Cuentos para el andén Nº49

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nº49

julioagosto2016

elmuro [3] andénuno [5]

Cara de porcelana, Julio Jurado andéndos [13]

El sacrificio, Silvia Fernández andéntres [17]

Tres microrrelatos de Antonio Dafos cuentoscomochurros [20] lapuertadelanevera [24] diccionariodesaturno [25] Sttorypics [26] sinopsis [27] brevemente [28]

Relatos en cadena dindondin [30] decamino [31] entrecocheyandén [32]

novedades

La espera, Pablo Ruocco

Cerramos esta primera entrega de microrreseñas de asistentes a nuestros clubes de lectura con la novela El palacio azul de los ingenieros belgas tras el verano volveremos con más. Nuestro agradecimiento para las voces más autorizadas de la crítica: los lectores.

Edita: Grupo Andén C/ Feijoo, 6 - 4ºA - 28010 Madrid | edicion@grupoanden.com | www.grupoanden.com Comité editorial: Alejandro Moreno, Víctor García Antón, Leticia Esteban | Editora: Natalia Muñoz. Asesores de contenidos: Sergi Bellver, Juan Carlos Márquez y Kike Cherta (España), Juan Martini y Mónica Pano (Argentina), Mª Luz Carrillo (México) Publicidad: edicion@grupoanden.com | Diseño: www.jastenfrojen.com Ilustración: Coordinación: www.leticiaestebanilustracion.com Ilustración portada: Alejandro Moreno | Interior: Norberto Fuentes

Con la colaboración de:


elmuro

Tema: Fauna doméstica

Ganador: Tras el cristal. Carlos Rivero - Badajoz (España)

Finalistas:

Blanquito III. Jorge Boullosa ('Bulhosa') - Ceuta (España) Vis a vis. Carmina Córdoba - Madrid (España) La leona doméstica, gata se queda. Alba Contreras - Alcorcón (España)

Concurso de fotografía Participa enviando tus fotos a lector@grupoanden.com Consulta las bases y mira las fotos en Facebook y grupoanden.com Tema del próximo concurso: Miradas.

Te escuchamos: Cuentos para el andén @cuentosanden lector@grupoanden.com

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Julio Jurado nos trae un lobo feroz que nos pondrá patas arriba, Silvia Fernández nos habla de los conflictos de compartir casa con el ganado porcino y Antonio Dafos trae tres microtextos sobre gigantes, novelas y huellas dactilares. Sacaremos algún que otro muerto de la nevera, descubriremos que en Saturno están aprendiendo a llorar y conoceremos, por fin, la sinopsis de El desierto: ese best seller que nunca va a ser escrito. Y más cosas. No te quitamos más tiempo, esperamos que lo disfrutes.

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Cara de porcelana Julio Jurado

CON el segundo café con hielo a punto de expirar sobre la mesa, veo aproximarse a mi nueva víctima bajo un sol que ya empieza a ablandar las aceras. Cruza en diagonal los ventanales de la cafetería y desaparece por un instante; tres segundos después ni uno más, empuja la puerta de entrada al local y ya está dentro, dispuesto a desayunar un café con picatostes. El hombre al que persigo se llama Corbacho y no creo que sospeche nada. Por eso me disfrazo de lobo feroz, para que no reconozca, debajo de la piel de un mamífero carnívoro, mis verdaderas intenciones. Hoy sólo voy a entregar un mensaje. Si es doloroso mucho mejor, pero sin pasarme, porque los muertos no suelen pagar sus deudas. Corbacho, desde hace unos días, tiene la mosca detrás de la oreja. Sin sentarse aún en una de las mesas que quedan libres, realiza una investigación ocular de los presentes. Primero, observa al camarero canijo, un individuo con energía de títere y ocioso como un pez en su pecera, que desliza, con poca fe en su resultado, una bayeta tiesa por el mostrador. A continuación, se fija en una mujer gorda, de horrible vestido amarillo y con rulos en el pelo, que engulle casi sin aliento un tazón de chocolate con porras de treinta centímetros. Ahora le toca el turno a la chica adolescente, que prepara un examen de gramática francesa; eso me ha dicho media hora antes cuando, sin sorprenderse por mi aspecto, se sentaba en la mesa de al lado. Lleva una falda tableada y muy corta, y no puedo dejar de espiar sus encendidos muslos bajo la mesa; unas braguitas, acaso encarnadas, aparecen y desaparecen de forma espontánea. El hombre llamado Corbacho ya posa su mirada en mi pelaje pardusco con calvas de vejestorio. Yo también le miro, pero le ignoro. He sido el último en sus pesquisas y eso es un dato de suma importancia. Me atrevo a imaginar lo que piensa: «El lobo ya estuvo ayer a la misma hora y oí cómo le aullaba al camarero bajito». De este modo el pobre

