur Rubinstein, el gran pianista, quien luego me invitó, con otros amigos de ocasión, al famoso cabaret Casanova. Fue una amistad de una noche, porque no lo volví a ver más. También pude ver innumerables veces en las mesas de juego al entonces magnate monsieur Citroën, así como al destronado rey de Portugal don Manuel II, y a muchos otros personajes importantes de todos los círculos europeos. La colonia sudamericana y, en especial la argentina, andaba por todos lados; eran dueños de las grandes fortunas que declinaron más tarde, poco antes de comenzar la Segunda Guerra Mundial. Se encontraban muchas jóvenes bellísimas, así como otras damas de avanzada edad y mucha gente misteriosa y desconocida. Pero por todas partes había profusión de elegancia y de alhajas de valor incalculable. Se hablaban todos los idiomas, y muchos hombres y mujeres rodeaban las mesas como simples observadores, porque así se distraían. En cambio otros, los “jugadores de pie”, esperaban la oportunidad de un gran pozo para obtener una buena ganancia con un golpe de suerte. Eran tardes y noches increíblemente emocionantes, de pequeñas y grandes tragedias entre los apasionados del juego. Una vez contemplé de cerca el caso de una linda joven inglesa, amiga de un riquísimo conde o duque, y propietaria de un magnífico Rolls-Royce; en una noche de mala suerte, ya sin recursos, la bella inglesita tuvo que rematar su automóvil para pagar las deudas de juego en el casino de Biarritz. El feliz ganador, en un gesto de generosidad, se brindó para conducirla a su hotel en un último viaje después de una desgraciada noche. La legendaria belleza de la Costa Azul fue más resplandeciente que nunca en los años veinte, cuando todo el mundo soñaba pasar en ella una temporada durante los meses de invierno, sobre todo en enero o febrero, huyendo de la inclemencia del clima en Europa. Cannes, Montecarlo y Niza, esta última con su histórico carnaval, eran frecuentados por la elegancia y la riqueza de esa época; no hay que olvidar los
magníficos resorts de Cap-Martin, Saint Jean, Cap-Ferrat, Villefranche y Menton, con sus fabulosas residencias; ni las playas menos populares de St. Rafael, Antibes, St. Tropez y muchas otras, hasta llegar a Tolón. Recuerdo bien que en mis amenas charlas con Philipe Ortiz, él me hacía mil sugerencias tentadoras hablándome de un viaje por la Riviera a bordo de un velero. Partiríamos de Tolón para terminar en Cap d’Antibes, cuando aún nadie pensaba que allí iba a instalarse un buen día el famoso Club Eden Roc, con sus terrazas y piscinas al borde del mar. Hacia el año treinta comenzaron a cambiar las temporadas de verano, como también cambió la vida del sur de Francia. Todas esas maravillosas regiones de clima templado y sol permanente me traían un vago recuerdo de mis años de estudios en Lovaina, al haberme impresionado, por entonces, con una maravillosa película del cine mudo, cuyas escenas principales se desarrollaban en Menton, con aquellos acantilados y hermosos paisajes marinos. Sus actores principales eran Lina Cavalieri y Lucien Muratore, famosos del cine mudo y pioneros del séptimo arte. Para Pascua de Resurrección se gozaba de una corta temporada en Biarritz, aunque el mes de setiembre era la época de más auge y elegancia, cuando se reunía principalmente la élite de la sociedad franco-española. El Hotel de Palais permanecía intacto con la memoria de Napoleón III y la emperatriz Eugenia de España, quienes lo inauguraron y le dieron esplendor. Ahí se reunía lo más grande del mundo de la elegancia europea, especialmente los aristocráticos nombres de la sociedad española, con sus villas y chalets, que eran sus residencias permanentes de casi todo el año. A mediados de los años veinte, muchas casas de costura parisienses abrieron en Biarritz importantes sucursales o mostraban sus colecciones en soirées de gala, fiestas maravillosas que no han sido igualadas. La vida era intensa, agradable y fácil, porque esos años eran de prosperidad y riqueza; no había problemas para pasar la frontera con España y visitar las lindas playas de San Juan de Luz o San Sebastián. Por todas partes se oía el idioma español, así como en los meses de verano en Le Touquet predominaba el inglés, influenciado por la cercanía de Inglaterra. Le Touquet llenaba sus playas con lo más selecto de la aristocracia británica, lo que no pasaba en Deauville, donde se conservaba más el ambiente internacional que reinaba al interior de la elegancia parisina.
Vista general de las emblemáticas terrazas de Montecarlo, escenario de inolvidables veladas, aventuras inconfesables y noches de emoción en los casinos y las fastuosas fiestas. (Archivo Luza).
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La alta costura de París
He aquí un arquetipo de la elegancia y la alta costura de París, una mujer anónima que cualquier otra mujer soñaba ser, ataviada con lo más resaltante de la moda de la época. (Archivo Luza).
“Raras veces la verdadera elegancia se lucía en las mujeres menores de treinta años, ni se consideraba a la juventud como único atributo para su perfección; más bien se contaba con la experiencia que conduce al refinamiento, suprema expresión de una vida”.
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Las grandes casas de la costura eran los centros donde casi todo el mundo elegante se veía obligado a acudir y disfrutar, aunque fuera una vez, de la exhibición de las colecciones que comenzaban a las diez de la mañana y a las tres de la tarde. En mi condición de dibujante de Harper’s Bazaar, fui testigo de muchos episodios de esa vida que seguramente no ha sido igual ni lo será más: bellas jóvenes y mujeres de elegancia exquisita, de todas las edades y de todos los países del mundo, acompañadas por hombres importantes. Eran personalidades de los más altos círculos las que pasaban por aquellos lujosos salones diariamente, impulsadas por la curiosidad y por llevarse un recuerdo de lo que era más atractivo en la vida de París. Las famosas “maniquíes” de otra época ya se habían convertido en bellísimas y codiciadas “modelos”, muchas de las cuales eran populares, apreciadas y envidiadas. Las damas “vendedoras” y sus “segundas” eran también personas importantes que atendían a los clientes con finura y esmero. Igual sucedió con los jefes o encargados de la publicidad, que en algunas casas fueron verdaderos personajes, listos para colaborar con el periodismo y principalmente con las grandes revistas. Las nuevas “modelos” que reemplazaron a las mannequins de la Belle Époque se vieron convertidas en elegantes y refinadas beautés fuera de su trabajo. Allí en la sociedad “tierra de nadie” del arte mundano, se las encontraba asistiendo a los grandes restaurantes, teatros, exposiciones y otros centros de la vida nocturna de París. Las seis nuevas “modelos” americanas que llevé de Nueva York, por encargo de Jean Patou, con un despliegue de gran publicidad, fueron responsables del realce que dieron a la profesión en las grandes casas de costura. Ellas aportaron no solo belleza, sino también calidad y distinción. Fue así como muchas bellas jóvenes llegaron de otros países y dieron a las nuevas modelos un carácter muy especial y un encanto incomparable; además de americanas, vimos italianas, rusas, inglesas, escandinavas y algunas sudamericanas y orientales. En las premières de las grandes colecciones de costura, las originales robes se complementaban con la personalidad de la modelo que llevaba los atuendos con esbeltez, gracia y picardía. Con frecuencia su andar, más que su hermosura física, era lo que realmente creaba el éxito de una colección de moda. En general, las grandes casas producen modelos exquisitos y caros. La clientela capaz de pagar, que no siempre estaba compuesta por mujeres jóvenes o perfectas, naturalmente era la que podía adquirir mayor número de modelos sin discutir el costo. Al final, estas damas con frecuencia acababan desengañadas porque los modelos que vieron perfectos entre luces de reflectores, animación y aplausos, no lucían igual sobre ellas. En cambio, muchas realmente atractivas, pero menos favorecidas por la fortuna, con sus escasos recursos solo pudieron ordenar un número limitado de esos diseños que a menudo llevaron con mejor clase que las maravillosas “modelos” que los lucieron en las exhibiciones. Todo esto no es ahora ningún secreto. Es solo el resultado de cierta distinción y refinamiento innatos; meta suprema de la elegancia que se crea o enriquece solamente con el tiempo y la experiencia y que, con frecuencia, puede vencer a la juventud y la belleza. He conocido a muchas mujeres elegantes, no todas bellas, así como a muchas bellas y nada elegantes. También he conocido a muchas que llegaban por primera vez a París y quedaron deslumbradas con la primera impresión; se incorporaron más tarde a ese ambiente y se quedaron para siempre, embriagadas por el maravilloso torbellino que eran Europa, Francia y en especial el París de aquellos años. Por aquella época, la verdadera elegancia femenina era el resultado de un proceso de evolución y, por tanto, de tiempo. Raras veces, la verdadera elegancia se lucía en las mujeres menores de treinta años, ni se consideraba a
la juventud como único atributo para su perfección; más bien se contaba con la experiencia que conduce al refinamiento, suprema expresión de una vida. La mujer internacional que vivía en París, pero que circulaba por Londres, Roma o Nueva York, ya sea por turismo, compromisos sociales o placer, se confundía en los círculos de la sociedad del gran mundo. A comienzos de los años treinta, un cierto número de mujeres jóvenes que vivían en París y que eran conocidas y relacionadas socialmente, pero de escasos medios económicos, fueron vestidas graciosamente por algunas casas de costura como medio publicitario. Todas ellas debían presentarse luciendo los mejores modelos de quienes las auspiciaban en las reuniones sociales, en los restaurantes y cabarets de lujo. De otro lado, solían recorrer los resorts de temporada donde, a pesar de su misteriosa profesión, eran conocidas como las “maniquíes mundanas”. Las modelos habían reemplazado a los maravillosos “manequins” de la Belle Époque. En esta imagen, las seis modelos norteamericanas que Luza llevó de París a Nueva York por encargo de Jean Patou. (Archivo Luza).
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La fotografía en la moda
Derecha “Los nadadores”, icónica fotografía de George Hoyningen-Huene, artífice, con su arte, de la transformación de la visión de la moda.
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Originalmente, las revistas de modas mostraban las ilustraciones de sus modelos ejecutadas únicamente por dibujantes. Las fotografías de artistas conocidos eran limitadas y se publicaban más que todo las dedicadas a las personalidades del mundo artístico o social. Entre los fotógrafos que recuerdo de esa época están Ira Hill, Stiglich, Arnold Genthe y algunos más. También debo mencionar al húngaro Nicolás Murray, que fue buen amigo mío y al Barón de Meyer, que había aparecido en Vogue con unas originales y luminosas fotografías que, aunque no fueron dedicadas únicamente a la moda, aportaron clase y distinción a esa revista. Recuerdo también a otro gran artista de la fotografía, Edward Steichen, que se inició en la revista Vanity Fair, pasando luego a Vogue para ocupar el puesto del Barón, que había partido a París contratado por Harper’s Bazaar. De todos ellos, tuve la suerte de conocer a Arnold Genthe. Hoy día muy pocos recordarán su nombre, pero si alguien se aventurara a hojear algunas revistas de Nueva York de principios de siglo o de los años posteriores a la guerra de Europa, seguramente encontrará su nombre al pie de una interesante fotografía. Acercándose al final de su existencia, también escribió sus memorias, atractivo libro que descubrí un día de paso por San Francisco, en el que cuenta interesantísimas historias de la vida de entonces. En esos años de mis comienzos en Nueva York, yo andaba con una maravillosa joven bailarina de ballet que era su modelo favorita. Ella fue quien me llevó donde él y me lo presentó en su estudio, que quedaba en una de las avenidas del Up Town. Era un hombre alto, de edad avanzada. Nos hicimos grandes amigos y me entretenía mucho contándome anécdotas de su interesante vida. Parece que su arte se inició en San Francisco, donde llegó proveniente de su Alemania natal, no precisamente para ser fotógrafo. Fue testigo del terremoto de 1906 en esa ciudad, y esa fue probablemente la razón por la que decidió partir a Nueva York y dedicarse a la fotografía. De sus primeros años en San Francisco, me contaba que por esa época la ciudad era de vida opulenta y emporio de fama y riqueza. De cómo las damas elegantes se vestían “de París” con los maravillosos modelos de Worth y de Paquin, que con frecuencia tardaban un tiempo interminable en llegar, pues si los viajes por el Atlántico eran lentos, también lo eran los viajes por ferrocarril que atravesaban Norteamérica de este a oeste. Como buen alemán, le apasionaba la música y me contaba de la predilección de la sociedad de San Francisco por las temporadas de ópera y cómo todas estas grandezas terminaron con el terremoto. Pero de todos modos, como por aquel entonces todavía era joven, decidió partir a Nueva York, donde se encontró con una nueva vida, que comenzó con gran entusiasmo, aunque con poco dinero. Muy pocos sabrán lo que he leído sobre Enrico Caruso en sus comienzos, cuando estuvo en San Francisco en una de sus célebres temporadas. Durante el terremoto se encontraba en la ciudad formando parte del elenco operístico de Carmen. Esta ópera, en la que hacía el papel de “Don José”, tuvo tanto éxito que un crítico sugirió que, en lo sucesivo, debería llamarse Don José y no Carmen. Caruso quedó impactado con el terremoto, y aunque no sufrió ni un rasguño, el recuerdo del terror que le produjo fue tan fuerte que nunca más quiso volver a San Francisco. Como recuerdo de Genthe quiero decir que ahora, más de cincuenta años después, aún conservo dos bellas fotografías de mi encantadora amiga la bailarina, su modelo favorita. A finales de los años veinte, la fotografía en la moda había invadido las principales revistas y comenzaron a aparecer modelos profesionales, mujeres casi
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Retrato del enérgico esfuerzo que desplegaba George Hoyningen-Huene mientras se encontraba detrás de la cámara, en esta ocasión dirigiendo minuciosamente a las modelos durante una sesión fotográfica. Lo conocían por su perfeccionismo, que lo llevaba a permanecer durante largas horas trabajando en sus imágenes. (Archivo Luza).
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todas jóvenes, de bellos cuerpos y graciosas líneas que reemplazaron a muchas de las elegantes damas de sociedad, no siempre jóvenes y mucho menos perfectas. Por los años veintiséis o veintisiete, la verdadera transformación de la fotografía de la moda se debió a George Hoyningen-Huene. Él comenzó un nuevo estilo que muchos quisieron seguir, pero que nunca pudieron. Por eso, para mí, el Barón de Meyer en Harper’s Bazaar de París y Huene en Vogue han sido los dos grandes fotógrafos de la moda. El Barón era original y nunca lo pudo imitar nadie; Huene, que primero quiso ser dibujante, fue el artífice de la fotografía sensacional del futuro. Aparte de estos dos grandes artistas del lente, por los años treinta, vino la novedad y la gran originalidad en la costura derivada de nuevos elementos que hay que considerar importantes en la fotografía, como la influencia de las grandes figuras del grupo Dadá y del surrealismo. Tampoco hay que olvidar al húngaro Martin Munkácsi, que dio origen a la fotografía en movimiento en Nueva York; ni a Jean Moral, a quien llevé a Harper’s Bazaar en París, y a quien corresponden las primeras fotografías de moda realizadas en exteriores y casi siempre en movimiento. En Londres, Cecil Beaton se inició también con originales fotografías de sello muy personal y de una sobria elegancia. La invasión de la fotografía en las grandes revistas de moda fue la verdadera razón de la muerte de muchos de los más eminentes dibujantes que florecieron a comienzos de los años veinte. Los famosos de la Gazette du Bon Ton casi desaparecieron. Es cierto que solo Fémina en París no los olvidó del todo y más tarde, Harper’s Bazaar lanzó nuevos dibujantes. Muchos de ellos valían más por sus firmas que por sus propios dibujos, a excepción de Jean Cocteau y de Marcel Vertès. El genio del primero imprimía en sus dibujos una línea inteligente, espontánea y elegante; y en cuanto al segundo, fue un ilustrador, el más expresivo y original de todos los tiempos. Sin embargo, la fotografía continuó dominando y muchos de los dibujantes, sin trabajo de la noche a la mañana, se hicieron fotógrafos. La mayor parte fracasó al poco tiempo. Pero en esos años veinte y treinta se produjeron interesantes y bellas fotografías en las que había simplicidad y belleza. Las interesantes modelos de la gran costura de esa época se mostraban en todo su esplendor, dejando una verdadera sensación de elegancia y refinamiento. El fotógrafo era un auténtico artista que, con los pocos recursos que disponía entonces, nos deleitaba con su simplicidad y buen gusto. Otro fotógrafo a quien quiero recordar, aunque en realidad pertenece a la época de la posguerra, y quizá después de tantos años no se acuerde de mí, es Richard Avedon, cuya fama perdura hasta hoy. Lo recuerdo porque comenzó sus ensayos en un estudio situado al lado del mío, durante los años cuarenta, en la calle 58 del West Side, y porque además, en mis inicios como dibujante trabajé mucho con su padre, que tenía en la Quinta Avenida un establecimiento comercial. Avedon es el gran fotógrafo de hoy y lo será probablemente por muchos años más, porque me imagino que aún es joven e inteligente. No pertenece a los años veinte de los que hablo aquí, pero lo evoco ahora por la oportunidad que tuve de conocerlo antes de que alcanzara su gran fama.
Colecciones y problemas
A mediados de los años veinte, las grandes colecciones de la costura en la moda parisina comenzaron a hacer sus primeras presentaciones nocturnas en sesiones que inauguró Jean Patou para presentar a las seis modelos que le traje de Nueva York. Estas reuniones eran especialmente para la prensa y se hacían dos veces al año: la de verano, en febrero y la de invierno, en agosto. Eran famosas porque, además de los principales representantes de las grandes revistas, asistía igualmente invitada mucha gente de la sociedad, de la crítica y del arte. Los sitios preferidos eran para los de Vogue y Harper’s Bazaar, que se sentaban generalmente frente a frente; seguían el grupo de Fémina y los de otras revistas francesas importantes. Se concurría con vestido formal de noche y la presentación de los modelos se realizaba en dos partes, con un intermedio durante el cual circulaban champagne y refrescos entre los invitados. El desfile terminaba siempre con el magnífico modelo de un vestido de novia. Casas como Chanel, Vionnet y Molyneux, entre las más importantes, nunca presentaban sus nuevas colecciones por la noche; por lo común estas se realizaban por la mañana, cuando reunían a una impresionante concurrencia. Recuerdo especialmente las sensacionales reuniones de Vionnet, con público selecto, en su famoso local de la avenida Montaigne donde su director gerente, el señor Trouvet, ejercía un estricto control en la entrada. Con el tiempo, ya en los años treinta, la presentación de las colecciones aumentó a cuatro por año; es decir, además de las de invierno y verano, había otras dos, aunque menos importantes, para primavera y otoño. Terminada la presentación, los invitados se apresuraban a felicitar a los organizadores y los editores de las revistas se adelantaban a reservar cuanto antes los modelos más sensacionales para su publicación, que eran previamente fotografiados o dibujados. Hasta el año treinta, este proceso era relativamente sencillo, porque las oficinas editoriales de las principales revistas de Nueva York y París tenían completa libertad para escoger cualquier modelo sin control previo de las oficinas centrales. Pero más adelante, cuando comenzaron los “créditos”, que era un nuevo sistema en el que solo se podían anotar para su publicación los modelos escogidos y adquiridos por los compradores norteamericanos para sus casas en Nueva York, la vida se nos complicó bastante, porque cada modelo debía ser acreditado por la casa compradora llevando también su nombre. Fue una idea comercial importante, pero complicada, que ha seguido ampliándose con el tiempo. La selección de los mejores modelos en el momento de las presentaciones ante la prensa provocaba a veces serios conflictos entre Vogue y Harper’s Bazaar, quienes ya en plan de abierta rivalidad, luchaban a menudo por el derecho de la publicación de un mismo modelo seleccionado por ambos. En las oficinas editoriales de París, los escogidos finalmente para su publicación, eran distribuidos en forma equitativa entre los dibujantes y fotógrafos. Para los primeros no surgían grandes problemas, se nos daban facilidades para cumplir nuestra misión, que se realizaba en pocos minutos y en horas fuera de la oficina. Pero en el caso de los fotógrafos, era más complicado porque se creaban terribles conflictos al enviar los vestidos a los estudios a fin de preparar a las jóvenes elegidas de antemano como modelos, quienes debían estar arregladas a la perfección. Este trabajo se realizaba frecuentemente de noche, momento en el que se disponía de más tiempo, ya que durante el día el trabajo debía realizarse muy rápido, pues los vestidos tenían que ser devueltos casi de inmediato para pasar a las colecciones que se mostraban dos veces al día. La operación fotográfica era delicada y además de gran responsabilidad para los fotógrafos y editores. Cualquier falla en la fotografía de un importante
Fotografía de uno de los primeros desfiles privados organizados por la casa de modas de Jean Patou, en el París de 1933. Solían llevarse a cabo dos veces al año (en verano e invierno) y estaban dedicados especialmente a la prensa.
“En los treinta, la presentación de las colecciones aumentó a cuatro por año. Terminada la presentación, los invitados se apresuraban a felicitar a los organizadores, y los editores de las revistas se adelantaban para reservar cuanto antes los modelos más sensacionales para su publicación, que eran previamente fotografiados o dibujados”.
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modelo podía significar un desastre editorial. Por eso, se tomaban un sinnúmero de placas del mismo modelo, para tener la certeza de conseguir por lo menos un buen negativo. Hay que considerar también que, en esa época, no se trabajaba con la seguridad ni con los progresos de hoy, lo que nos permite admirar mucho más a los pioneros de la fotografía de la moda, que comenzó con páginas de gran belleza en los años veinte. En Harper’s Bazaar, revista de publicación mensual, nuestro trabajo se realizaba con más tranquilidad que en Vogue, que publicaba dos ediciones mensuales en Nueva York, más los números de París, Londres y Berlín, aunque esta última fue por una época corta. De modo que en nuestras oficinas de Harper’s Bazaar en París, nosotros podíamos permitirnos el relativo descanso de unos pocos días cada mes. En los años treinta, yo pasaba parte de ese tiempo en Londres, donde ya se había comenzado a editar un British Bazaar, en el que también colaboraba.
La revolución de los veinte años
La diseñadora francesa Gabrielle “Coco” Chanel, quien revolucionó la industria de la moda con su intrépida personalidad y osados diseños, posa frente a su casa de La Rue du Faubourg SaintHonoré, en París. Derecha De acuerdo con Luza, y la historia demostró que estaba en lo correcto, Coco Chanel fue una de las diseñadoras que revolucionó la moda en los años veinte. Aquí se luce uno de sus diseños desde el trazo de Luza, quien realizó esta ilustración para la revista Harper’s Bazaar. (Archivo Luza).
