3 minute read
Besos sin sostén, por Samantha Vilchez Contreras
Besos sin sostén
escribe: Samantha Vilchez Contreras1
Advertisement
Son las 11:21 p. m. y una mujer corre asustada por la calle, me llega un mensaje y observo con ira que esa mujer es mi amiga, está asustada, tiembla y se culpa a sí misma por haber salido tan tarde; una palabra cruzó por mi mente en ese instante: sororidad. Realicé rápidamente una transferencia y así pudo irse a salvo a su hogar; esa noche ella podrá dormir tranquila, aunque una mujer en otra parte del país no correría con la misma suerte.
Así como a ella, muchas de nosotras no estamos seguras, vivimos con el miedo a que este será nuestro último día aquí. El Instituto de Opinión Publica (IOP) de la PUCP afirma que 7 de cada 10 mujeres han sido acosadas a nivel nacional. Culpan a nuestra manera de vestir, los colores que usamos o nuestras actitudes «poco femeninas». ¿Qué nos hace diferentes de los hombres? Desearía una respuesta que no caiga en estereotipos —el silencio invade nuestras mentes—, correcto, no existe diferencia alguna, a no ser que quieran agregar el hecho de que yo no puedo salir sin recibir un «piropo» que no pedí o, debería decir, un insulto: «El rojo es color de las putas». Así me gritaron una vez por la calle. ¿El motivo? No sonreír ante un hombre que consideraba que su pene lo hacía superior y, por ende, todas deberían dirigirle una complaciente sonrisa.
Tengo apenas 19 años y vivo en un mundo de hombres, un mundo en el cual las personas se asustan si utilizamos una letra que altere su lenguaje, un mundo que es tan mío como de ellos y tengo el derecho de llamarlo «munda» si se me da la gana, porque mi identidad se pierde si anulan mi género y minimizan mis actos. Vivo el machismo día a día. Dicen que debo sentarme derecha porque soy una señorita, siempre «darme a respetar» (cuando deberían enseñarles a ellos a respetarnos), usar brasier a pesar de que este me cause incomodidad y oprima mi libertad corporal. La gota que colmó el vaso fue la imposición de mi orientación sexual y mi identidad de género: «Seguro le gusta su amiguito», «no juegues muy brusco, las mujeres son delicadas», «no te muestres interesada, vas a parecer una chica fácil»; todas estas fueron algunas de las frases que hasta ahora escucho. Yo era una mujercita, lo tenía clarísimo, mis características encajaban a la perfección, pero ¿eran esas mis propias ideas?
A los 12 años empecé a odiarme, la culpable fue una niña. Probar sus besos provocó en mí una revolución de sentimientos. Hoy la veo caminar tranquila, quizá anulamos esos momentos de nuestras mentes, pero aquello nos hizo vivir desenfrenadamente. Nunca existieron sentimientos de por medio, éramos simples niñas jugando a darnos besos y abrazos, abrazos que terminaban en mis piernas rodeando su cintura, debo decir que nunca se rompió la barrera de la inocencia. En ese instante me tocó fluctuar entre el deseo y la cobardía de asumir lo que verdaderamente soy. Ser bisexual es complicado, ser mujer le agrega una chispa de lujuria que disfruto y aborrezco. Me envalentoné con los años, ahora sé que la sociedad le teme a las mujeres que alzan la voz y se deconstruyen.
Aún tengo miedo de regresar a casa por las noches, aún miro a todos lados mientras cruzo los pasos de cebra en los cuales la gente se aglomera y los hombres usan el pretexto del poco espacio para rozar sus cobardes miembros «viriles» —ahora grito sin miedo y me tachan de exagerada—; aún estoy en proceso de deconstrucción, pero hoy me atrevo a vivir y cedo con responsabilidad a mis deseos, soy mujer y tengo pulsiones, tengo ganas de conocer el mundo y experimentar lo más que pueda, aunque un hombre intente llevarse el crédito por el simple hecho de haberse introducido en mí por primera vez, pobre iluso que romantizó su pene, la vida es dar y recibir. / /
1 Samantha Vilchez estudia Literatura en la Universidad Nacional Federico Villarreal (UNFV), es feminista, virgo y ecologista. Actualmente, es voluntaria en Crea+ donde amadrina un niño de bajos recursos.