Cuentos para el andén Nº62

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nº62

noviembre2017

elmuro [3] andénuno [5]

Impulsores químicos, Almu Ballester andéndos [11]

Sobre la imposibilidad de publicar, Antonio Fernández York andéntres [18]

La brizna de paja, Marie Luise Kaschnitz Microconcurso [28] cuentoscomochurros [30] brevemente [32]

Relatos en cadena dindondin [34] decamino [35] entrecocheyandén [36]

novedades

Anacrusa, Lourdes Márquez

Publicamos el relato de un lector, ganador de Microconcurso, en una disputada convocatoria en la que participaron 138 textos en solo 48 horas. Con jurado y votación abierta en Facebook.

Edita: vuelaAlto C/ Sto. Domingo de Silos, 5 - ático - 28036 Madrid | edicion@cuentosanden.com | www.cuentosanden.com Comité editorial: Alejandro Moreno, Víctor García Antón, Leticia Esteban | Editora: Natalia Muñoz. Asesores de contenidos: Sergi Bellver y Juan Carlos Márquez (España), Juan Martini y Mónica Pano (Argentina), Mª Luz Carrillo (México) Publicidad: marketing@cuentosanden.com | Diseño: www.jastenfrojen.com Ilustración: Coordinación: www.leticiaestebanilustracion.com Ilustración portada e interior: Celsius Pictor | https://www.celsiuspictor.net

Con la colaboración de:


elmuro

Tema: Farolas

Ganadora: Sin título. Juanjo Giacoy. Ciudad Villa Adelina (Argentina)

Finalistas: < < <

Luces. Otoño Suzume. Bogotá (Colombia) Sin título. Macarena Fernández. Sevilla (España) Composición con farola. Carlos Rivero. Badajoz (España)

Concurso de fotografía Participa enviando tus fotos a lector@cuentosanden.com Consulta las bases y mira las fotos en Facebook y cuentosanden.com Tema del próximo concurso: El Metro

Te escuchamos: Cuentos para el Andén @cuentosanden lector@cuentosanden.com

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En Cuentos para el Andén vamos a amasar pan con Almu Ballester, recibiremos un curso acelerado de Antonio Fernández York sobre qué debe hacer un autor frente a la imposibilidad de publicar y dejaremos que nos saque una brizna del ojo Marie Luise Kaschnitz, una de las voces más reputadas del relato alemán del pasado siglo. También nos vamos a dar una vuelta por Alejandría, pero en Pozuelo. Y más cosas. No te quitamos más tiempo, esperamos que lo disfrutes.

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Impulsores químicos Almu Ballester

AHORA hago pan. En vez de llenarme la cabeza con mierdas. Me ha dado por muchas otras cosas antes, pero, si tengo que elegir, diría que es amasar, formar y greñar lo que me deja justo en el estado que necesito. O al menos eso creo. Soy testarudo y no me quedaré contento hasta que logre la hogaza perfecta, esa que luce una miga de alveolos irregulares y no se rasga en el horno por donde no debe, así que me dedico a ello con intensidad, cada vez que puedo. Y también cada vez que ella sale de casa. Hacer pan en casa no es nada fácil. Requiere paciencia, habilidad y también fuerza bruta. No dejo de ser un aprendiz. Y cuando escucho en los talleres que el amasado a mano consiste solo en un buen golpe de muñeca, a mí me entran ganas de matar: yo siempre acabo sudando a chorros entre vuelta y vuelta de esa masa, que se adhiere a todo, se desparrama o no se deja estirar. Que tiene vida propia. No hay elemento más frustrante que una masa de pan pegada a la encimera. Mórbida, arrellanada en su espacio vital. Me desafía, atrévete a despegarme de aquí. Y pienso que los autores de las decenas de técnicas que pueblan manuales en papel y online, de los centenares de vídeos que demuestran ese tirar hacia arriba de la masa, ese dejar caer en plano, esa aparente facilidad, esa naturalidad de cuento clásico, merecen todos un tiro en el pie. Escucho las llaves en la puerta. Escucho el sonido metálico cuando las suelta en la bandeja de la entrada. Luego escucho sus pasos acercándose. Se me agarrotan las manos y le pego un buen sopapo a la masa. —Creo que tienes que dejarla reposar ya, Luis. Nuria es profesora. No puede evitar dar consejos ni ponerse a enseñar en cualquier momento de la historia. Y, cuando lo

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hace, me llama por mi nombre aunque no haya nadie más en la habitación. —¿Ya has vuelto del súper? Qué pronto —digo sin disimulo. —No he ido al súper, he ido a correr. Me detengo a mirarla, con las manos literalmente en la masa. Está toda sudada. La camiseta blanca deja traslucir su sujetador deportivo ajustado, el pelo se le pega a la cabeza por la parte de la sien. Tal como la masa se pega a mis manos. Siento ganas de abrazar a Nuria, de dejar el proyecto de pan y amasarla a ella. La miro y mi boca sonríe un poco torcido, sin querer. Ella nota mi mueca, se vuelve, murmura algo de irse a cambiar, sale de la zona de la cocina. Nuestro apartamento no es muy grande. Es más bien un estudio; tiene eso que con tanta falta de rigor se denomina cocina americana. Desde mi posición se aprecia casi toda la estancia, excepto el baño, donde Nuria se refugia. Ha dejado la puerta entreabierta. Se está poniendo muy en forma, se nota que ha decidido librarse en serio de esos kilos. —¿Has ido con el grupo? —¿El grupo? ¿Qué grupo? —me pregunta elevando un poco la voz, tardando un poco en dar respuesta.

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—El grupo de correr. —El grup... ah, ellos. No, he salido por mi cuenta. Bueno, me he encontrado a gente por el camino, como siempre. Oye, me ducho, ¿eh? Naturalmente. Ducharse después de sudar es siempre una buena idea. He oído cómo cierra la puerta. Ahora se desnudará y probará con una mano si el agua está ya caliente. Tengo que recordar no abrir el grifo mientras se ducha. Pero también quiero soltarme esta pasta de las manos y es complicado librarse de toda la sustancia que, por algún efecto del gluten que ahora me importa una mierda, hace que se amalgame a mis dedos. De todas maneras necesito hacerlo, porque, efectivamente, a la masa ya le toca el reposo. Como puedo, la dejo en bloque y de una vez en la encimera, le doy un poco de forma y con la propia rasqueta procuro quitar parte de la que me queda entre las manos. Qué sensación más odiosa. Me molesta tantísimo que, a falta de agua, decido coger un cuchillo y pasármelo entre los dedos. No puedo deshacerme del pegamento harinoso y sé que eso me está irritando. Voy arrancándome pedacitos de masa, pero no los dejo con la pieza grande, simplemente los tiro. Es muy difícil. Quiero no dejar ni rastro de esa masa reseca en mi piel, pero NO voy a abrir el grifo. Para nada. Creo que he gritado. —¿Todo bien, Luis? La voz de Nuria se deja sentir sobre el calor y atraviesa la puerta cerrada. En realidad, no necesita elevarla tanto. —¡Sí! Dúchate —le respondo en su propio tono. —Ya salgo. Desde aquí veo a Nuria envolverse la melena con una toalla. Me quedo unos instantes calculando los minutos que ha tardado en deshacerse de todo el polvo y el sudor. Igual un poco más de lo que acostumbra, unos cuantos minutos de más entre las uñas y el cuello. Ahora sí: abro el grifo y me restriego por los dedos el estropajo, con ganas; fuera, fuera toda esa masa pegajosa. Rasco y froto hasta que la piel se enrojece.