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La profunda transformación de la moda y la elegancia en la costura, que dio esplendor a esos famosos veinte años, comenzó un poco antes de ese periodo al que me referiré aquí. Sin dejar de reconocer el valor de los muchos nombres de las casas de la gran costura, creo conveniente mencionar especialmente a seis, cuya fama debe identificarse como la de los grandes “revolucionarios”. Ellos son mademoiselle Chanel, Jean Patou y madame Vionnet, en los años veinte; Elsa Schiaparelli, Alix y Balenciaga, en los años treinta. Al terminar la Primera Guerra Mundial hubo mucha confusión y cambios que afectaron también la costura. El deslumbrante lujo de la Belle Époque y de los clásicos de la moda ya no se adaptaban a las variantes que nos traía la nueva era. Los complicados modelos de los maestros y las extravagancias, principalmente de Poiret, estaban fuera de época. Es cierto que a Poiret le corresponderá siempre un lugar de prestigio, porque además de ser el exponente “revolucionario” del gran lujo de entonces, había liberado a la mujer elegante del corsé, ese aprisionamiento increíble que torturaba su cuerpo. Pero cometió el error, al fin de su carrera, de no querer adaptarse al medio y al ambiente que se veía venir después del año dieciocho, sino que luchó y hasta peleó inconcebiblemente para imponerse. Él mismo fue el responsable de su decadencia, caída y hasta de su prematura y triste muerte. Lo mismo ocurrió con su famosa boutique Martine, creada con la colaboración de Duffy y de Paul Iribe, pero inspirada en una idea y un material ya en cierta decadencia y no de muy buen gusto. Es curioso notar que entre los clásicos de la costura de la Belle Époque, Poiret fue el primero en desaparecer, porque la mayoría de los otros, con más inteligencia y sentido de adaptación, continuaron con vida algunos años más. Fue entonces, a principios de los años veinte, cuando comenzó a brillar el nombre de Chanel. A ella le corresponde la revolución de la moda en esos tiempos, porque creó para la mujer un modelo de simplicidad, comodidad y hasta de elegancia que era lo que buscaba la parisina. Lo que se llamó la petite robe, que ideó y supo adornar con detalles de gran gusto, se amoldaba de maravilla, por ejemplo, a la moda del cabello corto, a lo garçon, entonces de moda. También es importante señalar la gran transformación que inició Patou al entallar la cintura, porque no creo que se haya vuelto a ver algo así en la costura y en sus múltiples cambios. Hubo faldas largas, faldas cortas, hombros anchos,
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Así se veía la moda en 1923. Un vestido y una capa corta diseñados por Madeleine Vionnet, atuendo que se complementa con una cartera redonda y zapatos de tacón alto.
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hombros finos, amplitud o estrechez en las faldas, draperies y otros tantos caprichos, pero la cintura siempre ha quedado en su sitio. Más tarde, esta fue la base de la nueva línea del “New Look” del único “egregio” modelo que yo admiré en los años cuarenta y que pertenece al gran Christian Dior. Las colecciones de Jean Patou fueron siempre novedosas. Su firma fue popular y su nombre será siempre importante más allá de París. La otra creadora, que yo llamaría la gran dama de la costura, alcanzó su mayor auge a finales de los años veinte: ella es madame Vionnet. Su nombre brilló aún en los años treinta, y hay que recordarla muy especialmente como una gran creadora: las líneas clásicas de sus modelos estaban inspiradas en el arte de la Grecia eterna. Proporcionó gran elegancia a la verdadera parisina y fue la favorita de las grandes damas de la alta sociedad de París y, en general, de la “élite”, una de las más elegantes del mundo. Su local suntuoso en la avenida Montaigne era uno de los centros más escogidos y asediados por todas las elegantes y sobre todo por los compradores norteamericanos, gracias a la calidad de sus colecciones y también por lo difícil que era acceder a ellas. En los círculos de la moda, Madame Vionnet era la figura más enigmática de París porque detestaba la publicidad y la vida social. En su negocio delegaba todos sus poderes a su director gerente, el señor Trouvet, en quien tenía gran confianza y que era la única persona con quien los demás podían entenderse. Él fue el gran luchador contra la “copia” en París, y aunque era un hombre atento y correcto, no gozaba de mucha simpatía por la selección que hacía de los compradores y dibujantes. Era, pues, difícil atravesar las puertas de la casa Vionnet sin un salvoconducto del riguroso señor Trouvet. Respecto a esto, yo gocé de muy buena suerte, porque tuvo conmigo y con nuestra editora, la señorita Marjorie Howard, una deferencia especial y siempre nos dio las mayores facilidades de colaboración. Todos se admiraban de mi paso libre por la Casa Vionnet. Tal vez esto contribuyó a que una mañana el señor Trouvet me telefoneara por encargo de madame Vionnet para decirme que ella había admirado mucho uno de mis dibujos aparecidos en Harper’s Bazaar, uno de los modelos favoritos de su última colección y que quería conocerme. El afortunado dibujo era un traje de noche de líneas geométricas, muy estilizado y sencillo, que yo había interpretado bastante bien en mi estilo de dibujo de aquel momento, cuya reproducción conservo aún. Yo me sentí, como es natural, muy honrado y fue entonces cuando tuve la oportunidad de conocer personalmente a la madame, quien me recibió al día siguiente en su taller. Madame Vionnet era una persona muy tranquila, de mediana edad y mirada bondadosa que despertaba gran simpatía. Sus cabellos en desorden eran bastante grises y su actitud de extrema simplicidad. Vestía modestamente. Solo tenía una ayudante a su lado, pero, en cambio, estaba rodeada de un laberinto de telas y de brocados. No se veían dibujos, sino una gran muñeca. Me parece que ella era de las creadoras que trabajaban directamente sobre los “modelos” en sus momentos de inspiración. Me hizo muchas preguntas. Se interesó por la técnica de mis dibujos y me felicitó por la forma como interpretaba sus modelos en Harper’s Bazaar. Cuando supo que era de Perú, se mostró muy interesada y yo quedé más que sorprendido por el conocimiento que ella poseía sobre los tejidos ancestrales de los incas. La visita fue corta, pero representó una nota feliz en mi carrera. Pasaron los años veinte. Los años treinta traían problemas, sobre todo en Estados Unidos. Sin embargo, comenzó una década de especiales y memorables recuerdos en el mundo de la costura en París. Un buen día, a finales del año veintiséis, la señorita Howard, nuestra editora, me pidió como algo muy especial, dibujar un sweater, creación de una dama italiana que venía de Roma con la intención de iniciarse en la costura en París. Fue así como conocí a madame Elsa Schiaparelli, a quien fui a ver en un pequeño hotel de la calle de Ponthieu.
La encontré acompañada de su inseparable amiga, Gabriela de Robilant, encantadora dama, también italiana, de la sociedad internacional. El dibujo del sweater creo que fue el primero que, como una primicia, apareció en Harper’s Bazaar con el sonoro nombre de Schiaparelli. Pero fue mucho más tarde que la volví a ver, ya instalada en su primer establecimiento de la rue de la Paix, donde comenzó a mostrar sus novísimas colecciones y originales creaciones que le dieron un sitio muy especial en la costura de París. Su éxito fue tan grande que los salones de la rue de la Paix quedaron pequeños y logró pronto trasladarse a los suntuosos salones de la plaza Vendôme, antiguo local de la Casa Chéruit que acababa de desaparecer. Allí instaló, en el primer piso, su famosa boutique, palabra que se había olvidado desde la época de la boutique Martine de la Casa Poiret. Al trasladar sus salones al local de la bella plaza Vendôme, creo que realizó una transformación de sus ideas y estilo. Dejó los hombros anchos, sus colores se volvieron más sobrios y sus creaciones, aunque siempre novedosas, siguieron siendo parisienses y de más refinado gusto. En suma, fueron estos años los que pueden llamarse “la era Schiaparelli”. Por ese mismo periodo de los treinta, aparecía como una gran novedad en la costura de París el nombre de una creadora llamada Alix, que causó sensación con sus novísimos y bellos modelos a base de drappes o plisados. Estos dieron una nueva inspiración a la costura y a la moda, y eran los modelos preferidos por fotógrafos y dibujantes. Había llegado ya la locura de la exageración en las preferencias, con lo cual se favorecía solo a muy pocos costureros. Una gran editora podía dedicar su revista casi íntegra al éxito del momento. Así, llegó Schiaparelli, y todo fue para Schiaparelli; llegó Alix, y todo fue para Alix. Pasó igual cuando apareció Balenciaga: todo fue para Balenciaga. Este sistema creó con frecuencia resentimientos por parte de algunos leales amigos en la costura, a quienes se les olvidaba cuando más necesitados estaban, porque se acercaban los años de la crisis. Al final de los años treinta, apareció en París el nombre de Balenciaga. Vino de España y abrió su casa recién en el año treinta y siete, algo tardíamente. Pero tuvo dos años de éxito sin igual y se le puede considerar como el último “revolucionario” de los años treinta. Balenciaga, como Molyneux, nunca aparecía en público. Las presentaciones de sus colecciones, a las que asistí pocas veces, se realizaban en un ambiente de misterio monástico español: todo era severo, todo era silencio. Muy bellas y sobre todo exóticas las modelos. La sobria elegancia de sus creaciones nos hacía pensar, más que en París, en el Museo del Prado o en las figuras de Zurbarán o de Goya. Cristóbal Balenciaga fue a finales de los treinta el genio de la costura. A este grupo de seis, que he calificado de “revolucionarios”, y que pertenecen a la época de los años veinte, debo agregar otros nombres, entre ellos Lucien Lelong, Main Bocher, Molyneux, Louise Boulanger, Augusta Bernard, Robert Piguet, Maggy Rouff, Marcel Rochas y muchos otros que florecieron en esa época como colaboradores de las revistas de moda. Tampoco hay que olvidar a las “modistas” o creadoras de sombreros, como madame Agnes, Suzy, Rose Descat, Suzanne Talbot, ni a los grandes de las pieles como Revillon y Fourrures Max. Guardo un recuerdo especial de la modista Suzanne Talbot, porque allí, en la calle Royale, fue donde inicié mi colaboración como dibujante de modas para Harper’s Bazaar. A los hermanos Worth y a madame Lanvin también debo mencionarlos porque, aunque ellos pertenecieron a los clásicos de la costura, sus casas fueron famosas y perduraron hasta finales de los años treinta. Especialmente los hermanos Worth, distinguidos personajes, caballerosos y sin esnobismos, que hicieron célebre su apellido en el mundo de la costura. A Lucien Lelong, el gran señor de la costura, le corresponde un párrafo especial porque fue un personaje al que conocí bien y que se mostró siempre como un gran colaborador y amigo. En su magnífico local de la avenida Matignon, las puertas de su oficina privada siempre estuvieron abiertas para mí. Allí entraba yo con frecuencia sin previo anuncio. Mi intimidad con él empezó
“Cuando supo que era de Perú, se mostró muy interesada y yo quedé más que sorprendido por el conocimiento que ella poseía sobre los tejidos ancestrales de los incas. La visita fue corta, pero representó una nota feliz en mi carrera”. (En referencia a Madame Vionnet).
La diseñadora francesa Madeleine Vionnet en su atelier, concentrada en la revisión de sus diseños, caracterizados por líneas clásicas que evocaban el arte de la Grecia eterna. Su nombre alcanzó lo más alto a finales de los años veinte y se mantuvo en esa posición durante los treinta. (Archivo Luza).
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Aviso para Lucien Lelong realizado por Luza, donde se muestran tanto el perfume como la ropa del diseñador francés. Publicado en Harper´s Bazaar en 1930. (Hprints).
al encontrarnos en Biarritz, en la primavera del año veintiséis. En ese momento, proyectaba un viaje de placer con su esposa a la Feria de Sevilla, y me propuso que los acompañase, porque no hablaban español. Acepté la invitación gustoso. El plan era recorrer España en su automóvil y me entusiasmó mucho volver por esas tierras que no había visto desde hacía algún tiempo. Lucien Lelong fue un gran personaje de la costura, cuya prosperidad y fama no decayeron en los famosos “veinte años”, debido a sus magníficas colecciones y a sus bellísimas modelos. La casa Lelong gozaba de una permanente y fiel clientela que representaba el gusto típicamente francés. Mi último encuentro con él se produjo una noche en los años cuarenta, en la avenida Madison de Nueva York. Fue un placer verlo después de todo lo pasado en los años de la guerra, durante la cual mantuvo una actuación memorable defendiendo la costura francesa, pues era en ese momento presidente de la Cámara Sindical de la Costura. Al poco tiempo sentí un gran pesar al conocer la noticia de su muerte, que ocurrió de forma prematura. Entre sus grandes méritos está el haber sido el descubridor de varios talentos, como es el caso de Christian Dior, hecho que el mismo Dior ha reconocido con gallardía en sus memorias. Lo mismo ocurrió con Pierre Balmain, hoy famoso, y con algunos otros más de prestigio a quienes brindó sus talleres para iniciarlos en los secretos del arte de la costura. Al pasar por el 16 de la avenida Matignon en mi último viaje a París, me he acordado de él porque en sus salones, que yo crucé a menudo, se vivieron momentos inolvidables de una época feliz.
Los dibujantes y las revistas de moda
“Es cierto que el color y la técnica han llegado a la perfección en la presentación fotográfica de las páginas de hoy, pero creo que el interés y la belleza de una gran revista reside en una combinación armoniosa de artísticas fotografías, refinados dibujos, e incluso de otra variedad de elementos, como el maravilloso humorismo de Marcel Vertès”.
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Así como los dibujantes, artistas de la moda de los años veinte, todos ellos jóvenes talentosos y refinados, pero sencillos y modestos en su vida privada, y que no buscaban la figuración social ni el lucro ni el esnobismo, aparecieron en los años treinta otros muchos artistas, principalmente fotógrafos, pero la mayoría con la pretensión de aparecer en el gran mundo o pertenecer a las pequeñas argollas de la sociedad. Entonces ya había desaparecido la Gazette du Bon Ton, y con ella casi todos los colaboradores que dieron calidad a las revistas norteamericanas en los años veinte. En las firmas de algunas revistas francesas se encontraban, solo de vez en cuando, a los aún fieles a la tradición de las eras brillantes de la costura. Pero la fotografía, que en esos momentos se desarrollaba en todo su esplendor, desplazó a los artistas dibujantes de otros tiempos y, con el pasar de los años, había llegado a dominar a casi todas las revistas. Hubo un momento en el que casi todas las más importantes revistas daban la impresión de ser bellos catálogos. Y hay que reconocer que Vogue continuó fielmente usando, manteniendo y presentando en sus mejores páginas los dibujos de Eric y Willaumetz. En los últimos años, las grandes revistas han vuelto a emplear a algunos artistas dibujantes, aunque sin darles mayor importancia, pues la mayoría son de nombre desconocido, sin la calidad, la personalidad o el estilo de los famosos de otras épocas. Es cierto que el color y la técnica han llegado a la perfección en la presentación fotográfica de las páginas de hoy, pero creo que el interés y la belleza de una gran revista reside en una combinación armoniosa de artísticas fotografías, refinados dibujos o incluso de otra variedad de elementos, como
el maravilloso humorismo de Marcel Vertès. Todo esto se extraña hoy en las revistas de moda. Vogue es la única que conserva su gran calidad, aunque por otro lado, como sucede con todas las demás, se nota su mayor interés por la parte comercial. Sus páginas, casi todas de fotografías, ya no nos muestran ese reposo y esa tranquilidad con la elegancia y el refinamiento de antes; son maravillosas, pero casi siempre aparecen bellas jovencitas en plan de movimiento continuo, con modelos de vestidos a veces extravagantes que, más que buena moda, parecen originales disfraces. Además, hay una tendencia exagerada al erotismo y el desnudismo. Comprendo que es la influencia de la vida de hoy, pero temo por el futuro que nos espera en la moda. Son muchas las extravagancias y rarezas. La elegancia ya no existe. Se ha producido siempre un gran error al confundir a los grandes dibujantes de la moda con diseñadores, creadores u otros que vendían sus ideas recorriendo las diferentes casas en el mercado libre. No olvidemos que muchos de los famosos de la costura no eran realmente creadores, sino más bien nombres heredados inspirados en los clásicos del pasado. Los famosos dibujantes de la moda, como por ejemplo los de la Gazette du Bon Ton, en los años veinte o en épocas posteriores, como en el caso de Eric Cocteau o Vertès, no fueron creadores o diseñadores, sino más bien intérpretes de la moda de una manera idealista o realista, como en el caso de Eric. Seguramente, tanto en el caso de los unos como de los otros, pudieron diseñar modelos y ser
Abajo, izquierda “Die Dame”, nombre de la edición alemana de “La Donna”, esta última, famoso boletín comercial italiano de modas. (Archivo Luza). Abajo, derecha La diseñadora francesa Maggy Rouff, caracterizada por la simplicidad y la armonía de sus diseños, en la tinta del ilustrador Carl Erickson, a quien en el mundo de la moda conocían como Eric. (Archivo Luza).
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creadores de buen gusto, pero se dedicaron más bien a interpretar la obra de los grandes costureros para las grandes revistas, por las cuales eran generalmente contratados por sumas fabulosas. Tampoco olvidemos que muchos de los grandes creadores, como en el caso de Vionnet, construían sus creaciones sobre el modelo mismo de una manera espontánea, a base de inspiración y sin dejarse llevar por las líneas de un dibujo. En el caso de los modistos o creadores de sombreros, es comprensible que haya una preocupación por el peinado, como en el caso del pelo corto a lo garçon que fue lo que me dio la idea para el sombrero cloche, es decir, “campana”, que marcó una época muy definida e interesante dentro de la moda de los años veinte. Las famosas revistas de modas que brillaban en París, además de Vogue y Harper’s Bazaar, eran Fémina la clásica francesa y muy tradicional; Le Jardin des Modes y el boletín oficial de la costura que era solo una revista comercial. La Donna era la revista de modas más importante en Italia y Die Dame en Berlín. También aparecieron otras, pero fueron de corta vida. En Norteamérica, además de las principales Vogue y Harper’s Bazaar, hubo muchas más revistas, pero dirigidas sobre todo a la clase media. Las revistas de arte como The Studio y el Arte Gráfico, publicadas en Londres, también se interesaron por la moda, así como el Gegraush Grafic, en Berlín, en las que se escribieron constantes e importantes artículos dedicados al arte de la costura y de la moda en los años treinta. Casi todas las revistas conservaron siempre su carácter y personalidad, aunque Vogue y Harper’s Bazaar, por la rivalidad y el intercambio de artistas y fotógrafos a finales de los años treinta, llegaron a crear cierta analogía entre ellas que nunca antes había existido. Los cambios radicales en Harper’s Bazaar a partir del año treinta y tres, y la voluntad de su nueva editora de convertirla en una revista completamente de modas, fueron la base de la seria rivalidad acrecentada aún más después de los años treinta. Los escritores originales de Harper’s Bazaar en Nueva York, además de Henry Sell, fueron Charles Hanson Towne y Arthur Samuels. Este último era un hombre competente, conocido y admirado en los círculos literarios. Sin embargo, todos ellos estaban muy lejos de ser expertos en costura. Así, la sección femenina de moda de Harper’s Bazaar que venía desde París era lo único importante para darle la calidad y el carácter que la diferenciaban de Vogue. A pesar de la invasión de la fotografía, todavía existían dibujantes ilustradores de la moda, pero sus trabajos solo se encuentran en algunos avisos comerciales de las revistas, y sobre todo en los diarios. Pero todos son copias fieles de los modelos, sin la imaginación y la importancia artística de otros años. Arriba Junto con Vogue y Harper’s Bazaar, Le Jardin des modes, guía práctica para la mujer elegante, también fue parte de las más importantes de la época, y sus páginas capturaban el espíritu de los nuevos diseños y más recientes estilos. (Archivo Luza). Abajo Carátula del ejemplar número 9 de “La Gazzete du Bon Ton”, publicada en Francia desde 1912 hasta 1925. La revista, aunque pequeña, tuvo amplia influencia en la moda, pues reflejaba los últimos avances, el estilo de vida y la belleza durante un periodo de cambios revolucionarios en el arte y la sociedad. (Archivo Luza).
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Los costureros y la “copia”
Sobre los costureros de París se podría decir que eran de dos tipos: aquellos a los que se veía con frecuencia y con los que se podía hablar libremente; y otros más bien misteriosos, que no se dejaban ver por nadie. Jean Patou, Lucien Lelong, los hermanos Worth, Schiaparelli y muchos más, eran personas sencillas y agradables con quienes se podía tratar, conversar o discutir en sus momentos de descanso, cuando presentaban sus colecciones. A madame Vionnet solo se la veía al final de sus presentaciones, y después, casi nunca; pero esto era debido a su sencillez y timidez. Molyneux y Balenciaga no se dejaban ver por nadie, principalmente este último, quien lo hacía para darse más importancia.
Eran conocidas en París las enormes dificultades para los dibujantes de las revistas que debían presenciar las colecciones de las casas de costura en las inauguraciones. Algunas casas eran impenetrables y la razón era la “copia”, aunque la verdadera copia se originaba dentro de los talleres y provenía de estos, debido a las obreras de las mismas casas que manipulaban los patrones. Aunque si algunos dibujantes deshonestos podían copiar algo, solo era algún detalle de la inspiración de los modelos más importantes. Sin embargo, los dibujantes de las grandes revistas, como Vogue y Harper’s Bazaar, nunca tuvimos problemas. Yo podía enorgullecerme de tener entrada libre a todos lados. La “copia” fue una institución que nunca pudo desterrarse del ambiente de la costura parisina. En ciertos momentos pareció apagarse, pero nunca se pudo dominar verdaderamente. La sustracción de los patrones de los modelos de más éxito en las colecciones –facilitada como comenté por las obreras– permitió la copia a expertos. Su circulación en el mercado negro, poco después de las presentaciones más importantes, era inminente. El otro sistema, pero menos importante, era el que empleaban algunos dibujantes de segunda clase, con buen ojo y memoria visual, capaces de retener con facilidad las principales líneas y los más importantes detalles de las creaciones más selectas. No hay duda de que la carestía y el aumento continuo de los precios de la costura influyeron mucho en el éxito de los “copistas”, quienes vendían sus modelos a precios sumamente cómodos. Pero llegó un momento en que se presentó lo más serio de este deplorable comercio y fue cuando la gente de condición acomodada se prestaba a favorecerlo, aunque los conocedores y expertos de la moda detectaban el toque exquisito de las grandes casas. Un buen ojo podía distinguir la copia de un modelo original con facilidad. Así he visto a muchas de esas falsas elegantes quedar en el más grande ridículo por lucirse con “copias” en los ambientes más selectos.
El esnobismo de los años treinta
Me imagino que el esnobismo ha existido siempre en todas las épocas en relación con la vida elegante y dentro de los círculos de la sociedad en las grandes ciudades. Sin embargo, en el París de los años treinta, con la aparición de algunos “genios” que colaboraron en la costura y muchos jóvenes con puestos improvisados, el esnobismo dominó intensamente el ambiente y se formaron las argollas de los “imponderables”, que favorecían a unos pocos y contribuyeron, tal vez sin querer, con la desaparición de muchos nombres y casas de mayor fama. Además, entre los famosos de la costura se fomentó la era de las rivalidades y se crearon ciertas envidias de los privilegiados de los sociales y de los no sociales. En los meses anteriores al estallido de la Segunda Guerra Mundial, con la costura ya en plena crisis, conocidos costureros solicitaban como favor especial que, aunque sea uno de sus modelos, fuera publicado en las revistas, lo que siempre se prometía pero rara vez se cumplía. Esa fue una pequeña tragedia que dio el verdadero golpe de gracia y terminó para siempre con muchos de los nombres que habían sido los “grandes” de la costura. Como una nota triste al respecto, viene a mi memoria, que residiendo ya en Nueva York, a principios de los cuarenta, recibí una extensa carta de un magnate de la época de la gran costura en París, ofreciéndose para ocupar un puesto cualquiera dentro de la costura en esa ciudad porque se encontraba completamente olvidado, empobrecido y con serios problemas económicos.
