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CAPÍTULO

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La evolución

No existe forma de vida que haya provocado mayor impacto en este planeta que el macho humano. Exploradores, inventores, constructores, guerreros y silvicultores han sido, en su amplia mayoría, machos, y en calidad de tales han cambiado la superficie de la Tierra hasta un punto tal que hace que el resto de las especies parezcan insignificantes. En los mares, deberían ocupar un segundo lugar tras los organismos humildes que construyeron los enormes arrecifes coralinos, pero en la tierra el macho humano reina con supremacía, tanto como destructor de elementos naturales como en calidad de constructor de elementos artificiales. ¿Qué tiene el macho humano que haya hecho que su legado sea tan radicalmente distinto al de otras formas de vida, incluida la hembra humana? Para hallar la respuesta, tendremos que regresar a los tiempos prehistóricos y observar los desafíos a los que tuvo que enfrentarse el primer hombre y que contribuyeron a moldear su personalidad única. Cuando nuestros ancestros descendieron de los árboles, abandonaron una dieta de frutas, nueces y raíces por la que también se debatían otros monos y primates, y empezaron a cazar y a comer carne como parte de su modo de vida, estaban en una desventaja considerable. Al dar este paso espectacular


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se colocaron en directa oposición respecto de poderosos depredadores como los leones o los leopardos, los perros salvajes y las hienas. Comparado con el de esas bestias, el cuerpo humano era enclenque, no tenía garras ni colmillos. Tuvieron que encontrar otra forma de competir, y esta presión conformaría al macho humano según otros principios. A falta de fuerza muscular, tuvieron que utilizar el cerebro. El cráneo humano empezó a crecer y aumentó su inteligencia. Gracias al nuevo tamaño de su cerebro, los cazadores humanos prehistóricos pudieron recurrir a la astucia, algo que no estaba al alcance de sus rivales. No podían aventajar a los carnívoros especializados, pero podían ser más listos que ellos. Además de una inteligencia creciente, necesitaban otras tres ventajas más. Tenían que modificar su competitividad, atemperándola con un aumento de la cooperación, para operar como un grupo activo. Tenían que ser más inventivos, y desarrollar técnicas noveles. Y tenían que incorporarse sobre sus patas traseras, para liberar a las delanteras de la servidumbre del caminar y el correr, y desarrollarlas hasta obtener una mano prensil que pudiera confeccionar y refinar los instrumentos y las armas. Gracias a esas mejoras, las primeras bandas de cazadores tribales se convirtieron en una fuerza impresionante sobre la faz de la tierra. Lograban apartar a los grandes carnívoros de sus víctimas y alimentarse de su carroña. O podían cazar y matar ellos mismos, ideando maniobras, emboscadas y trampas capaces de burlar hasta al más poderoso de los depredadores. La mejora de la pericia comportó nuevos desafíos. Había tanta comida que los cazadores destacados no podían consumirla solos. Bastaba para alimentar a una tribu, y compartir la comida se convirtió en una de las facetas básicas de la sociedad humana. Hoy en día lo damos por sentado, pero para un mono subido a un árbol es un concepto ajeno. Los animales


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que se nutren principalmente de vegetales nunca comparten la comida con sus compañeros. Cada comedor de vegetales engulle lo que él o ella ha encontrado. Comer vegetales es siempre un acto egoísta. Sin embargo, si hay un excedente, como ocurre tras una gran matanza, puede comer toda la tribu. Nació así el festín humano. A medida que fue mejorando la eficiencia de los cazadores humanos, empezó a cambiar su personalidad. Se fue haciendo cada vez más distinto de la hembra humana tanto en perspectiva mental como en constitución física. Cazar era una actividad peligrosa y las mujeres de las tribus primitivas eran demasiado valiosas para fines reproductivos como para ponerlas en riesgo durante la caza. Se especializaron como individuos cautelosos, cuidadores y maternalmente eficientes, que operaban en el centro de la sociedad y realizaban diferentes tareas en los asentamientos primitivos, mientras los machos, más prescindibles, se aventuraban por territorios alejados en busca de sus presas, arriesgándose de modos que un mono trepador y comedor de fruta no contemplaría siquiera. El cerebro y el cuerpo humanos experimentaron modificaciones especiales durante esa fase crucial de la evolución. Mentalmente, el cazador no sólo se hizo más atrevido, más astuto y más cooperador, sino también más determinado y más persistente, más capaz de planificar estrategias a largo plazo y tácticas a corto plazo. Físicamente, el cuerpo del macho se ha ido haciendo más atlético y musculoso, y tuvo que sacrificar los preciosos depósitos de grasa que hacían que los cuerpos de las hembras de la tribu fueran más curvilíneos, además de proporcionarles reservas nutricionales vitales en los inevitables y ocasionales períodos de carestía de alimentos. De este modo, el macho humano primitivo evolucionó en un depredador-asesino de una eficiencia asombrosa y las tribus humanas primitivas empezaron a multiplicarse y a ex-


