El pez globo
Evaristo Cañada era un tipo raro, de aquellos que ofreces la mano y al momento descubres en el fondo de sus pupilas un trasfondo, en realidad trasfondo de otro trasfondo, y así sucesivamente. Evaristo Cañada era el hombre de los mil recovecos, el enigma del enigma, el misterio oculto bajo una piedra que solo ofrece una de las dos caras, como la luna, o una parte de su alma, como las recién casadas, qué sé yo lo que ocultaba. Nunca cesó de sorprenderme esta persona originaria del sur –decía él–, habitante de un pueblo costero del golfo de León. Cuando mi barco atracó allí me lo encontré en el malecón con la caña puesta y un sombrero grande de paja tapándole la frente y los ojos. Como llevábamos varias semanas de navegación y la tripulación estaba harta de medir las horas con el vaivén de las olas, había concedido dos días de descanso; tan solo el cocinero y un farol rojo encendido en la proa quedaban en la cubierta. Por aquellas fechas estaba muy interesado, «absorbido» sería la palabra adecuada, por todo lo que concierne al maravilloso mundo de los peces: sus formas de vida, variedad de especies, ecosistemas donde nacen, crecen, se reproducen y al cabo mueren, cautivaban mis sentidos hasta el punto de que había dejado escapar más de un bando de atunes; no me era posible andarles detrás con las redes o los arpones, como un vulgar depredador de los cuatro océanos que hay en el mundo. La compañía para la que había puesto a disposición mi barco y la escasa tripulación compuesta de siete marineros y un cocinero –mi buen amigo Carlos, persona de confianza–, había tenido noticia de mis «travesuras». Desde algún alto despacho me llamarían a fin de suspender –seguramente– el contrato de pesca. ¡Bah! Me daba igual, yo estaba bien a punto de ofrecer mis servicios y experiencia a la causa científica, 1