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Nuria se acerca. No lleva su vestido largo de andar por casa, se ha puesto uno más corto. —Te vas a hacer daño. Y vas a dejar el estropajo inservible. —Mejor el estropajo que el fregadero atascado. —¿Vas a ponerle semillas? —¿Semillas? No. Es un pan simple. —Qué soso, ¿no? —Es que yo soy un soso, ya sabes. —No digas bobadas. A los cupcakes les pones mucha imaginación. Te salían muy bien. Antes me pasaba el tiempo haciendo cupcakes. Experimentaba, horneaba, los decoraba, los regalaba. Es cosa fácil. A la mayoría de los dulces les basta un impulsor químico, no necesitan levadura auténtica. Son agradecidos y resultones. Admiten casi cualquier ingrediente; solo requieren cierto cálculo, un buen molde y el calor justo durante el tiempo justo. —Hace mucho que no los haces, ni tampoco bizcochos — me recuerda ella mientras decide por fin quitarse la toalla de la cabeza. Su melena rubia sigue mojada y, al sacudirla, salpica la encimera y también mi voluntad. Reprimo las ganas de atraerla hacia mí. —El pan es mi reto ahora. El pan artesano requiere paciencia, entrega. Requiere también una temperatura altísima en el horno, piedras volcánicas que produzcan el vapor necesario para caramelizar la corteza, una masa madre cultivada con mimo y tiempo. Una fermentación lenta. Ningún aditivo químico, todo natural. Mi masa sestea tapada con un paño blanco enharinado. Ya han pasado los minutos de reposo. La saco, la vuelco en la encimera y regreso al amasado. Nuria me examina. —¿Has mirado el libro de Hamelman? El que te regalé en Navidad... —¿Quieres que tire esto y haga cupcakes? —la interrumpo. «¿Has salido a correr con él?» es en realidad lo que quiero preguntarle.

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No la miro. No me mira. A ambos nos atrapan las formas que va tomando la masa al ser estirada, doblada, vuelta a estirar. —No seas bobo. Si te va a quedar muy bien, seguro. Cuando tú le pones ganas, lo consigues. —Sí. Como consigo todo siempre —le digo, al tiempo que estampo la masa contra la encimera, zas, un volteo perfecto, zas. —Bueno. Contra eso no podías hacer nada. Nadie se espera un ERE. —Ni una depresión. «Ni unos cuernos» quiero decirle más bien. Son cuatro o cinco los volteos que me da tiempo a pegar antes de que Nuria replique algo, con la voz un poco lavada, como después de tragar saliva. —¿Una depresión? Qué dices, tú no estás deprimido. Solo algo... ansioso. —Ya. Lo decía por decir. La depresión es algo que nadie se espera tampoco. Nuria me mira interrogante, pero no pregunta más. Se queda observando cómo extiendo la masa, cómo la pliego sobre sí misma, cómo la levanto, ahora sí, sin que se pegue demasiado. Pongo un empeño desconocido, una habilidad que nace de mis hombros, recorre mis antebrazos y sale de entre mis dedos, un manejo perfecto, hipnótico. Probablemente la estoy amasando mucho más de lo que se debe, pero no puedo parar.<

tw Del libro: Normas de inseguridad. Red Libre Ediciones, 2017. Almu Ballester. Durante doce años fue una lingüista pegada a un equipo informático en la Real Academia Española y en la actualidad también le pagan por poner paz, esta vez en millones de palabras, dentro del mundo de la traducción y las tecnologías del lenguaje. Ha sido premiada en varios concursos como autora de relato y microrrelato, y también como guionista de cortometrajes.

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Sobre la imposibilidad de publicar Antonio Fernández York

MIS escritos han peregrinado por decenas de editoriales de habla hispana sin despertar interés alguno. Ocasionalmente he recibido en mi casa alguna carta de tal o cual editorial agradeciéndome el envío de mi manuscrito, para luego recurrir al clásico «lamentamos tener que comunicarle...». Guardo esas cartas como algo valioso, como algo que debo conservar por proceder de editoriales de prestigio. A menudo fantaseo pensando en las manos que han podido tocar esas cuartillas. Manos de famosos editores contando el número de autores rechazados en la última semana. Los veo sonreír, atusarse el cabello, producir un chasquido, una mueca. Les escucho pensar mientras toquetean las cartas: «pobres diablos», «indigentes de la escritura», «cuánto esfuerzo en vano». Y escucho lo que piensan mientras palpan mi carta: «Antonio Fernández York. ¿York? Carajo, ¿madre inglesa?, ¿norteamericana?». Ignoro por qué nadie me publica. Mi madre, mi mayor detractora, me dice que escribo raro, incomprensible, minoritario, absurdo. Me aconseja que lo deje, o que cambie el estilo, el tono, los temas, que escriba sobre cosas cotidianas (una pareja que se casa, un matrimonio que viaja, un niño que hace amistad con un mimo). Yo le digo que no sé escribir de otra forma. Anoche, mientras tratábamos de dormir —mi madre y yo dormimos en la misma habitación debido a la estrechez de nuestra casa— le dije: —Mamá, ¿crees que publicaré algún día? —No, no lo creo, sinceramente no lo creo. —¿Pero por qué no lo crees? —Porque no, porque no escribes lo que ellos quieren. Déjame dormir.