“En el París de los años treinta, con la aparición de algunos “genios” que colaboraron en la costura, y de muchos jóvenes con puestos improvisados, el esnobismo dominó intensamente el ambiente y se formaron las argollas de los “imponderables”, que favorecían a unos pocos y contribuyeron, tal vez sin querer, con la desaparición de muchos nombres y casas de mayor fama”.
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Al regresar de mi última estancia en París para presenciar las últimas colecciones como acompañante de nuestra editora, volví a Nueva York en un triste viaje en el barco italiano Rex, que partió de Génova. Tuve como compañera a una famosa editora, a quien atendí y ayudé hasta nuestra llegada a Nueva York. Ella pertenecía justamente a ese grupo dentro del esnobismo de la moda. Durante el viaje, en esos tristes momentos, pasó el tiempo no solamente hablando de ella, de su importancia dentro de la costura de París y de sus relaciones sociales, sino también de otras muchas cosas, porque se sentía como dueña de un “job” de la vida, lo que no le duró mucho en el rango que adoraba y en el que se sintió dominante y orgullosa.
Reynaldo Luza, quien aparece hacia el fondo de la imagen, comparte una animada mesa junto a un grupo de amigos parisinos, entre los que había varios artistas y diseñadores. Luza no se consideraba parte del esnobismo de la época, pero muchos de sus amigos integraban ese círculo de “privilegiados”. (Archivo Luza).
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Gabrielle Chanel
Ha llegado el momento de comentar aquí los comienzos de mademoiselle Chanel, de su nombre, que perdura y brilla aún en París, y de su fama mundial en la costura. No interesa en realidad su comienzo como una pequeña modista o “sombrerera” en las playas de Deauville. Lo interesante es su carrera como costurera cuando se la presenta como una “revolucionaria”, que al terminar la guerra mostró lo que ella había concebido, produciendo una sensacional novedad porque el mundo no solo había cambiado, sino también la moda femenina. Chanel pensó que no debería inspirarse solo en los ricos y potentados, sino en la mujer moderna que quería caminar libremente. Las extravagancias y esa horrible falda-pantalón tenían que desaparecer para siempre. En la nueva moda tenía que haber juventud, simplicidad, una nueva y ágil elegancia, y hasta economía para los gastados bolsillos que había dejado el desastre de la guerra. Entre tanto, en París se presentaba una batalla divertida: muchos de los famosos de la costura no estaban de acuerdo con Chanel, y como mayor contendor tuvo al relegado Poiret, quien consideraba como “elegancia” la que él había desarrollado antes de la guerra. Para Poiret, los nuevos modelos de Chanel eran pobres e insignificantes y no tenían nada de “chic”. Parecían más bien modelos para pequeñas telegrafistas anémicas de la clase media. Pero al final, Chanel venció. Su idea fue adoptada por casi todos como una innovación en la moda. Con su espíritu, constancia e inteligencia logró ganar esta batalla, que no sería la única, pues más tarde en los años veinte y treinta, se repitieron de una u otra forma. Ella misma, después de su primera época de simplicidad, se vio obligada a evolucionar y a cambiar esos modelos suyos que se transformaron en otros de gran lujo y estilo, porque la prosperidad y riqueza de esos años así lo requerían, demostrando de esta forma que en la vida hay que renovarse para poder subsistir. Pocos sabrán que el verdadero comienzo de la carrera de Chanel en la costura comenzó en Biarritz, cuando allí abrió su primera pequeña casa, al comenzar la primera guerra europea, gracias a la clientela española que era numerosa en aquella época. Allí fue que se lanzaron sus primeros modelos con los tejidos de jersey, por consejo del reputado fabricante de novedosas telas monsieur Rollier. Con esta oportunidad comenzó su verdadero éxito, creó su fama y ganó su primer dinero. Terminada la guerra, Chanel se estableció en París, donde luchó hasta el final contra Poiret y su moda de plumas, abalorios y colorines, y se puso a trabajar intensamente en un nuevo establecimiento en la calle Cambon. A diferencia de la mayor parte de los costureros que tuvieron sus altas y sus bajas, todos sus años en la costura fueron de un éxito sin igual tanto en los veinte, como en los treinta o cuando volvió a abrir su negocio en los cincuenta. Todo fue prosperidad hasta su muerte. El trabajo era la base de la vida de Chanel. Persistente e intensa, giraba alrededor de su establecimiento y sus talleres de la calle Cambon. Después de haber vivido en varias y lujosas residencias particulares, terminó en el Hotel Ritz, y con un magnífico departamento al lado de la misma vía Cambon. Diariamente, entre las ocho y las nueve de la mañana, atravesaba esa calle para volver alrededor de las siete de la noche. Durante esas largas horas, además de trabajar en la creación de sus modelos, se daba tiempo para atender a muchas de sus relaciones comerciales. Ya en su departamento del Ritz, descansaba o se dedicaba a sus amigos íntimos. Sus vacaciones, que eran cortas, las pasaba en una residencia que poseía en el sur de Francia, cerca de Montecarlo, o en excursiones en yate por el Mediterráneo. Nunca se decidió por el matrimonio. Su gran admirador, el duque de Westminster, no la pudo convencer; tampoco dos o tres
Coco Chanel supo imprimir toda su audaz personalidad e innovador espíritu en el desarrollo de sus diseños, que renovaron el modo de vestir de la mujer parisina. La fotografía corresponde a 1936.
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Ilustración de un vestido de seda que Coco Chanel diseñó en 1927, calificado como “muy interesante” por los periodistas norteamericanos de aquella época. (Archivo Luza).
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pretendientes millonarios que la persiguieron. Ella decía que su vida era de trabajo y que casándose con hombres ricos no hubiera sido feliz, porque no la hubieran dejado trabajar. Además, no le interesaban los nombres famosos porque el nombre Chanel sería más famoso que los de todos ellos. Su mayor interés sentimental parece haber sido Paul Iribe, quien se suicidó a finales de los treinta, y que en cierto momento parece que estuvo a punto de casarse con ella. Iribe, francés de origen vasco, fue uno de los dibujantes de moda más famosos de los finales de la Belle Époque, junto al catalán Xavier Gosé, Drian y Georges Lepape. Estuvo entre los célebres ilustradores que florecieron por entonces, aunque curiosamente, Iribe que no era un esnob, ni elegante, ni de fortuna, fue nada menos que el consejero artístico y colaborador de Paul Poiret en su época de apogeo. El mismo Poiret que fue el legendario rival de Coco Chanel. Una “ele” siempre da a un nombre un sonido musical y por eso era muy agradable al oído el nombre de Chanel, sobre todo cuando se unía al de Coco. En la época de su juventud durante los años veinte y treinta, en que se la veía por París, sin ser muy bella, era una mujer vivaz, agraciada y con una magnífica silueta. Yo diría que representaba a la típica parisina, que sabía vestir bien y arreglarse con gracia y muy buen gusto. Sin embargo, a pesar de todas estas cualidades, no era una mujer popular y de gran simpatía porque la atraían solo los “grandes” y famosos. Solo le interesaba el pequeño grupo de celebridades que la rodeaba y que ella tenía como verdaderos amigos. También cultivaba la amistad de las importantes editoras de las revistas, porque le convenía: la adulaban y le daban gran publicidad. Pero en el fondo, era el símbolo del esnobismo que tanto daño hizo a la costura de los años treinta. Después de su muerte, se han escrito innumerables artículos, memorias y libros sobre ella; la mayor parte creo que no le hubieran gustado mucho, porque injustamente se relacionan demasiado con su vida privada. Pero el último que he leído, bastante extenso, y que se titula L’Irrégulière, de Edmonde Charles-Roux, me parece el mejor. Coco Chanel ganó mucho dinero, pero como narra aquel libro, parece que en su grandeza no ayudó a nadie y menos a quienes la acompañaron en su trabajo la mayor parte de su vida. Era avara y es una ironía que la enorme herencia que ha dejado todavía esté en discusión. Cerró su casa al comenzar la Segunda Guerra Mundial, el año treinta y nueve, y desapareció, al parecer, para siempre. Pero, como mujer de temperamento, no estaba hecha para la inactividad y volvió a abrir las puertas de su casa de costura el año cincuenta y cuatro, principalmente porque no podía conformarse con lo que ella veía de la mayor parte de los nuevos costureros a quienes consideraba unos improvisados en la moda. Coco Chanel, que había comenzado desde abajo, decía que para ser un buen costurero se debía comenzar cosiendo botones, sabiendo cortar telas y conociendo tantas cosas que muchos de los novatos ignoraban. Muchos de ellos, afirmaba, quieren llegar a la meta en pocos metros; la costura es una carrera larga y tortuosa, a la que solo se llega después de correr muchos miles de metros de habilidad, constancia y, con frecuencia, de sufrimientos. Cuando volvió a abrir la Casa Chanel, a mediados de los años cincuenta, contaba que se sentía infeliz por el vacío que había dejado su nombre en tan larga ausencia, aunque, por otra parte, la halagaba haber vuelto al trabajo, volver a ver a muchas antiguas obreras, poder hacer memoria de los felices años veinte y treinta, y estar segura de que todo marcharía bien. Este resurgimiento de Chanel fue visto por muchos como un error y presentían su fracaso. Pero se equivocaron, porque su espíritu subsistió y su éxito volvió a darle vida a la costura de París, que ya mostraba algunos signos de decadencia. Volvió a triunfar y no solo en la Ciudad Luz, sino también en Nueva York, en Roma y hasta en Leningrado. Ese era el triunfo que Chanel esperaba antes de morir. En los casi veinte años de mi residencia en París, recorrí un sinnúmero de veces los salones de la Casa Chanel, en el famoso 31 de la calle Cambon. Especialmente recuerdo, como si fuera hoy, la famosa escalera curva de espejos
que conducía al segundo piso y los célebres biombos de Coromandel. Me veo dibujando sus modelos para mi revista y las muchas veces que vi a la incomparable Coco corriendo por los salones; pero no le hablaba porque creo que ella no daba importancia a los jóvenes dibujantes de moda como yo. Una sola vez hablé con ella cuando me la presentaron en el teatro de los Campos Eliseos. En estos últimos años, a mi paso por París, tuve deseos de saber qué había sido de un conocido mío, el gran dibujante Drian, de quien poseo varios originales de su mejor época y que fueron publicados en Harper’s Bazaar. A quienes pregunté por él, no supieron darme razón; me dio la impresión de que estaba completamente olvidado. Sin esperanzas de encontrarlo, una mañana al pasar por la Casa Chanel decidí arriesgarme, entrar y tratar de ver a Chanel, preguntarle por él, ya que fue su gran colaborador y amigo. Pero después de haberme anunciado y de esperar largo rato, tuve que retirarme, porque mandó decir que volviera en la tarde ya que en ese momento estaba muy ocupada con su abogado. No volví más. Poco después supe por un amigo mío que Drian había muerto no hacía mucho. Es muy importante recordar que a Chanel le corresponde el inicio de la industria del perfume en la costura, con la creación de su gran Nº 5. Poco a poco, todos los costureros la imitaron, y esto hoy ha crecido al infinito, siendo, en muchos casos, la salvación de la economía en los momentos de crisis. El Nº 5 no fue otra cosa que la quinta prueba de una mezcla de esencias que ella aceptó como la final; y parece que ese fue el número que la siguió toda su vida como un símbolo de suerte. En su memorable establecimiento de la calle Cambon, en la única vitrina a la entrada, recuerdo que se exhibía solo un gran frasco del Nº 5. La publicidad más sencilla e impresionante que se presentaba en París.
Jean Patou
Famoso retrato de Jean Patou a bordo de un navío en 1925. Luza lo recordó siempre como un hombre refinado, de gran inteligencia, con mucho temperamento, pero generoso y leal con los suyos.
Entre la generación joven que siguió a mademoiselle Chanel, Jean Patou fue muy importante. En la costura, fue el primero que conocí, traté íntimamente y su recuerdo merece un capítulo muy especial. Fue en mi primer viaje a París como dibujante de modas cuando conocí la casa Patou, que funciona hasta hoy en el número 7 de la calle St. Florentín. En su viaje a Nueva York intimé aún más con él y regresamos juntos a París en el Ile de France, acompañados por su gran amigo Philipe Ortiz, jefe de Vogue en esa ciudad. Patou era un hombre de gran inteligencia, refinamiento, excitable y de mucho temperamento, pero generoso y leal con los suyos. Sus empleados y colaboradores lo admiraban y querían profundamente. A principios de los años veinte, Patou transformó el ambiente de la moda con sus modernas ideas. Fue el primero que inició la presentación de sus colecciones para la prensa en funciones de noche y revolucionó este mundo con su famosa colección de verano en el año veintinueve. Fue el primero que tuvo la idea de traer un grupo de jóvenes norteamericanas como modelos para sus famosas colecciones. Justo al regreso de nuestro viaje a Nueva York, me encargó escoger a seis modelos para sus famosas colecciones con la intención de presentarlas como una nota sensacional en sus salones de París, como he contado anteriormente. Se escogieron jóvenes de distintos tipos y, más que bellezas perfectas, eran distinguidas, de buena educación y de alta moralidad. No se pensó en el tipo de belleza identificada con el “Chorus Girls” de las impresionantes portadas de las revistas populares. 67
El fotógrafo George HoyningenHuene fijó en la eternidad a esta modelo a punto de saltar, vestida con una túnica blanca sobre el traje de baño negro y un cinturón a la cadera, imagen con la que Jean Patou mostraba su última colección de verano.
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El éxito fue tal que, por mucho tiempo después, Patou continuó con su plan consistente en emplear siempre, al lado de las francesas, algunas modelos norteamericanas, muchas de las cuales se quedaron permanentemente en París y terminaron en felices matrimonios. Es probable que esta idea fuera seguida más tarde con la contratación de parte de otras casas de costura de tipos exóticos y originales de otros países. Así fue como la casa Patou fue una de las más populares entre la clientela extranjera, principalmente entre la norteamericana y la sudamericana. Jean Patou se inició en la costura desde muy joven, antes de la Primera Guerra Mundial, con el nombre de Parry, y parece que era un gran experto en pieles. La guerra interrumpió su carrera cuando fue enrolado en el ejército, en el que sirvió hasta el final. En 1919 inauguró su primera casa de costura y sus talleres en el número 7 de la calle St. Florentín. En sus primeros años, la casa Patou hizo grandes progresos, se hizo famosa y alcanzó un gran éxito económico. En el año veintitrés, visitó Nueva York por su cuenta y estuvo la mayor parte del tiempo en Harper’s Bazaar. Allí lo conocí y por hablar francés inicié una amistad que se estrechó en el futuro. Su viaje se extendió hasta Washington, donde fue recibido por el presidente Calvin Coolidge. La nota más resaltante en toda la sensacional carrera de Jean Patou, sin duda, se produjo en enero del año veintinueve, durante la presentación de su colección de verano, cuando conmovió al mundo de la costura y de la moda al cambiar la silueta femenina con una estupenda muestra que quedará para el recuerdo. Hasta entonces y durante varios años, la moda no había cambiado mucho y la silueta se destacaba siempre mostrando el talle con el cinturón a la altura de las caderas. La verdad fue que en secreto Patou había preparado dos colecciones: una con la vieja silueta y otra completamente diferente con el talle ajustado a la cintura, luciendo la forma natural y la gracia del cuerpo femenino. Esa magnífica soirée de la primera presentación para la prensa comenzó luciendo sus primeros modelos con la antigua silueta tradicional. Pero de pronto apareció en la distancia un hermoso modelo estampado con el talle alto cuya forma no podré olvidar nunca. El maniquí o modelo era una hermosa muchacha francesa llamada Madó que surgió inesperadamente ante el público y fue la gran sorpresa en los salones repletos, que se conmovieron en un estruendoso aplauso de varios minutos; así, continuaron pasando los modelos de la segunda colección. Arriesgando el todo por el todo, Patou había cambiado la moda de París y el público había aceptado unánimemente esa novedosa transformación. Fue una revolución en la costura y muchas casas que ya habían presentado sus colecciones conservando siempre la antigua línea, quedaron demodés y tuvieron que renovarse radicalmente. En los años treinta y cuatro o treinta y cinco, en vísperas de uno de mis viajes a Londres, Patou me invitó a almorzar, como lo hacía con frecuencia, y eso me agradaba mucho porque siempre tenía algo interesante que contar. Lo encontré un poco decaído; presentía que su salud sufría algo serio. Partí y, en mi ausencia, a los pocos días enfermó. En Londres, al abrir una mañana el diario, fui sorprendido con la noticia de su muerte. El funeral conmocionó París, y yo lo sentí profundamente porque él siempre me demostró su cariñosa amistad. Siempre recordaré ese último almuerzo, porque entre las cosas que me dijo, algo sonaba como una profecía: veía venir una crisis en la costura y para él, el gran negocio serían los perfumes. Su deseo en el futuro era ser parfumeur. Curiosamente, y a pesar de los años transcurridos, el nombre de Jean Patou y su famosa casa de costura, en el 7 de la calle St. Florentin, no solo ha continuado floreciente hasta el día de hoy, sino que es la única que no ha cerrado sus puertas en esa bella vía de París. Es justo nombrar aquí a Raymond Barbas, su cuñado, que ajeno originalmente al negocio de la costura y en compañía de su esposa, la hermosa hermana de Patou, lo reemplazó y tomó posesión de lo que encontró. De forma inteligente ha realizado durante más de treinta años una obra excepcional, no solamente haciendo perdurar el nombre de Patou, sino como creador de magníficas colecciones, conservando los méritos de su fundador.
Además, le ha correspondido el honor de representar a la costura, con el cargo de presidente de la Cámara del Sindicato de la Costura por varios años. Igualmente, debo rendir en estas líneas especial recuerdo a un buen amigo, ya desaparecido, Georges-Antoine Bernard, fiel colaborador de Patou durante la mayor parte de su vida. Lo conocí joven, activo, lleno de simpatía entre todos los personajes de la costura de París y, sin duda alguna, siendo el más popular entre los editores y artistas, a quienes siempre ayudó cordialmente. Patou abrió sus primeras sucursales en Biarritz y Cannes. La primera tuvo gran éxito en los resorts de invierno y de verano que habían comenzado ya a multiplicarse. Tuvo gran predilección por la Costa Vasca y en Bayonne, no lejos de Biarritz, construyó una magnífica residencia de reposo que él llamó “Biarritz”, donde pasaba algunas temporadas. Era una propiedad que su cuñado posee actualmente y que usa para sus días de descanso. En París, Patou tuvo una magnífica residencia en la calle de la Faisanderie, muy cerca de la avenida Foch de hoy. Allí dio grandes fiestas y, en épocas de bonanza, recibió a toda la elegancia parisina. En mi viaje alrededor del mundo, y a mi paso por París después de más de treinta años, mi primera visita fue a la casa de Patou en el 7 de la calle St. Florentin. Con gran emoción llegué a la puerta que tantas veces había atravesado en mi juventud. Pero al mismo tiempo que experimenté el placer de encontrarme al pie de la suntuosa escalera, me embargó el profundo pesar de sentir el vacío y la ausencia de todos los amigos de la época. Pregunté por muchos de los que yo recordaba, pero no queda ni uno solo. Su cuñado Barbas estaba ausente y de duelo porque su esposa, la hermana de Patou, acababa de morir. Silenciosamente, tuve que partir como un desconocido.
“La nota más resaltante en toda la sensacional carrera de Jean Patou, sin duda, fue en enero del año veintinueve, durante la presentación de su colección de verano, cuando conmovió al mundo de la costura y de la moda al cambiar la silueta femenina”.
En los años veinte, Jean Patou encomendó a Luza la misión de elegir y enviarle, desde Nueva York, a seis modelos. En esta foto de archivo –un recorte de periódico– se recoge la imagen de su llegada al puerto de El Havre, donde fueron recibidas por Patou. (Archivo Luza).
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Elsa Schiaparelli
Arriba Retrato de Elsa Schiaparelli realizado por el artista visual Man Ray en 1933. Schiaparelli y Luza mantuvieron una estrecha amistad durante años. (Archivo Luza). Abajo Bosquejo que el artista Jean Cocteau preparó, en 1937, a partir de uno de los vestidos diseñados por Elsa Schiaparelli. (Archivo Luza).
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En la costura parisina de los años treinta, Elsa Schiaparelli no solo fue una gran “original”, una sorpresa de la moda, sino que también llegó a ser una persona muy refinada e influyente en los círculos de la sociedad de París, Nueva York y Londres. Fui buen amigo de ella, y la vi a menudo en el transcurso de muchos años. La noticia de su muerte fue totalmente inesperada para mí y me apenó mucho. Como ya he dicho en otro capítulo, creo estar vinculado con ella de un modo muy especial porque, al comienzo de su carrera, cuando era completamente desconocida, dibujé para Harper’s Bazaar el primer sweater que Elsa trajo a París como una novedad, mucho antes de abrir su primera casa de costura en la rue de la Paix. Por esta razón, ella siempre me guardó un visible afecto. Y, además, porque yo siempre la ayudé y colaboré con ella, especialmente cuando presentó el frasco de su perfume “Shocking”, en un envase que era originalmente un busto de mujer y fue diseñado por una gran artista: Leonor Fini. Más tarde, decoré su nuevo salón de belleza en Nueva York, en el Rockefeller Center, y la puse en contacto con amigos míos que se ocuparon de su negocio de perfumes como sus representantes en los Estados Unidos. Después de los primeros años de la década de los veinte, con la renovación de la costura, los triunfos de Chanel y otras novedades de la aprèsguerre, la moda continuaba en París con elegancia y sobriedad, pero sin grandes cambios. Aparte de la nota sensacional que dio Patou en el año veintinueve con su colección de verano al colocar el talle en su sitio, las colecciones se sucedían en líneas moderadas, a tal punto que para el invierno se llegaba a usar mucho el blanco y el negro, y en los vestidos de noche, los colores pastel y suaves influenciados por la pintura de Laurencin, muy de moda en esa época. En el verano se utilizaba color, pero siempre de forma moderada. Los compradores americanos eran los que promovían el negocio de la costura y siempre llegaban a París a la espera de una nota sensacional. Así, Schiaparelli tuvo la genial idea de lanzar para su primera colección lo que muchos buscaban: romper la monotonía usando nuevas ideas, nuevos materiales y otros conceptos que, en ese momento, eran no solo originales, sino hasta cierto punto prohibitivos. Schiaparelli lanzó el color con el entusiasmo de la juventud y triunfó. Su encantadora hija Gogó era una chiquilla que siempre la acompañaba. Hoy, después de tantos años, ha hecho perdurar el nombre de Schiaparelli con sus dos famosas hijas, Berry y Marisa Berenson, especialmente esta última, de notable belleza, cuyas fotos llenan las más importantes revistas. Marisa causó sensación en el año setenta y tres posando para Vogue completamente desnuda y luciendo un maravilloso cuerpo que, como ella dijo, daba únicamente una sensación de pura belleza y de arte. Tengo la seguridad de que seguirá su fama y que un buen día en el futuro su nombre dominará en el cine y el teatro. Su vida es muy activa y es muy popular pero, a pesar de tener muchos y famosos pretendientes, creo que aún no piensa en matrimonio. Últimamente he leído, en un artículo sobre su vida, que su gran placer es viajar y por el momento lo que más le interesa es Sudamérica; sobre todo Brasil, donde parece que tiene muchos amigos y también el Perú, como país original por su historia y por las regiones ancestrales de los incas. Su otra hermana, Berry, está casada y tiene dos niñas que son las engreídas de Marisa, con quienes pasa la mayor parte de su tiempo cuando está cerca de ellas. Schiaparelli mantuvo gran distanciamiento y rivalidad con Chanel, ya que esta última no la admiraba ni consideraba. Como es sabido, pasaron por momentos desagradables, que a mi modo de ver no tenían razón de ser y a los que Schiaparelli nunca dio importancia, porque ella fue muy popular, independiente y tenía amigos en todas las esferas de París.
