MAGAZINE DE FICCIÓN
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MARZO 2020
e n i z a g Ma
LA AUTORA
RELATOS LA NOVELA LA PELÍCULA
MARGARET MITCHELL
LO QUE EL VIENTO SE LLEVÓ
La segunda antología de
¡Pásatelo de cin e!
EN 4D
Si Lo que el viento se llevó es una novela fascinante, no lo es menos la vida de su autora, Margaret Mitchell. Una figura a la que el éxito de su única novela ha dejado, curiosamente, en un segundo plano. Os invito a descubrir a una mujer excepcional en todos los sentidos. De nuevo, contamos con la colaboración excepcional de más de veinticinco apasionados por las letras que nos acercaran esta novela desde todos los frentes. Raquel Peña, con su biografía; Marta Navarro reseña con su estilo único la novela y, Rosa Berros, comparte su adoración por la película, seguramente, más famosa y universal de todos los tiempos. Por supuesto, también encontrarás anécdotas, curiosidades y, sobre todo, hasta veintiséis relatos inspirados en esta epopeya única. En estos días extraños, en los que un virus ha vuelto panza arriba la vida de cada uno, la literatura ha sido, es y será la mejor forma de consuelo. ¿Nos acompañas?
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Índice
MARGARET MITCHELL: VOLAR SIN ALAS 7
Lo que el viento se llevó al cielo 9 Raquel Peña Yo soy Margaret 14 David Rubio Genio y figura 22 El Tintero de Oro
LA NOVELA 25 La receta de Margaret 26 El Tintero de Oro Con voz propia 27 Marta Navarro Después del punto final 34 El Tintero de Oro
LA PELÍCULA 36 Déjame que te cuente
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Rosa Berros
LOS RELATOS QUE HA INSPIRADO 45 Vientos de guerra El regreso de Mambrú La zapatilla de ir por casa Cicatrices El valor de una vida Corazón en llamas Miarma Divagaciones en el panteón El juego de la seducción
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Isabel Caballero Paco López Castelao Pepe de la Torre Marta Navarro Jorge Valín Beri Dugo Paola Panzieri Beba Pihen Estrella Amaranto
Silencio Mañana será otro día La poesía y el amor Ecos de guerra Carta a Dalila Tolvanera de verano Tiempos de camelias El reflejo Noviembre 1936 Promesas Mirar un cuadro el jueves con mi gurú Y todo es siempre ahora Nuestro hogar Eran tiempos revueltos Von der Liebe El regreso del sueño Leña al fuego
Atribución de autoría:
Todos los relatos incluidos son propiedad de sus respectivos autores.
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Juana Medina Raquel Peña José R. Capel Mirna Gennaro Araceli Rodríguez Bruno Aguilar Carmen Ferro David Serrano Francisco Moroz Carla Guerrero
157 163 169 175 181 187 193
Emerencia Alabarce Barry Byrne Mery Pérez Mª Carmen Píriz Irene Rodríguez Ulises Castellano Puri Otero
Diseño y maquetación: David Rubio Contacto: eltinterodeoro@hotmail.com
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MARGARET MITCHELL VOLAR SIN ALAS
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MARGARET MITCHELL
Lo que el viento se llevó al cielo
RAQUEL PEÑA UN 8 DE NOVIEMBRE de 1900 aterriza en su Pegaso, una niña en Atlanta, Estados Unidos. Sus padres: Eugene Mitchell abogado y miembro fundador de la Sociedad Histórica de Atlanta y su madre Maybelle quien era conocida por sus ideas sobre el sufragio femenino. Recibe Margaret, junto a su hermano mayor Stephens la atención de sus padres y prevalecen buenas costumbres en su crianza. Como cualquier niña jugaba a los cometas, a la pelota y a los caballos, pero mostró gran afición por la lectura y escribir.
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Estudios de Margaret Estudia en el Smith College, se cuenta que a Margaret no le gustaba la aritmética y en una ocasión, pretendió dejar la escuela y se lo anunció a su madre, a lo que ella al escuchar a su hija la llevó en su coche cerca de Clayton, donde se dibujaba una triste realidad ante sus ojos, se mostraban chimeneas solitarias en medio de ruinas quemadas y le contó que allí habían residido personas en aquellas casas que pensaban que vivían en un mundo seguro, hasta que explotó alrededor de ellos, y es cuando le explica que a su mundo le puede ocurrir lo mismo, y que «más le valía que ayudase a Dios si no tenía herramientas para lidiar con el nuevo orden». Ese mensaje le permitió a Margaret entender que la vida no es fácil, ni mucho menos segura. La secundaria la realiza en Atlanta Washington Seminary donde se une al club literario y publica las historias al anuario de la escuela.
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Sus primeros obstáculos a vencer: Un nuevo Orden La familia se había trasladado a Jackson Hill, con vistas a la ciudad de Atlanta. Se compromete con Henry Clifford, quien fallece en la primera guerra mundial, y además también sufre la muerte de su madre a causa de una enfermedad originada por una gripe. Debió dejar la Universidad para hacerse a cargo de su familia y hermano. Estos hechos, la transforman en una mujer rebelde que la llevan a casarse con Berrien Red Upshaw. En 1922, por razones financieras trabaja en Atlanta Sunday Magazine, donde le pagaban 25$ semanales por escribir. Su tormentoso matrimonio, termina en divorcio en 1924, y al año se casa con John Marsh.
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Obra y Legado Lo que el viento se llevó se publicó en junio de 1936 y Margaret recibe el Premio Pulitzer en mayo del año siguiente. Dos años después es inmortalizada en la gran pantalla con la película y se estrena en el Gran Teatro de la Loew de Atlanta el 15 de diciembre de 1939. Muchos que han escrito sobre la vida de Margaret coinciden en que el carácter de la autora es muy parecido al de su heroína Scarlett O`Hara, así como su experiencia sentimental. Pienso, que hay mucho de Margaret en la personalidad de Scarlett, y en muchos de los personajes de la escritora ¿Qué opinan ustedes?
Haciéndole honor a sus padres Tras la publicación de la novela y el lanzamiento de la película, tuvo los recursos financieros suficientes para apoyar grandes obras benéficas incluyendo numerosas organizaciones de servicio social en Atlanta y becas para los estudiantes de Medicina de la Universidad Morehouse. Reconstruye un pequeño pueblo francés Vimoutiers y bautiza el USS Atlanta una nave que se hundió durante la Guerra Mundial.
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Muerte Un 11 de agosto de 1949, al cruzar la intersección de Peachtree y 13th Street, junto con su esposo John Marsh, mientras se dirigían a ver la película A Canterbury Tale, Margaret es atropellada por un conductor de Taxi, de nombre Hugh Gravitt, quien conducía a gran velocidad y estaba ebrio. Falleció 5 días después, sin haber recuperado la consciencia a la edad de 48 años en el Grady Hospital y fue enterrada enOakland, Atlanta.
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YO SOY MARGARET DAVID rUBIO
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Margaret nació en el seno de una familia sureña muy bien posicionada económicamente. Si a ello le unimos el hecho de que fue una joven guapísima y con gran facilidad para las relaciones sociales no parece que, si tiramos de cliché, reuniera unas circunstancias vitales propicias para una carrera como novelista. Salvo por algo que sí se salía de cualquier estereotipo de su época: su madre. Maybell Mitchell fue una mujer adelantada a su tiempo. Pese a vivir en el clasista y conservador Sur de Estados Unidos de la época,
fue una gran luchadora —sufragista muy activa— por la equiparación de derechos entre hombres y mujeres. Como madre, inculcaría a Margaret dos principios de vida que sin duda la marcaron. Vamos con el primero: Así como explotó el mundo tan seguro en el que vivíamos, explotará el tuyo debajo de ti, y que Dios te ayude si no dispones de un arma para enfrentarte al nuevo mundo.
LA MEJOR ARMA: LA MENTE ¿Cuál fue el arma que debía disponer Margaret para enfrentarse a ese nuevo mundo tan cambiante como aquella sociedad sureña de la postguerra civil? Ni más ni menos que su mente. Maybell se tomó muy en serio la educación de Margaret y desde niña la enseñó a enamorarse de la Literatura. Shakespeare, Dickens, cuentos infantiles y, por supuesto, las novelas románticas. Todas esas lecturas, y el mucho tiempo que disponía Margaret en su niñez, la llevaron a la Narrativa. Quizá no tanto como vocación, pero sí como un apasionante hobby. Con ocho años ya escribía cuentos de hadas y aventuras que devinieron en historias más elaboradas y ya enfocadas en el género romántico: soldados luchando por sus damiselas; medio indios sacrificándose para salvar el honor de su amada…
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Ya en el seminario de Atlanta en Washington, una escuela privada para niñas bien, escribiría una obra de teatro y dos novelas. Una titulada Lost Laysen, en la que tres hombres de distinto calado y reputación se disputaban el amor de Courtney. Esta novela fue escrita en dos cuadernos y se la regaló a un tal Henry Love, un noviete de juventud; la otra novela, The Big Four, parece que trataba sobre unas chicas en un internado. Digo que parece porque esta novela la destruyó. Seguro que estaréis pensando en que parecía que no tuviera demasiada estima por sus obras. Pues era así, y eso que una de sus profesoras veía en ella una tremenda habilidad narrativa y podría ser una gran escritora si trabajaba duro y no era descuidada con las oraciones. Margaret nunca estuvo de acuerdo con ello y, coincidiendo con su salida del Seminario para ingresar en el Smith College en NorthampMargaret de niña, con su madre ton, se inclinó en por algo más bien alejad de la Literatura: la psiquiatría.
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Pero la vida le tenía reservados otros planes. El 25 de enero de 1919, su madre falleció por una neumonía provocada por la Gripe española. Ello significaba algo más que la trágica pérdida. Significaba que debía renunciar a la universidad para ocupar el puesto de su madre como señora de la casa familiar en Atlanta y en la sociedad sureña. Eso sí, sería en el lecho de muerte, cuando Maybell le dio a conocer el segundo principio vital. Fue en una nota escrita que decía: Da de ti misma con ambas manos y un corazón desbordado, pero solo el exceso después de haber vivido tu propia vida. Y aunque no pudiera continuar sus estudios, desde luego encontró otra manera de disfrutar de la vida.
¡VIVIR APASIONADAMENTE! Decir que su agenda amorosa era amplia sería quedarse muy corto. ¡Llegó a mantener hasta cinco romances simultáneamente! De ella dijeron que coqueteaba sin escrúpulos, aunque eso sí: sin engaños. Sus pretendientes la adoraban de tal manera que no les importaba compartirla con otros. Sin duda, debió de ser la comidilla de la Alta Sociedad de Atlanta.
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Con el tiempo, sus romances se concretaron en un trío amoroso final. Por un lado, estaba el chico malote, un tal Berrien K. Upshaw, apodado el rojo; por el otro, el chico bueno, John Marsh. Desgraciadamente, Margaret se decantó por el malote, casándose con él en septiembre de 1922. Fijaos si John Marsh era buena gente que hasta se avino a ser padrino de la boda. Berrien, no solo era traficante de alcohol, también era consumidor del mismo y muy, pero que muy violento. Margaret vivió un infierno de agresiones, abusos y hasta violación durante los tres meses que duró el matrimonio. Afortunadamente, John Marsh permaneció a su lado y no solo convenció a Berrien de que aceptara el divorcio, sino que se casó con Margaret tiempo después.
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La boda de Margaret con Berrien
LO QUE UNA FRACTURA DE TOBILLO NOS DEJÓ Margaret encontró trabajo como articulista del The Atlanta Journal Sunday. No tenía experiencia periodística, pero sí era un personaje de los que hoy diríamos mediáticos a nivel local. Llegó a escribir más de un centenar de artículos, entrevistas y reseñas literarias, hasta que sufrió una fractura de tobillo de la que nunca llegó a recuperarse al cien por cien. Su marido, cansado de cargar con libros de la biblioteca, le sugirió que escribiera ella una novela. Ella aceptó, pero ¿sobre qué iba a escribir? Bueno, en esas circunstancias hizo lo que haríamos todos: escribir sobre lo que conocía. La historia estaría contextualizada en el sur, justo al inicio de la Guerra de Secesión de la que Margaret tenía un conocimiento enciclopédico; en el seno de una familia acomodada; la protagonista sería una joven niña rica, hermosa, coqueta y caprichosa; habría romances ¿como sus novelas perdidas?, un personaje masculino un tanto malote llamado Rhett (recordad que Red, el rojo, era el apodo de su primer marido) Buttler… Bien podría ser su vida, ¿verdad?
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EL MÉTODO NARRATIVO DE MARGARET Margaret utilizó el simple método de sentarse frente a la máquina de escribir y comenzar a pulsar teclas. A pelo. Por si eso no fuera bastante, tampoco seguía ningún orden de escritura con los capítulos. De hecho, parece ser que el primero que escribió fue el último. De manera desordenada y caótica fue escribiendo los setenta capítulos y conforme terminaba uno lo guardaba en un sobre. Así tres años, al final de los cuales solo le faltaba el primer capítulo y el título. ¿Cómo?, ¿no hemos comentado que tardó diez años en terminar la novela? Entonces, ¿estuvo siete años para escribir un solo capítulo? Sí y no. Ya hemos visto que Margaret no se tenía por una buena escritora y no valoraba demasiado sus historias. Lo que sucedió es que su dolencia del tobillo mejoró, con ayuda de zapatos ortopédicos y, simplemente, perdió el interés en su novela. Afortunadamente, parece que su círculo más íntimo de amigas sí pudo leer algunas partes durante esos años. Y, aún más afortunadamente, de entre esas amigas había una, Lois Cole, que trabajaba en la editorial McMillan Company.
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UNA VISITA INESPERADA En 1935, un tal Harold Latham, vicepresidente de la editorial para la que trabajaba Lois, decidió visitar varios lugares de Estados Unidos para captar escritores jóvenes. Una de las ciudades elegidas fue Atlanta. Una vez allí, la citada Lois le habló de la novela de Margaret e insistió en que fuera a visitarla y a echarle un ojo al manuscrito. El sr. Latham no solo le echó un ojo, quedó totalmente fascinado con la historia, llegándose a comprar una enorme maleta para poder llevárselo a la editorial los setenta sobres con el. Margaret, lejos de entusiasmarse, continuó dubitativa y de hecho llegó a solicitar a Latham que le devolviera su novela. Pero este le respondió con un adelanto de 500 dólares de la época y el encargo de que escribiera el primer capítulo y, además, eligiera el título de la novela. Finalmente, Lo que el viento se llevó se publicaría el 30 de junio de 1936.
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NIÑO HASTA LOS CATORCE Con solo tres años, su vestido se enganchó con un brasero y se prendió fuego. Su madre, para evitar que sucediera otra vez, decidió vestirla con pantalones. Ello provocó que la llamaran Jimmy y que hasta los catorce años dijera que era un niño.
EDITORA PRECOZ
Con ocho años ya escribía cuentos de hadas, animales y aventuras. Y no solo eso, también ilustraba portadas y los encuadernaba. ¡Hasta ideó su propiaeditorial casera!, la Urchin Publishing Co.
CON ELLA LLEGÓ EL ESCANDALO
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En una fiesta benéfica de 1921, Margaret realizó el llamado Baile Apache. Un tango muy sensual que terminó con un apasionado beso a su compañero de baile. Además, su lista de conquistas amorosas la convirtieron en todo un personaje mediático. Se dijo que ninguna otra joven de Atlanta llegó a tener tantos pretendientes a sus pies.
PEGGY PARA LOS AMIGOS Mientras estuvo internada en un seminario de Washington, con dieciocho años, se fijó en una figura mitológica que le resultó como una revelación: Pegaso. Margaret, como ese caballo, siempre quiso volar, aunque en muchas ocasiones le faltaran alas para ello.
CORAZÓN ROTO
Se casó dos veces, pero ella mantuvo que el gran amor de su vida fue un joven que murió en la I Guerra Mundial, Clifford West Henry. De él guardaba un recuerdo de un amor que no tenía ni rastro de pasión física.
ERÓTICA
Era una gran aficionada del género erótico y hasta pornográfico. Sus lecturas favoritas fueron Fanny Hill, El Jardín perfumado y Afrodita.
Y POR FIN CONOCIÓ A VALENTINO Siendo periodista, en 1923 consiguió entrevistar a Rodolfo Valentino. Quedó prendada por sus encantos y quién sabe qué pasó en la terraza del hotel Georgian Terrace.
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S I E S C R I B E S T U B L O G . . .
Y
P U B L I C A S
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LA RECETA DE MARGARET MITCHELL
E D S O J E S CON RITURA ESC
na u y r i b i r c s ee d a n i u q á na m u e s e r p m 1. Có ios. l o f e d a a s e e m c e n r e i a n m e o bu y c a s e m una a por a e g s a e h t n o é l i 2. S que o i r a s e c e sn e o n , r i b i r esc lo a g á h . n , e r i d or scrib e é u q e sobr e b a s o s. e l 3. Si n a t i v s a i enc i r e p de x e r e s n u s o p e s r i b d o s para o l l i b o t n eu a s r a p a g m e ó l l R ! y 4. ¡Ah ndo u m l e d po 0 m e 0 i 0 t . 1 l e e o d d to más e d a l e nov a n u r i b i escr a d i v . s a l a n a i v vi pág a b i r c s e o uand c , on í c s a o i r s e , s o o l r l on e 5. Pe c e r o l L . s aje n o s r e p s u de s es. l a e r s o l a ellos, hág
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CON VOZ PROPIA MARTA NAVARRO
Dios es testigo de que nunca volveré a pasar hambre GALARDONADA EN 1937 con el premio Pulitzer de novela (única que escribiría su autora, la periodista Margaret Mitchell) y uno de los mayores best-sellers de la historia de la literatura, es Lo que el viento se llevó retrato perfecto de un mundo que agoniza, de un modo de vida, el
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de los estados americanos del sur, condenado a desparecer tras la guerra civil que durante cuatro largos años (1861-1865) mantuvo enfrentados norte y sur. Estructurada en cinco partes, la narración aborda la vida de la familia O´Hara, dueña de una rica plantación (Tara) en el estado de Georgia, durante los convulsos años de la guerra y la posguerra y más allá de su conocidísimo argumento: del amor frustrado entre Scarlett y Ashley, de la dulzura e inagotable comprensión de Melanie con quien él acabará casándose o de la desfachatez y cínico oportunismo del capitán Butler, recorre meticulosamente la historia de los Estados Unidos durante esos años. De la mano de los O'Hara asistimos al desmoronamiento de un mundo que muere y al nacimiento de la nueva época destinada a sustituirlo. La melancolía por ese mundo perdido, la decadencia y el romanticismo que hay siempre en ella, impregna gran parte de un relato que al narrar también con todo detalle la guerra y sus miserias (piojos, miedo, disentería...) desmitifica el halo de heroicidad que tiende a envolverla y contiene en realidad una crítica feroz hacia sus finalidades y motivos.
