NĂşmero 40. Enero 2019.
Revista
No. 40. Ene. 2019. Es un proyecto de la Catarsis Literaria.
Editada en Matamoros, Tamaulipas. Revista de Circulación Mensual. Dirigida por: Adán Echeverría. Edición: Larissa Calderón. Colaboraciones a romeolobos@yahoo.com.mx / Consejo Editorial: Paty Rubio, Cristina Leirana, Blanca Vázquez, Roberto Cardozo, Mario Pineda Quintal y Waldo Contreras López.
Contenido
Relatos. Annia Bautista.
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El gran mueble de madera. Anel Mora.
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Claustrofobia. Félix Martínez.
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Blues arrabalero a Berenica. Waldo Contreras López.
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Carolina.
Eliana Soza Martínez.
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Narradores de Zacatecas. Eduardo S. Rocha. Diana Laura Ibarra Rodríguez Ezequiel Carlos Campos Ángel Emiliano Alberto Avendaño Humberto Mayorga Teyes Joselo G. Ramos Vianney Carrera
La magnífica.
Isabel García Álvarez.
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Entre nubes. Paty Rubio.
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Una luz de sabiduría.
José Ignacio Trejo Mendoza.
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En circulación. Melbin Cervantes.
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Guardias blancas.
Addy M Castillo Espínola.
Minificciones Luis Muñoz.
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Corazón.
Jéssica de la Portilla Montaño.
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Rocío Prieto Valdivia.
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El pequeño mezquite.
La Estepa sangrante, de León de Almeida. Gabriel Avilés.
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Cabujones de zafiro. Marta Aragón R.
Feria del libro de poesía. Adán Echeverría.
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El Ojo en la acera de enfrente. Waldo Contreras López.
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Dando vueltas con Silvia. Silvia Polanco Euán.
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Bajo el barandal.
Rocío Prieto Valdivia.
Mi punto de risa. Roberto Cardozo
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La Niña TodoMePasa dice: Jéssica de la Portilla Montaño
Incipit.
Blanca Vázquez
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Desvaríos de la freaky neurosis. Gema E. Cerón Bracamonte
Nos vemos en el slam. Mario E. Pineda Quintal
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Relatos de Annia Bautista. La unidad solitaria. Había salido de casa con la misión de recortarme el cabello, no había elegido aún ninguna imagen de peluca aproximada, ya sabes, esa foto que llevas porque quieres algo “igual” aunque en realidad nunca lo sea, sólo gastas saliva mientras la peluquera hace como que escucha tus indicaciones, pero desde que entras a su templo de belleza ya tiene el corte que hará porque es el que considera le sale bien. Fuí, cortó, me sacudí el pelo muerto, pagué y salí; cambió mi humor, me sentía más perceptivo, quizá se traducía en prestar más atención por si alguien me miraba o incluso deseando alguna mirada, no sé. Tenía rato sin andar por aquellas calles de la ciudad de Mexicali, la verdad llegué a esa estética en taxi, no había pensado ninguna ruta para regresar a casa, entonces sólo caminé zigzageando entre las cuadras que me acercarían a mi destino, se me atravesó una iglesia, y cuando eso pasa entro, me gusta ese aroma, como a incienso y madera, como a vacío y fe muerta, hay cánticos de plegarias tan repetidas que se quedaron sin devoción ni energía, las voces son como pisadas certeras pero monótonas entre el fango por el que atraviesan. Había misa, un hombre leía salmos y la mayoría de los presentes respondía al unísono: “te alabamos señor” entre las pausas. Me inserté en ese ambiente, callado, sabía que algo me llamaba, pero no distinguía qué. Fui hasta la orilla de la banca, la que está junto al pasillo central donde la gente se agacha y persigna al cruzarlo, me asomé al frente, vi dos ataúdes, padre e hijo, dijo el sacerdote. Entonces supe quiénes me llamaban. Me pasó antes en una iglesia de Tijuana, pero con cajas de un solo muerto. En aquel tiempo había salido a caminar creyendo que eso haría tregua con mis pensamientos atacantes, pero no lo logré, tenía ganas de llorar pero no podía regresar y hacerlo en casa, no vivía solo. Se me ocurrió que de haber un lugar para llorar sería una iglesia, ahí un llanto no causa la mínima atención o controversia, uno asumiría que no es necesario preguntar nada, como si la recuperación estuviera ya en proceso. Entré a esos aromas, me senté sobre la madera brillante y lloré, había poca gente y sentía la libertad de no ocuparme por la modulación del llanto, no como cuando te ahogas en la almohada para Enero 2019