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tenderse rápidamente por todo el globo. Dicha condición, la de una sociedad clásica de cazadores/recolectores, duró cientos de miles de años, hasta una nueva fase que se inició hace unos diez mil años con la aparición de la agricultura. Empezó cuando nuestros ancestros se propusieron mejorar sus técnicas de recolección. En lugar de salir en busca de los vegetales, los primeros agricultores empezaron a plantar y cultivar algunas cosechas cerca de sus asentamientos, atrayendo así a los animales herbívoros depredadores de vegetales. En lugar de salir a buscar sus presas, los cazadores hacían que los animales acudieran a ellos. Empezaron a encerrar a los animales y a conservarlos como alimentos cautivos. Ya podían celebrar festines cuando les apeteciera. Cuando los animales cautivos empezaron a criar, los primeros granjeros descubrieron que podían controlar la reproducción de sus presas y poseer ganado. Había llegado la revolución agrícola. En términos relativos, ocurrió todo tan rápido que a la personalidad de los machos cazadores no le dio tiempo a evolucionar a tenor de los cambios que se estaban experimentando. Genéticamente, siguieron siendo poderosos cazadores, sembradores de cosechas y recolectores. El drama de la caza y la emoción de la cacería se convirtieron en el trabajo pesado de la tarea del granjero. La enorme ventaja que suponía contar con excedentes de comida se vio entibiada por la pérdida de la aventura y del espíritu audaz de la manada de cazadores primitivos. ¿Cómo vivió esa pérdida el nuevo macho granjero? Se desarrolló la caza como deporte, como una manera de liberar la excitación de matar, pero no bastaba con eso. La evolución había hecho del macho humano un ser duro, inventivo, cooperador y arriesgado y necesitaba hallar alguna manera de expresarse para no negar su herencia biológica. En realidad, halló dos maneras de hacerlo, una destructiva y otra creativa.


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La destructiva fue la guerra, en la que los machos rivales se consideran presas que cazar y matar. El combate bélico sació el hambre de riesgo con todos los peligros que pudiera imaginar y, a medida que las armas se fueron sofisticando, se tornó mucho más peligroso de lo que cupiera suponer. Si estas dos formas bastardas de cazar, la caza deportiva y la guerra, hubieran sido las dos únicas formas con que el macho se enfrentara al desafío mental de la era de la agricultura, nuestra especie hubiera permanecido en un estadio lamentable. Pero también se dio una respuesta positiva al vacío de no tener que cazar para comer. Los machos del neolítico conservaron la capacidad de concentrarse en objetivos a largo plazo, parte integral de la caza primitiva, y la pusieron al servicio de nuevos y mayores logros. Al principio, el progreso fue de una lentitud penosa pero, con el paso de los siglos, sus chozas inestables se convirtieron en grandes edificios; las toscas pinturas corporales en un arte en toda regla; su rudimentaria utilización de las herramientas en refinada artesanía. Las aldeas pasaron a ser pueblos o ciudades, florecieron las especializaciones técnicas y surgieron las complejidades de la civilización moderna. El macho inventor era el nuevo y mejorado «corredor de riesgos» eternamente en pos de la novedad. En calidad de macho inventor, se definió por oposición al macho destructivo y, pese a que esos dos aspectos definen las dos caras del macho humano —el que rompe y el que hace—, nuestro mundo moderno es un testimonio vivo del hecho de que, en general, la energía creativa del macho ha logrado eclipsar a la negativa. Recientemente se ha hablado mucho del «macho redundante», concepto que implica que con las nuevas técnicas de fertilización artificial el hombre no tardará en ser obsoleto.


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Dicha teoría se popularizó en la década de los años setenta, cuando las líderes del movimiento feminista anunciaron que los orgasmos clitoridianos eran más intensos que los vaginales y que no valía la pena aguantar a los hombres a cambio de sus favores sexuales. No obstante, y aunque el hombre no fuera necesario como proveedor de placer sexual, persistía sin embargo el peliagudo problema de cómo procrear a la nueva generación de feministas. Habría que conservar a unos cuantos eyaculadores de élite para tal fin, para disponer de muestras de semen a voluntad. Desde entonces, se han realizado avances en la tecnología reproductiva que sugieren que llegará el día, no muy lejano, en que ni siquiera se necesitará el semen. Las mujeres podrán fertilizar sus óvulos en un laboratorio sin intervención del macho, y se los reimplantarán en el útero, donde se gestará una nueva generación de hembras. Se constituirán parejas de lesbianas que crearán nuevos tipos de unidad familiar en la que las niñas crecerán en un mundo sin machos. Según este ideal, la ausencia de machos pondrá fin a la guerra, a la violencia provocada por la testosterona, a los deportes agresivos, a los hooligans del fútbol, a los extremistas políticos, a los violadores, a los terroristas religiosos y a otros aspectos destructivos del mundo masculino. En contrapartida, habrá un mundo de hembras afectuoso, solidario, mucho más amable y mucho más inteligente. La serenidad del sentido común sustituirá a los salvajes conflictos por el honor, y la vida se convertirá en una experiencia cálida, segura y cordial, no en este calvario cruel dominado por la ansiedad. No queda claro qué habrá que hacer con los hombres restantes. Tal vez se les ignore o, simplemente, se les permita envejecer hasta que, lentamente, el género masculino desaparezca de la faz de la tierra. O quizá haya que masacrarles, como proponía el manifiesto de un movimiento feminista radical


