Cuentos para el andén Nº59

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nº59

julioagosto2017

elmuro [3] andénuno [5]

El defiendenegros, George Milburn andéndos [12]

Boles, Maksím Gorki andéntres [19]

A su lado, Santiago Eximeno cuentoscomochurros [22] lapuertadelanevera [26] diccionariodesaturno [27] sinopsis [28] brevemente [29]

Relatos en cadena dindondin [30] decamino [31] entrecocheyandén [32]

novedades

Silencio, Santiago Jiménez de Ory

En este número nos acompaña otra revista, La Gatera de la Villa, una publicación que nos habla cada tres meses de la historia de Madrid y que hace muy buenas migas con CpA.

Edita: Grupo Andén C/ Feijoo, 6 - 28010 Madrid | edicion@grupoanden.com | www.grupoanden.com Comité editorial: Alejandro Moreno, Víctor García Antón, Leticia Esteban | Editora: Natalia Muñoz. Asesores de contenidos: Sergi Bellver, Juan Carlos Márquez y Kike Cherta (España), Juan Martini y Mónica Pano (Argentina), Mª Luz Carrillo (México) Publicidad: edicion@grupoanden.com | Diseño: www.jastenfrojen.com Ilustración: Coordinación: www.leticiaestebanilustracion.com Ilustración portada e interior: Anais Tonelli | http://anaistonelli.tumblr.com/

Con la colaboración de:


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Finalistas: 

Tema: Luces y sombras

Textura-luz y sombra. Andrea Elizabeth Servin. Buenos Aires (Argentina) Sin título. Roberto Andrés Medina. Buenos Aires (Argentina) El apure en bicicleta. Bulhosa. Ceuta (España)

Ganadora: Sin título. Alba Contreras. Alcorcón (España)

Concurso de fotografía Participa enviando tus fotos a lector@grupoanden.com Consulta las bases y mira las fotos en Facebook y grupoanden.com Tema del próximo concurso: Siluetas

Te escuchamos: Cuentos para el andén @cuentosanden lector@grupoanden.com

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En este número veraniego traemos grandes dosis de penumbra. Sombríos relatos para masticar despacio: de la helada Rusia de finales del XIX de Gorki a la América profunda de los años 20 en las manos de George Milburn, para desembarcar en la inquietante serenidad de un dormitorio que sale de la pluma de Santiago Eximeno. La nevera hablará de calor, Saturno se llenará de niños… Y más cosas. No te quitamos más tiempo, esperamos que lo disfrutes.

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El defiendenegros George Milburn

HUBO una época en que, en el pueblo, nadie solía preguntar a los forasteros por qué se habían marchado del lugar del que venían ni cómo es que habían acabado en Oklahoma. Pero eso fue al principio. Al cabo de un tiempo aquello cambió y empezó a hacerse lo contrario. De los recién llegados se esperaba que recorriesen las calles presentándose a los vecinos. Y así, mientras unos comentaban las costumbres locales, los otros hablaban de sus lugares de procedencia y de lo mucho que preferían nuestro pueblo. John Parnell no lo hizo y por eso los vecinos desconfiaron de él desde el principio. En cuanto lo vieron colocar su placa de abogado junto a la escalera del edificio del First National Bank, se preguntaron qué estaría tramando. Pero nunca llegaron a saberlo con seguridad. Parnell era el único abogado con título universitario del pueblo. Los hombres que lo ayudaron a subir las cajas de libros de derecho que llegaron en un tren de mercancías una semana después de que se hubiera instalado, vieron su diploma, escrito en latín, colgado de la pared. El abogado encontró alojamiento en casa de la viuda Warburton, y aunque la viuda trató de espiarlo, nunca descubrió nada digno de ser contado. Durante el primer año que vivió en el pueblo, Parnell no hizo otra cosa que pasarse el día sentado en su despacho leyendo libros. La oficina de teléfonos estaba en el edificio de enfrente y Mabel McKindricks, la operadora del turno de día, solo tenía que levantar la mirada de la centralita para verlo, con los pies encima de su escritorio, leyendo.

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El año siguiente hubo elecciones y John Parnell, que resultó ser republicano, se puso a trabajar con ahínco para el partido. Todo el mundo dio por sentado que se presentaría para fiscal del condado. Sin embargo, Parnell no pidió al comité central que lo incluyera en la lista —que era lo único que tenía que hacer para presentar su candidatura— y, en lugar de eso, se dedicó a contrariar a sus compañeros animando a los negros del pueblo a inscribirse en el censo y votar. Y así, Parnell empezó a ejercer como abogado de negros. Los defendía ante el juez de paz y en los juzgados del condado. A los vecinos les sorprendió descubrir que era un buen letrado. De hecho, consiguió que absolviesen a varios negros que fabricaban cerveza casera y a otros que vivían del juego cuando hasta entonces siempre se habían resignado a declararse culpables y a pagar una multa. Fue en aquella época cuando empezó a decirse que John Parnell era un defiendenegros, y a partir de aquel momento nadie quiso relacionarse con él. Los negros, sin embargo, continuaban desfilando ininterrumpidamente por su despacho y cada vez tenía más trabajo. Los que se lo podían permitir, como los fabricantes de cerveza, le pagaban unos buenos honorarios. Un día, el abogado Parnell entró en el drugstore Ahorro. Como era un buen cliente y solía comprarse los puros allí, Doc Bascombe se mostraba cortés con él. Aquel día, cuando el abogado entró, Doc estaba detrás del dispensador de gaseosa. —¿Me pone un vaso de agua fría? —preguntó John Parnell. —¡Enseguida! —respondió Doc. Doc no reparó en el niño negro que acompañaba al abogado hasta que el defiendenegros se giró para darle el vaso. Y cuando lo vio, se quedó tan asombrado que no fue capaz de decir nada. Pero en cuanto Parnell y aquel mocoso negro desaparecieron, Doc cogió el vaso vacío, se metió en la botica y lo

