nº60
septiembre2017
elmuro [3] andénuno [5]
Ejercicio de artillería, Roberto Arlt andéndos [15]
Zoo lógico, Clara Obligado andéntres [18]
Y te preguntas cosas, Eduardo Cano cuentoscomochurros [22] lapuertadelanevera [24] diccionariodesaturno [25] sinopsis [26] brevemente [28]
Relatos en cadena dindondin [30] decamino [31] entrecocheyandén [32]
novedades
Geometría, Cristina Conejero
En este número trabajamos por primera vez con una experta en visual thinking para la ilustración de portada e interior: un toque diferente para un número especial, ¡el 60!
Edita: Grupo Andén C/ Feijoo, 6 - 28010 Madrid | edicion@grupoanden.com | www.grupoanden.com Comité editorial: Alejandro Moreno, Víctor García Antón, Leticia Esteban | Editora: Natalia Muñoz. Asesores de contenidos: Sergi Bellver, Juan Carlos Márquez y Kike Cherta (España), Juan Martini y Mónica Pano (Argentina), Mª Luz Carrillo (México) Publicidad: edicion@grupoanden.com | Diseño: www.jastenfrojen.com Ilustración: Coordinación: www.leticiaestebanilustracion.com Ilustración portada e interior: Patricia Pastor
Con la colaboración de:
elmuro
Finalistas:
Tema: Siluetas
Siluetas de cristal. Delma Álvarez. Jaén (España) Sin título. Álvaro Abad. Calahorra, La Rioja (España) Sin título. Segundo González. Badalona, Barcelona (España)
Ganadora: Sin título. Rocío Álvarez. Redondela, Pontevedra (España)
Concurso de fotografía Participa enviando tus fotos a lector@grupoanden.com Consulta las bases y mira las fotos en Facebook y grupoanden.com Tema del próximo concurso: Añejo
Te escuchamos: Cuentos para el andén @cuentosanden lector@grupoanden.com
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FE DE ERRATAS: en el número anterior esta fotografía se publicó con el título erróneo, el correcto es: FINALISTA - El Apure en bicicleta - Bulhosa - Ceuta (España)
Este número está plagado de animales: de la pluma de Roberto Arlt recogeremos uno de los relatos de El criador de gorilas, que escribió a su paso por el norte de África durante su viaje a España de 1935, en el que verían la luz sus Aguafuertes españolas; de las páginas del último libro de Clara Obligado recogeremos la historia de algunos animales racionales, y de postre, Eduardo Cano nos explicará qué sucede con las inquietantes gaviotas de Brighton. Y más cosas. No te quitamos más tiempo, esperamos que lo disfrutes.
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Ejercicio de artillería Roberto Arlt
ESTA historia debía llamarse no "Ejercicio de artillería", sino "Historia de Muza y los siete tenientes españoles", y yo, personalmente, la escuché en el mismo zoco de Larache, junto a la puerta de Ksaba, del lado donde terminan las encaladas arcadas que ocupan los mercaderes del Garb; y contaba esta historia un "zelje" que venía de Ouazan, mucho más abajo de Fez, donde ya pueden cazarse los corpulentos elefantes; y aunque, como digo, dicho "zelje" era de Ouazan, parecía muy interiorizado de los sucesos de Larache. Este "zelje" es decir, este poeta ambulante, era un barbianazo manco, manco en hazañas de guerra, decía él; yo supongo que manco porque por ladrón, le habrían cortado la mano en algún mercado. Se ataviaba con una chilaba gris, tan andrajosa, que hasta llegaba a inspirarles piedad a las miserables campesinas del aduar de Mhas Has. Le cubría la cabeza un rojo turbante (vaya a saber Alá dónde robado), y debía tener un hambre de siete mil diablos, porque cuando me vio aparecer con zapatos de suela de caucho y el aparato fotográfico colgando de la mano, me hizo una reverencia como jamás la habrá recibido el Alto Comisionado de España en el protectorado; y en un español magníficamente estropeado, me propuso, en las barbas de todos aquellos truhanes que, sentados en cuclillas, le miraban hablar: —Gran señor: ninguno de estos andrajosos merece escucharme. Dame una moneda de plata y te contaré una historia digna de tus educadas orejas, que no son estas orejas de asnos. Y con su brazo mutilado señalaba las orejas sucias de los campesinos. Yo esperaba que todos los tomates podridos que allí fermentaban por el suelo se estrellarían contra la cabeza del "zelje" de
