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Candidatx, por Raúl Antonio Oliva Muñoz

texto y foto: Raúl Antonio Oliva Muñoz2

Mario se acerca al confesionario, taconeando inconscientemente el suelo marmoleado del recinto: a veces avanzando con convicción, luego retrocediendo con un poco de duda, para luego quedarse paralizado sin saber qué hacer, solo para después volver a avanzar, ya resignado. Esperaba confesarse con el anciano arzobispo, confidente suyo y amigo de su familia desde que vivieran sus abuelos. En su lugar, se encuentra a un diácono joven, de contextura alargada y sinuosa, con la tez marrón bañada de un barniz brillante. Lleva una casulla verde, señal del tiempo ordinario en el calendario litúrgico. Mario se imagina a sí mismo luciendo ese vestido, un poco más ceñido, más solemne. Siente una comezón.

«Toma asiento», le espeta de repente el diácono, prácticamente de espaldas a él, como era la usanza en el antiguo rito latino. «Ave María Purísima».

Luchi se dirige hacia la piscina, pero ha bebido tanto anoche que le cuesta mantener el equilibrio. Los tacos le dejan los pies hinchados y blandengues, como dos patines, pero se apoya en la pared de la piscina y logra llegar a una camilla blanca junto a la baranda, donde se desploma, aliviada. La gente abstemia a la que se le da por juzgar la vida de los demás como por deporte, no conoce el alivio de dejar de pensar tanto en todo. Le relaja el aroma quirúrgico del cloro en pastillas con el que limpian el agua. Los olores así de intensos se abren paso entre sus pulmones arrugados, zarandean su anestesiado cerebro y la transportan a un pasado idílico, al que se aferra como a una presa, como si su vida se fuera en ello.

«Tómate una chela heladita», le sugiere Mapi, risueña, que aparece de pronto sentada a su lado, guiñándole un ojo por debajo de sus gafas naranjas, como cuando veraneaban juntas en Huanchaco. «Ya, bitch, ¿cómo te fue en el debate? Cuéntamelo todo ¡y exagera!».

El debate de ayer en Sol TV había sido un fiasco para ambos candidatos. Tuvieron el tiempo justo para poder leer sus notas. El audio intermitente y un salvapantallas celeste que se difuminaba a ratos sobre el polo también celeste de Mario, le daba una apariencia de Zordon: decapitado, rosáceo y calvo. Mario postulaba por una curul en el congreso por la región de la Libertad después de un breve pero exitoso paso por la alcaldía de Tacabamba en Cajamarca. Argumentó que su partido respetaba a la población LGBT, pero les instruyó a mantener sus afectos a raya en la esfera privada. Vociferó en contra de la ideología de género, que buscaba romper dicho equilibrio, homosexualizando a la infancia y trayendo deshonra en contra de los mismos homosexuales que llevaban una vida proba, alejada del escándalo y el escarnio.

Por otra parte, los trolls del partido naranja habían desatado una campaña furibunda en redes sociales en su contra burlándose de su aparente amaneramiento y de sus aires de superioridad, llamándolo desde «la tía regia» hasta «la candidata de los pitucos». Mario había querido desmentirlos en este debate, pero en los ensayos siempre se le quebraba la voz cuando se exaltaba hablando de este tema, por lo que la asesora de comunicaciones le había ordenado que lo evada, y que más bien se dedique a atacar a Luchi en base al hecho de que la empresaria presuntamente estaría tentando el congreso en busca de la inmunidad parlamentaria frente a la denuncia de lavado de activos en contra suya. Una testigo muy cercana a la acusada habría decidido ser colaboradora eficaz, pero terminó siendo asesinada en un aparente ajuste de cuentas del cartel al que pertenecería presuntamente Luchi.

1 Crónica realizada en el marco de la convocatoria «Cronistas de la Diversidad». Escrita con el acompañamiento de Arturo Dávila Zelada. 2 Raúl Antonio Oliva Muñoz (Chiclayo, 1990). Psicólogo Social, PUCP. Maestría en curso en Política Social en la UNMSM. Especialista en Investigación y Evaluación. Lector voraz de literatura LGTBIQ+, miembro del Club de Lectura Gayctura y escritor ocasional. Sus cuentos han sido seleccionados para ser publicados en diferentes antologías. Catlover.