«Cualquiera que sea el noble fin que le asignen a la guerra, la razón de esta es siempre una sola: el dinero», argumenta por ejemplo Rhett Butler para criticar cómo políticos y hombres de estado engañan sin ningún remordimiento a unos soldados siempre dispuestos a combatir con valentía en una guerra equivocada. O en una de las cartas que escribe desde el frente, consciente de la inutilidad de la lucha, se lamenta también Ashley con su esposa:
«Combato por los viejos tiempos, por las viejas costumbres que amo tanto y que temo desaparezcan para siempre. Porque venciendo o perdiendo, nosotros perdemos de todos modos. Temo que, una vez terminada la guerra, no volvamos ya a los tiempos antiguos. No sé lo que nos traerá el futuro pero ciertamente no podrá ser tan bello como el pasado». Otro de los grandes temas de la novela es el de la esclavitud. Cuestión que con absoluta honestidad Mitchell plantea huyendo de la habitual dicotomía entre buenos y malos. Sin ocultar el
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salvajismo de algunas prácticas esclavistas o el nacimiento incluso del mismo Ku Klux Klan, la autora muestra una familia que trata con extrema corrección a sus esclavos hasta el punto de considerarlos un miembro suyo más. A ello enfrenta luego la hipócrita actitud de las esposas yankies que, dueñas en este asunto de una posición moral superior, tras la ocupación de Atlanta, rechazarán sin embargo entre otras cosas dejar sus hijos al cuidado de niñeras negras por desconfianza y un mal encubierto racismo. Interesante también el sistema de clases que se establece entre los propios esclavos donde los trabajadores domésticos se atribuyen con orgullo un rango superior a los del campo y tanto lo defienden que, pese a la devastación y la situación límite en que se encuentra Tara durante los últimos meses de la guerra, se niegan a ayudar a Scarlett O'Hara y la dejan sola en lo que respecta a esa labor. La tradición, el honor, la lealtad, el amor, el respeto a la tierra y los ancestros son cuestiones que subyacen en la historia de Scarlett, absoluta protagonista de la novela y personaje al que su autora dota de unos rasgos impropios y muy poco habituales para la época en una figura femenina, dando así vida a una mujer fría, fuerte calculadora, práctica y sin escrúpulos,
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que nunca busca la aprobación social de su conducta y cuyas acciones parecen en todo momento regidas por la conveniente idea de que el fin justifica los medios; una mujer anclada al presente, que mira al futuro y se niega a sufrir el daño que provoca la nostalgia de lo perdido, de lo irremediable, de lo pasado... Significativo en ese sentido el continuo «ya lo pensaré mañana» que adopta como lema. Hija de una conocida sufragista y sensibilizada sin duda con el tema de la mujer, entre líneas pero de forma evidente, introduce también con su relato Margaret Mitchell una crítica a los convencionalismos y limitaciones a que de continuo se han encontrado sujetas las mujeres.
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Así con muchísima ironía hace decir en un fragmento a Rhett Butler: «¡Pero Scarlett! ¡Usted ha leído un periódico! No lo vuelva a hacer; es una lectura que crea confusión en el cerebro de las mujeres», o respecto a la actitud de la propia Scarlett: «Se esforzó en no llorar. El llanto no servía ahora de nada. La única ocasión en que podía servir el llanto era cuando se tenía cerca a un hombre de quien se quisiera obtener algún favor». Con más claridad la hará indignarse luego:
«¡las mujeres pueden hacer cualquier cosa, todo, sin el auxilio masculino... excepto parir hijos y Dios sabe que ninguna mujer con los sentidos cabales tendría hijos si pudiese evitarlo!»
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Destacar finalmente la magnífica película que sobre esta historia rodó en 1939 Victor Fleming (gran parte de ese rodaje pertenece a George Cukor pero fue Fleming quien lo concluyó), tan exitosa que acabó por eclipsar a la novela y que para siempre regalaría a Scarlett el bellísimo rostro de Vivien Leigh.
de s a ñ e s Más re : n e o r r va a N a t r Ma
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DESPUÉS DEL PUNTO FINAL La vida de Lo que el viento se llevó
DIEZ AÑOS COMO APOYO DE UN SOFÁ Tres años después de comenzar a escribirla se aburrió. A la novela solo le faltaba el primer capítulo y el título. Dado el volumen de lo escrito, decidió usar algunas partes de lo escrito como soporte de un sofá que se tambaleaba. EL PRIMER BEST-SELLER
En el primer día de publicación se vendieron 50.000 ejemplares en Estados Unidos. Un millón a los seis meses. 8 millones en los primeros quince años. En la actualidad, se estima que cada año se venden 200.000 ejemplares. Al año siguiente de su publicación recibió el premio Pulitzer de novela. Y MARGARET DEJÓ DE ESCRIBIR
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Quizá la notoriedad que alcanzó su figura la apartaron de la soledad y tranquilidad necesaria para una nueva novela. O puede que a pesar del éxito continuara pensando en que era una discreta escritora. Lo cierto es que no volvió a escribir tras Lo que el viento se llevó.
ADAPTACIÓN INMEDIATA AL CINE La novela despertó el interés de Hollywood antes de su publicación, pero ningún estudio se atrevió a dar el paso. En el caso de la Warner, por ejemplo, por la negativa de su gran estrella, Bette Davis. Finalmente, sería David O. Selznick quien, aconsejado por sus socios y guionistas, decidiera comprar los derechos un mes después de su publicación por 50.000 dólares, una cifra enorme en aquellos tiempos. SEGUNDAS PARTES...
Los herederos de Margaret, antes de que los derechos de autor prescribieran, encargaron la continuación a Alexandra Ripley, que en 1991 publicaría Scarlett, como continuación de la novela original. Esta secuela también se adaptó como miniserie televisiva. LA VERSIÓN DE LOS ESCLAVOS
En 2001, la escritora Alice Randall publicó El viento se fue. En ella reinterpretó a modo de parodia los mismos hechos de la novela de Margaret, pero desde el punto de vista de los esclavos. En concreto, del personaje Cynara
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LA PELÍCULA
DÉJAME QUE TE CUENTE ROSA BERROS Existe Lo que el viento se llevó, y luego existe el resto de películas LO QUE EL VIENTO SE LLEVÓ, una de mis tres películas preferidas de todos los tiempos, fue una película muy problemática desde el principio. Basada en la novela de igual título de Margareth Mitchel que se publicó en 1936, ese mismo año ya se compraron los derechos para su adaptación por parte de David O. Selznik. Problemas con el reparto hicieron que no se empezara a rodar hasta dos años después.
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También hubo problemas con los directores que fueron hasta tres, aunque finalmente la terminara y la firmara Victor Fleming. El guion es portentoso y redujo las más de mil páginas de la novela a un metraje extenso, pero aceptable, de cuatro horas. Para ello se suprimieron personajes y escenas, pero con tan ingeniosos diálogos, tan emocionantes discursos, tan chispeante humor, tan divertidas escenas... que consiguió que la película eclipsara a la novela y que hoy en día siga siendo más famosa aquella que esta. Cuando leí el libro, años después de ver la película, no podía creer que Escarlata hubiera tenido dos hijos más, uno con cada marido. Por un momento pensé que la novela estaba mal. Aunque varias personas habían colaborado en el guion, entre ellas y de forma notable el propio Selznik, Sidney Howard es el único nombre que aparece en los créditos de la película como guionista. Es un homenaje por el hecho de que murió en un accidente poco antes de estrenarse la película por la que recibió el Oscar a título póstumo.
Lo primero que se rodó de la película fue el espectacular incendio de Atlanta para el que aparte de falsas fachadas, se quemaron escenarios de otras películas que ya estaban obsoletos y molestando, entre ellos, el más famoso, el que se desploma al paso de la carreta, procedía de la película King Kong de 1933. La fotografía, la luz y los encuadres son impresionantes. No soy yo experta en tales artes, pero solo hay que ver algunas escenas para quedarse maravillados ante esos árboles que aparecen poco a poco y que definen por entero el plano, esos ocasos con nubes de todos los colores cuando aún abundaba el cine en blanco y negro sobre el de color. Lo que el viento se llevó es la historia de un mundo que desaparece y de unos personajes que sobreviven como pueden entre sus cenizas. Propietarios de grandes plantaciones que se creen con derecho a vivir a su manera sin darse cuenta de que esa manera ya empieza a formar parte del pasado. Caballeros del Sur que se sienten con derecho a tener esclavos con o sin permiso del Norte. Tan solo Ashley Wilkes es capaz de admitir que "las mayores miserias del mundo las traen las guerras y cuando las guerras terminan nunca sabe nadie lo que las motivó". Por su parte Reth Buttler, que conoce el Norte, opina que "es difícil que una guerra pueda
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ganarse con palabras [...] en todo el Sur no hay ni una sola fábrica de cañones [...] los yanquis están mejor equipados que nosotros, tiene fábricas, minas de carbón, [...] nosotros solo tenemos algodón, esclavos y arrogancia".
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Un mundo que se nos pinta como idílico y que ha recibido críticas por la idílica vida que supone a los esclavos. Y, no obstante, también en la película se critica la arrogancia y el modo de vida del Sur, y el propio Ashley admite que pensaba liberar a todos sus esclavos al heredar la plantación. La actriz que interpreta a Mammy fue la primera persona negra que ganó un Oscar, aunque en la ceremonia de entrega tuviera que sentarse aparte del resto de los nominados. Era 1939.
...Escarlata es una superviviente en el más amplio sentido del término. No tiene escrúpulos, pero sí mucha voluntad y un sentido del honor, aunque se burle de él, genuinamente sureño. Su evolución a lo largo de la película es asombrosa, pasando de niña mimada a mujer capaz de trabajar hasta la extenuación para mantener a su familia y de sacrificarlo todo para no perder Tara. Si nunca tuvo muchos escrúpulos, los pierde todos cuando se ve escarbando la tierra y llevándose a la boca un tubérculo con la ansiedad que da el hambre "a Dios pongo por testigo, a Dios pongo por testigo de que no lograrán aplastarme. Viviré por encima de todo esto y cuando haya terminado nunca volveré a saber lo que es hambre. No, ni yo ni ninguno de los míos, aunque tenga que estafar, que ser ladrona o asesinar. A Dios pongo por testigo de que jamás volveré a pasar hambre". Toda la vida se ha creído enamorada de Ashley, pero quien realmente la ha cautivado, aunque tarde toda una vida en darse cuenta, es Reth Buttler. Reth es un cínico que no cree en nada más que en sí mismo. Él es su propia causa. Repudiado por la buena sociedad del Sur, se convierte en un héroe para la misma cuando en plena guerra burla el bloqueo y les hace llegar mercancías que de otro modo nunca conseguirían. Lo que
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no saben es que lo hace solo por propio interés. Solo al final de la Guerra, decide unirse al ejército del Sur para ayudarlos a dar la última batalla "tal vez porque siempre he sentido debilidad por las causas perdidas cuando realmente están". Desde el principio Reth quiere a Escarlata. Quiere oírle decir lo mismo que le dijo a Ashley la primera vez que la vio: “Te quiero”. Tendrá que perseguirla a lo largo de una guerra y dos matrimonios. Solo le oirá decir esas palabras cuando ya es demasiado tarde. Ashley Wilkes es el paradigma del hombre de honor. Enamorado de Escarlata sabe que no sería feliz con ella, son demasiado distintos. Se promete y se casa con su prima Melania, de carácter más tranquilo y acorde con el propio, y porque además los Wilkes se casan siempre entre primos. Lo que tardará mucho tiempo en saber Ashley, también cuando ya es demasiado tarde, es que de quien realmente ha estado siempre enamorado es de Melania.
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Y qué decir de Melania, uno de los personajes más compactos de la película. La única, junto a Reth Buttler que lo entiende todo desde el principio. En su aparente debilidad, es la más fuerte de todos. Valiente y generosa. Sabe desde el principio la ilusión amorosa en la que viven Ashley y Escarlata, pero también sabe que no deja de ser una ilusión. Los querrá a ambos hasta el final y será capaz de dar la cara por ellos aun a costa de su propia dignidad. Pero es que Melania tiene demasiada dignidad como para que le preocupe su pérdida. Lo que el viento se llevó es una historia de amor, o de varios amores, y es la historia del fin de una época. Es la historia de un mundo que ya no tiene cabida en este mundo. "La causa de tanto vivir en el pasado agoniza ante nosotros" le dice Reth a Escarlata. Todo se fue con el viento, el mundo de las plantaciones y los bailes, el mundo y el honor del Sur sustentados por los esclavos; pero también la inocencia de unos personajes que se vieron expulsados de su paraíso particular, el amor inexistente entre Ashley y Escarlata, la vida apacible con la que soñaban todos para su vejez. Todo se fue con el viento. A pesar de que no todos los críticos están de acuerdo, yo coincido con aquel que dijo "Existe Lo que el viento se llevó, y luego existe el resto de
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películas". Puede que sea el amor a una época que viví y que también se llevó el viento, pero nunca podré dejar de sentir aquella misma emoción de la primera vez siempre que veo la película. Los diez Oscar que obtuvo en 1939 parecen darme la razón y con eso me quedo. El resto, es cuestión de gustos.
de s a ñ e s e r más n: e s o r r e B Rosa
Pura LITERATUR A 44
RELATOS PARTICIPANTES EN EL CONCURSO LITERARIO DE
LOS RELATOS 26 HISTORIAS INSPIRADAS EN LO QUE EL VIENTO SE LLEVÓ
¿VISITAMOS EL INFIERNO?
XXI EDICIÓN WILLIAM PETER BLATTY
Participa en esta edición con un relato de Terror sobrenatural: Posesiones, fantasmas, sucesos paranormales... 900 palabras como máximo Publícalo durante el mes de abril en tu blog Comparte el enlace en el blog El Tintero de Oro, del 15/4/20 al 30/4/20
ISABEL CABALLERO
NUESTRA CASA ESTABA en la bajada al río Saguia el Hamra de aguas intermitentes; un cauce seco de color rojizo la mayor parte del año. Mi padre era maestro albañil al cargo de una cuadrilla de hombres en El Aaiún, capital del Sahara Occidental español. Nadie como ellos para trazar muros, colocar las reglas y miras, vigilar el cierre de los cargaderos y nivelar el rasado. La mayoría de las casas eran de techos abovedados y ventanas enjutas. Para octubre de aquel año cuarenta y seis acabaron la escuela y vivienda del maestro, en la Avenida del Ejército. Pronto edificarían la iglesia de San Francisco y el hospital. Yo prefería jugar con mis vecinos en la saguia que ir a la escuela. Por compañeros, Ataf y su
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hermana Munia, hijos del saharaui administrador del pozo. Munia solía contarme historias bajo las palmeras de la ribera del río, frente al cuartel de la legión que parecía un palacio si se miraba con los ojos entornados. Ella le hacía versos hasta al agua pantanosa llena de mosquitos, al abrevadero de camellos, a nuestras dos sombras unidas en una sola silueta. El resto de su familia: abuelos, tíos e incontables primos, vivían en las jaimas del frig. En ocasiones me llevaba con ella a visitarlos. Todos me trataban como si fuera una princesa, aunque solo era una niña flacucha, manchadas siempre las grags de tierra y barro. A menudo, terminaba perdiendo las chancletas de suelas de corcho en la saguia. Mucho más bonitas las jaimas que mi casa; a las paredes de la mía le salían dibujos. —No son dibujos, tonta, es la maldita humedad del río. —Se quejaba mi madre desesperada con la brocha de encalar en la mano. Donde yo veía animales fantásticos, demonios y ángeles…, ella, solo muros desconchados. Durante parte de la adolescencia dejé de lado a Munia. Tenía nuevas amigas que se burlaban de mí al verme con la mora. Fue una breve etapa de ausencia en la que Munia no me hizo ningún reproche. El pocero construyó en su patio un pequeño hammam. Los viernes tomábamos baños de
vapor, casi siempre las dos solas, sin su madre. Munia se hizo mujer antes que yo. Sus pechos de grandes areolas teñidas de rojo con henna. Yo también tinté las dos insinuaciones de mi incipiente seno. Me enseñó a depilarme con una mezcla de azúcar y limón, y a suavizar la piel con aceite de argán. Procuraba que mi madre no me viera sin bragas, pues tenía el pubis tan liso como los de mis muñecas.
Una tarde, aquel lugar ya no fue un cuarto en penumbra lleno de vaho y sahumerios. Era una comunión en un templo con sus dos altares. Fue matriz y resurrección. Un milagro húmedo. Por instinto y por pasión, nos tocamos, miramos, besamos, lamimos, amamos. No hubo una oque-
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dad, ángulo o vértice, valle o loma que no recorriéramos. Los viernes nos consagrábamos la una a la otra con devoción y en silencio. El resto de la semana hablábamos mucho. Un día le dije a Munia que su Dios y el mío nos condenarían al infierno por lo que hacíamos. —Dios no puede entrar en el hammam. —Dios está en todas partes —contesté. —No en el hammam, ni siquiera él puede ver a las mujeres desnudas. No deberíamos hablar de lo que hacemos, Dios nos puede escuchar. A pesar de nuestro secreto y temores, éramos felices, y entonces, nuestros vengativos dioses, celosos de nuestro amor, nos castigaron. A Munia la prometieron y la casaron. —Es mi destino y la voluntad de Alá. —Es la voluntad de tus padres, ni siquiera conoces a ese hombre… ¿y qué pasa con nosotras? Me tapó la boca con sus manos. Casi por el mismo tiempo, mi madre me dio la noticia de que nos marchábamos del Sahara. —Ya no puedo más, estoy harta del siroco, de la suciedad, de los moros… Para su asombro, no protesté. Nos escribíamos cosas que pudieran leer el marido, el suegro, los cuñados…, todos ellos tu-
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telando a Munia. Su ultima carta fue al poco de morir Franco. Mientras, miles de marroquíes con pancartas y fotos de su rey Hasan II avanzaban hacia el Sahara aún español. En la trastienda política ya se habían firmado los acuerdos de Madrid cediendo el territorio a Marruecos y a Mauritania. En ella me contaba Munia sobre el Polisario, la inminente guerra, su preocupación. Luego no supe nada más. Unos años más tarde recibí noticias de Ataf comunicándome la muerte de su hermana. Ocurrió en el éxodo masivo de saharauis de enero del 76 huyendo hacia Argelia. Cayó, como tantos otros exiliados, bajo las bombas de napal y fósforo blanco. Enterraron los cuerpos que pudieron, demasiados sin marcar las tumbas improvisadas. Pronto el siroco las cubriría de arena y olvido.
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Todos los veranos, los padres de la pequeña autorizan a que viaje. junto a otros niños acogidos, desde el campamento de refugiados de Tinduf, Argelia, hasta mi casa. Le hablo de su abuela, ella me dice en su gutural lengua hassaní que me quiere mucho. Conocí y quise a otras mujeres; otras mujeres también me quisieron. A mi iniciática Munia nunca le pude decir lo mucho que la amaba. En el horizonte marino de este suave atardecer, mientras acaricio los oscuros rizos de mi guayeta, el vaivén de una vela se hincha y se desinfla al conjuro del alisio.
de s o t a l e r Más ro e l l a b a C l Isabe en:
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PACO LÓPEZ CASTELAO
Mambrú se fue a la guerra, que dolor, que dolor, que pena… MI MARIDO REGRESÓ del frente una tarde ventosa de noviembre. Apareció de repente, como un fantasma. Nadie me avisó de su vuelta. Hacía siete meses que se había ido. En todo este tiempo no tuve noticias suyas. Regresaba con un pequeño macuto al hombro, una medalla de San Cristóbal en el pecho y varias cicatrices. Regresaba con los pulmones tocados y una bala alojada cerca de la columna. Regresaba con la mente confusa y el alma desollada. Regresaba porque lo habían licenciado, declarándolo inútil para el ejército. Esto lo supe bastante después. Para entonces, ya había caído la noche. En noviembre, los días
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son cortos y todo parece muerto. Y eso me pareció al verlo, un muerto resucitado. Permanecía allí, en el umbral de la puerta, quieto y mudo, la mirada errática esquivando el anhelo asombrado de mis ojos. No trató de abrazarme, yo tampoco lo hice. Pensé que, si lo tocaba, desaparecería, se esfumaría como el humo entre los dedos. Cuando habló, lo hizo con una voz extraña, y lo que me dijo aun fue más extraño. «Traigo la guerra metida dentro de mi cabeza. Es como un maldito parásito que nunca está quieto y que nunca se calla. Tengo que sacarlo de ahí antes de que me vuelva loco.» Con un brusco ademán, me indicó que me apartara, y penetró en el interior de la casa. Entró hasta la cocina, literalmente, y se puso a revolver dentro de la alacena. «¿Qué estás buscando?» Por toda respuesta, se giró hacia mí blandiendo en su mano derecha un afilado cuchillo. «¿Qué vas a hacer con eso, Ramón?» «Prepararme algo de comer. Estoy muerto de hambre. Siete meses comiendo ese asqueroso rancho matan a cualquiera… ¿Qué creías qué iba a hacer?» No respondí. Me asaltó una risa incontrolada. Un torrente de carcajadas que alivió la tremenda tensión acumulada, a punto de desbordarse.