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infeliz confirma con cierta precipitación que soy un cliente habitual y que no tiene de qué preocuparse. Y se dirige a una mesa demasiado cerca de la chica adolescente. El hombre al que persigo es un tipo raro y no resultará fácil asustarle. Así me lo han advertido: «Está un poco loco y le gustan las excentricidades. Tienes que ser prudente. Te estás haciendo viejo, Lobo, lo mismo que tu vestimenta». Mi patrón no anda descaminado. Ayer se presentó Corbacho en la cafetería con una camiseta negra de tirantes, enseñando multitud de tatuajes de marinero de tierra firme; hoy, que la temperatura rondará al mediodía los cuarenta grados, se ha puesto un abrigo gris, tan desgastado como mi disfraz y lleno de lamparones. Huele desde aquí a naftalina. También lleva la bragueta desabrochada, de donde le sobresale una larga y estrecha calculadora. Si me quedaba algún prejuicio antes de golpearle, ya ha desaparecido. La calculadora es una Casio de modelo antiguo y de un negro descolorido por el uso. Las teclas las imagino como granos purulentos, azafranados de tanto pellizcarlos. Pero no parece preocuparle en exceso, pues nos muestra el apéndice mecánico sin recato. Al sentarse, se toca la calculadora, que emite unos sonoros pitidos a modo de saludo. Ya no tengo ninguna duda: Corbacho y la locura son amigos inseparables. Le sonrío dentro del disfraz de lobo feroz, pero como no ha debido notarlo, levanto una de mis garras de uñas corvas y afiladas y le doy la bienvenida. Pretendo con ese gesto que se confíe. Es él, ahora, quien no me hace ningún caso. En cambio, la mujer gorda, que devora insaciable la tercera porra, al advertir lo que le cuelga de la entrepierna, suelta un chillido que nos obliga a prestarle más atención que la que seguro ha tenido en toda su vida. Nerviosa por la visión de la larga y estrecha calculadora, moja mal la porra, desequilibra el tazón de chocolate y derrama sobre la mesa y su pavoroso vestido amarillo —apretado este con ganas contra la carne fofa— el liquido pegajoso que estaba engullendo. Me siento tan asqueado que miro para otra parte.

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Desde la mesa en la que estoy sentado sólo veo de Corbacho su perfil izquierdo: una patilla larga y sudorosa, nariz aguileña, ceja muy poblada que oscurece aún más el único ojo visible, y rapado al cero. Le está susurrando alguna guarrada a la chica con cara de porcelana. Me fijo en ella y ella me observa a mí. A Corbacho no le hace ningún caso. Dibujo entonces, en mis retinas, su cuerpo de púber inmaduro, sentada demasiado cerca e interfiriendo en mi trabajo. Huele a lavanda y a huevo frito. Tiene un hermoso cabello castaño rojizo, que brilla bajo el mugriento fluorescente aclarando unos frutos redondos y timoratos debajo de una blusa blanca y arrugada. Y sus bragas, rojas como mi rostro clandestino. Palpo entonces con mis zarpas la porra de goma que descansa entre mis dos pieles y siento que mi corazón se acelera con una regularidad malsana. No voy a permitir sus guarradas; como siga molestando a la chica de mis ensueños, la paliza va a ser de órdago, y me iré de rositas porque nadie va a reconocerme. Sin embargo, pienso, más discreto sería si esperara a que saliera a la calle y allí machacarle el cráneo. Y eso es lo que habría hecho si la chica con frutos para comerse no se hubiera levantado de su sitio, se acercara a Corbacho muy decidida y sin la aparente repugnancia que tendría cualquiera, le cogiese, así sin más, de la larga y estrecha calculadora. —Es un momento, por favor —le dice. El apéndice mecánico se resiste a separarse de su dueño, pero la chica de la blusa blanca y arrugada, con seguridad experta en el manejo de calculadoras mucho más nuevas e inteligentes, pega un pequeño tirón y consigue desprenderla. Yo siento una punzada en el bajo vientre, y eso que sólo lo he visto. Corbacho, sorprendido en la amputación, se queda paralizado. La chica de mis ensueños, que no muestra ni un ápice de vergüenza, se vuelve a sentar y golpea las teclas con una curiosa desenvoltura. En ese justo instante, la mujer gorda con rulos en el pelo vuelve a montar el espectáculo. Impresionada seguramente por lo que ha contemplado en estos pocos segundos, se desmaya con cierto dramatismo, arrastrando en su caída las mesas que la