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—¿Quiénes son ellos? ¿Qué es lo que quieren? —Y dale. Ellos, los que sacan libros. Tú no escribes lo que ellos quieren. Escribes raro, de minorías. Déjame dormir ya de una vez, coño. —Pero mamá, en Internet soy leído y apreciado, un fotógrafo me sacó en su blog lo de No descartes a René, y un escritor que ha ganado muchos premios dice que soy muy bueno. —No hagas caso de Internet, tanto Internet, siempre con Internet, Internet, Internet. ¡Déjame dormir ya! —¿Y crees que publicaré después de muerto, a lo Kafka? —Ay Señor, lo que tiene una que aguantar... Mira lo que te digo, tienes ya treinta y cinco años, búscate una novia y déjame en paz, o búscate un piso compartido, pero vete, vete de una vez y déjame tranquila. Aunque publicar me es imposible, hallo cierto consuelo confeccionando las cubiertas de mis propios libros, imitando el diseño de alguna editorial prestigiosa. Así fue como me publicó la misma editorial que a Stefan Zweig, lo cual me llenó de alborozo. Ahora preparo una edición de mis relatos en el sello que publica a Paul Auster. Aún no sé con qué fotografía ilustrar la portada. Probablemente elija una en blanco y negro de los años veinte, con dos o tres señores de traje. Confieso que el cambio de editorial no me tiene contento. Hubiese preferido seguir con la de Stefan Zweig, pero algo me dijo que confiase en la editorial de Auster. Ya es tarde para dar marcha atrás, la contraportada está terminada. Una vez concluido el aspecto externo del libro, el siguiente paso consiste en doblar y coser los pliegos, en cuyas hojas se imprimieron previamente los textos. Es fundamental comprobar que la compaginación sea la correcta, es decir, que la página 1 anteceda a la 2, la 2 a la 3, la 3 a la 4, etc. Tras prensar los pliegos debe aplicarse en el lomo la cola y acto seguido pegarle la cubierta. El ejemplar, ya terminado, se retirará de la prensa cuando la cola esté seca. El proceso concluye dejando el libro en el estante de cualquier tienda de libros, confundido entre los ejemplares de su misma editorial. Este acto se asemeja al de

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robar un libro, aunque su naturaleza es inversa. Paradójicamente, aun teniendo un carácter opuesto al del hurto, puede acarrear consecuencias penales más graves. Una sociedad de consumo como la nuestra, no soporta la falsificación. Menester es por ello cambiar algunas letras en el nombre de la editorial, y alterar también el código de barras de la contraportada, o cualquier cosa que pudiese comprometernos. Este sencillo modo de publicar en editoriales de prestigio sin pasar por el despacho del editor constituirá, a mi juicio, una práctica habitual en el futuro. Los instrumentos de propaganda del libre mercado lo llamarán terrorismo editorial. Los sectores progresistas lo llamarán libertad de expresión. Los libreros temerán más la entrada en sus establecimientos de libros falsos que la salida por hurto de libros auténticos. Detectores de papel custodiarán las puertas de las librerías, pero los falsificadores de libros —o terroristas literarios— se las ingeniarán para burlarlos. La quema de libros falsos se convertirá en algo cotidiano. Buena parte de la ciudadanía, cansada de la monserga editorial tradicional, intercambiará libros falsos de manera clandestina. Las autoridades recomendarán la no lectura, persuadidas por las grandes corporaciones editoriales que no detentan ya el monopolio editor. Pero desaconsejar la lectura equivale a incitarla, del mismo modo que el fomento de la lectura suele provocar su rechazo. Otra cosa que me distrae es telefonear a las editoriales. Llamo a la de Zweig y cuando me preguntan quién soy cuelgo. Llamo a la de Auster y cuando descuelgan cuelgo. Llamo a la de Musil y cuelgo, a la de Rimbaud y cuelgo. Llamo a la de Baroja, y mientras llamo me imagino que soy un escritor con una obra pendiente de entrega, un escritor que no recuerda cuándo vencía su plazo, o que olvidó la extensión que debía tener el manuscrito. Una vez, mientras llamaba a una importante editorial, en vez de colgar dije: —He olvidado cuándo vencía el plazo. —¿Qué plazo? —preguntó una voz de mujer. —El plazo de entrega —contesté.

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—¿Eres Enrique? —Sí —mentí. —Te reconocí la voz. Espera un momento que te paso con Jorge. Al cabo de medio minuto me atendió el editor: —Enrique, qué pasa. ¿Me dice Yolanda que no te acuerdas de la fecha de entrega? —No, no me acuerdo. —Pero hombre, si me dijiste que te ibas a Dublín en mayo y que entregabas a finales de junio. ¿Cómo no te acuerdas? —Jorge —dije (las palabras brotaron solas)—, estoy leyendo a Fernández York. —¿A quién? —A Fernández York. Antonio Fernández York. —¿Quién es ese? No me suena. ¿Debería conocerlo? —Jorge. —Qué. —Publica a York. —¿Pero qué dices? ¿Quién es York? —Lo encontré en Internet. —No ha publicado, ¿verdad? ¿Un amateur? Me detuve sin saber qué añadir. —¿Enrique? —dijo el editor— ¿Estás ahí? Oye, chico, te noto raro, ¿te pasa algo? Colgué. Hace unos días, por la noche, mi madre y yo, como de costumbre, apurábamos unos cartones de vino antes de dormir. Mientras bebíamos, cada uno en su cama, intercambiamos algunas impresiones sobre lo que había dado el día de sí. —Jamás publicaré, mamá —dije. —Eso ya lo sabes —respondió ella. Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas debido a una repentina y absurda emoción. No quise que ella me viese llorar, así que dejé el tetrabrik en el suelo y me eché sobre la almohada, como buscando el sueño.

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—¿Ya te duermes? —me preguntó. —Sí. Pasaron unos minutos en silencio. Únicamente se oían los sorbos de mi madre. —¿Por qué no matas a algún editor? —dijo. —¿Qué? —Mata a algún editor, así te desquitas. —Mamá, no puedes hablar en serio. Acábate ya el vino, y apaga la luz. —Te digo que lo mates en alguno de tus cuentos, no que lo mates en la realidad. —Ah, eso es diferente. —Así te desquitas. —¿Y a qué editor me aconsejas que mate? —Y yo qué sé, al que te dé más rabia. Al día siguiente me puse a escribir sobre el asesinato de un editor. Como no me apetecía perpetrar un crimen violento, ideé la posibilidad de que el editor no opusiese resistencia a mi voluntad. De modo que escribí: Lo esperé en la puerta de la editorial. Su chófer también lo esperaba, junto a un lujoso e inmaculado auto. Cuando vi que salía, lo abordé. —Perdone —le dije—, ¿es usted [...], el editor? —Sí, dígame. —¿Le importaría que les acompañase a usted y a su chófer en el coche? —Por supuesto que no. Venga, ¿desea que le llevemos a su casa? —No, lo que quiero es que vayamos al acantilado que hay a dos kilómetros de aquí, junto al restaurante El Mirador. Una vez allí, me gustaría que usted y yo nos acercásemos al borde del peñasco. Yo le daré un empujón y usted se precipitará al vacío. ¿Le parece bien? El editor asintió y su chófer nos llevó al precipicio. Antes de que el editor se despeñase, mantuvimos esta breve charla: —Quizá le sirva de consuelo —le dije— saber que esta muerte no es real y que usted es un ser ficticio.