De Luchi no podríamos haber dicho nada mejor. De hecho, no podríamos haber dicho nada: su imagen pixeleada y la alerta de low conectivity, llevó a producción a tomar la decisión de desactivar su video. El público tampoco vio su avatar: vieron el logo naranja de su partido; ni oyó su voz: oyeron la postura del partido. «Un maniquí con una grabadora dentro podía hacer lo mismo», pensaba Luchi.

Tuvo chance de llamar anticuado a Mario, de decirle que un loro también podía pasarse el día repitiendo insultos y que hasta lo haría con más carisma que él. Quiso hablar, en cambio, sobre su propia propuesta de Unión Solidaria. Pero le habían instruido en evitar la confrontación frontal en dicha entrevista, pues el partido de Mario les estaba robando votos en el segmento más conservador. Los asesores de imagen la instaron a hablar en un tono positivo sobre la importancia de la familia, el lugar favorito de María a los pies de Jesús, así como sobre el apoyo que recibían de organizaciones de mujeres que querían preservar dichos valores tradicionales y las libertades económicas, amenazados ambos por la izquierda radical.

Un marianismo con tufo a naftalina, pensaba, y un anticomunismo propio de la época del APRA en Trujillo. No podía imaginarse un discurso más soso. Totalmente. Ella creía que, al contrario, necesitaban una bomba de WhatsApp, un potoaudio, un vladivideo, cualquier escándalo que le pusiera emoción a las elecciones, que dividiera al electorado, e incrementara las ganas de votar de la gente; o el ausentismo volvería a ganar en La Libertad. ¿Acaso esos asesores de Lima creían que el candidato más aburrido se iba a llevar todos los votos? Esto era política, no un puñetero comercial de espagueti. Pero su opinión nunca contó. La disciplina del partido era férrea, y ella solo era un peón provinciano más, avanzando por órdenes de una mano invisible.

Mario aún recordaba aquella vez que el arzobispo lo abordó en el ensayo previo a la fiesta de la Inmaculada Concepción para proponerle que fuera candidato por el partido celeste en las elecciones municipales. Se lo propuso por la amistad del alcalde de Piura con su padre, quien también había dado su consentimiento. Ni siquiera esperaban que ganara: solo querían completar sus cuadros políticos en Cajamarca. Por supuesto, ya no iba a continuar siendo el maestro de ceremonias de aquella parroquia si debía salir a hacerle campaña al partido celeste en otra región.

Mario aceptó, ya resignado, y le pidió al anciano que lo dejara a solas un rato en la sacristía. Este accedió. Cuando se quedó solo, Mario se acercó al anda de la Inmaculada Concepción. Tomó el hermoso traje de seda celeste que rodeaba a la Virgen. Nadie lo recordaba, pero él mismo se lo había pedido a una casa de importaciones europea hacía tres años, en ofrenda a la Virgen por haberle ayudado a culminar su maestría. Iba a extrañar tanto aquel lugar, con sus inciensos, sus vestidos de

seda y sus estrictas reglas ceremoniales. Cerró la puerta con llave. Desvistió la imagen de yeso y se acercó al espejo del salón. Delante de este, se envolvió a sí mismo con las túnicas de la Virgen y, completamente travestido, se dijo que, si Dios así lo quería, él sería el celoso guardián de la pureza de aquel color.