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llamado SCUM (The Society For Cutting Up Men, Sociedad para acabar con los hombres). Con el tiempo, no serán más que un recuerdo remoto, puesto que el planeta sin testosterona rotará según el sonido de las risas de las hembras. Hay que señalar, a modo de apunte serio, que además de librar al mundo de los elementos destructivos de la psique masculina, este guión radical también eliminaría los elementos constructivos. Se inventaría mucho menos, las mujeres lo considerarían arriesgado. Se realizarían menos proyectos centrados alrededor de una meta a largo plazo, que tanto tiempo requieren, si se comparan con las exigencias de la vida social y familiar del día a día. Si bien las mujeres han sido siempre más sensibles que los hombres, los hombres han conservado en mayor medida su espíritu lúdico. Y esa capacidad adulta para el juego ha sido el motor de muchos de los logros de la especie humana. Si dejáramos que un defensor de la causa masculina respondiera a esa posición feminista, probablemente diría: Sí, ha habido grandes mujeres artistas, científicas, políticas, líderes religiosas, filósofas, inventoras, ingenieras y arquitectas. Pero por cada mujer ha habido cien hombres, tal vez mil. La excelencia parece requerir esa obstinada perversidad que se tiene por la característica más destacada de un macho. Se ha comentado a menudo que no es más que un problema de oportunidades; que no se ha permitido que las mujeres desarrollaran su auténtico potencial. Aunque, en términos prácticos, significa simplemente que las mujeres no eran lo bastante influyentes como para que se les reconociera dicha excelencia. La excelencia hay que obtenerla, no basta con postularla, y son los hombres los que se han sentido atraídos por ella, dado que su genética les ha dotado de la ambición necesaria para proceder a la construcción de nuestra avanzada civilización.


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Ambos puntos de vista, tan extremos, son exagerados y han supuesto el enorme derroche de energía de la que se ha dado en llamar guerra de sexos. Lo cierto es que el macho humano y la hembra humana han constituido un equipo evolutivo perfecto. Son distintos en importantes aspectos que han ido evolucionando a lo largo de miles de años con el fin de ajustarse a la división del trabajo en el seno de la tribu humana, pero son iguales en importancia. Distintos pero iguales, ésa es la clave. El cerebro del macho se ha especializado en la determinación centrada alrededor de una meta. El de la hembra se ha inclinado por la realización de varias tareas simultáneas. El macho se ha especializado en la planificación, la innovación, el riesgo, la resolución de los problemas espaciales y en la expresión muscular. La hembra se ha especializado en fluidez verbal, y la agudización de los sentidos del oído, el olfato y el tacto, así como una mayor resistencia ante la enfermedad. Sexualmente, el macho humano ha cambiado radicalmente respecto de sus parientes el mono y el simio. Pues si éstos normalmente tienen una sola estrategia, el macho humano tiene dos. La primera es enamorarse y formar un vínculo de pareja con una hembra en particular. Por más que se diga, no es una sofisticación cultural, sino una cualidad biológica profundamente enraizada. La conmoción emocional que acompaña el proceso de formación de la pareja es cualquier cosa menos sofisticada. Tiene una gran profundidad psicológica y produce espectaculares cambios químicos tanto en el cuerpo del hombre como en el de la mujer. Se da globalmente, incluso en esas sociedades que han intentado imponer otros, inapropiados, sistemas de apareamiento entre los adultos humanos. Existen casos en que, tras el proceso de unión, la pareja


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en cuestión prefiere la cárcel, la tortura e incluso la muerte a abandonar al compañero o compañera elegido. En términos evolutivos, la ventaja de la formación de la pareja humana es que, en una tribu pequeña, reparte a las hembras entre los machos cazadores. A diferencia de otros machos primates, los machos humanos tienen que cooperar para cazar. Solo, el cazador individual no era lo bastante rápido ni lo bastante fuerte como para derrotar a su presa. El cazador líder necesitaba de la cooperación activa de sus compañeros machos. Si el macho alfa se hubiera quedado a todas las hembras para sí, difícilmente habría recabado la asistencia activa del resto de los machos para cazar. El sistema de apareo, ya en el asentamiento tribal, creó una mayor igualdad entre los machos. Seguía existiendo una jerarquía social, en la que había individuos más y menos dominantes, pero la gradación entre superior e inferior en la manada ya no era tan desigual. Sería un error considerar que esa tendencia novedosa a cooperar es una de nuestras características «refinadas», inspirada por una nueva y espiritual inclinación por la abnegación adquirida o por la santa generosidad. A menudo, parece que los moralistas piensen que biológicamente la especie humana es competitiva y egoísta, y que la única vía hacia una conducta colaboradora, generosa y altruista son las enseñanzas morales. Lo cierto es que dicha conducta está en nuestros genes. Si no hubiéramos cambiado genéticamente para ser más serviciales con los demás, las primeras tribus humanas no hubieran sobrevivido, sin más. Paradójicamente, comportarse de un modo generoso se convirtió en un acto egoísta. El sistema de apareamiento tribal por parejas comportó una segunda ventaja, muy importante. Creaba una unidad familiar en la que el niño sabía quién era el padre y quién era la madre. Y sumaba el cuidado paterno al cuidado materno propio de otras especies. De un plumazo, duplicaba la protección


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parental que recibían los niños. Cuando un padre humano sostiene a su hijo recién nacido entre los brazos, se pone en marcha un poderoso sentimiento paterno; a lo largo de los años venideros, el padre dedicará mucho tiempo y atenciones a criar a su vástago. Si la evolución cambió así al macho humano y le convirtió en un buen padre es porque en nuestra especie la carga parental es tan grande que no basta con un adulto, la madre sola, para lidiar con ella. Una hembra de mona lo tiene mucho más fácil. Su cría es capaz, desde el nacimiento, de colgarse activamente de su pelo y de desplazarse montada en ella. El mono recién nacido está tan avanzado que no hay que llevarle en brazos ni colocarle en un nido. Crece rápido, y campa pronto cerca del cuerpo de la madre, pegándose de nuevo a ella si amenaza peligro. Antes de que la madre tenga que cuidar de otra cría, la primera ya es más o menos independiente. De modo que la madre mono no tiene que ocuparse de una gran familia. En cambio, la madre humana tiene que cuidar de una camada serial. Sus bebés están indefensos cuando nacen y requieren de una atención constante durante los primeros meses. Cuando nace el siguiente y ellos tienen uno o dos años, siguen siendo completamente dependientes. Y así sucesivamente, hasta que la madre cuida de toda la progenie. Contar con el apoyo de un padre protector y afectuoso durante dicho proceso aumenta la posibilidad de supervivencia de los pequeños. Desde el punto de vista del macho, cuanto más intensos sean sus sentimientos paternos, mayores las posibilidades de que vea medrar a sus descendientes. En este sentido, el macho humano se parece más al pájaro que al mono. Las crías de los pájaros también están indefensas en el interior de sus huevos, y la tarea de incubarlos requiere la colaboración del macho y de la hembra. Si el pájaro