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—Eso no me consuela —dijo el editor—. Aunque ficticio, no me siento menos real que usted, que escribe este diálogo. Pero tengo que hacer caso de cuanto se le ocurra, pues de lo contrario yo no sería imaginado, o al menos no por tanto tiempo como ahora. Lo que sí me consuela es saber que con mi muerte, con la muerte de un importante editor como yo, va a ser casi imposible que Antonio Fernández York publique alguna cosa en su vida, pues no habrá editor en el mundo que quiera publicar algo de un autor que se dedica a despeñar editores, y encima sin darles la opción de defenderse. —Tiene usted razón —le dije, con la sensación de que aquel personaje me superaba en elocuencia—, pero así es la escritura, tan esclava de los caprichos de su autor que en ella pueden fracasar los más renombrados editores y triunfar los escritores más indigentes. Empujé al editor y lo vi caer. En el aire agitaba los brazos, como si quisiera agarrarse a algo que no existía, pero que hubiese podido existir si yo lo hubiese imaginado.<

tw Del libro: Sobre la imposibilidad de publicar. Ediciones del Viento, 2016. Antonio Fernández York es el seudónimo de Ángel Casanova Grima (Madrid, 1975), licenciado en Periodismo. Tras una insatisfactoria experiencia profesional, se marcha al extranjero y vive sucesivamente en Edimburgo, Galway, Copenhague, Liverpool, Londres y Esmirna. Comienza trabajando en la hostelería, pero pronto se dedica a la docencia de inglés y español. Este es el primer libro que publica.

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La brizna de paja Marie Luise Kaschnitz

POCO antes de las doce del mediodía he encontrado la carta. Y la he encontrado en sentido literal, sin haberla buscado ni haberla extraído del bolsillo de algún traje que estuviera cepillando. Sobresalía de un libro, y el libro no estaba en la mesita de noche de Felix, sino sobre la mesa del salón, allí donde están siempre los periódicos, a la vista de cualquiera. Tampoco he leído la carta hasta el final, solamente las primeras palabras: te echo tanto de menos, corazón mío. Al principio no he comprendido estas palabras, tan solo atendía a su escritura, una grafía singular, de bellos y prolongados trazos. De cuando en cuando las letras aparecían distanciadas entre sí, y he pensado que esto es un rasgo de timidez, y solo después he llegado a comprender el sentido de tales palabras, y me he tenido que reír, pese a que evidentemente no había motivo alguno para la risa. Pasado cierto tiempo he llegado a la idea de que la carta pudiera estar dirigida a Felix. No he seguido leyendo más allá de la primera página, qué palabras tan tiernas, y entonces he devuelto la carta a su sitio de nuevo y he cerrado el libro. He ido a la cocina y he pensado, tuvo que tratarse de algo importante, esto no se escribe así como así. He empezado con los preparativos de la comida, me he puesto el delantal, he untado manteca en la sartén y he utilizado la picadora de cebolla, redonda casita de cristal, que gira sobre sí y que tritura la cebolla sin necesidad de tocarla, sin tener que derramar lágrima alguna. Ya no se vierten lágrimas en ninguna ocasión. Llorar está pasado de moda como antes, en el tiempo de las abuelas, lo estaba el desmayarse, cuando justo al lado se encontraba siempre una asistenta o una cocinera gorda que te sujetaba y te aflojaba los

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cordones del corsé y te decía: no se lo tome tan a pecho, los hombres son así, el mío tampoco era diferente; o decía simplemente: pobre señora mía. Yo no me he desmayado, ni he llorado, la manteca chisporroteaba tan graciosamente, tampoco había razones para llorar. Vale, he pensado, ahora hay que sacar la carne del congelador, abrir la puerta, cerrar la puerta, es extraño el ruido que hacen las puertas de los congeladores al abrirse y al cerrarse, tierno como un beso, pero contundente; un ruido antipático, tan definitivo como si fuera la última vez. La última vez con este frigorífico, la última vez que comemos juntos al mediodía, ¿qué tal te ha ido?, ¿ha llamado alguien? Todo por última vez. Pero ¿por qué? ¿Qué ha ocurrido? No ha ocurrido nada, han ocurrido muchas cosas, he recibido un golpe, como el que se recibe cuando se inicia una relación defectuosa, solo que yo no quiero admitirlo. No, no he querido admitirlo, he puesto la carne en la sartén para cocinarla, la chuleta, panceta roja y desnuda, ahora hermosamente dorada; el lomo rojo y desnudo, ahora hermosamente dorado. No, no puede irme mal, he pensado, y he retirado la sartén y me he sentado a la mesa para pelar las patatas, pero también para reflexionar, y cuando he pelado la primera patata, me ha entrado mucha rabia y he pensado, yo sí me podría permitir algo así, pero Felix, no. Puedo permitirme volver la cabeza para mirar a los hombres, porque en realidad todo es falso, son solo tonterías y pasatiempos efímeros, es solo un momento para contemplar el brillo de los ojos extraños, y saberse amada. Pero los hombres son diferentes, para los hombres esto no es suficiente… He pelado seis patatas y entonces he parado, porque no tenía hambre, y me apetecía solo una, y no debía llamar la atención, Felix no debía notar nada en absoluto, por supuesto que no le hablaría de la carta, porque sé que las palabras son algo terrible y cuando algo se llega a expresar con palabras se convierte en verdadero. De modo que me he quitado el delantal y me he ido al dormitorio para adecentarme y tener la apariencia de una esposa

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jovial y alegre, y después ya se vería. Pero en el momento en el que estaba cruzando el vestíbulo, ha sonado el timbre. Al principio no he querido abrir la puerta, ya que de pronto sentía miedo de cualquiera que pudiese entrar a mi casa, tenía miedo de todo el mundo. Y, sin embargo, he abierto la puerta, se trataba tan solo de la entrega de un paquete de la droguería. Lo he abierto y he colocado las cosas en el baño. Ahora ella tendrá que aprender, he pensado, qué jabón usa y qué pasta de dientes, y respecto a la maquinilla de afeitar, hay un truco sin el cual no funciona. Ella tendrá que aprender también a hacer la cama y, Dios, a hacerla correctamente, y colocar a los pies la bolsa de agua caliente, aunque quizá él no quiera utilizarla más. Una bolsa de agua caliente, pero qué te crees cariño, que todavía soy joven. No, por supuesto, él no querrá hacer nada de lo que acostumbra aquí, no usará jabón de lavanda, ni un cepillo de dientes de pelo duro, querrá que todo sea diferente, todo nuevo. Una vez más, todo desde el principio nuevo. Así conversaba yo conmigo misma mientras estaba sentada al filo de la bañera y aprovechaba para mirarme al espejo. Ya no soy joven, algunas arrugas de reír, de pensar, en resumidas cuentas, de vivir, del tiempo, que no se detiene. Las arrugas son como los caminos de un paisaje, caminos que sencillamente hemos recorrido juntos. Pero no me he preguntado si la mujer que le escribió la carta sería más joven que yo, y por supuesto no se me ha pasado por la cabeza pensar quién podría ser, me resultaba indiferente. Me he lavado la cara y después me he ido al dormitorio y allí he pensado que él debería dejarme la vivienda, eso sería lo mejor, al fin y al cabo no puede meterla a ella en mi cama, además, el que corta es el que debe abandonar. Si yo conservara la vivienda, podría alquilar por ejemplo la habitación de la entrada, en la esquina se podría poner el colchón a guisa de cama, también dispongo de una hermosa colcha. Habría que desplazar el armario de la entrada y poner una cajonera para la ropa y comprar perchas. La lámpara verde no, esa no casa bien, le pondré otro forro