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Ouazan; pero los andrajosos, que formaban un círculo en torno de él, se limitaron a reírse con gruesas carcajadas y a injuriarle alegremente en su lengua nativa; y entonces yo, sentándome en el mismo ruedo que formaban los hombres de la tribu de El-Tulat, le arrojé una moneda de plata, y el manco insigne, descalzo y hediendo a leche agria, comenzó su relato, que yo pondré en asequible castellano. En Larache, un camino asfaltado separa el cementerio judío del cementerio musulmán. El cementerio judío parece una cantera de tallados mármoles, y todos los días de la semana podréis encontrar allí mujeres desesperadas y hombres barbudos con la cabeza cubierta de ceniza, que lloran la cólera de Jehová sobre sus muertos. El cementerio musulmán es alegre, en cambio, como un carmen; los naranjos crecen entre sus tumbas, y mujeres embozadas hasta los ojos, escoltadas por gigantescas negras, van a sentarse en un canto de la sepultura de sus muertos y mueven las manos mientras, compungidas, lloran a moco tendido. El teniente Herminio Benegas venía a pasearse allí. Un inexperto observador hubiera supuesto que el teniente Benegas, al mirar el cementerio de la izquierda, quería conquistar a alguna bonita judía, o que, al mirar el cementerio de la derecha, pretendía enamorar a alguna musulmana emboscada en el misterio blanco de su manto. Pero no era así. El teniente Herminio Benegas no estaba para pensar en judías ni en musulmanas. El teniente Benegas pensaba en Muza; en Muza, el usurero. ¡Pensaba en sus deudas! Muza, el usurero, vivía en una finca que hay a la misma entrada de la puerta de Ksaba. Muza, el usurero, para contrarrestar el maravilloso tufo a queso podrido y a residuos que flotaba en el aire, tenía junto a la muralla dentada un jardín extendido, apretado de limones, con "parterres" tupidos de claveles y rosales, que cinco esclavos del aduar de Mhas Has cuidaban diligentemente, mientras Muza, plácido como un santón, se mesaba la barba y miraba venir a sus clientes. Atendía a los desesperados entre capullos de rosas. El no tenía escrúpulos en trabajar con corredores judíos. Muza se
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había especializado con los oficiales de la guarnición española. Cierto que a los oficiales les estaba terminantemente prohibido contraer deudas con prestamistas musulmanes, pues podían complicarse las cosas... Pero el teniente Herminio Benegas, una noche, contempló la verdosa muralla, almenada y triste, las campesinas dormidas junto a sus montones de leña seca, y, naturalmente, maldiciendo su destino, enfundado en una chilaba para cubrir las apariencias fue y levantó el pesado aldabón de bronce que colgaba de la baja, sólida y claveteada puerta de la finca de Muza. Siempre era a esa hora, cuando el cielo toma un matiz verdoso, que llegaban los clientes de Muza. Tan advertido estaba su gigantesco portero -un eunuco tunecino, negro y corpulento como un elefante-, que sin hablar, inclinándose humildemente, hacía pasar a la futura víctima de Muza hasta el jardín. El prestamista, bajo un arco lobulado con muescas de oro y filetes de lapislázuli, se levantaba, y besándose la punta de los dedos, acogía a su visitante con la más exquisita de las atenciones musulmanas. Haciendo sentar a su visitante en muelles cojines, le agasajaba, le acariciaba y le decía: —Honras mi casa. Que Alá te cubra de prosperidad a ti y a tu noble familia. Hoy es un gran día para mí. ¿Cuánto necesitas? No te preocupes. Soy feliz al servirte. Cuando Herminio Benegas respondió: "Cinco mil pesetas", Muza se lanzó a reír. —¿Y por ese montoncito de leña seca te preocupas? Yo creía que era un incendio. ¡Nada más que cinco mil pesetas!... ¡Tú, un oficial español!... ¡Juro, por las barbas del Califa, que te llevarás diez mil pesetas de mi casa!... ¿No sabes que el Profeta ha dicho que las manos de los impíos están cerradas para la generosidad? Quiero que tu día de hoy sea hermoso y dulce. ¡Alí, Alí; tráele café a este hermoso oficial español! Ciertamente que Benegas se llevó diez mil pesetas... y firmó un recibo por quince mil. —Tú no te preocupes —le había dicho Muza—. Seré contigo más bondadoso que tu padre y que tu madre, a quienes no tengo el honor de conocer.
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Benegas volvió una vez, y luego otra y otra. Un día, Muza se levantó adusto de sus cojines. Era la primera vez que Benegas veía de pie al prestamista. Muza era alto como una torre. Las barbas, que le llegaban hasta el ombligo, le daban el aspecto de un Goliath. El prestamista, tomándose con la mano un haz de estas barbas, dijo, al tiempo que se las retorcía con colérica frialdad: —¿Qué te has creído? ¿Que yo asalto a los traficantes, como ese bandido de Raisuli? Te he tratado bondadosamente, como si fuera tu padre y tu madre. Y tú, ¿qué me has dado? ¡Papeles, papeles con tu firma!... ¡Me pagas, o iré a ver a tu coronel!... Benegas pensó que podía embutir todas las balas de su revólver en la barriga de aquel monstruo, pero también pensó que podían fusilarlo. Y apretando los dientes, vencido, pidió: —Dame tres días de plazo... cuatro... Muza se dejó caer sobre los cojines, y respondió: —Hasta el domingo estaré en mi finca de Guedina. El lunes, si no me has pagado, veré a tu coronel. Y no terminó de pronunciar estas palabras, cuando