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Robert McGinnis. Seduciendo con la ilustración Hubo un tiempo en que la ilustración era el arma más poderosa para seducir al público. No en vano, los estudios de Hollywood recurrían a carteles espectaculares para anunciar sus películas y las editoriales de New York soñaban con portadas sugerentes para vender más libros. En los años 50 y 60, Robert McGinnis fue el ilustrador más solicitado en ambos campos y, sin pretenderlo, se convirtió en un referente de la cultura popular del siglo XX. Como sucede con los grandes artistas, su vida es una historia fascinante repleta de viajes, sueños y personajes míticos. Bienvenidos al mundo del espectáculo, acompañados por uno de sus protagonistas. Texto: David Moreu Imágenes: Archivo & Thomas Nixdorf Collection
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Toda leyenda tiene un inicio y la de Robert McGinnis se remonta a 1926 en Cincinnati, una ciudad del medio este norteamericano. Como la mayoría de niños, tenía un carácter muy competitivo y mostraba un gran interés por los deportes, aunque sus padres no dudaron en inculcarle el valor del arte y le animaron a que dejara volar su imaginación haciendo dibujos. “Después de la cena, me sentaba con mi padre y me ayudaba a dibujar los personajes del cómic de Popeye”, rememora McGinnis. “Más tarde, cuando cumplí
once años, mi madre me obligó a ir a las clases de arte que organizaban en el Cincinnati Art Museum los sábados por la mañana. Yo quería jugar en la calle con mis amigos, pero ella me convenció. Lo pasé genial e incluso gané varios premios”. Su afición por el dibujo se consolidó plenamente en el instituto, donde los profesores quedaban sorprendidos por su habilidad con los pinceles y le encargaban proyectos extraescolares. Después de graduarse, su tutor decidió mandar una carta a los Estudios Disney,
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recomendándolo como alumno de prácticas, aunque el aspirante a artista no confiaba en recibir contestación. Un día llegó la esperada carta, comunicándole que aceptaban su solicitud, y Robert McGinnis no dudó en hacer la maleta, despedirse de sus padres y hacer autostop rumbo a California. El único sitio donde los sueños podían hacerse realidad o, con un poco de suerte, convertirse en película. Era la primera vez que McGinnis dejaba atrás su ciudad natal para emprender una
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aventura hacia lo desconocido. Aunque no se consideraba un rebelde ni simpatizaba con los ideales de la generación beat, deseaba ser libre y vivir intensamente todas las experiencias posibles. Asimismo, tenía claro que quería dedicarse al mundo del arte y la primera parada de su viaje le llevaba directamente a la meca del cine. “Los Estudios Disney estaban formados por cinco o seis edificios y cada uno tenía una función distinta: animación, storyboards, fondos, entintado y coloreado, fotografía y almacenamiento”,
explica McGinnis gesticulando con las manos. “Como aprendices, nuestra tarea consistía en llevar cosas de un edificio a otro. Entre recado y recado, un instructor nos enseñaba a dibujar los personajes de Disney y nos preparaba para el siguiente eslabón profesional”. Aquellos años de esplendor marcaron la era dorada del cine de animación, con títulos tan populares como Pinocho, Fantasía, Dumbo y Bambi. El mundo entero admiraba aquellos personajes entrañables y disfrutaba con sus historias propias de cuen-
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to de hadas, pero nadie imaginaba que el proceso de producción de las películas también fuera una gran diversión. “En Disney había un ambiente muy informal y todos nos conocíamos por el nombre de pila. Cuando me cruzaba con Walt Disney en el pasillo, él me decía Hola Bob y yo le respondía Hola Walt con toda tranquilidad”, comenta McGinnis con una sonrisa. “En Disney había mucha creatividad y lo pasábamos en grande. Créeme, Walt era un hombre extraordinario, un verdadero genio”.
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Sin embargo ese sueño dorado tenía fecha de caducidad. En diciembre de 1941, las tropas japonesas atacaron la base naval de Pearl Harbor y los Estados Unidos entraron en la Segunda Guerra Mundial. Entonces, el gobierno estadounidense pidió a los Estudios Disney que aparcara sus fantasías de animación y produjera películas de propaganda militar. Robert McGinnis no tuvo más opción que regresar a Cincinnati y matricularse en la Ohio State University para continuar estudiando arte. Allí aprendió las
grandes técnicas de ilustración y empezó a jugar a fútbol americano, su otra gran pasión. “Un día, Coby Whitmore y Al Dorne vinieron adar una conferencia sobre ‘Famous artists schools’, los populares cursos de arte por correspondencia”, recuerda McGinnis. “Ver las obras originales de Whitmore me animó a marcharme a New York e intentar ganarme la vida como ilustrador. Una vez allí, empecé a trabajar en los Chaite Studios, donde compartí experiencias con otros treinta artistas y fue un período que me inspiró mucho”. No en
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vano, la Gran Manzana se había convertido en el sitio de peregrinaje favorito para todos los diseñadores, artistas e ilustradores que querían abrirse camino en el mundo de la publicidad o exponer en sus famosas galerías. Como sucede en las grandes historias, las casualidades también jugaron un papel destacado en la carrera de Robert McGinnis. Un día conoció a un agente literario y éste mostró su colección de bocetos a Dell Publishing, una editorial que triunfaba con sus novelas policíacas, los relatos románticos
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y, sobretodo, las historietas de crímenes conocidas como pulp fiction. Así fue como McGinnis inició una fructífera carrera como ilustrador de portadas de libros, aportando su estilo personal y definiendo la estética de aquellos géneros con sus mujeres exuberantes, sus detectives imperturbables y los paisajes más exóticos que el lector podía imaginar. “Las editoriales distribuían informes bastante detallados para que nos familiarizáramos con el contenido de los libros”, explica el artista. “Aquellos resúmenes describían la
