Escuela Politécnica Superior, Arquitectura Eduardo Prieto Grado en Fundamentos de Arquitectura Pensamiento y Crítica, I
Tema 5 Palladio, I quattro libri dell’architettura
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Eduardo Prieto Dr. Arquitecto
Palladio, I quattro libri dell'architettura (1570)
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Introducción Un manual 'de autor' Retorno al vitruvianismo La 'forma bella' El sistema de órdenes
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Bibliografía
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Andrea Palladio, I quattro libri dell’architettura (1570)
Introducción La arquitectura de Andrea Palladio (1508-1580) es una síntesis genial del espíritu de veneración por lo antiguo y de la voluntad de hacer del lenguaje del pasado una realidad viva, susceptible de adaptarse al presente y evolucionar hacia el futuro. Lo mismo puede decirse de la principal de las obras escritas del maestro paduano, I quattro libri dell’architettura, publicada en 1570: un manual de corte enciclopédico que, al tiempo que recoge lo mejor de la tradición vitruviana, presenta al público el estado de la arquitectura culta en Italia a través de los edificios del mayor artífice en aquellos años, el propio Palladio.
I quattro libri es, en este sentido, una obra doblemente reflexiva. Reflexiva porque, en su pretensión de seguir a Vitruvio, no lo fía todo al poder de las imágenes, como Vignola, sino que recupera el discurso verbal para el entendimiento de la arquitectura. Y reflexiva también en la medida en que se cierra sobre sí misma para reflejar ordenadamente, como si fuera un espejo teórico, el material disperso y bruto de la experiencia atesorada por el autor a lo largo de casi cuarenta años como arquitecto dedicado en exclusiva a su profesión.
Formado como cantero y albañil, Palladio pudo escaparse de su destino de menestral anónimo gracias al mecenas y erudito veneciano Giangiorgio Trissino, que supo ver en el humilde Andrea, ‘fiolo da Pietro da Padoa’, un diamante en bruto que, por su pericia y su inagotable curiosidad, merecía otro nombre más preclaro: ‘Palladio’, el sabio. Trissino llevó a Palladio a Roma, donde el joven arquitecto se estremeció antes unos restos del pasado romano que a partir de ese momento midió una y otra vez, con incansable diligencia, y donde pudo admirar tanto la obra impecable de los grandes maestros clásicos del Renacimiento (sobre todo, Bramante) como las innovaciones de otros maestros más libres pero no menos célebres, como Rafael, Giulio Romano o Miguel Ángel.
Palladio volvió otras veces a la ciudad eterna, y llegó a dedicar a sus monumentos un breve libro, L’antichitá di Roma, publicado en 1554. Pero fue en el entorno de Venecia donde desarrolló su carrera, de la mano de mecenas nobles o burgueses, algunos de ellos eruditos y todos con la voluntad de ‘estar a la última’. Entre estos, el más importante para Palladio fue Daniele Barbaro, príncipe de la Iglesia, especialista en Aristóteles y editor, al cabo, de I dieci libri dell’architettura di M. Vitruvio tradotti e comentati da Monseñor Barbaro (1556), hasta ese momento la mejor edición crítica del mítico tratado, cuyos grabados se deben a la admirable mano de Palladio, quien al parecer asesoró también al clérigo a la hora de seleccionar los edificios mostrados.
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El conocimiento profundo del Vitruvio y la familiaridad con los monumentos del pasado estuvieron en el trasfondo de la nómina de obras formidables —palacios urbanos, villas rústicas, iglesias— que, hasta su muerte en 1580, construyó Palladio en un área geográfica poco extensa pero muy homogénea: la acotada por un círculo con centro en Venecia y radio en Padua. Sin embargo, no fue la erudición, sino el saber práctico adquirido a lo largo de toda una vida —tras recorrer el escalafón completo del oficio de arquitecto— el que explica la condición tan singular de I quattro libri, un volumen que puede abordarse, como mínimo, de tres maneras: con la fruición del que se recrea en las grandes obras clásicas, con la ambición del que quiere aprender a proyectar, y con la inquietud del que espera construir.