A finales de los años treinta, Elsa Schiaparelli adquirió una magnífica residencia en la calle de Berri, que con su refinado gusto decoró espléndidamente, luciendo los magníficos muebles y colecciones de arte que fue adquiriendo poco a poco durante sus años de prosperidad en París. Allí la visité mucho en los meses de enero y febrero del año cuarenta, en mi aventurado viaje desde Nueva York, y fue allí donde la sorprendió la guerra. Tuvo que cerrar su negocio y los años siguientes, durante el conflicto, vivió en Nueva York. Arrendó permanentemente un departamento en el hotel Lowell, en la calle 63 con la avenida Madison, donde yo la visitaba con frecuencia. Allí siguió su vida intensa y de trabajo, ocupándose de su negocio de perfumes y productos de belleza que alcanzaron gran auge y popularidad. Más tarde, al terminar la guerra, volvió a París y no la vi más. El año setenta, cuando en uno de mis viajes volví a París, encontré que todavía conservaba su boutique y sus oficinas en la plaza Vendôme. Fui y me encontré con una de sus antiguas empleadas a la que conocía, pero no supo darme razón de dónde se encontraba madame Schiaparelli en esos momentos. Elsa Schiaparelli era una persona simpática y popular, y no solo en el ambiente de la costura. Era amiga de todo el mundo, pero no era “esnob” porque trataba por igual a los “grandes” y a los “chicos”, y sus empleadas eran sus amigas. Como algunos costureros, no se escondía en su negocio y siempre estaba a la vista de todo el mundo, especialmente en la inauguración de sus colecciones, en las que no aparecía como una elegante sino en su traje de trabajo. Su fama perdurará en París.
Esta fotografía, tomada desde la primera fila de una de las pasarelas de París, retrata la gran amistad que cultivaron Elsa Schiaparelli y Reynaldo Luza. (Archivo Luza).
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Barón de Meyer
En estos días ha aparecido un maravilloso libro con los recuerdos de un gran fotógrafo, pero sobre todo un excepcional artista, que triunfó en la edad de oro de la vida de París. Me refiero al Barón de Meyer, hombre injustamente apartado de su importante influencia en la moda y en la gran costura durante los años veinte y parte de los treinta. Tras permanecer en el olvido por más de cuarenta años, hoy es recordado, elogiado y reconocido por su fama. Nadie puede negar el éxito de sus comienzos en Vogue, pero tampoco se debe olvidar el desenvolvimiento de ese gran editor que fue Condé Nast. Para ser justos, también se debe recordar que el Barón de Meyer, dedicado por entero a la fotografía en la moda, solo comenzó su arte a principios de los años veinte cuando Harper’s Bazaar lo llevó a París. Por ese entonces, era el único fotógrafo en las grandes revistas de moda y se le dio la oportunidad de escribir una página mensual sobre las celebridades en los ambientes de la alta costura y la sociedad. Lo que no se recuerda mucho es que su gran éxito corresponde justamente a esos años veinte en París, cuando no solo volvieron a reaparecer los famosos clásicos de la costura, célebres en la Belle Époque, sino los nuevos genios, como Gabrielle Chanel, Madeleine Vionnet, Jean Patou y otros más. Todos ellos comenzaron la nueva era de los años de esplendor, riqueza y prosperidad en París; y también fueron los años de Meyer, a quien conocí durante los primeros años en que radiqué en la Ciudad Luz. El Barón era un personaje alto, distinguido y de imponente presencia, de gran simpatía y singularmente amable con todo el mundo. Aquí debo recordar un gesto inesperado de esa amabilidad con un joven artista casi desconocido: me llamó por teléfono para invitarme a comer en compañía de su esposa y asistir después a una función del ballet ruso en el teatro de los Campos Elíseos. Ese gesto nunca lo he podido olvidar, porque fue el recuerdo de una noche sorpresiva para mí, un novato en París, ya que pude ver por primera vez lo que era el ambiente de la gran elegancia. Como colaborador de Harper’s Bazaar durante todos esos años, puedo decir que lo conocí bien, que lo admiré en sus años de gran éxito y en sus días de infortunio. Curiosamente, cuando por pura casualidad lo vi por última vez, la víspera de su partida final de París. En ese encuentro, en el que almorzamos juntos, me contó que había venido a recoger sus últimas pertenencias porque no pensaba volver más. Lo encontré bastante desorientado, por no decir derrotado, y me dejó un triste recuerdo de lo que fue la ingratitud con él. En la temprana época de nuestro primer encuentro, el Barón tenía su estudio en la calle de Sèvres, donde me permití ir de vez en cuando y asistir a muchas de sus séances fotográficas. De esta forma, llegué a conocer los secretos de la iluminación que usaba con sus modelos y esa radiante luz misteriosa que producía los efectos brillantes de sus originales fotos. Por supuesto, durante su vida yo nunca divulgué la técnica que él guardaba en secreto y que muchos querían conocer. Pero ahora, después de tantos años y con él desaparecido, puedo hacer público lo que en esa época se quería adivinar y que aun así no se hubiera podido copiar, porque faltaba la mano misteriosa que, con habilidad y la ayuda de simples reflectores, más la colaboración de su ayudante Gramela, solo el Barón podía realizar. Comparado con los famosos fotógrafos que le siguieron y los grandes estudios que surgieron a finales de los años veinte con potentes máquinas, numerosos reflectores y gran despliegue de ayudantes y editores, su material era muy simple: usaba solo unos cuantos focos de luz rudimentaria, que movía en diferentes direcciones, con la luz de algunos proyectándose a través de dentelles que iluminaban adornos de brocados o de flores. Con frecuencia, trabajaba usando luces traseras o con la luz cenital del techo del estudio.
Izquierda Una modelo anónima fotografiada por el Barón de Meyer, personaje importante e influyente de la época, a quien Luza admiraba por su trabajo. (Archivo Luza).
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“Al Barón le gustaba trabajar solo y usar sus tácticas sin dirección ajena ni ideas extrañas a sugerencia de alguien. Bien o mal, era su personalidad la que triunfaba y daba esa nota exquisita a sus fotografías que no se parecían a la de ningún otro artista. Como Cecil Beaton, su gran admirador dijo: “el Barón de Meyer es el Debussy de la fotografía”.
Retrato del Barón Adolph de Meyer, personaje que dedicó su vida a la fotografía de moda. Trabajó para Vogue desde 1913 hasta 1921, y en 1922 aceptó una propuesta para convertirse en jefe de fotografía de Harper’s Bazaar, en París, donde pasó 16 años. (Archivo Luza).
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Las séances eran cortas, y por esa época casi todas las modelos eran damas de sociedad, grandes actrices o personalidades que posaban la mayor parte de las veces con sus propios vestidos o algunos otros de las grandes colecciones escogidos a su gusto. Muy rara vez tuvo la oportunidad de trabajar con modelos profesionales porque aún no estaban de moda. No usó el procedimiento moderno de tomar innumerables placas de un solo vestido como lo hicieron los fotógrafos posteriormente, porque entre dos o tres negativos, nunca le faltaba uno bueno. Además tenía gran confianza en su ayudante, un hombre fiel que lo acompañó siempre. El ambiente del estudio era tranquilo y todo estaba siempre en orden. No se veía a su alrededor ese continuo ir y venir, ni ese trabajo intenso y a veces exagerado que durante las séances de los años posteriores eran interminables. Al Barón le gustaba trabajar solo y usar sus tácticas sin dirección ajena ni ideas extrañas a sugerencia de alguien. Bien o mal, era su personalidad la que triunfaba y daba esa nota exquisita a sus fotografías que no se parecían a la de ningún otro artista. Como dijo Cecil Beaton, su gran admirador, “El Barón de Meyer es el Debussy de la fotografía”. Su esposa era una mujer distinguida e inteligente y su gran colaboradora; su muerte, que ocurrió en el año veintinueve, lo afectó profundamente y le restó tal vez algo de ánimo por cierto tiempo. Estoy casi seguro de que trabajaban en equipo, en especial en los artículos mensuales. Sin embargo, su trabajo fotográfico no decayó y, al poco tiempo, continuó con el entusiasmo de siempre, sin ser consciente de lo que estaba por venir. Dejó el hotel particular amoblado en el que vivió con su esposa por muchos años y decidió trasladarse a una magnífica residencia, en un área elegante de la Rive Gauche. Allí nos llevó una tarde a la señorita Marjorie Howard, nuestra editora, y a mí para que lo visitáramos. Aún estaba en los pormenores de los arreglos y en la decoración, pero el local nos pareció suntuoso. Allí mismo, en una sección aparte, instalaría su futuro trabajo, siempre con la colaboración del fiel asistente Gramela. Fue en esos momentos que se encontró inesperadamente con los problemas que ocurrían por los cambios radicales en Harper’s Bazaar. En los días anteriores a su separación definitiva, se mostraba disgustado porque sentía una extraña influencia que intentaba copiar sus tácticas y su estilo de trabajo, que solo contribuyeron con desmoralizarlo. Una de las críticas era que sus modelos posaban siempre con las manos en la cintura; sin embargo, hoy día, después de cuarenta años, en las grandes revistas veo bellas fotografías con modelos elegantes y originales poses, también con la mano en la cintura. En realidad, al artista no lo dejaban trabajar como en sus mejores tiempos. Lo que pasaba en esos largos últimos días es que él sufría los efectos de la antipatía creada años atrás por la gran “rivalidad” entre las revistas. Por otro lado, el Barón ya viudo, sufría en su soledad porque no hay duda de que la compañía de su esposa le sirvió mucho en el control de su vida privada, especialmente para apartarlo de amigos y gente extraña que no le convenia frecuentar. Fue trágico ver cómo las puertas de las grandes casas de costura se le cerraron de la noche a la mañana y cómo perdió de golpe un importante aporte económico que lo dejó desesperado. Esta situación produjo gran sorpresa y mucho disgusto en la costura de París, donde se lo apreciaba como un leal colaborador de Harper’s Bazaar, ya que había dado a la revista novedad y prestigio con sus fotografías y artículos. Después de un tiempo que pasó sin saber qué hacer, sufrió otro gran fracaso con el compromiso para rodar un filme en Alemania, aplicando la idea original de su famosa iluminación como gran novedad, que quedó en nada y le hizo perder mucho dinero. Siguieron los viajes a Nueva York para buscar nueva fortuna sin conseguirla y, me imagino, los desengaños que lo llevaron a un triste final. Esta es la verdadera historia del Barón de Meyer, gran artista y original fotógrafo, cuya obra pasará a la historia y podrá siempre ser admirada en esas viejas páginas de los años veinte de Harper’s Bazaar. Para terminar, no puedo evitar contar algo del recuerdo que conservo de los dos preciosos ópalos que el Barón llevaba en unos anillos que lucía en cada una de sus manos. ¿Superstición?
Rivalidad
Una rivalidad muy comentada en su época, pero de la que mucho se ignora y poco se ha escrito, fue la que existió entre Vogue y Harper’s Bazaar, que arreció en el año treinta y tres. Parece que todo se inició, pero sin gran importancia, cuando en el año veinte, en Nueva York, un señor Barón de Meyer, socialmente distinguido y que por entonces hacía bellísimas fotografías en Vogue, decidió conseguir su pase a Harper’s Bazaar, pero con residencia en París. Hay que notar, que en esa época, Bazar se escribía con una sola “a” (en los años treinta fue reemplazada por Bazaar). Para Vogue, parece que esto fue un serio golpe que más tarde supo vengar, cuando el Barón fue súbitamente suprimido de Harper’s Bazaar y trató de volver a esa revista. Según la historia que cuenta Vogue, el señor Hearst, dueño de Harper’s Bazaar, inició esta rivalidad tratando de conseguir talento para esta revista. Yo no lo creo; no me parece que haya existido tal plan, ni que el señor Hearst tuviera personalmente mucho que ver. Creo que todo vino originalmente del mismo Barón, que no estaba contento en Nueva York y que adoraba la vida de París. Lo demás fue simplemente una maniobra editorial de Harper’s Bazaar, cuyo editor en esa época era el habilísimo joven Henry Sell, para mejorar, muy inteligentemente, su sección de modas en París ante el auge que se veía venir. Y debo decir sinceramente que el Barón durante la mayor parte del tiempo de su periodo de colaboración en París cumplió más que bien. Sus artículos mensuales y sus originales fotografías, la mayor parte de ellas de damas de sociedad, levantaron la importancia de la revista y él mismo se convirtió en un personaje en los ambientes de la alta costura y de la sociedad. Pero, a pesar de todo, Vogue continuaba siendo la revista más importante de modas en Nueva York y París, teniendo además una edición inglesa. Asimismo, ya había resuelto los problemas fotográficos creados por la ausencia del Barón de Meyer gracias a la colaboración del famoso Edward Steichen, y más tarde, a la de Hoyningen-Huene. Por otro lado, Harper’s Bazaar no era únicamente una revista de modas ni pretendía serlo; al contrario, tenía aspiraciones literarias. Prueba de ello es que sus editores en Nueva York por largo tiempo fueron hombres de letras. Esta publicación, al igual que Vogue, interesaba a todos, porque ambas revistas se veían y leían sin parecerse en lo más mínimo la una a la otra. Además, durante más de diez años, hasta 1933, nuestras relaciones con Vogue fueron siempre cordiales. Todos sus colaboradores eran nuestros amigos; en los openings de las colecciones nos encontrábamos casi siempre frente a frente y hablábamos en la mejor armonía. Nunca hubo el menor signo de rivalidad o competencia. Yo recuerdo que por esa época vi con mayor frecuencia a la señora Chase, famosa editora de Vogue, venir a París en compañía de su nuevo esposo el señor Ríchard Newton. Mis simples contactos con ella, cuando yo colaboraba como principiante en Vogue, se convirtieron en una gran amistad que duró para siempre. Pero en el año treinta y tres surgió lo inesperado. Parece que todo vino originalmente por la sugerencia de la señora Hattie Carnegie, persona ya muy importante en la costura de Nueva York, cuando por intermedio de una de sus clientas, propuso la idea de mejorar la sección de modas de Harper’s Bazaar. Con tal motivo, y no sé exactamente cómo, porque esto pasaba en Nueva York, al presidente de Harper’s Bazaar, el señor Hearst, se le ocurrió la idea de un nuevo plan de renovación, del cual yo tuve conocimiento en París, de una manera confidencial. Este nuevo plan francamente no me disgustó, pero lo que no me agradó fue que la nueva editora que se proponía, a pesar de ser una persona de gran experiencia y muy competente para el puesto, venía de renunciar en términos tempestuosos de la misma posición que había ejercido por años en Vogue.
Página 76 Portada dibujada por Georges Lepape para el número 13 de la revista Vogue, de julio de 1920. (Archivo Luza). Página 77 Carátula ilustrada por Erté para le edición de febrero de 1927 de la revista Harper’s Bazaar. (Archivo Luza).
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La editora de la revista Harper’s Bazaar, Carmel Snow, intercambiando opiniones junto a Diana Vreeland, su editora de moda. Ambas discuten acerca del contenido que incluirán en el número de diciembre (año 1952) de la publicación. (Archivo Luza).
“Harper’s Bazaar no era únicamente una revista de modas ni pretendía serlo; al contrario, tenía aspiraciones literarias. Prueba de ello es que sus editores en Nueva York por largo tiempo fueron hombres de letras. Esta publicación, al igual que Vogue, interesaba a todos, porque ambas revistas se veían y leían sin parecerse en lo más mínimo la una a la otra”.
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Como estaba planeado, la señora Snow, exeditora de Vogue, fue nombrada editora de la sección de modas de Harper’s Bazaar con residencia en Nueva York, y al poco tiempo fue ascendida a editora en jefe, lo que causó algunos problemas y muchas renuncias, como la de la señorita Marjorie Howard, nuestra editora en París. Si esto era lo que se pretendía, el campo quedó libre para los grandes cambios: al poco tiempo Erté, con sus portadas, y el Barón de Meyer, con sus fotografías y artículos mensuales, quedaron suprimidos de golpe. Fue, a mi modo de ver, una medida demasiado radical, porque ambos habían sido excelentes colaboradores. El ambiente de nuestra oficina en París cambió casi por completo y yo fui el único que conservó su puesto. Presumo que fue más que todo por mis buenas relaciones, mi juventud y buena voluntad, útil para todos, pero principalmente puede ser por mi intimidad y larga amistad e influencia con el señor Richard Berlin, en ese momento, jefe supremo de la organización Hearst. En el ambiente de la costura en París, estos cambios produjeron gran desconcierto y sorpresa. Y aunque de agrado para unos, fue de inquietud para otros porque, después de todo, la táctica de nuestra oficina había sido siempre la lealtad y ayuda para toda la costura sin excepciones. Nunca hubo esnobismo ni argollas y todos fueron siempre favorecidos por igual y con la justicia que se merecían. Hubo algunos errores, es cierto, pero si los hubo fue más que todo de presentación y ellos venían de nuestras oficinas de Nueva York, donde no había una dirección artística y no supieron renovarse a tiempo. De todos modos, Harper’s Bazaar era una revista muy diferente a Vogue. Al Barón de Meyer, se lo consideró demodé y aunque es cierto que su colaboración pudo haber desmejorado después de la muerte de su esposa, esto fue tal vez en sus artículos y no en sus fotografías, porque la mayor parte de ellas seguían siendo no solo de calidad, sino que identificaban a la revista. Asimismo, las portadas de Erté generalmente gustaban y fueron siempre aprobadas por nuestros editores. Además, eran de marca inconfundible. Cada mes, en los puestos de revistas de Nueva York y París, el público que estaba acostumbrado a ellas, las admiraba. La supresión de estas portadas fue motivo de disgusto para el señor Hearst, porque estaba convencido de que marcaban el carácter de Harper’s Bazaar. Creo sinceramente que se ha exagerado al hablar del señor Hearst, que con su poder económico deseaba atraer a Harper’s Bazaar el talento artístico de Vogue. El siempre dio libertad a sus ejecutivos para actuar por iniciativa propia, y me consta porque la mayor parte de los cambios y transferencias se hicieron siempre por decisión editorial. Además, llegó un momento en que todos los colaboradores, artistas o fotógrafos identificados con una revista u otra se pasaban de un lado a otro. Finalmente, no hubo ni protestas ni resentimientos. Pero hasta el final sí persistió entre Vogue y Harper’s Bazaar la famosa “rivalidad”. En los comienzos de estos cambios se nombró como nuestra editora en París a la honorable señorita Reginald Fellowes, elegantísima dama de la alta sociedad. Fue un nombramiento más que nada decorativo que no duró mucho tiempo y que por lo único que destacó fue por traer a nuestra revista la colaboración de Jean Cocteau y Christian Bérard, que se iniciaron como dibujantes de modas. Como su segunda, se nombró a sugerencia mía, a la señora Frank Farley, recordada amiga que aún vive y que no era otra que la famosa “Dinezarde”, nombre impuesto por la famosa costurera Lucile, a quien sirvió de modelo, al lado de la famosa y bellísima Dolores, a comienzos de los años dieciocho o veinte. Más tarde Dinezarde, cuyo nombre de soltera era Lillian Fisher, siguió su interesante carrera dentro de la moda en la que lucía su exótica belleza y fue elegida entre las seis modelos que originalmente Jean Patou me pidió traer de Norteamérica. En Nueva York, después de algunos fracasos en los nombramientos editoriales, con la experiencia y vasto conocimiento de la señora Snow, los frutos no se hicieron esperar, dando un nuevo carácter a la revista hasta convertirla en una enteramente dedicada a la moda y verdadera rival de Vogue, que era lo que se pretendía. Finalmente, se dio el gran golpe cuando se consiguió extender un contrato a Hoyningen-Huene, gran fotógrafo de Vogue, en Harper’s Bazaar. Con
gran prestigio, fue el maestro e inspirador de los muchos que comenzaron con el advenimiento de la fotografía en la moda y que, a mi modo de ver y sin especial razón, desapareció por completo en los años cuarenta. A mediados de los años treinta, existió una gran actividad en la costura de París. En las revistas siguió la rivalidad y fue el comienzo del auge de Harper’s Bazaar. Hubo grandes cambios, nuevas figuras y mucha injusticia, sobre todo de la parte comercial, con la publicidad desmedida, la novedad y el esnobismo. Fue un periodo, además de notable, precursor de de la gran crisis en la costura y los inicios de una guerra que todos sabemos nos trajo el final de otra Belle Époque.
La Exposición Universal de París, 1937
La Exposición Universal de París, que se celebró el año treinta y siete, fue el único evento significativo de esa época. Comenzó tarde porque la mayoría de los pabellones e instalaciones no se terminaron hasta después de la inauguración. Los únicos que estuvieron listos a tiempo y, además, los más importantes y suntuosos fueron los de la Unión Soviética y Alemania. El esfuerzo hecho por la costura ya en crisis dio lugar al Pabellón de la Elegancia con algunas novedosas ideas, instalaciones y un magnífico restaurante. Todo esto no alcanzó el gran éxito que se esperaba, porque la gran atracción para el público estaba por otros lados. Parece que a este le interesaban más las muestras industriales y las nuevas ideas y decoraciones de los países extranjeros, especialmente sudamericanos. Entre los pabellones franceses, el que más atraía al público era el de la “Electricidad”, con el famoso mural de cientos de metros pintados al estilo de Raoul Dufy. Fue una gran obra, pero no se podía apreciar en toda su belleza por falta de perspectiva. Más tarde, la otra gran novedad de la exposición se dio en el pabellón de España con la exhibición del Guernica, célebre y discutido mural de Picasso, cuya fama ha perdurado hasta nuestros días y ha dado lugar a tantos debates, más políticos que artísticos. Hubo la idea de prolongar la exposición por más tiempo, pero no prosperó porque fue un desastre económico y el gobierno no quiso arriesgar más, sobre todo con los problemas y la intranquilidad del momento, debido a los nubarrones de una conflagración que ya se vislumbraba como el comienzo de la Segunda Guerra Mundial.
Folleto correspondiente al Pabellón del Perú en la Exposición Internacional de París (1937), en la que Reynaldo Luza tuvo a su cargo la dirección artística del pabellón y, además, fue miembro del jurado de la mencionada exposición. (Archivo Luza).
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La Segunda Guerra Mundial y las últimas colecciones
Reynaldo Luza, junto al artista mexicano Miguel Covarrubias, en compañía de dos modelos, posan para la fotografía momentos antes de partir rumbo a Francia. (Archivo Luza).