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macho no compartiera la obligación de sentarse sobre los huevos, la hembra pájaro se moriría de hambre incubándolos. Si, para no morir de hambre, la hembra tuviera que alejarse del nido sin que hubiera un pájaro macho que la sustituyera, los huevos se enfriarían y las crías morirían en el interior de las cáscaras. Así, la formación de parejas estables es el sistema típico de apareamiento entre los pájaros; lo hallamos en la mayoría de las especies por la misma razón que se da entre los humanos: la necesidad de cuidados parentales intensivos. Se ha mencionado anteriormente que el macho humano tiene no una, sino dos estrategias sexuales. La primera, como hemos visto, consiste en dedicarle mucho tiempo y esfuerzos a su unidad familiar, cerciorándose de que sus hijos tienen las mejores posibilidades de sobrevivir. La segunda es la otra, más primitiva, manera de esparcir su simiente donde y cuando puede. Si se halla en compañía de una hembra adulta que no es su compañera familiar, puede sentir deseos de tener un breve encuentro sexual con ella, aunque no vuelva a verla. Si esa breve relación diera lugar al nacimiento de una cría, él no participará en su crianza y tal vez incluso ignore su existencia. Carente del cuidado paterno, el bebé tendrá menos posibilidades de supervivencia que el que esté en el seno de una unidad familiar protegido con más cuidados, pero puede sobrevivir. Es más, en los casos en que la mujer en cuestión ya esté apareada con otro macho, su pareja masculina permanente puede creer que esa cría es suya y ofrecerle una protección completa. De este modo, sus posibilidades de supervivencia son excelentes. La inevitable cuestión que se plantea es por qué debería una hembra humana apareada correr el riesgo de mantener relaciones sexuales con un macho extraño si dispone de una pareja permanente capaz de dejarla embarazada. Es evidente que, si la descubren, causará graves juicios para la estabilidad de su


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unidad familiar. Y, sin embargo, ocurre. Al parecer, el motivo es que la hembra humana está programada para evaluar al macho humano de dos maneras. Una, según su capacidad colaboradora. Analiza cómo va a cuidarla a ella y a sus crías, y valora su éxito social y la seguridad que le proporciona. La otra perspectiva desde la que tomar en consideración a un hombre es a partir de sus características físicas. ¿Da su cuerpo la sensación de que le va a transmitir una buena herencia genética a su cría? En una relación ideal, la pareja permanente de la hembra sería a la vez leal y colaborador y poseedor de un físico impresionante, y ella no tendría ningún motivo genético para descarriarse. Pero si ella ha elegido a su compañero básicamente por su capacidad de cuidar y proteger, puede que sienta la tentación, de vez en cuando, de emprender arriesgadas aventuras sexuales fuera de la unidad familiar. Al principio, era imposible saber cuánta actividad sexual extramarital había. En algunas culturas, los machos llegaban a extremos muy radicales para asegurarse de que sus compañeras hembras no pudieran encontrarse con machos extraños manteniéndolas casi siempre dentro de la casa familiar, acompañándolas siempre que salían u obligándolas a llevar una carabina. Hay ejemplos extremos de ello, en que las mujeres se ven obligadas a cubrir por completo sus cuerpos cuando salen de casa. También se ha practicado la circuncisión femenina, la extirpación de los genitales externos de las niñas. Eso reduce sus posibilidades de obtener placer sexual, por lo que disminuye su interés por los demás hombres. En la actualidad, en Occidente, la eficiencia de las pruebas de ADN permite finalmente determinar con cierta seguridad cuántos niños son hijos de la estrategia de emparejamiento humano y cuántos de la más antigua estrategia consistente en repartir la simiente al azar. Los resultados han sido sorprendentes. La mayoría de los hombres casados de hoy en día de-


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ben de pensar que los hijos que tienen a un extraño por padre constituyen una rareza. Pero no es lo que han demostrado las pruebas. Las pruebas de paternidad por ADN se introdujeron por primera vez en 1995-1996 como un método para resolver las disputas por paternidad sin necesidad de recurrir a los tribunales. Las cifras obtenidas a lo largo de un período de siete años (1998-2004) en Gran Bretaña afirmaron que 16 de cada 100 niños tenían un padre biológico que no era el «marido» que les había criado como propios. Las pruebas de paternidad realizadas en Irlanda del Norte arrojaron resultados prácticamente idénticos, pues sólo diferían un 0,2 por ciento. Las cifras eran más altas de lo que nadie podía esperar. En Estados Unidos, se ha cifrado en un 10 por ciento el índice de paternidades falsas. En Alemania, el instituto Max Planck afirmó: «El índice de falsa paternidad en los “matrimonios monógamos estables” va de uno de cada diez con el primer hijo a uno de cada cuatro con el cuarto.» Un estudio más amplio de nueve grandes zonas (Gran Bretaña, Estados Unidos, Europa, Rusia, Canadá, Sudáfrica, Sudamérica, Nueva Zelanda y México) reveló cálculos que variaban del 1 al 30 por ciento. Una variación tan considerable dio que pensar, y se apuntó la posibilidad de que se hubieran basado en muestras erróneas. El problema parecía surgir del hecho de que, en muchos de los informes, las cifras se basaban en casos en los que ya se había cuestionado previamente la paternidad, y existía cierta duda acerca de la identidad del padre. Si se ignoraban dichos estudios, entonces las cifras eran mucho menores. La investigación concluyó: «El resto de la investigación mostró una pauta de discrepancia paterna del 3,7 por ciento, o poco menos de uno por cada 25.» Volviendo a las dos estrategias de apareamiento del macho humano, eso significa que, incluso en una sociedad que