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hizo pedazos. Estaba tan furioso que se pasó media hora en la parte trasera de su establecimiento maldiciendo a Parnell con todos los insultos que le venían a la cabeza. Aquel año los republicanos obtuvieron una victoria aplastante, pero el abogado Parnell ni siquiera solicitó un puesto en la oficina de correos. La gente no podía entender qué esperaba conseguir mimando a los negros de aquella manera. Y si bien era cierto que estaba haciendo algo de dinero defendiendo a los negros que vivían del juego y del contrabando de bebidas alcohólicas, también lo era que había perdido el respeto de sus vecinos y que ningún blanco le dirigía la palabra. Entretanto, el efecto de los consejos que daba a los negros empezó a hacerse evidente. En lugar de sonreír cuando un blanco los insultaba, ahora se mostraban molestos. Un día, en el molino de Devro, unos cuantos niños blancos se pusieron a lanzarles mazorcas de maíz a un grupo de niños negros. Pero en vez de salir corriendo como habían hecho hasta aquel momento, los niños negros cogieron las mazorcas para lanzárselas de vuelta a los blancos. El ambiente que se respiraba en el pueblo era tenso y cada vez circulaban más rumores. Además, todos sabían que el defiendenegros era el culpable de aquello. Otro día, Parnell entró en el drugstore con una receta. Doc Bascombe se la preparó y el abogado se marchó, pero unos minutos más tarde volvió a entrar en el establecimiento. Doc estaba en el mostrador del estanco, apostándose puros con unos cuantos clientes en una partida de dados. John Parnell sacó un papel del bolsillo y lo alisó encima del tapete de fieltro verde. —Señor Bascombe —dijo—, en esta carta el Ku Klux Klan me aconseja que me marche del pueblo antes de que sea demasiado tarde. El papel es el que usan siempre, pero la máquina de escribir con que se redactó la carta es la misma que usted utiliza para rellenar las etiquetas de sus medicamentos. Lo

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que haga el Ku Klux Klan me trae sin cuidado. Ahora bien, si soy víctima de algún ataque o si vuelvo a recibir otra carta amenazadora como esta, le aseguro que le mataré como mataría a un perro rabioso. Doc Bascombe lo escuchó sin moverse, agitando pausadamente el cubilete de piel dentro del cual bailaban los dados. Estaba muy pálido. Y cuando por fin movió los labios, dijo: —De acuerdo. El abogado Parnell dio media vuelta y salió del drugstore. El sábado siguiente, una compañía de curanderos se plantó en la esquina de Broadway con Main para hacer una demostración de sus productos, y en las aceras se apiñó tanta gente que era imposible avanzar por aquel tramo. Fue entonces cuando Emory Givens y su novia, Lois Schaefer, se acercaron por la calle Broadway, y al intentar abrirse paso entre la multitud que presenciaba el espectáculo, Sherman Pruitt, un niño negro retrasado, empujó a Lois. El niño murmuró algo y trató de apartarse, pero un granjero blanco lo agarró de los brazos y lo sujetó mientras Emory Givens le destrozaba la cara. En ese momento, el alguacil municipal, Jud Spafford, llegó dando codazos. Spafford esperó y cuando consideró que el mocoso ya había recibido su merecido, lo cogió y se lo llevó al calabozo. El domingo por la mañana, Black Mamie Pruitt se presentó en la puerta trasera de la casa de la viuda Warburton y preguntó por el señor John Parnell. Black Mamie era una fulana que vendía cerveza casera y regentaba un prostíbulo al otro lado de las vías del ferrocarril. —Señor John —le dijo Black Mamie—, han metido a mi pequeño en la trena, le han destrozado la cara y no dejan que vea a nadie. El señor Jud Spafford me ha echado de la ventana. Mi pequeño tiene mucha fiebre y me ha dicho que no ha bebido agua desde el sábado al mediodía. Señor John, por favor, ¿no podría hacer algo para ayudarme? El defiendenegros se puso el sombrero y salió con Black

