Cuadernos de la Sala Nº 4

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LOS SENTIDOS CONTEMPORÁNEOS DE LO PRIMITIVO

ARIEL JIMÉNEZ CARMEN ALICIA DI PASQUALE

CUADERNOS DE LA SALA Nº4 CARACAS, 2016


LOS SENTIDOS CONTEMPORÁNEOS DE LO PRIMITIVO

ARIEL JIMÉNEZ CARMEN ALICIA DI PASQUALE


CUADERNOS DE LA SALA Nº4 LOS SENTIDOS CONTEMPORÁNEOS DE LO PRIMITIVO Textos Ariel Jiménez Carmen Alicia Di Pasquale Editor Sala Mendoza Coordinación editorial Patricia Velasco Barbieri Concepto editorial y diseño Verónica Velasco Documentalista Isaac Alberto Ruiz Sanz Fotografías Texto Carmen Alicia Di Pasquale: Ricar-2 Texto Ariel Jiménez: Web Impresión Gráficas Acea Tiraje 150 ejemlares Deposito legal DC2016001591 Comité de redacción Ariel Jiménez Luis Pérez Oramas Luisa Mariana Pulido Mary Martínez Patricia Velasco Rafael Castillo Zapata Willy Mckey Los Cuadernos de la Sala reúnen textos referenciales y contemporáneos para alimentar la reflexión sobre las artes, sus fundamentos teóricos, su historia, su práctica y sus vínculos reales o posibles con otras disciplinas artísticas, y con la cultura en general.

Lo primitivo moderno de Ariel Jiménez y ¿Es el arte indígena un arte contemporáneo? Nota sobre la heterocronía de la contemporaneidad de Carmen Alicia Di Pasquale, fueron dos intervensiones que formaron parte del encuentro Piel de Selva. Visiones entorno al arte indígena, organizado por la Sala Mendoza y celebrado en la Universidad Metropolitana, Caracas, Venezuela, en el mes de Mayo del año 2016.

ÍNDICE Lo primitivo moderno 7 Ariel Jiménez

¿Es el arte indígena un arte contemporáneo? 17 Nota sobre la heterocronía de la contemporaneidad

Carmen Alicia Di Pasquale


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Lo primitivo moderno

Siempre me ha intrigado y me ha fascinado el hecho de que en un momento histórico en el que la humanidad, o al menos una porción de ella, que ha demostrado una tan sorprendente como peligrosa capacidad técnica para transformar el mundo, y que ha vivido y vive hechizada por ese poder de la razón humana para inventar, se sienta a la vez atraída –y con tan perturbadora fuerza–, por las manifestaciones más primitivas de la creatividad humana. Que seres que observan con asombro cómo se superan barreras que durante milenios parecieron infranqueables… “nuestros ojos fueron los primeros en ver las nubes por debajo de nosotros”, escribía con entusiasmo el poeta Aragón, se conmuevan tan profundamente por objetos cuya manufactura es el producto de una capacidad técnica superada hace siglos por la especie. Que las formas de una máscara africana nos conmuevan

Nasa/Buzz Aldrin. Huella del pie de la luna, 1969. 2,349 x 2,363 pixels (Huella de la pisada del piloto del módulo lunar del Apolo 11)

Anónimo. Cueva de las manos, 7350 a. C Pintura Rupestre. Argetina

más, mientras más se acerquen a la que parece ser la producción de un ser prehistórico, que vive en condiciones que ninguno de nosotros aceptaría para sí, y que nos parecerían insoportables, si no humillantes. ¿Qué es lo que hay, pues, allí, que nos atrapa de esa manera? ¿y cómo explicarlo? ¿Cuál es la razón de esa fuerza? ¿Qué zonas de nuestra mente y nuestra sensibilidad se activan con ellos, y cuál podría ser la función de lo primitivo en el mundo moderno y contemporáneo? Porque es casi en términos biológicos que me siento llamado a hablar de la

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extraña atracción que provocan en mi, y, estoy seguro, en muchos de nosotros. Llevo años tratando de hallar respuestas convincentes para estas preguntas. Convincentes, quiero decir, no porque me lo diga un filósofo o un historiador de prestigio, sino porque en verdad me expliquen en lo más íntimo lo que siento ante esos objetos, que me permitan constatar, en mi propia experiencia sensible, que esas razones en verdad lo expliquen. Porque todos, con un mínimo de información, podemos constatar la fuerza que ha alcanzado en el arte moderno e incluso contemporáneo ese llamado, esa atracción por lo primitivo, y podríamos adelantar una infinidad de ejemplos, desde sus primeras manifestaciones en las obras de Gauguin, pasando por los expresionistas alemanes y los cubistas a principios del siglo pasado (e inclusive el Reverón de su período sepia y sus objetos), hasta manifestaciones aún más recientes, como las esculturas siempre fascinantes de un Baselitz, o los jardines que en muchas partes de Europa unen esos dos polos extremos de lo moderno: la seducción que ejercen las posibilidades técnicas del presente (con rascacielos de vidrio y de metal), y la atracción potente por lo salvaje y primitivo, como tan hermosamente lo hace la paisajista francesa de origen canario, Ana Morales, haciendo germinar una especie de Edén en medio del asfalto. Porque –y eso es importante retenerlo– no es lo primitivo en sí lo que más conmueve, sino su contraste o coexistencia simbiótica con los moderno. Y allí hay a mi juicio un factor importante, porque esos ros-

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tros burdos de Baselitz nos atrapan con mayor fuerza mientras más puro y limpio sea el espacio museográfico en el que se muestran, como mayor y más seductor es el contraste de las vegetaciones silvestres, cuando más tecnológico el ambiente en el que crecen. Pero, a pesar del peso que alcanza esa coexistencia simbiótica de lo actual y lo primitivo, pocas veces he encontrado testimonios claros que me permitan responder a las preguntas que acabo de formular. Lo que es evidente, es que lo que sentimos ante piezas como el Autorretrato de Picasso, de 1906, o su Paisaje con dos figuras, de 1908, y también ante uno de los objetos reveronianos, es cercano o en todo caso se conecta con las emociones que nos procuran a menudo las producciones del llamado arte primitivo, como si ambas prácticas artísticas se alimentaran de la misma tierra, o si bebieran de la misma

Pablo Picasso. Autorretrato, 1906. Óleo sobre lienzo montado sobre cartón. 26,7 x 19,7 cm.

fuente un agua proveniente de lo más hondo. Por eso busco aproximaciones que me ayuden a entender mejor el por qué del interés moderno y contemporáneo por lo primitivo, en ese trabajo interior que cada uno debe en principio emprender para que las ideas arraiguen en un suelo de sentido que nos sea propio.