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rodean, entre ellas la mía. Tengo el tiempo justo de apartarme y no ser arrollado. Ha debido sufrir una angina de pecho, o quizá un orgasmo, imposible saberlo cuando me fijo en su cara abotargada. El camarero, obligado por las circunstancias, mueve las cuerdas y se aproxima diligentemente. Ordena, algo desabrido, el desbarajuste que ha causado la gorda, y decide, con mucha inteligencia por su parte, dejarla tumbada en el suelo. Mientras tanto, el hombre al que persigo, ya recuperado de la mutilación, se dirige con malas maneras a la chica del cabello casi rojo. Trata por la fuerza de recuperar la calculadora asustándola con sus gritos. Por fin ha llegado el momento de intervenir. Y aúllo como un lobo. Por la espalda, o sea a traición, le doy un porrazo en la sien que le derriba a la primera, a los pies de la mujer gorda. Aunque todos me observan por mi heroica intervención, le registro allí mismo los bolsillos. No tiene encima ni un mísero billete. Cumplo entonces con mi cometido y le pongo en la bragueta el ultimátum que llevo disimulado en una de las calvas: «O pagas o te apagan». Después, recojo a la chica que me está volviendo loco, sorprendida en su inocencia pues no entiende lo que está pasando y la saco en volandas a la calle. El contacto de mi pelaje con su suave piel endulza mis dientes como ninguna otra cosa podría hacerlo. Le agarro su mano izquierda y corro tirando de ella hasta dar la vuelta en la siguiente manzana. Allí me detengo fatigado. El disfraz de lobo feroz me está dejando sin aliento, pero todavía procuro —supongo que es el instinto del animal el que actúa— acariciarle el pelo con la zarpa. Y lo hago. Siento en mi interior que he dejado de ser humano. Como no hay nadie a nuestro alrededor, le propongo, por su seguridad, acompañarla a casa. Ella medita mis palabras, sonríe y no le importa que la acompañe; y yo empiezo a explicarle lo que ha pasado y a qué me dedico. —Te comes a la gente. ¿Es eso lo que quieres decirme? —No. Sólo los vapuleo un poco. Hasta el día de hoy no me he comido todavía a nadie.

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Sin dejar de caminar a su lado, le abro todo lo que puedo las fauces del lobo feroz para que pueda ver el nacarado de mis dientes perfectos. —Hueles mal —me dice. Ella sigue oliendo a lavanda y a huevo frito. —Si me llevas a tu casa puedo lavarme un poco —le contesto. El resto de lo que pienso no se lo digo, porque estoy seguro de que le atraen las sorpresas. Ella me observa, y parece que entiende que estoy pasándolo fatal allí dentro. Y trato de aprovecharme de su ingenua mirada. —Así podré quitarme —le digo— este dichoso disfraz que me tiene quemado. ¿Te espera alguien en casa? En vez de contestar, la chica con cara de porcelana advierte que aún lleva la calculadora en la mano derecha. Se acerca hasta una papelera y la deja caer dentro. Yo he ido detrás como un perrito faldero. La lengua me cuelga, espoleada al máximo, debajo del disfraz de lobo feroz. La chica que perturba mi mente y que no ha contestado a mi pregunta, se muestra ahora desconfiada. ¿Intenta acaso ver lo que hay en mi interior? —¿Has comido algo, lobo feroz? —me dice, y mete un dedo por una de las calvas que tapizan mi pelaje pardusco. El dedo roza ligeramente mi estómago y el disfraz de lobo feroz empieza a oprimirme por alguna parte que se ha quedado pequeña. Debo de estar engordando. —Estoy muerto de hambre (por no decir otra cosa), y un poco de fruta fresca no me vendría mal. —Se lo digo para dejar bien claro mis deseos, y por primera vez me insinúo, quiero decir que intento acariciarla por encima de la blusa blanca y arrugada. Pero ella me da un manotazo que me deja petrificado. Y sonríe. —Hueles mal, lobo feroz. Y tienes un aspecto horroroso. Sin darme tiempo a una posible reacción y mientras estoy ensimismado aún con su sonrisa, me da un beso en el hocico y se escurre de entre mis garras cambiando de acera. Decido correr detrás de ella, pero la gorda con rulos en el pelo se atraviesa en mi camino y me pega un buen susto. Tendría que haber sido al

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contrario, aunque la gorda va por la calle como extraviada en una nube. Sigo sin saber si se ha recuperado de la obstrucción coronaria o del éxtasis producido por la larga y estrecha calculadora. Al doblar la calle, la chica que me ha vuelto un pervertido ya no existe y no puedo ni siquiera olerla. Lo único que huele y comienza a ser bastante insoportable soy yo bajo el disfraz de lobo feroz. El calor que siento me hace desfallecer. Pero no llevo nada debajo y no puedo ir desnudo por la calle. Si me detienen ahora, mi patrón me despide antes de tiempo sin haber ahorrado lo suficiente para comprarme una casa en el pueblo que tanto añoro, rodeado en mi imaginación por un bosque impenetrable. Una vez que me he quedado solo, pienso en Corbacho. No debe de andar muy lejos y seguro que está buscándome. Así que opto por largarme de allí lo más rápido posible. Un encuentro ahora con él me cogería harto disminuido. Pero antes, meto una garra en la papelera y recojo la larga y estrecha calculadora. Como parece estar aún en buen uso, decido comérmela. Y la devoro sin sentir repugnancia, observado en todo momento por las fauces del lobo feroz.