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no preocupar a la familia, o cuando de tu lado de la cama alargas la respiración para mitigar el sollozo que podría, y por tanto, será usado por el cónyuge en tu contra porque asume que quieres llamar la atención. Lloré tan inmerso en mi síntoma, y a la vez tan culpablemente renovado como un intruso que hace uso de las instalaciones de un club sin ser miembro; nadie ahí sabía que yo no era miembro, eso me gustó. Salí de ahí, seguí caminando por el centro de Tijuana, al avanzar unas tres cuadras, sentí otra vez el malestar, como si no todas las lágrimas hubieran salido, entonces decidí volver al club, cuánto más avanzaba sentía necesario regresar, como si fuese a encontrarme con algo o alguien que me haría entender o revelaría algo. Subiendo de nuevo los escalones de la entrada un auto en la calle iba expulsando un féretro por la puerta de atrás, algunos hombres se apresuraron a sostener la caja para meterla a la iglesia, cuando pasaron a mi lado supe con quién era la reunión, con el usuario de esa caja. Me quedé a la ceremonia y cuando lloré ya no era por mí, sino por el muñeco de adentro, no lo conocí, nunca vi su cara, no me entristecía su falta, más bien sentí que toda muerte merecía llanto, un tributo en derrame que toda vida por el hecho de haber sido presencia valía la pena otorgarse. Días después en esa misma iglesia, empujado por el gusto de sus aromas, hubo otro ataúd esperándome, encontré reconfortante el gesto de ser acompañante, respirar el total desinterés y la máxima atención, igual lo lloré, estuve llorando porque entre desconocidos no podía haber palabras, nada alcanzaría a reflejar de una mejor manera que estaba ahí para despedir a esa alma, ¿había podido escucharla? Otra de las veces, fui sólo por esa brisa de incienso y mirra, no tenía llanto, me quedé más bien mirando todo con la intención de comprender algo, lo que fuera, como si entrara a un museo, y vi al muerto de muertos en su cruz hasta arriba. El ícono de aflicción entre vida y muerte por excelencia. Lo vi durante largo rato, como queriendo escudriñar un mensaje, tiene el rostro de una plegaria contra la injusticia, un llanto sordo que le gustaría pesase lo suficiente como para inclinar la balanza a su favor; un doliente, el dolor disecado. Lo miré durante tanto rato que cuando pude intuir algún tipo de confianza, le pregunté qué era lo que seguía haciendo ahí, me miró y sin mover los labios contestó con la mirada esparciéndola como luz sobre aquellos que parecía imploraban hincados. Entendí que la conversación topaba ahí porque no estábamos solos. 4
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Al día siguiente volví, me introduje al recinto de noche después de la misa de ocho. Esperé a que todos salieran, apretaba los ojos cuando notaba que alguien podría invitarme a salir del lugar. Le pedí al sacerdote tiempo a solas con el señor de la cruz, se fue sin decir nada. Tuve que ver al doliente de la corona fijamente como si pudiera entrar en un trance revelador. —¿Por qué no has bajado aún?— Pregunté. —Siempre hay alguien que me hace regresar cuando voy por el umbral de la puerta, me piden o preguntan algo, a veces las cosas más absurdas pretenden que yo les responda. —¿Como qué? —Por qué es tan grande su particular dolor. —¿Tú qué respondes? —Nada, y a pesar de este rostro tan desvalido, me piden fortaleza para soportarlo todo. Hay varios que preguntan por qué otros lo tienen todo si ellos tienen nada, y si son por eso más especiales. —¿Qué contestas? —Nada, como me ven soportando, ellos también soportan, algunos piden más tormento en un deseo impaciente por comunicarse, por conseguir empatía. —¿Nadie ha preguntado hasta cuándo bajarás? —No he visto antes de ti esa ocurrencia; soy como un bote de basura metafísico y amplísimo donde vienen todos a dejar lo que no quieren o a buscar algo que brillando les sonría. Vienen y agradecen que haya pasado por sus casas la barredora sin saber que yo no la he mandado. Etiquetan sus pertenencias con leyendas: premio y castigo. —¿Por qué regresas, no hay una parte en las escrituras donde para ejemplificar tu ausencia te retiran del altar? —Me retiran del altar, pero no de la cruz, mis clavos por material tienen la súplica, en mi corona cada espina es de oración. —Según sé, la biblia leyéndose cada domingo se repetiría cada 3 años. —Sin embargo, la acortan para que en cada año viva otra reencarnación. Extraño la muerte y su descanso sin luz. —¿Por qué en lugar de hacerte el mudo no te haces el sordo, o el ciego? —Sordo ya me considera la mayoría, ciego no podría, me han disecado con la mirada gacha y entonces me ponen en lo más alto para obligarme a ver. Otra cosa hubiera sido situarme al nivel Enero 2019