Georg Baselitz. Untitled, 1982-83

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Lo cierto es que ese interés por lo primitivo es relativamente reciente, y, aunque tiene evidentes conexiones con la nostalgia siempre activa del Paraíso perdido, y de esa su-

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puesta Edad de oro que Ovidio relata al inicio de sus Metamorfosis, en la historia del arte occidental se confunde más o menos con el nacimiento y desarrollo de eso que llamamos el arte moderno, en particular –y no por azar– a partir del momento en que los artistas de Occidente comienzan a buscar nuevas formas de expresión, no sujetas al imperativo renacentista de imitación idealizada del mundo visible. Antes de eso; es decir, hasta las dos últimas décadas del siglo XIX y más aún hasta principios del siglo XX, las manifestaciones artísticas de los pueblos llamados primitivos despertaban la curiosidad, y por eso terminaban casi siempre en los célebres Gabinetes de curiosidades como objetos exóticos, entre los naturalia (curiosidades naturales) y las artificialia (creaciones astuciosas y raras de los hombres). Y claro que han habido excepciones, como el célebre Diario de viaje a los países bajos en el que Durero habla de los objetos mexicanos que Cortés le envió al Emperador Carlos V y que él describe como “objetos absolutamente más ricos y bellos que los que podemos encontrar entre nosotros”. En general, no obstante, y hasta principios del siglo XX, por esas manifestaciones artísticas solo se sentía desdén, y el desprecio de quien se siente definitivamente y hasta “naturalmente“ superior, y clasifica a esos seres y su producción simbólica en el punto más bajo de su escala de valores: arriba, en la cúspide, el arte greco romano, la perfección misma, la cima y referencia del arte. Al otro extremo, los objetos y “fetiches” de los negros; la infancia del arte, su expresión más primitiva y burda. ¿Qué hizo entonces que los artistas modernos se fijaran en ellas y, más aún, que vieran en esos objetos una fuente rejuvenecedora, revitalizadora para el arte Occidental? ¿Qué permitió, en definitiva, que de esa concepción despreciativa, lo primitivo comenzara a rimar con pureza, primor, fuente primera y ya no solo con torpeza? Son muchas, muy variadas y sutiles las razones que lo explican, y tan íntimamente entrelazadas que parecería absurdo reducirlas a una serie de puntos diferenciados. Unas son razones históricas, que permiten entender por qué se producen en ese preciso momento. Otras son científicas, políticas, estéticas, otras en fin metafísicas, y, a riesgo de pasar por una especie de iluminado –que no creo ser– trataré al menos de designarlas con el dedo, como quien señala a lo lejos un territorio que sabe inmenso, y lo describe tan solo con un nombre. A menos, pues, que me proponga escribir un libro completo sobre el tema, lo mejor que podría hacer es provocar una especie de cortocircuito, que de una vez nos enfrente a las consecuencias más psicológicas –casi metafísicas– de ese proceso, y con ello a las frases más enigmáticas de los artistas, de esas que leemos y, aunque no las entendamos, dejamos pasar como fantasías, frases emotivas y poéticas que le perdonamos por ser, precisamente, artistas. Como esa, por ejemplo, donde Pablo Picasso le confiesa a André Malraux, mientras pintaba su Guernica, que los “fetiches de los negros”, como se decía

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en la época, no lo influenciaron por sus formas, sino porque le hicieron comprender lo que él esperaba de la pintura; es decir, que ella pudiera funcionar como una especie de intermediario entre nosotros y las fuerzas del mundo que nos amenazan o nos inquietan. O esta otra, de Malraux sobre Picasso esta vez: Los escultores románicos querían manifestar lo desconocido revelado, mientras que Picasso manifiesta un incognoscible que nada revelará. Y por supuesto que no me imagino a Picasso creyendo en el poder de sus imágenes como al africano en su tribu, pensando que puede conjurar los poderes de espíritus malignos, de fuerzas reales, a través de sus máscaras y estatuillas de deidades y demonios, no. No es que él pensara en el Guernica como una imagen mágica, dotada de poderes ocultos que pudieran dirigirse hacia los bombarderos alemanes e italianos esperando derrotarlos, pero sí que esperara de la pintura y su capacidad para producir signos elocuentes (y los de Guernica lo son), que dejaran grabada en la mente de sus contemporáneos la imagen del horror que el ataque y la destrucción del pequeño poblado español despertó en él y su tiempo. Que su pintura pudiera al menos elevarse como un testimonio –materializado en imagen, hecho imagen parlante– de la barbarie nazi y fascista, y así, de alguna manera, conjurarla. Ahora, si en el caso del Guernica se comprende bastante bien la función que podía alcanzar la pintura, ¿Qué decir de aquellos autorretratos donde Picasso pintaba su propio rostro como si se tratara de una máscara africana, o de una estatuilla sumeria de cinco mil años, o más? ¿Qué puede haber en esos autorretratos que le otorgue pertinencia contemporánea a la obra de seres que vivieron milenios antes que nosotros? Allí, desde mi punto de vista, la enigmática frase de Malraux nos da una pista, quizás demasiado metafísica para el gusto práctico de nuestro tiempo, pero de una clara potencia explicativa. Esa frase opone lo “desconocido revelado” que, según él, se proponía manifestar el escultor románico de la edad media (obras con las que la escultura moderna tiene tantos puntos de contacto), a lo “incognoscible que nada revelará” y que, según Malraux, intentaba manifestar Picasso. Toda persona medianamente formada en la teología cristiana sabe que Dios, más que esa figura del padre barbudo con que la iglesia (en su deseo de llegarle a los más humildes, los iletrados, los incultos) se resigna finalmente a representarlo, es ante todo un principio, una fuerza, es el motor primero de Aristóteles, ese círculo que tiene su centro en todas partes y su circunferencia en ninguna, nunca un ser tangible y conmensurable con nosotros. Que antes que un cuerpo es, como lo describe Dante en la Divina comedia, una luz tan potente y pura que ningún ser humano puede ver de frente sin caer de inmediato fulminado por la ceguera, y que solo una iniciación espiritual, purificadora, puede hacer “visible” con los ojos del espíritu. Que Dios es pues un ser, un algo para nosotros desconocido, cuyos actos, mandatos, reglamentos, nos fueron sin embargo revelados por la Biblia. Y de este modo, lo enigmático de esa frase de Malraux comienza a tomar sentido, y hasta se hace posible comprender por qué el escultor o el pintor medieval no sintieron la necesidad de hacer imágenes que reprodujeran