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«Tengo que sacarlo de ahí…» ¿Qué demonios quería que pensara al verlo con el cuchillo, a un palmo escaso de su cabeza…? No era difícil imaginar un macabro desenlace. ¿Acaso vosotros no hubierais pensado lo mismo…? Partió una hogaza a la mitad, cortó dos gigantescas rebanadas y se preparó un descomunal bocadillo de jamón. Lo despachó en pocos minutos, acompañándolo con una jarra de vino tinto. Lo devoró con rabiosas dentelladas, como la hiena con el león al acecho, y trasegó directamente de la jarra asiéndola con las dos manos. Riachuelos olorosos surcaron su barbilla y alcanzaron su pecho tiñendo de rojo la medalla de San Cristóbal. Vampiro condecorado: bonito cuadro, pensé. Al terminar, lanzó un eructo que sonó como el disparo de un cañón. La guerra que tenía en su cabeza trataba de salir por donde podía.
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A continuación, se echó de bruces sobre la mesa, y poco después roncaba igual que un bendito. Durmió durante tres largas horas. Yo me senté y lo observé en silencio, medio sonámbula. Despertó cerca de medianoche y comenzó a hablar. Habló hasta bien entrada la madrugada, habló hasta vaciar el saco de palabras que se había traído encima. Habían venido a buscarlo una mañana radiante del mes de abril. Una jornada espléndida para pasear a la orilla del río y comer a la sombra del gran álamo. Pero, ese día, el ejército tenía otros planes para Ramón. En el cuartel les entregaron el fusil y el macuto, los metieron en camiones de ganado y los enviaron a primera línea del frente. En cada vehículo se hacinaban unos treinta o cuarenta. Rostros taciturnos y hostiles. Traquetearon durante horas por caminos de carro. Olor a excremento animal, a sudor y a miedo. Su primera misión consistió en defender una estratégica loma. Cavaron trincheras. Tragaron polvo y masticaron rabia. El enemigo cargó a tumba abierta. Sobre sus cabezas, los aviones eran un enjambre de enormes avispas grises. Sus rugidos te dejaban sordo. Sentías estallar la cabeza. Los terribles aguijones caían y mordían sin cesar.
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Murieron muchos y otros quedaron malheridos. Él fue uno de los pocos que lograron salvarse. Terminó con restos de metralla por todo el cuerpo y un tiro en la espalda a medio palmo de la médula. Vio cabezas cercenadas, miembros arrancados de cuajo, pechos reventados, hombres despanzurrados que trataban de levantarse y resbalaban al pisar sus propias tripas… «La guerra está aquí dentro —se apuñaló la frente con los dedos— el parásito, María… —al menos, no había olvidado mi nombre— el maldito parásito que nunca se calla y nunca está quieto…» No dijo nada más. Se levantó y subió a la habitación. Yo permanecí sentada. Arriba, sonó un disparo. Lo encontré tumbado en nuestra cama. Había agarrado la escopeta de caza y se había volado la tapa de los sesos.
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Un único pensamiento germinó en mi cerebro como una flor pérfida y venenosa. «Ahora, el parásito podrá salir de la cabeza de Ramón.» Y a Dios pongo por testigo de que, justo en ese momento, pude ver como, a través del boquete abierto en su coronilla, emergía zumbando un enjambre de extrañas avispas grises que se fue por la ventana, dejando tras de sí un rastro de humo y un olor intenso a combustible de motor.
Mambrú se fue a la guerra, no sé cuándo vendrá… dorremi, dorrefa…"… de s o t a l e r Más z Paco Lópe : n e o a l e t s Ca
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PEPE DE LA TORRE
HOY HACE UN mes que perdí mi zapatilla izquierda de ir por casa. Parecerá absurdo, pero llevo treinta días calzando una. No es que les tenga un apego especial, son las típicas zapatillas de tela barata y suela de goma con un dibujo de un tiburón risueño bordado en el empeine, pero nada más entrar por la puerta de casa tengo que librarme del yugo del calzado diario; solo así logro relajarme. Sin embargo, cuando la perdí, no fui consciente de lo que eso trajo consigo. Por un lado no he
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podido reemplazarlas, y eso que, cerca de casa, y para mi sorpresa, hay una tienda exclusiva de este producto. La primera vez que la vi fue, casualmente, pocos días después de perder la zapatilla. Esa coincidencia me pareció algo extraña, además, nunca habría pensado que pudiera existir un comercio que se dedicara a ese monopolio. No obstante, entré decidido a por un nuevo par, pero una vez dentro, me asoló la típica e indeseable sensación de tener que pasar una página que no era capaz. Me di la vuelta y me largué. Días después lo intenté de nuevo, pero con el mismo resultado, y eso me llevó a la cuestión de ir con un pie desnudo por casa. Una imagen que me transporta, con un vívido y límpido recuerdo, al día que la extravié. Fue después de acompañar a mi mujer al garaje. No tenía que hacerlo, había dicho ella, aun así lo hice. Una vez en el parking, subió al coche y, sin siquiera despedirse, se fue. Luego regresé a casa, fui al dormitorio, me descalcé y, al querer ponerme las susodichas zapatillas, me di cuenta de que solo había una. Busqué por todas partes: dormitorio, salón e incluso entre los armarios altos de la cocina..., pero nada. La verdad es que no se me da bien encontrar cosas. Lo mío es perderlas. Es mi mayor virtud, como decía irónicamente mi mujer.
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La suya era encontrar lo que yo perdía. Nos completábamos de ese modo, nada de pamplinas abstractas, yo perdía cosas y ella las encontraba. Desde que nos conocimos siempre fue de ese modo, algo de lo que no fui consciente hasta el primer día en que empezamos a vivir juntos. Esa mañana me iba a trabajar y no encontraba las llaves de casa.
—Cariño, ¿has visto mis llaves? —pregunté desesperado. —Claro —replicó con burla. —¿Y?, tengo prisa... —¿Has mirado bien? —¿Tú qué crees? —¿Incluso en la cerradura? —dijo riéndose. A partir de ese incidente mi dependencia por su virtud fue en aumento, cosa que a ella le hacía bastante gracia.
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—Cariño, ¿y el mando de la tele? —preguntaba en una de esas. —Te has sentado encima —decía sin esconder una grotesca sonrisa. —Cariño, ¿mi chaqueta vieja? —preguntaba en otra. —La llevas puesta —respondía con escarnio mal disimulado. No lo hago a propósito. Es como una de esas extrañas patologías que suelen aparecer de vez en cuando en absurdos estudios realizados por universidades extranjeras. Sin embargo, llegó un momento en que sentí que tenía que hacer algo para remediar esta dolencia. Fue un día después del trabajo. —¿Dónde tienes el anillo? —preguntó, sin siquiera saludarme, cuando aparecí por la puerta. Lo había perdido hacía días. Cuando iba a jugar a tenis me lo solía quitar y en una de esas... —Está por la mesilla de noche —dije fingiendo indiferencia. Podría haber apelado a mi dolencia, pero me pareció que perder ese objeto era algo inconcebible. Ella me miró de manera extraña. —¿Por qué te lo quitas? —Ya sabes, me aprieta y a veces... ¡pues eso...! —solté con decisión intentando afianzar mi farol.
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—En la mesilla... —bufó con los puños apretados. Entonces cogió mi mano y depositó en ella el anillo. Luego se giró y encerró en el dormitorio. Fue la primera vez que se enfadó seriamente conmigo. No es que ella pensara que yo pudiera tener una aventurilla, ni que la buscara, nuestra relación, cimentada a base de mis descuidos, estaba por encima de eso. La causa era causa, que no supe, pero que lo atribuí, erróneamente, a mi capacidad de perder cosas. A partir de ahí intenté mitigar al mínimo mi torpeza. Si extraviaba algo sopesaba la posibilidad de continuar sin ello. No preguntaba por nada, incluso me entró miedo de hablar de lo que fuera por si mí dolencia salía indirectamente a la luz. Al poco, nuestro día a día, se convirtió en una rutina elemental alternada con incómodos silencios.
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Una mañana, al regresar del trabajo, me la encontré, esperándome, con una gran maleta y varias lágrimas dibujando el contorno de su cara. —¿Cariño? —pregunté sorprendido y algo asustado. —Me voy —dijo entrecortadamente. —Cariño espera..., ¿qué pasa? —No lo entiendes, ¿verdad? —explotó—. ¡Nos perdimos!, ¡rompiste nuestro ensamblaje!,¡nuestra esencia...!, tú... —Un sollozo truncó su frase.
Agachó la cabeza, cogió su maleta y salió. Yo la seguí, aunque ella dijera que no lo hiciera. Intenté decir algo que la apaciguara, pero la pigricia que había tomado como hábito no ayudaba; me sentía como una margarita deshojada donde ninguna respuesta queda por salir. Una vez en el garaje, ante mi impávida desidia, subió al coche y, sin despedirse, la perdí.
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Hoy hace un mes de aquello. Treinta días a solas contemplando mi pie desnudo; algo que no deja de recordarme que ese día no solo perdí un zapato de ir por casa... Lo perdí todo.
de s o t a l e r Más rre o T a l e d Pepe en:
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MARTA NAVARRO
«A DIOS PONGO POR testigo», maldecía Escarlata O'Hara entre las ruinas de Tara. «A Dios pongo por testigo», musitó también Aurora frente al televisor. Una lluvia menuda e intensa caía al otro lado del cristal y un aroma fresco a tierra mojada llenaba el aire. Secó una lágrima atrapada en sus pestañas y se acercó a la ventana. «¡Por fin! —suspiró mientras miraba la lluvia caer— ¡Por fin!». Había conjurado esa noche un fantasma y una sensación agridulce invadía su alma. Lo había logrado. Una etapa de su vida se cerraba para siempre y comprobó con sorpresa cómo el alivio ganaba la partida a la melancolía. Se había enfrentado a Alberto sin
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llanto ni reproches. Había sido capaz. Al verlo plantado frente a ella suplicando su perdón, algo se le había roto dentro, algo definitivo que la removió con sentimientos que no había experimentado en mucho tiempo. Alberto. La vida antes de Alberto era una sombra oscura en su memoria. Lo había conocido en su primer año de universidad. El chico más guapo de la clase. El chico ingenioso y divertido con el mundo entero rendido a sus pies. El chico que, en una fiesta, le susurró al oído: «un día me casaré contigo». Y agradecida a su buena suerte, porque la había elegido a ella y solo eso importaba, porque la primera vez que la vio pensó que era bonita y el estómago se le hizo un nudo, porque el amor a primera vista era tan ridículo como irresistible, Aurora se casó con él. Pasó luego el tiempo, la rutina devoró el hechizo, se perdieron en los inevitables recovecos de la vida cotidiana y llegó el día que los enfrentó a su error. «Es difícil escoger a la persona con quien pasar la vida —se justificó Alberto, mientras preparaba a toda prisa una pequeña maleta—. Mucha gente se equivoca y nosotros lo hicimos, no es culpa de nadie». La ilusión por un amor recién nacido incendiaba su rostro y evidenciaba la traición.
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Aurora lo dejó marchar. Besó cariñoso a las gemelas, «papá se va de viaje, mis niñas, os traeré a la vuelta algún regalo bonito», balbuceó de nuevo su hiriente excusa («¿no es culpa de nadie? —se torturaría luego Aurora una y otra vez—, ¡maldito cobarde!, ¡¿cómo no va a ser culpa de nadie?!») y ella lo dejó marchar. Sin lágrimas. Sin recriminaciones. ¡Qué tonta!, ¡y qué ciega había estado! No lo vio venir. Había achacado al trabajo el cansancio y la irritabilidad de los últimos tiempos y no lo vio venir. ¡Qué tonta!, ¡qué grandísima tonta! Más que desengañada se sentía profundamente herida. Una mujer gastada y aburrida sustituida por una nueva: más leve, más alegre, más joven. Una historia vieja como el mundo. Y ahora, tantos meses después, Alberto había regresado. Que estaba confuso, farfullaba con desconcertante desamparo, que se había equivocado, que había cometido el peor error de su vida. Regresaba mendigando su perdón, implo-
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rando lo que no merecía. Cubierto de cenizas. Como una aparición. El maltrecho corazón de Aurora volvió a latir un instante con fuerza y al borde la puso la impresión de bajar la guardia y abandonarse a su abrazo, pero no, los recuerdos se le volvían en contra y no podía permitírselo. Sacudió la cabeza y se sobrepuso. Había perdido durante su ausencia el miedo a no ser amada. Había tenido el valor de mirar su vida cara a cara y advertir cuánto había en ella de incorrecto. Se había enfrentado a sí misma y asumido que podía equivocarse, que quizás lo hubiera hecho, que era preferible sufrir mucho un día, un mes, un año... que un poco durante toda la vida, que no estaba dispuesta a engañarse de nuevo. Lo había perdonado, le aseguró con calma, tras un peligroso segundo de vacilación —esa gélida entereza mató de un soplo su esperanza y lo enfrentó a la magnitud de la derrota— pero ya nada podría volver a ser como antes. Algo frágil, el hilo de confianza que una vez los ató, estaba roto y no había modo de anudarlo de nuevo. Asintió Alberto muy despacio, petrificado en su fracaso, sin argumentos ni defensa. Rozó al fin en un beso suave la mejilla de su esposa, se asomó un momento a la habitación donde las
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niñas hacía rato que dormían y, al girar sobre sus pasos, un lamento mudo dejó en el aire.
De pie junto a la ventana, con la sola compañía del televisor, aún sin encajar sorpresa y emoción, Aurora intentaba ahora serenarse. Había hecho lo correcto. No se trataba de venganza sino de supervivencia. No podía permitir que la hiriera de nuevo y sin duda lo haría a la menor oportunidad: no era su culpa, era su naturaleza, decidió con deliberada ecuanimidad. Sí, reflexionó, reconociéndose de pronto en esa Escarlata O'Hara que parecía interpelarla desde la pantalla, también ella era esa mujer: la valiente Escarlata cargada de contradicciones que sobre-vive a toda costa en un mundo que agoniza.
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Tragó el desconsuelo atrapado en su garganta y regresó al sillón. Prohibido llorar. «Mañana, ya lo pensaré mañana», se dijo ahuyentando de su mente recuerdos y fantasmas. Un apunte de sonrisa curvó sus labios: «realmente mañana será otro día».
de s o t a l e r Más n: e o r r a v a Marta N
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JORGE VALÍN
¿CUÁNTO VALE UNA vida? Hace tiempo que intento responder esta pregunta y tan solo ahora creo haber encontrado la respuesta. Me bautizaron Virginia. Mancillé ese nombre a los trece años en el desvencijado asiento de un seiscientos, entre caricias prestadas y sorbos de pasión y ginebra. Siempre viví deprisa, sentía demasiado vértigo como para detenerme a contemplar la existencia con la laxitud que envenena al común de los mortales. Pero no se puede correr eternamente. Cierto espíritu inconformista y la influencia de un profesor de militancia bohemia consiguieron empujarme a estudiar periodismo. Fueron los años del amor libre y la crítica a un sistema que nos oprimía, el paso por la universidad me dio la oportunidad de rebelarme haciendo honor a las
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dos cosas; en poco tiempo obtuve también una licenciatura en carreras delante de los grises. No estaba hecha para pasar el día sentada en una oficina, y la sección de sucesos se me antojaba una gigantesca opereta para entretener a las masas, así que enseguida comencé a peregrinar por el mundo cargada con toneladas de inocencia y los ochocientos gramos de mi Canon F1. Decían que mis fotografías conseguían atrapar el alma de las cosas. Yo dejaba un poco del alma en cada una de ellas. Esa habilidad, o la suerte, o quizás ambas, me abrieron las puertas a un contrato en un prestigioso medio escrito. Viajar mucho, dormir poco, follar de más y amar de menos. Así vivía por entonces, pero yo necesitaba algo que no terminaba de encontrar. Hasta que llegó aquello. La primera vez fue Afganistán. Confieso que la guerra produce miedo. Y desasosiego, e inseguridad, y la pérdida de una fe en la humanidad que seguramente nunca tuve. Pero había algo en esa sucesión frenética de días tan diferentes que conseguía apaciguar el volcán que llevaba dentro. Una inyección constante de adrenalina, jugarte la vida a las cartas a cada poco y presumir de torcerle el brazo a la muerte. Aunque con el tiempo comprendí, ingenua de mí, que de mis muchos amantes el más fiel de todos fue sin
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duda el azar. De regreso a casa mentía jurándome que esa vez sería la última, pero la mezquindad del ser humano consiguió que nunca faltase el trabajo. ¿Se puede encontrar la dicha en medio de tanta desolación, acaso las mayores miserias del hombre dejan espacio para llenar un corazón de algo que no sea rencor y odio? Ocurrió en el conflicto de Ruanda.
Por esa época acompañaba a un reportero de prensa escrita con el que compartía cama y aventuras. Yo le había prometido amor eterno, él a mí un ático en Madrid asomado al Retiro. El nuestro llevábamos preparándolo algunos meses, aquella sería la última vez que tentaríamos a
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la suerte. Nos dieron un soplo acerca de una aldea masacrada, los soldados ya se habían marchado, solo teníamos que ir y fotografiar el rostro de la Parca. Un trabajo de escaso riesgo, quisimos convencernos. Llegamos temprano, el olor a humo y carne quemada nos dio la bienvenida. Los cadáveres ensangrentados parecían mirarnos con muecas horrendas, como echándonos en cara la profanación de aquel cementerio improvisado. Contemplaba la escena parapetada tras la contenida indiferencia con que los años de corresponsal de guerra me habían curtido el alma. Atrapé cuantos cuerpos pude en un negativo, ya que sus espíritus hacía horas que se habían marchado, mas para nuestra desgracia no todo era muerte en ese lugar tocado por el infortunio. El disparo hizo levantar el vuelo a una bandada de aves. Mi compañero cayó al suelo tiñéndolo de rojo, sumándose a la colección de macabros maniquíes. Detrás de una choza apareció un hombre de sonrisa desdentada, a pesar de aparentar poco más de veinte años. Debió valorar enseguida que no representaba peligro alguno, pues apoyó el rifle contra una pared y se acercó armado tan solo con un machete mugriento colgado a la cintura y el bulto que despuntaba
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en su entrepierna. Poca defensa podía ofrecer mi cámara ante la sed de carne fresca que se le reflejaba en la mirada. Entonces, como en un deja vu, sonó un segundo disparo y el asesino se desplomó desparramando sus sesos sobre la hierba.
Un niño de ojos llorosos, de no más de diez u once abriles, sostenía el fusil que el desalmado había olvidado. A pesar de la angustia que atenazaba mi garganta, un reflejo egoísta me impulsó a levantar el objetivo e inmortalizar aquella criatura con la ropa raída y el rostro surcado por dos regueros húmedos, sosteniendo un arma junto al cadáver de uno de los verdugos de su familia. Una imagen que con el tiempo, terminó por darme un Pulitzer. ¿Cuál es el valor de una vida?
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—Descansa, madre. Todo está bien, ha merecido la pena. Siento sus manos de ébano tomando las mías y las lágrimas que le inundan los ojos, como años atrás, derramándose sobre mi piel. ¡Quisiera decirle tantas cosas! Pero las fuerzas ya se han marchado y únicamente queda esperar el final, postrada en la cama de este hospital. Yo salvé su vida, él la mía y en dos ocasiones. Se ha convertido en un hombre del que estoy orgullosa. Aunque parezca mentira, el amor florece incluso en los jardines que nadie ha conseguido abonar. Una vida vale lo que es capaz de dar. Ahora lo sé. Y sí, después de todo, ha merecido la pena.
de s o t a l e r Más n: e n í l a V e Jorg
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BERI DUGO NUESTRO AMOR ERA un corazón en llamas, un majestuoso corazón incendiado que mantenía encendidas nuestras almas durante un cálido y eterno mediodía estival. Así, cada mañana, cogidos cariñosamente de las manos, sin pensar en nada más que en aquellos preciosos momentos que estábamos compartiendo en aquel exótico mundo que había sido creado sólo para nosotros dos, recorríamos completamente desnudos —tanto sin ropa como sin prejuicios de cualquier clase— los escarpados y peligrosos acantilados que bordeaban aquel mar inmenso e inmemorial que nos rodeaba por los cuatro costados y que tantas veces había sido testigo de nuestro amor exultante y desenfrenado, sin límites humanos; aunque quizás sí divinos. De vez en cuando, nos deteníamos justo al borde de cualquiera de aquellos precipicios sin
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fondo, pero tan solo para experimentar en nuestros desprotegidos cuerpos el delicioso estremecimiento que recorre todos los rincones del ser mortal cuando éste se halla frente a frente con la posibilidad de perder en un latido de corazón lo que más aprecia. Con sinceridad, aunque a nosotros también nos embargaba este sentimiento a todas luces natural, debemos colegir que tan pronto llegaba nos abandonaba, puesto que la presencia sobre nuestras cabezas de aquel reconfortante disco de luz y de calor nos hacía sentir poderosos. No, no es eso: en realidad, lo que sentíamos cuando aquellas invisibles lenguas de fuego nos envolvían amorosamente, manteniéndonos por completo inmunes al gélido frío que ascendía desde las entrañas del precipicio, era que nuestro amor trascendía en verdad las limitaciones de la carne, elevándose y flotando sobre el espacio y el tiempo, eternamente dorado… Transcurrieron los años, incontables años, pero nuestra relación, muy lejos de desgastarse como consecuencia de la constante e inevitable erosión de la convivencia y del tiempo, iba fortaleciéndose día a día, cada vez un poco más, agigantándose a medida que crecían nuestro
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conocimiento y cariño mutuos. En paralelo, la necesidad cada vez mayor que teníamos de pregonar a los cuatro vientos el carácter imperecedero de nuestro amor nos obligaba a alargar al máximo nuestras arriesgadas estancias al borde de aquellos tenebrosos abismos que se abrían a nuestros pies, amenazando con devorarnos en cualquier momento con sus inabarcables y desafiantes fauces.