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del suelo, en obvia imposibilidad atado y con la mirada al piso quizá ya hubieran cesado todos los ruegos. —¿Quisieras volverte completamente hombre, o completamente dios? —No me queda ánimo para ninguno de los dos, tuve demasiado tiempo para sopesar los contras, de hombre es tan tonto atribuir una evolución a caminar de agachado a erguido, desviar la mirada de la tierra para apuntarla al cielo. De dios es tan tonto hacerlo al revés. —¿Si pudieras irte a dónde irías? —Creo que vagaría; tal vez regresaría aquí si esto siguiera siendo lugar donde se despide a las almas, pero me acercaría sólo por una invitación natural nunca por ninguna súplica. Estar presente cuando se recupera la unidad solitaria quizá sea la envidia merecida de un semidiós, lo que tú como hombre llamas digno tributo. Supe que ese padre e hijo me habían invitado no suplicado, como lo había mencionado el señor de la cruz, recordándole volteé arriba, estaba el señor sin su barba, con los ojos apretados como muy concentrado, quise saludar pero de alguna manera intuí que conmigo se haría el sordo. Ese día, trasquilado y mordido por el calor de Mexicali lloré la trinidad.
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La caída. Nos amamos. Siniestro es que el amor conjugado, en presente y pasado, se escriba exactamente igual; en el futuro la promesa del verbo alarga no sólo el tiempo sino la palabra. Todo empezó. Nos entendimos. Nos conectamos por nuestra afición al Vacío; fuimos-somos fanáticos de La caída, primero en la filosofía, luego en la red, después en el hotel. Aburridos de gente que siempre quiere estar delante o arriba, formamos el canal de un chat con nombre "La caída", y así nos conocimos. Fue impulso; en realidad no esperaba encontrar a nadie, simplemente me gustaba el título, pensé que si alguno se tomaba la molestia de preguntar a qué me refería podía revelarme a través de la respuesta, eso sería suficiente logro. Pero algo mejor ocurrió, me respondió desde su individuo creando: "La caída 1". Me invitó, lo acepté y conversamos. Si queríamos dedicar nuestra vida a la caída, era hora de empezar a dedicarnos presencial y físicamente. Rolando, un amigo, me había dejado a cargo de su hotel en ruinas; digo ruinas porque los cuartos no tenían más que tapiz podrido, pero el elevador aún funcionaba, y si no sería nuestro riesgo adivinarlo. "Estará bien hasta que deje de estarlo", es lo que solía decir mi camarada. Lo invité a mis ruinas, emocionada porque al fin, “el compartir" tuviera algún significado. Con "el elevador", mil conclusiones y bromas hicimos debido a nuestra afición, y el objeto-lugar que lo hacía posible. Hasta creer que sólo nos atraía la conexión entre lo divino que adjudicamos a elevación y a la caída. Algunas veces escalábamos por los cables que sostenían al mismo elevador; otras subíamos por la escalera, los 19 pisos que formaban el hotel; todo lo necesario para entendernos en la distancia que había entre lo que considerábamos sacro. Atados por la cintura, nos arrojábamos gritando al mismo tiempo, nunca lo ensayamos, y eso nos dio la idea de ser instrumento de la caída; es ella la que se representaba mediante nuestros cuerpos, pensábamos. Tomados de las manos, justo antes de soltarnos al vacío: “¡¡Hasta abajooooh!!”, se escuchaba el eco de los dos por todo el hotel mientras descendíamos; entendimos la velocidad del sonido, creamos nuestro propio mundo, teníamos lo divino y una visión del plan de dios que carecía de errores. Todo era construcción de lo mismo, un círculo, sin principio ni fin todo estaba conectado. Nos atrevimos a llevar nuestro mundo a otros hoteles. Éramos ya expertos en burlar cerrojos, pantallas de vigilancia y puertas que abrían Enero 2019