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el mundo visible, no porque hubieran sido pintores todavía torpes, y sus imágenes una manifestación aún primitiva de las artes (como se lo creyó hasta finales del siglo XIX), sino porque el mundo del que nos estaban hablando, eso que querían hacer visible, no nos era conmensurable, no podía resumirse a lo visible, a lo tangible, porque era de naturaleza espiritual. Y por eso las imágenes medievales y en general las que produce toda cultura profundamente religiosa, son ante todo signos, imágenes-emblema de algo que trasciende lo visible, incluso lo pensable. Y en ese punto, lo moderno se conecta con esas supuestas formas primitivas, las tribales o las medievales, de manera que la segunda mitad de la frase de Malraux nos permite abordar, no sin pasar por un paréntesis cuya importancia y vastedad da casi vergüenza abordar de la manera esquemática como lo estoy haciendo. Pero bueno, digamos que este texto tiene ante todo como función lanzar hipótesis de trabajo, intuiciones cuyo único objetivo es despertar en sus eventuales lectores el deseo de estudiar, no de aportar una respuesta definitiva y cerrada. Desde esa perspectiva, podemos resignarnos a un texto que funcione casi como las imágenes medievales, como emblema solamente de algo que no puede ser agotado ni en este ni en ningún otro texto, por amplio que sea. Esa segunda parte de la frase que Malraux escribe sobre Picasso, le atribuye la voluntad de manifestar “lo incognoscible que nada revelará”. Algo, pues, que de ante mano sabemos no podremos conocer (y que sin embargo queremos manifestar) y que nada, lo sabemos también, nos revelará. Una frase así, solo podría ser escrita por alguien que siente, como el artista religioso, el llamado de un misterio superior, crea o no en los dogmas de la iglesia católica y de ninguna iglesia. Con ello, ya, Malraux establece un cierto paralelismo entre el artista moderno que es Picasso, y el medieval, en el sentido de que a sus ojos ambos quieren manifestar algo que los trasciende (y que la cercanía perturbadora de sus obras nos deja intuir), solo que el segundo, porque cree en la Biblia y en la palabra que Dios nos habría revelado gracias a ella, declara desconocido, pero no necesariamente imposible de conocer. Mientras para artistas y pensadores modernos, al menos teóricamente comunistas (y por ende ateos), ese desconocido se hace incognoscible y, bien entendido, irrevelado e irrevelable. Ahora, para que una frase tan aparentemente oscura como esta pueda decirnos algo sobre esta curiosa cercanía entre las formas y los objetivos de obras tan distantes en el tiempo, deberíamos preguntarnos, y es lo que he intentado a menudo: ¿Qué hechos pueden explicar que un artista como Picasso o un pensador como Malraux, puedan declarar incognoscible ese misterio que ambos (el individuo medieval y el moderno) reconocen en el orden del universo? ¿Existen hechos concretos que lo permitan? Pues yo creo que sí, que esos hechos concretos existen en el ámbito intelectual y científico moderno, que lo justifican e inclusive lo imponen, y que entonces nos dan herramientas para comenzar a entrever algunas al menos de las razones que explican esta afinidad formal (que nunca está vacía