frío, negro y exquisitamente homicida, el teniente vio aparecer a su lado al eunuco tunecino, que le acompañó hasta la puerta de calle, arqueando profundas zalemas. El teniente Ruiz estaba quitándose las botas cuando Benegas entró a su cuarto. Ruiz se quedó con las manos olvidadas en los cordones de la bota al mirar el contraído semblante de Benegas: —¿Qué te ha dicho Muza? —El lunes verá al coronel. Ruiz comenzó a quitarse las botas, y dijo: —Mañana saldremos para los bosques de Rahel. —¿Rahel? —Sí; hay que terminar los ejercicios de tiro en la parcela de Guedina. Benegas se recostó en su cama. Estaba perdido si el prestamista veía al coronel. Y Muza no era hombre de andarse con bromas. Había metido en cintura a más de un bravucón de Larache. Se decía
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que una de sus hijas estaba en el harén del Califa. ¿Qué hacer? Ruiz ya se había dormido. Benegas apagó la luz. Por la ventana enrejada entraba una claridad festiva, reticulada. ¿Qué hacer? Benegas se levantó y abrió despacio la puerta. Allá, en el fondo del patio, se veía el escritorio del coronel, iluminado. Benegas se decidió. Cruzó el patio y se detuvo frente al cuerpo del edificio que ocupaba el coronel. Un centinela se cuadró frente a él. Benegas trepó unas escaleras y golpeó con los nudillos en una puerta. Una voz ronca respondió: —Adelante. Benegas entró. Recostado en un sofá, con la chaqueta desprendida, el coronel Oyarzún parecía estudiar con la mirada las cotas de un mapa verde que estaba allí, frente a sus ojos. Era un hombre pequeño, canijo, rechupado. Lo miró al teniente, y comprendió que el hombre iba en busca de auxilio. Entonces se incorporó y, ya sentado en el sofá, dijo: —Pase, teniente —le señaló una silla—. Siéntese. Benegas obedeció. Tomó una silla y se sentó frente al coronel. Pero el coronel no parecía tener mucha voluntad de hablar. Callado, miraba tristemente el suelo. Y sin saber por qué, Benegas sintió lástima por aquel hombre flaco y canijo. ¿Sería verdad lo que se murmuraba: que el coronel se había aficionado al haschich? Cierto es que allí el haschich andaba en muchas manos... —¿Qué le pasa? Benegas comenzó a contar al coronel la historia de su enredo financiero con Muza. Por un instante pensó en contarle una mentira al coronel: que Muza le había pedido los planos de las baterías que defendían el valle Lukus; pero, rápidamente, comprendió que el coronel podía adivinar su mentira o tratar de aprovecharla. Mejor era decir la absoluta verdad. El coronel, sentado en la orilla del sofá, le escuchaba, levantando de tanto en tanto sus grandes ojos pardos. Cuando Benegas terminó su relato, el coronel se puso de pie resueltamente. Tenía todo el aspecto de un mico triste. Benegas, rígidamente cuadrado, espe-
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ró su sentencia. El coronel encendió un cigarrillo, miró melancólicamente el mapa de las cotas, y dijo: —Hay siete tenientes en este cuerpo en la misma situación que usted. ¡Esto es intolerable! Mañana salimos a cumplir ejercicios de batería en los bosques de Rahel. Guedina está atrás. No me causaría mucha gracia que cayera algún proyectil, por equivocación, sobre la finca de Muza... aunque, en verdad, mucho no se perdería. Buenas noches, teniente. Benegas, tieso, saludó. Había comprendido. La parcela de Guedina se extendía por el valle, y allí, en su centro, se veía el castillete con sus torrecillas de piedra, perteneciente a Muza, el prestamista. Más allá se extendían las colinas pizarrosas, empenachadas de borbotones de verdura rojiza y verde, y allá lejos, en una loma, el lienzo de cielo estaba cortado por la línea azulenca de los bosques de Rahel. Muza, sentado en el fondo de su parque, bajo las ramas de un naranjo con Aischa a su lado, probaba unas cortezas de limón confitado, que Aischa, soportando en un plato, le ofrecía, sonriendo, de rodillas. Fue un silbo de pirotecnia; Muza miró, sorprendido, en rededor, cuando un obús estalló sobre la cresta del bosque. Aischa, temblorosa, apretó contra él su juventud; pero Muza, espantado, se puso de pie, y no había terminado de hacerlo cuando un estampido más próximo levantó del suelo una columna de fuego y de tierra; y Aischa, desmayada de terror, cayó sobre el césped. Muza la miró un instante sin verla y echó a correr hacia adentro del parque. Su terror no conocía límites porque era un hombre pacífico. Sabía que varias baterías hacían ejercicio de tiro más allá de la cortina azulenca del bosque de Rahel; pero de allí a... Esta vez el impacto fue decisivo. El obús alcanzó el vértice de la torre de piedra, y la torre de piedra de su hermosa finca se levantó por los aires como si la hubiera arrancado una tromba por los cimientos; luego se desmoronó en una lluvia de cascotes, y un grupo de criadas, de mujeres sin velo, de esclavos, salió del pórtico principal