Un manual ‘de autor’ Tradición, proyecto y construcción son los grandes temas de I quattro libri, y, como los tres pasan por la experiencia de Palladio como arquitecto, no resulta descabellado considerar el tratado como un ‘manual de autor’. De autor porque recoge los órdenes clásicos y los edificios del pasado reconociendo las aportaciones que, desde Vitruvio, habían hecho tratadistas como Alberti, Serlio y Vignola, pero presentándolos al cabo desde la perspectiva de Palladio, que es la del erudito y cantero que “con sus propios ojos ha visto” y “con sus propias manos ha medido” todas las obras que comenta. De autor porque I quattro libri es, tanto por su estructura como por su tono, un tratado que expresa las herramientas proyectuales de Palladio, que son fundamentalmente la geometría y el dibujo. Y de autor, finalmente, porque la idea de la arquitectura que se presenta en el tratado está íntimamente ligada a la experiencia de quien, al fin y al cabo, no se dedicó hasta los treinta años sino a tallar sillares.
Publicado cuando Palladio había entrado ya en la sesentena, I quattro libri es un manual de madurez. Cuando lo redacta, su autor mira más hacia atrás que hacia delante, destilando su experiencia propia para armar un conjunto de reglas y presentar una gavilla de ejemplos susceptibles de servir de modelo. No hay poco de orgullo en ello, pues como reconoce el propio Palladio en la dedicatoria del tratado, “oso decir que tal vez he dado tanta luz a las cosas de la arquitectura que los que después me sigan podrían, con mi ejemplo, ejercitando la agudeza de sus propios ingenios reducir con mucha facilidad la magnificencia de sus edificios a la verdadera belleza y hermosura de los antiguos”. En este sentido, Palladio se considera —y no le falta razón para creerlo así— el eslabón de oro de la cadena que amarra las grandes obras del futuro a las obras grandes obras del pasado.
El yo de Palladio late en las páginas de I quattro libri como en ningún otro tratado del Renacimiento (con la salvedad, quizá, de De Re Aedificatoria), y lo hace hasta el punto de que su propia estructura parece expresar la visión que tenía el paduano de la arquitectura: una visión acumulativa, hasta cierto punto lineal y sostenida siempre por la experiencia. Así, el Libro I presenta los principios que debe tener en cuenta cualquier arquitecto a la hora de proyectar y construir. En primer lugar, la tríada
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vitruviana de la utilitas, firmitas y venustas. En segundo lugar, los tipos y propiedades de materiales. Y después, los elementos propios de la arquitectura —Palladio es el primer tratadista en definirlos sistemáticamante—, comenzando por los cimientos y muros, continuando con los cinco órdenes clásicos —descritos con la morosidad y la precisión exigidos por su importancia—, y rematando la lista con las puertas, ventanas, bóvedas, cubiertas y otros elementos arquitectónicos singulares, como las chimeneas y las escaleras (Palladio fue, asimismo, el primer tratadista en presentar los tipos y trazas de estas últimas).
Si el Libro I es una suerte de caja de herramientas que contiene ordenadamente los principios y elementos de la arquitectura —una caja de herramientas apuntalada, por supuesto, en la experiencia—, el Libro II es el fruto de aplicar estos fundamentos a la habitación o casa, que Palladio, como Alberti, considera el tipo arquitectónico esencial y la célula con que están hechas las ciudades. Este libro, el más singular y personal del tratado, consiste en la presentación, mediante plantas, alzados frontales y detalles —glosados con una memoria—, de los palacios urbanos y de las villas rústicas construidos por Palladio hasta la fecha de publicación del tratado. No es sólo personal en el sentido de que dé cuenta, a través de la selección de ejemplos, de la carrera del propio Palladio, haciendo así las veces de ‘Obras selectas’; sino personal en la medida en que sus láminas explicitan la voluntad de Palladio de controlar hasta extremos puntillosos la presentación de su legado y, a través de él, controlar también algo que resulta ser quizá más importante: el recuerdo que del arquitecto quedará para la posteridad. Palladio es, en este sentido, el primer arquitecto que se preocupa de construir personalmente su + imagen, algo que se advierte bien en el hecho de incorporar las vicisitudes de las obras en las memorias —incluidas a veces las del propio comitente—, pero que queda sobre todo patente en el modo en que el arquitecto presenta corregidas, regularizadas y, hasta cierto punto, simplificadas y embellecidas, las plantas y alzados de sus edificios. Palladio sabía bien que, en la era de la imprenta, la imagen del arquitecto dependía ya menos de la realidad física de las obras construidas —que pocos podrán visitar— que de la realidad virtual de las láminas del tratado. Esto le hace, por supuesto, muy cercano a nosotros.