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es, comparada con la antigüedad, una sociedad sexualmente liberada, 24 de cada 25 niños son fruto de una estrategia de apareamiento en pareja, y sólo uno consecuencia de la estrategia de esparcir la simiente al azar. De ello se desprende que, pese a la tan cacareada necesidad de flirtear, el macho humano es, esencialmente, un ser concebido para vivir en pareja. ¿Cómo, entonces, explicar que a los machos se les vayan los ojos detrás de las otras hembras? Tal vez no tengan tantos hijos fuera del hogar, pero eso no significa que les sean fieles a sus cónyuges con todas las implicaciones de una pareja estricta. La respuesta está en una tendencia evolutiva que ha llevado a un creciente proceso de infantilización en la especie humana durante aproximadamente el último millón de años. El valor de dicha tendencia, llamada neotenia, consiste en que ha dado como resultado la capacidad de los humanos de conservar la disposición para el juego y la curiosidad infantiles en su edad adulta. Gracias a ello, han sido cada vez más innovadores, y les ha conducido a los ingeniosos inventos de nuestras modernas y complejas tecnologías. Aunque, a la vez, ha provocado que este altísimo nivel de curiosidad se aplicara también a otros aspectos de la vida, incluidas nuestras actividades animales básicas. Ese rasgo no constituye ningún problema con la comida y con la bebida; tiene como resultado saber degustar la comida y apreciar deliciosos vinos. Pero, en lo relativo al sexo, ha entrado más de una vez en colisión con nuestra estrategia reproductiva primaria. Cuando un macho previamente emparejado ve a una atractiva extraña del sexo opuesto, su curiosidad le lleva a imaginar cómo sería disfrutar de ella sexualmente. En la mayoría de los casos, puede mantener dicha curiosidad al nivel de la fantasía sexual, pero algunas veces va más allá. Normalmente, en cuanto ha satisfecho su curiosidad, pone punto final al episodio, pero en algunos casos se


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produce una disrupción en la pareja original y se da la formación de una nueva. Inevitablemente, eso reduce la calidad del cariño paterno que reciben los niños de su pareja original, por más que el padre se esfuerce en reparar los daños. Las grandes crisis de la estructura familiar de esta índole eran menos frecuentes en las pequeñas comunidades tribales donde evolucionaron los modelos reproductivos. Pero la sociedad moderna es más compleja y las oportunidades de crisis de la pareja son mucho mayores que en el antiguo sistema, por lo que la tensión es también mucho mayor. Las cifras de los divorcios han aumentado espectacularmente y, pese a que algunos de los números que se dan son claramente una exageración, se dice que, en los Estados Unidos del siglo XXI, el 34 por ciento de los matrimonios acabarán en divorcio. En Gran Bretaña estiman una cifra comparable, el 36 por ciento. Al parecer, un tercio de las modernas uniones de pareja fracasan, un factor que los generadores de angustia entre la opinión pública interpretan como un síntoma de decadencia de la sociedad. Sin embargo, se puede contemplar la situación desde otro punto de vista, y es que, incluso en plena decadencia moderna y con actitudes sexuales tan liberales, dos tercios de las parejas logran mantener su vínculo. Dada la profunda artificialidad de la estructura de la sociedad urbana, a la que ha tenido que adaptarse el animal tribal humano, esas cifras pueden considerarse como notable muestra de la tenacidad de la estrategia de apareamiento en pareja. Hay quien replica que cómo es posible que la pareja sea una de las características básicas de la especie humana, si no es total. Si tan valiosa era para los primeros grupos tribales, ¿por qué no evolucionó hasta hacerse permanente? Se cuentan historias de pájaros que se aparean de por vida con un vínculo tan estrecho que, si uno de ellos muere, el miembro de la pareja que sobreviva no se emparejará nunca más. ¿Por qué la


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evolución no desarrolló este mecanismo extremo en los humanos, con lo que nos habríamos evitado los desamores y los fracasos de las rupturas matrimoniales? Dicen que la respuesta está en que, en la época primitiva, cuando la nueva estrategia de apareamiento estaba creándose entre las tribus de cazadores/recolectores, los machos se tenían que enfrentar a serios peligros cuando salían a cazar, y las hembras tenían partos muy difíciles debido a la nueva postura vertical de su especie. Cualquiera de los miembros de una pareja podía morir joven y, si el mecanismo de apareamiento hubiese sido demasiado rígido, el miembro superviviente habría tenido dificultades para reproducirse. En cambio si, tras un período de tristeza y de luto, los más jóvenes de los adultos supervivientes podían hallar la manera de formar una nueva pareja, el índice de reproducción de esas tribus tan pequeñas saldría beneficiado. Desde el punto de vista de la supervivencia, una pareja casi perfecta era mejor que una pareja perfecta. Así, en términos evolutivos el macho humano está programado para formar una relación de larga duración con una compañera hembra, pero con la valiosa posibilidad reproductiva de que, en caso de que ella muera, pasado un tiempo él pueda formar una nueva pareja. La principal razón para ello es el modo en que han cambiado los métodos de caza del macho. En lugar de emprender una peligrosa y extenuante persecución de la presa, sale a la ciudad a entablar otro tipo de caza. Una vez allá, se hallará en compañía de muchas jóvenes atractivas, mujeres que brillaban por su ausencia en los terrenos de caza primitivos. En la sabana no había tentaciones, pero en la ciudad está rodeado de tentaciones. Y es ahí donde su más que imperfecta tendencia a permanecer vinculado exclusivamente a su pareja le abandona. Con todos sus errores y sus debilidades, el hecho es que la mayoría de los machos humanos, en la mayoría de las cultu-