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chillando y arrastrando las criaturas consigo. Las mujeres entraron en el ala derecha del parque. Otro estampido hizo temblar el suelo. Los muros de piedra del antiguo castillo, que había pertenecido al cheik de Rahel, se resquebrajaron; una teoría de columnitas, aventada al espacio por la explosión, fue a derramar sus tallos de mármol en un estanque; nuevamente una cortina de proyectiles barrió el suelo y los pocos lienzos de muralla que quedaban en pie bajo el sol de la tarde temblaron y cayeron. Muza se dejó caer al suelo y comenzó a llorar. Comprendía. Los siete tenientes del cuerpo de artillería, los siete hombres que él había beneficiado con sus préstamos, bombardeaban deliberadamente su hermosa finca. No vacilaron en matarle a él, a sus nueve esposas, a sus diecisiete criados. Como en una pesadilla lo veía al maldito teniente Benegas, rodeado de sus soldados, incitándolos a concluir la obra destructora con un asalto a la bayoneta. Las lágrimas corrían por el barbudo semblante del gigantesco Muza. Pero el fuego de las baterías parecía enconado rabiosamente sobre las ruinas; algunos proyectiles habían roto los caños del estanque; a cada explosión las piedras volaban entre espesas nubes de humo negro y polvo; por sobre el césped se podían ver los muebles destrozados por la explosión, los cojines despanzurrados. Cada proyectil arrancaba de la tierra surtidores de cascajos. Muza, escondido ahora tras un árbol, miraba aterrorizado esta completa destrucción de sus bienes. Evidentemente, los tenientes de artillería eran gente terrible. Nuevamente le pareció al prestamista ver al teniente Benegas rodeado de soldados adustos, dispuestos a escarbarle en el vientre con la punta de sus bayonetas. Y el terror creció tanto en él, que de pronto se puso a gritar como un endemoniado, y ya no le bastó gritar, sino que con peligro de su propia vida corrió hacia las ruinas de la finca. Las mujeres del bosque le gritaban que se detuviera, que le iban a herir los cascos de los proyectiles que otra vez podían caer; pero Muza, sordo, desesperado, quería acogerse a sus bienes despedazados, y espoloneado por el furor que hacía girar el paisaje
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ante sus ojos como una atorbellinada pesadilla de piedra y de sol, dando grandes saltos se introdujo entre las ruinas; su cuerpo chocó pesadamente contra una muralla, la muralla osciló y los cuadrados bloques de granito se desmoronaron sobre su cabeza. Muza, el prestamista, dejó para siempre de facilitar dinero a los cristianos. Veinticuatro horas después el coronel presentó un sumario al Alto Comisionado, y el Alto Comisionado se excusó ante el Califa: —Ocurrió que durante la marcha el retículo de un telémetro se corrió en su visor a consecuencia de un golpe, lo que determinó un error de cálculo en el "reglaje" del tiro. Era de felicitarse que la desgracia de Guedina no hubiera provocado más muertes que la de Muza, víctima no de los proyectiles, sino de su propia imprudencia. El Califa, infinitamente comprensivo, sonrió levemente. Luego dijo: —Me alegro de que el asunto no tenga mayor trascendencia, porque Muza no era de la comunidad marroquí, sino argelina.
tw Del libro: El criador de gorilas. Ediciones del Viento, 2012. Roberto Arlt (Buenos Aires, 1900-1942). Este célebre escritor argentino fue primero pintor, peón y ayudante de librería, entre otros oficios. En 1935 viajará a España para escribir sus Aguafuertes españolas, pero visitará también el norte de África, donde escribe este y otros relatos, recogidos entonces en la prensa argentina.
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Zoo lógico Clara Obligado
Para Isabel González
FERNANDA, con pasos de gacela, camina por la ciudad para visitar a su madre. Le gusta el barrio, las calles arboladas, la red de sombra tendida en el asfalto. Es una casa baja en el barrio de Belgrano, con un jardín de invierno que parece un acuario y un pasillo infinito de helechos estremecidos al contacto con el aire. Su madre abre la puerta agitando la cabellera de leona. Nubes dolorosas de tormenta, cortadas a cuchillo. Llámame Liza, querida, dice, "mamá" me hace sentir vieja. Si estás como siempre, contesta Fernanda, mientras piensa: qué egocéntrica. Mamá, en Buenos Aires. Papá, en Francia. Separados desde hace mil años. Y Fernanda, ¿qué? Fernanda, como en todo, mitad y mitad. ¿Así que te has casado?, dice Mamá Liza. Sí, y exhibe el anillo. Bonito, dice mamá, sin prestar atención. Fernanda ahora vive en París con Raymond, psicoanalista de gran futuro, boda por todo lo alto. Raymond es como un pointer de pura raza. Pasean por Place Vendôme sin bozal, tensando la correa, olfateándolo todo. Fus, le dice Fernanda, no tan de prisa, chéri, sit y su marido se sienta, platz y se tumba: muy obediente, Raymond, así me gusta. Caricia en la cabeza, galletita y alianza en la pata. Papá también en París, tiernísimo como un oso panda, siempre distraído, trepado a los bambúes. Y ahora ellas dos aquí, cara a cara. Un ring, puños en alto. Fernanda con mamá, siempre en guardia. Mamá-leona-Liza se pinta las garras, se afila los dientes, mastica un trozo de pata de
