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VIAJES

TAN LEJOS DE JÚPITER

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• Federico Jeanmaire

El viaje a la China empezó bastante

antes de ser un viaje a la China. Quizás en el quiosco de Combate de los Pozos casi esquina con Alsina, por el que pasábamos con Juan, mi hijo, a la salida del jardín de infantes y que regenteaba una pareja de chinos. Eran muy risueños, muy amables, muy educados, muy simpáticos. Tanto que, si alguna vez iba por ahí sin Juan, enseguida se apuraban, con sus medias palabras, a preguntarme por él, si es que estaba bien, si es que le había ocurrido algo. O, quizás, el viaje empezó en alguna de mis lecturas. Lo cierto es que, a los efectos prácticos, el viaje se diseñó a la vuelta de otro viaje: volvíamos de Europa, Juan tenía 14 años y, sentados en el avión le pregunté adónde le gustaría ir si tuviésemos dinero sufi ciente como para hacer un viaje enorme, espectacular. A Júpiter, me dijo. Y nos reímos, dado que el asunto resultaba del todo imposible. Entonces, hurgando dentro de lo posible, la conclusión a la que arribamos fue que, si teníamos dinero, iríamos a la China, al sitio que suponíamos lo más parecido a Júpiter que teníamos a nuestro humano alcance. El dinero llegó de casualidad dos años más tarde, la noche en que me otorgaron el Premio Clarín de Novela. Juan no estaba conmigo. Lo llamé por teléfono para contarle y lo primero que me dijo fue “Nos vamos a China”. Y allí fuimos, los dos, en febrero de 2010.

Elegimos un viaje hacia lo tradicional, no nos interesaba Hong Kong.

Llegamos a Beijing, anduvimos por la Ciudad Prohibida, por sus templos, por sus alrededores, por la Gran Muralla, después llegamos a Xi'an, con sus increíbles guerreros de terracota, y, después, paseamos por Nanjing, por Suzhou, por Hangzhou y por Shanghai. Todo en sólo dos semanas.

Comimos algún animal exótico en un puesto de una calle y también un exquisito pato laqueado en Beijing. Mucha sopa de repollo y mucho arroz blanco y mucha verdura en todos lados. Y también algunas hamburguesas en varios Mc Donald’s. Anduvimos en aviones y en combis y en trenes y en taxis. Caminamos mucho: sobre la Gran Muralla, pero, también, sobre otra muralla bastante menos conocida, la de Nanjing. Y hablamos sin parar entre nosotros, sobre lo que veíamos y sobre lo que imaginábamos de aquello que no alcanzábamos a ver. Nos hicimos un poco budistas. Amamos y odiamos, con intermitencias, según la hora, los fuegos artifi ciales: llegamos justo para el festejo del año nuevo 4708, año del tigre, y nos resultaba increíble la infi nita capacidad de los chinos para arrojar fuegos artifi ciales durante todo el día aunque, especialmente, durante las noches.

Ahora, que han pasado unos cuantos años desde aquel periplo, sospecho que en China encontramos algunas de las cosas que sabíamos íbamos a encontrar: la amabilidad y la risa de la gente, por ejemplo, o las ganas que mostraban de comunicarse con nosotros a pesar de su escasísimo inglés, o el famoso crecimiento económico a tasas chinas (no pasan más de 4 o 5 kilómetros sin que uno vea un barrio o una autopista o un puente o un tren de alta velocidad que se está construyendo). También encontramos ese pasado majestuoso que fuimos a descubrir en sus monumentos y en sus pagodas y en su cultura. Lo que no encontramos, defi nitivamente, fue Júpiter. Quiero decir que los chinos no nos parecieron seres humanos tan diferentes a nosotros. Apenas un poco, quizás en su entrañable relación con el este y con el cielo y con el humo y con algunos números. O en el respeto hacia sus mayores y hacia su familia. No mucho más. Gente sumamente parecida pero que vive a demasiadas horas de avión de nosotros: al otro lado del mundo, no en otro mundo.

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