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ras humanas, establecen unidades familiares a largo plazo. Y, pese a los conflictos y crisis, dichas unidades han demostrado ser de lo más eficaces para criar a los hijos. La prueba está en que la población humana global se ha más que doblado durante los cuarenta últimos años, y ha pasado de los 3.000 millones a más de 6.000 millones en la actualidad. Si, a escala global, el macho humano tiene éxito como padre, ¿qué ha ocurrido con su rol de cazador tribal? Como ya he mencionado, no ha perdido su necesidad primigenia de cazar animales de presa —la lentitud a la que opera la evolución no lo ha permitido—, pero la ha transformado de muchas formas, de entre las que la caza no es más que una, simbólica. Todos los deportes de competición modernos, por ejemplo, son formas simbólicas de cacería. Todas se basan en la habilidad de perseguir o apuntar, o ambas a la vez, y perseguir y apuntar son, naturalmente, los ingredientes básicos de la caza primitiva. Ha crecido una enorme industria alrededor de dicha actividad simbólica, y se entregan valiosos premios a los campeones de la persecución (como Michael Schumacher), así como a los de la puntería (como Tiger Woods), y multitudes de campeones potenciales les animan desde las gradas. Los deportes de equipo como el fútbol o el baloncesto, por citar sólo dos, implican tanto la persecución como la puntería y además conllevan, para el deportista moderno, las mismas tareas de planificación, cooperación, táctica y estrategia que tan absortos tuvieron a sus ancestros. Cabe señalar que el deporte no tiene un producto final. No manufactura nada. Se termina cuando un campeón victorioso sostiene un premio precioso, una presa simbólica. Suele ser una copa, una escultura o algún tipo de placa, un pedazo de metal incomestible y sin uso alguno. Puede haber una fiesta de celebración al final de los torneos más importantes, igual que al final de las cacerías abundantes, pero la actividad de-


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portiva en sí no es productiva desde ningún punto de vista. Simplemente, satisface una necesidad enraizada en el macho humano de enfrentarse de nuevo, como agente o como espectador, al desafío que la caza supone para su fuerza física y para sus habilidades. Cada vez que la flecha hace diana, la bola de billar entra en el agujero, el disco de hockey cruza la portería, la pelota de baloncesto encesta, cuando el bateador acierta el tiro de una pelota de críquet, el balón de fútbol se hunde en la red, y así sucesivamente, el cazador moderno y sus seguidores sueltan un rugido triunfal que, por un instante, es tan primitivo como el grito de Tarzán en la jungla. Han apuntado y han dado en la diana. La tribu florecerá. No es, pues, sorprendente que el mundo de los deportes siga siendo un ámbito predominantemente masculino, a pesar del interés que despierta también entre las mujeres. Uno de los atributos especiales del macho humano es la fuerza física. Su cuerpo atlético, requerido para la caza, desarrolló una musculatura potente que lo distinguió del de la hembra humana. En general, un hombre es un 30 por ciento más fuerte que una mujer. Su cuerpo contiene 26 kilogramos de músculos; el de ella contiene sólo 15 kilogramos. Por el contrario, sólo el 12,5 por ciento del peso corporal de un hombre es grasa, mientras que en la mujer es el 25 por ciento. Aquí, y no en otro tipo de consideraciones, se pone de manifiesto la división del trabajo de la evolución humana. Subrayada por el hecho de que, cuando las mujeres ejercitan excesivamente su musculatura, empiezan a parecerse a los hombres. Les resulta imposible desarrollar un cuerpo musculoso con apariencia femenina. Si llegan al extremo de competir en concursos de body-building, en algunos casos incluso dejan de ovular.


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La configuración del cuerpo masculino implica que puede levantar mucho más peso que una mujer; un rasgo importante cuando los cazadores tenían que acarrear las presas hasta el hogar. Un hombre medio puede levantar el doble de su peso corporal; una mujer media sólo puede levantar la mitad de su peso corporal. Internamente, los órganos masculinos, el corazón, los pulmones y huesos, son mayores que los de las mujeres, y proporcionan un valioso sistema de soporte a la poderosa musculatura del hombre. Y la sangre masculina contiene más hemoglobina que la de la mujer. Todo el esqueleto del cuerpo masculino es mayor, lo que les proporciona una poderosa base de operaciones a sus músculos. Un hombre corriente es un 10 por ciento más pesado y un 7 por ciento más alto que una mujer corriente. Se puede ver que el cuerpo del hombre es más fuerte desde el primer día. El bebé masculino es, en general, más largo y más pesado que el bebé femenino, y mueve sus extremidades con mayor energía. También tiene un metabolismo basal más elevado, y lo conserva durante toda la vida. Incluso en el momento de nacer, el macho es más atlético que la hembra. Entre los niños, los machos poseen mayor agudeza visual, que siendo adultos utilizarán para cazar. En los juegos, los niños se inclinan por los juegos de poder, que implican muchos más empujones, golpes, carreras y saltos que entre las chicas. Y su nivel de curiosidad también suele ser mayor que el de las chicas, dando muestra, en la cuna, de lo que en el adulto será la tendencia al riesgo. En los últimos años se ha puesto de moda, como parte del credo de la igualdad sexual, sugerir que las diferencias entre los bebés niños y los bebés niñas no son de nacimiento, y que las divergencias que acaban mostrando son, claramente, el resultado de la imposición de los roles artificiales de hom-