El Libro II se completa con una serie de reinterpretaciones, no demasiado fidedignas desde el punto de vista arqueológico, de las domus y las villas romanas, a las que sigue un pormenorizado análisis de atrios dibujados en distintos órdenes: un tema este que interesaba sobremanera a los arquitectos de la época, siempre en busca de referencias formales para resolver los patios y las logias palaciegas. Por su parte, el Libro III implica el salto desde la vivienda particular hasta la ciudad, y trata temas diversos y complementarios, que van de las calzadas a las basílicas y edificios administrativos, pasando por las plazas y los puentes, a los que Palladio dedica un buen puñado de láminas.
El tratado se completa con un Libro IV, dedicado al tipo que, siguiendo la tradición vitruviana y quizá sólo retóricamente, Palladio considera el más importante, en cuanto verdadera culminación de la arquitectura: el templo. Este libro funciona como un extenso catálogo de edificios memorables, donde, descritas mediante minuciosas plantas, alzados y detalles, las grandes obras del pasado romano —el
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Panteón, el Templo de Vesta, la Maison Carrée o el Mausoleo de Teodorico— se mezclan eclécticamente con algunos de los ejemplos de la arquitectura renacentista que, desde Serlio, se habían incorporado al canon clasicista, como el templete de San Pietro in Montorio, de Bramante.
Retorno al vitruvianismo Esta estructura de libros, secuenciada y lineal, y que va de lo general a lo particular y de lo privado a lo público, y donde conviven con naturalidad lo teórico y lo práctico, recuerda al esquema de De Re Aedificatoria, pero en última instancia se inspira en el Vitruvio. Después del fructífero experimento de simplificación y cambio de formato que habían supuesto el tratado de Serlio y, sobre todo, la Regola de Vignola, I quattro libri consituye un especie de ‘vuelta al orden’ vitruviano. En primer lugar, porque se trata de un manual completo de arquitectura, que, aunque no tenga la ambición discursiva de los tratados fundacionales, no renuncia a recoger la variedad de temas que hizo suyos el gran tratadista romano: no tanto la gnomónica, la hidráulica y la mecánica —que nunca más volvieron a formar parte de un manual de arquitectura—, cuanto los relacionados directa y esencialmente con la disciplina, como la elección del lugar, los materiales, la construcción y los tipos.
Experto vitruviano en la medida en que había colaborado con Daniele Barbaro en la edición veneciana de De Architectura, Palladio sigue creyendo en el romano a pesar de los tiempos manieristas que le tocó a vivir, dados menos a respetar las reglas que a transgredirlas. Palladio consideraba a Vitruvio la fuente fundamental de autoridad, en cuanto único representante ‘vivo’ de esa gloriosa arquitectura romana en la que, a su juicio, se hallaba el summum de la perfección. De ahí que, frente a aquellos que tendían a restar valor a Vitruvio, Palladio se pusiera al servicio de la recuperación de De Architectura: si no de todo el tratado, sí al menos de cuanto en él representaba la posibilidad de una architectura perennis, es decir, universal, absoluta e imperfectible, la arquitectura en cuanto ideal.
Por supuesto, tal actitud no implicó obviar las inexactitudes, incoherencias, cuando no simplemente falsedades, que se venían detectando en el Vitruvio desde los tiempos de Alberti, sobre todo en lo que se refiere a la proporcionalidad del sistema de módulos y su falta de correspondencia con los monumentos del pasado. Palladio no era un ingenuo. Había leído a los mejores de sus contemporáneos, y observado y medido los restos de la Antigüedad, y por tanto era consciente de las limitaciones del mítico tratado. De hecho, a la hora de describir los órdenes, Palladio siguió un camino matemático que, en muchos aspectos, se parece más al propuesto por Vignola que al de Vitruvio. Pero, entre desacreditar a Vitruvio por lo que, desde un punto de vista amplio, podrían considerarse detalles, y convalidar la arbitrariedad en la que, ignorando las reglas, suelen caer los arquitectos, Palladio lo tenía claro: sólo Vitruvio, “maestro y guía” (amén de Alberti y los mejores tratadistas y arquitectos inspirados por la Antigüedad) podía servir de contrapeso a “los extraños abusos, invenciones bárbaras, gastos superfluos y (lo que es más importante) variadas y continuas ruinas que en muchas fábricas se producen”. Para Palladio, como para buena parte de los arquitectos de
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tendencias racionalistas que vinieron después de él, el Vitruvio era una garantía de coherencia funcional, buenas prácticas constructivas y belleza compositiva: volver a sus principios implicaba retornar al orden universal de la arquitectura.