Luchi regresa temprano de montar olas: Máncora está llena de rocas y ya se ha golpeado los pies un par de veces. Unos jóvenes peludos y bronceados le han recomendado entre risas que no se meta con las olas más grandes. Deben pensar que por su edad, por ser mujer, no va a poder lograrlo. En verdad, le cuesta admitirlo, pero su cuerpo ya no es el mismo, por lo que huye antes de verse marginada a surfear en la orilla, junto a los principiantes. Sube a la suite del hotel donde se hospeda. Mapi está envuelta entre las sábanas, retozando. Al ver a Luchi, se despereza estirando sus pies y sus manos en dirección a ella, como tratando de alcanzarla. Luchi abre un champán y sirve dos copas. Introduce un dulce en su copa y otro en la de Mapi, y la anima a que brinden con los brazos entrelazados. «¿Qué estamos celebrando, Luchita?», pregunta Mapi, risueña siempre, aunque con los labios ligeramente morados, la voz un poco ronca y los ojos inyectados de sangre. «¿Por qué toda esta solemnidad de señoras con gatos?». Luchi se ríe. La observa, la ama tal y como es, y tiene tantos planes en mente a su lado, aunque no sabe por dónde empezar.

Pero antes de que diga una sola palabra, la otra la ha envuelto entre sus brazos. Mapi muerde la comisura de sus labios, rodeándola poco a poco, hasta tenerla de espaldas. Le besa desde el centro de su espina dorsal, y va subiendo poco a poco hacia su nuca. Luchi tiene ahí un nervio muy sensible: hace que empiece a gemir y que inconscientemente se quiebre, elevando sus glúteos hasta la altura de la cara de Mapi. Su lengua cálida le empieza a producir una cierta sensación de adormecimiento en su sexo. «Debe haberme echado coca», piensa, agradecida.

El silencio del recinto religioso que otrora emulaba el vacío, se veía cortado por las embestidas brutales de Mario contra la boca del diácono, que engullía su propio regurgito con desesperada devoción. Mario deslizó sus manos a través de la espalda sinuosamente delineada del diácono, en busca de esas dos perfectas esferas de chocolate, hechas con cacao amazónico, a las que pretendía glasear con barroco esmero. Pero al retirarle la blanca alba vio que llevaba un horroroso jockstrap naranja debajo, como si de un go-go dancer cualquiera se tratara. Se sobresaltó.

«¿Se encuentra usted bien?», le preguntó de repente el diácono, rompiendo la ensoñación en que se encontraba Mario.

«Sí, discúlpeme», señaló Mario, sonrojándose por la vergüenza que le embargó. No pudo confesar lo que le acababa de pasar, pero si no lo hacía seguiría en pecado y no podría comulgar. Se dijo a sí mismo que se lo revelaría a un sacerdote anónimo, de una iglesia a donde nunca hubiera ido antes, quizás de alguna parroquia en el sector del Porvenir. Se retiró.

Se imaginó yendo bajo la identidad de una mujer, para que nadie lo reconozca, y evitando así poner sobre aviso al sacerdote sobre la identidad real del confesante. Creyó que estaba excusado si lo hacía, no por placer como otras veces, en que fue débil, sino por proteger al partido de la iglesia de las habladurías que podría propalar alguno de esos curas relajados de la Liberación que abundaban en los pueblos jóvenes. Se alegró al recordar que tenía el vestido celeste perfecto para aquella ocasión.

Luchi se paró al filo de la piscina, detrás de Mapi que se había sentado a remojar sus pies. Sonaba «Year of the Cat» de fondo, su canción preferida. Le preguntó a Mapi cuáles eran los años del gato en el calendario chino, ya que era tan dada a esos temas astrológicos. Mapi volteó, pero se quedó en silencio, mirándola con esa mirada tierna que le dirigía cuando no tenía respuesta a sus preguntas.

Sin embargo, Luchi se sobresaltó al notar que Mapi ahora llevaba unas gafas celestes, horrorosas, que le recordaban al cretino de Mario. Del susto, intentó arrebatárselas, pero su mano atravesó a Mapi, como si de un holograma se tratase, con lo que perdió el equilibrio y cayó a la piscina. Con lo mareada que estaba, le costó reincorporarse por sí sola y salir de la piscina. Tosía: por poco se ahogó. Le picaban los ojos y la garganta. Tenía un horrible sabor a cloro en la boca.

Quiso imaginarse a Mapi, otra vez ahí, pero abrazándola y preocupada por ella, como en Huanchaco, como en Máncora, como creyó que sería siempre, pero no funcionó. Así no funcionaba: quizás necesitaba más alcohol. / /

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