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En esos funestos días de setiembre de 1939, dejé París en uno de los últimos trenes que salieron de la Gare d’Orsay para terminar en la isla de Mallorca, con la esperanza de volver a Francia y la ilusión de que aún se podía evitar una conmoción mundial. Desgraciadamente no fue así, y aunque las operaciones bélicas no habían comenzado en el oeste de Europa, al fin creí conveniente partir en uno de los primeros barcos que salieron a Nueva York vía Génova. A principios de noviembre, hice un viaje a Perú por motivos familiares. Estaba muy desilusonado porque los acontecimientos se presentaban cada día más graves. En los últimos días de diciembre recibí un cable de la señora Snow, editora de Harper’s Bazaar, proponiéndome acompañarla a París para asistir a las colecciones de enero, que a pesar de la guerra se habían preparado y anunciado como un último esfuerzo de la costura para mantener aún viva esa gran industria francesa que no debía morir. Yo acepté gustoso y, viajando de noche en un avión de Panagra en un triste Año Nuevo, llegué a Nueva York el 1 de enero de 1940. Al día siguiente, en las oficinas de Harper’s Bazaar se me puso al corriente de los proyectos del viaje; debíamos partir a mediados de mes, vía Génova, para después seguir a París. Se iba a realizar el primer viaje a Europa, después de comenzada la guerra, en el barco americano Washington y con la garantía de que los Estados Unidos aún no participaban en la conflagración europea. La fecha definitiva del viaje fue el trece de enero e iba a ser una gran aventura, porque dentro de las circunstancias, no dejaba de ser arriesgado y peligroso, no solo por atravesar mares que estaban infestados de submarinos alemanes, sino por lo que nos pudiera esperar en París, donde una calamidad podría ocurrir en cualquier momento. Recuerdo claramente a todos los amigos, así como a nuestros colaboradores, incluyendo a los “grandes” de Harper’s Bazaar, con sus esposas, que fueron a despedirnos y, como a las doce del día, nos dejaron para partir emocionados. No era el adiós de cualquier viaje. Salíamos a una aventura. Los pasajeros de primera éramos solo cincuenta, la mayoría colaboradores de la costura y de las revistas de moda de Nueva York, ya que el fin principal del viaje era una invitación especial de Lucien Lelong, gran costurero de París y en esa época presidente de la Cámara Sindical de la Costura, para asistir a una de las últimas colecciones, aún con la esperanza de esquivar la guerra. Este viaje tan terrible durante el mes de enero, de crudo invierno, nos dio pronto la primera sorpresa. Desde el primer momento disfrutamos de un tiempo primaveral, con sol a diario por espacio de unos diez días. Gozamos de un continuo buen tiempo, que solo cambió al llegar a Génova, donde nos recibió un verdadero invierno con una tempestad de nieve como no había ocurrido hacía veinte años. Nuestro paso por Gibraltar nos ofreció la primera impresión de que Europa estaba en guerra por la larga escala y revisión por parte de los barcos ingleses. Entre tanto, el viaje había discurrido más que agradable, de día a pleno sol y de noche, felices. Mucha comida y fiestas para bailar, todo con la mayor alegría como para olvidar y prepararnos, en esta última ocasión, para lo que más tarde podía llegar. El paso por Génova fue breve y no hubo problemas para tomar el tren que debía conducirnos a París. El trayecto fue penoso y complicado: ocho personas pasamos la noche sentados en un compartimiento. El paso por la frontera suiza, al día siguiente en que tuvimos que cambiar de tren, nos trajo grandes problemas con el equipaje y llegamos a París con la ciudad cubierta de nieve. El cambio no fue muy grande, pero tuve la suerte de encontrar mi departamento en orden. Fuimos bien recibidos y la vida en París estaba más o menos normal durante el día. Había hoteles y restaurantes funcionando por todos lados. Se comenzaba a sufrir algo y a darse cuenta de que estábamos en guerra solo cuando llegaba la noche y todo quedaba a oscuras. Los lugares que se frecuentaban tenían
que estar bien cerrados para evitar cualquier destello de luz por temor a los raids aéreos que ocurrían de vez en cuando. Era una experiencia muy penosa sentir a media noche el silbido de las sirenas que los anunciaban. Las últimas colecciones a las que fuimos invitados se realizaron a su tiempo. Fueron pocas, porque muchos de los costureros importantes habían dejado París o cerrado sus establecimientos. A nosotros, los que fuimos desde Nueva York, nos trataron como héroes de una aventura y la costura francesa nos demostró su gratitud, porque de todos modos, durante un mes se trabajó intensamente, se mandó mucho material para nuestra revista y los compradores ayudaron bastante. Yo personalmente serví para todo como el único varón en nuestras oficinas y me ocupaba de resolver los innumerables problemas que se nos presentaban en esos días. Hoy, que han pasado tantos años, bien valió la pena vivir esa gran experiencia. Fue un viaje que no podré olvidar en toda mi vida. Para fines de febrero, la vida se tornó más difícil en París. Había pesimismo y todo el mundo pasaba los días pendientes de las noticias por radio y de las sorpresas que podían venir de Alemania y de los caprichos de Hitler. Finalmente, en medio de tantos problemas, terminó marzo y pensé que era el momento de regresar a Nueva York. El viaje partia del puerto de Génova una vez más. Curiosamente, la partida de París fue normal en Wagons Lits con el confort de los viajes de paz y, a los pocos días, pudimos salir en el Rex. El viaje fue desastroso con muy mal tiempo, lleno de incidentes penosos y tristes recuerdos, pero llegamos al fin a Nueva York justo en los días de la invasión a los países escandinavos. El comienzo de esa contienda marcó el final de dos décadas brillantes en la costura. Se iniciaron los años tristes y difíciles que, con los acontecimientos fatales de la Segunda Guerra Mundial, no solo significaron sufrimiento y muerte para tanta gente, sino también olvido para muchos nombres famosos de la moda. Hoy, cuarenta años después, nos dejan únicamente un triste recuerdo, porque casi todos han muerto. Retrocediendo esta narración a la etapa del viaje en el barco de Washington hacia París, yo había llevado mi cámara Rolleiflex, así que me entretuve tomando fotografías que resultaron muy buenas y que, sin sospecharlo, representaron el testimonio de ese viaje que fue casi una hazaña. A nuestra llegada a París, la señora Snow se entusiasmó al verlas y escogió un grupo de ellas que envió a Nueva York, donde se publicaron en dos páginas como una primicia. La leyenda que las acompañaba decía así:
Carmel Snow, editora de la revista Harper’s Bazaar, enfrascada en amena conversación con Reynaldo Luza; imagen que corresponde a una de las últimas pasarelas de la época del artista peruano en París (1939-1940). (Archivo Luza).
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Captura de un recorte de la revista Harper’s Bazaar en la que se detallan los sucesos de la heroica travesía que emprendieron distintas personalidades de la moda en 1939, partiendo de Nueva York rumbo a París. Todas las fotos que aquí aparecen fueron tomadas por Luza.
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“Llegamos sin novedad... Buen viaje” El 13 de enero, un grupo de valientes de la costura y representantes de la prensa se embarcaron a Europa en el S. S. Washington con la intención de ayudar a una gran industria que, a pesar de la guerra, debía mantenerse viva para dar ocupación a miles de obreros de la costura en Francia. Reynaldo Luza, artista de Harper’s Bazaar, se convirtió en fotógrafo para conservar un recuerdo del viaje. Nuestros primeros cables anuncian una magnífica sensación de camaradería en el barco, como sucede en los grandes trasatlánticos. Todas las rivalidades se olvidaron: Sendel fue amigo de Bergdorf . Bergdorf fue amigo deTappé y hasta Vogue fue amigo de Harper’s Bazaar. Tiempo de verano en el Atlántico. Invierno en el Mediterráneo. No hubo sensación de peligro. Muchos llevaron víveres de emergencia, como sardinas, sopa enlatada y café preparado. Pero el chef del barco se sobrepasó en atendernos. Más caviar que nunca. Todos se vestían con traje de noche para comer y siempre hubo baile. Franklin de Hattie Carnegie fue la “bella” del barco. Experto en el bridge, León de Bendel probó ser tan bueno como Shotz de I. Miller. Todas las noches había coctel antes de la comida. Una noche Harper’s Bazaar, otra noche Vogue, y la revista francesa Match, también invitaba. Los compradores de importancia también daban grandes fiestas. Miembros de la embajada francesa con los corresponsales de Collier’s y Match mantenían interesantes conversaciones. Los romances florecieron y continuaron aún más ardientes a lo largo del terrible viaje de Génova a París”.
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Berlín, 1929
Arriba Fachada de la Escuela de la Bauhaus en Dessau (Alemania). El edificio fue diseñado por el arquitecto Walter Gropius, en 1926. En 1929, Luza visitó sus talleres y conoció a algunas de sus personalidades. Abajo Póster de la muestra de la Bauhaus que Luza visitó en 1929. Allí conoció al pintor ruso Wassily Kandinsky, quien presentaba una exposición importante.
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Al finalizar los años veinte, hubo un espléndido resurgimiento de las publicaciones artísticas en Europa. Además de las numerosas revistas de modas, había muchas dedicadas a la publicidad y a las artes gráficas, influenciadas por las diferentes tendencias del arte moderno. Existía una revista de gran auge, muy especial e interesante llamada Gobraus Graphic impresa en Berlín, cuyo editor era el profesor Frenze. Esta revista había adquirido prestigio internacional. Comenzó con la publicación de una serie de artículos sobre los artistas de la moda más conocidos. Yo tuve el honor de figurar entre ellos y la oportunidad de ser invitado a Berlín para conocer de cerca sus actividades. Pude conocer y agradecerle personalmente al profesor Frenze, un hombre muy amable, inteligente y una gran figura de la época, ya que me dio la oportunidad de visitar a muchos artistas célebres, exposiciones y centros culturales en auge en aquellos tiempos. En estos años anteriores a la llegada de Hitler al poder, Berlín era una ciudad alegre. Mi permanencia en esos días me conmovió, porque me pareció que había llegado a un nuevo mundo, a una ciudad de personalidad muy diferente a las que yo estaba acostumbrado a ver. Mostraba una vida intensa, sensación de poderío, de abundancia, una gran prosperidad y hasta elegancia en los ambientes de la moda. También se veían hoteles de primera, suntuosas avenidas, típicos cafés y restaurantes, además de muchos lugares históricos que visité y a los que dediqué la mayor parte de mi tiempo. Pero el más grato recuerdo de mi viaje a Berlín fue el reencuentro, después de algunos años, con la señora Francesca van der Kley, a quien conocí en Nueva York cuando era editora en jefe de Vogue y ahora conservaba el mismo cargo, pero en el Vogue alemán. La señora Van der Kley era una mujer joven con gran encanto personal que dominaba ampliamente el idioma alemán. Fue llevada a Berlín por el propio Conde Nast para visitar la revista y poner en orden la organización que no marchaba muy bien. Como era una persona muy ocupada, tuvo la amabilidad de presentarme a una amiga que me sirvió de cicerone, de la que no recuerdo su nombre. Con ella hice un viaje memorable de todo un día a Dessau, visité los talleres y conocí a algunas de las personalidades de la famosa Bauhaus. La Escuela de la Bauhaus se fundó en Weimar y fue una experiencia de tremenda audacia. Su objetivo fue poner en práctica nuevas ideas sobre el arte y las artes aplicadas, cuyos principios se originaron bajo la influencia del belga Henry van de Velde, ilustre pintor, arquitecto y decorador que tuvo mucho éxito en Weimar hasta 1929. Gropius dejó su dirección para emigrar a América, pero la escuela siguió funcionando hasta 1932 bajo la dirección de Herbert Bayer, uno de los famosos de esa institución que se encargó de mostrarnos todos sus talleres y ponernos al corriente del proceso de este interesante movimiento, así como de presentarnos a muchos de los profesores y artistas que dirigían los diversos cursos. En ese momento, en el salón de exhibiciones, se presentaba una exposición importante de Vladimir Kandinsky; él mismo nos llevó a verla y nos brindó una explicación minuciosa de su arte. La visita fue interesante porque representaba una nueva tendencia dentro de lo que yo conocía. Pero cuán lejos estaba yo en esos momentos de saber que estaba tratando al hombre que ha sido el creador de un movimiento artístico que dio nacimiento al arte abstracto que surgiría muchos años más tarde. He recordado siempre este episodio, porque Kandinsky ha pasado a ser uno de los grandes de la pintura.
Londres en los años treinta
Londres es una ciudad a la que se hace difícil entrar, pero luego se descubre que tiene un alma y una personalidad que, poco a poco, se apoderan del espíritu más indiferente. Así pasó conmigo. Por eso, en mis recuerdos siempre surge la grata memoria del tiempo que pasé en aquella urbe. La Segunda Guerra Mundial me sorprendió en vísperas de uno de mis viajes a Londres, y ahora que he vuelto allí después de tantos años, creo que es la ciudad que menos ha cambiado desde la época de los años treinta. Es un placer pasear por sus calles y avenidas, principalmente por sus parques y visitar sus magníficos museos. La gente es cordial y amable; no hay problemas de transporte como en otras ciudades. Sus hoteles están entre los mejores del mundo y hay una sensación de independencia y confort que no se encuentra en otras partes de Europa. A fines del siglo pasado y comienzos del presente, en los años correspondientes a la Belle Époque de París, Londres también experimentó una era de progreso y de refinada elegancia que se recuerda hasta hoy como la era eduardiana. El príncipe de Gales ascendió al trono, como Edward VII en 1902; fue una gran figura, muy popular y supo guardar la tradicional calidad de los círculos de la sociedad más selecta del Imperio Británico cuando estaba en su mayor apogeo. A su muerte, aquella vida de grandeza y de lujo se apagó un poco a causa de la competencia de otros centros europeos y norteamericanos. Pero en todas las épocas, Londres siempre ha seguido brillando como el centro de un sobrio estilo masculino, donde han acudido todos los elegantes del mundo. En los años treinta se produjo otra nueva era de prosperidad en la moda y la costura londinense. Recuerdo esos tiempos llenos de actividad, y hasta de esplendor, que llevaba la sociedad en torno a los grandes hoteles como el Claridge, el Ritz o el Savoy, entre los más importantes, así como en los magníficos restaurantes Ciro’s, Quaglino’s y otros. Son memorables las noches del Covent Garden, del Albert Hall y de los innumerables teatros alrededor de ese bullicioso y famoso centro que es Piccadilly Circus. Mi primera visita a Londres fue en el año veintitrés, de paso rumbo a París. Por esa época, solo recorrí la ciudad como turista porque me faltó tiempo y dinero para ver lo mucho que hay en ella. Tal como ocurrió en mi primer viaje a París en 1911, de este Londres solo me quedaba un vago recuerdo de mis idas y venidas por Piccadilly. Por entonces, nunca pensé que en los años treinta iba a volver, ya no como turista, sino a trabajar, a vivir su vida y a gozar intensamente de su gran época antes de la Segunda Guerra Mundial. Allí volví a recordar los años de grandeza de Inglaterra, cuando en mi adolescencia en el Perú, a principios de siglo, hojeaba las revistas inglesas que llegaban a mis manos. También por los años treinta había nacido en Londres el British Bazaar, donde comencé a colaborar desde París. Más tarde, en repetidos viajes, tuve que pasar casi la mitad de mi tiempo en esa ciudad y me tocó esa suerte porque, como en París, allí se daban momentos muy importantes para el mundo de la moda. La editora del British Bazaar era la señorita Reynolds, una persona capaz, de gran simpatía y muy popular en los ambientes de la moda. Yo me sentía muy a gusto, porque tenía mucho trabajo y nuestra oficina estaba formada por una pequeña familia comprensiva y agradable con la que nunca tuve problemas. Mi trabajo me dio la oportunidad de conocer a mucha gente interesante, así como a la joven generación de costureros, que comenzaban a labrar su futura fama como “creadores ingleses”. Hubo tal atracción por la moda y la costura, que muchos de los costureros de París decidieron abrir sucursales en Londres. Entre ellos recuerdo especialmente a Schiaparelli, Worth y Molyneux.
Diseño de una de las primeras portadas de Reynaldo Luza para la revista Harper’s Bazaar (edición inglesa), febrero de 1929.
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“En los años treinta, en Londres se encontraba juventud de gran belleza y se veía a mucha gente distinguida e interesante en las reuniones de los grandes hoteles, como el Savoy, que era el centro de los importantes del teatro y del cine”.
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Las casas de costura más importantes eran de los jóvenes Norman Hartnell y Victor Stiebel, típicamente ingleses, originales y con estilo propio. Sus salones eran favorecidos sobre todo por la juventud. Yo estuve íntimamente ligado a ellos, en especial a Hartnell, que ya en esa época había interesado a la familia real para convertirse más tarde en su costurero personal. Por esa época en Londres, me tocó presenciar algunos hechos memorables en la historia de Inglaterra: la muerte del rey George V, el advenimiento de Edward VIII, así como su abdicación y la coronación del nuevo monarca,el rey George VI. Es para mí un inolvidable recuerdo el haber dibujado para mi revista importantes modelos relacionados con la familia real, entre ellos los trajes de Estado que llevaron durante la coronación. Los trajes de las vizcondesas y baronesas, de terciopelo rojo rodeado de armiño, así como muchas de las famosísimas alhajas que, en medio de la mayor seguridad, me presentaron para dibujar. Esas joyas habían permanecido guardadas por años en las cajas fuertes de las grandes joyerías de Londres. También me tocó estar en la capital británica en los memorables días de la famosa entrevista de Hitler con Chamberlain celebrada en Múnich, donde todo parecía haberse arreglado para contener la guerra. Recuerdo bien la mañana en la que los diarios aparecieron con titulares a grandes letras que mostraban la palabra: “PEACE”. En este viaje alrededor del mundo, quise pasar nuevamente por Londres. Yo había olvidado mucho la ciudad, pero recordaba bien Grosvenor Street, donde viví varias veces y también Button Street, que era el centro de la costura que yo frecuentaba. Allí volví a encontrar la casa de Norman Hartnell, que ya se había mudado a la acera de enfrente. Después de dos días de espera, tuve el gusto de volverlo a ver y recordar tiempos pasados. Francamente, él los había olvidado, después de más de treinta años, pero sí pudo recordar sus comienzos, mi colaboración con él y los maravillosos días del Londres de la preguerra. Entonces hablamos de muchas cosas, de su inicio en la costura y algo que yo sabía sobre la influencia que tuvo para él, en sus comienzos en París, tanto el Barón de Meyer de Harper’s Bazaar como Main Bocher. En su casa de costura en Londres, en esa época, no solo hice innumerables dibujos, sino también muchas fotografías en colaboración con una joven de talento llamada Guttman. Entre sus famosas clientas, a las que recuerdo porque fueron muy amigas mías, estaba la bella joven de sociedad Lady Brigitte Paulette y la gran actriz Gertrude Lawrence que destacaba como la más famosa de Inglaterra. Yo la había conocido mucho antes, cuando fue a Nueva York para actuar en Charlot’s Revue en los años veintitrés o veinticuatro. Harper’s Bazaar me envió para elaborar unos dibujos de ella. Fue un encuentro rápido, de casi unos instantes, pero más tarde nos encontramos en un viaje a Europa en el Majestic y allí nació una amistad que duró mucho tiempo. Gertrude Lawrence era una mujer encantadora, joven y elegante, cuyo nombre dominaba el ambiente londinense, así como el de la famosa Gladys Cooper, a quien también conocí en los años veinte. La muerte de Gertrude Lawrence ocurrió en los primeros años de la Segunda Guerra Mundial, razón por la que pasó casi desapercibida. En los años treinta, en Londres se encontraba juventud de gran belleza y se veía a mucha gente distinguida e interesante en las reuniones de los grandes hoteles, como el Savoy, que era el centro de los importantes del teatro y del cine. Con las nuevas facilidades de viaje al continente por barco o tren, ya no había que hacer trasbordo al pasar el canal de la Mancha. Especialmente, con el nuevo servicio de aviones enormes que se llamaban Hércules, se estableció en los últimos años una relación constante con las ciudades europeas, especialmente con París.
La costura en Nueva York
En Nueva York comenzó una nueva era al final de los años veinte. Saks Fifth Avenue inició un brillante movimiento como gran tienda por departamentos, estimulando el comercio de la novedad y logrando mayor calidad y elegancia. Ese movimiento dio vida comercial a la calle 50 de la Quinta Avenida. Hasta ese momento, el mundo de la moda había girado alrededor del viejo Waldorf Astoria y de la calle 40. Después de la mudanza de Saks, continuó el traslado de las renombradas Bonwit Teller y Best & Co. al espléndido edificio de Bergdorf Goodman, al lado del Hotel Plaza. Entonces llegó el movimiento de los nuevos creadores americanos, como Hattie Carnegie, Adele Simpson, Sophie Gimbel, Valentina y otros. Todo ello continuó con otros jóvenes que hay que mencionar como Train Morell, Claire Mac Cardie, Clare Potter, Omar Kia, Charles James y Germaine Monteil, quienes dieron comienzo a ese gran centro neurálgico de la moda que es la Séptima Avenida neoyorquina. Adam Gimble, ya desaparecido, era un hombre que hay que recordar como una gran figura de esa época y el verdadero forjador del emporio de Saks. Fue, además, un hombre de excepcional simpatía y un gran amigo desde que lo conocí en París, cuando por el año veinticinco fue a visitar la Exposición de Artes Decorativas. En busca de nuevas ideas, a su regreso a Nueva York, aprovechó para hacer una renovación completa de sus vitrinas y arreglos decorativos dentro y fuera de sus múltiples salones. Antes de mi regreso al Perú, por el año cincuenta, mis visitas a su oficina eran frecuentes porque yo trabajaba mucho para la publicidad de Saks. Y él siempre me recibía con sus permanentes sonrisa y buen humor. La última vez que lo vi fue el día que me pidió que lo llevara al Museo de Brooklyn, porque le interesaba ver las telas precolombinas de mi país que se exhibían en ese momento. Treinta años después, en ese viaje de vuelta al mundo, a mi paso por Nueva York lo vi una vez más en una comida que compartimos en su residencia. Lo encontré casi igual y pleno de salud. Al despedirme, terminamos de pie en el vestíbulo de su casa hablando de mi idea de escribir estas líneas, que lo entusiasmó. Un año después, me entristeció conocer la noticia de su muerte. Al hablar de Adam Gimble, no puede olvidarse el nombre de Sophie, su esposa. Ella ha sido considerada la primera diseñadora de la costura puramente americana. Profesionalmente, era conocida como “Sophie de Saks Fifth Avenue”. Con gran entusiasmo dirigía, además del Salón Moderno, dos salones más en Saks. Por entonces muy joven, y hasta ahora bella y distinguida, creía que toda mujer tenía derecho de hacerse bella y elegante si así lo quería. A todo esto se debió su gran éxito y el honor de aparecer en la portada de la revista Time del 15 de octubre de 1947, como “La Gran Dama de Saks Fifth Avenue”. Me parece que su retiro de la costura fue prematuro, pero tal vez la muerte de su esposo, a quien ella quería entrañablemente, le produjo un vacío difícil de resistir en ese enorme edificio y en esos antiguos salones. Hay que mencionar a todos estos personajes de la costura de Nueva York, porque fueron los que iniciaron esta actividad en América, y representan a un grupo de creadores, casi todos jóvenes de refinado gusto, que más tarde, en los años que siguieron, han sabido dar a su “arte” un estilo propio, juvenil, alegre, original y a precios que pusieron en serios apuros a los costureros franceses. Lord and Taylor y Altman conservaron sus antiguos edificios; el primero, siempre floreciente, bajo la dirección de Dorothy Shaver, que fue por mucho tiempo otra de las personalidades más importantes en el ambiente de la moda y la costura en Nueva York. En mis últimos viajes a esa ciudad, la he visto con frecuencia: luce floreciente y llena de energía, como en sus años de juventud.
