La montaña magica

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La montaña mágica

Eric salió de la escuela y se adentró por las intrincadas calles del Barrio Gótico; calles que presentaban una atmósfera mágica con la última luz del día. Las hojas muertas de los plátanos crujían bajo sus pies. Eric observó estremecido, mientras caminaba y tañían las campanas de alguna iglesia, las amenazantes gárgolas que remataban en voladizo la muralla, y sobre la marcha, deslizó la mirada hacia los pináculos de la catedral, recortados entre un cielo ataviado con nubarrones plomizos. Un tanto inquieto, aceleró el paso hasta plantarse frente el escaparate de una librería de viejo. Cuando abrió la puerta, tintineó una campanilla. -Hola, Eric –le saludó risueño el librero; un anciano con una poblada barba blanca y unos ojos de un azul límpido como la superficie refulgente del mar bajo el influjo de un sol radiante. -Buenas tardes, señor Antonio –dijo el chico mientras cerraba la puerta. Una iluminación tenue, ámbar, envolvía la pequeña y acogedora tienda; un lugar que se había convertido en el refugio de Eric, un mundo lleno de sueños, un espacio donde pasaba horas escudriñando entre las estanterías repletas de historias conmovedoras, viajes fantásticos, quimeras… El librero le reprochaba, a veces, que no estuviera jugando con sus amigos. -¡Deberías estar por ahí haciendo gamberradas! –le dijo sonriendo el señor Antonio. Aquella tarde el librero estaba más ocupado de lo habitual. Escribía en un pequeño cuaderno ante el mostrador lleno de libros amontonados en pilas. De vez en cuando desaparecía de la vista tras una cortina que ocultaba la trastienda. Aquel almacén -intuía Eric- era un universo por explorar donde estaban ocultos los tesoros más asombrosos. Luego, el viejo volvía con más ejemplares y los repartía por los diferentes montones. El chico lo miraba de reojo. -¿Quieres ayudarme? –le preguntó el librero.


Metieron los libros dentro de unas cajas de cartón hasta que sólo quedó uno sobre el mostrador. De repente, se abrió la puerta con violencia y una ráfaga de viento atravesó el establecimiento. Cuando Eric se disponía a cerrarla, un hombre cubierto con una gabardina negra y un sombrero gris se detuvo en la entrada. -¿Cómo estás, René? –exclamó el librero-. Precisamente estaba pensando en ti. René guiñó un ojo en complicidad con Eric y entró; después el chico cerró la puerta. -Hola... ¿Es la primera edición? -preguntó el hombre, señalando el libro que había separado el anciano. -Sí. Ya te dije que lo encontraría –le dijo el viejo con satisfacción. Poco después, René salía de la librería con la obra “El Misterio de las Catedrales” de Fulcanelli en un bolsillo de la gabardina. -¿Sabes, Eric? –Dijo el librero-. Hoy hemos hecho feliz a una persona. La felicidad está en las pequeñas cosas, pero no es fácil descubrirla. ¿Tú sabes lo que quieres? El chico permaneció en silencio, mordiéndose el labio inferior, meditando sobre la cuestión, y dirigiendo la mirada hacia el lugar donde descansan las contemplaciones reflexivas: el único sitio que recibe vistazos pero no se ve. -¡Vamos a hacer una cosa! –Enfatizó el anciano tras contemplar las dudas del chico-. ¿Pide un deseo? -¿Un deseo? –preguntó Eric sorprendido. El librero asintió, conmovido al percibir el aturdimiento del niño. Eric cerró los ojos, y después de descartar algunas opciones deseó volar. Se imaginó volando: “Voló sobre el barrio viejo donde una fina lluvia bruñía el pavimento desgastado por el paso de los siglos; viejas losas empapadas que reflejaban la débil luz ocre despedida por los faroles adosados a los murallones. Cuando levantó el vuelo vislumbró el mar; pequeñas olas volcaban la espuma sobre la orilla blanqueando una franja de la oscura costa. Anochecía. Después subió más alto