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Mamie en busca del alguacil. Cuando lo encontraron, el abogado le preguntó: —¿De qué se le acusa a ese chico? —Venga, Parnell, no intente hacerse el duro conmigo —le respondió el alguacil—. Le he dicho a Mamie un millón de veces que no deje suelto a ese idiota en la calle. ¡Diablos, yo no lo acuso de nada! Yo lo que quiero es que se largue de mi cárcel. No ha venido nadie a hacerse cargo de él y yo no pienso ir haciendo favores a un negro miserable. Además, estoy harto de que apeste a negro. Si Mamie se lo quiere llevar a casa, lo dejo libre ahora mismo. Jud se dirigió al calabozo para dejar salir al chico, Mamie lo siguió y el abogado Parnell se desvió para subir a su despacho. Una vez allí, se quedó junto a la ventana, observando el callejón de detrás del edificio del First National Bank. Era domingo por la mañana y, tras la agitación del sábado, reinaba la tranquilidad. John Parnell miró hacia abajo y vio a Jud Spafford abrir el calabozo y sacar a Sherman Pruitt. A continuación, el alguacil volvió a cerrar la puerta con llave, le dijo algo a Black Mamie y se alejó. Black Mamie y Sherman lo siguieron con la mirada sin moverse de donde estaban. Y entonces Mamie agarró a su hijo e intentó retenerlo, pero el chico se escapó. Aquel retrasado corrió con sus pies torcidos un pequeño trecho y le gritó algo a Jud, que al oírlo se giró y vio cómo el chico se agachaba, levantaba la cara todavía hinchada y ensangrentada, y le sacaba la lengua. El alguacil avanzó a grandes zancadas y vociferó: —¿Se puede saber qué me has llamado, hijo de la gran…? El negro retrasado se quedó allí parado con la mirada gacha y entonces Jud sacó la pistola y le disparó. El chico se desplomó. Black Mamie Pruitt estaba demasiado gorda para correr, pero con sus andares de pato se acercó al alguacil y le quitó el arma. El abogado Parnell, que lo había visto todo desde la venta-

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na de su despacho, bajó corriendo por la escalera trasera del edificio. Sin embargo, antes de que pudiese alcanzarlos, Jud ya había recuperado la pistola y había dejado inconsciente a la fulana con un golpe de culata. Entretanto, un cocinero negro llamado MacCarmer había abierto la puerta trasera del café Broadway y trataba de apuntar con su automática al alguacil, que seguía allí, cosiendo a balazos el cuerpo de los dos negros. Fue entonces cuando apareció Parnell, justo en el momento en que MacCarmer, el cocinero negro, apretaba el gatillo. El abogado Parnell detuvo tres balas y se tambaleó hacia delante mientras Jud Spafford salía corriendo para ponerse a cubierto. Así fue como empezaron los disturbios raciales en el pueblo, que se prolongaron durante todo el domingo. Murieron cuatro blancos y dieciséis negros. Los que por la tarde se encargaron de recoger los cadáveres encontraron a John Parnell tumbado boca abajo con los labios apoyados en la mejilla de Black Mamie, la fulana negra.

tw Del libro: Un pueblo de Oklahoma. Sajalín editores, 2017. George Milburn (Coweta, Oklahoma, 1906 - Nueva York, 1966). A los diecisiete años trabajó como corresponsal de The Tulsa Tribune; en 1929 comenzó a publicar relatos en revistas de prestigio y obtuvo excelentes críticas con sus dos primeros libros del género, Un pueblo de Oklahoma (1931) y No More Trumpets (1932), no así con sus novelas. Falleció olvidado a los sesenta años como oficinista del departamento de tráfico de Nueva York.

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Boles Maksím Gorki

HE aquí lo que me contó un conocido: “Cuando era estudiante en Moscú, tuve ocasión de vivir cerca de una de ‘esas’, ya sabes. Era polaca, de nombre Teresa. Muy alta, muy morena, con cejas negras, unidas en una, y un rostro grande, ordinario, como tallado con un hacha. Me aterrorizaba por el brillo animal de sus ojos, su voz profunda, de bajo, sus modales de cochero, toda su enorme y musculosa figura de puestera… Yo vivía en la buhardilla, y su puerta estaba enfrente de la mía. Si sabía que ella estaba en casa, nunca tenía entornada mi puerta. Pero esto, claro, rara vez sucedía. De cuando en cuando nos encontrábamos en las escaleras o en el patio, y me dedicaba una sonrisa que yo consideraba rapaz y cínica. Más de una vez la vi borracha, con ojos amodorrados, despeinada; al sonreír en ese estado se ponía especialmente fea… En esas ocasiones me hablaba: —¡Salud, señor estudiante! —Y tontamente se reía a carcajadas, aumentando mi aversión hacia ella. De buen grado me habría cambiado de piso con tal de librarme de aquellos encuentros y saludos, pero mi cuarto era tan agradable y tenía tan buena vista desde la ventana, y aquella calle era tan tranquila… Aguanté. Y de pronto, una mañana, estando yo tumbado en la cama, tratando de encontrar algún pretexto para no ir a clase, se abre la puerta y aquella odiosa Teresa proclama desde el umbral con su voz de bajo: —¡Salud, señor estudiante! —¿Qué se le ofrece? —digo. Y veo su rostro turbado, suplicante. Un rostro no habitual en ella.