Ilustración hecha para Saks Fifth Avenue por Reynaldo Luza. Al finalizar los años veinte, Saks Fifth Avenue dio origen a un nuevo movimiento, al inicio de una época dedicada a promover el comercio de la novedad y que, al mismo tiempo, aspiraba a mayor calidad y elegancia. (Archivo Luza).
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Dos diseñadoras, la francesa Augusta Bernard (izquierda) y la norteamericana Hattie Carnegie (derecha) conversan en torno a sus nuevas colecciones. La fotografía fue tomada por George Hoyningen-Huene en 1933.
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Otra gran amiga y una de las primeras creadoras de hoy es Adele Simpson, que ha hecho varios viajes por el Perú y Sudamérica. La conocí en sus comienzos y hoy destaca más que nunca con sus magníficas colecciones de exquisito gusto. Su esposo, Wesley, es igualmente un antiguo conocido mío, y también famoso en el pasado porque fue uno de los más importantes creadores de estampados y telas impresas para la costura con quien yo colaboré un tiempo. Entre los famosos diseñadores que él solicitó para su trabajo, figuran nombres como Dalí y Vertès; así, el equipo conformado por Adela y Wesley Simpson merece ser clasificado por su aporte a la creación de la costura norteamericana. La primera casa importante de costura que visité en Nueva York en mis comienzos fue la de Bergdorf Goodman, que se encontraba frente a la catedral de St. Patrick. Recuerdo bien que fui invitado por Vogue para dibujar algunos accesorios para sus páginas, y fueron los primeros dibujos que llevaron mi firma en una revista importante. Eso me dio la oportunidad de conocer a otro gran personaje de la costura, el señor Edwin Goodman, que en esa época bordeaba los cuarenta años. Durante todo el tiempo que siguió, siempre lo encontré en su edificio suntuoso de la Quinta Avenida. De sus hijos Ann y Andrew, a quienes conocí desde su juventud, también guardo un buen recuerdo y para mí es especialmente grato mencionar mi encuentro con Andy en una de mis últimas visitas a Nueva York, pues no lo había vuelto a ver en más de veinte años. Al entrar a su oficina me recibió muy cordialmente y me dio gusto ver que se acordaba de mí, que había colaborado con ellos muchas veces. Le pedí una fotografía de su padre para publicarla con estas líneas y salí con un libro de la historia de Bergdorf Goodman que me obsequió y firmó con unas palabras de recuerdo. Otra personalidad importante de la costura en Nueva York, que conocí a principios de los años veinte, cuando ya colaboraba en Harper’s Bazaar, fue Herman Patrick Tappé que dirigía su famoso establecimiento en la calle 57 a un paso de la Quinta Avenida. Tappé era un hombre pintoresco, alto, de muy buena presencia, muy divertido y siempre alegre y bromista. Su casa era muy popular entre la gente rica y selecta de Nueva York. Su fama duró hasta los años cuarenta, en plena guerra. Lo conocí cuando fui enviado por Harper’s Bazaar para dibujar, como reemplazante de Catherine Sturges, que estaba enferma. Se trataba de una doble página que ella ilustraba mensualmente sobre las novedades e ideas de Tappé. La literatura de esas páginas la escribía una distinguida dama de la sociedad americana, la señorita Prescott Lennox, a quien con ese motivo conocí y aprecié no solo por su fineza y distinción, sino porque era sobrina nieta del famoso Prescott, que escribió la Historia de la conquista del Perú, un país que nunca visitó. Al lado de la obra de Marckham, la historia de Prescott es considerada como la más completa e importante en inglés. Siempre visitaba la Casa Tappé porque me agradaba su ambiente y porque allí comencé a familiarizarme con los nombres de los costureros de París, cuyos modelos él importaba con frecuencia. Su esposa era una bella joven que se llamaba Anna y dirigía el salón de modas ubicado en el tercer piso. Siempre estaba ataviada elegantemente, yendo de un lado a otro con gran actividad y usando siempre en su trabajo sombrero y guantes blancos. Además de nuestras relaciones comerciales, fue para mí un gran placer cultivar su amistad y la de su esposa. En su departamento de la Avenida Madison comíamos a menudo con ellos, sus amigos y la señorita Lennox. En ocasiones especiales, yo colaboraba con Tappé cuando él necesitaba un dibujante. Recuerdo una vez que me pidió algunos diseños de “tocados” de la Edad Media que le habían encargado para una película. Fue nada menos que para realizar el vestuario de Romola, película que iba a ser interpretada por Lillian Gish, artista del cine mudo, muy joven y de gran fama en esa época. Así conocí a Lillian y a su hermana Dorothy. Tuve la oportunidad de acompañarlas al Museo Metropolitano a revisar libros de la Edad Media. Ignoro si la película se realizó o no. Herman Patrick Tappé fue otro de los notables que desapareció prematuramente de la costura en Nueva York.
“Los barcos de la elegancia”
Por motivos de trabajo, durante mis años de residencia en París, hice varios viajes a Nueva York. Los viajes entre Nueva York y Europa se efectuaban generalmente en esos grandes trasatlánticos que yo bautizaría como “Los barcos de la elegancia”, porque eran los preferidos, no solo por los notables y presidentes de esa época, sino también por los ases norteamericanos de la costura, conocidos como los viajeros permanentes de todos los años y en las mismas épocas de la moda en París. Terminada la guerra, los barcos ingleses eran los más importantes y favorecidos. Todavía recuerdo los nombres de algunos, como el Aquitani, el Mauritania, el Olympic, el Berengaria o el Majestic, así como alguno americano como el Leviathan. Pero la popularidad de los barcos franceses surgió de pronto, primero con La France, después con el Paris y el Ile de France, y más tarde, con el Normandie, tal vez el más rápido y agradable. También hay que recordar por esa época el Bremen y el Europa, barcos alemanes donde se viajaba cómoda y confortablemente, pero a los cuales les faltaba la simpatía acogedora de los barcos franceses. No hay que olvidar los barcos italianos, el Rex y el Conte di Savoia, que terminaban en Génova, pasando y haciendo escala en varios puertos del sur de Francia. Eran viajes más largos, pero mucha gente los prefería en plan turístico, porque había más tiempo para gozar de un viaje por mar. Los viajes directos eran muy cómodos y agradables porque solo duraban seis o siete días, que eran de reposo y de placer. Aunque hoy nos parecerían viajes largos, en esa época había tiempo para todo y además nos daban oportunidades para encontrarnos con conocidos, amigos o establecer relaciones con mucha gente interesante, entre ellos los importantes del teatro y del cine. Después de la guerra, vino la época de la aviación y ya no parecían interesar los beneficios y ventajas de otros tiempos; la economía del tiempo y la liviandad del equipaje eran más importantes que el descanso y el placer de un viaje por mar. Hoy, nos parecería hasta ridículo volver a los grandes baúles, las innumerables maletas y otras piezas, llenas de banalidades en su mayor parte innecesarias. Pero también en este desconcertante mundo, los cómodos traslados por avión se han complicado mucho, ya que los aeropuertos quedan lejos, lo que provoca grandes demoras, como en mi último viaje de París a Lima, que sufrí ocho horas y media de retraso. Otro gran problema para el viajero es el turismo, cuya fiebre ha llenado el mundo. Todo esto tuvo como consecuencia la desaparición de la construcción de grandes barcos, que hoy no tendrían cabida ni popularidad. Los pocos que vemos navegar todavía, se usan para cruceros o para viajes alrededor del mundo. En ellos se ve, más que nada, a gente de edad, porque la gente joven de hoy no tiene ni el tiempo ni la paciencia de esperar; todo lo quiere con mayor rapidez y facilidad.
Reynaldo Luza, en cómplice actitud, junto a una amiga y al capitán de uno de sus entrañables “barcos de la elegancia”, nombre con el que bautizó a aquellas embarcaciones que le permitieron hacer suyo el mundo y su destino. (Archivo Luza).
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Los perfumes de la costura
El diseñador francés Paul Poiret fue el pionero en crear un perfume anexo a la costura, aunque no tuvo mucho éxito con sus fragancias. Aquí lo observamos trabajando en una mezcla para un nuevo aroma, en 1919.
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Los perfumes figuran entre los atributos típicos de la industria francesa que han gozado siempre de fama mundial. El verdadero creador de un perfume unido a la costura fue Poiret, quien lo presentó en Martine, su boutique. Dos de sus perfumes, “Nuits de Chine” y “Lucrecia Borgia”, de inspiración oriental, fueron creados en una época en la que ese estilo influenció la moda. No tuvieron mucho éxito, porque solo gustaban a cierto tipo de mujeres exóticas, y como dicha boutique desapareció antes que Poiret, también murió el recuerdo de los primeros perfumes en la costura. Durante los años de la Belle Époque y hasta el final de la guerra, los ambientes de París y del mundo entero se vieron influenciados por la industria del perfume, resaltada por nombres tan clásicos y famosos como Roger Gallet, Pinaud, Guerlain, Houbigant, Coty, y algunos más. Pero a comienzos de los años veinte, mademoiselle Chanel tuvo la genial idea de lanzar al mercado el “Nº 5”, iniciando así la nueva era del perfume en la costura y el principio de una gran industria dentro de la moda. A Chanel la siguió Patou con sus famosos “Amour” y “Que sais Je?”, para continuar con el conocido “Joy”, el perfume más exquisito y caro del mundo. También le corresponde a Patou el mérito de haber sido el primero en crear el “Huile de Chaleur”, un aceite para el bronceado de la piel, cuando se puso de moda que las damas se expusieran al sol. Más tarde siguieron Lanvin, Worth, Marcel Rochas, Schiaparelli con el original “Shocking” y en seguida muchos más. En suma, casi todas las grandes casas de costura produjeron no solo perfumes, sino toda una gama de productos de belleza que sirvieron de base para la creación de tiendas de perfumería y cosmética que hoy abundan, no solo en París, sino en las grandes ciudades del mundo entero. En realidad, fue la creación de una industria fabulosa cuyos beneficios llegaron a superar los de la costura misma. Recuerdo que al final de los años treinta muchas grandes casas afectadas seriamente por la crisis, tuvieron que apoyarse en la producción de perfumes para poder subsistir. Hoy día, el negocio de los perfumes en la costura se ha extendido de una manera asombrosa, que además se ha completado con la producción de maravillosos productos de belleza, no solo para las mujeres, sino incluso para los hombres. Las tiendas de perfumería y cosmética ya no son solo rincones pequeños, sino secciones importantísimas de las casas de costura con todos sus accesorios y novedades. Al abrir las importantes revistas de moda actuales, encontraremos que el ochenta por ciento de la publicidad en sus páginas está dedicada a los perfumes. Se encuentran muchas novedades con nombres originales y maravillosos frascos, la mayor parte aromas lanzados por las nuevas marcas de costura. Hasta Chanel, que nunca se apartó de su “Nº 5” para damas, ha lanzado una maravillosa colonia para hombres. Esto demuestra que tengo razón al afirmar que el negocio de los perfumes en París es probablemente el gran negocio del siglo.
Izquierda Publicidad del mítico “Chanel N°5”, que inició la nueva era del perfume en la costura y abrió una gran industria dentro de ella. (Archivo Luza). Derecha Aviso del perfume de Jean Patou, “Amour Amour”, una fragancia floral para mujer que gozó de una gran aceptación. (Archivo Luza).
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18 rue Jean Goujon
Retrato de Luza en el estudio de su departamento de la rue Jean Goujon (1930). Aquel espacio –que más tarde cedería a Harper’s Bazaar, que lo utilizaría como estudio fotográfico– fue escenario de grandes sucesos en su vida y en la historia de la moda. (Archivo Luza).
“Los años que allí viví tienen especiales recuerdos para mí por las cosas importantes que sucedieron, como la transformación y las grandes novedades en el mundo de la costura, la desaparición de muchos de los “clásicos” de la moda que eran amigos míos y, sobre todo, los cambios radicales que ocurrieron en nuestras oficinas de Harper’s Bazaar”.
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La rue Jean Goujon era una calle importante de París. Su situación es privilegiada porque atraviesa la plaza François I y queda a un paso de la avenida Montaigne, muy cerca del Rond-Point de los Campos Elíseos. Allí queda el recuerdo de las brillantes épocas del París de la Belle Époque, y, más tarde, de los nombres de Paul Poiret, Madeleine Vionnet y Christian Dior. En 1930, decidí instalarme en un estudio del último piso de un edificio recién construido, en el número dieciocho de esa calle Jean Goujon. Los años que allí viví tienen especiales recuerdos para mí por las cosas importantes que sucedieron, como la transformación y las grandes novedades en el mundo de la costura, la desaparición de muchos de los “clásicos” de la moda que eran amigos míos y sobre todo los cambios radicales que ocurrieron en nuestras oficinas de Harper’s Bazaar. Por aquel entonces, mi espacio sirvió para mis primeros fracasados ensayos fotográficos, motivo por el cual más tarde decidí mudarme para ceder el local a Harper’s Bazaar, que mantuvo allí el estudio hasta después de la guerra. El hotel Saint Regis, en esa misma calle, servía además como residencia permanente a nuestra editora y al personal cuando venían de Nueva York. Las pequeñísimas oficinas que quedan de Harper’s Bazaar ocupan un local cerca del Saint Regis, en esa misma calle, que he podido visitar como recuerdo en mis últimos viajes. La calle Jean Goujon, en mi memoria por más de cuarenta años, creo que no se podrá olvidar por lo que voy a relatar a continuación. Recuerdo claramente que cada vez que salía de mi residencia, me encontraba frente a frente con una iglesia pequeña, poco frecuentada y de bella arquitectura. Un día descubrí que era una iglesia armenia. Pero un poco más a la derecha, siempre al frente, se levantaba otra gran capilla mucho más imponente y misteriosa, que estaba permanentemente cerrada lo que, en esa tranquila calle, despertaba mi curiosidad. Un buen día, no sé cómo, me encontré con un viejo portero de un hotel, vecino al que yo apenas conocía, pero que me saludaba siempre. Fue él quien me contó la razón de la existencia de esa capilla que se había construido en memoria de lo que había pasado allí: un incendio inolvidable en una sociedad de caridad de la cual no podía dar más razón. La historia me interesó, y después de mucho indagar pude enterarme en detalle de lo que allí ocurrió, lo que me permitió descubrir que la calle Jean Goujon, no era solamente una vía muy importante y conocida de París, un centro residencial situado en un sitio privilegiado cerca del famoso Hotel Plaza Athénée, en la avenida Montaigne, y de la magnífica casa de costura de Madeleine Vionnet. La verdadera fama de esta calle para la historia de París era que allí ocurrió el espantoso incendio del Bazaar de la Charité, donde murieron cientos de personas, la mayoría damas y jóvenes de la aristocracia parisina. El Bazaar de la Charité era una organización fundada en 1885. que había estado funcionando en varios locales de París. Cuando se tuvo la idea de organizar un gran festival en 1897 se pudo conseguir para su instalación un enorme terreno vacío en la calle Jean Goujon, cuya parte posterior colindaba con el Hotel du Palais. En una parte de ese vasto espacio libre se construyó rápidamente una enorme barraca con materiales ligeros, más tarde decorada con telas pintadas y otros elementos que, al lado de enormes cortinas, sirvieron para lo que nunca se pensó, porque al iniciarse el incendio, facilitaron que las llamas se extendieran rápidamente. El fuego comenzó en el instante mismo de la inauguración que iba a ser a las cuatro de la tarde, y todo sucedió tan rápido que, dos horas después, todo lo que allí había estaba calcinado. Al caer la noche, solo quedaban escombros, cuerpos quemados y cenizas.
El fuego parece que comenzó al encenderse un fósforo cuya llama inflamó los vapores de éter de la lámpara de proyección mal instalada que estaba lista para pasar las vistas animadas de los hermanos Lumière, que en esa época eran la novedad. Esa fue la famosa historia que ha quedado como triste recuerdo de la calle Jean Goujon. Tal calamidad ocurrió curiosamente en el número diecisiete de esa calle. Últimamente, ya viviendo en el Perú, esta historia me fue corroborada por una amiga mía nacida en París y perteneciente a una opulenta familia de la sociedad peruana que por esa época vivía allí. Me contaba que su madre debió asistir a la famosa fiesta de caridad, pero por una indisposición de última hora tuvo que desistir cuando ya estaba listo el automóvil que la esperaba en la puerta de su residencia en la avenida Kléber.
Un gran novelista
Don Vicente Blasco Ibáñez fue el gran novelista español de principios de este siglo. En mi adolescencia leí muchas de sus novelas, pero me quedó grabada en la memoria una de las últimas, que se titulaba Mare Nostrum. Ya al final de su carrera, escribió Los cuatro jinetes del Apocalipsis. El éxito de esta le dio fama mundial, fue traducida a casi todos los idiomas, y se llevó al cine protagonizada por Rodolfo Valentino, convirtiéndolo en millonario. Una noche, en un restaurante modesto de Nueva York, por los años veinte, me senté con un amigo en una mesa a poca distancia de otra en la que el famoso novelista comía acompañado de una persona. Lo reconocí por las fotos publicadas en los diarios el día de su llegada. Nunca pensé que años más tarde lo conocería personalmente y que escribiría con mi puño y letra una carta dictada por él en su mansión de la Costa Azul, donde pasó los últimos años de su vida. Todo sucedió así: hacia el año veintiséis, cuando yo vivía en París, en un corto viaje que hice a Nueva York, el señor Ray Long, editor de Cosmopolitan y jefe supremo de la organización Hearst, al que yo apenas había conocido en nuestra oficina de la calle 40, me hizo llamar para pedirme un servicio. Habían surgido ciertos problemas con la publicación de las obras de Blasco Ibáñez, quien tenía contrato con Cosmopolitan, y como don Vicente no hablaba inglés, mi misión sería darle un mensaje de explicación y entenderme con él sobre la solución de varios problemas. Antes de mi regreso a París, me quedé en Montecarlo y me preparé para encontrarme con el novelista que vivía en Menton, en una magnífica residencia: la Fontana Rosa rodeada de jardines y adornada de pedestales, bustos de mármol de grandes escritores y automóviles de colección. Por entonces, don Vicente estaba ya algo pasado de edad, y aunque su apariencia era la de un hombre algo delicado de salud, era un personaje vivaz, ameno conversador, con un verbo que empleaba muchas palabras crudas del español castizo. Era francófilo, pero añoraba mucho España. Como era un ardiente republicano, se sentía mejor alejado de la política y la persecución por la que tanto había sufrido en su juventud. Había enviudado hacía pocos años, pero volvió a casarse en segundas nupcias con doña Elena Ortúzar, una encantadora dama de la aristocracia chilena que lo adoraba, admiraba y estaba siempre pendiente de sus mínimos gestos. Él la llamaba cariñosamente “Chita”, y ella no lo dejaba un instante. El primer día de mi llegada compartimos un almuerzo muy entretenido. Su casa, una de esas antiguas residencias al sur de Francia, conservaba mucho de lo tradicional. En el maravilloso clima de la Costa Azul y la tranquilidad de
Vicente Blasco Ibáñez (derecha) y Rex Ingram (izquierda), autor y director, respectivamente, de “Los cuatro jinetes del Apocalipsis”. La fotografía fue tomada mientras se filmaba “Mare Nostrum”, basada también en una novela de Blasco Ibáñez, a quien Reynaldo Luza había leído de adolescente. Años más tarde, el escritor y Luza se conocerían, para deleite del artista peruano.
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ese balneario casi desierto de Menton, pasé momentos inolvidables cuando el novelista me mostraba los azulejos y naranjos traídos de Valencia, su tierra, para adornar sus jardines. Otras veces me guiaba hasta la orilla del mar con su esposa, que recuerdo llevaba siempre una sombrilla roja. Creo que por esa época don Vicente ya no escribía, pero trabajaba de vez en cuando en un pabellón solitario apartado de la casa y allí nos reuníamos para tratar los problemas que me habían encargado. Era un aposento enorme, lleno de libros, papeles, revistas de todo el mundo y multitud de recuerdos; todo un poco desordenado, pero en medio de una gran tranquilidad y reposo. El novelista siempre de pie se movía continuamente, estaba enterado de lo que literariamente pasaba en el mundo y le gustaba hablar de política. Había estado una sola vez en Buenos Aires, pero conocía con nombre propio a todos los escritores famosos de Sudamérica y del Perú. Le interesaban mucho las historias de la conquista. Fue en ese pabellón donde me dictó una larga carta, que al final escribí a máquina para que él la firme y la envíen a Nueva York. Así cumplí con la misión que me dio Ray Long. Como yo estaba hospedado en Montecarlo, cerca de Menton, repetía mis visitas casi a diario y en vísperas de mi partida a París, don Vicente, en compañía de su esposa, me invitó a comer al famoso restaurante Ciro’s de Montecarlo. Fue un ágape espléndido; allí pude apreciar su gran popularidad, la admiración y el respeto de los que gozaba. Uno o dos años después, fui sorprendido por la noticia de su muerte, que me pareció imposible de creer.
“Mujer del Siglo”
En 1974 fui sorprendido. y puedo decir que hasta me emocioné. al descubrir en el último número de la revista Esquire, la portada con una gran fotografía de la “todopoderosa” Clare Boothe. La presentaban como la “Mujer del Siglo”, con un magnífico artículo sobre la vida de esta dama interesante, atractiva y bella. Era una larga narración de su vida, con muchos pasajes inéditos de su juventud, que se extendía hasta su época de grandeza. Lo que voy a decir ahora, me parece que tiene su razón. En los años veinte de París, tuve la oportunidad de conocer y ver con frecuencia a la bellísima joven, recién casada con el millonario americano George T. Brokaw. En esa época, éramos un grupo de amigos jóvenes que andábamos juntos y salíamos con frecuencia a reuniones de noche. Recuerdo mucho sus problemas de casada con un hombre difícil y mucho mayor que ella; su matrimonio terminó en divorcio. Aunque por esa época la señora Brokaw ya había dejado París por Nueva York, en mis continuos viajes a esa ciudad no dejé de verla. Todavía en sus veintitantos años y en libertad, ya se vislumbraban en ella sus ansias de superación en la vida y sus deseos de relacionarse, de alguna forma, con alguien que pudiera ayudarla en un diario o revista, pues su inclinación era literaria. Un día, no recuerdo si por iniciativa de ella o de mí, se trató la posibilidad de que colaborara en Harper’s Bazaar. En ese momento, esta era la revista donde yo trabajaba y tenía como editor a un buen amigo mío, el señor Charles Hanson Towne. Este señor era importante en los círculos literarios de Nueva York y en la sociedad, donde se le llamaba “Charlie”. Era de edad, pero simpático, inteligente y muy divertido. Cuando le sugerí la idea de contratar en Harper’s Bazaar a Clare Brokaw le pareció muy bien y, con ese motivo, nos invitó a una cena íntima en su
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departamento para conocerla y tratarla. Charlie quedó encantado no solo con la belleza y juventud de Clare, sino con su inteligencia y personalidad, y de hecho aceptó la propuesta para llevarla a nuestra revista. Esa misma noche quedó todo en sus manos y a los pocos días yo regresé a París, confiado y con la seguridad de que el señor Towne cumpliría su palabra y que pronto la señora Brokaw sería una colaboradora de nuestra revista; pero desgraciadamente eso no sucedió y Vogue, no sé cómo, le ganó la partida. Hoy, el mérito de haberle dado la oportunidad del comienzo de una brillantísima carrera corresponde al dueño de Vogue: el señor Condé Nast. Más tarde, cuando yo residía ya en Perú, siempre me interesó saber de ella y conocer sus éxitos literarios y políticos, así como sobre su matrimonio con el magnate Henry Luce, dueño de Time & Fortune. En esa época, cuando ya era embajadora en Roma, le envié una felicitación y un obsequio con una conocida mía, carta que contestó y conservo como el recuerdo de una larga amistad. A partir de entonces, no supe más de ella, a pesar de haberla buscado en mis últimos viajes a Nueva York. En un interesante artículo de Esquire, me enteré al fin que hoy su residencia está en Honolulú. Lo más curioso para mí fue que en el último párrafo se menciona lo que cuenta un invitado a una comida de veintiséis personas que ella dio en su residencia. Lo que pasó mucho más tarde, a las tres de la mañana, es que la señora Luce desapareció para volver en ropa de baño y lanzarse a la piscina, zambullirse y nadar como un maravilloso cisne. En esa época tenía setenta años. Aquí viene la parte final, con lo más interesante de mi historia, que si Clare leyera seguramente recordaría. En el verano del treinta y cinco, estuvo en París antes de ganar tanta fama. En esa época nos reuníamos un grupo de amigos en la isla de Mallorca, donde yo era propietario de una casa en la bahía de Formentor y donde ella se presentó una mañana muy temprano, a la hora del baño. Frente a mi casa, a unas cuatro o cinco millas de distancia, estaba anclado un espléndido yate. Ese yate, que todo el mundo conocía en la isla, pertenecía a un millonario mallorquín, célebre por su austeridad e independencia, que vivía solo, detestaba la compañía y pasaba sus veranos dando la vuelta a la isla sin hablar ni recibir a nadie. Sin que yo me diera cuenta, Clare se lanzó de repente al mar; me imaginé que iría a tomar un baño, pero fue para nadar y seguir nadando en dirección al yate. Yo, preocupado, seguía su avance con mis binoculares, hasta que la vi después de largo rato terminar en plan de descanso sentada en la escalera del barco. Parece que el indómito señor que no admitía a nadie, ante tanta sorpresa, la hizo subir a bordo, la atendió por largo rato y al fin la dejó partir de regreso, que también hizo a nado. Yo la recibí y quedé sorprendido y perplejo ante tal hazaña, pero ella llegó sonriente y no parecía cansada. Nunca imaginé que Clare era tan buena nadadora. Me atrevo a contarlo, porque fue una mañana de gran emoción y un grato recuerdo de mis años en la hermosa bahía de Formentor.