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gacela, se tiende bajo el árbol del jardín de su casa. Con una zarpa se tapa el bostezo y deja caer la pregunta: ¿y Diego? Papá-Diego está igualito, mamá, con sus cosas. Solitario, ya sabes, siempre en peligro de extinción. París le gusta. Escribe sus poemas, pasea. Te manda saludos. Ah, dice Mamá-leona. ¿Algo más que decirse? Silencio. Tiestos de helechos culantrillo. ¿Los sigues regando con agua tibia? Claro, son muy delicados, los cuido como si fueran mis hijos. Fernanda juguetea con la alianza. Mamá Liza bosteza, Fernanda bosteza también. Bueno, dice Fernanda. Bueno, dice Mamá Liza. Se ponen las dos de pie: smuak smuak, sendas manos se agitan en el aire. Fernanda huye a la calle, abrumada. Y entonces ni Liza ni mamá, ni Raymond ni el oso panda, ni Buenos Aires ni París y los bambúes, sino todo lo contrario. ¿Hay todo lo contrario? Claro que sí. Suelta el lastre de la infancia, se sacude las nubes negras y abre las alas. La ciudad, abajo, avenidas, callecitas, árboles cabezudos, antenas de televisión. El techo de la casa de su madre, que se aleja. Un chico mira hacia arriba y le estudia las piernas musculosas, ¡bien! Tanguita diminuta, solo un hilo, un día de suerte. Muchísima polución. Tarda menos de quince minutos en volar hasta el departamento de Bruno y entra por la ventana. Él, como de costumbre, la espera frente a sus libros. Hola, dice, contenta. Bruno, como si ella no se hubiera ido nunca, hola también. Fernanda sacude las alas en las que se le ha pegado el hollín de las chimeneas. En el suelo, apuntes de la facultad. Botellas de vino abiertas, ropa en desorden, y ahora, para colmo, plumas por todas partes. Se miran, fuman en silencio, dibujan un puente de miradas. ¿Qué tal tu marido? Perrísimo, dice ella. Pero no molesta. El único problema es que hay que cepillarlo todos los días. ¿Y tus padres?, insiste Bruno. ¡Años que no los veo, desde los veranos que pasábamos juntos! Mamá-Liza-leona tan egoísta como siempre, acabo de estar con ella. Papá-Diego sigue en París, con su nueva mujer. Ensalada de bambúes todos los días. ¿Y las proteínas? De cuando en cuando, un huevo, con eso alcanza. Mientras hablan, como quien no quiere la cosa, se desnudan, los apuntes un remolino blanco en el centro de la habitación, los
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libros en aleteo rasante sobre los cuerpos que se aman. Una hora más tarde, Fernanda todavía las alas enormes, desplegadas como palmeras, cabezotas agitadas por el viento, abanicos de bruma, atraviesan las nubes y latigazos de sol en carne viva. Abajo hay una playa. Aterrizan y Bruno va dejando una huella de ropa, corre por la montaña que se vuelve arena, a grandes zancadas entra en el mar proceloso. Ella, las olas que crujen, la gracia delicada de sus patitas de pájaro en la orilla, un salto hacia delante, dos saltos hacia atrás. Qué frío. Y entonces Bruno mar adentro corcovea, las nalgas de hombre, la poderosa espalda de delfín, con saltos y piruetas peina el ronquido de las olas. Fernanda no más pájaro, para qué, se estira ya cetáceo, se entrega al gozoso apareamiento contra el vientre de plata. Y se hace una promesa: seré fiel a Bruno, monógama a este amante de espuma suave músculos tensos silbidos medulares que me persigue nadando alrededor, cópulas breves y repetidas, qué bestial. Salen exhaustos del agua, y ella se ajusta el bikini, está oscureciendo cuando se funden otra vez y caen a la bóveda celeste de galaxias espirales, astronautas ateridos, bengalas, planetas, cúmulos abiertos, colisiones de asteroides y estrellas rezagadas, tremendos rayos gamma, Bruno, con su enjambre de cuásares luminosos, Fernanda supernova, puro big bang, orbitando.
tw Del libro: La muerte juega a los dados. Ed. Páginas de Espuma, 2015. Clara Obligado nació en Buenos Aires. Exiliada política de la dictadura militar, vive en Madrid desde 1976, donde dirige los primeros talleres de escritura creativa organizados en España. Ha publicado las antologías de microrrelato Por favor, sea breve 1 y 2, y los libros de relato Las otras vidas y El libro de los viajes equivocados, ganador del XI Premio Setenil en 2012.