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—Verá, señor, quería pedirle un favor… ¡si pudiera hacérmelo! Yo permanezco tumbado, callo y pienso: ‘¡Qué faena! Un atentado contra mi pureza, ni más ni menos. ¡Mantente fuerte, Egor!’. —Verá, necesito enviar una carta a mi país —dice, con aire suplicante, suavemente, tímidamente. ‘¡Ay —pienso—, al diablo, está bien!’. Me levanté, me senté a la mesa, cogí papel y dije: —Pase para acá, siéntese y dicte… Pasa, se sienta con cuidado en la silla y me mira con aire de culpabilidad. —Y bien, ¿a quién va dirigida la carta? —A Boleslav Kashput, en la ciudad de Sventsián, por la carretera de Varsovia… —¿Qué pongo? Dígame… —Mi querido Boles… corazón mío… mi verdadero amado… ¡Que la madre de Dios te guarde! Mi corazón de oro… ¿por qué hace tanto tiempo que no escribes a tu melancólica pichoncita Teresa? Casi se me escapan las carcajadas. La ‘melancólica pichoncita’ medía doce vershokes1 de altura, tenía poderosos puños, y una jeta tan negra ¡como si la pichoncita hubiera estado limpiando chimeneas toda la vida y nunca se hubiera lavado! Conteniéndome como pude, le pregunté: —¡Oh! ¿Quién es este Bolest2? —Boles, señor estudiante —como si la hubiera ofendido que deformara el nombre—. Es mi prometido… —¡¿Prometido?! —¿Qué le llama tanto la atención, señor? ¿Acaso una joven como yo no puede tener prometido? ¡¿Ella una joven?! —¡Por qué no! ¡Todo puede ser…! ¿Y hace mucho que es su prometido? 1 Medida rusa de longitud (siglo XVIII - principios del XX) equivalente a 4,44 cm. Cuando se utilizaba para describir la altura de una persona, a la cantidad de vershok referida había que sumar dos arhsines (142 cm) que era la altura media, así que con esta expresión Gorki quería señalar que la “melancólica pichoncita” medía casi dos metros. 2 Dolor

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—Hace más de cinco años… ‘Caramba!’, pienso yo. Bueno, y escribimos la carta. Créame, tan cariñosa y amorosa que quizá yo mismo me habría cambiado por ese Boles si la correspondiente no hubiera sido Teresa, sino cualquier otra, más pequeña que ella. —¡Gracias por el servicio, señor! —me dice Teresa haciendo una reverencia—. ¿Hay algo, tal vez, en lo que yo le pueda servir? —¡No, muy agradecido! —¿Quizá tenga el señor una camisa o unos pantalones con agujeros? Siento que este mastodonte en faldas me ha hecho sonrojarme, y bruscamente le declaro que no necesito sus servicios. Se fue. Pasaron dos semanas… Una tarde, estoy sentado cerca de la ventana y silbo, pensando cómo distraerme. Me aburro, y hace mal tiempo, no me apetece ir a ninguna parte, y a causa del aburrimiento me dedico al autoanálisis, lo recuerdo. Eso también resulta muy aburrido, pero no me apetecía hacer otra cosa. Se abre la puerta, ¡gracias a Dios!, llega alguien… —Qué, señor estudiante, ¿no está ocupado en ningún asunto urgente? ¡Teresa! Hum… —No… ¿qué pasa? —Quería pedirle al señor que escribiera otra carta más… —Bien… ¿A Boles? —No, ahora, de él. —¿Quééé? —¡Oh, necia mujer! ¡No es, señor, eso lo que quería decir, perdone! Verá, ahora, no me hace falta a mí, sino a una amiga… o sea, no a una amiga… a un conocido… Él no escribe… y tiene una novia, como yo… Teresa… Bien, ¿es posible que el señor escriba una carta a esta Teresa? La miro, tiene el rostro turbado, le tiemblan los dedos, está embrollada y… ¡lo adivino! —Y bien, señora —digo—, no existe ningún Boles ni ningu-

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na Teresa, todo eso son invenciones suyas. A mí no me va a pescar, yo no quiero ser su amigo… ¿Entendido? De pronto se asustó de manera un poco extraña, demudó, comenzó a patalear en el sitio, a batir ridículamente los labios, queriendo decir algo y sin hablar nada. Yo espero, a ver qué pasa después de todo esto, y veo, y siento, que tal vez me haya equivocado un poco al sospechar que quería seducirme y apartarme de la vía de la virtud. Esto como que era otra cosa. —Señor estudiante —comenzó ella, y de pronto, haciendo un ademán con la mano, se volvió hacia la puerta con brusquedad y se fue. Me quedé con un vivo pesar en el alma. Oí en su cuarto un portazo, era obvio que la mujerona se había enfadado ruidosamente… Reflexioné y decidí ir adonde ella e, invitándola a mi cuarto, escribirle todo lo que hiciera falta. Entro en su habitación, veo que está sentada a la mesa, que se ha acodado sobre ella y aprieta la cabeza con las manos. —Escuche —digo… …Siempre, cuando cuento esta historia y llego a este punto, me siento terriblemente absurdo… ¡semejante tontería! Pues sí… —Escuche —digo… Se levanta de un salto, va hacia mí, con una mirada centelleante y, habiéndome puesto las manos sobre los hombros, comienza a susurrar, en realidad, a zumbar con su voz de bajo. —Bueno, ¿y qué? ¿Y bien? ¡Así es! No existe ningún Boles… ¡Ni Teresa tampoco! ¿Y a usted qué le importa? A usted le resulta difícil pasar la pluma por el papel, ¿verdad? ¡Desde luego cómo son ustedes! Y además tan… ¡blanquecito! ¡Ni Boles, ni Teresa, yo sola existo! ¡Bueno, qué! ¿Y bien? —Permítame —digo yo, aturdido por este recibimiento—, ¿qué ocurre? ¿Boles no existe? —¡No! ¿Y? —¿Y Teresa tampoco? —¡Y Teresa tampoco! ¡Yo soy Teresa! ¡No entiendo nada! La miro con los ojos desorbitados, tratan-