No obstante, a pesar del evidente riesgo al que conscientemente nos entregábamos a diario, nos sentíamos inmensamente felices y confiados de que la sobrenatural solidez de nuestra relación era inquebrantable, inmune a la fatalidad. Mas, ¡qué equivocados estábamos! Desde luego, tal era la arrogancia con la que habíamos desafiado al conjunto de la Creación, pensando de
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manera equivocada que aquello que nos unía era inextinguible —como sucede con la llama de la esperanza—, que despertamos la envidia de los que nunca sienten envidia, o sea, de los propios ángeles del Cielo, quienes, intimidando la naturaleza del astro Rey, convencieron a éste para que se sumergiera por primera vez en las inhóspitas y frías aguas del mar, privándonos también por primera vez de aquel inmenso corazón en llamas, único símbolo posible para un amor como el nuestro, tan parecido a un amor eterno…
de s o t a l e r Más : n e o g u D Beri
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PAOLA PANZIERI
ABRIL,1939. CINCUENTA años después. —¡Entonces podría contarnos cómo se vivieron aquellos años en su pueblo! —comenta el locutor y acerca el micrófono a la mujer lque tiene delante. —¡Por supuesto! Verá, tuve la desgracia de vivir la guerra a esa edad en la que una solo desea ver mariposas en el cielo. —¿Y las veía? —¡Claro!, cerrando los ojos. —¡Vaya, doña María, tenemos alma de poeta! La mujer se sonroja, juguetea con su trenza canosa y confiesa que dedica más tiempo a la lectura del que debería. —Lo mío es la novela —añade apurada— me permite viajar a lugares lejanos desde la silla de mi cocina. En cuanto a su pregunta le diré que Torás era un pueblo pequeño en zona roja,
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que los hombres luchaban en el Frente Popular y los demás trapicheábamos como podíamos. Tan sencillo como eso. —¿Alguna anécdota significativa? —Hay muchas, pero una en especial… aunque no pueda asegurarle que sea significativa: »Era el catorce de julio, 1938. Recuerdo que caminaba junto a otras mujeres en busca de las trincheras republicanas. Avanzábamos rezando cada una lo que sabía. ¡Pero qué demonios…! oímos gritar— ¡Os van a matar! Las habíamos encontrado. ¡No me lo puedo creer! —repetía el soldado que tras salir de su escondite nos arrastraba al hoyo. Se trataba del teniente de aquella división. Entonces, la mayor de nosotras preguntó si la tarea para la cual habían requisado nuestros machos, el día anterior, había terminado. Recuerdo que el joven tenía una extraña forma de hablar, se mordía la lengua al pronunciar las palabras: ¡qué se hunda Sevilla enterita si he entendido aunque sea solo una coma!, dijo y empezó a hacer espavientos con los brazos. Como ninguna de las otras se decidía, hablé yo que, en aquellos tiempos, como decía padre, era muy echada pa lante: señor —dije—, ayer bombardearon nuestro pueblo. Fuimos avisados con
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poco tiempo y abandonamos Torás con los enseres que pudimos cargar en los machos. Tomamos el camino de los Macianes que conduce a Canales por detrás del frente republicano y a llegar al altiplano un grupo de soldados nos paró. El que llevaba una gorra en forma de plato sacó un papel que rezaba:
Por la autoridad que me confiere la República y por necesidad del ejército, confisco estas caballerías. »La verdad les digo que nos dejaron un caballo por no ser apto para los montes. Sopesamos hatillos, colchones, mantas y cacharros de cocina que yacían esparcidos por el suelo y miramos al animal. Mucho había que dejar atrás si queríamos seguir camino. Pusimos entonces rumbo a los Corrales del Mas de Asensio para llevar allí nuestras cosas en varios viajes y en los establos nos encontramos
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con gente del pueblo que había corrido nuestra misma suerte. A la mañana siguiente las mujeres fuimos en busca de nuestras bestias. ¡Ahora lo entiendo, alma mía —fueron las palabras del teniente— ¡decís machos a los caballos percherones! Verás, por lo que cuentas, el que os paró fue un comisario de nuestro ejército, y un pobre teniente sevillano como yo poco puede hacer al respecto, además, los percherones son vitales para nosotros. Lo siento de veras, Miarma, nada puedo hacer por ti. En el camino de vuelta las explosiones no daban tregua y, sobrevolando la Muela, aparecían formaciones de aviones que descargaban bombas sobre las trincheras. Si lo pienso, no sabría decir si en esos momentos me afligía más la posibilidad de que Tono no volviera del frente o la certeza de que el fruto de los cuatro años de servir en Barcelona se iba a ir al traste. —¿Podría explicarnos a qué se refiere exactamente con lo de Barcelona? —Perdonen, se me olvidaba que las cosas ya no son lo que eran, ¡tantos años de vida…! Veréis, entonces una moza debía de tener su dote o si no, de la boda nanai de la china como dicen mis nietas. Bien, como en los pueblos no
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sobraba dinero, a los trece años muchas marchábamos a servir a la ciudad. Ganábamos para el ajuar y restábamos bocas que alimentar en casa. Pues el asunto es que todo lo mío viajaba en aquellos dichosos hatillos. ¡Jesús!... recuerdo que los escondí por los alrededores de los Corrales sin esperanza de volver a encontrarlos. »Pero lo peor vino después, cuando divisamos el campanario de Canales al atardecer de esa misma jornada. Y es que, viviendo en el pueblo, una se había enfrentado poco a la realidad de la guerra y más yo que, según madre, soñaba castillos en el aire con ojos abiertos.
Un hervidero de caballos entraba y salía por la parte trasera de la ciudad. Recuerdo esos gémidos helarme la sangre. Os aseguro que se me encogió el poco alma que me quedaba cuando
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entendí lo que ocurría. Los animales de tiro salían de vacío en dirección a las trincheras para volver a la ciudad cargados de muchachos como Tono a los que las bombas habían amputado brazos o piernas. Poco más que niños que llamaban a gritos a sus madres. ¡Qué os voy a contar! En ese momento me olvidé de todo lo demás. Y desde el final de la guerra no ha pasado una sola noche en la que, al acostarme al lado de mi Tono, no me haya preguntado si la novia de aquel teniente sevillano que me salvó la vida, habrá tenido la misma suerte que yo.
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BEBA PIHEN
En la penumbra del mohoso panteón familiar, leí las placas recordatorias: Manuela, Francisca, José, Eugenio. Y una especie de urna de menor calidad, como de cumplido… Un tal Ramón G. Sin duda un pariente que no conocí… Entonces vi el candelabro; no lo recordaba. ¡Qué raro! ¿Habría estado sepultado entre refajos negros y mantones de Manila, en el fondo de un arcón? Era una pequeña belleza, de alpaca o de plata; una joyita. Recordé otras bellas piezas valiosas que mostraban el nombre del orfebre y la fecha; ahí estaban: Richard Sanders, y un borroso 1902. Lo habían entronizado muy cerca del féretro de Francisca, en una repisa, al pie de una desteñida lámina del Corazón de Jesús. Imaginé un mantelito; uno blanco, de ñandutí, tejido y almidonado amorosamente por la tía
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Francisca. Sería seguramente aquel nudo de hilachas negras que aparecía por debajo del pie del candelabro. Lo alcé; la carpetita se deshizo en motas de polvo; y mientras volaban percibí, en la base, unos trazos rústicos, raspados con un clavo: «De R para F- 1912»; y un corazón. —F… ¡Francisca! ¡La pobre tía tuvo un novio!… ¡Y R…! ¿Richard? ¿Un inglés pelirrojo y flaco? «¿En Lamego?...» La abuela miraba de reojo, entre severa y triste, a Francisca, que era por entonces su apoyo en la vejez; y ella, como siempre, seria y silenciosa, seguía tejiendo bellísimas puntillas y flores para nuestros vestidos, mientras cantaban sus canarios. Después se levantaba y se encerraba en el dormitorio. A veces olía a velas, cerca de la puerta. Ahí no podíamos entrar; ella nos cantaba alguna copla vieja, y nos acariciaba, porque nos amaba; pero a su pieza no entraba nadie. Temblaba, emocionada; tal vez me mareaba el tufo del encierro. Prendí una vela; era un rezo de luz por estos muertos recién descubiertos. Y entonces escuché la historia de Richard: «Andaba de aventurero en el barco de un amigo, pariente del cura. Me albergué en la parroquia; y el párroco me encargó unos santos y un candelabro».
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«Lo terminé junto con los santos; pero él no me lo quiso recibir porque tenía mi nombre, según la costumbre inglesa; entonces se lo regalé a Francisca.» Desde uno de los féretros, sonó una carcajada burlona. ¿La tía Manuela? «Bah; te habías encaprichado con la Francisca; y eras hereje; y la cortejabas a espaldas de sus padres… ¡Mira si no le iban a avisar al cura! ¡Te echó, y te cobraste con el candelabro!»
Una tosecita. ¿Richard? Ella lloraba porque se iban a América. «For you» le dije, cuando le escondí el precioso candelabro bajo la falda. Me iré a América. Esto vale mucho dinero. Tu padre me permitirá viajar con ustedes.
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Sentí que bullía la primavera. Ellos reían bajo los castaños. Volvían de sembrar cuando echaron en falta a Francisca; la buscaron por el prado, hacia el molino del arroyo; los rumores de los vecinos les apretaban el estómago desde hacía algunas semanas. Entonces oyeron la copla y las risas; los «my love, my love, pretty»; él tocaba el corpiño de Francisca; y los vieron besarse. ¡Francisca y el hereje inglés! —¡Vete para casa, Francisca! ¡Y tú, desvergonzado, endemoniado, que no te mato porque me pierdo yo! —gritó la abuela, blandiendo un palo enorme—. ¡Fuera de aquí! Richard saltó a una rama próxima y escapó como un mono. Francisca huiría corriendo, llorando hacia el caserío, apretando el candelabro debajo del refajo. «Da gracias a la Virgen, que no te ha deshonrado, loca, perdida —tronaba el abuelo.» «Y no se hable más del inglés, que lo protege el cura —Dios lo perdone— y será peor para nosotros… No lo veremos nunca más.» Francisca: «Había tanto que lavar y guardar; tanto pan que cocer para el viaje; estaba como atada en casa; y
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él no aparecía más que en mis sueños. Y el candelabro estaba bien escondido en alguno de los pocos canastos y baúles que íbamos a llevar. Imposible mirarlo, siquiera. Lloré tanto… Y al fin, un día zarpamos sin él.» Sentada, casi recostada en el piso, cada vez más absorta… La luz y el humo que envolvían el espacio parecían avivar mis memorias. —La tía acaba de morir —me avisó mi mamá. Lloraba al teléfono. Igual que a la muerte de la abuela. «Y ahí estaba tu mamá: —Dios los guarde —rezó, mientras acomodaba el Corazón de Jesús, la carpeta, el florero… y el candelabro. Se lo confié cuando supe que me estaba muriendo.» Afuera, un viento suave sacude los árboles; la llama se va acabando, mientras crece la penumbra y poco a poco vuelve mi cordura. Me incorporo para apagar la vela; y… (¿por qué ahora?) ... leo bien la fecha original: 1812. —¡Richard vivió en 1812! ¿Quién era, entonces, el enamorado R?
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Miro hacia la urna de Ramón. ¿Un rústico que rayó la dedicatoria con un clavo? ¿Tal vez un pobre aldeano que se robó el candelabro de la Iglesia? Aquella Iglesia tan cuestionada y temida en medio de la pobreza... ¡Cuánto ayudaría para poder seguirla a América! ¿Tal vez sí, escondió el candelabro bajo el refajo de su Francisca, mientras la besaba y cantaba coplas? ¿Tal vez sí, la hubiera deshonrado? ¿Tal vez, un bebé muerto al nacer? Acaricio, como uniéndolos, el candelabro y los dos féretros. Cabeceo, incrédula. Que en paz descansen. Mañana sería otro día.
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ESTRELLLA AMARANTO
NO PODÍA HACERSE a la idea de lo que sus ojos estaban viendo. Una casa completamente reformada y decorada con mucho estilo. —¿Todo esto es tuyo o se trata de un alquiler? —interrogó aturdida por el lujo y ostentación que mostraban las habitaciones. —Vivo de alquiler y el dueño es un buen amigo de la infancia —le confirmó Thomas subyugado por su amplia y delicada sonrisa. Observándola durante unos instantes, se esforzó por sosegar sus nervios. No obstante, Emerald alzó la vista e inesperadamente ambos se encontraron en el mismo punto. Luego, él se dejó llevar y al mirarla de nuevo, sus ojos re-
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corrieron cada minúscula parte de tan singular belleza que lo mantenía obnubilado. Cierto que debió liberarse del molesto pensamiento que lo acusaba de infidelidad, al continuar manteniendo aquella relación a escondidas de su esposa, a quien solía engañarla con excusas de viajes de negocios, cuando en realidad lo único que le importaba era urdir un buen plan que le dejara libre de sospechas. —Mi gatita, voy a llevarte hasta nuestro dormitorio, supongo que querrás cambiarte de ropa. Solo tienes que buscar en los cajones de la cómoda. ¡Sígueme por este corredor! —¿Es tu madre? —interrogó la joven, levantando la mano y señalando con el índice el retrato que vio dentro de una vitrina. Sin prestarle demasiada atención al estar convencido de a quién estaba haciendo referencia con la imagen de la fotografía, dudó qué responderla, por lo que optó por replicarla cambiando de tema. —Llevas un vestido muy elegante, combina perfectamente con tu tez sonrosada y el tono castaño de tu pelo. —¿Cómo se llamaba? —Margaret Mitchell —¿Inglesa? —No, nació en la ciudad sureña de Atlanta, en Estados Unidos.
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—Su cara, me suena de algo... ¿Es famosa? —Sí, mucho. —Disculpa mi curiosidad, pero me gustaría saber a qué se dedicaba. —Era periodista y luego se hizo muy famosa. —Sin duda, una mujer muy interesante, ¿verdad? —Por supuesto. Fue quien compró esta casa hasta que sus herederos decidieron venderla y por casualidades de la vida, Robert me la ha alquilado en tanto que decida si quiere o no hacer uso de ella. —¿Y qué fue de Margaret? —Trabajó para The Atlanta Journal y The SundayMagazine. Se casó en varias ocasiones y no tuvo hijos. Desgraciadamente, murió atropellada por el exceso de velocidad de un taxista, cinco días después del accidente. —Morir así debe ser terrible ¿verdad? —Y además con cuarenta y nueve años... ¡No llegó ni a la mitad de la vida! —¡Qué lástima! ¡Me hubiera encantado conocerla! Supongo que su vida debió ser apasionante. Thomas se mantuvo en silencio, con la vista perdida al fondo del pasillo. Entre tanto, ella le observaba con descaro preguntándose quien estaba realmente detrás de aquella nariz respin-
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gona, casi femenina, el cabello peinado con flequillo, la amplia frente y los ojos de mirada melancólica. Él, esbozó una sonrisa mientras la contemplaba sin perder un ápice de sus movimientos. Continuaron hasta llegar al umbral del dormitorio. Le indicó que podía cambiarse de ropa, mientras iba a buscar unas copas de champán. Sabía que ella no tenía a nadie a quien acudir si le ocurriese aquella noche alguna desgracia. Su familia la había echado de casa y sus compañeras del burdel tampoco podían auxiliarla. Al regresar con la botella y las copas, se quedó fulminado con una punzada en el estómago y una avidez por desnudarla. Llevaba puesto un negligé negro satén muy ajustado y transparente, lo que dejaba casi al descubierto sus prominentes pechos, así como los globos gemelos de sus nalgas. Dejando ambos recipientes y el Chardonnay sobre la mesita de noche, se despojó de la ropa que llevaba puesta y dejándose emborrachar por la agitación que le provocaba su exuberante
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belleza adelantó los brazos para colgárselos del cuello y atraerla contra su pecho. La besó entreabriendo sus labios suaves y húmedos, cediendo al vértigo del deseo y sintiendo la asfixia que la presión y velocidad de otra lengua diligente, poco a poco, le vaciaba las entrañas hasta estremecerse de gozo. Las medusas de sus lenguas se devoraban en infinitas bocas hambrientas como cuevas subterráneas de perfidia y carne húmeda tan acogedora resbalando entre desfiladeros de marfil y piel volcánica. Colocándose a los pies de la cama, le abrió las piernas y con sus manos le alzó las caderas para luego dedicarse a libar con suavidad su sexo hasta verla retorcerse de placer. Más tarde se desplazó a su vientre dándole besos húmedos. Por último, se incorporó dejándose caer encima de ella decidido a penetrarla en una sucesión de miradas, susurros, gemidos, cuerpos entrelazado y sicalípticos besos.
Al día siguiente, se personó Robert, el supuesto propietario de la vivienda. Thomas se encargó de presentarlos y después los dejó a solas en e lsalón, mientras él se dedicaba a realizar unas gestiones en su despacho. —Emerald ¡qué nombre tan fascinante!
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—Si, en la antigüedad se decía que era una gema sagrada relacionada con la victoria y el poder. —¿Formas parte de un sueño o eres real? —ja, ja, ja... ¡Qué cosas dices! —Me encantaría invitarte al cine esta noche. —No hay problema, Thomas no es celoso. Sentados delante de una gran pantalla, Robert y Emerald contemplaron juntos la película Gone with the Wind, cuyo guion era una adaptación de la novela homónima con la que la madre adoptiva de Thomas obtuvo el premio Pulitzer.
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JUAN
A N I D A ME
SILENCIO OMINOSO Y aterrador. Estoy en un colectivo. No es que un minuto antes la gente hablara. Desde marzo del 76 ya no se habla por la calle. Pero ahora, además, hemos dejado de respirar. Han subido tres soldados armados. Uno se queda junto al conductor, los otros dos van directamente a una pareja muy joven. Quisieron bajar, pero el conductor no pudo abrir la puerta a tiempo. Se los llevan. No miramos más que de soslayo. Nadie dice ni hace nada. Seguimos. Solo una mujer estornuda, o algo parecido y se tapa la cara como puede. Creo que llora. Hoy nuevamente cambio de casa para dormir. Ay, ay, amor, ¿dónde estarás, vivirás?, ¿cuál es tu oscuridad?, ¿Habrá sido así contigo? No me perdono haberte dejado ir esa mañana. Tan débil mi «no vayas a la redacción, tengo miedo», y tan seguro e inconsciente tu «son tres
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cuadras no más, entrego y vuelvo en un minuto». ¿Cuántos días lleva ya ese minuto? Lloro por las noches, en la cama, el jergón o suelo que me toque, pero nunca donde me vean. Hasta llorar es peligroso. Sí, a veces hablo con alguno de nuestros amigos o conocidos, cuando damos mil vueltas antes de encontrarnos para estar seguros de que no nos han visto. Me consiguen una nueva dirección para pasar unas noches, y tratan de convencerme de que me vaya fuera del país. No puedo, por ahora no puedo. ¿Cómo dejarte? Pero —y los cuchillitos bien intencionados van cortándome la piel— «¿sabés dónde está, podés hacer algo por él, sabés siquiera si vive, no es mejor que lo esperes segura?». Lo único que sé es que no puedo dejar de hablarte mentalmente. Te escribiría, si fuera otra época o una película, pero ¿adónde? Te pienso y te cuento cada paso del día todo el tiempo. Trato de contestarme como me contestarías, pero hasta eso empieza a fallar. No por olvido, sino porque tus respuestas son las de entonces, fijas en un tiempo que no avanza ni retrocede, ni para vos, ni para mí, ni para nadie. El pensamiento encerrado en un cerebro muere muy pronto. Es una quietud monstruosa en medio de un cielo negro y una tierra igualmente negra con gusto a polvo. El miedo tiembla entre el estómago y el corazón.