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de sentido), entre las más diversas manifestaciones del arte “primitivo” y el arte de nuestro tiempo. Y esas razones tienen que ver con un quiebre mayor en el pensamiento moderno. Se trata de la distancia que se establece entre nuestras herramientas teóricas y el mundo, fenómeno característico de lo moderno. Sucede que, aunque algunos pensadores ya lo habían formulado, por lo general se consideró que el pensamiento humano era capaz de llegar la verdad de las cosas, que era posible en cierta forma “descubrir” los mecanismos internos que rigen lo real, de manera que nuestras herramientas intelectuales podían funcionar como una especie de espejo mental del mundo, mostrando simplemente su constitución, su estructura y funcionamiento, a la manera de un pintor realista. Y esto sucede así hasta las dos primeras décadas del siglo XX, cuando las teorías de Einstein y luego la teorías de la incertidumbre marcarían una frontera tan radical entre nuestras herramientas intelectuales y la verdad, a secas, como la distancia que el cubismo impone entre la imagen y su motivo. Y claro que el científico sigue buscando describir el mundo en su funcionamiento, solo que ya sabe, o ha tomado conciencia, de que entre las teorías que construye para ello y el mundo en sí, no existe necesariamente una relación por así decir analógica, como la huella que un objeto deja sobre la cera. Einstein describe esta nueva situación, y lo hace a partir de una imagen tan elocuente como sencilla. Él se figura la posición del científico ante la realidad que intenta describir, como la de un individuo que estaría ante un reloj imposible de abrir. Si una persona es imaginativa, dice, podrá construir una teoría que explique el movimiento que observa en las agujas, los sonidos que escucha al acercarse al reloj, y que incluso le permita predecir el comportamiento futuro de su mecanismo, pero nunca podrá comparar su modelo teórico con la realidad, puesto que no le es dado abrir el reloj. De esta manera se establece entre el mundo y nuestras herramientas intelectuales un abismo, una brecha que marca uno de los más potentes y fructíferos, uno también de los más angustiosos quiebres en la vida intelectual de la humanidad. Así de sencillo. Un antes y un después se dibujan allí irremediablemente, y eso sucede (no hay allí casualidad alguna), cuando el entusiasmo moderno por el arte primitivo alcanza sus niveles más altos. En cierta forma, pues, Einstein nos está diciendo que si una verdad existe (y él es de los que cree que sí), nunca nos será accesible así, a secas, y nunca nos fue ni nos será revelada por dios alguno. Algunos tal vez verán en todo esto una simple especulación, una fantasía de intelectual, pero quizás algunos piensen como yo que no, que allí se esconden claves certeras para comenzar a entrever el por qué de esa perturbadora y fascinante cercanía entre las formas de mudos tan distintos y distantes. Para mi, esa frase oscura de Malraux, brilla con la luz de la evidencia, y me aclara el camino, porque estamos además ante una teoría que no solamente nos dice: cuidado!!, el mundo es vasto e insondable, y nuestras herramientas frágiles, a pesar de los poderes que nos otorgan, y nosotros mismos seres minúsculos en un universo que alcanza dimensiones que jamás habíamos siquiera concebido,

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sino que además nos obligaba a corroborar que hasta los conceptos más elementales, esos que creíamos simples hechos, como la naturaleza del tiempo y del espacio, no son y quizás nunca fueron otra cosa que simples invenciones humanas. Basta con leer los

de asombro ante una realidad que nos aparece, sencillamente, como algo impensable, inconmensurable. Pero, eso sí, y aquí hay un ingrediente nuevo y fundamental, con un dominio técnico de nuestro entorno que produce también asombro y en muchos un entusiasmo a menudo ciego y destructor. De manera que nuestra vida transcurre por así decir compartida entre dos llamados potentes y contradictorios: la admiración que produce la tecnología contemporánea, por los poderes impresionantes que nos acuerda, y el temor de que las frágiles fuerzas que permiten nuestra existencia terminen finalmente por ceder, y diluirse, en medio de un universo tan vasto como indiferente. Y por eso mismo, a veces me pregunto si esa doble orientación de nuestro pensamiento y de nuestra vida no es lo que explica, al menos en parte, ese también doble llamado de lo moderno, compartido entre la fascinación que ejerce en nosotros el poder de la invención humana, y la potencia de lo primitivo, lo que se expresaría a su vez, museográficamente, por el contraste que tanto nos seduce entre la pureza del espacio donde se muestra una obra moderna, y la rusticidad calculada de sus formas. Ahora, ¿Por qué sucede eso? ¿Por qué el asombro y la admiración que producen los logros innegables de la tecnología, y a la vez el temor que infundan en todo individuo sensible sus también innegables poderes destructivos, producirían entre otras cosas esa necesidad de arraigo en lo primitivo? ¿Por qué la eventualidad de estar construyendo un mundo como nunca antes lo habíamos visto, ni imaginado, nos llevaría casi instintivamente a buscar apoyo en lo arcaico, y en las bases casi animales de la especie?

Pablo Picasso. Autorretrato, 1907. Óleo sobre lienzo.56 x 46 cm

Anónimo. Estatua del Superintendente Ebih II, hacia el 2.400 a.C. Talla en yeso, lapislázuli y conchas. 52,5 cm x 20,6 cm x 30 cm.

textos de Einstein, de Max Plank, de Louis de Broglie, de Niel Bohr, de Oppenheimer o de Heisenberg, para constatar lo que estos grandes científicos sintieron ante la vastedad y la magnificencia del mundo que se nos revelaba en la ciencia contemporánea; esto es, un asombro que pocas imágenes pueden quizás expresar con más fuerza que esos retratos de Picasso con los ojos enormes, y quizás sientan también, como lo sentí yo en esos raros momentos que iluminan a veces el resto de nuestra vida intelectual, que entre esas efigies sumerias de hace cinco mil años y un Picasso de 1907, existe una rara, una hermosa familiaridad que nos turba el pensamiento y nos maravilla a la vez, dejándonos sin aliento. A mi entender, pues, esa inmensidad del cosmos que se nos revela con la ciencia de nuestro tiempo, la fragilidad de nuestras herramientas intelectuales, y la conciencia aguda de que la vida es un fenómeno casi improbable surgido, nadie sabe cómo ni por qué, en un prescindible granito de arena perdido en el cosmos, nos coloca hoy ante el universo como quizás lo estuvieron los hombres primitivos hace miles y miles de años… beatos

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Para adelantar una respuesta a esta pregunta, me remitiré a una conversación que tuve la suerte de tener con Jean-François Lyotard, cuando lo invitamos a dar una conferencia en Caracas, hacia 1992. Yo, por supuesto, tratando de indagar en él las razones profundas de ese interés moderno por lo primitivo, más allá de las explicaciones históricas o simplemente descriptivas que podía leer en los libros. ¿Por qué, le preguntaba, fue tan importante el rol de lo primitivo entre los artistas modernos? “Es fundamental, me decía, que no olvidemos de donde venimos”, y se refería, hasta donde yo puedo recordar, a esa necesidad de enraizar la experiencia contemporánea en el subsuelo biológico de la especie, en todo lo que compartimos con el resto de los animales, ante la eventualidad de una vida cada vez más distante de la que conocimos y conocemos todavía hoy. Desde entonces, regularmente, pienso en su respuesta, y me digo que la humanidad de la que formamos parte se encuentra efectivamente en el umbral entre dos formas de vida radicalmente distintas; una en la que eso que llamamos la naturaleza dominó incontestablemente, y una en la que ya el planeta no será lo que fue durante milenios para la especie humana y el resto de los seres vivos, donde las generaciones futuras enfrentarán problemas nunca antes experimentados por ningún ser humano. Una donde, para sobrevivir, seguramente tendrán que colonizar otros planetas dentro y fuera de nuestro sistema