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do de determinar quién de nosotros se ha vuelto loco. Ella se va de nuevo a la mesa, hurga allí, vuelve hacia mí y en tono ofendido dice: —Si tan difícil le resultó escribir a Boles, aquí tiene su carta. Cójala. Ya me escribirán otras… Veo que tengo en la mano la carta a Boles. ¡Fu! —¡Escuche, Teresa! ¿Qué significa todo esto? ¿Para qué necesita que le escriban otras si yo se la escribí y no la envió? —¿Adónde? —A ese… ¿a Boles? —¡Pero si no existe! ¡Decididamente no entiendo nada! Quedaba únicamente mandarla a freír espárragos e irse. Pero se explicó. —¿Qué pasa? —Hablaba de manera ofendida—. ¡No existe, y no existe! —Y abrió los brazos como si no entendiera por qué no existía—. Y yo deseo que él exista… ¿Acaso yo no soy una persona como las demás? Por supuesto yo… ya sé… Pero a nadie hace daño que yo le escriba… —Permítame, ¿a quién? —¡A Boles, por supuesto! —Pero si no existe, ¿no? —¡Ay, Jesús y María! Qué es, qué no es, ¿y qué? ¡No, como si fuera! Le escribo y es como si existiera… Y Teresa soy yo, y él me responde, y yo otra vez a él… Lo entendí… Algo me hizo sentir enfermo, mal, avergonzado. Cerca de mí, a tres pasos de mí, vive una persona que no tiene a nadie en el mundo que la trate con cariño, de corazón, ¡y esta persona se había inventado un amigo! —Bien, usted me escribió una carta a Boles, y yo se la di a otro a leer, y cuando me la leen, escucho y pienso ¡que Boles existe! Y le pido escribir una carta de Boles a Teresa… a mí. Cuando me escriban semejante carta y me la lean, entonces definitivamente pensaré que Boles existe. Y esto me hará la vida más llevadera… ¡Pues, bien! ¡Al diablo! Desde aquel momento, empecé a

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escribir con regularidad, dos veces por semana, una carta a Boles y la respuesta de Boles a Teresa… Esas respuestas me salían muy bien… Ella, a veces, las escuchaba y lloraba a lágrima viva… daba alaridos con aquella voz suya de bajo. Y a cambio de arrancarle las lágrimas con las cartas del imaginario Boles, me arreglaba gratis todos los agujeros de los calcetines, las camisas y demás… Más tarde, unos tres meses después de esta historia, la metieron por no sé qué en la cárcel. Ahora, seguramente, ya habrá muerto”. …Mi conocido sopló la ceniza del emboquillado, miró pensativo al cielo y terminó: “Pues sí… Cuanta más amargura ha saboreado una persona, con mayor violencia ansía el dulce. Pero nosotros esto no lo comprendemos, envueltos en nuestras vetustas virtudes y mirándonos unos a otros a través de un velo de arrogancia y convicción en nuestra infalibilidad absoluta. Resulta bastante estúpido y… muy cruel. Al parecer, la gente perdida… ¿Y qué es eso de la gente perdida? Ante todo, gente, con la misma osamenta, la misma sangre, la misma carne y los mismos nervios que nosotros. Nos hablan de ello siglos enteros, día tras día. Pero nosotros lo escuchamos y… ¡el diablo sabe lo absurdo que es todo esto! En esencia, nosotros también somos gente perdida, y tal vez, incluso muy profundamente perdida... en el abismo de la arrogancia absoluta y la convicción de la superioridad de nuestros nervios y cerebros sobre los cerebros y los nervios de quienes únicamente son menos astutos que nosotros, que fingen peor que nosotros ser buenos... Y además, basta de hablar de eso. Todo ello es tan viejo... que hasta da vergüenza hablar…”.

tw Del libro: Los vagabundos. Ed. Reino de Cordelia, 2012. Maksím Gorki (Nizhny Nóvgorod, 1868 - Moscú, 1936). Este relato se publicó por primera vez el 14 de mayo de 1897 en la revista Nizhegorodski listok (La hoja de Nizhegorod) bajo el título "La carta". En 1899 fue incluido con el título "Boles" en la segunda edición del segundo tomo de De los ensayos y relatos.