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Y te preguntas cosas Eduardo Cano Para Marian de Sherwood, in memoriam. Something must be wrong, somewhere
SI vais a Brighton veréis que allí las gaviotas son enormes. Que os miran directamente a los ojos. Están hambrientas y roban pan a los turistas mientras ellos las fotografían en un juego que parece, al principio, inofensivo. Si vais a Brighton lo veréis. Se han dado algunos casos horribles. Tardes en las que por alguna razón, ellas, las gaviotas, dejan de jugar y se lanzan sobre la cabeza de un turista. Entonces le asestan un sinfín de potentes picotazos, una y otra vez —se produce un forcejeo grotesco, de brazos contra alas y picos, un baile inesperado y violento sobre una cabeza—, hasta que terminan con él. Por algún motivo, las gaviotas eligen a un turista al azar, a un tipo cualquiera, y lo masacran. Entre la multitud de excursionistas con cámara, bolsas de recuerdos recién adquiridos, gorros y objetos comestibles como helados, sándwiches de salami, o paninis de queso, las gaviotas escogen a alguien. No tiene por qué ser necesariamente un niño o alguien más o menos enfermo; ni tampoco tiene por qué ser un tullido o un obeso postrado en su silla de ruedas. Lo eligen y eso es todo. Y se lanzan sobre su cabeza, y retoman altura en la
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andéntres
bahía, una y otra vez, para caer con sus picos cada vez más ensangrentados sobre el turista-fotógrafo. Sin que puedas hacer nada para evitarlo. Tienen unos picos dorados, grandes, como ganchos robustos de porcelana. Son enormes y fornidas. A veces parecen hambrientas, las gaviotas en Brighton. Es igual en todos los casos: la víctima trata de espantarlas con los brazos y con los codos. Al principio parece un juego, una broma de las enormes gaviotas; pero al cabo, el sonido opaco como de lienzos golpeados por alas enormes se hace urgente, y el ataque se vuelve rabioso. Así hasta que el turista cae sobre el charco de sangre del empedrado, en una postura absurda y descuadrada, que señala con los brazos palpitantes en el suelo, una dirección imposible. Todo sucede en pocos segundos, mientras que el resto de turistas huye despavorido en una ola humana de gritos histéricos y de tropiezos. Dejan allí a un hombre muerto. Y esparcidos quedan gorras y petates, bufandas pisoteadas, bolsas. Pero sobre todo, dejan el suelo sembrado de esa comida. Ya lo he observado varias veces. Al final todo queda en calma. Solo un turista yace en el suelo, junto a decenas de gofres esparcidos, helados sin cabeza y bocadillos de salami. Y las inmensas gaviotas sobrevolándolo todo, la sombra enorme de sus alas, y sus picos, que son atroces. Lo ves y te preguntas cosas. Y miras alrededor desolado. Y parpadeas contra el aire, mientras que la bahía de Brighton se queda en calma —en esa calma despoblada de gente y de turistas-fotógrafo—. En solo unos pocos segundos. Son voraces las gaviotas en Brighton. Algunas veces, tras estos ataques, los turistas vuelven en grupos enardecidos. Llegan en sus coches todoterreno, armados hasta los dientes. Para matarlas. Bajan a un tiempo las ventanillas automáticas de sus vehículos, apuntan con sus rifles de asalto sobre la costa y descargan una límpida tormenta de balas, una lluvia furibunda de proyectiles metálicos alcanza inopinadamente a las gaviotas. Se produce un trueno ensordecedor y todo se llena de plumas, y de la comida ensangrentada de sus buches. Es
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bastante horrible, lo reconozco, pero así ha sucedido y sucede, algunas veces, en Brighton. Luego se hace de nuevo el silencio. La calma otra vez. Casi siempre al final del día. Cuando llega despacio la oscuridad acompasada de la noche. Cuando las plumas se reúnen en pequeños grupos y bailan junto al cadáver cubierto. La calma. Cuando esas mismas plumas se dispersan por el aire y las que han sido ensangrentadas flotan en el mar, sobre el camino de luz que marca la luna, y por el que se alejan nadando hacia la línea exaltada del horizonte. Lo ves y te preguntas cosas. Si vais a Brighton, si vais y os mezcláis con los turistas de la tarde, lo podréis ver. Lo enormes que son esos pájaros, cómo juegan a robarse al vuelo la comida que les lanzan. ¡Cómo se acercan y parecen querer posar delante de vuestras cámaras! ¡Cómo os miran, directamente a los ojos! Y qué hambrientas están esas gaviotas. Si vais a Brighton... ¡Si vais! Podéis comprar de todo en la estación. Lo que queráis. Lo que necesitéis: bocadillos, sándwiches y refrescos. Podéis llevar vuestras cámaras. Podéis grabarlo todo. Todo está preparado. Hay una línea de tren que os dejará en unos pocos minutos sobre la bahía. Cogedla. Podéis llevar mis rifles.
tw Del libro: La máquina enfurecida. Ed. Talentura, 2016. Eduardo Cano es escritor y fotógrafo. Sus relatos han aparecido en las antologías Relatos 01 (Ed. Tres Rosas Amarillas), Segunda parábola de los talentos y La carne despierta (Ed. Gens), Un pájaro de invierno y otros cuentos (Ed. Nostrum) y Cuentos con estrella (Impresión punto y seguido). Es el creador del Premio Internacional de Narrativa Ribera del Duero, que dirigió en sus dos primeras ediciones.
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cuentoscomochurros
Vista cansada —LA casa ya estaba así cuando llegamos, señora. María, mi mujer, fue quien gritó. Fue la primera en entrar. Yo creí que estaba bromeando pero cuando levanté la vista y vi aquella montaña de libros, cajas, ropa, periódicos, latas de comida y plumas de oca en mitad del pasillo creí que nos habíamos equivocado de casa. Enseguida me di cuenta de que el único que estaba equivocado era yo cuando vi nuestra funda
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del edredón colgando inerte de las aspas del ventilador. Tardé unos segundos en responder a los sollozos de María, que tiraba del codo de mi jersey con la tristeza de quien no sabe por dónde empezar. Y eso hicimos. María me animó con una caricia y sin soltarse del codo de mi jersey me siguió por el pasillo. Avanzamos tanteando las paredes para no tropezar con los estantes de lo que fue nuestra librería, los cristales rotos de algunos cuadros y los añicos de la vajilla buena. Nuestras pisadas no nos dejaron oír lo que vimos después. De espaldas a nosotros, encontramos a mi padre en el salón peleándose con el tapizado del sofá. Con una mano lo rasgaba con el pelador de patatas y con la otra sacaba el relleno hasta dejarlo hueco. Cuando acabó con ese se abalanzó sobre el siguiente. Mi padre no ve bien y no me vio cuando intenté arrebatarle el pelador. Y así fue como me corté. Mi padre no pretendía hacerme daño, señora. Deje que nos lo llevemos a casa y nos ocupemos nosotros. Son cosas de familia. —Pero yo necesito rellenar un atestado, caballero. —Escriba que, mientras limpiaba, se me resbaló de las manos un bote de cristal que mi padre guardaba con el perfume que solía utilizar mi madre. Y me corté con los cristales. Y escriba también que mi padre necesita gafas.
tw Colaboración mensual con Cuentos como Churros: ellos eligen una de las cuatro fotografías seleccionadas de El muro y cocinan con ella un rico churro que publicamos aquí. I Delma Álvarez, finalista de nuestro Concurso de Fotografía de este mes.