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solar (proceso que ya ha comenzado), y donde la vida, es indiscutible, no podrá ya ser lo que siempre fue. Y eso, a mi parecer, todos lo sentimos ya, y los más grandes artistas y pensadores lo intuyeron desde el inicio mismo de la industrialización. Y entonces, sí, la respuesta de Lyotard cobra un sentido fulminante, que permite realmente explicar el por qué de esa fascinación ambigua y perturbadora por lo primitivo, porque efectivamente para sobrevivir será indispensable mantener siempre viva la llama de lo que fuimos, de lo que nos fundamenta: nuestro común origen biológico con el resto de los seres vivos. Nos sucede, en colectivo, lo que quizás vivieron los primeros navegantes que con Colón se aventuraron en un mar desconocido, llenos de apetitos y de miedos, sin saber si algún día podrían regresar. Y los imagino llevando consigo cualquier objeto o imagen que pudiera recordarles lo que dejaban atrás, quizás para siempre, y el celo con el que seguramente lo protegieron durante el viaje. Porque era el único lazo que los ataba a su historia personal, al mundo que habían conocido y amado. Y así me figuro a la humanidad que se perfila delante de nosotros, y cada día más claramente, intuyendo oscuramente que ese mundo nuevo y deslumbrante que la ciencia y la tecnología están construyendo para nosotros, nos aleja poco a poco de lo que fuimos, de nuestros orígenes, de las fuentes mismas de la vida, y no me cuesta trabajo concebir que entonces se disparen en nuestro inconsciente los más diversos mecanismos compensadores, la vida diciéndonos desde adentro, lanzándonos llamadas de alerta, recordándonos nuestro origen primitivo, nuestra pertenencia de hecho al mundo animal.

«¿Es el arte indígena un arte contemporáneo?» Nota sobre la heterocronía de la contemporaneidad1

El anacronismo como distancia imposible, la traducción como tarea imposible, la heterocronía como periodización imposible. Miguel Ángel Hernández Navarro Algunas preguntas, quizás las mejores, repelen las respuestas afirmativas o negativas aunque su forma enunciativa lo pida de manera aparente e inmediata. Son preguntas que ubican no solo a quien pregunta sino también a quien responde, en lugares de emisión que tendrían que ser asumidos de manera consciente, sabiendo que al preguntar o al responder se estaría aportando no tanto la medida de lo general como más bien los rasgos particulares de la experiencia de quien pregunta y de quien responde. Y sin embargo toda pregunta es una apertura, abre un horizonte de respuestas potenciales que atraen el diálogo y con ello la posibilidad de una experiencia común. Justo es este el espacio intersubjetivo que creyó hallar Kant cuando propuso los juicios estéticos como aquellos enunciados que al margen de una objetividad científica ineludible y universal, fomentarían la aproximación de los pareceres: según el principal creador de los postulados teóricos

Leer a Jung nos permite por momentos intuirlo, en particular cuando él habla de esas huellas, de esos como fósiles vivos –y activos– que perduran aún en nuestra estructura psíquica, y que según él provendrían de las más antiguas y arcaicas etapas de nuestro desarrollo orgánico. Así es, en todo caso, como me explico la rarísima atracción que siento, y que no logro explicar, cada vez que uno de esos objetos primitivos, expuestos en los impecables espacios museográficos del presente, me atrapa, como si, por razones que trascienden mi historia personal y se pierden en la cháchara milenaria de la especie, de repente uno de esos fósiles arquetípicos de Jung se activara en mi, dejándome, literalmente, sin respuestas. Ariel Jiménez

en torno al arte, en los juicios estéticos (ob)tendríamos la condición que haría posible un nosotros, pero como un cierto encuentro dinámico e inestable, que sin coincidir siempre apunte, aspire o tienda a una comunicación significativa, y como tal, colectiva.

En mayo de 2016, en ocasión de la exposición Piel de Selva, la Sala Mendoza y el curador Ariel Jiménez me convocan, junto a otros investigadores, a una mesa redonda con la siguiente pregunta elaborada por el curador: ¿Es el arte indígena un arte contemporáneo?. El siguiente ensayo recoge algunas reflexiones surgidas de este encuentro. Agradezco a Manto Pérez-Boza y a Cecilia Rojas las lecturas preliminares de este texto. 1

