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Del maestro como formador

Como ya se adelantaba en el capítulo anterior, para Mauricio Beuchot la educación ha de ser formación en el juicio, en las virtudes, de las emociones y en la interculturalidad (Beuchot, 2009b) para la convivencia (Trejo, 2014). Y se sabe que la educación no sólo depende de los docentes en cualesquiera de los niveles educativos, sino que ésta requiere de la intervención de otros actores, entre los cuales los más relevantes son los padres de familia. Sin embargo, en la escuela los docentes son los responsables de la educación de los estudiantes, ya sea que contribuyan a la adquisición de los conocimientos y las habilidades propicios para la vida, ya a la de los valores y las virtudes que aseguren un comportamiento adecuado y posibiliten las mejores relaciones entre los individuos en una sociedad. Para Beuchot, la educación presupone una antropología filosófica (Beuchot, 2007) porque ésta dice qué es el hombre, esto es, da cuenta de su esencia. La esencia es lo que hace que algo sea eso y no otra cosa, pero también dice qué puede llegar a ser o qué se espera que sea. Cuando nacemos, el futuro se nos presenta como una multitud de posibilidades que pueden realizarse o no, pero esto último depende de lo que podemos llegar a ser como seres humanos. Aristóteles veía la esencia de las

cosas en la forma. Y según lo que se sabe que son y se espera de los hombres, esto es, su forma propia, será la educación que se dé a éstos. La educación, pues, se da por alguien, en este caso, el maestro o docente, cuya esencia consiste en ser formador, es decir, formar individuos que están a su cargo al menos el tiempo en que le toca convivir con ellos. Y esta acción la lleva a cabo presuponiendo lo que todos los seres humanos pueden llegar a ser, esto es, seres humanos, capaces y útiles, en y para la sociedad.

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El maestro como formador de personas

Hace tiempo que se ha cuestionado que el ser humano tenga una esencia. Sin embargo, si no la hay tampoco hay norte para la educación, preámbulo para la ética y base de la acción política en la sociedad. Una hermenéutica analógica integrada por una antropología filosófica permite entender que la esencia del ser humano es abierta, pero no tanto, y que en él se dan las posibilidades de llegar a ser, como vieron Juan Luis Vives y Giovanni Pico della Mirandola, lo peor o lo mejor, lo que lo denigra o lo dignifica (Villoro, 2011). Llegar a ser lo mejor que puede ser es un ideal, y éste se consigue por medio del aprendizaje de los valores y las virtudes dignificantes, por medio de la adquisición de los conocimientos y de las habilidades que le permitirían integrarse a la vida activa de una sociedad. Desde el mito de Prometeo se sabe que los principios y las reglas de comportamiento, así como los conocimientos respecto del mundo

son adquiridos o, más bien, aprendidos (Abbagnano & Visalberghi, 1992), lo que implica que alguien los enseña. Por su parte, enseñar quiere decir señalar el camino; y como educación, etimológicamente, quiere decir conducir, llevar de un lugar a otro. En el mito de Prometeo son los dioses los que enseñan a los hombres a comportarse para convivir y a saber qué hacer para sobrevivir. Después de ello han sido los mismos seres humanos los que han fungido como enseñantes y aprendices. Hay, pues, maestros y estudiantes, al menos en la educación escolarizada de nuestra época. Y los maestros han de ser o llegar a ser formadores, porque su tarea es la de formar a otros para que a su vez ayuden a formar a otros más. La educación es, en este sentido, formación.

Según la acepción más común, la formación es acción y efecto de formar. Como acción es una práctica, porque supone, en su sentido más originario, a este comportamiento o conducta, pero además se espera el mejor de entre todos los habidos, por lo que este comportamiento ha de ser paradigmático. Con esto quiero decir que el maestro en tanto que formador ha de ser modelo de sus estudiantes (Beuchot, 2009b). Asimismo, decir que la formación es acción de formar, es decir, que consiste en la aplicación de una técnica, la didáctica, para alcanzar su objetivo, a saber, formar a los individuos que están a su cargo. Técnica, en la antigüedad y en la Edad Media, significó el conjunto de reglas o preceptos universales, adecuados y útiles para conseguir un propósito, según la formulación de Galeno

(Tatarkiewicz, 2001). En este caso, el maestro ha de conseguir formar a los alumnos. Ahora bien, como efecto, lo que implica es que con la aplicación de la técnica y el comportamiento adecuado se conseguirá un producto, un resultado, una consecuencia. Por ello, se dice que el objetivo del maestro es la formación de los estudiantes. Martin Heidegger, analizando la técnica, concluye que la esencia de ésta es la de producir, lo que significa hacer pasar algo de la ausencia a la presencia, de la nada al ser (Heidegger, 1994). Lo que el estudiante es durante su educación es también lo que todavía no es, es decir, el ser humano que se espera de él.