La ‘forma bella’ Palladio toma de Vitruvio una serie de ideas fundamentales, indiscutibles. La primera es la definición de la arquitectura como combinación armónica de utilitas, firmitas y venustas: de la utilidad que garantizaba que tanto el edificio como sus partes respondieran adecuadamente a un uso; de la firmeza que garantizaba la estabilidad mecánica y temporal de las fábricas; y, sobre todo, de la belleza objetiva sostenida por leyes universales. Palladio no es dado a las disquisiciones teóricas, utiliza un lenguaje llano y preciso; de ahí que no puedan encontrarse en las páginas de su tratado ni glosas creativas ni enmiendas razonadas de las ideas que considera indubitables, las cuales se limita a enunciar en la medida en que las da por sabidas. En rigor, las razones del tratado no son verbales, sino numéricas, y se hallan fundamentalmente en las diminutas cotas que puntean las ilustraciones de los órdenes, así como en las descripciones en las que se da cuenta de la altura de las habitaciones en función de su altura o de las formas en planta más recomendables, que son siempre polígonos regulares o sometidos a proporciones simples, es decir, del tipo 1:2, 3:4, 2:3 o 3:5, es decir, proporciones armónicas. Son estas razones dibujadas las que dan cuenta de la segunda de las ideas vitruvianas que Palladio considera un dogma: la idea de que la belleza depende de la armonía de las proporciones. Palladio no valida el canon vitruviano en su versión más literal —la belleza proporcional tomada del cuerpo humano, que rige tanto en el cosmos como en el microcosmos—, pues no recoge en su tratado la noción de que los órdenes clásicos son una especie de petrificaciones de la alzada del hombre, la mujer y la muchacha; y, de hecho, la única mención literalmente antropomorfista de I quattro libri consiste en identificar el módulo del sistema de órdenes con una ‘cabeza’, se entiende que humana. En realidad, el ideal de belleza de Vitruvio es más sofisticado, en la medida en que tienen una doble condición. Por un lado, asume el ideal aristotélico de belleza orgánica postulado en De Re Aedificatoria, según la cual, en palabras de Palladio, “la belleza resultará de la correspondencia del todo con las partes, de las partes entre sí, y de éstas con el todo, de manera que los edificios parezcan un solo cuerpo entero y bien acabado, en el cual un miembro convenga al otro y todos ellos sean necesarios para lo que se quiera realizar”. Por el otro, se hace eco del ideal platónico o pitagórico de la belleza matemática, basado en proporciones armónicas y cocientes numéricos limpios, que los filósofos platónicos del Renacimiento, especialmente los de Venecia y Padua, habían convertido en dogma. No sabemos hasta qué punto Palladio creía en estas especulaciones pitagóricas sobre la “forma bella” —y si estaba de acuerdo con que las armonías capaces de emparejar disciplinas tan diversas como la arquitectura y la música—, pero no es, desde luego, una casualidad que todas las plantas, alzados y detalles de su tratado estén acotados con razones numéricas sencillas que sirven tanto para regularizar la traza como para garantizar su belleza
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objetiva. Una muestra, de nuevo, de la actitud pragmática y a un tiempo teórica que caracteriza I quattro libri dell’architettura.