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La pregunta por el carácter contemporáneo o no del arte indígena es ese tipo de pregunta que ubica a quienes preguntan y a quienes responden y que introduce un espacio de comunicación no solo entre quienes tienen algo o mucho en común sino también, en tiempos globales, entre distintas formas de significar el mundo. Ante esta pregunta decido ubicarme de la siguiente forma: se nos pregunta por un arte que no es arte, puesto que el origen y el contexto de “lo indígena” se encuentran fuera de esa articulación teórica moderna, y se nos pregunta por el carácter contemporáneo o no de una inscripción o una huella —la Ye’kwana, desde la cual se hace la pregunta por “lo indígena”—, que desde su propia presencia no puede alinearse con las maneras de la producción, la distribución y la recepción de las prácticas artísticas llamadas y autoreconocidas como contemporáneas. Todos estos aspectos son más que conocidos por quien pregunta, a saber, un investigador de arte contemporáneo que se siente conmovido por unas creaciones desbordantes de lo meramente utilitario o artesanal, tal y como lo apunta en su texto el propio Ariel Jiménez2. A partir de esta admiración, solo en el arte le es posible, a quien pregunta, encontrar un lugar adecuado al grado de elaboración de las piezas que cifran y reúnen la expresión de parte de la cosmovisión Ye’kwana. Esas piezas se disponen —son dispuestas— hacia los habitantes de otros mundos, mediante una exposición que favorece una presencia más que un significado: ellas nos hablan y nos dicen cosas distintas a las que fueron imaginadas al momento de su creación y a las que nosotros pensamos desde nuestras referencias. Entonces, quizás, y provisionalmente, solo tenemos «el arte» como lugar para recibirlas con solemnidad en un espacio de comprensión —o de contemplación—, “adecuado”, justo (y por ello inevitablemente ajustado), aunque esas piezas y esas imágenes no hayan sido concebidas —insisto en lo obvio, sobre todo para quienes desestimen la complejidad de la pregunta—, ni como arte ni como huella contemporánea. Este encuentro entre sensibilidades formadas de manera tan diversa, entre cronotopos distintos y coincidentes al mismo tiempo, acompañados por la calidad de la narrativa en sala, por el cuidado de la selección de las piezas, por la consideración hacia los creadores y por la distancia disciplinar de los enfoques reunidos en la interpretación de Piel de Selva, mueven mi respuesta a aquella pregunta perspicaz y abierta, hacia las ideas de Keith Moxey: un historiador que ha decidido enfrentar los límites del tiempo lineal con la postulación del concepto de heterocronía, para intentar dar cuenta de la manera en que se construyen algunos aspectos de la experiencia contemporánea. Moxey afirma, y lo hace categóricamente, que ya no es posible sostener “el sentido lineal, causal y teológico de la historia universal”3. Esta afirmación, que está bien acompañada por todo el movimiento de disciplinas como los Estudios visuales, resulta del

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A. Jiménez. “Lo primitivo moderno” en Piel de Selva, Sala Mendoza. Caracas: 2016 K. Moxey. El tiempo de lo visual: la imagen en la historia. San Solei Ediciones, Barcelona-Buenos Aires: 2015

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análisis de una situación que ha sido ocasionada, fundamentalmente, y según nuestro autor, por el encuentro entre mundos o experiencias distintos. Según este señalamiento, la pregunta que se hace sobre el carácter contemporáneo del arte indígena, antes que ser retórica, es propicia para dar cuenta de al menos la necesidad de promover algunas discusiones indispensables. Por ejemplo: si la heterocronía propuesta por Moxey como característica de la experiencia contemporánea, sustituye el tiempo lineal homologante por la validez de la multiplicidad de los tiempos, entonces la propia pregunta por el carácter contemporáneo del arte indígena (que en sus piezas actuales no hace otra cosa que renovar la tradición antes que postular ideas vanguardistas), sería un ejemplo o una concreción de esa afirmación y la ocasión para discutir este tema por demás vigente y relevante en nuestro contexto. Por otra parte, el tiempo lineal, o más bien la forma lineal del tiempo, tiene muy poco trayecto para sostenerse como imagen permanente de la temporalidad. El Renacimiento, cronotopos fundamental de la historia del arte, construyó su temporalidad a partir de un interés no histórico sino significativo por la antigüedad greco-romana, y solo posteriormente, la modernidad articuló el conjunto de la representación como «arte» y extendió anacrónicamente este concepto hacia toda forma de representación. Incluso las huellas de las cuevas más remotas conocidas fueron (¿o son?) catalogadas como arte, bajo un criterio jerarquizante y al mismo tiempo homogenizador. De allí que se diga que la historia del arte contribuyó de manera decidida a la construcción teológica y científica del tiempo, pero mientras que la ciencia del siglo XX construye otras modalidades relativizadoras del tiempo, la historia del arte ha tendido a persistir en sistemas como la cronología para el ordenamiento del fenómeno que estudia, y con él, de la sensibilidad y la experiencia. Si, como dice Moxey, esa linealidad ha entrado en crisis y ahora debe asumirse la propia condición heterocrónica de la contemporaneidad, cabe preguntarse si el aprecio y el interés por la expresión sensible indígena, dentro de los espacios habituales del arte contemporáneo, provenga de la sintonización con la operatividad (validez o pertinencia) del enfoque de los tiempos múltiples. Expongamos algunos aspectos más de la formulación de Moxey para ver si ello puede incidir en la acogida de la compleja pregunta que intentamos investigar, aunque ya he adelantado algo de mi respuesta al seleccionar a este historiador norteamericano como interlocutor. La heterocronía de la contemporaneidad, como formulación teórica, intenta, no tanto armonizar el encuentro entre diversas e inasimilables experiencias y modos de significar el mundo, sino más bien continuar con las prácticas metodológicas de disciplinas que se vinculan de manera sustantiva con estructuras temporales, como obviamente lo es la historia del arte, pero dando cuenta que se conocen los efectos hegemónicos —e inoperantes en un mundo multicultural— de las construcciones del tiempo lineal, a partir de lo cual se asume la multiplicidad de tiempos como lo valedero o como lo que posibilitaría la comprensión de

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fenómenos que ya son ineludiblemente globales, más que universales4. Por ello, y aunque cuestione lo que parece ser la estructura fundamental de la disciplina, no se trata de un asunto meramente metodológico, sino de uno con un considerable excedente político o social, puesto que se abandonarían categorías y estipulados que desde el tiempo, desde su construcción “ineludible” o “sustancial”, intentan subsumir otras formas de la experiencia o excluirlas al no considerarlas, por ejemplo, como «obras de arte». Admitir otras expresiones como «obras de arte» podría derivar en su asimilación a sistemas a los que no pertenecen, con lo que su propio significado podría quedar obliterado; excluir otras formas de representación del canon del arte podría equivaler a la exclusión de La Historia.

bre, por ejemplo, nuestra impresionante diversidad. Ese carácter interconectivo, de mutua presentación de al menos dos mundos, conforma una tarea actual de primer orden, justo como mecanismo de compensación ante demasiada demagogia conservacionista aislante y debilitadora de cualquier intento por una preservación real o efectiva. Entonces, no se trata de una mera contemplación de arte indígena ni tampoco de caer en la trampa de “lo genuino”, para terminar asfixiados en la más irresponsable “in-genuidad”. Se trata de acoger, provocar y potenciar la complejidad y la controversia para aumentar la densidad cultural: el sentido de pertenencia no unificado, como de alguna manera lo expresa la investigadora Maríapia Bevilacqua6.