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al contacto dactilar. La red nos lo había dado todo. Siempre juntos: “¡¡Hasta abajooo!!”; hasta donde no hay más, nuestra relación no tenía futuro. Y ¿cómo iba a tenerlo, si descendíamos siempre a lo más profundo, hasta lo último? Nos desenvolvíamos en el mundo como en la red: ascensodescenso; allá aquellos que teniendo la llave maestra, seguían aún viviendo en el pasado, conectados a su ordenador desde casa, sin raspones físicos, si acaso mentales. Nos encerraron, fuimos a una cárcel mixta, a las "autoridades" no les gustaba el descenso; mucho menos eran aliados de la caída, aunque ellos mismos la infligieran a los demás. No pensábamos permanecer mucho tiempo ahí, sólo lo suficiente para conocer el mundo tras las rejas; era muy impresionante pensarnos parte del mismo mundo, pensar que "el hoyo" -como le llamábamos- era también parte de aquella distancia que nos hacía entender lo sagrado. Otro agujero negro de nuestro universo. A pesar de que las conferencias que se ofrecían en prisión no eran del todo insignificantes -incluso re-construyeron la vida de muchos, ahí dentronosotros sabíamos más, y el saber que hay más, siempre es aliado de la aventura. Decidimos escapar. Formulamos el plan maestro. Otro inquilino del hoyo quiso escapar con nosotros, dijo que ya había pensado en huir, pero que la apatía de los otros lo desanimaba siempre. Ver su rostro en las pantallas de vigilancia lo deprimía tanto que sus fuerzas se anulaban. Entonces terminaba convenciéndose de que quería quedarse, sin exigirse ánimo para no pelearse contra él mismo. Todo estaba listo, y para nuestra sorpresa, después de haber formulado el plan, resultó que las autoridades, confiadas en la mente maestra que controlaba las operaciones en el hoyo, olvidaron asegurar el elevador que sólo tenía cámaras; por ahí escapamos, todo fue muy rápido, nuestro compañero parecía muy instruido en el tema, bajó tan veloz como nosotros; no sabemos si lo ayudó el impulso que estuvo conteniendo durante todo el tiempo que pensó en huir, o si se había convertido también en otro instrumento de La caída. Tuvimos tiempo para descender por varios hoteles durante un par de años más, sabíamos que las autoridades aún nos estaban buscando; nos dejaban amenazas en la red, y nosotros en respuesta, les dejábamos siempre el mismo obsequio: intervenciones de mierda en sus cámaras de vigilancia, eso los volvía locos. No soportaban que no respondiésemos con artilugios de la red, y odiaban lo orgánico. Nos localizaron. Él y yo huimos por un lado, nuestro compañero corrió en distinta dirección, fue la última vez que lo vimos, y fue de perfil, corriendo se esfumó. Subimos y descendimos no sé por cuántos lugares de la ciudad; luego decidimos separarnos para despistar, acordamos vernos en uno de los tantos hoteles que habíamos descendido. Tuve miedo, y pensé en lo final. Ninguno de los dos quería volver a
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prisión. Era preferible dejar por sentado la libertad en el descenso, el acercamiento a la cabeza de dios, la última caída que rompiera la distancia. Me obligó el sentimiento. Dejé una pregunta para él en la red -incluso en otro idioma, algo que habíamos acordado carecía de "estética del sentido", en la traducción a nuestra lengua-, programada para activarse en el momento en que mi respiración se detuviera obligada por la autoridad, o por decisión. Pensé que entendería su respuesta de alguna forma, la red nos había acostumbrado a burlar la física, la química y la muerte. Imposible no existe en la memoria. Logramos evadir la vigilancia, nos encontramos donde habíamos quedado. Permanecimos ocultos durante algunos días en el hotel. Nos cambiamos de lugar otras siete veces, no queríamos que lograran rastrear nuestra ubicación. Nos encontraron. Teníamos el plan de correr en sentidos opuestos para que los gdrodos se desorientaran; yo corrí hacia mis ruinas, a él lo perdí de vista, temía que lo hubieran capturado. Dejé de correr y me escondí cuando noté que el jefe me perseguía; yo conocía todos los recovecos del lugar, y cuando el jefe se acercaba, yo me escondía en el ángulo opuesto, estuvimos así un tiempo, hasta que me vio. Subí tan rápido como pude los 19 pisos, estaba decidida a no regresar. Subí al final del edificio con la mirada fija en el marco del techo, que sobre mi cabeza simulaba la puerta al cielo, la adrenalina me asfixiaba; al asomarme desde el techo, abajo lo vi a él, estaba a salvo oculto tras unas pantallas de vigilancia; sentí la presencia del jefe, estaba listo para atraparme, pero me puse los brazos cruzados en el pecho: “¡¡Hasta abajooohh!!”, y sin despegar nunca mi mirada de él, mientras me arrojaba al vacío, espontáneo él gritó conmigo. Caí a la par de nuestros ecos. Todas las luces de la ciudad se ahogaron, salió de su escondite, sólo las pantallas se encendieron: BEYOND THE BEYOND, WHERE?