El equilibrio entre la teoría y la práctica, entre la asunción del ideal de belleza armónica y la fidelidad a la realidad funcional y constructiva de la arquitectura, o, por decirlo de otro modo, entre el platonismo de Vitruvio y el aristotelismo de Alberti, sostiene, como armazón de base, la estructura del tratado de Palladio. En él las prescripciones de proyectos, las recomendaciones técnicas y los ocasionales fragmentos teóricos conviven para dar cuenta de una idea orgánica del ejercicio de la arquitectura, que Palladio no está dispuesto a trocear. Unidad orgánica que pretende alcanzar la estructura lineal y amplia del propio tratado, donde las ilustraciones se compaginan, con naturalidad, con las memorias. Es cierto que, para Palladio, como para Alberti, la arquitectura es fundamentalmente dibujo, diseño. De ahí la primacía que, en I quattro libri, tienen las ilustraciones: láminas a página completa, muy densas y detalladas, que convalidan el ‘giro visual’ dado a la tratadística por Serlio y Vignola. Pero no es menos cierto que estas láminas, por sí solas, no garantizarían la transmisión de otros conocimientos que encuentran en los textos sencillos y diáfanos de I quattro libri su mejor expresión. En este difícil equilibrio entre el discurso visual y el gráfico está la clave del éxito de Palladio como gran comunicador de la arquitectura.
El sistema de órdenes Pero, quizá, donde mejor se advierte el equilibrio maduro alcanzado por Palladio es en su descripción del sistema de órdenes clásicos, que es siempre la parte del león de cualquier tratado del Renacimiento. Se trata de una colección de 22 xilografías, acompañadas de su correspondiente texto a modo de glosa, cuya limpieza, precisión y belleza no encuentran más parangón en la época que las láminas publicadas ocho antes en la Regola de Vignola. En rigor, los dibujos de los órdenes de Palladio no son sino una variante personal de los dibujos de Iacomo Barozzi, tanto por su abstracción como por sus detalles, amén de por su singular manera de describir matemáticamente los órdenes mediante una medida fundamental y sus múltiplos (unidad y múltiplos que, al igual que ocurre en el Vignola, aparecen en los pequeños y sintéticos perfiles acotados que acompañan la figura principal).
Vitruviano en su ideología, Palladio no sigue al maestro en su oscura e inoperante descripción de los órdenes basados en las proporciones del cuerpo humano. Confía, por el contrario, en el ejemplo de Vignola y Serlio, y confía sobre todo —como advierte el propia arquitecto— en su experiencia personal a la hora de medir los restos del pasado: “Daré detalladamente las medidas de cada orden, no tanto según enseña Vitruvio cuanto según las he observado en los edificios antiguos”. Adoptando la versión ampliada de los cinco órdenes —canónica ya a esas alturas del Renacimiento—, e inspirándose en la presentación modular pergeñada por Vignola, Palladio proporciona los órdenes de acuerdo a una unidad fundamental, que también llama ‘módulo’, pero que no se corresponde con la mitad del imoscapo —como había determinado Vignola— sino que, por mor de conservar la autoridad de Vitruvio, abarca el imoscapo completo, es decir, el diámetro de la columna sobre la basa,
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correspondiente, según la tradición canónica, a una cabeza humana. Esto vale para todos los órdenes, excepto para el dórico, donde, para mayor flexibilidad, el módulo resulta ser la mitad del imoscapo. A partir de aquí, y como también había hecho Vignola, Palladio divide el módulo en minutos: treinta en el dórico; sesenta en el resto de órdenes. Después, el autor de I quattro libri conmina a cada arquitecto a definir módulos mayores o menores en función del tipo de edificio, y a servirse de las proporciones representadas en las ságomas (reglas graduadas para fijar las medidas) con el objetivo de ir generando todos los elementos del sistema.
Palladio completa la definición modular de los órdenes con otro tipo de recomendaciones de carácter dimensional y constructivo. Así, en función de la altura, Palladio establece el grosor de los muros de carga a los que se adosan las pilastras y los arcos dispuestos entre ellas; recomienda también que el espesor de las fábricas de fachada vaya reduciéndose gradualmente; o dictamina que las ventanas no deben ser más anchas que la cuarta parte de la anchura de las habitaciones ni más estrechas que la quinta, y que su altura debe ser dos cuadrados y un sexto de su anchura. Son sólo algunos ejemplos de la preocupación de Palladio por reglar el procedimiento constructivo y por anclarlo tanto en la experiencia práctica como en la objetividad de las leyes generales que pueden encontrarse en la naturaleza.