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lapuertadelanevera
Vulgar reras Ramón Cont ser Vulgar no es mar lla no corriente, si a ar p ón ci la aten lo. ar ul im is d r quere
Margot No soy vulgar, es que todos quie ren parecérseme
Gustav al otro ue Lo q verás ue p rta no lado de esta , lo juro. za es vengan dejé las Te a. Solo gul manzanas.
Venganza
Rosi García La venganza es el eructo de una mala relación.
Antonio Maldo nado Tu venganza ha sido terrible. Voy a sa ltar desde la azotea . No me olvides. http://elpaseodelcancerbero.blogspot.com.es/
http://dibujandounpensamiento.blogspot.com.es/
Miguel Ang el Toro A veces pie nso que so y el único que realmente te ha querido. Te he dejad trocito de ta o un rta.
Único Jorge Raúl fruta, Cinco piezas de , nada ua ag de s ro dos lit único de excitantes, un ¡hala!, y .. o. dios verdader . liz fe r se a
http://www.elsecretodeloscoroballos.com/
Déjale una nota al mundo en La puerta de la nevera: www.grupoanden.com
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diccionariodesaturno
Una nueva civilización está empezando de cero en Saturno, aún no tienen claros algunos conceptos, ¿les echas una mano con el diccionario? Participa en www.grupoanden.com
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sinopsis
«Tras la puerta» La vida solitaria de Paula se debía a su agorafobia. Salir de casa le provocaba ataques de ansiedad y pánico. Todos los mensajeros de la zona pensaban que era muy rara excepto Melquíades que siempre estaba deseando llevarle algún paquete a su casa para poder entreverla tras la puerta.
Alma Rural | https://almaruralblog.wordpress.com/ Tras la puerta está el mundo, pero Doris no se atreve a formar parte de él. Se conforma con observarlo a través de la mirilla. Lo que Doris desconoce es que posee la increíble habilidad de cambiar el destino de aquellos a quienes espía. Cambiarlo, sí, pero a peor.
Rubén Ibáñez González | https://www.facebook.com/PowerlandEditions/ Pedro vive solo en la última casa a la izquierda, la encantada. Cada noche saca la basura y la puerta se cierra por dentro. Debe esperar en el porche hasta escuchar los pasos en el interior, la llave girando en la cerradura...un escalofrío recorre su cuerpo, ¿quién abrirá hoy?.
Anniehall7
Tenemos el título del próximo éxito editorial, nos falta la sinopsis ¿nos ayudas? Participa en www.grupoanden.com
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brevemente
Itinerantes Semana 1 de concurso: 11 de septiembre de 2017 Ganadora: Patricia Collazos La casa ha comenzado a llenarse de hormigas, dice mi madre. Y nos mudamos de ciudad. Eso ocurre cada tres o cuatro meses. Mi hermana y yo hemos pasado por tantos colegios que ya no recordamos sus nombres. Cuando nos instalamos, llama a mi tía y le dice que ya estamos a salvo. Pero nunca le quiere dar la nueva dirección. Te conviene no saberla, suele decirle. Como si las hormigas fueran capaces de sonsacársela para poder dar con nosotros de nuevo. Aunque tome tales precauciones, lo mismo da. Ellas terminan encontrándonos. Y toca recogerlo todo, cargar el coche y cambiar de amigos y de cole. Otra vez.
septiembre Docente Semana 2 de concurso: 12 de septiembre de 2017 Ganador: Modes Lobato Otra vez el anciano profesor camina entre los pupitres, susurrando a cada alumno las respuestas del examen. Y así, año tras año, desde el día que murió.
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brevemente
Lo que me contó un pajarito Semana 3 de concurso: 25 de septiembre de 2017 Ganador: Lorenzo Rubio Desde el día que murió mi esposo, cada mañana un gorrión entra por mi ventana. Me seca las lágrimas con un pañuelo que agarra graciosamente del pico y me cuenta lo mucho que él me amaba. Incluso me manda mensajes de su parte. Me dice que me añora, que se acuerda muchísimo del día que nos conocimos, de la boda y, sobre todo, del viaje relámpago a París. A veces, el pájaro se equivoca y me llama Vanesa en vez de Marta. Yo le escucho atenta y voy apuntando todos los datos sobre esa pelandrusca, mientras me pregunto si será bonita la ciudad del amor.
tw Relatos finalistas de septiembre de 2017 del concurso Relatos en Cadena, organizado por la Cadena SER y Escuela de Escritores. Puedes leer todos los seleccionados en www.escueladeescritores.com o www.cadenaser.com.