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Al maldito que corresponda. He escrito y enviado esta carta hacia algunas de las direcciones que se me han ocurrido, o al menos eso creo, esperando que en realidad existan, y también, con un poco de intención, si es que usted atreviéndose a contestarme, me hiciera suponer que hemos escuchado al destino. Me encantaría interesarle en mi historia, y si le hablo de esta manera, es porque nunca le encontré sentido a esa cursilería del lenguaje: lo o la, él o ella, para mí usted con suerte será mi lector, y con esperanza, seré yo también el suyo. Agosto 013 El maestro había decidido decapitar a sus alumnos. La forma era corriente, sin ingenio, yo le había convencido de darme tiempo para idear algo mejor; la verdad, él ni siquiera había pedido mi participación; pero ¡lo vi tan triste!, hablando de algo que seguramente quiso hacer durante tanto tiempo, que no soporté verle tanto olvido de sí en el rostro. Decidí ayudar, y quizá sólo eran expectativas mías, pero me parecía natural que el demonio disfrutara desde el momento en que concebía la perversidad de sus planes; cosa que en él no veía. Tal vez aquí había algo más que yo me estaba perdiendo; asumí que si no lograba mejorar su plan, al menos entendería lo que se me hubiese escapado entre líneas. Agosto 013 Una tarde de tormenta decidió quedarse en casa a pesar de que nunca había detenido sus cátedras por ningún motivo, ni siquiera cuando su padre muriera. Dijo que antes lo miraba poco, que las visitas se habían reducido a nada, y la nada, nada importa. Se helaba toda la casa, le acerqué hasta su lugar una manta, pero me retiró la mano, como si con ese gesto me dijera que necesitaba de ese frío. Largo rato se quedó viendo por la ventana, y en un momento creo que hasta sonrió. Pensé que ya no les cortaría la cabeza; ahora había decidido ahogarlos. Y me alegré de que hubiera recobrado el gozo de su maldad. Siempre cenábamos juntos; pero al oscurecer quise dejarlo a solas con su malicia, o lo que fuera que hubiera recuperado. Me fingí con dolor de cabeza y me acosté; claro que no pude dormir, sólo pensaba en ayudarlo, un plan B, por si acaso le volvía la inconformidad, la tristeza. Agosto 013 Me di cuenta de que su mitad seguía intacta, y es que era imposible que se hubiera levantando temprano y la hubiese tendido; pues aunque nuestro lecho estaba separado, le gustaba que yo tendiera sus cobijas y 10
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arreglara su cama. Decía que mis manos tenían el aroma de la ternura, y que cuando por las noches se acostaba, sentía que era el paso que había dejado mi tacto, y no el de las telas, lo que lo hacía dormir tan tranquilamente. A veces, sólo por molestar, no encuentro otra excusa, le pedía a algún criado o pariente que tendiera la cama por mí, él siempre lo notaba; decía: ¡tus manos no están aquí! Incluso se ofendía, como si ese día no hubiera querido amarlo, y en lugar de eso lo hubiera dejado encargado con alguien más; entonces prefería dormir en la sala, sin arroparse con nada, aunque temblara. Molestar…, sólo por molestar, ¿por qué no me bastaba que mi demonio dijera cosas tan lindas, fueran o no verdad? ¿Es reconocer sobre las cosas el tacto de quien lo ama tanto, tan difícil de creer? ¿Por qué no pude quedarme con sus palabras suaves, por qué, para qué indagar? Tuve suerte de que fueran verdad, porque un detalle así que parece juego, pudo haberme ahogado en melancolía si alguna vez hubiese atinado mal. Al ver su pedazo vacío me sentí orgullosa; algo le había arrebatado el sueño, y aunque yo sólo pude dormitar, atravesé el insomnio en busca de la misión, de esa que podría volver a ser su alegría. Y es que, verá, yo tengo este tic, pero nunca se lo he confesado. Ella me cree un demonio