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bre y mujer que los adultos les inculcamos. Si estudiamos detenidamente a un bebé, descartaremos rápidamente dicha idea. Los signos están presentes desde muy al principio, en los grupos de juego, donde no se pone en marcha la perspectiva de los padres, incluso antes de que éstos mismos comprendan que existen dichas diferencias. En realidad, la idea de la semejanza en la infancia entre niños y niñas no es más que un anhelo, cuidadosamente ajustado a la medida de la teoría que defiende. La idea de la equidad sexual es, en sí misma, perfectamente adecuada para nuestra especie, pero no depende de que los hombres y las mujeres sean lo mismo (excepto por algunas diferencias anatómicas, claro está). La importante división del trabajo que evolucionó en las tribus humanas primitivas no creó un género dominante y otro sometido, sino que ambos géneros dependían apremiantemente uno del otro y tenían la misma importancia. El hecho de que los niños muestren diferencias especiales de nacimiento respecto a las niñas no afecta para nada el concepto de la igualdad de importancia. Lamentablemente para el macho de hoy en día las condiciones de la civilización moderna han dejado obsoleta su superioridad muscular en la mayoría de las tareas. Sentarse tras la mesa de un despacho o ante la cinta de producción de una fábrica, estar de pie tras el mostrador de una tienda o agazapado ante la pantalla de un ordenador, no requiere cualidades atléticas. En términos físicos, no son ocupaciones adecuadas para el cuerpo de un macho humano. Si debe ser fiel a sus raíces tribales, necesita una expresión más activa. Algunos hombres resuelven este problema dedicando tiempo a actividades «para mantenerse en forma», pero la mayoría se olvida del tema. Unos pocos de ellos, sin embargo, sienten tal necesidad de demostrar su masculinidad física que se someten a duras pruebas de esfuerzo con el fin de competir


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en espectaculares exhibiciones de fuerza física. Desde el levantamiento de pesas hasta el ciclismo de montaña, desde desafiarse a un pulso hasta las caminatas por el Polo, todo vale no por su propósito práctico sino porque permite que los hombres muestren su descontento con la creciente desnaturalización del hombre del siglo XXI. En su enorme mayoría, dichas exhibiciones parecen absurdas y un derroche de energía, pero son sin embargo un vívido recuerdo de lo que el hombre moderno ha perdido. A medida que la televisión y los ordenadores han hecho que la vida del macho humano sea cada vez más sedentaria, también hemos asistido a la aparición de peligrosos clubes deportivos y otras organizaciones que reclutan a jóvenes dispuestos a dedicarse a actividades físicas arriesgadas y extremas. Algunos de los deportes más populares entre ellos son: El base-jumping, que consiste en saltar desde lo alto de una estructura elevada, tal como un rascacielos, un puente o un poste de la luz, llevando un paracaídas y confiando en que se abra a tiempo. El espeleobuceo o el buceo en cuevas, la exploración de laberínticos sistemas subacuáticos con un equipo de buceo, con el peligro de perderse completamente a muchos metros bajo el agua y que se le acabe a uno el aire. El esquí de velocidad, en que los participantes se arrojan ladera abajo a una velocidad de más de 250 kilómetros por hora, vestidos con trajes aerodinámicos y unos esquís especiales. En este tipo de competiciones los accidentes suelen ser mortales. El supercross, en que los corredores saltan por los aires en motocicleta, dan saltos mortales hacia atrás y realizan piruetas acrobáticas. Si el reciente aumento de la popularidad de estos y otros deportes de riesgo no demuestra la naturaleza temeraria del macho sedentario y establecido, nada podrá hacerlo.


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A algunos machos, los desafíos físicos les resultan poco atractivos, por mucho que les guste la sensación de estar corriendo un riesgo. Para ellos, existen otras variedades que van de invertir en bolsa a jugar en Las Vegas. Vivir en los centros financieros de las grandes ciudades del mundo conlleva arriesgarse prácticamente a cada minuto y, qué duda cabe, ésos son lugares predominantemente masculinos. Las apuestas fuertes también suelen ser cosa de hombres. Es cierto que en Las Vegas se ven muchas mujeres, pero la mayoría no pasa de las tragaperras. Los que apuestan duro en las mesas de póquer acostumbran a ser hombres. Igual que en el bingo o en las carreras de caballos, las apuestas bajas son de las mujeres, y las fuertes de los hombres. Las mujeres son, por naturaleza, sensatas y cautas; los hombres, según el punto de vista, valientes o estúpidos. El ejercicio físico y correr riesgos son sólo dos aspectos de la caza primitiva que los hombres de hoy han sentido la necesidad de recrear bajo alguna forma simbólica. También está la necesidad de llevar el producto de la cacería a casa. Comprar la carne en el supermercado del barrio no satisface plenamente ese deseo. Necesitan algo más. Una solución es obsesionarse por el coleccionismo. El coleccionista, que acostumbra a ser un hombre, desarrolla una pasión por algún tipo de objeto en particular y se propone amasar tantos ejemplares como pueda. La categoría elegida puede ser casi cualquiera, desde pintura de los antiguos maestros hasta cajas de cerillas. En realidad no importa, y hay mucho donde elegir. El coleccionismo suele empezar con objetos comunes y luego progresa hacia los más raros. Buscarlos y llevárselos a casa, a formar parte de una colección en aumento, se convierte en la mayor alegría del cazador de objetos. La intensidad de la cacería de objetos puede ser tal que se apodere realmente de la vida de un hombre. Algunas casas es-


