El pez globo
Evaristo Cañada era un tipo raro, de aquellos que ofreces la mano y al momento descubres en el fondo de sus pupilas un trasfondo, en realidad trasfondo de otro trasfondo, y así sucesivamente. Evaristo Cañada era el hombre de los mil recovecos, el enigma del enigma, el misterio oculto bajo una piedra que solo ofrece una de las dos caras, como la luna, o una parte de su alma, como las recién casadas, qué sé yo lo que ocultaba. Nunca cesó de sorprenderme esta persona originaria del sur –decía él–, habitante de un pueblo costero del golfo de León. Cuando mi barco atracó allí me lo encontré en el malecón con la caña puesta y un sombrero grande de paja tapándole la frente y los ojos. Como llevábamos varias semanas de navegación y la tripulación estaba harta de medir las horas con el vaivén de las olas, había concedido dos días de descanso; tan solo el cocinero y un farol rojo encendido en la proa quedaban en la cubierta. Por aquellas fechas estaba muy interesado, «absorbido» sería la palabra adecuada, por todo lo que concierne al maravilloso mundo de los peces: sus formas de vida, variedad de especies, ecosistemas donde nacen, crecen, se reproducen y al cabo mueren, cautivaban mis sentidos hasta el punto de que había dejado escapar más de un bando de atunes; no me era posible andarles detrás con las redes o los arpones, como un vulgar depredador de los cuatro océanos que hay en el mundo. La compañía para la que había puesto a disposición mi barco y la escasa tripulación compuesta de siete marineros y un cocinero –mi buen amigo Carlos, persona de confianza–, había tenido noticia de mis «travesuras». Desde algún alto despacho me llamarían a fin de suspender –seguramente– el contrato de pesca. ¡Bah! Me daba igual, yo estaba bien a punto de ofrecer mis servicios y experiencia a la causa científica, 1
capitaneada por cierto instituto con sede en Nueva Orleans, Estados Unidos. Pero volvamos a ocuparnos del estrafalario personaje, Evaristo Cañada. Cuando topé con él la mañana era espléndida, ni una nube emborronaba el mágico azul del firmamento, que presentaba fulgores y matices de manto virginal. La brisa jugaba a apaciguar los ánimos, cada inspiración del aire equivalía a efectuar un gesto de relajación. La costa, con su áspero relieve, saltos abruptos, salientes pavorosos, líneas cortantes y dibujo sometido a mil y un quebrantos, se me antojaba tan frágil y armoniosa como la caricia de una mujer. No había terminado de echar pie a tierra, cuando ya amaba aquel rincón olvidado del mundo, aquel trozo de paraíso que los mismos europeos ignoran que existe. Pasaba junto al pescador del sombrero ancho de paja, pero alzó la frente, puso sobre mí su clara mirada mediterránea, e impidió con ello que diera un paso más. Era obvio que estaba destinado a topar ese día con Evaristo Cañada, cuyo recuerdo imborrable me habría de acompañar donde quiera que arrastrase mi nombre y mi persona. –¿Es usted el dueño del barco azul que veo en el fondo del embarcadero y que no hace sino media hora que ha atracado? –El mismo; pero no soy el dueño de la embarcación, solo soy su capitán. Dirijo las maniobras; otros más listos obtienen los beneficios que de ellas se derivan. –Entendido –corroboró, meneando la cabeza. Intuí entonces que ansiaba revelarme alguna noticia curiosa o, por lo menos, de singular impacto para mis oídos. –Le escucho... Tengo la impresión de que le gustaría anunciarme algo. El hombre se me quedó mirando; el tiempo de vacilación no duraría más allá de tres segundos. Se irguió de su asiento de piedra con los pies colgando en el vacío y, poniéndose a mi altura, me cogió del brazo para susurrarme al oído: –¿Ha oído usted hablar de los peces globos? Una vez lanzada la pregunta, guardé un instante de suspense, que juzgué necesario para mantener las reglas del protocolo cuando uno conversa con un desconocido:
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–En efecto, he oído hablar de los peces globos. Son unos animales muy simpáticos: en lugar de procurar la huida camuflándose y confundiéndose con el paisaje a fin de que el enemigo no repare en ellos, se inflan de humo como balones; es esa la estrategia de la intimidación, la estrategia que consiste en probar que uno es más grande y terrorífico que su depredador. Imagino que no siempre ha de funcionar. Pero debe de ser mejor morir inflado como un globo que canijo como una flauta. En fin, cada cual es libre de escoger el plan que más le convenga para lograr la supervivencia. –Yo conservo en mi casa una de las mejores colecciones de peces globos que hay en el mundo –anunció, visiblemente satisfecho. –¿Disecados...? –pregunté con algo de sorna, no saliendo de mi asombro. El hombre del sombrero se escandalizó: –¡Quiá...! Yo los quiero vivitos y coleando. Mi casa no es un cementerio de nada, ni siquiera de pulgas. Evaristo Cañada, a quien acababa de estrechar la mano por vez primera, me caía, tengo que admitirlo, cada vez mejor. Esperaba que tras su confidencia me invitara a pasar un rato ameno en su casa, contemplando aquellos animales exóticos, que se inflan y desinflan según soplan o no soplan los vientos del peligro. –¿Y dónde los tiene usted metidos...? –le pregunté, conteniendo el aliento. –¿Le puedo hacer confianza? –Toda la confianza del mundo, buen hombre. Yo le prometo a usted que lo que vean mis ojos no lo contará mi boca a nadie. Y si alguien me insinúa lo contrario, figúrese que haré oídos sordos. Tras esta breve conversación, tan insinuante y cargada de misterio para mí, como bien supondrá el lector, emprendimos la marcha. Había que subir una pronunciada cuesta, llegar a la cumbre de lo que parecía un camino de cabras, seguir andando sin abandonar nunca la línea de la costa, verse rodeado de pronto de pinos altos y olorosos, oír en todo momento el grito histérico de las gaviotas, hasta que, sin que mediara aviso topográfico, una valla de madera blanca cortaba el sendero, el guía manejaba la manivela, la 3