buscando el firmamento, pero antes sintió la caricia de las nubes inasibles, vaporosas… su cara se empapó agradablemente con pequeñas perlas de agua, recibió la fragancia del éter evocándole el aire puro tras una tormenta. Remontó el vuelo… se liberó de las ataduras… y llegó al espacio gélido de las estrellas titilantes, centelleantes, bajo una bóveda teñida de lapislázuli. “-¡Qué hermoso! –pensó Eric. “Pero al cabo de un rato, la soledad y el temor pesaron más en su ánimo que la felicidad experimentada ante la grandiosidad de aquel escenario, y decidió volver. “Tras cruzar de nuevo las nubes malvas perdió el sentido de la orientación. Se mantuvo suspendido en el aire, como un cernícalo, buscando con la mirada algún punto de referencia que le facilitara el regreso a casa. De repente, más allá de los bosques plateados por el hechizo de la luna, distinguió un templo iluminado sobre la cumbre de la montaña que presidía su ciudad. “-¡¡La montaña mágica!! –exclamó contento. -¿Estás bien, Eric? –preguntó el señor Antonio, mientras le revolvía cariñosamente el pelo. El chico abrió los ojos. Necesitó unos segundos para reaccionar. -¡He volado señor Antonio! –le dijo entusiasmado-.¡Ha sido increíble! Aunque, cuando he llegado al espacio he pasado un poco de miedo; y al volver me he perdido hasta encontrar la montaña mágica. -No te preocupes, Eric –dijo el librero-. A todos nos da miedo sentirnos solos. Lo importante es que has sabido completar el camino de ida y también el de vuelta. -¿Usted que deseaba cuando era niño? -preguntó Eric El viejo se acarició la barba intentado rescatar un pedazo de su pasado. -Cuando yo -dijo- tenía tu edad, más o menos, mi padre me contó la historia de un hombre que había descubierto una fórmula mágica. Era alquimista, me explicó

mi

padre,

y

consiguió

descifrar

un

procedimiento

esotérico

(celosamente guardado por unos pocos a lo largo de la historia) cuyo


conocimiento, aplicado adecuadamente a sus experimentos daba como resultado la receta de la vida eterna. Yo no conocía, entonces, el significado de la alquimia, pero fascinado por el misterio que rodeaba a todo aquello decidí que quería ser alquimista. El viejo se acercó al aparador, y con las manos entrelazadas por la espalda, concentró la mirada en algún punto del exterior. El cielo bramaba presagiando una tormenta. Eric, sin perder un detalle de todo lo que decía el señor Antonio, se sentó sobre el peldaño de una escalerilla que se utilizaba para llegar a las partes más altas de las estanterías. -Más tarde –añadió el anciano-, siendo yo un adolescente, descubrí que aquel hombre era mi abuelo. Un día estaba entretenido curioseando entre viejos trastos en la buhardilla de casa, cuando dentro de un pequeño cofre encontré unos papeles con formularios, esquemas, dibujos extraños… Al preguntar a mi padre sobre aquellos escritos reconoció que eran de mi abuelo. “-¿Sí el abuelo era aquel alquimista del que me hablaste, porqué murió? –le pregunté. “-No lo sé –dijo-. Antes de morir tu abuelo me anticipó que algún día lo entenderíamos. “Mi padre nunca más mencionó el tema. Una cortina de lluvia irrumpió, en aquel instante, en la calle. -¡Vaya! –exclamó el librero echando un vistazo a su reloj de pulsera-. Se está haciendo tarde. ¿Pasará tu madre a buscarte? -Si –dijo Eric, con los ojos bien abiertos por la excitación-. ¿Pero me gustaría saber, señor Antonio, si usted entendió lo que quería decir su abuelo? El viejo sonrió con expresión melancólica. -Una parte de la respuesta –dijo- está dentro de ti, Eric. La otra la tienes a tu alrededor. El anciano levantó los brazos mostrándole todos los estantes donde reposaban las fábulas con la esperanza de penetrar en una mente ávida de conocimientos, libre; donde yacían los sueños a la espera de unas manos


generosas que iniciaran el ritual… El chico encogió los hombros ligeramente desconcertado. El anciano se percató del gesto. -La vida es un camino –prosiguió-. Hay quien lo recorre, mirándose la punta de los zapatos, impaciente por llegar lo antes posible a cualquier sitio. Otros, en cambio, se mantienen expectantes, mientras caminan, observando todo lo que les rodea con el anhelo de aprender cada día algo nuevo, sin otro destino que el de comprender o ser consciente del maravilloso misterio de la existencia. El librero se acercó a Eric y le pellizcó cariñosamente una mejilla. -Espera un momento –le dijo al chico. El viejo se esfumó, de nuevo, en la trastienda, mientras Eric reflexionaba sobre todo lo que le había dicho el señor Antonio aquella inolvidable tarde. Luego se puso en pie y fue hacia el escaparate. Miró el arroyo. Las gotas salpicaban en burbujas sobre la calzada. El resplandor de los rayos pincelaba las viejas y deslucidas casas. Entonces, apareció el señor Antonio con un libro en la mano. -¡Toma! –le dijo-. Es un cuento muy antiguo que encontré en el cofre de mi abuelo. Eric, entusiasmado, cogió el libro y se acomodó sobre la pequeña escalera. El librero, enternecido, lo observó. En la primera página había una dedicatoria escrita con tinta negra: “Para mi nieto. ..Nunca dejes de soñar”. Eric sonrió, pasó la página y empezó a leer el cuento: “Erase una vez una montaña mágica…”

FIN


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