tw Del libro: El bombardero azul. Ed. Adeshoras, 2016. Julio Jurado decide a finales del 2008 dejar su vida acomodada para dedicarse por entero a la escritura. Ha publicado el libro de relatos Andar por el aire (2010), y varios de sus textos se recogieron en la compilación Parábola de los talentos, Antología de relatos para empezar un siglo (2007)

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andéndos

El sacrificio Silvia Fernández

NO era sencillo encontrar la ocasión para matarlo. Desde que mamá había traído al cerdo, Marian y yo comprendimos que debíamos sacrificarlo. Un mal paso podía resultar funesto, pero a ninguna de las dos iba a asustarnos. Fue una tarde lluviosa. Dos horas antes, cuando mamá entró en casa canturreando, sospeché que algo le ocurría. Siempre ha odiado la lluvia y aquella vez no se entretuvo en secarse el pelo. Me llevó al cuarto de estar. Tuve que sentarme a su lado y, con voz remilgada, me dijo: «Hija, tienes que entenderlo. Quiero que viva con nosotras». Intenté librarme de sus manos, que siempre me sujetaban cuando quería convencerme. «Mariana, somos una familia, ¿verdad? Ahora iré a buscarlo». Marian y yo nos compenetrábamos a la perfección sin necesidad de hablar. Ella permanecía oculta tras la lámpara de pie del vestíbulo, tan sorprendida como yo, sin terminar de creerse lo que escuchamos. Inmóvil. Su cuerpo delgado de pronto se irguió. El perfil tenso y sus puños cerrados eran mi vivo reflejo. Mientras se abrochaba el impermeable, mamá añadió: «Solo te pido que lo cuides cuando me vaya al trabajo». Al salir a recogerlo, las baldosas del comedor seguían mojadas. Pero no las fregamos. Nos apetecía trepar al árbol y sentarnos en el hueco de las ramas. No, ese cerdo no debía vivir con nosotras. Acabaríamos con él. Ya nos imaginábamos empuñando los cuchillos y matándolo juntas. Desde las alturas, vimos a mamá volver con el cochino. Mi madre se reía al saltar de la furgoneta. Una risa estúpida, un maldito grajo graznando. Cuando se cansó de gritar «¡Mariana!» al pie del árbol y se dirigió a casa, dejé de hacerme la sorda y descendimos. Noté hambre. Al entrar en la cocina, me encontré al cerdo atiborrándose. Emitía unos gruñidos repugnantes pero a

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mamá le parecía encantador. La muy boba quería prestarle atención mientras se encargaba de mi cena, pero el colador se le cayó al suelo con todos los guisantes y hasta que aquel bicho abandonó la cocina no me atendió en condiciones. Al amanecer, mamá se colaba en mi habitación. Yo escondía la cabeza bajo el embozo, en cuanto oía sus pasos, pero ella me destapaba con dos o tres movimientos rápidos, firmes. Me obligaba a levantarme. Después se iba a trabajar al almacén de piensos. El cerdo paseaba libremente por toda la casa. Se acercaba a nuestras piernas. Hociqueaba. Gruñía. Nos rozaba con su piel lijosa. Marian y yo nos escabullíamos y pasábamos las horas encerradas en la cabaña del jardín. Seguíamos respirando su olor repulsivo hasta que oíamos el claxon de la furgoneta. Habíamos construido la cabaña en las ramas del árbol. Los esquejes habían estallado en delicadas flores blancas. No tardamos en descubrir al cerdo durmiendo en la cama de mamá. Se había tumbado, bocarriba, sobre uno de sus camisones. Resoplaba con ronquidos estridentes. Una a cada lado, entramos sigilosas. Saqué el cuchillo del pantalón. Lo desenfundé. Esperé que Marian hiciera lo mismo, pero la vi titubear. Gallina, pensé. Y en ese instante el cerdo emitió un sonido tan violento que hasta él mismo se sobresaltó. Vi su cara congestionada, su piel rosácea. Por un momento, temí que abriera los ojos. Parpadeó una vez. O, tal vez, quizá dos. Al quedarse inmóvil, alcé la cabeza para avisar a Marian. Pero ya abandonaba el cuarto. Retrocediendo. Con el cuchillo escondido tras la espalda. En cuanto salimos al jardín, quise saber qué mosca le había picado. Pero se negaba a subir a la cabaña. La obligué. La hice sentarse sobre las flores blancas, y solo cuando la zarandeé, oí su voz entrecortada, que me decía que no, que ella era incapaz, «tendrás que asumir que tenemos un cerdo en casa», añadió. Era lo mismo que hubiera dicho mamá. Exactamente lo mismo. Me di la vuelta y bajé por el tronco sin contemplaciones. Al hacerlo, me arañé las rodillas. No la necesitaba. Claro que no. Yo sola me apañaría. Las piernas me escocían tanto como los gri-