Si, como dice Beuchot, la educación es formación del juicio, en las virtudes, de las emociones y en la interculturalidad, entonces un niño, para poner el caso extremo pero paradigmático, aún no puede emitir juicios, comportarse según lo mejor, controlar sus sentimientos y aceptar la multitud de culturas y respetarlas. Aquí está el campo de acción del maestro como formador.

Juzgar es distinguir, para actuar en consecuencia, entre lo verdadero y lo falso, entre lo bueno y lo malo. Una virtud es un hábito bueno, benéfico tanto para el individuo como para la comunidad a la que este pertenece. Las emociones, como dice José Antonio Marina (2006), vienen y van, su origen es incierto, pero su función es de suma importancia, ya que nos revelan que las cosas y las acciones son o no valiosas. Como dijera también Heidegger (2002), los estados

de ánimo nos abren el mundo, nos lo muestran, por decirlo así, filtrado por ellos. Por último, hoy se admite como un hecho que hay una multitud de culturas que conviven y a veces comparten o imponen o defienden sus valores, sus conocimientos, sus símbolos, etc. Decir que un niño no está capacitado para esto es sólo reconocer que efectivamente aún no es lo que puede llegar a hacer y que para que consiga hacerlo se hace indispensable un formador, alguien que le dé forma, que le ayude a alcanzarla, que le permita hacerse con la esencia que le corresponde por ser hombre. Formar es dar forma. El niño prefigura el adulto que será, aún no tiene la figura que puede ser. Un formador es el que da forma, configura, puede decirse. En este sentido, al niño, al alumno, al estudiante, al aprendiz, al discente, en consecuencia, ha de llamársele formando. Éste es el que recibe la forma o el que la consigue por medio de la formación y con ayuda del formador.

La forma es la esencia, decía. La forma de todo ser humano es la de ser racional. No hay que mal entender, empero, lo que se dice con la famosa definición, de cuño aristotélico, de que el hombre es un animal racional. Ésta expresa, sí, la esencia del ser humano, sin embargo, no significa que ya por nacer en la especie se sea racional. Se tiene que llegar a serlo, como dijera Óscar de la Borbolla (2006), pero ser racional no significa ser calculador, sino otra cosa. Significa que con todo lo que es el ser humano, todo lo que lo conforma actual y potencialmente, esto es, su composición

orgánica y la cultura en la que nació, la razón ha de orientar o dirigir su acción, esto es, ha de mostrarle los mejores medios para alcanzar sus fines. Y no promuevo una razón instrumental en el sentido negativo en el que Theodor Adorno y Max Horkheimer la denunciaron (Horkheimer & Adorno, 2005). Me refiero a que para ser ser humano y saber convivir, los medios son el conocimiento y las virtudes. Y con “sus fines” tampoco quiero decir que se trata de fines egoístas, del yo, o individualistas, sino de los fines humanos, los que garantizan o posibilitan la plena humanidad, y que para Aristóteles y muchos otros más pueden reducirse a uno: la felicidad. Puede recordarse, sin embargo, lo que hace tiempo Luis Villoro decía respecto de nuestra sociedad capitalista en torno a que en ésta se verifica una contradicción entre el discurso y la realidad. Una sociedad como la nuestra, decía, no tiene las condiciones para que todos los individuos se realicen, aunque sería mejor decir que no da las condiciones para que todos los individuos se realicen como seres humanos. Es flagrante que hay una contradicción entre el discurso que se monta o basa en la libertad del individuo y su capacidad para alcanzar su plenitud, y la realidad social, ésa en la que unos pocos poseen mucho y muchos no tienen ni para comer, esto es, la realidad social en la que muchos carecen de las posibilidades de superación que se promueve discursivamente a todos los niveles (Villoro, 2005).