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dindondin
Homenaje a García Márquez Biblioteca Nacional Ciudad de Buenos Aires. Hasta el 23 de diciembre de 2017 http://www.cultura.gob.ar
II Certamen de Pintura Rápida en Acuarela "Ciudad de Cabra" 7 de octubre http://www.guiadeconcursos.com/
VI Premio de Cuentos Cortos Luis Sancho Villaviciosa de Odón. Madrid. Hasta el 18 de diciembre de 2017 https://www.aytovillaviciosadeodon.es
Taller de lectura "A setenta años del sufragio femenino en la Argentina" Museo Evita. Buenos Aires Hasta el 26 de octubre de 2017 http://www.cultura.gob.ar
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decamino
http://www.teatroelmontacargas.com/
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El Montacargas es una de las primeras salas de teatro alternativo de Madrid, que cuenta con veinticuatro años de funcionamiento en su escenario; hoy sigue siendo un espacio dinámico, proponiendo una programación mensual de calidad, un festival de clown único en Madrid y numerosas actividades culturales para todas las edades a lo largo del año (teatro infantil, clases de teatro, de deportes, conciertos y otros trasnoches).
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El edificio de El Montacargas pasó de ser una fábrica de caramelos a una fábrica de sueños A. Navarro, directora y cofundadora del Teatro El Montacargas. Manuel Fernández Nieves y Aurora Navarro, fundadores de El Montacargas.
tw Este año empezamos con nuevos cursos de teatro y de clown, contamos con numerosos estrenos nacionales e internacionales y una mayor presencia de Danza-Teatro en nuestra programación. Nuestra compañía titular está preparando una nueva obra que será una sorpresa, y en julio de 2018, la 18ª edición del Festival Internacional de Clown de Madrid.
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entrecocheyandén
Geometría Cristina Conejero Alumna de Talleres de escritura creativa Clara Obligado
"Las nubes no son esferas, las montañas no son conos, las costas no son círculos, y las cortezas de los árboles no son lisas, ni los relámpagos viajan en una línea recta". ("Introducción a la geometría fractal de la naturaleza". Benoit Mandelbrot)
DESDE el ventanal Sylvia observa el caos provocado por la nevada, los coches inmóviles, las carreras en busca de refugio, el vapor de agua que escapa de la alcantarilla y hace desaparecer a una mujer que camina por la acera. Refugiada en su despacho, el conjunto le resulta cómico. Se alegra de que el insomnio le permita estar ya en la ciudad financiera cuando el resto aún prepara el café con tostadas. Apoya las manos sobre el cristal. Lo esperaba más frío, como cuando mete los pies en el lago de su pueblo natal, al norte del país. Se acomoda en el sillón de cuero, que acaricia en busca de alguna irregularidad y observa la estancia como si fuese la primera vez. Es inmensa. De niña se hubiera conformado con menos, cinco personas en cuarenta metros cuadrados dejaban poco a la individualidad, y fue peor cuando su padre apareció con una desconocida que lo acaparó todo. Así que cuando le dieron la oportunidad de elegir no se ruborizó al escoger el despacho más grande. Pero hay días, como hoy, en los que su poder la abruma. Entonces mira con envidia el paisaje que encierra la bola de nieve que tiene sobre la mesa. La misma que cuando era niña disfrutaba de un lugar preferente en el salón de la casa. La coge y agita con mesura. Dentro de la esfera vuelan los copos que de repente ocultan la casa, el camino, el pueblo de tejados rojos, las montañas.
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Al otro lado del cristal la sacudida despierta a la niña, que sale de la habitación con un reno de peluche que arrastra por el suelo. Desde lo alto observa como su madrastra revisa el correo. Sabe que no le gusta que la mire, pero ella lo hace, siempre que puede, a hurtadillas. Un golpe del postigo contra la fachada la hace regresar a la habitación. Con el puño del pijama retira el vaho de la ventana; a medida que frota se dibuja el jardín, los tejados rojos de la aldea y, más allá, las montañas nevadas. Los copos caen alborotados y cubren casi por completo el jardín. Colmado su interés por la escena exterior comienza a jugar con la casa de muñecas. Le encanta esa casa, tan distinta a la suya, con pinturas de animales desconocidos en las paredes y alimentos exóticos en la cocina. Aunque su estancia favorita es el salón, donde un gran ventilador de madera cuelga del techo. Cuando los gritos de su madrastra se hacen insoportables, le gustaría hacerse pequeña, tumbarse en el sofá color canela y dormir al compás de las aspas. El temporal arrecia. Es seguro que su padre no llegará cuando le prometió y eso la entristece. Tras cepillarse el pelo se arrodilla frente a la ventana y suplica, tal y como él le enseñó, por un reencuentro temprano. Al tiempo, un puntiagudo trozo de hielo cruza ante sus ojos. Nada queda del carámbano que, horas antes, había visto clavado en la espalda de su madrastra. Los rayos de sol lo iluminan todo. Los árboles del bosque, los tejados de la aldea, las montañas nevadas, y a Sylvia, que observa los rascacielos ante las cumbres blancas.
tw Cristina Conejero Martínez estudió Ingeniería Técnica Informática, sector en el que trabaja desde hace más de veinte años. Ha publicado cuentos en las antologías Y usted, ¿de qué se ríe? y Olas, editadas por el Taller de escritura creativa Clara Obligado. Sus otras dos aficiones son la fotografía y los viajes, fantásticos complementos de la escritura.
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