Retrato de la política y escritora Clare Boothe Luce (1955). Reynaldo Luza la conoció cuando apenas era una joven, en aquellos entrañables años veinte, y su amistad se alargó por mucho tiempo. En 1974, ella fue reconocida por la revista Esquire como la “Mujer del Siglo”.
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Cincuenta años después
Fachada principal de la casa que Reynaldo Luza construyó en los años treinta en la bahía de Formentor, ubicada en la isla española de Mallorca. Allí el artista paso magníficas temporadas con sus amistades, disfrutando del Mediterráneo.
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A partir de los años cincuenta y después de mi regreso al Perú, mis recuerdos se paralizaron por casi veinte años. Pero después de un viaje alrededor del mundo y de mi paso por París, Londres y Nueva York, regresé a mi tierra impaciente, porque así como cuando regresé de Europa el año quince a causa de la guerra europea con el cartapacio lleno de dibujos, recortes y otras reliquias sentimentales de la moda, en el año cincuenta dejé Nueva York con otro cartapacio, mucho más voluminoso aún, con mis experiencias de más de treinta años, de todo lo que fui testigo y de lo que presencié en los años “felices” de París. Fue grande mi emoción porque después de buscar mucho, allí estaba el paquete con todo lo que yo había guardado y que, en realidad, había querido olvidar. Al pasar por Nueva York, después de ese largo viaje, me encontré con innumerables libros, casi todos biografías o memorias de autores que comenzaban mostrando su árbol de familia, que a fin de cuentas interesaba poco. Encontré también muchos artículos y recortes relacionados con la moda. Así, me decidí a escribir sobre mi experiencia como dibujante de modas en esos años, simplemente como un espectador, hablando, como se ha podido ver a lo largo de este libro, de lo mucho que se ha olvidado e ignorado. Me parecía también interesante volver a recordar lugares, personas y costumbres de una época que hoy para muchos es desconocida y para otros, los pocos que quedan, olvidada. Como la moda comenzó a inspirarme en 1911, durante mi primer paso por París y como comencé mi carrera en Nueva York en 1918, puedo afirmar sin pretensión que he presenciado la evolución de la moda por mucho más de medio siglo, que tuve la suerte de alcanzar los últimos años de la Belle Époque, y hasta
de colaborar con sus costureros en París. Por tal razón, al hablar de todo esto, me siento orgulloso de recordar el pasado con sus mejores años que, a mi modo de ver, fueron los más importantes y prósperos del mundo. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, no volvió a recobrarse el refinamiento de la vida en París, sobre todo en la costura; ni el exquisito gusto de los pasados años veinte y treinta. No fue por la falta de nuevas creaciones, sino por el cambio que comenzó a sufrir el mundo en todas las actividades de la vida. Esta nueva era comenzó a cobrar un carácter automático y perturbador, y la moda se inclinó a seguir nuevos caminos que, aunque de mayor variedad y movimiento, no tenían los de las otras épocas, en que existía la palabra chic. Actualmente, para los pocos que hemos quedado como sobrevivientes de aquel entonces, no hay duda de que el sentido de la verdadera elegancia ha cambiado y, aunque comprendo que hay que amoldarse a los nuevos tiempos, no deja de ser penoso pensar que en el presente solo queda el recuerdo deslumbrante de la Belle Époque, así como el de los otros veinte años revolucionarios que siguieron en París. Las grandes revistas de moda, con los adelantos técnicos de hoy en la impresión y el color, creo que han llegado a la perfección, pero encuentro que sus maravillosos “modelos” exageran el movimiento y la moda parece estar solo dedicada a la juventud, olvidando que la verdadera elegancia comienza no muy temprano en la vida de una mujer. Como ya he dicho, la palabra chic ha desaparecido; esos aires de tranquilidad y reposo de la mujer elegante de antaño, son reemplazados por poses extravagantes y curiosos saltitos, como si la moda y la elegancia fuesen atributos solo de adolescentes. Con frecuencia me pregunto sobre quienes adquieren y usan algunos modelos de exagerada originalidad, como si fueran disfraces de muy mal gusto. Los años setenta en la moda fueron fatales. La moda de la minifalda felizmente parece haber pasado al olvido, sobre todo por su fracaso con la mujer de cierta edad. Para mí la minifalda representó el símbolo de la “antimoda”, porque para la mujer hay un problema de proporción en el vestir, difícil de calcular, y si bien reconozco que una falda corta puede ser graciosa en los casos de una adolescente o de una pícara chica de gracioso andar, a las jóvenes altas de mayor edad no les sienta nada bien y menos a la mujer ya formada, que después de los treinta años podría dar su nota de elegancia con más seguridad. En la época de la minifalda, he visto en las grandes ciudades a algunas jovencitas muy altas, de cuerpo espigado y no de muy bellas piernas con minifaldas que las hacían parecer verdaderamente ridículas; y he podido observar cómo en muchos casos la gente se ha dado la vuelta para mirarlas y sonreír, justamente en ciudades donde nadie critica el vestir de nadie y donde el público en otras épocas solo se volvía para admirarlas. Además, la minifalda creó una sensación de erotismo porque las “elegantes”, sobre todo al sentarse, adoptaban esas poses exageradas de la juventud, donde lo primero que deseaban era mostrar las piernas, bonitas o feas, pero siempre las piernas. En una mujer decente, atractiva y de buen gusto, bella o no, no solo hay que admirar las piernas; también se pueden admirar la perfección de su rostro o su lindo peinado, la gracia al caminar o el refinamiento de sus toilettes, sus bellas manos y la fragancia de un exquisito perfume. En fin, un no sé qué, otras notas de buen gusto que pueden perdurar para siempre. En buena cuenta, una mujer cuyo conjunto nos conmueve y mejor aún si ella es dueña de un maravilloso cuerpo. Pero con la minifalda todos esos atributos de la mujer desaparecieron, porque lo que atraía eran las piernas. Las amantes de esa moda estaban seguras de que con esos modelos atraían sexualmente a los hombres, y por ello, más que para lucir las piernas, los usaban como arma de seducción. En mi época de París, recuerdo que cuando una editora, un dibujante o un fotógrafo cogía entre sus manos cualquier modelo de la gran costura se tenía la sensación de apreciar una cosa exquisita y bella, de las proporciones y dimensiones que ella representaba; pero en esta época, cuando de casualidad he tenido en mis manos una minifalda al desnudo no he podido evitar una sensación de disgusto, porque me parecían modelos sin valor o elegancia para revejidas o enanas. Fue esta moda de locura, de la cual se aprovecharon comerciantes y oportunistas que
Reynaldo Luza volvió a Lima en 1976, pero una parte de su corazón y sensibilidad permanecerían para siempre en aquellas grandes capitales de la moda. Por eso recordaría constantemente sucesos tan relevantes para la costura como el “New Look” de Christian Dior, que vemos lucir a esta modelo. La imagen muestra un traje BAR, parte del éxito del nuevo estilo.
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Para Luza, en los años cincuenta, Christian Dior y su “New Look” dejaron una sabia lección en la costura. Uno de sus principales postulados de moda consistía en la proporción de falda corta pero de una altura moderada, inteligente y perfecta.
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estaban muy lejos de llamarse “costureros” o creadores de inspiración o de elegancia. Felizmente, fue una moda que no nació en París. Después de haber escrito estas líneas, leyendo un diario del 28 de abril de 1976, encuentro la siguiente sorpresa: “Minifalda Contraataca” Londres, 26, (AFP). “La minifalda vuelve con fuerza en las colecciones de moda británica, provocando la furia del diputado laborista Doug Hoyle”. Según este diputado, si la minifalda vuelve a ponerse de moda, el mercado del textil se reducirá, así como la industria, y se perderán empleos. “Aunque yo lo lamente desde un punto de vista estético, creo que para el bien de la industria textil, debemos pensar en hacer faldas un poco más largas en vez de acortarlas”, agregó. Esto me parece gracioso y digno de Ripley porque el diputado protesta, no por la minifalda a la que siempre se opuso, sino porque acabaría con la industria y se perderían empleos. Venga lo que venga, mis líneas escritas sobre la minifalda no cambiarán y la moda del buen gusto no volverá. Los años cincuenta sí fueron importantes para la moda y Christian Dior con su “New Look” ha sido el gran costurero que nos ha dejado una lección sabia en la costura: proporciones correctas en la gran moda; esbeltez en el busto; la cintura en su sitio, fina y estrecha, mostrando la amplitud de la cadera; y esa proporción de falda corta pero de una altura moderada, inteligente y perfecta. Cuando ya residía en Sudamérica, en una entrevista periodística me preguntaron mi opinión sobre esta línea revolucionaria de Dior con la falda corta pero de una altura moderada, inteligente, y el “New Look”. Del grupo de cinco personas a las que entrevistaron, yo fui el único plenamente de acuerdo en aceptarla y pronosticar su éxito. Los otros cuatro, entre ellos, algunas damas que se las daban de elegantes, protestaron indignadas porque llamaban vulgaridad a esa falda tan corta que, poco tiempo después, ellas mismas adoptaron. La costura en París todavía mantiene mucho de novedad y elegancia, pero faltan algunos “grandes” de otras épocas. Existen costureros con talento y en la moda hay originalidad y belleza, pero todo es algo confuso. Lo que no ha muerto ni morirá jamás es el buen gusto, que es la verdadera tradición francesa. La vida de gran elegancia se ha reducido y el gran lujo parece estar pasando de moda. La exuberancia en el vestir, el gran refinamiento en el conjunto y profusión de joyas en los ambientes de la moda casi no existen, porque la gente rica se siente temerosa y parece que las escondiera. La sencillez será la base de la moda para la mayoría en el futuro, aun para quienes tienen mucho dinero. Hoy, todo el mundo quiere solo sencillez y comodidad. Desgraciadamente, en el espíritu de la mayoría, también hay rebeldía. Casi todo el mundo sabe lo que fue la Belle Époque, gracias a que esa bella expresión se ha vuelto a poner de moda, simbolizando esa época de grandeza, refinamiento y gran lujo en la moda de París. A mi parecer, ese lujo y moda fueron para muy pocos, más tarde para algunos, y ahora deben ser para todos. La moda de esos prósperos años veinte, con colecciones definidas que no cambiaban frecuentemente, está pasada de moda; los colores elegantes del pasado han sido reemplazados por otros más llamativos y hasta violentos. Hoy la moda cambia continuamente y reina una absoluta libertad, de modo que cada cual viste como quiere. También se siente la influencia americana con sus modelos prácticos y de juventud, porque los diseñadores norteamericanos lo hacen muy bien y se han apartado de la influencia de París. Además, hablando de juventud no los gana nadie, porque en los Estados Unidos hasta las personas de edad no se rinden con los años y usan siempre un estilo joven para verse mejor. A pesar de todo, muchos dirán que en las grandes ciudades de muchos países prósperos, la gran elegancia no ha muerto. Yo respondo que hoy solo se encuentran vestigios de la grandeza del pasado. Además, lo poco que se ve de ese gran lujo comienza a ser demodé, y en este mundo de hoy todo ese gran lujo se luce con cierto temor; a nadie le gusta exhibir “grandezas”. Por eso, la vida complicada y llena de problemas del presente se ha debido cambiar y francamente creo que así es mejor. La sencillez y simplicidad, sobre todo en el
vestir, domina el mundo y es posible que en el futuro se sienta hasta la influencia de los países socialistas o de izquierda. Esa influencia podrá producirse no solo por la simplicidad de vida para la mayoría, sino por el aspecto económico y por el reducido presupuesto para vestir de una mujer. De esto no puedo decir mucho porque no he visitado ninguno de esos países ni simpatizo mucho con sus ideas políticas, pero sí he visto algunas fotografías de hermosas jóvenes ataviadas con sencillísimos modelos de una moda de muy buen gusto. La moda cambia continuamente. Para resultar elegante en las grandes ciudades hay que renovar, pero con los precios de hoy se necesita una fortuna que la mayoría no tiene. Los coiffeurs de hoy inventan peinados nuevos a cada momento; los zapateros no saben qué hacer para crear nuevas formas y para hacer más negocio, aunque los modelos nuevos sean feos. Lo peor es que todo es aceptado por las “ingenuas” para estar a la moda. La de los pantalones es una moda práctica que se originó hace tiempo para las jóvenes en los veranos y en los modelos de playa. Hoy día se ha hecho popular y se está usando con exageración. Confieso que es una moda de confort y hasta de elegancia en una mujer joven de cuerpo agraciado, pero para usarla a su debido tiempo. Sin embargo, he visto damas que se la dan de elegantes usando pantalones en grandes fiestas, en matrimonios, hasta en funerales y muchas mujeres de edad y algo subidas de peso se lucen escandalosamente con dicha prenda por la calles. A pesar de todo, se está volviendo a la falda y parece que vuelven algunas de las buenas ideas de la moda de años pasados. No será igual ni conviene que sea, pero volveremos a ver algo de mejor gusto que lo que nos presentó la moda de los años setenta. Últimamente he visto en Nueva York, en los trajes de noche, la falda definitivamente larga y también mucha moderación en su longitud para los vestidos de día. ¿Y el futuro? Ahora viene la parte difícil de la profecía, porque no me siento infalible y no sabría contestar con claridad ni firmeza. Pero puedo afirmar sin temor que la moda estará muy influenciada por el físico de la mujer. Ahora mismo me parece que el deporte domina el mundo y desde la juventud se está creando un nuevo tipo de mujer. No hay que olvidar que la base de un buen cuerpo y de una bella silueta reside sobre todo en el talle. Hoy un fino talle puede ser más importante que cierta exageración de muslos o cadera. Es decir, el cuerpo de la mujer volvió a su estado normal, que justamente fue lo que causó sensación en la moda el año veintinueve, cuando el costurero Jean Patou dio la nota al quitar la línea del cinturón en las caderas, una moda que no volverá jamás. Aun para la mujer de edad, vendrá la nota inspirada en la juventud. El gran lujo habrá desaparecido y se verán nuevos materiales con dibujos muy originales inspirados en los grandes artistas de la pintura. La moda será también influenciada por algunas novedades para nosotros desconocidas y no dejarán de verse muchas rarezas y excentricidades; de todos modos, es difícil predecir lo que vendrá en el extraño mundo que nos espera. Pienso también que no sería raro que viniera una moda “espacial”, algo que nos traigan los misteriosos seres de otros planetas. Y como en la vida todo vuelve, tal vez el futuro nos dé la gran vuelta en otros mundos de mayor grandeza, elegancia y riqueza. No será raro que se despierten nuevos talentos y tal vez aparezca hasta un gran “genio” que convulsione el mundo de la moda. Pero nosotros ya no lo veremos.
“Ahora mismo me parece que el deporte domina el mundo y desde la juventud se está creando un nuevo tipo de mujer. No hay que olvidar que la base de un buen cuerpo y de una bella silueta reside sobre todo en el talle. Hoy un fino talle puede ser más importante que cierta exageración de muslos o cadera”.
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Christian Dior, una de las figuras más representativas de la industria de la moda, dando los últimos retoques a uno de sus diseños, en 1940, en su atelier de París.
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Ya nada es igual
Después de la Segunda Guerra Mundial, no hay duda de que el mundo ha sufrido una gran transformación; cambios estructurales y sorprendentes signos de progreso en las industrias y en la vida material. Pero, por otra parte, sigo creyendo que los años veinte, sobre los que escribo en este libro, fueron los más importantes y de mayor bonanza para el mundo. Fueron tiempos de riqueza y novedad pero, sobre todo, de paz y prosperidad. Especialmente en la moda, la costura, y en todo lo que se refiere a la elegancia en París, que en estas líneas es lo que interesa, el cambio ha sido tal vez mayor. En los últimos treinta años, aparte de Christian Dior, no han surgido nuevos creadores y, mucho menos, genios de la costura. La casa Chanel existe, pero sin mademoiselle Chanel; la Casa Patou y la Casa Lanvin también existen, pero sin Jean Patou y sin madame Lanvin. Y con Dior pasa también igual. Nadie tampoco ha reemplazado los talentos y las personalidades de madame Vionnet, de Schiaparelli, de Lucien Lelong. Ni a los genios de Alix o de Balenciaga. Los grandes dibujantes de la moda ya no existen y nadie los querría hoy. Por ejemplo, a Paul Iribe, George Lepape, Eduardo García Benito o Etienne Drian. Todos han pasado al olvido, incluso el famoso nombre Xavier Gosé, un catalán parisino, genio de la Belle Époque y precursor de los grandes dibujantes de la moda. Elizabeth Arden y Helena Rubinstein siguen siendo famosas casas de productos de belleza, pero sin Elizabeth Arden ni Helena Rubinstein, porque nadie ha tenido el talento ni el coraje para reemplazarlas. No veo en nuestra época a alguien que se compare con el genio de Cocteau ni con el talento de Christian Bérard. Tampoco encuentro quien reemplace las ilustraciones de Marcel Vertès, y a algunos otros de talento, ingenio y refinamiento de los brillantes años de París. En la fotografía hay adelanto y novedad, pero aun así se extrañan las hermosas páginas llenas de simplicidad y distinción, como eran las de un Barón de Meyer, de un Steichen, de un Hoyningen-Huene o de un Cecil Beaton. Hoy tampoco reconozco a grandes retratistas de la elegancia. Si menciono a los mayores como Boldini, Helleu, Laszlo o Sargent, es porque pertenecieron a la Belle Époque. Si voy a referirme a los que destacaron en mi época, la de los años veinte, tengo que mencionar a Zuloaga, Beltrán Masses, Van Dongen, Sorine, Tadeusz Styka, De Monvel, Simon Elwes, Christian Bérard, y también a Drian, quien, aunque no usó color, hizo magníficos retratos de damas de la elegancia ya que era un artista típico de la moda de entonces. En la pintura, también fue en los años veinte y treinta cuando brillaron los grandes pintores como Picasso, Braque, Bernard, Derain, Augustus John, y cuando surgió el surrealismo con grandes artistas como Dalí y Miró, mucho mas célebres hoy.
Arriba Momento íntimo de Coco Chanel tomándose un tiempo para admirar uno de los vestidos de sus últimas colecciones, el primero de agosto de 1957, en París. Abajo El fotógrafo inglés Cecil Beaton realizando una sesión fotográfica en su estudio, en 1955.
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1975 ¿El último recuerdo?
“Como último recuerdo, tal vez una despedida para siempre en vísperas de mi regreso, pasé un largo rato en la terraza del Jeu de Paume, para gozar una bella mañana de esa magnífica perspectiva de conjunto, la más hermosa de París y uno de los más bellos lugares del mundo”.
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En este viaje a París, que creo será el último, por una razón más que todo sentimental, quise volver al Hotel Florida y recordar, después de 69 años, aquellos tiempos de antaño. La primera noche de mi llegada, al regresar de un paseo por los bulevares –repitiendo el recorrido hecho en 1911–, sentí una sensación de gran desengaño, porque se convirtió en lo que yo llamaría el paseo de la tristeza. Vi avenidas casi desiertas y el Café de la Paix ya no existía; eso sí, muchos puestos iluminados llenos de diarios y revistas con una enorme cantidad de un erotismo repulsivo. La calle Royale sí conservaba algo de movimiento, más que nada por el ir y venir del intenso tráfico de automóviles que siempre dura hasta tarde. Pero tampoco es la calle de entonces; allí solo quedan Maxim’s, algunos cafés y nada más. Lo que sí diría que queda más bella que nunca es la iglesia de la Madeleine, la plaza de la Concordia con su obelisco y la entrada a los Campos Elíseos con los caballos de Marly que están más viejos y más bellos que nunca con la maravillosa perspectiva hasta el Arco del Triunfo, y su magnífica proporción y espléndida belleza durante el día, pero más aún con la iluminación de noche. Como último recuerdo, tal vez una despedida para siempre en vísperas de mi regreso, pasé un largo rato en la terraza del Jeu de Paume, para gozar una bella mañana de esa magnífica perspectiva de conjunto, la más hermosa de París y uno de los más bellos lugares del mundo. La vida en Nueva York, ciudad a la que he vuelto repetidas veces en estos últimos años, también ha sufrido un enorme cambio. Yo diría que aún mucho mayor que París, porque allí todo se renueva incesantemente en plan de novedad y de grandeza. Todo esto no les agrada mucho a los viejos neoyorquinos, y a mí tampoco, porque, con franqueza, me produce algo de terror y lo soporto solo por poco tiempo. Sin embargo, sus calles y avenidas en damero hacen la vida más fácil y soportable que en París. En Nueva York, hay que admitirlo, se siente poder y grandeza, hay un progreso continuo y muchas novedades. Es una vida de acción y de juventud, pero diría que triste para las personas de edad. Londres es hoy, para mí, la ciudad más agradable para vivir y la que menos ha cambiado en los años posteriores a la guerra, y tal vez la menos cara de las tres metrópolis de hoy: vida ordenada, maravillosos parques, grandes museos y los mejores hoteles del mundo. Los alrededores son de un encanto especial llenos de belleza y de historia. Se vaya por donde se vaya por las grandes ciudades de Europa, todo ha cambiado en la vida, todo se ha complicado para el turista y el viajero. Se ha perdido mucho del encanto de épocas pasadas. El placer de los viajes a las grandes ciudades, en los años anteriores a la aviación, me parece que ha pasado también, y ahora encuentro que son una tortura para la gente mayor. Estamos en una época complicada de la vida. Es la juventud la que domina el mundo de hoy con sus extravagancias y locuras. Todo ello resulta un sufrimiento para muchos otros que, sin fortuna, dinero o salud, han llegado al ocaso de la vida.