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a la mampara. También tendré que comprar papel de forrar, ese rosa tan bonito con líneas onduladas, o aquel de los barquitos que me gustaba desde hacía tanto tiempo. Estas fantasías me han hecho gracia, todo lo que se le puede llegar a ocurrir a una, es increíble, y la carta es tal vez ya muy antigua y a lo mejor hace mucho tiempo que todo acabó. Podría ser también que todavía no haya acabado, pero podría acabar. Entonces se me han venido a la cabeza todos los consejos que en tales circunstancias se suelen dar en las revistas femeninas como respuesta a las cartas de las lectoras, consejos que suelen provenir de alguien llamado tía Anna o tía Emilie. A saber, que hay que preparar una mesa especialmente vistosa, ponerse el último vestido que te has comprado y alisarse el cabello, y: querido, quieres un vaso de vino, esta tarde estoy de humor. Entretanto ha sonado el teléfono, pero solo una vez, como a veces ocurre cuando uno se da cuenta de que se ha equivocado al marcar y cuelga rápidamente el auricular. Pero he pensado que era muy probable que fuese Felix, que llamaba desde la oficina. ¿Por qué tengo de pronto lágrimas en los ojos? No importa, él no puede verme. Solo puede oír mi voz, y mi voz es toda ternura y gozo. ¿Cómo? ¿Que no vienes a comer? ¿Que si hay algún problema? Por supuesto que no. No hay problema en absoluto. Incluso mejor. Todavía tengo que planchar y luego quería ir a la peluquería. No, no había preparado nada especial. No había empezado siquiera a cocinar. ¿Estás bien, querido? ¿Yo? Estupendamente. Hace un día tan bonito. Hasta luego, sí… Sí, así quería reaccionar, con levedad, con espontaneidad. Y de ese mismo modo hablaría con él cuando llegara a casa. En verdad tendría que haber regresado ya. Era más de la una y media, y él siempre era muy puntual al volver a casa. Además, siempre venía muy hambriento al mediodía y sabía que hoy prepararía filetes empanados, que tanto le gustan. O quizá no se

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acordaba en absoluto. A lo mejor se retrasaba porque estaba con ella en un bar tomando algo, y justo en este momento miraba su reloj y decía: ya es la una y media, me está esperando, tengo que irme a casa. Me está esperando, he pensado. Ella, y esa ella soy yo. No se me debe hacer esperar. Me tiene miedo. Pero esto no es lo importante. Lo importante es la tercera persona. Yo soy la tercera persona. La tercera persona, la mala, la que estorba, «ella». Yo soy la flor amarilla⁽¹⁾ de pétalos extraños y con una larga lengua colorada, y ahora tendré que tragarme el anzuelo una vez más, unos entrantes, atún con guisantes, sí, tía Emilie, gracias por el consejo. Y él no se opondrá, y de pronto dejará el cuchillo y el tenedor y dirá: perdóname, ya no te quiero, por favor, déjame ir. Naturalmente yo lo dejaría marchar. Por favor, márchate, mucha suerte en tu camino. No te necesito para vivir, nadie necesita a nadie para poder vivir, tampoco necesito la casa, ni tu dinero. Puedo trabajar en mi antigua oficina, algo que podría haber hecho desde hace mucho tiempo, pero tú no quisiste. Pero una oficina así es algo agradable: Buenos días, señor Schneider, ¿mucho correo hoy? Buenos días, señorita Lili, ¿ha mejorado su dolor de muelas? ¡Dios santo!, ¿no podrían subir la calefacción aquí? Quería informarle sobre la fiesta de cumpleaños del jefe… Todo esto se me ha pasado por la cabeza mientras miraba por la ventana, si bien lo hacía escondida tras la cortina, para impedir que Felix me viera. Este día de febrero era tan precioso, tan luminoso y brillante, y todos los años se nos olvida el ímpetu con el que puede resplandecer la luz en febrero, y en esta época hacen rodar monte abajo las girándulas de fuegos artificiales, y arrojan en los pozos al desagradable muñeco de paja, una vez lo vimos

(1) El amarillo como símbolo de los celos y del muñeco de paja que aparece después. En algunos lugares de Alemania existe la tradición de quemar o arrojar a un pozo un muñeco de paja cuando llega la primavera. Este ritual simboliza el final del invierno y la renovación de la vida. (Nota del traductor.)

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juntos, Felix y yo. Hemos vivido muchas cosas juntos, y era maravilloso, y ahora seguramente él no querrá recordarlo, ahora nada de esto tiene valor, todo está gris e inerte, y esto es lo peor de todo, que ya no habrá más futuro, ni tampoco pasado, serán también arrojados al pozo junto al odioso muñeco de paja dorada, ya viene la primavera, y todo será totalmente nuevo. Mientras tanto he tenido que retroceder dos veces, porque afuera han pasado dos conocidos, el catedrático Wehrle, que vive al lado, y la señora Seidenspinner, que vive en el número cinco. He imaginado cómo hablarían entre ellos: se ha enterado ya, pobre mujer, me he sentido fatal porque me cuesta sobreponerme a la compasión. La compasión, esa aguachirle caliente de ojos hinchados y de una petulancia insoportable, quién se cree que es esta señora Seidenspinner, que se permite sentir compasión por mí. En caso de muerte, ahí es Dios amado quien actúa personalmente, ahí no hay fracaso, simplemente ha fallecido, bellas palabras asoman a los labios, eras todo para mí, era todo tan bonito. Y entonces no se le podrá imputar a la mujer que se había abandonado durante los últimos tiempos, ni a él se le podrá responsabilizar de cosa alguna. Ah, tonterías, he pensado, qué me importan a mí los vecinos. Tampoco pienso ir corriendo a su casa para quejarme, como hizo una vez Herta: después de tantos años de matrimonio, y de ser tan buena esposa para él, ¿puede usted entenderlo? Pero yo no he debido ser obviamente una buena esposa para Felix, pues en ese caso, él no habría querido marcharse, ni recibir cartas llenas de ternura, ni quizá escribirlas él mismo y sentir miedo al volver a casa y preguntarse cómo puedo decírselo. Mientras tanto he seguido mirando por la ventana y he visto a un hombre doblar la esquina que me parecía él, andaba como él y llevaba un abrigo azul oscuro, y el corazón me ha dado un vuelco, como cuando de repente el avión se desploma, he intentado dibujar una expresión de neutralidad en mi rostro, pero me ha sido imposible. El hombre se ha acercado, y no era Felix, sino