Quizás entonces, la hererocronía de la contemporaneidad prepararía el intrincado terreno para el encuentro transcultural, antes que el intercultural, aquel que proponía la mezcla y la hibridez como forma de contacto o acercamiento apropiado. Al traer una muestra de expresión Ye’kwana a una sala de exhibición de arte que se inscribe dentro de las prácticas modernas y urbanas de la creación sensible, puede obtenerse el efecto domesticador (al que está sometido cualquier producción que se inscriba o sea inscrita dentro de los circuitos de recepción del arte, y no solo el arte indígena), o puede obtenerse un efecto de lectura distinto mediante la recreación de dispositivos que, como la pregunta que nos convoca, intenten aproximaciones imposibles de asimilar, traducciones imposibles de alcanzar y periodizaciones imposibles de encajar. Es bastante evidente que calificar sin más la expresión Ye’kwana como «arte contemporáneo», no se puede asimilar ni traducir ni encajar. Podemos conmovernos, podemos contemplarlo, podemos admirarlo, pero no podemos comprenderlo en lo que significa, no podemos asimilarlo a nuestras categorías ni podemos ubicarlo dentro de nuestra línea de tiempo progresivo, que ha persistido en la historia del arte de una manera más simulada o evidente.

La condición heterocrónica de la contemporaneidad propone que el presente se entienda (se perciba) como un conglomerado de tiempos donde cada experiencia —expresado en cada sistema de representación— lejos de alinearse, se relaciona desde sus diferencias, enriqueciendo el tránsito cultural con muchos puentes y caminos válidos y distintos. No solo el presente —un solo presente— iluminaría un único pasado, sino que en sincronía y en anacronía, los pasados, al contener sus tiempos en las huellas que los caracteriza, también iluminan el presente. ¿Acaso el arte Ye’kwana, con sus tradiciones ancestrales y con la materialización de la experiencia, con su presencia más que con su significado, no afecta nuestra incesante búsqueda de actualidad?, ¿acaso no sabemos los venezolanos que el tiempo es multivalente y discontinuo?, ¿no estaría bien pensarlo desde las expresiones sensibles del territorio común y no solo desde el desgaste avasallante de las operaciones del poder, que al obliterar la condición progresiva del tiempo lineal moderno no ha sino afianzado su movimiento mediante un inequívoco y lineal retroceso?

Pero es justo en la tensión entre el encaje y el no encaje que se mantiene la posibilidad más fértil de todas, porque se trata de una aproximación o una traducción que aunque imposible (e incluso no ética) es indispensable, tanto para las dinámicas de la construcción de un nosotros diverso como para custodiar a las culturas frágil y provisionalmente aisladas, de los rigores y las apetencias de la globalización. O como dice David Perkins: “necesitamos el concepto de un período unificado a fin de poder negarlo, evidenciando así la particularidad, la diferencia local, la heterogeneidad, la fluctuación, la discontinuidad y el conflicto”5. La pregunta por el carácter contemporáneo del arte indígena solo puede registrar nuestro interés y solo puede —no es poca cosa— inquietarnos con preguntas so-

Nos referimos a la universalidad como una de las construcciones predilectas de la modernidad filosófica, que fue concebida para respaldar los postulados de las ciencias naturales (y en el siglo XIX los de las ciencias sociales), y que intenta la homogenización de los fenómenos en función de la economía del conocimiento. Sus claves epistemológicas fueron un modelo usado por o hacia todas las indagaciones, incluyendo las expresiones de la sensibilidad. 5 K. Moxey, cit., p. 75. 4

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Si bien el conglomerado de tiempos propuestos por la heterocronía de la contemporaneidad, dificulta y hasta hace inoperante una muy apreciada categoría histórica como la periodización, abre otras posibilidades para enriquecer el estudio de fenómenos, descargando la energía metodológica de la incesante e inútil tarea de mostrar el tiempo real, en fórmulas como lo realmente contemporáneo, o lo realmente moderno, clásico o antiguo... Quizás la respuesta a las simplificadoras operaciones homogenizantes (igualadoras) habría que contraponerles el manejo de nuestras diferencias y nuestras diversidades, que implican, no tan solo un hacer distinto sino un tiempo muy diferente. De allí que entonces, la pregunta por el carácter contemporáneo o no del arte indígena, al no remitir a periodicidad artística alguna, no deja de contener, como una suerte de dispositivo, una relevante detonación. Al respecto dice Moxey, en complicidad con la notoria influencia que tienen los postulados de Didi-Huberman, que “la producción artística ya no viene motivada por su relación con el tiempo”7. La obra (o la imagen, o la representación) crea las condiciones de su propia

6 7

María Pia Bevilacqua. “Arte Ye’kwana: Identidad en la diversidad” en Piel de Selva, cit.. K. Moxey, cit., p. 45.