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andéntres

A su lado Santiago Eximeno

POR segunda vez en lo que va de noche, llora. Antonio tarda menos de un minuto en levantarse de la cama y acudir al cuarto de María, su hija, pero cuando entorna la puerta ella ya ha callado. Como siempre. La misma rutina que se repite todas las noches desde que encontró a Alicia en la bañera. En la habitación de la niña hace frío, y Antonio se frota los antebrazos desnudos antes de entrar. Sabe que Alicia, su mujer, está allí. Como siempre. Nunca ha sido capaz de llegar antes que ella a atender a la niña, y por lo que parece eso no va a cambiar. Alicia le sonríe cuando lo ve allí, parado en el umbral, con ese esbozo de sonrisa que tanto le entristece. Pero Antonio no protesta, no le reprocha nada. Se limita a quedarse allí, apoyado en la jamba de la puerta del cuarto de su hija, mientras ve cómo su madre la sostiene entre sus brazos, cómo la acuna, cómo le susurra palabras en su oído. Palabras que él no entiende, que prefiere no entender.

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María tiene los ojos cerrados, se deja querer. Tiene el chupete en la boca y succiona de esa forma tan característica, tan adorable. Todavía no ha cumplido un año, y Antonio ha pensado varias veces en volver a ubicar la cuna en su dormitorio. No lo hace porque fue una decisión de ambos llevar a la niña a su propia habitación, y no quiere entristecer a Alicia. Eso dice. Eso quiere creer. La realidad es que tampoco se siente con fuerzas para encontrarse con Alicia en su propia cama todas las noches. Allí, en el cuarto de la niña, sentada en la mecedora, con María entre los brazos, se la ve hermosa. Si estuviera más cerca, si pretendiera tocarle, Antonio sabe con certeza que echaría a correr. María se queda dormida y Alicia la deposita con cuidado de nuevo en la cuna. Mientras lo hace le sonríe, esa sonrisa triste desdibujada, y cuando termina levanta la mano izquierda en señal de despedida. Antonio puede ver las cicatrices en forma de cruz en su muñeca desnuda, porque Alicia está vestida con la misma ropa que llevaba cuando la encontró, hace ya más de dos meses, tumbada en la bañera, medio sumergida en el agua turbia. Solo lleva puesta su ropa interior, y su presencia en el cuarto de la niña es perturbadora. Alicia se despide de nuevo y después, ajena a la gravedad de la situación, simplemente se desvanece. Como si nunca hubiera estado allí. La temperatura del cuarto asciende con rapidez varios grados, y Antonio se decide, entra y acaricia la cabeza de la niña antes de salir de nuevo y cerrar la puerta tras él. Vuelve al dormitorio, se tumba en esa cama que ya no es de ellos, sino suya. Una cama demasiado grande, demasiado vacía. Piensa en Alicia. En su sonrisa triste, en su perenne tristeza, en su depresión. Y por segunda vez en lo que va de noche, llora.

tw Del libro: Lo grotesco. Ed. Enkuadres, 2017. Santiago Eximeno (Madrid, 1973). Escribió el libro de relato Umbría (El humo del escritor, 2013). Sus obras han sido traducidas a varios idiomas. Ha recibido el Premio Ignotus, que concede la asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror, y el Premio Nocte, de la Asociación Española de Escritores de Terror.

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cuentoscomochurros

Ăšltimo

episodio 22


cuentoscomochurros

EN el último episodio de Boreal Everglades, la pequeña Suzy avanza, acompañada de su gato, hacia el ventanal. Descorre la cortina y da un paso definitivo. Va a asomarse a la terraza. Es la primera vez que se aventura en ese luminoso rincón. Después de tres temporadas de penumbra y encierro entre cuatro paredes, después de veintisiete capítulos, más de treinta y seis horas de emisión sin cortes comerciales, los espectadores de la serie de más éxito en la historia de la televisión van a ser testigos por fin, a través de la mirada de la niña que ha encandilado al mundo, del paisaje que existe fuera de la casa. Mientras tanto, en el cuarto de estar de su vivienda en Billings, Montana, Betty Foyles, camarera a tiempo parcial, permanece atenta a los acontecimientos. Sobre la mesa que hay frente al televisor ha dispuesto una frasca de limonada y emparedados de dos tipos: jamón de pavo y pastrami. Ha pedido el día libre. Nadie la va a echar de menos. El diner en el que trabaja, debería estar echando humo en esos instantes. Es viernes, las ocho de la tarde. Un trasiego de hamburguesas, pollo barbacoa y bebidas azucaradas sería lo acostumbrado. Pero no hay nada de eso hoy. Ni un alma. El diner en que trabaja Betty Foyles está tan vacío como todos los demás restaurantes, cafeterías y centros de ocio de Montana y de los otros cuarenta y nueve estados de la Unión. El encargado y el cocinero miran distraídamente la televisión esperando que, tras el desenlace del último capítulo de Boreal Everglades, comience a llegar algún cliente. En realidad, no miran la televisión tan distraídamente. Lo hacen en un ay, con la tensión prendida en el cuerpo, ahogados ante la expectativa de descubrir qué es lo que ha mantenido a la pequeña Suzy un año completo recluida en un apartamento en Manhattan, sin contacto con el exterior y la sola compañía de un gato. Un plano cerrado muestra a la niña y al animal de espaldas. Es una estampa de asombrosa belleza, el final del camino, una imagen épica que podría ser un fetiche, la ilustración en un cartel prendido en cualquier dormitorio de