Retrato de Luza –debajo de una de sus pinturas de gran tamaño– mientras revisa un artículo en su estudio de la rue Jean Goujon, en París. La curiosidad constante y el impulso descubridor fueron características inherentes a la personalidad del artista peruano. (Archivo Luza).
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1 Una dama fotografiada por Luza.
7 En París, con unas amigas, jugando al tiro al blanco.
2 Autocaricatura de Luza realizada en 1915.
8 Luza y amigos en una excursión.
3 Foto del pintor Fujita cuando estaba a punto de terminar el retrato de la condesa Anna de Noailles.
9 Estudio del artista en su casa de Lima.
4 Carta de Bettina Ballard - editora de moda de Vogue en los años 50 - dirigida a Reynaldo Luza, en la que le informa acerca del retraso de un proyecto que propuso el artista a Vogue sobre patrones peruanos. 5 El artista, con un grupo de amigos, disfrutando de una noche de gala en diciembre de 1949. 6 Luza se caracterizaba por un alto nivel de sociabilidad. De nuevo, una imagen con un grupo de amigos.
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10 Autorretrato sin fecha. 11 Disfrutando de un día de playa con una amiga. 12 Apunte de un original de Erté, uno de los dibujantes más admirados por Luza durante su etapa parisina. 13 Luza, en colaboración con el fotógrafo Jean Moral,hizo esta foto para la revista Harper’s Bazaar en la década de los 30.
14 Texto de una postal, de las muchas que recibía Luza de sus amistades. 15 Foto realizada por el artista que, por el estilo, remite a sus ilustraciones de mujeres de la época. 16 Luza en animada conversación con un amigo en París. 17 Sem, otro de los dibujantes más admirados por el artista peruano, realizó y le dedicó este retrato. 18 Retrato de Huilan Koo, con una dedicatoria personal para Luza. Julio de 1934, París.
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Obras
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“Es cierto que el color y la técnica han llegado a la perfección en la presentación fotográfica de las páginas de hoy, pero creo que el interés y la belleza de una gran revista residen en una combinación armoniosa de artísticas fotografías, refinados dibujos e incluso otra variedad de elementos”. Reynaldo Luza
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Los inicios 1919
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Dos ilustraciones de avisos para distintas marcas de perfumes. Se publicaron en Vogue en 1919. (Archivo Luza).
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Detalle de diseĂąo para una pĂĄgina publicada en Vogue en 1919. (Archivo Luza).
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Desde sus primeros trabajos, Luza destacรณ por una propuesta minimalista pero con glamour e identidad. (Archivo Luza).
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PĂĄgina derecha Luza demostraba que llevaba en la muĂąeca un gran talento para impresionar desde la sutileza. (Archivo Luza).
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Las principales ilustraciones venĂan acompaĂąadas de diversos elementos complementarios, que creaban una suerte de historia. Vogue, 1919. (Archivo Luza).
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Los círculos, como parte de sus composiciones, aparecen únicamente en este periodo del artista, ya que tiempo después su interés se concentró en las formas lineales. Vogue, 1919. (Archivo Luza).
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Publicidad de joyas para La PequeĂąa Tienda de T. Azeez. Vogue, 1919. (Archivo Luza).
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Detalle de una pรกgina para Vogue, 1919. (Archivo Luza).
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Página anterior Un detalle pequeño extraido del diseño de una página publicada en Vogue, 1919. (Archivo Luza). Ilustraciones de joyas y diversos accesorios, realizados por Luza para Vogue, 1919. (Archivo Luza).
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Ilustraciones para Vogue, 1919. (Archivo Luza).
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Pรกgina izquierda Publicidad para la casa parisina de accesorios de lujo Alexandrine, publicada en la revista The Very, 1919. (Archivo Luza). Ilustraciรณn para Vogue, 1919. (Archivo Luza).
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Ilustraciones de distintos modelos de abrigos de la Casa Vionnet. Vogue, 1919. (Archivo Luza).
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Detalle de una página con accesorios y ropa para montar a caballo, entre los que destacan los sombreros Dobbs. Ilustración para Vogue, 1919. (Archivo Luza). Página derecha Entre estos accesorios para practicar equitación, destaca el pañuelo de seda de la Casa Nardi. Ilustración para Vogue, 1919. (Archivo Luza).
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Página Izquierda Página completa donde se aprecian diversos diseños de batas. Vogue, 1919. (Archivo Luza). Publicidad para nuevo calzado de temporada que tiene como lema: “Winter walks a french-american way”. Vogue, 1919. (Archivo Luza).
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Crêpe de Chine con diseño de estampados en tonos azul marino, negro y blanco. Ilustración para Vogue, 1919. (Archivo Luza). Página derecha Los trajes acertados para cualquier destino del mundo con diseños de Vionnet, Myrbor e Yvonne Carette. (Archivo Luza).
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Diseño de Yvonne Carette realizado por Luza. (Archivo Luza). Página derecha Otro diseño de Luza para la Casa Vionnet. (Archivo Luza).
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Un trazo nuevo 1920
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Ilustraciones para la edición del mes de enero de 1922 de Harper’s Bazaar. (Archivo Luza).
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Ilustraciones publicadas en Harper’s Bazaar, 1922. (Archivo Luza).
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Ilustraciones para Harper’s Bazaar, 1923. (Archivo Luza).
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Ilustración para Harper’s Bazaar, 1923. (Archivo Luza).
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Luza recrea a través de sus ilustraciones parte del glamour de la colección de Cheruit, en un trabajo de 1924 para Harper’s Bazaar. (Librairie Diktats). 156
Todo el espíritu chic de la colección de Groult destella en los dibujos de Luza para Harper’s Bazaar, 1924. (Librairie Diktats). 157
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Página izquierda Modelos de Chanel, Paquin y Callot. Todos para Harper’s Bazaar. (Librairie Diktats). Un modelo de abrigo de la Casa Brandt. Harper’s Bazaar, setiembre de 1925. (Librairie Diktats).
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Luza ilustra, para Harper’s Bazaar, parte de la colección de DoeuilletDoucet para la primavera del año 1925. (Librairie Diktats).
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Modelos de la colección de la Casa Drecoll inmortalizados en las páginas de Harper’s Bazaar por Luza en 1925. (Librairie Diktats).
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Modelos de Lenief y Molyneux para Harper’s Bazaar, aùo 1925. (Librairie Diktats).
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PĂĄgina derecha La sensibilidad de Luza para captar y realzar la personalidad de cada diseĂąo queda de manifiesto en cada una de sus obras. (Archivo Luza).
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Conjunto de ilustraciones (incluida página izquierda) del libro de dibujo “Line Drawing for Reproduction”, de Ashley Havinden, en el que se explica que el trazo de Luza resulta indispensable para el proceso de aprendizaje de cualquier estudiante de diseño y aspirante a artista. (Archivo Luza).
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Diseùo de Madame Wormser para la Casa Cheruit, Harper’s Bazaar, agosto de 1928. (Hprints)
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Diseño de la Casa DoeuilletDoucet para Harper’s Bazaar, agosto de 1928. (Hprints).
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Página anterior Sombreros y accesorios de Hattie Carnegie, Rose Descat, Armande Magay y Lanvin, respectivamente. Harper’s Bazaar. (Archivo Luza). Publicidad de la firma francesa La Grande Maison de Blanc. (Archivo Luza). Página derecha Publicidad de un perfume que lleva el mismo nombre que la marca, Lucien Lelong, realizada por Luza en 1928. (Hprints).
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Publicidad de Hermès realizada por Luza y publicada en julio de 1929. Detalle de la misma en la pågina de la izquierda. (Hprints).
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Pågina izquierda Publicidad realizada por Luza para Hermès. (Hprints).
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Elegancia y sofisticaciรณn 1930
Las ilustraciones de Luza se concentraban en poner de relieve las elegantes lĂneas de los diseĂąos. (Archivo Luza).
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Las siluetas de las modelos se convierten en protagonistas entre los elementos que las rodean, con un estilo que en Luza destaca siempre por su elegancia minimalista. (Archivo Luza).
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Luza disfrutaba capturando los modelos mĂĄs osados e inventivos de aquellos aĂąos de revoluciĂłn y movimiento en la industria de la alta costura. (Archivo Luza).
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Páginas 187 - 193 Las ilustraciones de Luza podrían parecer sencillas de imitar, pero nadie pudo combinar el juego de contrastes y de líneas con la destreza que él lo hizo. (Archivo Luza).
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“Lightness in August” lleva por título esta ilustración con modelos de Lelong y zapatos de Bonwit Teller, para Harper’s Bazaar, 1934. (Librairie Diktats).
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“The new definition of ‘Dressy’”. Ilustración con modelos de Lanvin, Mainbocher y Vionnet, respectivamente, para Harper’s Bazaar, 1934. (Librairie Diktats).
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Ilustración para una nota sobre abrigos, vestidos y chaquetas de Molyneux y Mainbocher, respectivamente, realizada para Harper’s Bazaar, 1934. (Librairie Diktats).
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Publicidades para las casas Vionnet y Molyneux, respectivamente. Publicadas en Harper’s Bazaar, 1930. (Librairie Diktats). Página derecha Artes publicitarios para diseños de Patou (Fifth Avenue Salon Moderne) y Lanvin, para Harper’s Bazaar, 1933. (Librairie Diktats). 198
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Publicidad para la Casa Mainbocher. Harper’s Bazaar, 1934. (Librairie Diktats). Página derecha Publicidad para la Casa Molyneux, realizada por Luza para Harper’s Bazaar, 1934. (Librairie Diktats).
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Piezas publicitarias para las casas Louiseboulanger y Lanvin, respectivamente. Publicadas en Harper’s Bazaar, 1930. (Librairie Diktats).
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Páginas 204 - 207 A pesar de sus líneas fuertes y seguras, los dibujos de Luza no eran en absoluto estáticos, y las modelos siempre parecían haber sido capturadas a mitad de un movimiento. (Archivo Luza). 204
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Presencia del color 1920-1940
Páginas 210 - 215 Conjunto de ilustraciones encargadas a Luza por la Casa de Peletería Revillon Frères, en París, 1927. Estos diseños están considerados entre los mejores logros publicitarios realizados bajo el estilo Art Déco. (Librairie Diktats).
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Páginas 216 - 219 Conjunto de ilustraciones encargadas a Luza por la Casa de Peletería Revillon Frères, en París, 1927. Estos diseños fueron ejecutados sobre papel metálico. (Librairie Diktats).
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Las siluetas y rostros de mujer que dibujaba Luza, tenĂan la capacidad de reflejar un halo de misterio y profundidad que capturaba la atenciĂłn de los lectores. (Archivo Luza).
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Página derecha Cuando Luza empezó a trabajar más con los colores, su estilo evolucionó y experimentó con tonalidades que generaban un efecto dramático e intenso. (Archivo Luza).
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“Great Occasions”. Diseños de trajes de noche concebidos por Jacqmar e ilustrados por Luza en 1937. (Hprints).
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Páginas 226 - 229 Luza trabajó en repetidas ocasiones para la Casa Revillon Frères de París. Estos son cinco diseños para la temporada de 1929-1930. (Librairie Diktats).
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Luza no dudรณ en trastocar la configuraciรณn acostumbrada de los colores reales. El resultado era un constante efecto sorpresa. (Archivo Luza).
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Páginas 233 - 237 Catálogo de Luxueux publicado por el fabricante de tejidos Prouvost. Esta firma proveía de material a las grandes casas de costura francesas y publicó este tipo de lujosos catálogos a lo largo de los años veinte. El texto corresponde a Suzanne Cazaux, mientras que las ilustraciones, aunque no aparecen firmadas, fueron realizadas por Reynaldo Luza. (Librairie Diktats).
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Portada y contraportada del catĂĄlogo de la tienda La Samaritaine de ParĂs, ilustrada por Luza. (Archivo Luza).
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Portada del catálogo de la exposición “El gusto de París”. Invierno de 1932-1933. (Archivo Luza). Página derecha Portada de la edición número 21 de La Revue Ford, París. (Archivo Luza). Páginas 242 - 243 Primera y segunda portada que preparó Luza para Vogue, publicadas en 1921, en los meses de febrero y setiembre, respectivamente. (Archivo Luza).
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Página izquierda Portada para la edición británica de Harper’s Bazaar publicada en marzo de 1929. (Archivo Luza).
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Página derecha Portada para la edición británica de Harper’s Bazaar publicada en febrero de 1929. (Archivo Luza).
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Reynaldo Luza y Argaluza nace el 24 de julio en el barrio de Santa Clara, en el Cercado de Lima, Perú.
1893
A los 18 años pinta al óleo la casa de la Hacienda Casa Blanca, ubicada en Cañete, a 140 kilómetros de Lima, donde residía su padre y Reynaldo Luza pasaba sus vacaciones. Se trata del paisaje más antiguo que se conoce pintado por el artista. 1911
Se embarca a Europa, con rumbo a Bélgica, para estudiar arquitectura en la Universidad de Lovaina. Pasa una corta estadía en París, ciudad que lo cautivó para siempre. Luego de estudiar tres años en Lovaina, obligado por el estallido de la Primera Guerra Mundial, retorna al Perú. 1914
Valdelomar, José Carlos Mariátegui y Alfredo González Prada, quienes se reunían en el Palais Concert, emblemático local de la Belle Époque limeña. Luza era el artista del grupo.
Heyworth Campbell, director artístico de Vogue y Vanity Fair, es quien le abre las puertas de la primera de estas importantes revistas, con la que colaboraría tres años.
La revista Variedades, en su edición del 2 de mayo, publica una amplia y muy favorable crítica efectuada por el artista y crítico de arte, Teófilo Castillo, sobre los dibujos (caricaturas) traídos por Luza a su retorno al Perú.
1921
1915
Luza gana un premio en un concurso municipal.
1917
Expone sus obras por primera vez en la Casa Courret en la exposición “Málaga–Luza” (caricaturas). Inicia su colaboración artística como dibujante en las revistas más importantes y modernas de Lima: Variedades, Cultura y Monos y Monadas.
Estudia el cuarto año de Arquitectura en la Escuela de Ingenieros de Lima, pero lo abandona para dedicarse 1918 Viaja a Nueva York. exclusivamente al arte. Se dedica profesionalmente al dibujo y al arte. Inicia su colaboración artística en la revista Su primer trabajo en Nueva Colónida. Se une al grupo York es un aviso publicitario intelectual del mismo para una casa de modas nombre, integrado por ubicada en la Quinta personajes como José Avenida, que se publica María Eguren, Abraham en Vogue. 248
Es convocado por otra gran revista en formación, Harper’s Bazaar, en la que trabaja por veintinueve años y donde llega a desempeñarse como director artístico.
de la Sociedad Filarmónica de Lima, Perú. Expone retratos en la Ritz Tower de Nueva York, Estados Unidos. Presenta una obra en el Eighth Annual of Advertising Art, celebrada en el Art Directors Club de Nueva York, del 4 al 29 de mayo. 1929
Exhibe dos obras en el Ninth Annual of Advertising Art, celebrada Trabaja inicialmente como en el Art Directors Club, dibujante e ilustrador en sus Art Center de Nueva York, oficinas de Nueva York. del 6 al 29 de mayo, y obtiene la Primera Expone “Arte Moderno Mención Honrosa. Decorativo” en la Casa Dubreuil, en Lima, Perú. 1937 El gobierno del Perú le encomienda la 1922 Se traslada dirección artística del a las oficinas de Harper’s Pabellón Peruano, en la Bazaar en París para Exposición Internacional desempeñarse como de Artes y Tecnología de dibujante. Permanece en París, celebrada ese año. esa ciudad durante dieciséis Además, es nombrado años, hasta que estalla miembro del jurado de la la Segunda Guerra mencionada exposición. Mundial. 1939 Al estallar la Segunda Guerra Mundial retorna Desde su llegada a París, a Nueva York, donde conoce a personalidades continúa colaborando del mundo de la moda como ilustrador en Harper’s y el arte como Poirot, Bazaar y otras revistas. Patou, Doeuillet, Lelong, Realiza actividades Schiaparelli, Chanel, relacionadas con la Vionnet, el Barón Adolph publicidad y continúa de Meyer y Main Bocher, entre otras. Exhibe dibujos como retratista de gran éxito. en la sala de exposiciones 1930
Expone retratos en Prince George Scherbacoff, Palm Beach, Florida, Estados Unidos. También exhibe retratos en Everglades Club, Palm Beach, Florida, Estados Unidos. El gobierno del Perú le encomienda la dirección artística del Pabellón Peruano, en la Exposición Internacional de Artes y Tecnología de Nueva York, celebrada ese año. Luego de un viaje alrededor de Sudamérica, que dura tres meses, organiza la “Gran Exposición del Traje Sudamericano”, en los salones de la Casa Bonwit Teller, en Nueva York, Estados Unidos. 1940
Nelson Rockefeller, en ese entonces Director de la Oficina de Asuntos Interamericanos, le encarga la decoración del Pabellón de los Estados Unidos de América en la Feria de Guatemala. 1941
Expone “Latin American Costumes Sketches” en el Brooklyn Museum of Art of New York, Estados Unidos. Organiza una exposición de vestidos en base a los colores de los países sudamericanos, titulada “Colores de los Andes “, en los salones de la Casa Bonwit Teller en Nueva York, en la que se presenta por primera vez el famoso “Chola Pink” o “Rosa Serrano”. Los trajes expuestos fueron diseñados por la gran Elsa Schiaparelli. 1942
El presidente de la República, que se encontraba efectuando una visita oficial en Estados Unidos, recorre la exposición del artista Reynaldo Luza. El artista obsequió al presidente Prado un mapa del Perú, pintado con los colores de los Andes. Participa con una obra en el Twenty-First Annual of Advertising Art, celebrada en el Art Directors Club en el Metropolitan Museum of Art of New York.
Participa con una obra en el Twentieth Annual of Advertising Art, celebrada en el Art Directors Club, en el Metropolitan Museum of 1943 Es convocado a Hollywood por los estudios Art of New York. United Artist (Benedict Bogeaus Productions)
para desempeñarse como director artístico de la película “El puente de San Luis Rey”, basada en la obra de Thornton Wilder, ganadora del Premio Pulitzer. Tuvo a su cargo el diseño del vestuario y de la escenografía.
1950
Presenta dos obras en una exposición de arte latinoamericano en la Society of the Four Arts en Palm Beach, Florida, Estados Unidos.
1959
Regresa a residir en el Perú. Se dedica a la decoración, el retrato, la pintura al óleo y el diseño de muebles.
Expone retratos en la sala de exposiciones de la Unión Panamericana en Washington, Estados El embajador Pedro Beltrán Unidos. le encarga la decoración del local para la residencia 1955 Expone óleos en la galería del Instituto de Arte de la Embajada del Perú Contemporáneo (IAC), en Washington, Estados Lima, Perú. Unidos.
El gobierno del Perú otorga al artista Reynaldo Luza la condecoración Orden del Sol del Perú con el grado de Caballero por sus méritos y servicios. Reynaldo Luza es el encargado de decorar el moderno Aeropuerto Internacional de Córpac. 1945
El gobierno peruano nombra al artista Reynaldo Luza Consejero Cultural Ad-Honórem en la Embajada de Perú en los Estados Unidos. 1949
Nueva exposición de óleos en la galería del Instituto de Arte Contemporáneo (IAC), Lima, Perú. Expone óleos en la galería Carlos Rodríguez Saavedra en Lima, Perú. 1967
Expone óleos en la Galería Trapecio en Miraflores, Lima. Perú. 1973
Expone óleos en la Galería Trapecio en Miraflores, Lima. Perú. 1975
Expone óleos en la Galería 9, en Lima. Perú. 1976
Reynaldo Luza, tras una larga enfermedad, fallece en Lima, Perú, el 13 de marzo, a los 84 años, luego de haber desarrollado una exitosa e importante labor 1978
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dedicada al arte, tanto en el extranjero como en el Perú. A los seis meses de su fallecimiento, como homenaje a su fructífera labor en el campo del arte, se presentó la “Primera Exposición Retrospectiva del Artista”, que fue visitada por más de diez mil personas. La muestra se llevó a cabo en la sala de exhibiciones de Petróleos del Perú, en San Isidro, Lima, Perú. Se llevó a cabo la Segunda Exposición Retrospectiva del Artista, visitada por más de quince mil personas. Fue presentada en la Galería Germán Kruger Espantoso, del Instituto Cultural Peruano Norteamericano en Miraflores, Lima, Perú. 2011
Se presenta la Primera Exposición Individual de Fotografías, tomadas por el artista Reynaldo Luza en la costa y valles del Perú. La muestra se lleva a cabo en la galería de Atelier FotoLaser en Miraflores, Perú, con gran acogida por parte de la crítica especializada y del público asistente. 2012
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En Lima Foto 2013, la galería de Atelier FotoLaser presentó “Fotografías del Palacio de Puruchuco”, tomadas a fines de 1960 por Reynaldo Luza, quien fue el primero en retratar dicho espacio. Miraflores, Lima, Perú. 2013
Se exponen “Paisajes y Dibujos”, presentados por la Y Gallery de Nueva York, en la Feria de Arte PArC 2014, que se llevó a cabo en el Museo de Arte Contemporáneo (MAC). Barranco, Lima, Perú.
La obra fotográfica de Reynaldo Luza, representada por la Y Exposición de paisajes al óleo en la muestra “Mundo Gallery de Nueva York, es escogida para participar en Dado” en la Galería John Harriman de la Asociación la sección “Referentes” de la Feria de Arte ARTBO, Peruano Británica, en celebrada en Bogotá, Miraflores, Lima, Perú. Colombia. Fue el único artista peruano cuya obra 2014 En el marco de se expusó, postumamente, la Segunda Bienal de junto a artistas como León Fotografía de Lima, se Ferrari y Leo Matiz. exhiben fotografías de la costa peruana en la Sala 2015 En enero, en la de Exposiciones de la Galería Pancho Fierro de Fundación Euroidiomas, la Municipalidad de Lima, Miraflores, Lima, Perú. se inaugura la muestra “Diálogos entre Tiempos I”, En Lima Foto 2014, la galería de Atelier FotoLaser en la que se exponen obras de ocho maestros presenta Fotografías de de la pintura peruana Moda tomadas por Luza contemporánea del siglo en Ibiza y Mallorca, así como otras realizadas XX. Entre las piezas, se en coproducción con el exhibe un óleo pintado por famoso fotógrafo francés Reynaldo Luza. Lima, Perú. Jean Moral, en París. Miraflores, Lima, Perú. En abril, se exponen “Paisajes y Fotografías”. Exposición de retratos presentados por la en la muestra “Mundo Y Gallery de Nueva York, Hombre” en la Galería en la feria PArC 2015, John Harriman de la que se celebró en el Asociación Peruano Museo de Arte Británica, en Miraflores, Contemporáneo (MAC). Lima. Perú. Barranco, Lima, Perú.
En mayo se publica su libro autobiográfico “Reynaldo Luza. Memorias e ilustraciones”. 2015
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