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Amor y sentido como elementos de la educación

Me ocupo ahora de la exposición acerca de las ideas de amor y sentido de Mauricio Beuchot, para quien la hermenéutica analógica (HA), además de ser su propuesta, es la doctrina (como disciplina, ciencia y arte, de la interpretación de textos) que le ha permitido conjuntar los saberes aprovechables de distintas áreas de conocimiento, incluido el psicoanálisis. La evidencia de esto es la publicación del libro Hermenéutica y analogía en psicoanálisis. Una aproximación psicológica en colaboración con Ricardo Blanco y Ada Luz Sierra. En él se revisan el psicoanálisis de Freud, otros desarrollos del psicoanálisis, la relación de éste con la hermenéutica y con la HA, el símbolo y la religión (Beuchot, Blanco & Sierra, 2011). Estos últimos temas conectan con el amor y el sentido, que son objeto del ser humano y para los cuales ha de educarse. Por eso, para esta exposición se conectarán la antropología filosófica, desde la HA, con el sentido y el amor.

Antropología filosófica e intencionalidad

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Lo primero es aclarar qué se ha venido entendiendo por antropología filosófica. De entrada, es el estudio filosófico del hombre. Se distingue de la antropología científica y de la psicología (incluido el psicoanálisis), porque éstas estudian al ser humano desde su aspecto empírico y aquélla lo hace desde teorías universales, en un sentido elevado de abstracción. La antropología filosófica, empero, debe atender los resultados empíricos de dichas ciencias para alcanzar concepciones más amplias y elaboradas, de tal manera que ofrezca ideas que orienten la investigación sobre el hombre. Esto se debe a que en la base de las investigaciones empíricas subyace una idea general de ser humano, y es esto lo que aporta dicha disciplina filosófica. Así pues, la antropología filosófica va de los actos humanos a las facultades del hombre y de éstas al sujeto humano. Se apoya en las explicaciones de la biología, la psicología, la antropología y otras ciencias sociales para tratar de abarcar los aspectos natural y cultural, y así evitar los extremos. Uno es el naturalista, o univocista; y otro es el culturalista, o equivocista. Entiende que hay una naturaleza humana detrás de las manifestaciones culturales y que muchas conductas humanas no pueden explicarse sino desde lo simbólico (Cfr. Beuchot, 2011a, p. 84). El ser humano es icono.

Con una antropología filosófica sería icónica y no se quiere decir otra cosa que el ser humano icono, ya que es y no

es, es decir, es y nos remite siempre a otra cosa, es lo que vemos y es lo que no vemos. Es lo visible e invisible. Esto va a llevar a Beuchot a recuperar una noción antiquísima, a saber, la del ser humano como microcosmos (compendio del universo). En el humano encontramos lo visible e invisible como en el universo en el que encontramos lo palpable, lo concreto, lo abstracto, lo material y lo espiritual. Por eso, el hombre es un microcosmos.

Ahora, en el ser humano se une lo biológico, lo psicológico y lo social. Abarca lo natural, lo biológico; y lo cultural, lo social. Lo psicológico abarca lo natural y lo cultural del hombre. En todas estas dimensiones es posible ver en el hombre intenciones, de ahí que se lo considere un núcleo de múltiples intenciones o intencionalidades.1 El ser humano es, pues, un ser intencional y así se lo ha considerado en esta historia. Y si es intencional se descubren intencionalidades varias. Edmund Husserl enseñó que la intención es tensión porque es la proyección de nuestro ser en los objetos y que las intenciones tienen significado, por eso es que requieren interpretación y, por lo tanto, de la hermenéutica. La intención vuelca al ser humano hacia fuera de sí, hacia lo

1 La noción viene de Aristóteles, pasa a la Edad Media, y la recupera Franz Brentano, quien la transmite a Sigmund Freud y Edmund Husserl. De estos últimos, el primero estudiaba medicina y tomó tres cursos de filosofía con Brentano, de donde recibió la noción de intencionalidad que trabajó como Trieb o pulsión. De Husserl pasó a HansGeorg Gadamer y Paul Ricoeur.

otro o lo diferente y hacia sus semejantes. Están, pues, las intencionalidades ontológica o activa (común a todos los entes y por la cual el ser humano se aferra a la existencia), cognitiva, volitiva y emotiva (Beuchot, 2011a, pp. 86-88). Ahora bien, la intencionalidad es, en primer lugar, consciente e inconsciente. La primera es la del conocimiento y la voluntad. La segunda es la de las pulsiones o instintos o pasiones (Aguayo, 2011, pp. 51-54). Veamos brevemente en qué consiste cada una.