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un extraño, y he pensado, qué significa esta farsa, realmente podría marcharme antes de que él volviera. Podría irme a la ciudad y sentarme en una cafetería, la que hay junto a la Bolsa, tan triste y polvorienta, donde hay colgados numerosos espejos, allí me he sentado tantas veces, tantas veces la misma mujer abandonada. Podría hojear unas revistas y fumar y mirar al vacío, así podrían pasar fácilmente un par de horas. Entonces podría ir a una sesión de cine, y luego a otra, y después se habrá hecho de noche. Y al echarse la noche, Felix tendrá que llamar a la policía, algo que le resultará muy embarazoso, ¿dice usted que su mujer se ha marchado? ¿Cómo dice, por favor? ¿Qué llevaba puesto? Sí, esto no lo sé. Ya eran casi las dos y no he podido seguir de pie junto a la ventana. Me he sentado en una silla y he puesto la radio, siempre ocurre que cuando se quiere oír algo constructivo o relajante, ascienden los niveles del agua, de todos los ríos del país, a elegir, el Weser es el que más agua lleva, pero el Weser queda muy lejos de aquí. Y entonces ha sonado el teléfono de nuevo, pero en esta ocasión ha sonado repetidas veces. Sabía que ahora sí se trataba de Felix, de hecho era él. Recordaba bastante bien qué tenía que decirle, según lo había ensayado, con voz suave, delicada, pero de pronto me he sentido muy mal a causa de la triste cafetería y de los ríos y de la policía, y me ha salido algo totalmente diferente, así: Ah, pero si eres tú (¡falso, falso!). ¿Cómo dices?, ¿que no vienes a comer? (no consigo encontrar el tono adecuado). Para nada, ya veo, es que hace tan buen tiempo. ¿Que no puedes aprovecharlo? No, claro. ¿Que estoy rara? ¿Cómo que estoy rara? No, no ha ocurrido nada. Al menos nada que pudiera ser de tu interés. ¿Por qué no? Creo que tú lo sabes mejor que yo. Etcétera. Siempre este horrible y ofensivo tono que justamente no quería

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usar, pero así es como me ha salido, el muñeco de paja, tan compacto y aplastado, tan repulsivo, y al final he hablado con la única intención de que él colgara el teléfono, de que terminara, que terminara con todo. Y como él no colgaba, me he quedado simplemente callada, callada por completo, con el auricular pegado al oído. ¿Sigues ahí?, me ha preguntado, cariñosa, desconcertadamente, y finalmente él ha colgado y también yo lo hecho y me he quedado de pie y he sentido odio hacia mí, y también hacia él, porque él tenía la culpa de que yo me comportara de esta manera, la tercera persona, la mala, el repulsivo muñeco de paja arrojado al pozo, adieu. Y después he pensado que a lo mejor era bueno leer la carta hasta el final, ahora mismo yo era de esa forma que los demás estaban imaginando, y quizá he sido siempre así, toda mi vida, siempre. De modo que me he ido al salón, he sacado la carta del libro y me he encendido un cigarrillo, todo esto lo tenía que haber hecho hace tiempo; por qué tengo que pensar siempre en dos niveles, en el superior reside la creencia de que no existen matrimonios felices y en el inferior, ah, vuelve conmigo. Así que empiezo de nuevo a leer la carta, la primera cara muy por encima, ya la había leído; en la segunda apenas había nada y en la tercera y en la cuarta ya casi nada. En la segunda página se leía, ya solo quedan cinco días, en realidad cuatro y medio. No olvides pasar por la lavandería, todo debe estar preparado con antelación. Adiós, querido Franz, un abrazo, cuídate, Maria. Adiós, querido Franz, cuídate, adiós, querido Franz, cuídate, diez veces lo he repetido y he estallado en una absurda carcajada, porque la carta no estaba dirigida a Felix, sino a un tal Franz Kopf, a alguien cuyo nombre también figuraba en el libro. El libro era un manual de economía empresarial, y aparte de haber pedido prestado el libro a una persona algo descuidada, Felix poco más tenía que ver con todo esto. Esto es lo que me he dicho a mí misma, pero me he sentido terriblemente mal, y en realidad ahora tendría que haberme puesto a dar saltos y a reír y a cantar,

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algo que en absoluto ha ocurrido. Me he quedado sentada, perpleja, y es como si hubiera caído en un pozo profundo y me dispusiera a trepar para salir, pero, qué extraño, no consigo llegar arriba del todo, nunca volveré a alcanzar la claridad completa. Durante toda la tarde he intentado salir del pozo oscuro, y al anochecer ya estaba despejada y de buen humor; cuando Felix ha llegado, me he reído y le he dicho: disculpa, estuve tan seca por teléfono, es que tenía un terrible dolor de cabeza, pero gracias a Dios ya pasó. Pues sí, ha dicho Felix, ya ha tenido que haber pasado, porque se te ve resplandeciente. Y de pronto me ha preguntado: ¿qué tienes ahí?, y alargando su mano ha cogido algo de mi cabello, una brizna de paja, alargada y blanquecina. Dime: ¿de dónde ha salido esto? <

tw Del libro: La sonámbula y más relatos inquietantes. Ed. Hoja de Lata, 2017. Traducción: Santiago Martín Arnedo Marie Luise Kaschnitz (1901‐1974) vivió marcada por la convulsa política alemana de la primera mitad del siglo XX. Ha sido reconocida como la más destacada cuentista alema‐ na de la segunda mitad del siglo pasado. La niña gorda y otros relatos inquietantes (Hoja de Lata, 2015) fue la primera antología con sus relatos que se publicó en castellano.

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Microconcurso

Ganadores de Microconcurso Marionetas Iván Daniel Pacheco Montería. Colombia Durante el día, estaban uno junto al otro sin poder tocarse o mirarse, incluso moverse. Por las noches salían junto al resto de la compañía a complacer al público con el show central: él, vistiendo chaleco, corbatín negro y sombrero alto; ella con su vestido de ballet, zapatillas y los labios pintados de rojo. Actuaban hasta la escena final donde dejaban de fingir para mirarse enamorados y conquistarse con piropos escritos en el guion. Seguían el papel a pie de letra con la ilusión de besarse, hasta que el titiritero soltaba los hilos y quedaban inmóviles tendidos en las tablas.<

Entrevista de trabajo Arantxa Rochet Madrid. España https://www.facebook.com/ArantxaRochet1

Del laboratorio sale una hormiga tras otra, tan grandes como niños. Escarabajos o cucarachas, ni uno. El doctor entra en el laboratorio y busca al aspirante, pero ya no está. Un ser, medio hombre, medio hormiga, agoniza encima de una mesa de quirófano y, sobre un taburete, está abandonado el libro de Kafka. Hay una nota entre sus páginas: “Lo siento, doctor Moreau, solo me salen hormigas”. El doctor tacha entonces un nombre de una lista clavada en la pared. Y mientras ata las extremidades del ser a la mesa, grita a la puerta abierta de la sala: ¡El siguiente!<