En orden a lo anterior, la función de formar del maestro, o sería mejor decir, el cumplimiento de su esencia como formador, lo convierten en una persona de suma importancia, ya que contribuye con su labor a hacer que quienes están a su cargo, su responsabilidad mientras dure su convivencia, alcancen el ideal o lleguen a ser quienes tienen que ser por medio de una acción que genera algunas condiciones, tan sólo algunas, para que cada uno sea lo que le toca, en lo particular como en lo general, es decir, para que cada uno encuentre o alcance lo que como individuo lo realizará y cada uno se realice como ser humano, siendo feliz.

Formación en alemán se dice bildung (con los mismos orígenes del inglés building: construcción). Formación es, metafóricamente, una construcción colaborativa. Este posible sentido arquitectónico me lleva a pensar que como sucede al alzar un edificio, sea una casa o una escuela, se requieren planos (planes y planeación), presupuesto, materiales e instrumentos para conseguirlo. Una obra tiene a un arquitecto o maestro de obra a su cargo. Dirige u orquesta al equipo para levantar el edificio. A veces todo puede parecer ir bien, pero si algo falla o no es lo adecuado, el edificio colapsa, en el peor de los casos, o pronto hace visibles sus vicios ocultos. Lo mismo pasa con los formandos. Éstos son como casas a construir. Los materiales con los que se trabaja están en ellos. Los instrumentos y el conocimiento para dirigir la construcción, pienso, ha de reconocérselos al maestro o a los maestros de esa obra. Es cierto que no se trata de pensar

que los estudiantes solo son materia moldeable. Es decir, sí lo son, pero no sólo eso. Son el material de trabajo, pero también son colaboradores de éste. La palabra formando deja entrever que el estudiante es activo y no pasivo, que aprende, pero que no siempre lo hace con lo que se espera de él, porque o aprende menos o aprende más. Por eso, el maestro ha de ser cuidadoso con lo que dice o enseña o hace, ya que no puede saber qué impacto y qué consecuencias pueden tener en sus compañeros de viaje, pero también es verdad que el estudiante como formando no puede darse a sí mismo la forma, requiere de apoyo, de orientación, de conducción, de un formador. La permisividad del constructivismo puede ser un despropósito sin los cimientos pertinentes, en la medida en la que cualquier cosa pueda deslumbrar sin que contribuya a que la felicidad se alcance.

En la Edad Media el maestro era la persona capacitada para enseñar o formar, porque de él se podían recibir enseñanzas consideradas valiosas, y esto se debía a que sabía. Al maestro se lo podía encontrar tanto en el taller como en la universidad. Hoy maestro parece significar únicamente el grado académico obtenido después de cursar el posgrado respectivo. Sin embargo, el título no hace al maestro, sino su capacidad para enseñar una ciencia, un arte o un oficio no sólo desde el punto de vista técnico. Lo primero que debe reconocerse del maestro es que sabe, en él han de sumarse la sabiduría, la ciencia y la técnica o el arte. Sabiduría es el otro nombre de la prudencia, la virtud que da la oportuni-

dad de distinguir y de elegir lo mejor de entre un conjunto de opciones. La ciencia es lo que llamamos conocimiento teórico, de principios. Arte es el nombre de la capacidad de hacer con conocimiento. Un maestro ha de ser diestro tanto en su área como en transmitirla. Dicho de otra manera, en el maestro se encuentra la experiencia y la práctica sobre una materia que maneja con desenvoltura, y en este sentido, por lo menos, es modelo para los estudiantes o formandos. Un aprendiz de ingeniero ha de ver en sus maestros a los modelos de ingenieros que puede llegar a ser, pero también el maestro ha de ser, en el otro sentido, en el moral, ya que el maestro ha de ser también modelo de conducta y de acción. Un niño, un adolescente y un joven han de ver en su maestro un modelo de vida.

Con todo lo anterior, sostengo, pues, que el maestro es formador porque sabe qué puede y debe ser el formando y sabe cómo llevarlo, o conducirlo, a la forma a la que puede llegar, no sólo como profesionista, o artista, sino como persona. Es decir, un maestro es alguien que contribuye a que los demás sean felices.

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