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Cierran toda clase de publicaciones, lo que se ve en televisión es vacío y tonto; los artistas que nos ayudaban a mirar el mundo cada día han tenido que irse, o no sabemos qué han hecho con ellos. Ayer supe que secuestraron la edición completa de En el Aura del Sauce de nuestro amado Juan L. Ortiz; bueno, casi toda. Nosotros alcanzamos a comprarla y está bien protegida y guardada. Es mi modesto triunfo de hoy. Acabo de pararme en seco antes de llegar a la esquina. Pasan dos hombres armados corriendo por la transversal, y oigo la voz de un niño que pregunta: —¿A quién van a matar mamá?
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Veo una frutería abierta y entro a comprar dos manzanas mientras pienso qué hacer. No encuentro cambio, me tiemblan las manos y las piernas. Resuelvo seguir y pasar distraída ante la dirección que me espera. Antes de llegar, a la puerta de un edificio de departamentos hay vecinos alterados discutiendo entre ellos. —Uno no puede meterse. —Algo habrán hecho. —¿No había una criatura con ellos? —No sé, no pienso averiguar. Vergüenza, dolor, desprecio, son algunos de los sentimientos entremezclados en mi pecho. Yo sí pienso averiguar. Doy una vuelta a la manzana. Los vecinos han desaparecido y el portero está sacando la basura. Aprovecho un momento en que me da la espalda y me escondo en el hueco de la escalera. Es de noche, tarde, subo en la oscuridad tratando de reconocer puertas cerradas. Oigo un gemido o acaso un maullido. No sé si es tercer o cuarto piso. Al fin veo un hueco por donde se filtra algo de luz. El maullido es más fuerte. Piso papeles, objetos, ropas, pero nada se mueve. En la cocina-lavadero me parece ver un movimiento. Lo llamo, pero desde atrás del lavarropas no sale un gato sino una criatura temblorosa de cuatro o cinco años.
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—Vamos —le digo y la lle-vo otra vez al hueco de la escalera. Creo que esperamos una eternidad, pero por fin se enciende una luz automática, baja un ascensor. Me enderezo y con la criatura de la mano, aparento dirigirme a la puerta. Un hombre sale del ascensor y casi sin mirarme abre la puerta para dejarnos pasar mientras murmura: —Buenas noches.
Es la primera vez desde que te llevaron que miro las estrellas. No sé a quién llevo de mi mano. Sé que no la dejaré por ahora. Y tal vez, si
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no hallamos abuelos o tĂos, ahora sĂ acepte irme con ella. Mientras te espero y ella espera a sus padres, juntas aprenderemos a vivir.
e d s o t a l e MĂĄs r : n e a n i d e Juana M
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RAQUEL PEÑA
OLAS VIENEN Y van como bailarinas danzantes ¡pareciesen alegres! es lo que perciben mis ojos esmeraldas, los cuales vuelven a contemplar este inmenso mar, quien ha sido testigo de la tormenta que guarda mi corazón. Recuerdo cuando llegó la embarcación un mes de abril de 1850, fue cuando lo vi por primera vez, ese color azabache, cabellos enrulados y unos dientes blancos como la leche recién ordeñada, con una estatura promedio de 1,80 y esa contextura de un hombre bien fornido, sus músculos desnudos hicieron latir mi corazón a prisa, como si un volcán acababa de hacer erupción, fue una reacción innata y pura, apenas era una joven primaveral como me decía mi tatarabuelo Antonio, un español que llegó a estas Tierra de Gracia en aquellos tiempos de colonización.
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Mi padre Paco era un hombre de temple, de profundos ojos verdes. Era arraigado a sus viejas tradiciones familiares, en eso de unir o mezclar la sangre. Fue algo que retumbó en mi mente, como ese pito que anunciaba la salida de los barcos, sus silbidos parecían que me decían «no puedes enamorarte de él eres blanca, él es negro». Lo curioso, es que sentí que también ancló sus ojos ébanos en los míos. Aquellos tiempos eran de esclavitud, era el crimen humanitario más penoso, donde la guerra era lo que prevalecía, a pesar de ser libres y soberanos gracias a la gesta independentista, aún imperaba en los hombres el deseo de la guerra, avivando la llama de luchas y buscando mil razones, para tener una consigna que iniciara las batallas. Esos días, fueron terribles para los esclavos, ellos trabajaban duro en aquellas haciendas. Era época de café y cacao, eran codiciados en el otro lado del mundo y también en otros países de América, en especial el cacao con una gran demanda comercial. Te escribo sobre esto y me llega el aroma de ese rico chocolate caliente, esa bebida me daba fuerza para soportar y aliviar mis penas de aquellos días donde me sentía esclava, al igual que él. Me hacía trasladar a la hacienda donde estaba atado y conectarme en una forma mágica indescriptible. Siempre supe donde estaba, muchas veces pude verlo de cerca. Le dije una vez que pude ha-
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blar con él «cuando seas libre, me buscas, te apoyaré». Me miró con sus ojos ébanos y me regaló una sonrisa, para entonces, ya contaba con 19 años. Se cuenta que la explotación cacaotera, era la plataforma fundamental de la agricultura para estas comarcas y que su cultivo se desarrollaba desde la Pedraza en el piedemonte andino, hasta la Orinoquia y dentro de la Hoya del Lago de Maracaibo, luego embarcaban las fanegas de cacao que iban rumbo no solo a España, sino a La Habana y a México. Aprendí mucho de esto con mi padre, quien se extrañaba mucho, porque las mujeres nos dedicábamos a otras cosas. Pero, como era su única hija, me enseñó todo sobre el cacao, para que siguiera los negocios de la familia.
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Vientos de libertad, se asomaron en ese año de 1854, cuando los movimientos y consignas que abanderaban los liberales era la: «Abolición de la esclavitud». Pronto, serás libre, me repetía a mí misma. Ese día, apenas escuché la noticia que se firmó por José Gregorio Monagas la ley de la abolición de la esclavitud, mi corazón volvió a erupcionar. Solo esperaba, poder encontrarme con él y decirle que le amo, desde aquel día que fue traído a estas tierras. Sin embargo, nadie se imaginaba, ni siquiera los liberales que aquellos vientos de libertad, cam-biaran su rumbo convirtiéndose en vientos de guerra, 5 años más tarde se inicia la llama de la Guerra Federal, aquella guerra que se dio entre conservadores y liberales que dejó devastada nuestra tierra, sumida en muchas muertes y desolación, fue la guerra más larga 4 años de lucha y esos 4 años, 2 meses y 4 días, para ser exacta, me impidieron encontrarme con mi volcán, así lo llamaba yo. Los conservadores se oponían a modificar el orden social establecido desde la colonia y los liberales proclamaban ideales de libertad e igualdad, algo que aún no veo y creo que moriré y seguiremos en esta lucha social y aunque, ya no vemos guerras sangrientas desde la guerra
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Recuerdo, que aquella mañana de abril, fui como de costumbre al Puerto, a ver las olas y a recordar aquel día. Habían pasado ya 5 días que había terminado aquella guerra, los conservadores y liberales firmaron un acuerdo de paz, al que llamaron Tratado de Coche. Murieron más de 150.000 personas, muchas ciudades habían quedado devastadas y casi destruidas. Obligó a muchos a trasladarse a buscar trabajo. Gracias a mi don de ver más allá, conservé dinero y el negocio familiar se mantenía en pie. Ya mis padres habían muerto y había quedado con el manejo del comercio, algo difícil en aquellos tiempos.
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Pensando, ahora que no hay nada que me impida verlo, culpaba al viento, el viento se lo llevó, se llevó todo, menos mis recuerdos. En ese instante, cerré los ojos, y escuché una voz: «nunca debemos perder la esperanza, mañana será otro día». El tiempo me devuelve, lo que el viento se lleva. Al día siguiente, al abrir la puerta, mi Volcán estaba allí.
Más e d s o t a l a re ñ e P l e u q Ra : g o l b u s en
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JOSÉ R. CAPEL
CONOCÍ A OLGA en un curso de poesía, entre versos alejandrinos y rimas asonantes. Luis, nuestro profesor, tenía una capacidad increíble para rimar los sentimientos más bellos y provocar la admiración de las féminas que asistían al curso. Reconozco su maestría e incluso, a mi pesar, la congoja que nos invadía cuando su voz firme recitaba sus hermosas letras. Yo era más de realismo sucio con rima libre y pretensiones filosóficas. Mi vida anodina, mis escarceos con prostitutas o las interminables horas en las barras de bar, junto con mis escasos dotes como escritor o poeta, daban para poco más que cuatro versos de nula trascendencia y discutible valor estético. Olga se quedaba prendada de Luis y su voz de locutor. Yo me colgaba de sus cómplices miradas y maldecía mi patética presencia y mi voz desgarrada, que convertía las palabras en ara-
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ñazos temblorosos y ridículos. La gente acogía mis versos con un silencio respetuoso y, él, el poeta de voz profunda, me corregía y ridiculizaba ante mis compañeros de curso: En el mercado de la vida tu cuerpo desnudo y mi alma podrida son monedas de cambio tu cuerpo y el sida mi alma y la vida Finalicé con un carraspeo y miré a Olga, sentada dos sillas más adelante. Ella únicamente tenía ojos y oídos para el profesor. Luis me contestó con otra poesía, aunque improvisada, con mejor acogida: Ni la métrica, ni la estética, amigo Y es lo que siempre digo si rimar es la cuestión deberías poner atención que una puta o una querida pueden tener o no el sida pero tu dudosa vocación de poeta maldito o santo varón tienen el mismo recorrido que un cantautor aburrido de su lineal melodía y su aparente rebeldía.
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La clase entera arrancó en aplausos ensalzando la figura del maestro y provocando mi humillación y vergüenza. Podía haber puesto a Dios por testigo de que jamás volvería a beber, pero soy ateo y tampoco estaba seguro de cumplir el juramento. Cada día mis sentimientos hacia Olga eran más profundos. Me encandilaba su apariencia virginal, la elegante forma de caminar, o el rostro dulce, como su sonrisa, o sus gestos vergonzosos, como cuando hablaba con la carpeta abrazada cubriendo sus senos y bajaba la cabeza tímida, incapaz de aguantar mi mirada. Pensé que podría tener una oportunidad, pero cada vez que me acercaba más a ella, más cuenta me daba de lo lejos que estaba de mí. Mi pinta de marginado que intenta integrarse en una sociedad que no permite la integración, contrastaba con su presencia impecable. Si un rayo de sol se
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hubiera filtrado por la ventana y hubiera iluminado su rostro, creando esos halos luminosos que dotan de cierta magia a quien se interpone en su trayecto, creería que la misma Virgen María asistía a nuestra clase de poesía. Por suerte, las clases eran nocturnas y la ilusión del milagro mariano era imposible. A medida que avanzaba el curso, noté como Luis se aproximaba a Olga en la misma medida que ella se alejaba de mí. Cuando finalizaban la clase siempre se quedaban para comentar sus trabajos y probablemente luego irían a cenar o Dios sabe qué. Una noche, tras echar un polvo con Melania, una amiga prostituta que a veces no me cobraba por sus favores, fumaba encajado en el estrecho balcón que daba al puerto. La pensión y la habitación eran terribles, pero las vistas eran fantásticas. Apuraba mi cigarro intentando encontrar poesía en las virutas de humo que enturbiaban mi visión de la luna equilibrista sobre un cable eléctrico, y se reflejaba coqueta en las aguas calmadas del puerto, en el olor a pescado y orines, en las putas de la esquina, en los rateros habilidosos y en las sombras escondidas entre los porches. Tenía material, pero me faltaba aptitud. Quizás debería ir un día al campo a contemplar el amanecer y olvidarme de la deprimente realidad que me rodeaba. Melania me
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abrazó. Noté su cuerpo desnudo rozando mi espalda. Imaginé que era Olga quien me acariciaba, cerré los ojos y la empujé hacia la cama. Follamos con dulzura, lentamente. Busqué su placer y no el mío. Sentí sus uñas clavadas en mi espalda, intentando aferrarse a mí. A mí y a mi vida de mierda. Pensé que cada uno tiene lo que se merece, probablemente el profesor de voz penetrante era el regalo que Olga ansiaba, el encaje perfecto. Yo era poco de encajar y mi realidad era tan turbia como mi mente. Melania encajaba con todos, sobre todo si pagaban. Por eso le agradecí una vez más su generosidad conmigo. Melania se relajó, entrecerró los ojos y se acurrucó junto a mí, intentando adaptarse a mi posición fetal. Yo seguí imaginando a Olga, susurrándome versos de Machado o de Bukowski y me volví para verla. Melania me sonrió y me dio un beso en la frente.
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En una de las terrazas de los diversos restaurantes que hay frente a la pensión, una pareja brindaba por el amor y la poesía. Un profesor y su alumna. Él, de clara voz, ella con destellos luminosos, En la miserable habitación de la pensión, las sombras de un hombre y una mujer abrazados, él de voz arrugada y áspera, ella con señales de mala vida. Un vino barato sirvió para brindar por la poesía y el amor. Poesía barata, como el vino, y amor sin pasión y con preservativo.
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MIRNA GENNARO
ESE LUNES, CINCO de abril de 1982, sonó el timbre y la clase no salió al recreo. El aula estaba colmada de bullicio, como si un enjambre se hubiera instalado. Había finalizado la hora de Historia. La profesora había dedicado los cuarenta y cinco minutos a hablar de una guerra que no estaba en los programas de enseñanza establecidos. Era una guerra nueva, cercana, tal vez propia. La profesora respondió las preguntas que pudo. Era la primera vez que todo el país atacaba a un enemigo externo en su propio territorio, en ese siglo que ya iba terminando. Al salir del colegio, Marina se quedó en la puerta. Esperaba a Adrián. Él era un poco mayor que ella, tenía dieciocho, y se encontraba haciendo el servicio militar. Tenía que completar un año de servicio y luego podría proseguir su vida. Planeaba estudiar derecho y comprarse una moto.
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Marina lo recibió colgándose de su cuello. Él la besó como siempre, haciéndola girar como una calesita. Ella le sonrió, pero una sombra oscureció pronto su mirada. ─Hoy la profe de Historia nos dijo que hay una guerra. ─¿Recién te enteras? ─¿Por qué no me dijiste nada? ─No quiero pensar en eso. ─¿Por qué? ─Mi papá dice que podrían enviarme al frente. A esa fecha faltaban solo dos meses para que le dieran la baja del servicio militar, sin embargo, las bajas habían sido suspendidas. Los días comenzaron a pasar para Adrián con la tremenda sensación de que había alguien más ocupando el lugar que le correspondía a él. Había chicos que morirían y quedarían abonando tierras desconocidas o que volverían inválidos o con otros impedimentos. Y él seguía allí, culpándose porque no lo llamaban y culpándose más por desear que no lo llamaran. Tal vez fuera demasiado joven, inexperto, incapaz de enfrentar a un enemigo sagaz y poderoso. No sabía que su familia había movido influencias para que lo dejaran a un lado en las listas de convocados. Cuando Adrián se enteró del motivo de su suerte, tuvo una agria pelea con su padre. Él, un
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abogado con muchos contactos, había logrado que su único hijo fuera preservado, a expensas de algún desafortunado desconocido. Sin embargo, la influencia del hombre de leyes no llegaba a su propio descendiente, quien pronto se presentó como voluntario.
El drama familiar fue continuado con la reacción de su novia de 16 años. ─¿Por qué vas a ir a pelear por unas islas de mierda que no le importan a nadie? ¡Hasta ayer no sabías ni donde estaban! ¿No te importa que yo me quede sola? Adrián no tenía respuestas a las preguntas de su novia. La miraba y veía con sus ojos grises. Veía humo, explosiones, partes de cuerpos vola-
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dos por minas. No quiso seguir mirándola de frente. No podía ocultarle el miedo que sentía o la desolación por saber que allí, en Buenos Aires, nada parecía haber alterado las rutinas absurdas de la gente. Solo se había agregado un horrendo radioteatro a los cientos de fantasías insípidas que abonaban la insensatez de los televidentes, como si esa guerra fuera de otros. La guerra, ese monstruo oscuro y pútrido, se comió a muchos combatientes. Pero Adrián volvió, incompleto, pero vivo. Marina lo estaba esperando. No había tenido noticias de él por dos meses. Saltó de alegría cuando los padres de su novio la llamaron para avisarle que él volvía. Se rateó del colegio para ir a recibirlo. Sin embargo, no pudo colgarse de su cuello una vez más, porque él estaba en silla de ruedas. ─Hola, Marina. No tenías que venir. Y una voz de fondo de pozo se abrió camino para alejarla. Él no estaba dispuesto a nublarle la alegría de vivir. De su mente solo salían ideas negras que mancharían la pureza que destilaban los ojos grises de Marina. Necesitaba un huracán que se llevara lejos sus recuerdos. Un vendaval que barriera las hojas mustias de sus pensamientos. ─Nos vemos otro día ─le dijo él, rechazándola.
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Y Adrián se fue con sus padres, dejándola desorientada, confundida y enojada. Marina no supo nunca lo que significó vivir en medio de una guerra. No supo del frío, del hambre, de la soledad o el miedo que se mete en los huesos. En el colegio le dieron razones para la lucha y la defensa de un lugar inhóspito y lejano. Nunca le hablaron de las razones para no poner en peligro a los jóvenes que harían el futuro de la Patria. Solo supo que, tras una guerra, solo quedan pedazos de cristal partidos como su corazón y que no se vuelven a unir como antes. Adrián se apartó de sus viejas rutinas. No le pesaba tanto la falta de una pierna como la invisibilidad a la que habían sido confinados los que volvieron con vida. La guerra terminó. La guerra desapareció como por arte de magia. La gente pudo volver a los antiguos teleteatros, a los partidos de fútbol, con el alivio de no estar enviando a unos jóvenes a morir por ellos. Y como el enojo debe encontrar un camino de sa-
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lida, se dirigió a hacer críticas sin eco hacia los intocables del gobierno. Muchachos como Adrián debieron sumergirse en una nueva lucha, contra la ignominia. Porque no hay peor ofensa contra el honor que el descrédito hacia aquello que lo sustenta o, tal vez, el olvido.
e d s : o t g a o l l e b r u s n Más e ro a n n e G a n r i M
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ARACELI RODRÍGUEZ SOBRE SI FUE el día más feliz de mi vida, yo no diría tal. Tú seguro que te lo imaginaste aderezado con unas notas de violín y mariposas en el estómago. Nada más lejos de la realidad, querida Dalila. Tanto es así que justo antes de conocerla, acababa de vomitar un candado negro feísimo. El número 56 de mi colección. Sucedió una tarde al salir del Grand Palais. No recuerdo bien quién me recomendó aquella exposición sobre el continente africano. El caso es que salí mareado a causa de los síntomas de malaria infantil rondando por mi cabeza. Decidí dar un paseo el tiempo de devolverle a mi rostro su tinte original. Es curioso cómo los recuerdos pueden volver tras años de maceración reconvertidos en sensaciones físicas. Créeme si te digo que te estoy escribiendo esto y aún puedo sentir, como entonces, el característico martilleo
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en el estómago que precede a un candado. En esas situaciones siempre intento aguantar el tipo y hacer como si nada. Pero has de saber que, si bien resulta doloroso expulsarlo, aún más lo es retenerlo contra su voluntad natural de querer ver la luz y oxidarse como un candado normal. Cuando ya no pude aguantar entré en la galería de la calle Haussmann buscando un lavabo. Aquel día, ironías del destino, una completa desconocida inauguraba su colección de objetos metálicos mientras yo sentía ya el frío bronce subiendo por mi garganta. Así que ya ves que el contexto no fue precisamente el más romántico. Sobre cómo alumbrar un candado, te diré que no tiene demasiado misterio. Me fui a un rincón e introduje discretamente dos dedos en mi boca. Seguro que estás frunciendo tu cara en una mueca de disgusto, pero has de saber que en esos casos todo transcurre de la manera más limpia. Cuando los saqué traía sujeto por el aro un candado. Su tamaño era idéntico al de sus hermanos, ideal para bloquear un equipaje. Lo coloqué con sumo cuidado encima de la palma de mi mano y me quedé absorto en la contemplación de su aro cromado y el cuerpo color azabache. Me disponía ya a guardar la pieza en el interior de la mochila, con el resto, cuando
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escuché una voz femenina decir: «bonito candado, parece gótico».