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tos de Marian: «Déjalo, te vas a meter en un lío, ¡Mariana! —Y eché a correr—. ¡No lo hagas!». No le hice caso. Ni a ella ni a la sangre que bajaba por mi pierna y casi manchaba mi zapatilla. Ni al picor de las heridas. Solo quería entrar en casa. De puntillas. Descubrir si continuaba durmiendo. El animal seguía en la misma posición de antes, espatarrado sobre el camisón de mamá. Palpé el bolsillo trasero de mi pantalón. Levanté el cuchillo sobre mi cabeza, cogiéndolo con las dos manos. Mi sombra se proyectó en la pared. Pero las manos de la silueta permanecieron en reposo. Como si no respondieran a mi voluntad. Entonces me sentí observada. Intuí una presencia detrás de mí, una respiración vacilante. No quería que Marian lo viera, que se pasara el resto de su vida recordándomelo. Y me volví. Empuñé el cuchillo hacia la puerta, pero en el umbral no descubrí a nadie. Nada que me detuviera. A mi espalda, el cerdo de mamá seguía gruñendo.

tw Del libro: Solo con hielo. Ed. Talentura, 2014. Silvia Fernández Díaz (1967, Madrid) es escritora de relatos. El libro Solo con hielo resultó finalista del Premio Setenil 2015 al mejor libro de relatos publicado en España. Su libro inédito de relatos El reflejo del eclipse quedó finalista en el Premio Caja España de Libro de Cuentos 2010.

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Tres microrrelatos de Antonio Dafos

V PRIMER argumento para una novela pueblerina: Un hombre es destinado, por motivo de su trabajo, a cierto pueblo del interior. La vida allí transcurre en parte como hace siglos y por las calles empedradas resuenan los cascos de las bestias de labor. Se adapta bien pero le molestan las moscas. Llega a obsesionarse. Se hace con toda clase de ingenios para matarlas. Profundiza en su obsesión: se propone acabar con todas las moscas del mundo. Entrega sus años a eso. Elabora sustancias atractivas que incesantemente le proporcionan ejemplares que caen aplastados por su zapatilla. Al final, acaba con todas las moscas del mundo. *** Segundo argumento: Una mujer llega a un pueblo. Instala una placa en su puerta: Licenciada en psicología infantil. Algunos sienten curiosidad por lo que pueda ser eso. En la tienda las buenas mujeres preguntan a la licenciada cuando se la encuentran. Ésta les habla, en términos asequibles, de la psicología de los niños y de ciertos problemas que padecen. Las madres se dicen: «Pues el mío no va a ser menos». Acaban llevándole sus hijos. Tras una temporada de tratamientos toda la población infantil se vuelve psicótica y débil y para aliviarla hay que reforzar el tratamiento. Llega un momento en que la psicólogo se confiesa incapaz, era más grave de lo que ella nunca hubiera sospechado, menos mal que lo detectó a tiempo. Hay que internar en un psiquiátrico de la ciudad a todos los niños. Los padres (aquellos que no han muerto asesinados por sus criaturas o que no se han suicidado) los siguen. El pueblo queda desierto. Al final, la psicólogo traslada su consulta.

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VI ÉRASE una vez un gigante. Un gigante que sobrepasaba en estatura a los hombres como nosotros a los niños. Los niños no le gustaban. Le gustaban, en cambio, los adultos. Los adultos empezaron temiéndole, desconfiando: ¿Cómo podría alguien no gustar de los torneados, mofletudos infantes? Los torneados, mofletudos infantes, de frente abombada, boquita succionadora, grandes ojos, le disgustaban: no están en posesión de la infancia porque no la han perdido. Porque no la han perdido: así de escurridiza es. En compensación el gigante abriga bien al ministro de Finanzas, le pone la trenca azul que le compró, el verdugo, las manoplas. Por la mañana temprano sube con él en brazos las escaleras del Ministerio de Finanzas, le sienta y le arrima a la mesa, le da carpetas. Ahí lo deja, hasta la hora de comer.

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Desfoliación EN la biblioteca de cierto conocido vi esto: vitrinas conteniendo álbumes como aquellos en que los botánicos clasifican sus hojas pero que, en lugar de folia naturales, contenían láminas de cola seca con las formas, algunas incompletas, de las palmas de las manos de distintas personas. Se obtuvieron sin duda como en el juego infantil: impregnando la palma con cola blanca y, ya bien seca, desprendiendo la película con doble mimo, que parezca que es la piel lo que se arranca mientras se finge un lancinante dolor. Cada álbum, y habría diez o doce, recogía impresiones obtenidas de una sola persona a lo largo de años, de modo que las más antiguas eran considerablemente más pequeñas y habían amarilleado más. Recordaban a tristes apariciones, a las de memorias de tactos dejados atrás.

tw Del libro: Teatro de hielo. Ed. Traspiés, 2006. Antonio Dafos Garaizábal. Nació en Granada y es licenciado en filosofía. Ha publicado una biografía del pintor Manuel Ángeles Ortiz, y el libro Caracteres domésticos.