Esto último está presente, por ejemplo, en su modo de explicar la sección variable de los fustes de las columnas —petrificaciones de una primitiva columna que un día fue árbol— o bien la presencia de triglifos y metopas en el dórico como pseudomorfos de las cabezas de los pares de madera con que originalmente se habían construido los templos griegos. Sosteniéndose en la experiencia, la razón y la naturaleza, Palladio busca poner coto a la arbitrariedad de muchos arquitectos coetáneos que, camino ya del Barroco, trataban los órdenes como un lenguaje puramente formal, cerrado en sí mismo, que podía modificarse tanto como lo requiriera el cambio de gusto, aunque esto supusiese, por fuerza, contravenir las reglas que, tanto para Palladio como para todos los vitruvianistas, garantizaban el “verdadero, bueno y bello modo de construir”. El tratado de Palladio fue, en este sentido, el virtuoso término medio entre quienes respetaban con celo la autoridad de Vitruvio y quienes querían mantener, a toda costa, el lenguaje clásico con vida, adaptándolo a los usos y costumbres de la época. Tiene así tanto de universal como de accidental, de eterno y temporal, y esto explica la acogida que, desde su publicación en 1570, tuvo entre los arquitectos durante más de dos siglos
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Antología de textos Texto 1
Objeto de I quattro libri [Dedicatoria] “Y porque desde mi juventud me han deleitado grandemente las cosas de arquitectura, no solamente he manejado con fatigoso estudio de muchos años los libros de quienes con abundante y feliz ingenio han enriquecido de excelentísimo preceptos esta ciencia nobilísima, sino que me he trasladado a menudo a Roma y a otros lugares de Italia y de fuera de Italia donde con mis propios ojos he visto y con mis propias manos he medido los restos de muchos edificios antiguos, los cuales, habiendo permanecido en pie hasta nuestros tiempos como maravilloso espectáculo de bárbara crueldad, ofrecen todavía en las grandísimas ruinas su claro e ilustre testimonio de la virtud y de la grandeza romanas. (…) Confieso haber tenido los cielos tan favorables que, pese a mis muy grandes ocupaciones que casi continuamente me tienen el cuerpo y el ánimo agobiados, y después de algunas enfermedades mías no pequeñas, finalmente los [los libros del tratado] he reducido a la perfección que me ha sido posible, y habiendo aprobado lo que en ellos se contiene con mucha experiencia, oso decir que tal vez he dado tanta luz a las cosas de la arquitectura en este aspecto, que los que después me sigan podrán, con mi ejemplo, y ejercitando la agudeza de sus claros ingenios, reducir con mucha facilidad la magnificencia de sus edificios a la verdadera belleza y hermosura de los antiguos.”
Texto 2
Principios de la arquitectura [Libro I, Capítulo I] “De las cosas que deben considerarse y prepararse antes de proceder a la construcción. Antes de comenzar a construir se debe considerar atentamente cada una de las partes de la planta y el alzado del edificio que se ha de hacer. Como dice Vitruvio, en toda construcción deben considerarse tres cosas, sin las cuales ningún edificio merecerá ser alabado. Éstas son: la utilidad o comodidad, la perpetuidad y la belleza. Porque no podrá llamarse perfecta aquella obra que no fuera útil pero por poco tiempo; o bien que, aunque duradera, no fuese cómoda; o bien que, teniendo ambas cualidades, no tuviera ninguna gracia en sí. La comodidad se obtendrá cuando a cada miembro le sea dado lugar adecuado, sitio conveniente, no menor que la dignidad requerida ni mayor que el uso
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perseguido, y cuando cada uno de ellos sea colocado en lugar apropiado esto es, cuando los atrios, las salas, las habitaciones, las bodegas y los graneros sean emplazados en lugares convenientes. Se considerará la perpetuidad cuando todos los muros estén a plomo, más recios en la parte de abajo que en la de arriba, y tengan buenos y suficientes cimientos; y, además de esto, las columnas superiores estén exactamente encima de las inferiores, y todos los huecos de puertas y ventanas estén unos sobre otros, de tal modo que el macizo esté sobre el macizo y el vano sobre el vano. La belleza resultará de la forma bella y de la correspondencia del todo con las partes, de las partes entre sí y de éstas con el todo, de manera que los edificios parezcan un cuerpo entero y bien cavado, en el cual un miembro convenga al otro y todos ellos sean necesarios para lo que se quiera realizar. Consideradas todas estas cosas en el dibujo y maqueta, se debe hacer diligentemente el presupuesto de todos los gastos que pueden surgir, con el fin de proveerse del dinero con tiempo y preparar los materiales que parezcan necesarios para efectuar la obra, de manera que al edificar no falte cosa alguna que impida la conclusión del trabajo.”