Quizá al girarme no sonasen violines, pero lo cierto es que me quedé sin palabras. Solo acerté a depositar al recién nacido en las manos de esa completa desconocida que resultó ser la artista del lugar. A cambio ella me presentó, entre otros, al gallo Babilonio con su plumaje de cobre y también su obra maestra expuesta en el centro de la sala: el sauce llorón de hierro, tu preferido. Fui el último en abandonar la galería y las semanas
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posteriores perdí la noción del tiempo, aunque sí recuerdo ir cada día con la excusa de conocer todos los detalles de su obra. Mis visitas reiteradas dieron sus frutos cuando nos dimos nuestro primer beso frente al espinazo de la ballena en bronce y también cuando hicimos el amor frente al oso mirón bañado en cobre. Poco a poco la galería se convirtió en una especie de hogar para nosotros en el que a menudo pasábamos las tardes sentados a los pies de nuestro sauce llorón. En vísperas de Navidad quise yo también enseñarle mi colección. Recuerdo que mis manos temblaban al abrir la mochila y ella risueña y con la delicadeza impropia de quien moldea el hierro fue cogiendo uno a uno los 56 candados y colgándolos en las ramas del llorón. Para cuando hubo terminado, supimos que aquél sería nuestro árbol de Navidad. Imagínate cuán feliz llegué a ser a su lado, que en todo ese tiempo no vomité un solo candado. Si me preguntas cuánto duró no sabría decirte, ya sabes que la precisión temporal es algo espantoso para mí. Solo sé que todo reventó aquella tarde de lluvia que nos sentamos frente al llorón con una taza de té y ella hizo saltar todo por los aires con la confesión de su embarazo. Si bien mi primera reacción fue de alegría, confieso que lo que vino después fue fruto de
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mi inmadurez. Me angustia pensar en aquellos días en que volví a mi viejo hábito de vomitar candados. Llegué a expulsar uno cada día las primeras semanas, tras conocer la noticia. Ella algo intuía y pese a mostrar su comprensión se volvió fría como sus esculturas al tacto y yo sentía vergüenza de mí mismo. Te mentiría si no te dijese que pensé en abandonarlo todo aquella tarde en que cargué mi mochila con el peso de mi secreto y me fui a orillas del Sena. Pero aquí me tienes. Y por si no lo sabías, fue en el momento del parto cuando vomité mi último candado, el número 82.
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Ese día estreché su mano o quizás ella estrechó la mía y naciste tú, querida Dalila. Nos asustamos porque no llorabas cuando el médico te alzó en sus manos. Luego te entró el hipo y vomitaste una llave, esa que abría todos mis candados. Tu madre y yo nos miramos y no hicieron falta las palabras.
e d s o t a l e r s z Má e u g í r d o R i l e Arac : g o l b en su
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BRUNO AGUILAR
LEONOR ERA UNA mujer en guerra, una luchadora contumaz en continuo y desesperado combate contra la contaminación, los residuos y la desidia hacia la sostenibilidad del planeta que como un tumor maligno se extendía implacable por todos los estratos de la sociedad. Y ahora también lo estaba contra el que era su novio, Javi, pues ese: «¡Solo es una bolsa de plástico! So histérica…», que le dedicara cuando se levantó de un salto de la toalla en la que tomaba el sol aquel caluroso día de playa, tras la bolsa que un inesperado vendaval le arrebatara de entre las manos, era toda una declaración de intenciones; un punto de inflexión del que no creía que saliera indemne la relación. Tres años de convivencia. Se lo habían pasado bien esos años, por supuesto, y al principio su
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recién estrenada pareja se esforzó por doctorarse cum laude en el correcto uso de los contenedores de reciclaje «Amarillo para latas, envases y briks, pero no para la maquinilla desechable — había aleccionado Leonor cuando Javi se encontró con la casa tomada por los diferentes cubitos de basura—. Papel y cartón en el azul. ¡No!, las servilletas usadas en el orgánico, y el vidrio en el verde. ¡Ojo! Vidrio, que no cristal». El muchacho encajaba con una sonrisa, estoico, cada una de las lecciones que Leonor le daba en materia de reciclaje. ¡Incluso llegó a separar aceites, pilas y bombillas! Ella a cambio, aceptaba de buen grado la exacerbada afición del muchacho por el deporte, acompañándolo en la medida de sus posibilidades. Las brasas de la pasión se extinguieron lentamente por causas naturales pero la pareja, en un alarde de insensatez, en vez de fomentar un término sereno y cordial de la relación, se dedicó a avivar el fuego del enfrentamiento y así, las particulares inclinaciones de cada uno se convirtieron en dardos envenenados que el otro arrojaba a la menor ocasión. Eso sí, nunca se había traspasado la inaceptable barrera del insulto, y si ella era una histérica, él no era más que un borrico embrutecido. Obstinada, Leonor continuaba la persecución de la bolsa en su alocada huida hacia ninguna
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parte, esquivando sombrillas, neveras y cuerpos enrojecidos de intenso olor a protector solar cuando de repente la ráfaga de aire se encontró con otra que venía en sentido contrario, abrazándose a ella en una espiral de pasión que provocó el caos en varios metros a la redonda. Papeles, bolsas, arena, ¡hasta sombrillas volaron sin control alguno en torno a Leonor!, que cegada chocó contra un cuerpo que como ella se había visto sorprendido por la inesperada tolvanera.
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«¡La bolsa…!», se le escapó a la chica con el aire expulsado por el encontronazo; «¡La botella…!», le respondió el invisible obstáculo. Cuando el remolino se diluyó, tan rápido como se había creado, Leonor se encontró despatarrada sobre la arena con una botella de plástico vacía en la mano, junto a un muchacho tirando cuan largo era con la bolsa huidiza apresada bajo su cuerpo. Se miraron sorprendidos, enarenados de arriba abajo, y no pudieron más que reír. —David —se presentó el muchacho tomando la iniciativa. Una máscara de arena y crema solar factor 50 le cubría la cara, resquebrajándose en torno a los ojos y a la comisura de los labios al sonreír—. Cazador de botellas. —No muy bueno, siento decir —apuntó la joven risueña, mostrándole triunfal la presa atrapada. —Tampoco usted lo es en lo referente a bolsas, señorita… —Leonor. —Leonor… —Dame la bolsa, David. Me encargaré de tirarla. —En el amarillo, por favor. —La duda ofende. —¿También perteneces a Amigos de la Tierra? —Gaia Primigenia. Una asociación mucho más pequeñita. —No hay esfuerzo pequeño en nuestra lucha. —Cierto.
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—Y dime Leonor, de Gaia Primigenia… ¿Podría invitarte a un refresco que nos limpie la garganta de arena? —Tendría que ir a por mis cosas. —Por supuesto. —Me las guarda mi novio. —Vaya... —Estaré de vuelta en quince minutos. —¿Con tu novio? —Solo con mis cosas. Tras una tarde de risas, confidencias y mucho compromiso por la que era una lucha común, Leonor decidió abandonar la relación tóxica en que se había convertido la vida junto a Javi. Antes de cerrar la puerta del que fuera su hogar los últimos tres años, la muchacha dejó sobre la mesa de la cocina la bolsa y la botella de plástico recogidas el día anterior, junto a una nota que decía:
s e b a s a y , . s o Javi l r ira t e a dónd a histéric
:L . Siete años después, Leonor y o d F David, se encuentran en Nuevos Ministerios ante el espectacular escenario donde ha concluido la Marcha por el Clíma, multitudinaria manifestación organizada en protesta contra la COP25 en la que los ecologistas poca o ninguna fe tienen. La pareja
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mantiene viva la llama de la pasión, mucho más fuerte y duradera que la tolvanera de verano que los uniera hace ya tanto tiempo, y como testimonio del amor que se tienen está Joaquín, que sobre los hombros de David, expectante, señala cuanto llama su atención. De pronto, el cuerpo del pequeño se tensa: «¡Ahí está!», grita a voz en cuello para hacerse oír por encima de la estruendosa ovación que ha inundado la explanada, señalando a la delgada joven que con paso tímido se ha colocado en el centro del escenario. «Skolstrejk för klimatet», puede leerse en el cartel que lleva entre sus manos. —Papá. Mamá. ¡Es Greta. Greta Thunberg!
e d s o t a l e r s Má r a l i u g A o n u r B : g o l b en su
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CARMEN FERRO
«ERAN TIEMPOS COMPLICADOS, hija. Eso les pasó a muchas muchachas de este pueblo, y de muchos otros. Era una época difícil para las mujeres que se quedaron solas. Ellas no podían elegir su destino, ni siquiera rebelarse en contra.» Esa es la única explicación que dio mi madre, cuando le pregunté por qué mi abuela tuvo dos hijos de soltera, y los hijos de su tía Inés tampoco tenían padre. Era la curiosidad de una niña, que empezaba a darse cuenta que en el pueblo había muchos hijos sin padre conocido. No están reconocidos, me contaban las vecinas. Incluso las malas lenguas decían que muchos compartían padre, aunque nadie en el pueblo se atrevía a decir quién era.
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A mi madre no le gustaba hablar del pasado, pero una tarde me puse tan pesada que conseguí arrancarle esto: «El padre de tu abuela desapareció una noche, y nunca más volvió a casa. Jamás se supo dónde pudo ir a parar un hombre que no se llevó ni la cartera. Unos cuentan que el cura lo delató por rojo, otros que se escapó al monte y lo mataron, o que lo tiraron muerto en una cuneta. Algunos dijeron que aprovechó el claro de luna para cruzar el río a Portugal; incluso alguien dijo que se embarcó de polizón en un mercante, y se marchó a las américas. El caso es que nunca llegó una carta, ni apareció su cadáver. Así que mi abuela se quedó más sola que la una y con cuatro hijos, en un tiempo donde todo era hambre. Los chicos se marcharon a buscarse la vida por el mundo adelante, y mi madre y su hermana se fueron a trabajar como sirvientas, en la casa del hombre más rico de la comarca. El que tenía las fincas y los viñedos más grandes, y otros negocios de los que nadie se atrevió a hablar nunca.» Aquel día no hice más preguntas. A mi madre le angustiaba hablar de esas cosas. No había sido fácil ser una niña nacida en la posguerra, y sin padre. Preferí indagar por mi cuenta. Así es como supe que mi tío Andrés era fruto del seño-
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rito de la casa, donde mi abuela trabajaba de sirvienta. Apenas tenía quince años, y él treinta. No le importaba nada estar casado con la hija del mayor terrateniente de la comarca. Era señor de caprichos, y se tomaba por su cuenta lo que no conseguía con su labia de seductor. No sé si la abuela sucumbió por la necesidad, o convencida de que su belleza era irresistible para un hombre como él. Prefiero pensar que la conquistó con cuatro camelias del jardín de los señoritos, y ella, tan niña, se creyó sus cuentos. Mi madre no me contaría nunca lo que me contó su tía Balbina: «Eran tiempos muy difíciles para una mujer sola, con un hijo para mantener, y una madre viuda. Sin hombres en casa, era muy duro sobrevivir. Casi todos se habían marchado, solo quedaron los en-
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fermos y los viejos. Unos se los llevaron al frente, y otros se fueron y nunca volvieron. Eran tiempos duros, Inés. Muy duros para una mujer pobre, y sin un hombre que la pudiese defender.» Así me enteré, de que aquellos tiempos difíciles, no habían sido duros para todos. Unos pocos vivían muy bien, sobre todo los caciques vencedores de la guerra. La tía Balbina me contó cosas que parecían cuentos, pero no lo fueron. Me dijo que a la comarca llegó un grupo de alemanes, muy amigos del alcalde: —¿Quiénes eran esos hombres, tía? ¿Qué hacían en este pueblo tan alejado? —Eso yo no lo sé, niña. Solo sé que eran unos mozos altos y rubios, con los ojos claros, que se alojaban en las mejores casas y en el pazo del marqués. Yo solo sé eso. Uno se encaprichó de tu abuela, y ella tenía que seguir viviendo para criar a su hijo. Prefiero pensar que los ojos azules de mi madre son fruto de la ilusión de una jovencita de pueblo enamorada, cortejada por un apuesto extranjero. Quiero pensar eso, porque esos ojos azules también los heredé yo. Entonces imaginé a mi abuela vestida de sirvienta, con su cofia y su delantal de sirvienta,
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con su cofia y su delantal de sirvienta, y unos guantes blancos, sirviendo las viandas en una mesa de caballeros rubios y altos. Imaginé tanto, que vi como mi abuelo le guiñaba su ojo azul de extranjero. Vi como dejaba una nota debajo del plato, que ella recogería más tarde. Vi como la leía con los ojos muy abiertos, sorprendida; esa pobre que nunca aprendió a leer. La citaba esa noche en el jardín, después de las diez. La vi salir de la casa a escondidas, correr entre los setos al encuentro del galán de ojos azules, que ya la esperaba sonriente debajo del camelio, con una flor en la mano. La abuela estaba espléndida bajo la luna llena. Llevaba puesto un vestido rosa, que le tomó prestado a la señorita de la casa. Una niña bien y buena. Ella tenía muchos, y a mi abuela ese le quedaba tan bien…
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Imaginé un beso apasionado, y el corazón de mi abuela latiendo en el pecho. Las manos del alemán abrazándola por la cintura y ella temblando tímida, sin entender ni una palabra de su amor germánico. Era irresistiblemente guapo. Y mi abuela una mujer bandera, que había enamorado a aquel hombre rubio y alto que admiraba, embelesado, su belleza morena y sus ojos verde aceituna. Fue así, abuela. Fue así… Todo lo demás se lo llevó el viento.
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DAVID SERRANO
ME MIRO EN el espejo y no me convence lo que veo. El paso de los años, los partos, los golpes de la vida han dejado demasiadas cicatrices. En mi reflejo no noto la fuerza de antaño. Aunque las curvas se mantienen, crecen demasiado para mi gusto. Noto cada vez más arrugas en el rostro y la turgencia de mis piernas tiene poco que ver con aquellas que me hacían volar cuando salía a correr. La gravedad no perdona. Por mucho que siga trabajando la musculatura y elasticidad a diario, cada vez me gusto menos. Sin embargo, no puedo dejar de sonreír. Sé que eso también me provoca arrugas, pero esas no me preocupan demasiado. Ante mi tengo el reflejo de una mujer feliz.
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LA MIRO DESDE la cama. Esta plantada delante del espejo, completamente despeinada, haciendo muecas y observando su cuerpo, descontenta. Sonrío. Esta preciosa. Es preciosa. No puedo imaginar una mirada más dulce ni una sonrisa más sincera. Admiro su cuerpo. La perfección de sus imperfecciones, la asimetría de formas imposibles que mis manos no se cansan de recorrer y se me dibuja en la cara una sonrisa bobalicona. Me siento afortunado, soy un hombre feliz.
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FRANCISCO MOROZ
JUAN Y MARÍA se conocieron en la pradera de San Isidro, bailaron juntos por primera vez en la verbena de La Paloma y desde hacía pocos años compartían una buhardilla en el barrio de Lavapiés donde habían construido su nido de amor. Ella era modistilla, él aprendiz de impresor. Con poco dinero inventaban momentos para ser felices. Paseaban de la mano su amor por la Plaza Mayor, bajo los carteles del «No pasarán», junto a la Cibeles —la linda tapada la llamaban por entonces—, cubierta de sacos terreros para salvaguardarla de las explosiones de las bombas. Se tomaban un café aguado de vez en cuando, con la excusa de sentarse enfrentados y perderse cada uno en los ojos del otro.
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Su amor era incombustible. Con él y sus cuerpos se bastaban para conseguir el calor necesario en las noches heladoras y los muchos besos que se daban, les proporcionaban la luminosidad en esos oscuros y aciagas jornadas llenas de incertidumbre y tan escasas de alimento que llevarse a la boca. Con las caricias obtenían la tranquilidad imprescindible con que apaciguar la angustia de la soledad. Cuando las escuadrillas de las tres viudas surcaban el cielo, bajaban de dos en dos las escaleras de su edificio para buscar refugio en el portal o en el sótano. Si les pillaba en la calle corrían pegados a las paredes buscando la más cercana boca de metro; subterráneos que se habían convertido en sumideros de miseria compartida. Hacía un mes, las tropas rebeldes llegaron a los arrabales de los Carabancheles y accedido a la Casa de Campo y desde allí asediaban la metrópoli. Entre tanto, desde dentro, algunos que se llamaban así mismo defensores, eliminaban a los traidores colaboracionistas. Todo aquel que se oponía a sus requisas o les parecía sospechoso, era encontrado al amanecer junto a la tapia de algún cementerio con el tiro de gracia en la cabeza. A Juan lo llamaron al frente, estaba en edad de luchar, aún sin instrucción
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militar le mandaron a reforzar las líneas de la ciudad universitaria; por donde el enemigo pretendía entrar a la capital. Metido en la trinchera durante las tensas noches silenciosas, pensaba en María. En su ausencia, ella se acurrucaba en un rincón de la buhardilla para hacerse invisible, pues la muerte se paseaba por las calles con las patrullas con un fusil al hombro, a la caza de incautos, o se apostaba en los balcones disfrazada de francotirador. Añoraban el verse, el tocarse, el besarse, para comprobar que era real lo que sentían con tanta intensidad. Pero les había tocado vivir su amor en tiempos de mucho odio exacerbado, donde los vecinos se delataban entre ellos y las venganzas se dictaban diariamente con sentencia de pena de muerte. Aquella mañana fue una de tantas en la que los tonos grises predominaban en un cielo que amenazaba lluvia. Frío intenso de mes de noviembre. María pensó en su Juan, se lo imaginaba temblando dentro de un agujero socavado en la tierra embarrada, soportando la humedad que subía del río Manzanares con el poco abrigo que le proporcionaba su mono de trabajo y una chaquetilla de paño. Agarró una manta y un gorro de lana que una vez tejió para él y salió a la calle para llevárselos, o al menos para buscar a alguien que se los entregara.
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Pero empezó a tronar el cielo con el rugido de los motores de los aviones, que después de un intenso bombardeo nocturno volvían con una nueva carga de fuego y metralla para los inocentes. Ella se encontraba cerca de la barriada de Arguelles pasando al lado de un edificio conocido con el nombre de: casa de Las flores, donde las barricadas y los parapetos dificultaban el paso, corría como nunca lo había hecho, pero su destino fue más rápido cayendo a plomo desde lo alto, reventando en pedazos y esparciendo cascotes y fuego a partes iguales. De María solo quedó un último pensamiento dedicado a su amado, pensamiento que se fue diluyendo junto a la sangre y el polvo en suspensión de los escombros. Los sueños quedaron destrozados. Quiso el infortunio que Juan perdiera la vida casi en el mismo instante en que el tabor de regulares y una bandera de la legión asaltaran las trincheras donde se encontraba con sus
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compañeros de armas. Muerte rápida a punta de bayoneta, donde la ilusión del reencuentro con su mujer se tornó imposible.