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cuentoscomochurros

Napoleรณn

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cuentoscomochurros

PUEDE que usted camine distraído, que pase por delante del portal y ni siquiera se fije en que está ahí, observándole a través de la cristalera. O puede que sí lo vea, pero que su mirada no le diga mucho, que sus ojos de canica le parezcan solo eso, dos canicas. Puede que usted piense que Napoleón es simplemente un perro. Se equivoca. Puede que debido a su escaso conocimiento del mundo canino, usted sea incapaz de discernir que la falta de pelo y esas orejitas afiladas denotan sangre mexicana, o puede que sí sepa del tema, que se haya documentado, entonces pensará que Napoleón hubiera sido más feliz llamándose Jalisco o Cantinflas o Hugo Sánchez, y que de haberse llamado Juan Rulfo quizá hubiera crecido un poco más. Pensará que precisamente por llamarse Napoleón, no levanta dos palmos del suelo. Mucha gente piensa eso. Puede que usted no entienda por qué a veces Napoleón comienza a ladrar de manera desmedida, que dichos ladridos solo sean, para usted y su joven acompañante, el lamento acomplejado de un perro enano; puede que tenga suerte y lo encuentre mirando a través de la cristalera, sereno y silencioso, como si tuviera la certeza de que al igual que todos los perros de su raza, morirá en diez o doce años; o puede que no ocurra nada de lo anterior, y que ni si quiera le escuche ladrar porque usted se encuentra a cientos de kilómetros, en un viaje de negocios, entonces seguirá con lo que esté haciendo, sea lo que sea, como si tal cosa. A nadie le importa. Puede que usted piense que el cuerpecillo de galgo en miniatura que tiene Napoleón le condiciona a la hora de ejecutar el Canon en Re mayor de Pachelbel, y que entonces comente por lo bajini que ha escuchado piezas mejores, y que sin más, usted se levante de la butaca y abandone la sala mientras intenta convencerse de que solo es un perro tocando el piano. Que busque un bar y vuelva a decirse que solo es un perro, que qué otra cosa podría ser.

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cuentoscomochurros

No se confíe. Puede que un día sienta el deseo irrefrenable de ser dueño de Napoleón. Estas cosas pasan. Enseñarle a saludar con la patita, que se haga el muerto cuando usted le dispara con la mano. Puede que, de la noche a la mañana, le asalte una especie de tristeza endémica y se descubra apiadándose de él, cada vez que lo ve parado en el portal, porque Frida Kahlo jamás lo acunó entre sus escasos pechos, porque no tuvo que esconderlo en su bolso cuando cogía un avión, porque nunca le dijo a Diego Rivera: cariño, no más lleguemos a casa, hay que sacar de paseo a Napoleón. Puede que usted piense que su vida tomará otro cariz con Napoleón a su lado. Fiestas privadas, exposiciones de arte, desfiles de moda y todo eso. Más o menos lo que todo el mundo desea. Puede que usted se decida por fin y se lo lleve a casa, y puede que merzca la pena, que vivan momentos inolvidables, fotografías en Facebook con cientos de likes, de las escapadas a las playas de Sancti-Petri, del concierto de Grigory Sokolov, sentados en primera fila. Puede que usted tarde unos años en darse cuenta, que se levante una noche cualquiera a beber agua, mientras su joven acompañante aún duerme, y encuentre a Napoleón en la sala de estar, despierto a pesar de la hora que es, mirando la oscuridad a través de la ventana con sus ojos de canica. Puede que entonces al fin comprenda que Napoleón no es simplemente un perro y sienta una leve flojera en las rodillas. O puede que no. Nunca se sabe.

tw Colaboración mensual con Cuentos como Churros: ellos eligen una de las cuatro fotografías seleccionadas de El muro y cocinan con ella un rico churro que publicamos aquí. I Carlos Rivero, ganador de nuestro Concurso de Fotografía de este mes.

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lapuertadelanevera

Cama

Inma Calvo cama Debajo de la tres ré nt co me en pia m Li . os ril d coco .. o. ud más a men

Emilia Vidal Con calma, camarada, la cama aguarda el abordaje. El destino es lo de menos. http://mariavidaldom.wix.com/emilia-vidal

Jonathan Alexander España Eraso Mi cama es menos distante que tú.

Malo María Dolores Fuentes Villa Malo, malo es eso de no vivir. Me voy, les dejo la nevera llena.

arda Aurora Hildeg cierro a rt Al abrir la pue o, te ns ie p te los ojos y abro, s lo si o al siento. M s ve el porque te vu . ra somb http://aurorahildegarda.blogspot.com.es//

Muerto Pepa M.B. Me encontrarás muerto entre las telarañas de tu nevera. Nadie descubrirá el arma letal: el hielo de tu indiferencia.