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cuentoscomochurros

América. La imagen está casi quemada de tanta luz como la atraviesa frontalmente. La niña se acuclilla, relaja la palma de la mano derecha sobre el lomo del animal. Millones de bocas cerradas contienen la respiración. Se aferran los dedos a los brazos desgajados del sofá. La niña susurra algo, una frase breve inaudible, en la cálida oreja del gato. —¿Qué es lo que ha dicho? —preguntan todos. Y entonces, cuando parece que el plano va a abrirse y se desvelará el misterio, cae como un telón fundido en negro una procesión de títulos de crédito. Desfilan el carro alado que sirve de sello a la productora, los nombres de los responsables de dirección, el elenco al completo, los técnicos de sonido, peluqueros, maquilladores, catering y operadores de cámara. Todos ellos envueltos en el maravilloso papel de regalo que es la partitura de Duke Ewans. Los caprichosos arpegios toman el mando y después se desvanecen en mitad de una fantasía de cuerdas, un redoble de tambores y una armónica que, casi en llanto, se va extinguiendo hasta que la pantalla queda en negro. Negro total. La serie ha terminado. Se despereza América, se levanta del sillón y estira el cuerpo. Unos comentan la decepción. Otros, todavía sin ganas de comentar nada, salen a la calle a devorar un cigarrillo. Los que tienen hambre apagan la tele y proponen ir en familia a algún restaurante de la zona. Hamburguesa, pizza, pollo barbacoa. Los que se quedan en casa comienzan a hacer zapping. Buscan una alternativa de entretenimiento en la amplia oferta de las cadenas de cable. Betty Foyles apaga el aparato de televisión y, sin recoger los platos de la cena, sin calzarse las zapatillas de andar por casa, sube las dos plantas que la separan de su dormitorio. Abre la ventana de par en par, da un paso afuera y se precipita en el vacío.

tw Colaboración mensual con Cuentos como Churros: ellos eligen una de las cuatro fotografías seleccionadas de El muro y cocinan con ella un rico churro que publicamos aquí. I Alba Contreras, ganadora de nuestro Concurso de Fotografía de este mes.

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lapuertadelanevera

Prisa Jorge Manuel La prisa no es bu ena consejera, sigue pensando qué quieres de cena, yo sigo con el fuet . Con el segundo.

Mendel son dentro Espero aquí as del lg sa hasta que as ng te o N baño. prisa.

Vicio Jara vicio de picar el ra Cont l candado está la virtud de uí abajo. aq y este que ha encima. vo lle la La llave

Plácido Recuerda: trab ajar no es una necesi dad sino un vicio. http://placidario.blogspot.com.es

Calor Manila P. Sí, la luz se apaga al ce rrar la puerta. Y hace un po co menos de calor. Cierra al pasar. Graci as.

Lluís T. e en el o, Cariñ búscam e. Hace rn cajón de la ca r para lo ca demasiado r en la ve dá ca un dejar ro. cocina. Te espe

Déjale una nota al mundo en La puerta de la nevera: www.grupoanden.com

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diccionariodesaturno

Una nueva civilización está empezando de cero en Saturno, aún no tienen claros algunos conceptos, ¿les echas una mano con el diccionario? Participa en www.grupoanden.com

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sinopsis

«El sueño» Silvia despierta agitada un día de vacaciones y descubre que toda su vida ha pasado mientras dormía. Decide que tiene que hacer algo, pero le entra el sueño otra vez... Un trepidante thriller psicológico que te mantendrá en tensión y pasando un mal rato de aquí te espero.

Daniel San Juan no tiene edad todavía para independizarse de sus padres. Selmira también está deseando hacerse mayor y escapar el hogar paterno, pero por unos motivos por completo diferentes. Juntos vivirán sus últimos años de adolescencia descubriendo un mundo que no se parece en nada al de sus sueños.

Alma Rural | https://almaruralblog.wordpress.com/ Trabajaba para la policía interpretando sueños de los presuntos criminales. Entraba en sus subconscientes reviviendo los crímenes mientras dormían, para ser testigo directo y saber si eran culpables. Pero su trabajo se complicó cuando un acusado soñaba con que trabajaba para la policía interpretando sueños de los presuntos criminales.

Miguel Angel Toro | http://www.elsecretodeloscoroballos.com/

Tenemos el título del próximo éxito editorial, nos falta la sinopsis ¿nos ayudas? Participa en www.grupoanden.com

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brevemente

Microrrelato ganador X Edición Relatos en Cadena Volver a empezar

Ernesto Ortega Garrido

El crujir de las hojas les recuerda lo solos que están. La vegetación se ha ido extendiendo por el asfalto hasta sepultar por completo la Quinta Avenida y el Madison Square Garden. Ahora los animales campan a sus anchas por Central Park, mientras ellos pasean de la mano, completamente desnudos, sin ningún pudor, bajo la sombra de los árboles. Nunca han sido tan felices. Al fondo, como últimos vestigios del pasado, las siluetas de los rascacielos medio derruidos alertan de la historia. Por eso, cuando esa maldita serpiente vuelve aparecer bajo sus pies, ella, sin temor alguno, la coge con sus propias manos y la parte en dos.

tw Ganador de la temporada del concurso Relatos en Cadena, organizado por la Cadena SER y Escuela de Escritores. Puedes leer todos los seleccionados en www.escueladeescritores.com o www.cadenaser.com.