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Microconcurso

La banda de la noria Patricio Peralta R. La Plata. Argentina Debido a un mal funcionamiento, la vuelta al mundo se desarmó y varios pasajeros salieron volando. Enseguida, formaron una bandada y todavía hoy, se divierten persiguiendo palomas o patos ocasionales.<

EnredaDos Paola Tena Santa Cruz de Tenerife. España www.facebook.com/microficciones

Algunos fallos en la red telefónica son causados por llamadas de despecho, debido a que la furia y las recriminaciones se enredan fácilmente entre los cables. Cuando esto pasa, el emisor finge no haber enviado un mensaje, y el receptor actúa como si no hubiera nada que recibir; sin embargo, el aire se satura peligrosamente por la estática generada en la pareja. Es necesario, entonces, esperar hasta que un tercero, llamémosle “técnico de comunicaciones”, acuda a arreglar el desperfecto. Lo que sea que esto signifique.<

tw Microconcurso es un concurso de microrrelatos convocado por CpA. Se abrió convocatoria para microrrelatos de un máximo de 100 palabras durante 48 horas, en las que se recibieron 138 textos. Seis relatos fueron preseleccionados por jurado; publicamos aquí los cuatro que fueron elegidos ganadores por vota‐ ción abierta en Facebook, por orden de mayor a menor número de votos.

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cuentoscomochurros

Apagar las luces

EL hombre que se va de la ciudad busca un cigarro en la guantera, lo enciende con una mano y baja la ventanilla para dejar salir el humo. Es de noche. La ciudad queda como un puñado de luciérnagas a su espalda. Dentro de una de esas luces hay una mujer a la que está abandonando. Dentro de esa mujer hay un niño que aún no ha nacido. El hombre pasa el puente y aparca en el lado derecho de la carretera. Se baja del coche, no pone el triángulo, se apoya en el capó, da un golpe seco a la gravilla. Sopla el humo hacia la ciudad y piensa en apagar las luces, como si fueran las velas de una tarta. Saca el teléfono del bolsillo de la chaqueta. Lleva una chaqueta de antelina, con cuello de becerro, vaqueros negros, zapatillas. Echa de menos una bufanda. Sopla un viento húmedo y acaba de subir una pequeña colina. Se vuelve para que el viento no le sople en la cara y camina tres o cuatro pasos. Llama a la mujer con el teléfono. Ella descuelga enseguida y le pide que vuelva. —Ven —dice ella. Pero lo dice muy cansada—. Ven y ya está. Él no quiere volver por el niño: —No quiero volver por el niño —dice. Luego piensa en los cumpleaños. Ha pensado mucho en los cumpleaños. Le gustaría hacer regalos, pintar un cartel. También le gustaría ir a las

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reuniones de padres, ponerse en cuclillas a la salida del colegio, comprar pasta dental con sabor a fresa. Volvería por el niño. —Volvería por el niño —dice. Ella hace un ruido al otro lado de la línea. No es un suspiro, es más bien un bostezo. —Mira, es tarde y tengo sueño. Él piensa que cuando la mujer tiene sueño se frota los ojos y la línea de lápiz negra que usa para remarcar las pestañas se le emborrona en los párpados y parece un oso panda. Piensa que eso es tierno. —Una vez fuimos a Toulouse —le dice. —Sí —dice ella—. Fuimos a Toulouse y a Lyon y acampamos junto al Loira y subimos al castillo de Cheverny. La mujer habla despacio, no hay ningún tinte de nostalgia en su voz. Es más como si estuviera enumerando una lista. Él tampoco siente nostalgia, pero pensaba que notaría alivio al pasar el puente y, sin embargo, no ha sido así. —Hicimos cosas muy buenas —dice la mujer, que ya ha terminado de recitar paisajes viejos. —Y sin embargo, estamos cansados —dice él. Sabe que ella asiente al otro lado del teléfono. Sabe que está recostada en el brazo del sillón, cerca de la ventana, que le ha quitado el sonido al televisor pero que mira las imágenes mientras hablan. Esa noche habían cenado pizza cuatro estaciones y los restos seguirán todavía sobre la mesita del salón. La mujer es perezosa para recoger después de las comidas. Encargan pizza a menudo cuando salen tarde del trabajo y hoy él, al pagarla, se ha dado cuenta de que no le apetecía comer pizza en ningún caso. Ni cuatro estaciones ni de cualquier otro tipo. —¿Qué vas a hacer? —le pregunta ella. —Volveré esta noche. No quiere perder sus libros, ni su piano eléctrico, ni los cojines de selva amazónica del sofá. Piensa en las fotografías de las paredes y en el tapiz que trajeron de Perú y tampoco quiere perder eso. Y luego piensa en el niño y se alegra. —Volveré esta noche, y mañana me pondré a buscar un piso de alquiler. —Está bien —dice la mujer—. Ten cuidado al pasar el puente, que hay niebla esta noche.<

tw Colaboración mensual con Cuentos como Churros: ellos eligen una de las cuatro fotografías seleccionadas de El muro y cocinan con ella un rico churro que publica‐ mos aquí. I Otoño Suzume, finalista de nuestro Concurso de Fotografía de este mes.

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brevemente

Mi bebé Semana 7 de concurso: 6 de noviembre de 2017 Ganadora: Carmen Alonso Y se ríe, se ríe con cualquier cosa. Se ríe al despertarse, y antes de dormir, y cuando lo tomo en brazos y lo beso, y cuando salimos a pasear, y cuando lo baño. Solamente llora cuando le doy de comer, no le gusta la papilla que le hago con patata, zanahoria y un poco de pollo; lo pongo todo a hervir y cuando está hecho lo paso con la batidora. Desde el día en que lo vi en el parque supe que yo sabría hacerle feliz. ¿Qué será lo que le falta al puré?, ¿Qué será lo que le ponía su madre?<

Compañero de juegos Semana 8 de concurso: 13 de noviembre de 2017 Ganadora: Davinia Heras ¿Qué será lo que le ponía su madre? Lleva aquí tres días y no ha querido probar nada de lo que he cazado para él. Sólo toma agua y esas chucherías asquerosas que llevaba en los bolsillos. A lo mejor no elegí bien. No sabe volar, se quita los colmillos para dormir y es muy pesado, no para de decirme que quiere volver con su familia. Mira que le he explicado veces que no podremos salir del castillo hasta el próximo Halloween.<

Sujeto paciente Semana 9 de concurso: 20 de noviembre de 2017 Ganadora: Jesús Molina “No podremos salir del castillo hasta el próximo Halloween”. No era casualidad que llegase noviembre. Sospechábamos que el profesor relacionaba análisis sintáctico y vida, quizá los confundía. El curso había comenzado con un pretencioso “Recogeremos gozosos las uvas maduras” y, aunque por Navidad nadie supo identificar el sujeto de “Pasaremos juntos la noche más larga”, para febrero aquel “Amanecemos todavía soñando” despejó cualquier duda: el profesor estaba enamorado. Con las subordinadas del tipo “Vivo el delirio de no terminar de quererte” la sintaxis se complicó y los suspensos llegaron, así que nos alegramos cuando cogió la baja. Hoy su sustituto ha comenzado dictando “No pudo seguir adelante sin ella”.<