Kornio muerto ha Paco, bía un pasé al en la nevera. Lo e cabía m congelador: no . ía nd sa la

Déjale una nota al mundo en La puerta de la nevera: www.grupoanden.com

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diccionariodesaturno

Una nueva civilización está empezando de cero en Saturno, aún no tienen claros algunos conceptos, ¿les echas una mano con el diccionario? Participa en www.grupoanden.com

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no ión l y rio c i r o ra apa nmo er Os a l i l l , a i o ía, voc jen Esm dan lo e in jeto a erto. a u d q b iu me bi la c . Car AR ágico un o escu B a r d e a ca RO to m a d es a p políti t c áne i se i c A ilí se 1. tant ico s tiva la cla a r ins co ét luc ra po ad da pa d i v . cti oriza a cha 2. A o aut rm siu o d f l a n en so eñ / de ayd a .es qu m d s e a ci p t.co feli de m spo AR e una e log R b . d s o te bio LLO mars ía samient den cam neta. o arc npen T e . c 2 1 osi G ujandou de ex a los o pla R ://dib n do ich nza p lsió debi l en d htt u r la e p f o a i x d uc e 2. E líqui ocion gó al L ca d u c o de d em ore del por b da rlos M s é v el Ca tra idad nar les y OR ico a man e D ord ra án hu NA de empo DE to sat s a la eta. R z f O apa io-t bje aje ro o c spac ses. c 3 1. Ous menws s, su p i t á s e dio s ndo a tem ímite ños a i d l W lin ue om s Me tilugi erar lo n peq r e p 2. Aos, su irnos t r a c nve .B. co a M Pep 25


Sttorypics

Sttorypics

@juanCarlos Y nuestros caminos se cruzaron para seguir rumbos distintos. @skuld Rafael se detuvo, como era habitual, en la intersección de las vías del tren justo antes de la pequeña estación, en su recorrido diario para comprar el pan. Le resultaba curioso que mantuvieran aquella edificación por la que sólo transitaba algún turista despistado. Allí no quedaban más que fantasmas. @Search_Destroy Un jugador menos de Scalextric, ahora se desmonta y se guarda hasta el siguiente que se quiera divertir.

Cada mes Sttorybox elige una imagen de nuestro concurso de foto, sus usuarios escriben microhistorias en Sttorypics sobre ella, y nosotros publicamos las mejores aquí.

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I Sin título - Antonio Ruiz - Córdoba (España)


sinopsis

«El desierto» Las dunas avanzan vistiendo de arena al viento. El agua de los oasis refleja las nubes del cielo. Las huellas humanas, borradas. Bajo tierra, una nueva civilización lucha por la supervivencia. El desierto es nuestro techo.

Juan Carlos G. Abad | https://caprichosliterarios.wordpress.com/

Juliette recibe autorización para realizar estudios de geología sedimentaria en el Desierto de Sahara. Contrariada con su marido, en Marruecos, se reúne con el resto del equipo, 8 hombres y dos mujeres. En Sahara Occidental son atacados por una banda que comercia esclavos y acusados oficialmente del contrabando de fosfato.

Héctor Silva

Desértica pradera, que agobias mis sentidos, iluminando y oscureciendo mi mas turbio pensamiento; que encandeces mi vista del camino; con tu hermosura y tu letal belleza incontables dunas; infinitos granos de arena.

Vicky duque

Tenemos el título del próximo éxito editorial, nos falta la sinopsis ¿nos ayudas? Participa en www.grupoanden.com

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brevemente

junio

Estrago Semana 34 de concurso: 28 de junio de 2016 Ganadora: Mafalda Bellido Monterde Como si de una plaga venenosa se tratara fue subiendo, monte arriba y se llevó todo por delante, las cortezas de los árboles, los árboles, los jabalíes que se rascaban en las cortezas de esos árboles, la mariquita que se resguardaba bajo esa corteza y hasta la flor de jara en la que la mariquita descansaba. El ruido cesó y todo cambió. Ahora todo es gris. A veces lo enmascaran de blanco o de otros colores que imitan a otros colores; azul mar, verde pino, rosa jara, pero debajo todo es gris. Gris cemento.

El espectador

Microrrelato ganador de la temporada

Ana Sarrías El puñetero ojo de la cerradura sigue rozando. Pero mi llave abre de todos modos, como siempre. Me descalzo y voy cruzando de puntillas el pasillo hasta la habitación de los niños. Están preciosos. Parece mentira todo lo que han crecido en un año. Les doy un beso en la frente y les arropo. Después entro en la habitación de los padres. Me acerco hasta su cama y les observo conteniendo la respiración. Me pregunto por qué no pudimos ser nosotros. Cómo se torció todo. Y cómo es que nunca cambiaron el bombín.

tw Relato finalista de la última semana de junio de 2016 y ganador de la temporada del concurso Relatos en Cadena, organizado por la Cadena SER y Escuela de Escritores. Puedes leer todos los seleccionados en www.escueladeescritores.com o www.cadenaser.com.