época, el género y los personajes, ayudando así al proceso de promoción de cada título. Aunque, de vez en cuando, leía los libros para ser fiel a su contenido cuando realizara las ilustraciones de las portadas”. A finales de la década de los 50, Robert McGinnis ya gozaba de cierta reputación como ilustrador y decidió empezar a trabajar por su cuenta. El mundo editorial y las revistas representaban una gran fuente de ingresos, pero él quería afrontar nuevos retos y experimentar con su arte. En un giro capri-
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choso del destino, le llegó la gran oportunidad que siempre había deseado. La meca del cine volvía a cruzarse en su camino, esta vez con el encargo de ilustrar los carteles de varias películas. “No lo recuerdo con exactitud, pero creo que Desayuno con diamantes fue mi primer póster para una película”, comenta esbozando una sonrisa. “Es el cartel más famoso que he hecho y también es el que ha tenido una mayor difusión. Es un verdadero homenaje al atractivo de Audrey Hepburn”. Entonces no se hacían anuncios de televi-
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sión, por este motivo los estudios de Hollywood necesitaban ilustradores que se dedicaran, en cuerpo y alma, a la creación de los carteles de los largometrajes. Unas imágenes que cobraban vida en las páginas de las revistas y en las marquesinas de Sunset Boulevard. Aquellos pósters tenían la misión de condensar la esencia de las películas en una única viñeta, además de despertar el interés del público para que comprara su entrada. Pero Robert McGinnis demostró que también había espacio para crear obras
de arte. Títulos tan emblemáticos como La vida privada de Sherlock Holmes, A Fistful of dynamite, Arabesque y Cotton comes to harlem posicionaron a su creador como uno de los máximos referentes de la ilustración de carteles cinematográficos, aunque nunca dejó de experimentar con nuevos formatos. “El póster de La Extraña Pareja me permitió utilizar libremente la exageración típica de los dibujos animados”, explica el artista. “Y nunca me había atrevido con la ciencia ficción, hasta que me encargaron un dibujo enorme de Jane
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Fonda para la imagen promocional de Barbarella”. A pesar de que ilustró decenas de carteles, Robert McGinnis siempre será recordado por los pósters originales de la saga de James Bond, cuando Sean Connery y, más tarde, Roger Moore se convirtieron en el espía con licencia para matar más célebre del mundo. De la mesa de su estudio surgieron las imágenes icónicas de Diamantes para la eternidad, Vive y deja morir, Casino Royale y 007 al servicio de su Majestad. Así mismo, contó con la inestimable colabora-
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ción de Frank McCarthy para la creación de los carteles de Operación trueno y Sólo se vive dos veces. Aunque las películas del Agente 007 tuvieron mucho éxito y su estilo fue imitado con descaro, el trabajo de ambos artistas siempre permaneció al margen del glamour de las estrellas. “Una vez, Frank McCarthy y yo viajamos a Inglaterra con los ejecutivos de United Artists para ver el rodaje de una de las películas, que tenía lugar en una hermosa casa señorial”, recuerda Robert McGinnis. “Mientras estábamos comiendo en
el salón principal, Sean Connery entró vestido de negro, acompañado de dos mujeres preciosas, y se sentaron en la mesa contigua a la nuestra. Todos nos quedamos en silencio. Connery nos saludó y sonrió. Eso es lo más cerca que he estado del gran James Bond”. En 1993, después de cuatro décadas dedicadas al arte, Robert McGinnis fue elegido como miembro del Society of Illustrators Hall of Fame, un honor al alcance de muy pocos artistas. Este reconocimiento volvió a despertar el interés por su extensa obra y una
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editorial decidió publicar un par de libros que recopilaban sus mejores ilustraciones, las portadas de libros y sus carteles de películas. Una manera perfecta para llegar a las nuevas generaciones que no vivieron la era dorada de Hollywood ni el fenómeno de la novela negra. No en vano, la obra de Robert McGinnis se ha convertido en un referente y sus retratos de mujeres han creado tendencia, gracias a su imagen elegante, provocativa y misteriosa. “Los artistas estamos expuestos a todos los estilos que han existido a lo largo
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de la historia y nos influyen, sobretodo, las cosas que admiramos”, afirma con voz seria. “Sin pretenderlo, siempre acabamos encontrando nuestro estilo personal, porque éste únicamente depende de nuestras experiencias, de nuestro conocimiento y, en última instancia, de nuestro don artístico”. En los últimos años, Robert McGinnis ha permanecido alejado de la escena comercial y ha seguido pintando con total libertad creativa, exponiendo sus paisajes en numerosas galerías de arte. Aunque no ha dudado en
coger de nuevo los pinceles para hacer el póster de la película japonesa K-20, crear la carátula de Los Increíbles e ilustrar los carteles publicitarios de Stella Artois, una popular cerveza belga. Curiosamente, las ventas de esta marca aumentaron gracias a la campaña de aire retro que creó, en la que recuperaba su inconfundible estilo de los años 60 y lo trasladaba a la Riviera francesa. Durante décadas, la obra de McGinnis ha estado muy demandada por coleccionistas de arte, sin embargo, seguir la pista a sus ilustraciones se ha con-
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vertido en un reto de proporciones épicas, no sólo por el volumen de su producción, sino porque muchas de sus creaciones no están firmadas. Aunque eso parece preocupar bien poco al artista, que sigue viviendo su profesión con la pasión del primer día. “El arte puede cambiar el mundo, puesto que embellece nuestra existencia y nos aporta paz y tranquilidad”, se sincera Robert McGinnis. “Contemplar cosas hermosas permite evadirnos de la rutina de nuestras vidas, aunque sólo sea momentáneamente”. ß