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tán tan atestadas de objetos de colección que no queda ni un centímetro libre. Y algunos de los objetos coleccionados son francamente extravagantes. Incluyen cosas tan insólitas como cortacéspedes, collares de perro, bolsas para el vómito durante el viaje, aspiradoras vintage, tostadoras eléctricas e instrumentos médicos de curandero. Cualquier objeto es legítimo, una vez que el cazador ya no busca presas de carne fresca sino un sustituto simbólico. En la cumbre de la pirámide, la atmósfera de las grandes casas de subastas constituye un terreno de caza muy especial, de lo más inverosímil. Cuando los cazadores rivales luchan a gritos, se pueden oír las expresiones de admiración en toda la sala a medida que los precios se ponen por las nubes. El Muchacho con una pipa de Picasso, que se vendió por 104 millones de dólares en mayo de 2004, ostentaba el récord mundial a la pintura más cara vendida en una subasta. La superó recientemente una venta privada a través de Sotheby’s de un cuadro de Jackson Pollock que puso el récord mundial en 140 millones de dólares. Otra de las características del macho cazador primitivo era que, cuando descansaban de la cacería, se pasaban horas limpiando, reparando, cuidando y, en general, mejorando sus armas, los instrumentos vitales que mediaban entre ellos y morirse de hambre. La fascinación por la tecnología primitiva se traduce hoy en la atracción que sienten los hombres por los artilugios, las máquinas, los instrumentos y aparatos, una búsqueda que raramente atrae a las mujeres. A una cacería copiosa le seguía la inevitable celebración y su momento ritual para contar historias sobre los peligros vividos durante la misma. En los tiempos modernos, eso se ha convertido en reuniones donde se bebe mucho celebradas por los hombres después del trabajo. Los antropólogos lo han definido como «la separación del hecho de beber respecto de la


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arena doméstica, dominada por las mujeres, como manera de construir la masculinidad.» En otras palabras, reuniéndose e ingiriendo cantidades ingentes de alcohol, los machos modernos recrean para sí mismos, momentáneamente, la sensación de formar parte de una verdadera manada de cazadores leales. En dichas ocasiones, es importante poder pagar una ronda y saber aguantar el licor. Los que no puedan, perderán su estatus ante el grupo. Dicho de otro modo, deben demostrar que saben compartir y que son resistentes. En varios países y en distintas épocas, dichas reuniones para beber se han formalizado. Se han creado clubes masculinos con normas estrictas de admisión, y se han inventado juegos de bebida y otros ritos para que las reuniones para beber cobren un significado más profundo. En algunos países se emplean otros narcóticos en lugar del alcohol. En Yemen, por ejemplo, los hombres se reúnen cada día para mascar qat, las hojas de una planta narcótica. La relevancia social de un macho yemení depende de su asistencia regular a esas reuniones del qat, de las que las mujeres están totalmente excluidas. Se suele utilizar algún tipo de juego para centrar las reuniones de hombres en un entorno poderosamente competitivo. El más antiguo que conoce la humanidad, y que seguramente utilizaron los mismos cazadores primitivos, es un juego de tablero africano llamado mancala. Sus orígenes se remontan a hace más de 3.400 años. Bastaba con unos guijarros y unos agujeros practicados en la tierra seca para empezar a jugar, cuando los cazadores se reunían para relajarse tras la cacería. Hay muchos otros juegos masculinos, como la petanca francesa, el ajedrez en Rusia, los dardos en Inglaterra, el póquer en Estados Unidos, y así sucesivamente. Todos ellos atraen al hombre casado al exterior del seno familiar y, por un breve espacio de tiempo, lo llevan de vuelta a la compañía de su pandilla de hombres.


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En algunos países, las actividades exclusivamente masculinas mantienen aún mayor reminiscencia de la pauta cazadora original. Algunos hombres van de acampada al bosque a pescar, escalar o realizar algún otro tipo de búsqueda pseudoprimitiva. Otros van de safari a África, o a explorar ruinas antiguas en Centroamérica. Una y otra vez, a lo largo y ancho de este mundo, se pueden descubrir pasatiempos masculinos de este tipo, que se ajustan a motivos locales u oficiales. Sin embargo, subyace en todos ellos una nueva puesta en escena del vínculo social de la fiesta de los cazadores primitivos, el vínculo necesario para garantizar el apoyo incondicional de los demás en súbitos momentos de crisis. El cazador del siglo XXI puede satisfacer sus ansias de perseguir y apuntar dedicándose a algún deporte. Puede expresar su fortaleza física practicando algún tipo de disciplina gimnástica. Puede demostrar su valentía y su capacidad de riesgo, tanto mental como física, tanto participando en persecuciones peligrosas como apostando. Puede satisfacer su deseo de llevar una presa a casa buscando objetos raros y reuniéndolos en una colección. Asimismo, puede hacer gala de su cuidado y mejora de las armas desarrollando algún tipo de habilidad técnica. Y, finalmente, puede revivir las jocosas fiestas de los cazadores bebiendo de vez en cuando con otros hombres. El antiguo cazador primitivo tal vez haya muerto, pero el cazador moderno, simbólico, sigue vivo.


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