Así me contaron esta historia empañada de tristeza y desesperanza, que conservé en mi memoria durante la juventud. Ahora paseo por Madrid, casi ochenta años después de que estos hechos ocurrieran y encuentro todavía restos de las cicatrices que dejó esta guerra entre hermanos. Perfiles de líneas de trincheras, hondonadas producidas por las explosiones de minas, bunkers, nidos de ametralladoras. Y en ciertas fachadas, las marcas
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ocasionadas por los proyectiles. Todo ello donde ahora hay parque, universidad y hospital. Pero mi imaginación se resiste a este final. Quisiera cerrar este relato con el hallazgo en el Parque del Retiro, medio escondido entre los nudos leñosos de un castaño de indias, de un corazón grabado a navaja, donde figuran los nombres de Juan y María junto al año en que su amor fue pura pasión, como la puesta por los españoles en matarse, durante una cruel guerra que no se debería repetir jamás: Mil novecientos treinta y seis.
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CARLA GUERRERO
ESE VIERNES FUE fue aún peor para Robert. Horas de consulta y el estrés de atender dos largas urgencias en quirófano, le agotaron. Atlético, con cuarenta años y poco, conservando todo su cabello con briznas de plata, salió de la segunda operación rogando en un grito silencioso poder dormir, cuando la vio. Exhausto, con sus atractivos ojos verdes empequeñecidos y hundidos en unas oscuras ojeras, quedó paralizado ante su presencia. Mildred, pese a contar ya con casi cuatro décadas, estaba recientemente titulada en enfermería de quirófano. Tenía una luz atrapante en su mirada inquieta color café. Nadie quedaba indiferente. Una media melena castaña clara, con ondas un tanto desordenadas, enmarcaban un rostro que, junto a su delgadez, le conferían un aspecto aniñado. Conocedora de sus encantos, los
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utilizaba a su antojo, y Robert no quedó inmune. ─Buenas noches. Bienvenida, ¿señorita...? ─Mildred, pero llámame Mily. ─Encantado, soy el doctor Ávila, pero seré Robert, para ti. ¡Ah! Un consejo: recuerda prometer a los pacientes que se recuperarán. Necesitan optimismo para sanar. Sostuvieron su mirada unos segundos más antes de que Robert saliera. Cirujano establecido, ya no hacía guardias en fin de semana. Aunque a veces, ante alguna emergencia debía abandonar su descanso así fueran las cuatro de la madrugada. Transcurrió su sábado tranquilo con su esposa e hijo. En su mente permanecía aquella mirada. Mily absorbía con interés sus nuevas obligaciones, necesitaba emanciparse económicamente para acabar su matrimonio sin sentido. Lunes. Turno de tarde para ella, donde compartiría con Robert su primera operación. Al acabar coincidieron en la puerta de la cafetería: ─Puedo entender tu inexperiencia ─comentó muy serio Robert, haciendo un esfuerzo por disimular la atracción que le provocaba─ pero el paciente no admite que te tiemble el pulso. ─No ha sido mi inexperiencia ─le contestó Mily, mirándolo impúdicamente de arriba abajo
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solo un instante, comenzando así, el juego del gato y el ratón. ─Y descuida ─prosiguió─, nunca olvido las promesas a los pacientes. Mildred se encaminó al vestidor para cambiarse el uniforme y decidió volver después a la cafetería, para desconectar tomando un descafeinado antes de marcharse. La tensión sexual crecía por momentos dentro de Robert, que, obteniendo su café, fue a sentarse a una mesa apartada. Sin saberse observada, recogió del suelo la moneda que se le había caído, elevando al agacharse la parte trasera de su falda al límite de sus muslos. Tocaba con suavidad los botones de la máquina, recogía el vaso y la cucharilla, mientras, en los pensamientos libidinosos de Robert aparecía él mismo entre esas delicadas manos femeninas. De pie, atenta al ajetreo exterior a través de la ventana, Mily bebía despacio, el vapor le humedecía los labios, avivando su natural rojo, los cuales Robert admiraba boquiabierto. Ya en casa, tanto Mily como Robert cumplieron con los requerimientos sexuales de sus respectivas parejas. «Requerimientos» monótonos, donde para escapar de la rutina marital, instalaron morbosamente en su cerebro una imagen ajena,
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buscando en un cuerpo conocido las sensaciones de otro, para tocar el cielo. Semana tras semana el trabajo en el hospital y los roces aquí, risas allá, palabras de tonteo muy a menudo, hacían que la simpatía y el acercamiento creciera entre Robert y Mily. Llega otro fin de semana, donde la noche del viernes emitían en su pequeña ciudad el clásico Gone with the wind. Mily acudió al cine con su marido, y Robert con su esposa. Había pasado media hora de película cuando Mily atravesó la sala hacia el lavabo. Robert, ubicado casi al final, alucinó incrédulo de su suerte. Se levantó sin perder tiempo y fue tras Mily. En el pasillo, en la puerta del servicio, Mily se apoyó contra la pared y le clavó la mirada en sus ojos verdes, esta vez muy abiertos y brillantes. Robert apoyó su palma izquierda por encima del hombro de ella contra la pared y con la derecha la rodeó por la cintura sin pestañear. Mily le acercó sensualmente los labios y él le atrapó la boca arrebatado por el deseo. Girando en una especie de vals, marcando el ritmo los besos y caricias subidas de tono, entraron al lavabo masculino, encerrándose en un habitáculo individual. En una posición nada
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ortodoxa, pero sí bien definida que les permitía saciar su apetito carnal; desahogaron las ganas acumuladas en la piel, agotaron fuerzas derramando fluidos, utilizaron los húmedos medios a su alcance para sentirse, para enaltecer ese interno ardor que les quemaba, y, por qué no, para quererse. Ahí estaba el... ¿problema, quizá? En el fondo se arraigaba un cariño, un perfecto complemento entre uno y otro: laboralmente, como amigos, en seguridad... sentían una dulce confianza única, que les unía más allá del deseo. El presente año que se acababa, acabaría también la presencia de Robert en el hospital. Le había surgido una oportunidad irrecusable en el extranjero, se trasladaría a otro continente, pero antes le había prometido a Mily que volvería y se casarían.
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En el aire quedaban las palabras tiernas, las sonrisas cómplices, las promesas que le había enseñado a Mily a decir... la promesa que él mismo le había hecho. Un incierto y desolador futuro le aguardaba a ella, que ya contaba con rehacer su vida con él. Amenazaba lluvia la tarde que partió, a través de la puerta acristalada del hospital, ella le hizo un triste gesto cuando él se volvió a verla una vez más: recuerda tu promesa.
e d s o t a l e r s Má o r e r r ue G a l r Ca : g o l b en su O T I R C S E do. Á n T e i b S i r c E guerrero-es carla
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EMERENCIA ALABARCE
ESTAR SOLA SE sobrelleva, sin embargo, a esa tirana que me acompaña le estoy tomando tirria. Me refiero a la habitación vacía. Me ve sentada y me hace repasarle una y otra vez la pulcritud de su suelo. Y así semanas. Hace unos días saqué el abrecartas dorado de mi abuela y con ayuda de la lupa me dispuse a leerme la mano y ver todas las veredas que me han salido nuevas en la línea de la vida. Voy siguiendo las finas rayas con la punta hasta que desaparecen. ¡Valiente discurrir que llevo! Me veo un mundo de atajos sin fin. Han quedado tan marcados que anda mi mano en vía de convertirse en un mapa de pergamino. Miro y remiro la línea del amor y ahí sigue. He consultado con mi vecino. Es un gurú de estas
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cosas. Si no fuera por esa blusa azul aburrida y temporal que gasta, resultaría un hombre de estimulantes atractivos. Su ritual me divierte: balbucea palabras ininteligibles y me roza las palmas de las manos con sus dedos; algo que me excita, y no sé el motivo, tal vez porque en ese instante le imagino soltar un hilillo de baba por la comisura de la boca. Pero queda solo en eso, en imaginaciones mías. De él me asalta alguna que otra duda por todo lo que dicen de los tarotistas, fetichistas y demás en lista. No me creo que puedan tener relación alguna con la muerte, más bien con la vida. Solo basta ver la cara cuando me mira, me sonríe y yo le suelto los seis euros, y porque soy yo, dice. Debo reconocer que tiene magnetismo, un don especial. Cuando nos despedimos la última vez, me propuso ir al museo del Prado al día siguiente. Se inauguraba una colección de cuadros de no sé qué alegoría. Yo acepté. Todo es válido para dejar a la tirana abandonada y así, a bote pronto, me había salido un servicio de acompañamiento gratuito. Para no olvidarlo me lo apunté en mi agenda. Iría sola y ya dentro del museo debería buscar el lienzo El amor dormido y allí nos veríamos. Tal vez me dejé llevar por los colores de las camisas que gastaba mi gurú, el caso es que le
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pegaba ser pictórico. Pero yo en esos trances puedo resultar muy seductora: le miraría sin dejarle de sonreír. Tras subir y bajar dos escaleras diferentes, tomar un ascensor y atravesar un par de pasillos, encontré la colección: «Alegoría del amor». Sugerente pensé. Busqué, y allí estaba el cuadro: el torso lampiño de un joven alado iluminado por un candil y tapadas sus vergüenzas de forma intencionada a la altura donde la puntilla de la sábana sobra. Una colcha rojo bermellón tapaba el resto. —¿Qué te parece, Judith? —me asaltó de sopetón la voz del gurú por la espalda. —Pues, un niñato de pelo dorado, arrogante y egoísta, exhibiéndose para que todos le vean. —Mmm, ¿sí? —De cuadros no entiendo nada. Me pueden gustar o no. —Me parece interesante esta primeraimpresión tuya. Prosigue por favor. —Mira su cara imberbe, y esas cejas depiladas y sus
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ojos simulando un dulce sueño. Es como los adolescentes de ahora, felices por parecer que todo lo controlan y esa buena intención por hacer algo. El destino del mundo recae sobre sus hermosos hombros y sus alas. —Es Cupido. —Ah, vaya, claro, por las alas. No podría ser otro, no me imagino al arcángel Gabriel así de expuesto… No había visto a Cupido tan crecidito y mostrándose de esta forma tan insinuante. —Escenifica a un Cupido enamorado… —¿Enamorado?, claro, también tiene derecho, perdona. —Enamorado de Psique. —¿Enamorado de su alma? —Psique era una princesa mortal, y Cupido se enamoró de ella. Y a ella también algo le gustaría; el caso es que le hizo prometer que estaría con él solo en la oscuridad de la noche. No podría verlo y descubrir quién era realmente. El cuadro representa el momento en que ella le acerca la luz y lo ve… Y lo dejé contar aquella curiosa historia. Nada ocurre por casualidad. En ese momento también yo descubrí otra faceta de mi vecino. Y así de repente, sin saber por qué, terminé esquivándole la mirada que por momentos me resultaba más y más cautivadora.
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Después vimos el lienzo El amor desinteresado. Era Cupido de pequeño, como lo conocía yo y la mayoría de los mortales. Ahí estaba el amorcillo encarnado y rollizo derramando monedas al suelo cerca de su arco y sus flechas. A continuación, fue El jardín del amor y un mundo de amores divinos y profanos. Para terminar, nos paramos frente al El triunfo del amor.
Un gurú con galantería me había descubierto los abrazos ocultos y las miradas provocativas que escondían los lienzos. Hubo momentos en que solo contemplábamos desnudos y los picardías trasparentes que cubrían aquellos pubis. Me hubiera cambiado por esa Venus desnuda recostada frente al gran ventanal recreándose
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en el amor y la música, y a los pies, mi gurú contemplando mi desnudez mientras tocan las cítaras y flautas de pan. Se desarmó por entera mi creencia pseudomitológica. Me debió traspasar alguna flecha de oro de Cupido, porque de la tirana ya me he olvidado. Además, no dejo de ver como se remarca la línea del amor en mi pergamino a costa de que mi gurú siga contándome historias los jueves en el museo.
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BARRY BYRNE
—ESTÁS EN PELIGRO. Hace un mes que esos asesinos anunciaron «el fin de la lucha armada». Es hora de que desaparezcas. Tienes una nueva identidad, desconocida para todos. La sabrás en el momento preciso. Te vas solo y tus razones tendrás. No pregunto. —Mañana será otro día — me dijo la tipa —. Ya sabes, la tontería esa de Lo que el viento se llevó. —¿Y tú dijiste…? —Francamente querida, ¡me importa un bledo! Sin más. —No te creo. —Bueno. En verdad la respuesta fue más cutre y mencioné los cojones, mi coronel. Entiende que tuve que aguantar tres años las chorradas de una niña pija. No me pude contener cuando movió los párpados y frunció el morro para sol-
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tar la cagadita en ese inglés de la casta de Neguri: After-ol-tumorru-is-anoder-dei. —A lo que importa… —Correcto, mi coronel. Aquí está el documento escrito por la persona que ha sido mi tapadera, durante los últimos años como infiltrado en la banda. Ni lo leí, ni me interesa. —Buen trabajo, sargento. Los dos hombres, vestidos con traje civil de buen corte, se abrazaron. —Adiós, mi coronel. El hombre de más edad, aguardó de pie, hasta que el ruido de los pasos se desvaneció. Luego, ya sentado, leyó el contenido del sobre:
AMAR EN TIEMPO DE GUERRA No recuerdo ni cuándo ni cómo nací. Es una tonte-ría, pero como testiga que fui me gustaría recor-darlo. Mis padres fueron gente rica, sin duda. Cuando cumplí los siete años montaron una fiesta en los jardines de la casa, para celebrar mi primera comunión. Ovidio y Julio eran gemelos, aunque su único parecido era la maldad con la que trataban a su primo Jeremías.
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—Jeremías, ven aquí que te lo enseño —decía Ovidio y el pobre patizambo echaba a correr desde el otro lado de la pradera. —Nerea, levántate el vestido para que Julio te baje las bragas, ¡Venga, ya! Dicho y hecho, los tres esperando la llegada de Jeremías. —Te gusta ¿eh, gorrino? —decía Ovidio— . Empieza a dar a la mano rapidito, que Nerea tiene frío. Solo mirar, o te corto la picha. A través de las enaguas que me tapaban la cara, vi al cura que contemplaba la escena. Supe en aquel momento que aquel hombre joven, alto y potente se cruzaría en mi vida. A los quince años tuve que dejar el colegio de las Franciscanas De Montpellier, porque mi padre se murió. Se voló la cabeza de un tiro. Un accidente, dijeron sus socios del banco. Tuvimos que dejar la mansión y tal parece que en ella quedaron mis recuerdos y el cerebro de mi madre, o al menos sus funciones. Pronto supe cómo mi padre había olvidado que el dinero del banco no era suyo, si no de la aristocracia de Neguri, así que dejamos ese mundo de abundancia y mi madre quedó ingresada en el manicomio de Bermeo, convertido en «Clínica psiquiátrica».
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Fue esa la razón que me empujó a hacer todos los cursos de enfermería convocados a partir del año 1968 en aquella institución. Por aquel tiempo, ETA empezó su tenebrosa existencia y los gemelos cambiaron su nombre. Julio se transformó en Julen y Ovidio fue Kepa. Supimos que después del crimen contra un pobre guardia civil de tráfico, Jeremías había desaparecido. Dijeron que había pasado a la clandestinidad y estaba al otro lado de la muga. Casi sin saber cómo, ni de qué manera, empecé a ayudar a los gemelos haciendo de enlace, con gente que no conocía. —Es mejor así —decía Kepa— . Cuanto menos sepas, menos podrás cantar si te pilla la txakurrada. Como todo lo que tiene que fallar, falla, un día llevé la mayor sorpresa de mi vida. El cura, que me metió mi primera hostia en la boca, estaba ante mí y no daba señales de conocerme. Creo que empecé a temblar, allí estaba el primer hombre que disfrutó de la visión de mi desnudez. El pajillero adolescente, ahora convertido en jefe de la banda terrorista, no cuenta.
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Se lo dije. Muchas veces y de muchas maneras inventé el relato soñado durante varios años, sabiendo que algún día nos encontraríamos. Acabó creyéndome. —Tienes veinticuatro años, yo estoy próximo a los cuarenta, ni tan pocos como para enamorarme de una mujer por su canto, ni tantos como para encapricharme de ella sin motivo — dijo soltando una carcajada, y me gustó. A partir de aquel momento, fui el enlace preferente entre aquel ser maravilloso y la cúpula militar de la banda. Me convencí de que había dejado el sacerdocio por mí para convertirse en un macho incansable y juguetón. A él le gustaba que hiciese el papel de dulce e inocente burguesita, aprovechando mi paso por las monjas franciscanas. Yo prefería sacar mi lado guarrindongo y ser más choni y poligonera. —Mañana traes la sotana, quiero oler tu sudor rancio de velas y sacristía. —Está hecho, si traes tu vestido de primera comunión, con olor a colonia Nenuco. Y lo hacíamos. Otras veces me ponía romántica, y apuntaba frases de resúmenes de libros que sonaban bien.
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Un día, ETA anunció su disolución. Ya no habría más armas y el trabajo de mi único y gran amor llegaba a su fin. Hoy tendremos la última cita. Solo le diré una frase romántica que tengo ensayada, luego le entregaré este documento, como testimonio del adiós. Sé que va a sufrir. O no… Después de todo, mañana será otro día.
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MERY PÉREZ
JULIO Y JULIA, así nos llamaron. Nací el año anterior al que nació mi hermano, pero tenemos la misma edad. Fuimos mellizos. Mi hermano nació el 1 de enero de 1922 y yo el 31 de diciembre de 1921. Tiempos duros para nuestra nación, Alemania. En 1921 comenzaron a agudizar las consecuencias del Tratado de Versalles que imponía grandes cargas a Alemania por los destrozos de la Gran Guerra, y eso mermó la economía alemana, al punto de que ya para 1922 el costo de la vida se multiplicó por casi dos millones. No obstante, esa inestabilidad económica nos fue desconocida durante nuestra niñez. Nuestros padres se esmeraron por proveernos una niñez feliz dotada de las cosas materiales necesarias y, sobre todo, de contar con mucho amor.
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Mi madre era una mujer hermosa, laboriosa, amorosa y desprendida. Todo lo daba por los demás. Cuando enfermó en 1936, sufría más por no poder atendernos que por su enfermedad. Como vivíamos en el campo, tratamos de que disfrutara de la naturaleza y dejara de preocuparse por nosotros y por el rumbo que tomaba Alemania. En esos años treinta, aunque había progresado económicamente, Alemania era liderada por un oscuro régimen con una ideología llamada nacionalsocialismo o nazismo, que si bien exaltaba y buscaba el bienestar del pueblo alemán, parecía no importarle el destino de los otros e incluso los menospreciaba. Y eso no era bueno. Mamá nos alejó lo más que pudo de ese nuevo pensamiento que inundaba el ambiente. Los jóvenes varones se adherían a las llamadas juventudes hitlerianas, nombradas así en honor al líder del Partido nazi, Adolf Hitler. La versión femenina se llamó Liga de las muchachas alemanas. Nuestra madre evitó que nuestro padre nos afiliara a esas juventudes, él estaba muy entusiasmado con el nacionalsocialismo desde que empezó a destacarse en Alemania y, con el tiempo, papá fue beneficiado con préstamos y con un mejor trabajo. Él no veía el declive en valores humanos de Alemania, porque era muy bien disfrazado por los nazis.
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Mamá murió un viernes. Era el 1 de septiembre de 1939, un día aciago para nuestra familia, que también se convirtió en un día terrible para la humanidad. Ese día Alemania invadía Polonia, lo que desencadenaría en el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Mi padre y mi hermano eran candidatos para el servicio en la guerra. Mi buen e inocente hermano no soportaría un día en el frente de batalla. Yo no podía permitir que fuera a la guerra. ¡Tenía que protegerlo! Mi padre fue exonerado de ir a la guerra por ser cabeza de familia y haber servido en la guerra anterior. Pero mi hermano fue convocado. Yo misma recibí la carta. Fue doloroso. Pero urdí un plan para evitar que mi hermano fuera a la guerra: iría yo en su lugar. Les dejé una nota a mi padre y mi hermano donde les informaba de la carta recibida Y les explicaba mi plan para evitar que Julio fuese a la guerra.