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dindondin

Yuen Yeung | Fotografía Contemporánea de 7 artistas de Hong Kong Hasta el 15 de agosto Museo de Artes Plásticas Eduardo Sívori Buenos Aires CA (Argentina) http://agendacultural.buenosaires.gob.ar

XLVII Premio Ciudad de Alcalá de Poesía 2016 Fecha de entrega: hasta el 29 de agosto Premio: 6000 € España Sin restricciones por nacionalidad o residencia http://www.escritores.org

Inéditos Hasta el 18 de septiembre. Entrada gratuita La Casa Encendida. Madrid http://www.lacasaencendida.es

Philippe Halsman. ¡Sorpréndeme! Hasta el 6 de noviembre. Entrada: 4 € CaixaForum Barcelona. http://agenda.obrasocial.lacaixa.es

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decamino

Challenges World Wide ¡Vívelos y compártelos! http://www.mostpoint.com

MOSTPOINT es una red creada para quienes se apasionan enfrentando retos deportivos o descubriendo extremos del mundo y disfrutan compartiendo sus experiencias. Desde las páginas de "Cuentos para el andén" te invitamos a registrarte gratis, buscar las fichas de los MOSTPOINTS que ya has conquistado, incluir su badge en tu perfil, plantearte nuevos desafíos y compartir tus vivencias. Tenemos cientos de MOSTPOINTS catalogados pero hay más. Por eso también dejamos un espacio abierto a las sugerencias. MOSTPOINT es una forma divertida de dar rienda suelta a ese espíritu de superación que todos llevamos dentro.

tw Actualmente estamos entregados a consolidar la red dotándola de más contenido interesante con nuevos retos y desafíos internacionales. Asimismo seguimos contactando con líderes de cada una de las categorías configuradas. La acogida está siendo muy buena, así que también contamos con poder ofrecer próximamente a todos los Mostpointers la posibilidad de compartir sus experiencias con nuevos expertos de cada disciplina.

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entrecocheyandén

La espera Pablo Ruocco Alumno del taller de escritura de Cecilia Maugueri

EMILSE salió hace más de veinte minutos, ya tendría que estar llegando. Hace rato que la espera. La pesadez en sus hombros lo obliga a ceder la rectitud de su espalda. Su respiración es suave, aunque por momentos siente que no entra ni sale todo el aire que debería. Piensa en Gabriela, ¿hace cuánto que no los visita? Extraña a las nenas. Hace varios días que no sale a la calle. Piensa que en estos días debería pedir turno con el cardiólogo. Sus ideas se agolpan, unas contra otras, desordenadas, urgentes. Gabriela, médico. Sus manos, apoyadas sobre las rodillas, se empiezan a mover de manera casi imperceptible, aunque él no quiera. No es frío, el comedor está bien calefaccionado. Nota que sus piernas empiezan a temblar, imitando la misma expresividad involuntaria de sus manos, de modo suave aunque constante. Las pantuflas disimulan el impacto de las plantas de sus pies contra el suelo de cerámicos rojos. De repente, sin ningún aviso previo, siente un calor agudo en su pecho. Como si se hubiese encendido una estufa dentro suyo. Escucha el portón, debe ser Emilse. Un sopor colorado y furioso se aloja en sus mejillas para luego seguir viaje hacia ambos laterales de su cabeza. Ahí es cuando siente el pinchazo, aunque nada le duele. Nietas, calle, portón. Las palabras se empiezan a superponer, unas sobre otras. Se transforman en imágenes, recuerdos imponentes. No llega a diferenciarlas con claridad. Al mismo tiempo, empieza a sentir cosquillas en el borde de los dedos de su mano izquierda. Se mira y puede sentir cómo avanzan, lentas aunque firmes, desde la extremidad de sus dedos hacia el centro de la palma. Son mosquitas que pellizcan cada centímetro de su mano. Hija, calle, portón, cosquillas. Escucha la llave que gira y la puerta de entrada que se abre.

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entrecocheyandén

Debe ser Emilse. Siguen a paso firme por su muñeca, subiendo por el antebrazo, delgado y flácido. De repente, se detienen a la altura del codo. Médico, calor, llaves, mosquitas, dedos. Pero solo por unos instantes, como si hubiesen frenado para descansar. Ahora, con mayor velocidad, trepan en dirección a su hombro, donde parece que se multiplican por mil. Nietas, visita, calle, Gabriela, codo, médico. El ejército de mosquitas se organiza de manera tal que arriban casi sin inconvenientes a lo que parecía ser su objetivo inicial: el costado izquierdo de la boca. No quiere moverse, pero las palpitaciones cada vez más definidas lo obligan a pedir ayuda. Calor, llaves, mosquitas, médico, puerta. Quiere avisarle a Emilse, pero lo único que escucha son sus propios balbuceos, inútiles de sentido. MédicollamarhijacallesalirnietasvisitaEmilse...

tw Pablo M. Ruocco. Es psicólogo y psicodramatista. Desde hace varios años publica artículos y ensayos en torno a "lo grupal" y el Psicodrama en revistas especializadas. Desde el año pasado, se reencontró con su viejo amor: la narrativa. Publicó sus cuentos en las antologías Once Furias (Editorial SubSur, 2016) y LunAticOs (Textos Intrusos, 2016). Puedes seguirlo en su blog: Escritos Polimorfos.

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