La intencionalidad cognoscitiva es la del conocimiento sensorial e intelectual. No hay nada en el entendimiento que no haya pasado por los sentidos, enseña Aristóteles. De los sentidos, los sensibles pasan a la imaginación que los elabora. De aquí van al intelecto, de suyo intuitivo, que les da universalidad y necesidad hasta llegar a la razón o aspecto discursivo o de razonamiento de la inteligencia. La intencionalidad volitiva es la del deseo o del amor. Comienza en el apetito sensible, el de las pasiones, y llega al racional, el de la voluntad. Aquí aparece el problema de la libertad. Esta necesita de la razón y la voluntad.

Para Aristóteles, los apetitos son el concupiscible y el irascible. Del primero son las pasiones del amor, el odio, el deseo, la fuga, el gozo y la tristeza. Del segundo son la esperanza, la desesperación, la audacia, el temor y la ira. También hay una intencionalidad de acción en la acción moral y la fabricación, en la práxis y la poiesis, a las que corresponden

las virtudes de la prudencia y el arte, respectivamente. Hay, asimismo, una intencionalidad sentimental o de las emociones: es la del amor y la empatía. El amor puede ser de benevolencia o de concupiscencia. El primero es generoso y el segundo es egoísta, pues es narcisista. Para todas las escuelas psicoanalíticas el narcisismo es la enfermedad mental o su origen, dice Mauricio Beuchot. La empatía (por amor) une a los seres humanos de manera emocional. Tiene un lenguaje simbólico. Es, además, la que hace que los humanos no se usen. El símbolo es un signo eminente del afecto (Beuchot, 2011, pp. 88-90). Las intencionalidades se conectan entre sí, se unen en el ser humano. Que se unan en el lenguaje simbólico conecta con la idea fenomenológica y hermenéutica de que las intenciones tienen significado.

Por eso requieren de interpretación y de la hermenéutica. Ésta aporta, en el marco de la antropología filosófica, un modelo o icono de ser humano para descubrir su naturaleza que, como se ha dicho, es intencional, aunque no siempre satisface el fin de sus intenciones. Tiene límites como la muerte, la enfermedad, el fracaso, la pobreza, etc., que, además, lo ponen ante la pregunta por el sentido de su vida. ¿Para qué vivir, para qué saber, para qué querer, para qué sentir?, o ¿qué vivir, qué saber, qué querer, qué sentir? Son las preguntas que se imponen en el entendido de que el hombre es un conjunto de intenciones. Y estas preguntas se sintetizan en la pregunta por el sentido de la vida.

Sentido y amor

El interés por el sentido de la vida ha vuelto a la filosofía. Jean Grondin (2018), para quien el sentido tiene que ver con la sensibilidad, el significado, la dirección, la inteligencia y lo razonable, y Guillermo Hurtado (2016), quien distingue entre sentido personal y trascendente y entre sentido y valor, son ejemplos de esto, si bien para los fines de este trabajo seguiremos bajo la égida del fundador de la HA. Según Beuchot, no se puede vivir sin sentido. Según el que se dé a la vida es el que impulsará a persistir en ella o a vivirla con alegría y calidad. Éstas sólo pueden alcanzarse si la vida tiene sentido. De hecho, negar o criticar el sentido de la vida es ya meditar sobre él, es ya buscarlo, aunque predomine un pesimismo desaforado. Siempre se lo está buscando, en su doble acepción de significado y dirección. Todo ser humano se plantea el problema del sentido de la existencia, pues es lo que permite continuar existiendo. La pregunta por él es la más fundamental y eso enseña la hermenéutica filosófica, especialmente una analógica. Beuchot recuerda a Sigmund Freud, Carl Gustav Jung y Viktor Frankl, y dice que las teorías de los primeros tienen en la base supuestos filosóficos, entre ellos el del sentido de la vida. Jung, de hecho, creía que la enfermedad principal era la falta de sentido y que cada quien debía construirse un sentido o recogerlo de alguna cosmovisión. Frankl, por su lado, desarrolló una concepción psicoterapéutica que se centra en la organización del sentido a partir de creencias que lo dan y que llamó