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Al día siguiente, me corté el cabello, escondí con telas mis curvas femeninas y me vestí con ropa de mi hermano. Tenía su edad, era su melliza, ¡podría pasar por mi hermano! ¡Y lo hice! Al salir de casa me saludaron como si fuera Julio. Entonces me presenté al servicio como Julio Schultz. Como era "chico" de campo, me asignaron a una división de montaña. Al llegar, en lo que pude me escabullí para escapar rumbo a Suiza. Quise invitar a algunos compañeros, pero temí que me denunciaran. En la nota les dije a papá y a mi hermano que me presentaría para la guerra y que escaparía. Les escribí que dentro de una semana nos encontraríamos en la frontera Suiza. Quedaba cercana a nuestra casa y todos en la familia conocíamos bien cómo llegar allí. Les pedí que no esperaran más de ocho días. Si yo no llegaba, que partieran sin mí. Para mí el camino era largo, pero lo logré. Llegué justo al séptimo día de haber salido de casa. Y allí estaban mi padre y mi hermano. ¡Qué alegría! Casi me dieron por muerta como hizo el ejército alemán, que consideró me perdí en el camino montañoso, por lo que al tercer día me dieron por muerta, o mejor dicho, dieron por muerto a mi hermano, Julio Schultz. Así le reportaron a mi padre.
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Atravesamos la frontera suiza y se nos dio refugio. Vivimos en Suiza desde entonces. Cuan-do culminó la guerra, en 1945, pensamos en volver, pero, ¿a qué volveríamos? ¿a nuestro hogar? El hogar era estar juntos. Y lo estábamos. Siempre lo estuvimos. Nunca volvimos a Alemania.
Mi padre murió en 1989, año en que cayó elmuro de Berlín. Mi hermano murió en el 2008, cuando fue electo un presidente afroamericano en Estados Unidos. Lo que ocurrió en Alemania nos unió más y nos impulsó al servicio a los demás. Pero también nos atemorizó y nos paralizó. No tuvimos más familia. Mi hermano
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nunca se casó y yo tampoco. Nos dedicamos a la lucha social y a la concienciación para evitar que regímenes como el nazi pudieran volver al poder. Desafortunadamente, algunos malos aún llegan al poder… Ya es 2020, tengo casi 99 años. El mundo es otro y, aunque con sus defectos, lo siento mejor. Estoy lista y preparada para ir al encuentro de mi familia en la eternidad, de nuevo a nuestro hogar.
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Mª CARMEN PÍRIZ
«ERAN TIEMPOS DE tensión social, conflictos laborales y revueltas estudiantiles. Todo ello fue un cal-do de cultivo de protestas que estalló con ocasión del consejo de guerra contra dieciséis militantes de ETA. Sin embargo, aunque la oposición política transformó el Proceso de Burgos en un juicio popular al propio régimen y la presión popular evitó que las condenas a muerte fueran ejecutadas, el franquismo estaba lejos de desmoronarse.» Andrés y Julia eran vecinos y amigos desde pequeños. Pasaban el tiempo libre con la cuadrilla de amigos en el parque, cuando las revueltas fueron el pan de cada día en la ciudad, los jóvenes se manifestaban, mientras la Policía Nacio-
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nal salía para disolver las concentraciones, perseguían a los manifestantes con porras y tiros al aire. La cuadrilla que fue a la manifestación tenía que correr a esconderse en un portal para no recibir golpes. Encarna tenía miedo de que su hija estuviera sola para volver a casa. La adolescente trabajaba en una tienda y salía cuando se cerraba a las ocho de la tarde. Por otro lado, las fiestas del pueblo se celebraban por entonces y la muchacha quería a salir de noche. Por el peligro que genera la noche, y el miedo de su madre a dejarla salir, le pidió a su vecino: —Andrés, cuando veas a Julia, tráela a casa. Me da miedo que venga sola, por si hay algún altercado. —Bien, Encarna, no te preocupes, ¡la esperaré y volveremos juntos! Hace tiempo que a Andrés le gustaba Julia y con el tiempo se le declaró, se enamoraron y se hicieron novios. «Por otro lado, la reacción popular contra el juicio se tradujo en paros de trabajadores, huelgas estudiantiles y manifestaciones ciudadanas que paralizaron la vida económica y social, en menor medida. En una de las manifestaciones en Éibar la policía comenzó pegar tiros donde resultó herido un joven
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que falleció poco tiempo después; y ese mismo día es aprobó el estado de excepción en Guipúzcoa.»
A Andrés no tardaron en llamarle para incorporarse a la mili en una ciudad a doscientos kilómetros. A ella esta separación obligatoria del servicio militar iba a hacerle madurar. A él no le gustaba coger armas y se hizo insumiso en el cuartel de Infantería donde las maniobras y las guardias eran de lo más normal. Al negarse coger armas le arrestaban muchas veces.
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Para Andrés, la forma de escape a esa situación era escribir cartas a su novia. Le escribía contándole lo que pasaba en el cuartel y como se sentía. A través de las cartas mantenían el amor vivo. Ella le correspondía con declaraciones de amor y le contaba a través de esas misivas como pasaba el tiempo y lo que pasaba por la ciudad. Para él recibir las cartas era momentos de alegría ya que no le permitían ni hacer llamadas de teléfono, cuando estaba retenido. Para ella el tiempo lo pasaba trabajando y en casa bordando el ajuar. Cada día esperaba que el cartero le trajera alguna noticia. Entre carta y carta su amor se fortalecía, mientras que hacían planes para su futuro. Los dos deseaban que el tiempo de mili pasara rápido. Cuando no estaba detenido, estaba de maniobras o haciendo guardias. A los soldados vascos los tenían en el punto de mira, y los retenían en el cuartel dándoles pocos permisos y licencias para ir a sus casas. En Éibar hubo un atentado y mataron a tiros a un guardia civil y a su amigo peluquero dentro del coche muy cerca de la calle donde vivían los enamorados. A Andrés le culparon de ser el que vigilaba y pasaba información al comando de ETA. Le detuvieron en el mismo cuartel junto con otros compañeros y les culparon de pertenecer al comando Éibar. La guardia civil le hizo que declararan y les culpaban de lo ocurrido.
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Una noche fueron a detener a la muchacha a su casa. Llamaron a la puerta sobre las dos de la mañana. El padre abrió la puerta, estaba toda la escalera del edificio repleta de guardias civiles, preguntaron por Julio. El padre les dijo: —Aquí no vive Julio, mi hija se llama Julia. Esa noche se la llevaron detenida. Ella no sabía lo que pasaba y la tuvieron incomunicada sin saber el por qué estaba detenida. Con tiempo detuvieron a los terroristas del comando Éibar y entre ellos a dos amigos del parque. Uno de ellos fue el asesino del guarda y el peluquero. Y el que pasaba información al comando fue un vecino llamado Julio. Con esas detenciones se pudo demostrar que Andrés y Julia no eran culpables de esos actos y los soltaron. Pasado un mes, a Andrés lo licenciaron y pudieron comenzar con sus planes de vivir juntos en un futuro, como lo habían planeado.
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Ellos se casaron en 1975, a pesar de todo lo que acontecía en España. La actividad terrorista no cesó con la muerte de Franco. A pesar de que las ilusiones democráticas renacen con la muerte del dictador, los últimos años de la década de los setenta y los noventa fueron especialmente sangrientos, con atentados indiscriminados que se cobraron la vida de más de un centenar de personas. En ese tiempo la sociedad iba cambiando y poco a poco se iba afianzando la democracia. La libertad de las personas y los conflictos estaba aún muy lejos de solucionarse. Los vascos vivieron tiempos de revueltas y miedos.
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IRENE RODRÍGUEZ
NADIE PUEDE IMAGINARSE el intenso pánico que sentí cuando subí al autobús y le vi allí. Sabía que tenía problemas con su familia, por mi culpa, pero jamás pensé que acabaría marchándose. Nos conocimos hacía poco más de medio año, y nos enamoramos casi al instante. Un flechazo, el destino o una maldición; pues nuestra historia de amor estaba condenada al fracaso desde el mismo principio. Yo soy una soldado destinada en un puesto de control dentro del territorio conquistado. Él, un lugareño con una familia de larga memoria y muchas cuentas a saldar contra mi nación. Ayer tomé la dolorosa decisión de acabar con lo nuestro. Tuve que mentirle y asegurarle que aquello no había significado nada para mí, que él no era más que un juego, un pasatiempo del que
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ya me había cansado. No sé si se creyó mis embustes, pero cuando nos separamos tenía los ojos llenos de lágrimas. Desconozco qué es lo que le ha pasado para arriesgarse a tomar el autobús que conecta con la capital. No tiene un salvoconducto, lo sabe, y todos conocemos las medidas que el gobierno militar ha puesto en marcha para estos casos: se les considera prófugos, traidores al país, y la pena por ello es la máxima. Cuando nuestros ojos se encontraron vi el miedo en su mirada, pero también un pequeño halo de esperanza. Tomé su carnet, que por supuesto no era válido para pasar el control, y tragué saliva con fuerza. Podría dejarle pasar y mirar para otro lado. Pero ese solo era el primer control que debería superar para llegar a la capital, y ningún otro soldado le permitiría cruzarlo. Le hice bajarse del autobús a punta de pistola; me sentí horrible apuntándole con aquella mortífera arma, pero es lo que marcaba el reglamento, y le metí en una de las celdas: todas estaban vacías, pues no hay ningún loco que se atreva a cruzar sin los papeles en orden. Podrán ser un pueblo subyugado a una nación extranjera que aún no ha claudicado en su empeño por conseguir la libertad, pero la gente de a pie no es tonta, y ninguno de ellos es un suicida, menos él, por lo que parece.
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Después de entregarle el carnet sin el salvoconducto a mi capitán y de asegurarme de que nadie nos oía, me dirigí a su celda. —¿¡En qué diablos estabas pensando!? —le dije en el tono de voz más bajo que mi enfado me permitió—. ¿Sabes dónde te acabas de meter? —Y a ti qué te importa —respondió con desprecio sin dignarse a mirarme. —¿Por qué no te quedaste en el pueblo? Sabes que no podrás pasar. —Mi padre me echó ayer de casa —contestó. Intentó hablar con normalidad, pero la voz se le quebró. —¿Por qué? ¿Qué paso? —¿¡Tú qué crees!? —Giró la cabeza hacia mí y clavó sus ojos en los míos. —Pero nosotros lo dejamos… Lanzó un gruñido al aire y se llevó las manos a la cabeza en un gesto exasperado. Nos mantuvimos en silencio durante unos minutos hasta que volvió a hablar. —Te quiero —lo dijo en un susurro lleno de miedo. Me miró, escondido detrás de sus brazos, espe-rando mi reacción. Al verle así, tan indefenso y vulnerable, no fui capaz de seguir con la farsa. —¡Dios! ¡Yo también! —respondí pasando mis manos entre los barrotes de la celda.
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Nos estrechamos en un abrazo, todo lo que el metal que nos separaba nos permitió, y nos fundimos en un beso desesperado. —¿Qué vamos a hacer? —preguntó en voz baja. —No lo sé —contesté con tristeza. No tenía ni idea de cómo podríamos salir de aquella situación, pero debíamos hacer algo, o sino… Una voz en la habitación de al lado nos hizo separarnos. Le di un corto beso y me dirigí hacia allí. —¿Has empezado el informe sobre el preso? — preguntó el capitán cuando me vio entrar. —No, señor, ahora lo hago. Asintió con la cabeza y me entregó el carnet.
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—¿Qué desesperación le ha podido llevar a ese pobre desgraciado para intentar cruzar los controles con eso? —preguntó con lástima. —Esta guerra está siendo dura. También para los civiles. —Ya, pero todo el mundo sabe lo que se ha decretado. —Se acercó a la puerta que daba a las celdas y le dedico una mirada apenada—. Terminemos con esto lo antes posible —dijo tendiéndome los papeles que debía rellenar para dar parte de la situación. Luego salió de la habitación dejándome sola. Me quedé allí parada, con las hojas entre los dedos, durante interminables segundos. En cuanto pusiese su nombre en las páginas su destino quedaría sellado. Las manos me temblaban con violencia y la angustia amenazó con desbordarse. No podía hacer aquello, no podía condenarlo.
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Recorrí con la mirada la habitación, tenía que haber algo que pudiese hacer. Unos instantes más tarde mis ojos se posaron en la solución. Era una idea descabellada, extremadamente peligrosa, y, si salía mal, los dos acabaríamos muertos. Pero él ya estaba sentenciado y yo sabía que no podría vivir en paz conmigo misma sabiendo que la culpa había sido mía. Tomé las llaves de la celda, las del coche del capitán y un detallado mapa de la zona. No tenía ni idea de cómo sobreviviríamos, pero estaba dispuesta a arriesgarlo todo para conseguirlo.
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ULISES CASTELLANO
EL SUELO ESTABA encharcado después de que hubiese llovido durante horas. Todos los zapatos y los tacones que los invitados calzaban estaban llenos de suciedad a causa del mal tiempo y, pese a que más de uno se sintiera incómodo, nadie iba a permitir que eso supusiera un problema para que la fiesta continuara. Muchos de los que se encontraban esperando a las puertas de la discoteca su apertura, habían viajado durante horas a través del país. Aquel sitio era de los más famosos del Estado por sus celebraciones de fin de año, y en cuanto se abrió el plazo de reserva, las entradas se agotaron de inmediato. Julio había decidido ir a la sala de fiesta desde hacía meses, cuando uno de sus amigos propuso la idea. Él era uno de los que había tenido que recorrer cientos de kilómetros para llegar hasta
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allí. Gran parte de sus ahorros habían ido destinados a aquella noche tan especial y no se arrepentía de ello, aunque acabase mal ya podría decir que había estado dentro de la mejor sala de fiestas estatal. Pero eso no iba a suceder. Aún no había entrado y ya se lo estaba pasando en grande. Hacía unos minutos, habían puesto la música en la discoteca y todos oían desde fuera los graves salir de los altavoces. El gentío no esperó ni un segundo en comenzar a bailar y olvidarse del mal estado del suelo. Entre risas y pasos de baile, muchos de ellos improvisados a causa de la adrenalina, observó a lo lejos a una chica que le era familiar. Detuvo su mirada en ella unos instantes y, no sin terminar de irse de su cabeza, la apartó de su mente hasta que ya no encontró fuerzas para continuar danzando. Entonces, su rostro risueño, marcado por unas mejillas sonrosadas, le asaltó de nuevo el pensamiento. No lograba recordar de qué la conocía. No podía ser de su juventud, pues su barrio era tan pequeño que se sabía a cada persona que vivía en él. Y, como prácticamente no había salido nunca del que consideraba su hogar, no encontraba el tiempo ni el espacio para ubicarla. Se sentó en la barra, solo y sumido en sus pensamientos, cuando de pronto la chica se sentó a su lado, igual de sonriente y resplandeciente que antes.
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—Disculpa —le dijo girándose en la silla hacia él —Tengo la sensación de que tú y yo nos conocemos de algo, aunque no logro recordar de qué. Julio la miró atónito. Ella también lo había reconocido, pensó sorprendido. ¿De qué le sonaba? ¿Sería algún familiar lejano?, se preguntó deseando que no fuera así. Su abuelo, según le había contado su padre, había tenido tres mujeres antes de su abuela y, por un momento, llegó a maldecir la posibilidad de que fuera alguna nieta de él. Era la única opción aceptable. No podía ser otra. —Perdona, a lo mejor es que me he confundido de persona... —añadió la chica viendo que no le contestaba.
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—No no... —logró responder antes de que se fuera —Tú también me resultas conocida. Ella esperó a que dijera algo más. —Mi nombre es Julio... Dándose los dos por vencidos, empezaron a hablar sin parar hasta que la sala de fiestas más famosa de todo el país cerró sus puertas. Finalmente, se decidió a que no era parte de su familia. Ni sus apellidos ni su nombre, Clara, le sonaban. Además de que sus padres, sus abuelos y, que ella supiera, sus bisabuelos, eran sureños, y los suyos no, sus facciones le revelaban una mezcla étnica casi inimaginable para él. Al salir del recinto, ambos se guarecieron bajo el techo de la entrada. La lluvia volvió a atacar de nuevo. Sin embargo, esta vez no esperaba a nada ni a nadie. Simplemente, estaba teniendo una conversación con una chica hermosa y, quizás por primera vez en su vida, el tiempo no consiguió atormentarlo. El sol surgió en la lejanía y, pese a sus caras cansadas, ambos mantenían la mirada ardiente de quienes se desean y no permiten que el sol y la luna los detenga. Ella hablaba sin parar con la chaqueta de él sobre la espalda y, frente al cansancio, decidieron sentarse en el suelo para continuar charlando, esta vez algo más cerca el uno del otro. Y cuando Clara se callaba, escuchaba con atención lo que
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Julio le tenía que decir. Y cuando Julio creía que había hablado demasiado, paraba y volvía a prestar atención a lo que Clara le contaba.
Sin embargo, como todas las buenas historias, esta llegó inevitablemente a su final. Vivían en sitios muy alejados el uno del otro, y a ninguno le sería fácil volverse a ver en un tiempo. El trabajo, las responsabilidades familiares, las amista-
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des... los ataban al sitio del que procedían sin piedad. Ambos se despidieron bajo la lluvia con un beso que perduraría en sus recuerdos para siempre y que, pese al frío, les calentó por dentro el alma. —Solo tienes que hablarme en sueños —le dijo Julio, pero Clara ya sabía que, como todas las buenas historias, esta tendría una continuación eterna. Pues nunca hay un final si se tiene un motivo...
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PURI OTERO SONÓ EL DESPERTADOR y, como todas las mañanas descorrió las cortinas, se levantó, sobre su mesilla de noche su libro de cabecera, Lo que el viento se llevó, le da los buenos días. Su amor no era como el de la protagonista, pero a base de esfuerzo y tesón había conseguido ser feliz. Cuando se conocieron ella era joven y él llegara de América con mucho dinero al pueblo. No tardaron en encontrarse y cupido hizo mella en sus corazones. Pasados los meses, ella se dio cuenta de que aquel amor solo era verdadero en su corazón, mientras que él, solo la quería para satisfacer sus instintos más primarios. Por el pueblo corrió pronto la voz de que ella se sometía voluntariamente a los caprichos de él y ella sin pensarlo decidió dar por zanjada la relación marchándose lejos.
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Unos meses después llegó a sus oídos que él se iba a casar y decidió presentarse en la iglesia de forma clandestina. Se ocultó la cara con un velo y se mezcló entre los fieles asistentes a la ceremonia. Se situó de forma que pudiese ver la llegada de los contrayentes sin ser vista, ansiaba saber quién era ella. Primero llegó el novio y al verlo una punzada de dolor provocó unas lágrimas que no pudo contener. Mas tarde llegó la novia y al verla otra punzada de dolor hirió de muerte su amor. Era su hermana pequeña apenas una niña la elegida, parecía un angelito directo al sacrificio. Comenzó la ceremonia y el sacerdote después de saludar a los contrayentes dijo en alta voz: «Si alguien sabe de algún impedimento para que esta ceremonia se realice que hable ahora o calle para siempre.» Las palabras retumbaron entre las paredes de la iglesia y durante unos segundos el silencio pesó como una losa. De pronto desde el fondo de la iglesia se escuchó una voz que dijo: —Ese hombre es el padre del hijo que crece en mis entrañas. Todos se giraron para ver como una mujer avanzaba camino del altar con el rostro cubierto por un velo negro. Los murmullos enseguida cubrieron todo el recinto. El sacerdote dijo: —Acérquese.
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La mujer llegó hasta donde estaban los contrayentes y retiró el velo descubriendo su rostro ante el estupor de todos. El sacerdote dirigiéndose al novio pregunta: —¿Conoces a esta mujer? —Sí. —¿Has tenido trato carnal con ella? —Si. «Por el poder que me otorga la iglesia esta boda queda anulada.» La novia se retira y va en busca de su madre que la espera entre sollozos. El sacerdote comenta en voz baja al novio: —Si deseáis puedo casaros con ella. A lo que el hombre responde dirigiéndose a la mujer:
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—Por el amor que un día nos tuvimos y por ese hijo que nace en tu vientre quieres casarte conmigo. La mujer sorprendida por la petición acepta y ante el asombro de todos se casaron. Fue despreciada por su familia y se fueron a vivir lejos del pueblo y a base de echar mucha leña al fuego del amor fueron felices.
tos a l e r Más o r e t O i r u P e d g: o l b u en s
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S A D R E I P E ¡NO T ! O R E M Ú N N Ú G N I N
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RAY BRADBURY