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dindondin

Tango Buenos Aires (Festival y Mundial) Diversas sedes Del 10 al 23 de agosto http://festivales.buenosaires.gob.ar

20º Aniversario de PHotoESPAÑA Diversas sedes Hasta el 27 de agosto https://www.esmadrid.com/agenda

II Premio Internacional de Periodismo de Torremolinos Pedro Zerolo 2017 Premio: 6.000€. Entrega de originales hasta el 25 de agosto. Ayuntamiento de Torremolinos (España) http://www.escritores.org

La política del límite Exposición gratuita. Atrio de San Francisco. Centro. México DF Hasta el 15 de octubre https://www.timeoutmexico.mx

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decamino http://www.gateravilla.es/category/blog/ https://www.youtube.com/user/LaGateradelaVilla

Somos un colectivo cultural, sin ánimo de lucro, que publica una revista cultural digital referida al ámbito de Madrid y su comunidad llamada "La Gatera de la Villa", también trabajamos en la edición de libros y hacemos visitas guiadas. No somos historiadores, ni artistas, ni escritores, pero nos va la cultura… aprender y, modestamente, poder divulgar. Nuestra revista es nuestra carta de presentación: puerta abierta a todo aquel a quien pueda interesar.

tw Pronto darán vida a un viejo proyecto que lleva años en espera y todos queremos que vea la luz: se trata de un libro coral, en el que han participado todos los miembros de la Gatera y cuyo contenido es variopinto, una especie de cajón de sastre con mucha miga.

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entrecocheyandén

Silencio Santiago Jiménez de Ory Alumno de Fuentetaja, talleres de escritura creativa

ESTABA teniendo un día agotador en el trabajo, más de lo habitual, y decidí hacer una pequeña pausa. Busqué un lugar donde pudiera relajarme un rato, y en el parque del Retiro encontré el sitio ideal: en la terraza de un kiosco de bebidas, había una mesa libre en una esquina. Rápidamente la ocupé y, después de sentarme, presté atención a las mesas más cercanas: —"¡Te digo que fue penalti!"; "¡Y yo te digo que no!" —discutían dos hombres frente a mí, delante de un par de cervezas. —"¡Qué guapa está tu sobrina en la foto!"; "¡Pues espera, que tengo más!"; "¡Ahora os enseño fotos de mi nieta!" —charlaban tres señoras a mi derecha mientras comían patatas fritas. —"¿Te gusta el libro que te he comprado?"; "¡Muchas gracias, papi!"; "Ten cuidado, no lo ensucies" —hablaban a mi izquierda un padre y su hija, a la vez que tomaban unos refrescos. Ninguna de las conversaciones me resultaba molesta, por lo que saqué el libro que había traído y me preparé para disfrutar de un agradable rato de lectura. Hacía una temperatura espléndida, sin frío ni calor, y no había nada de viento; no muy lejos, escuché el armonioso canto de unos pájaros, y me sentí completamente relajado. Con una sonrisa en la cara, abrí la primera página del libro y comencé a leer. —¿Qué va a ser? La voz ronca de un camarero moreno, con barba de pocos días, ceñudo y con libreta y bolígrafo en las manos, me sacó de la lectura. —Una botella de agua, gracias —dije con tranquilidad, pero molesto por la interrupción. Esperé pacientemente a que el camarero volviera con el agua, pagué y me dispuse a recomenzar la lectura. —¡Papi, se me ha manchado el libro! Miré a mi izquierda y fruncí el ceño al ver que la niña estaba llo-

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rando a moco tendido mientras señalaba a su padre una mancha en la portada de su libro nuevo. Dudé qué sería mejor, si esperar a que se calmara la niña o ignorarla, y al final me decidí por lo último. Con paciencia, me concentré en ignorar el llanto y, cuando lo logré, volví mis ojos a la primera página del libro. En ese momento, comenzó a retumbar en el interior del kiosco, a todo volumen, una canción veraniega. Con los nervios a flor de piel, aumenté mi concentración para ignorar ese nuevo ruido, y entonces me di cuenta de todos los sonidos que atronaban a mi alrededor: La incesante charla de las señoras a mi derecha. El apasionado diálogo futbolero de los dos hombres de enfrente. El inconsolable lloro de la niña a mi izquierda. El escandaloso estruendo de la música pachanguera del kiosco. El ronco berrido del camarero. El crujiente chasquido de las patatas fritas al ser masticadas. El incesante fluir de los refrescos al ser ingeridos. Y, si aguzaba el oído, había más, muchos ruidos más… Cansado y harto, dejé el libro sobre la mesa, me levanté de la silla, alcé las manos y dije, muy suavemente: —Silencio. Esperé unos segundos y, cuando se hizo el silencio, me volví a sentar, abrí el libro y comencé a leer, con una embriagadora sensación de paz. A mi alrededor, únicamente oía el relajante canto de los pájaros. Sólo ellos se libraron de mi castigo.

tw Santiago Jiménez de Ory nació en Madrid hace 41 años, y tanto leyó durante este tiempo, que se le nubló el seso y empezó a plasmar en papel todo lo que desfilaba por su cabeza. Junto a sus compañeros de los lunes, espera disfrutar de su locura escritora tanto como sigue disfrutando de la lectura.

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