logoterapia. La enfermedad de la tardomodernidad es la misma que la de la época de Jung: “con la globalización, se ha alcanzado una notable bonanza económica, política y social […], es cuando hay más alto índice de suicidios y de gente que se droga, bebe o atiborra los hospitales psiquiátricos” (Beuchot, 2011b, p. 10). El proyecto de vida no es suficiente, hay que darle a la vida una orientación y un significado que le dé calidad. Para los griegos antiguos, el sentido objetivo de la vida estaba en la perfección por medio de virtud y, el subjetivo, en la felicidad, que es la perfección redituada en el individuo (Beuchot, 2011b).

Lo que más da felicidad, porque le da sentido al ser humano, es el amor. El amor o el afecto es, pues, una de las respuestas a la pregunta por el sentido de la vida. Pero es necesario matizar, hay diferentes tipos de amor. Aristóteles y los medievales distinguían entre el amor de concupiscencia y el amor de benevolencia. El primero es bueno, pero corre el peligro de la posesividad, como ocurre con el sexismo. El segundo es amplio, abarcador, universal y gratuito. Es lo que se ha denominado amistad. Epicuro hizo de ésta el valor mayor y el mayor placer, porque corona los bienes alcanzables en esta vida, es un valor espiritual y puede ser hacia quien sea. Una vida con amor (de benevolencia) es la mejor. El amor es y da sentido a la vida. Como enseñó Brentano, la intencionalidad, mientras proyecte hacia fuera de nosotros, es más perfectiva y realizadora del ser humano. Lo contrario nos encierra en el narcisismo, la mayor de las enfermedades psi-

cológicas. En el amor “se cifra el sentido, de manera bastante y suficiente, pues es lo que nos deja más satisfechos y llenos, sin ese vacío que los otros valores, como el placer, el dinero, el poder y el prestigio, nos dejan” (Beuchot, 2011b, p. 12). No llenan el vacío, porque nos hacen buscarlos en mayor cantidad, en cambio el que tiene amor, da más amor. Tampoco basta el trabajo como sentido del hombre, los trabajadores que se exceden en él no son felices, tapan su angustia nada más. El psicoanálisis ha enseñado lo difícil que es disfrutar, por eso no es tan difícil aceptar que el amor llena la vida, la nuestra, y le da sentido (Beuchot, 2011b). Pero, para remontar el vacío existencial o la falta de sentido, se requiere que la educación sea también formación de éste mismo.

La educación como formación en el sentido

Como hemos visto en los capítulos precedentes, en la línea de la propuesta de Beuchot, la HA, la educación sería un texto. Como modelo, sistema, proyecto, escuela o clase, el texto que es la educación puede interpretarse de manera unívoca, equívoca o analógica; prescriptiva, permisiva o icónica, respectivamente. Así, a la propuesta desprendida de la HA puede denominársele educación o formación analógica y “se desdobla en una educación de los sentimientos, una educación en virtudes, una educación multicultural e intercultural y una educación en el sentido” (Granados, 2017, p. 10). Todas ellas redundan en una formación del juicio y conectan, finalmente, con el tema del sentido.

La educación de los sentimientos es cauce y formación del carácter y de las intencionalidades (Beuchot & Primero, 2003). La educación en virtudes sería formación de éstas, entendidas como hábitos buenos, y repercutiría, por medio de la interacción dialógica, en que al educando se lo tomara como un interlocutor (Beuchot, 1999). La educación intercultural buscaría una formación en una de tradición flexible, que permita la innovación, y en la manera equitativa de recoger las diferencias culturales dentro de un margen de semejanzas, pues la educación “consiste en la transmisión y la recepción de la cultura, a veces híbrida y compleja” (Beuchot, 2007, p. 16). La educación del sentido sería la formación para “la asimilación o la inserción (creativa) dentro de la cultura, y ya que la cultura es una constelación de significados o sentidos, la educación viene a ser una incorporación o integración de sentido” (Beuchot & Primero, 2003, p. 42). Entendido esto, han de verse algunas consecuencias.

Beuchot sugiere que la educación debe dar respuesta a la tan evidente falta de sentido. Contra esta época nihilista, Beuchot propone educar en el sentido, lo que requiere de ideas valiosas y no palabras huecas. Además de buscar el orden, hay que encontrarle sentido a ese orden.

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