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recepción, es decir: “su poder anacrónico sobresale”8. Las obras son capaces de desafiar el tiempo, siendo que se trata de una construcción y no un camino inexorable que deba ser pensado o descubierto. En este sentido, la expresión sensible Ye’kwana, como cualquier otra que no se inscriba en las prácticas culturales alfabetizadas9, se resiste a la lógica de la cronología o a algún tipo de orden teleológico. El paso del tiempo como transcurrir, en un sistema de representación que privilegia la transmisión de las tradiciones antes que la evolución o el progreso, no sería tan relevante como el poder cultural de estas expresiones resistentes del orden histórico-moderno. Según esto, la presencia de los modos de expresión indígena, en aquellos casos que se muestren ante la recepción no-indígena como algo extraordinario y conmovedor, provoca su propia interpretación. El reto de un historiador del arte, como el que hace la pregunta, no es clasificar y ordenar el tiempo de la obra sino permitir que sus cualidades brillen con la singularidad que la caracteriza. La interpretación del arte indígena sería similar a la de cualquier otra obra puesto que, al parecer (según el postulador de la heterocronía), ya no interesa tanto el momento de la creación para interpretar correctamente la obra, como el intercambio entre la obra y los espectadores. Allí juega un papel fundamental, además de la pertinencia del trabajo, los modos de presentarlo. Si el arte indígena se presenta con suficiente complejidad o con un decidido rechazo por cualquier intento de simplificarlo, su presencia misma, es decir, cada pieza por separado o en conjunto, podrá establecer una relación significativa (aunque no transmita su verdadero significado) con espectadores cuya subjetividad esté conformada por otras maneras de la experiencia: por otros espacios y otros tiempos. Y en ese sentido, tanto la presencia de las piezas como la presencia de los espectadores, podrá tener una coincidencia (un interés) en la contemporaneidad de la recepción, y no tanto de la historia, al menos no en la periodización. En este punto parece oportuno introducir una inquietud de Moxey: “¿Es lo contemporáneo un período o éstos ya han terminado?10”. O quizás el arte se seguirá produciendo sin pertenecer al tiempo, es decir, a una historia que ya se reconoce como algo radicalmente construido: decidido. A partir de este giro entrarán en juego los distintos esfuerzos que desde diversos lugares intenten leer, más que interpretar, la densidad que se presente, para que pueda “operar su magia”11. Pero no hay que temer, la historia del arte está lejos de desaparecer, tan solo tiene un desafío a algunos de sus más asentados postulados. Moxey está lejos de pensar que la historia del arte ha caducado, tan solo pide que se revise su relación con el tiempo.

Ibid., p. 26. Comprendo que es indispensable aclarar, en virtud de los prejuicios asentados, que no-alfabético o analfabeta no hacen referencia, en este contexto, a la ignorancia sino a otras formas de inscripción . En este sentido no es alfabética o es analfabeta la cultura japonesa o la rusa. Tampoco son alfabéticas cualquiera de las culturas indígenas que no tienen un sistema de inscripción basado en la sistematización de signos propia de lo que llamamos convencionalmente como “escritura”, sino otros sistemas distintos que ordenan el pensamiento, la realidad —y el tiempo— de una manera igualmente diferente. 10 Ibid., p. 78. 11 Ibid., p. 27. 8 9

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Si la globalización trae consigo la interacción cultural que con demasiada frecuencia resulta violenta y deshumanizante, la contemporaneidad como lugar desde el cual se reflexiona no puede pretender ser sincrónica, es decir, no puede pretender que el tiempo ocurra de la misma manera en todas partes, porque ello no haría otra cosa que reforzar las peores prácticas políticas y sociales del epicentro economicista que caracteriza a la globalización. En este sentido la validez de los tiempos múltiples desafía, no tan solo a la historia del arte canónica o desactualizada, sino a los rigores eficientes del capital vuelto hacia sí mismo y que insiste en los modos de representar el tiempo como si se trataran de algo real. Quizás entonces, el arte indígena es contemporáneo cuando desafía otras temporalidades, cuando no se aísla sino que se abre al campo de la inquietud, cuando pasa a formar parte de los innumerables ríos, de los innumerables tiempos, cuando nos recuerdan que el tiempo no viene dado sino que viene tejido y que en el descreimiento del tiempo real no se nos va, al menos, la posibilidad de significar, más decididamente, al mundo. En este sentido la obra, toda obra y no solo la indígena, “transmite su propio tiempo o tiene el poder de crear tiempo ante la respuesta de quienes la reciben”12.

En un “nosotros” demasiado pendiente de ser tal, la diversidad cultural que cae dentro del espacio moderno republicano, requiere de este cruce de formas de significar el mundo, que mediante el carácter indudablemente seductor de unas piezas tan hermosas y tan complejas, como bien advierte Ariel Jiménez en su texto del catálogo Piel de Selva, nos atraigan a su mundo otro para enriquecernos mutuamente, para andar un camino distinto al de la demagogia que mediante la suspensión de la complejidad que define el tema alter, inter y transcultural, pretende la fallida e imposible preservación de la autenticidad y la pureza. La respuesta a la pregunta por la condición contemporánea del arte indígena está contenida en la propia pregunta o, como diría Heidegger, en el preguntar de quien pregunta. Carmen Alicia Di Pasquale

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Ibid., p. 90.

*Las imágenes que ilustra este ensayo provienen de la exposición Piel de Selva , realizada en la Sala Mendoza en los meses de abril y julio del 2016.

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Presidente Luisa Mariana Pulido de Sucre Vicepresidente Pablo Antonio Pulido Mendoza Directora Patricia Velasco Barbieri Coordinación Operativa Mary Martínez Torrealba Centro Documental Isaac Alberto Ruiz Sanz Carmen Luisa López Registro y Montaje Yorman Pérez Administración Alfredo Alvis Librerería Rossy Márquez

Comité Asesor Ariel Jiménez Josefina Manrique María Elena Ramos Dirección Edificio Eugenio Mendoza Goiticoa, PB, Universidad Metropolitana, Terrazas del Ávila, Caracas, Venezuela. Teléfonos (0058 212) 2435586 / 2427560 Mail: fundacionsalamendoza@gmail.com Horario Sala de Exposiciones y Librería Lunes a Sábado: 8:30 a.m. a 5:00 p.m.


Los sentidos contemporáneos de lo primitivo, de Ariel Jiménez y Carmen Alicia Di Pasquale, cuarto cuaderno de la colección Cuadernos de la Sala, en edición de 150 ejemplares numerados, se terminó de imprimir en Febrero del año 2017, bajo el cuidado editorial de la Sala Mendoza, en Caracas, Venezuela.



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