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tw Relatos finalistas de noviembre de 2017 del concurso Relatos en Cadena, organizado por la Cadena SER y Escuela de Escritores. Puedes leer todos los seleccionados en www.escueladeescritores.com o www.cadenaser.com.



dindondin

Pernales. El último bandolhéroe Una aventura contada con títeres y música en directo al más puro estilo castellano, nuestro Robin Hood de Albacete. Domingos 26 de noviembre y 3 de diciembre. 18 horas. Teatro Montacargas. Madrid. http://www.teatroelmontacargas.com

Ateneo Grand Splendid Avenida Santa Fe, 1860. Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Hasta el 31 de diciembre. Horarios variados. https://disfrutemosba.buenosaires.gob.ar

Huerto de Calixto y Melibea Plaza de los Leones s/n. Salamanca. Permanente. Apertura a las 10:00 horas. http://www.versalamanca.com/

Encuentro de Teatro Breve Animat.sur Centro Cívico Rigoberta Menchú, Leganés (Madrid). 1 de diciembre. 19:00 horas. http://www.teatroestableleganes.com/

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decamino www.alejandriaadhoc.com

Alejandría ad Hoc nace este otoño con un espíritu abierto y dinámico en Pozuelo. Se trata de un espacio de cultura que cuenta con una estupenda librería llamada El faro de los Libros, una zona de exposición de arte llamada La Murilla y un espacio dedicado a talleres que, entre otros muchos, albergará la sede de la Escuela de Escritores para la zona noroeste de Madrid o las clases de Aularte. También una pequeña cafetería con un acogedor espacio de encuentro y tertulia llamado Serendipia en el que pasar un buen rato al tiempo que se disfruta de un café y una deliciosa tarta casera.

tw Alejandría ad Hoc es un lugar de encuentro, de descubrimiento, pero, sobre todo, es un espacio versátil, que nace con la intención de crecer en muchas direcciones. Una de ellas será la inauguración el próximo año de Cinefilíacos, un cinefórum que tiene intención de funcionar semanalmente, o el lanzamiento de un sello editorial independiente, La Perraca Ediciones, también a principios de 2018.

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entrecocheyandén

Anacrusa Lourdes Márquez Alumna de Taller de Escritura Creativa Fuentetaja

ALGUNAS veces no escuchaba la puerta al abrirse, pero siempre estaba el silbido anunciando su llegada. Era una melodía sencilla y única. Daba igual si estaba jugando, estudiando o en el baño. Era escuchar el silbido y salir corriendo a abrazar a mi padre. Los primeros años era solo yo, luego se unieron los trotes de mi hermano. Los brazos de mi padre tenían sitio de sobra para ambos. No le importaba tirar al suelo su maletín o las bolsas de la compra. Los abrazos al llegar a casa eran sagrados. Nos colgábamos de su cuello y él se reía a carcajada limpia, como si le hiciéramos cosquillas en la barriga. Mi padre silbaba todo el tiempo. De sus labios en forma de beso salían canciones conocidas o improvisadas en el momento. Si le gustaba mucho lo que estaba creando, me pedía que le trajera su grabadora para que no se le olvidara. La solía poner en su mesita de noche, por si tenía que grabar música que salía de su cabeza por arte de magia, incluso durmiendo. Si me iba a buscar al colegio y no me divisaba entre el grupo de gente, entonaba su silbido y yo reaccionaba. Lo escuchaba por encima de cualquier griterío. Creo que vibraba en ondas especiales. Las monjas me sorprendieron un día silbando y me dijeron que eso no era de señoritas. Cuando se lo conté a mi padre me dijo que tenían razón, silbar no era de señoritas, era de niñas felices a las que les importaba un pepino ser señoritas. Yo escupí una carcajada y nos pusimos a silbar juntos, mientras la risa nos ahogaba por momentos. “Pero mejor no silbes en el colegio –me dijo, picándome un ojo- dejemos que sigan pensando que quieres ser una señorita”. Mi padre tocaba el cuatro y cantaba a ritmo de valses, bambucos, gaitas o merengues. Mi madre lo acompañaba con la percusión de sus manos amasando o aplaudiendo. Mi hermano aprendió pronto a tocar la guitarra. Yo bailaba por los pasillos con mis propias coreografías. Cuando íbamos de viaje por carretera ponía algún casete de un artista o grupo criollo y nos desgañitábamos todos cantando por el camino. Él

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siempre ha dicho que todo el mundo debería cantar, que todos tenemos derecho porque “Dios nunca hizo un casting a los pájaros”. Un buen día, mi hermano decidió irse a la capital a estudiar música en la universidad y algunas de sus notas fueron sustituidas por el tímido llanto de nostalgia de mi madre. Papá seguía silbando y rasgueando el cuatro. Sin embargo, el manantial de sus melodías comenzó a dejar escapar un casi imperceptible chorrito de tristeza. La grabadora era menos requerida. El silencio se convirtió en una mascota, rondaba entre los pies de mi familia y se iba instalando poco a poco entre nosotros. A partir de quién sabe qué momento, dejé de correr al escuchar el silbido tras las llaves en la puerta. Saludaba a mi padre a lo lejos y él se acercaba a darme un beso en la cabeza. El cuatro solo sonaba en los cumpleaños y en las visitas de mi hermano. Un ligero temblor se asomaba a la voz de mi padre cuando cantaba. Yo comencé a pasar más tiempo en mis cosas fuera de casa. La universidad, los chicos y las fiestas. Prefería escuchar la música de moda, con letras en inglés, guitarra eléctrica y batería. Dejé de inventarme mis propios bailes, me daba vergüenza. El bullicio de la ciudad me rodeaba, pero a veces me sorprendía a mí misma silbando sola en el coche. La lavadora, el ventilador o los tonos de los teléfonos celulares se convirtieron en la nueva banda sonora de casa. Los cantos se hicieron muy esporádicos y dejamos de viajar juntos por carretera. Me parecía mejor plan ir a la playa con mis amigos. Para la época en la que mi casa era un remanso de paz, yo también decidí partir. Papá me regaló un cuatro para que tocara las pocas canciones que me sabía cuando me sintiera sola. Mi madre me dio un casete con canciones “para viajes en carretera”. Ese día me subí a un avión y las turbinas al despegar me aturdieron. Mis oídos se bloquearon y el ruido a mi alrededor se hizo tenue. Mientras me alejaba a otro continente solo podía escuchar el silbido de mi padre al llegar a casa.<

tw Lourdes Márquez Barrios. Nací y me crie en Maracaibo, donde estudié periodismo, aunque quería ser actriz. Siempre me ha gustado escribir y lo sigo intentando.

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