Texto 3
El módulo de los cinco órdenes [Libro I, Capítulos XII-XIII] “Yo daré detalladamente las medidas de cada uno, no tanto según enseña Vitruvio cuanto según las he observado en los edificios antiguos (…) Se debe saber que yo, al dividir y medir dichos órdenes, no he querido tomar ninguna medida determinada ni particular de ninguna ciudad, como la braza, pie o palmo, sabiendo que las medidas son diferentes según las ciudades y regiones, sino que, imitando a Vitruvio, quien parte y divide el orden dórico con una medida tomada del grueso de la columna, la cual es común a todas, y que él llama módulo, me serviré yo también de dicha medida en todos los órdenes. Por tanto, el módulo será el diámetro de la parte inferior de la columna dividido en sesenta minutos, a excepción del dórico, en el que el módulo será la mitad de la columna dividido en treinta minutos, porque así se hace más cómodo el compartimiento de dicho orden. De esta manera podrá cada uno, haciendo el módulo mayor o menos según la calidad de la fábrica, servirse de las proporciones y ságomas dibujadas a cada orden convenientemente.”
Texto 4
El decoro [Libro II, Capítulo I] “Del decoro o conveniencia que se debe observar en los edificios privados (…) Y porque cómoda se deberá llamar a aquella casa que sea conveniente a la calidad de quien tenga que habitarla, y sus partes correspondan al todo y entre sí mismas, el arquitecto tendrá que advertir de modo especial (como dice Vitruvio en sus Libros I y VI) a los grandes gentilhombres, y máxime a los repúblicos, les correspondan casas con logias y salas espaciosas y decoradas, para
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que en tales lugares se puedan entretener con placer los que esperen al dueño para saludarle o pedirle alguna ayuda o favor; y a los gentilhombres menores les convendrán también edificios menores, de menos gasto y de menos adorno. A los causídicos y abogados se les deberán igualmente construir igualmente casas en las que haya bonitos lugares para pasear y adornos, a fin de que los clientes esperen sin aburrimiento. Las casas de los mercaderes dispondrán de almacenes donde se guarden las mercancías, orientados hacia el Septentrión y dispuestos de tal manera que los dueños no tengan que temer a los ladrones. Se servirá también al decoro cuanto a la obra su las partes corresponden al todo, de manera que en los edificios grandes haya miembros grandes, en los pequeños, pequeños, y en los medianos, medianos.”
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Fig. 1. Portada (I quattro llibri dell’architettura, 1570)
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Fig. 2. Detalles del orden corintio (I quattro llibri dell’architettura, 1570)
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Fig. 3. Detalles de molduras corintas (I quattro llibri dell’architettura, 1570)
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Fig. 4. Modulación de pedestal corintio (I quattro llibri dell’architettura, 1570)
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Fig. 5. Modulación de pilastras y arcada (I quattro llibri dell’architettura, 1570)
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Fig. 6. Templete de San Pietro in Montorio (I quattro llibri dell’architettura, 1570)
Fig. 7. Panteón de Roma (I quattro llibri dell’architettura, 1570)
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Fig. 8. Villa Rotonda (I quattro llibri dell’architettura, 1570)
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Fig. 9. Basílica de Vicenza (I quattro llibri dell’architettura, 1570)
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Fig. 10. Domus, casa romana (I quattro llibri dell’architettura, 1570)
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Bibliografía Edición española del tratado: Palladio, Andrea, Los cuatro libros de la arquitectura, Madrid: Akal, 2015.
Bibliografía complementaria: Arnau, Joaquín, La teoría de la arquitectura en los tratados, Madrid: Tebas Flores, 1987. Germann, Georg, Vitruve et le vitruvianisme: Introduction à l’histoire de la théorie architecturale, Ginebra: Presses polytechniques et universitarias romandes, 2016. González Moreno-Navarro, José Luis, El legado oculto de Vitruvio, Madrid: Alianza Forma, 1993. Wiebenson, Dora, Los tratados de arquitectura: De Alberti a Ledoux, Madrid: Hermann Blume, 1988.
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