puertecilla cedía y los dos nos vimos dentro de un patio o corral, una docena de ocas, pavos y gallinas enanas se paseaban a su aire por ese lugar que me pareció fabuloso, más que nada porque olía a pueblo. Un perro no muy grande y no muy fiero, de calor marrón, vino moviendo la cola a darme los buenos días. Evaristo Cañada vivía en una cabaña limítrofe con el mar. Tenía a su cargo un montón de animales. ¿Dónde ocultaría su famosa colección de peces globos? –Por aquí –decía, precediéndome el paso. Oí balar un cordero. Vi dos ovejas jugando a perseguirse. El gallo había trepado al tejado del perro y este se lo consentía sin incomodarse. ¡Aquello sí que era vivir todos juntos en paz y armonía, no como hacemos los humanos, que por un «quítame ahí esas pajas» nos tiramos los trastos a la cabeza! Entramos en la cabaña. La pieza estaba en penumbra. Adiviné un olor a salazón, como si hubiera puesto a secar pieles de bacalao. Cuando mis ojos se habituaron a la semioscuridad, me encontré en medio de una sala espaciosa y desordenada, el sofá estaba invadido de ropa, los muebles tenían los cajones abiertos, en la pantalla rota de la televisión se veía una planta que había echado raíces allí y crecía muy ufana, ajena al ruido que ese chisme suele emitir cuando funciona y está conectado por medio del cable a un enchufe de la pared. La mesa oscura soportaba el cobre de las cacerolas y peroles, un pan tan grande como el ombligo del mundo comenzaba a enmohecer lentamente. No me cupo duda, Evaristo Cañada era un primitivo, algún descendiente directo de Noé. –¿Y los peces globos, dónde los esconde...? –quise saber, algo impaciente. –Paciencia; todo se andará. Usted no se ha de ir de esta casa sin haber dado gracias al cielo por haber topado conmigo cierto día como hoy. ¡Esos animales son tan graciosos, tan solemnes, tan majestuosos...! Y mientras seguía diciendo maravillas de sus redondos huéspedes, me llevaba por una puerta lateral hacia la parte posterior de la vivienda. Por fin entramos en un aposento iluminado con la luz otoñal de la hojalata: las paredes eran de chapa roja y el techo, de lo 4
mismo. Una gran puerta de hierro anunciaba que aquello era un hangar, donde almacenaba la leña y los útiles del campo. Del suelo de tierra se levantaban briznas de paja. «Este espacio tiene –me dije, posando la mirada en derredor– mucho de pesebre». De las vigas colgaban como bombillas negras los cuerpos de los murciélagos, que dormitaban allá arriba, nadie los importunaba por ello. Me pareció sentir los pasos de algún felino, aunque tal vez fueran figuraciones mías, pues no descubrí la presencia del gato hasta un buen rato después. Y allí mismo, arrimadas a las paredes de chapa o trazando pasillos con las paredes de cristal: un montón de acuarios de todos los tamaños. El ruido que hacían los motores para la oxigenación del agua contenida en los depósitos se me figuró infernal; varias jornadas se necesitaban para que los oídos se habituaran a semejante escándalo. –Por aquí –dijo el guía, al tiempo que daba sin titubeos otro paso al frente. El hangar de los peces globos nos había engullido por completo. Ahora formábamos parte del insólito paisaje: mitad marino, mitad terrestre... Evaristo Cañada quería mostrarme, en primer lugar, lo que para él era la joya de la corona: un enorme pez balón vestido con pijama a rayas grises y azules; esa era al menos la impresión que causaba visto desde fuera de la pecera. Y aquel pez dormilón flotaba, dulce y apaciguado, en las aguas de la quietud. «Tiene algo más de nube que de pez», me dije. Su movimiento de sube y baja poseía un poder hipnótico. De repente, me vi dentro de aquella forma pacífica, ocular: era como si hubiera vuelto al vientre materno. No sabría explicarlo de otro modo. Sentí la suave respiración del pez balón, el lento fluir de su sangre, la hinchazón del vientre, que le daba esa forma peculiar, donde las partes convergían hacia un centro y los ojos contemplaban un mundo redondo, por más que en el mar no hubiera figuras geométricas o que la forma del acuario fuese cuadrada. En aquel animal todo era circular, incluso su mirada. Evaristo Cañada, que se había apercibido de mi amodorramiento, me sacó a viva 5
fuerza de las elucubraciones. Pasamos no sé cuánto tiempo dando vueltas por aquella galería fantástica: los colores soñados se mezclaban con los colores reales, las burbujas que salían de la boca de los peces flotaban en la atmósfera que nosotros respirábamos, a menudo me figuraba que todos esos globos vivientes salían y entraban de las peceras, sin topar en su camino con el duro cristal invisible. Fue, desde luego, una gratísima experiencia. Cuando regresaba a mi barco azul anclado en el muelle, seguía contemplando con el pensamiento todo aquello que había visto.
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