porque cuando digo algo la sonrisa se me va de lado, y ella cree que hay un plan maldito detrás de lo que digo, pero habla tanto del amor que siente, por mi forma de ser y cómo engaño a la gente, como si se tratara de una complicidad única entre los dos. He callado tantos años para no herirla, ¿cómo decirle que soy un agradecido con la vida, y no estoy tramando nada? Menos ahora que he encontrado que guardaba un diario. Después de las heridas, ella se había empeñado en ayudarme a decapitar a unos niños; yo se lo dije porque sus ojos preguntaban, tenían hambre de alguna maldita novedad; dije que odiaba, que guardaba rencor, y que sólo asesinando podría saciarme; sus ojos brillaron tan horribles, que sentí tristeza: mi incapacidad de ser monstruo la había deformado a ella. Quisiera salvar a esas criaturas que nada han hecho. El otro día quise convertirme en monstruo y me convertí en santo, y por más que intento el diablo no me sale. Por ejemplo, el día de la tormenta no pude ir a la cama. Me aterraba que ella la hubiera tendido, y rogaba porque otra vez me hubiera jugado una broma de ésas para probarme; cuando le pide a otro que arregle mi colcha, para ver si me doy cuenta del truco, pero no tenía el valor de averiguarlo. Por el accidente, me quedé en casa, quería ganar tiempo, y ella se quedó muy callada cuando vio los lápices enterrados en mis manos. No supe qué había hecho. Pensando tanto en todo lo que podría destruir, Enero 2019
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matar, se me ocurrió convertirme en víctima; así, quizá desistiríamos de todo aquello, o, ¿debía ser ahora más demonio que nunca? Mientras ella dormía en su mitad, yo había pasado la noche en el sillón velando la ausencia de luz, hasta no soportarlo más. La noche es peligrosa porque en la oscuridad no se ve el límite, si es que lo hay. Me clavé un lápiz en cada mano, mentí y dije que aquellos alumnos habían entrado sigilosos, y que me había despertado el dolor. Cuando me vio la sangre ya estaba seca; yo había calculado su despertar, pero no conté con que ella viendo la cama intacta se quedaría largo rato imaginando la razón. Ella en silencio. Algo me decía que si lo demoniaco no crecía en mí, pronto crecería en ella; y pensaba en la hora de ir a dormir y sus monstruosas manos de monstruosos pensamientos serían refugio para mi cabeza. Cenamos juntos, apenas y hablando de los objetos sobre la mesa, hizo alguna pregunta sobre mis vendajes; los cambió después de cenar, no distinguí ninguna emoción en el gesto, nada tibio, nada frío, entonces supe que estaba concentrada. Avanzamos al dormitorio, y cuando destapé las almohadas, mentí: ¡tus manos no están aquí! Ella abrió grande los ojos. Al principio pareció enojarse, luego indignarse, y mientras eso ocurría no quise esperar a que me viera en la cara el espanto; y me encaminé a la sala. Agosto 013 Me quedé helada. No reconoció mi ternura, o quizá se me habría terminado; tanto pensar en cómo ayudarlo con esos niños me había transformado, o quizá siempre supo adivinar, y hoy, falló. ¿Me transformé?, ¿un gesto lindo entre seres que se adoran, se ha convertido ahora en la regla que me mide?, ¿qué sabe él de ternura?, si soy yo siempre quien arregla su cama, o ¿sería sólo un pretexto para volverme su mucama, sin que yo sintiera necesario el menor reproche? ¿Cuánto importa la verdad, es lo único que se persigue en esta vida o sólo en este tiempo? Da igual, ¡es casi lo mismo! Yo quería que él me encontrara: como su mujer cuando desarreglara su cama y reconociera mis sentimientos en el gesto, o como su mucama: en la perfección del doblez en las telas, pero ¡que me encontrara! Y quizá debiera uno estar eligiendo todo el tiempo, pero creo que hay un momento cuando uno comienza por hacerse; es decir, coserse sólo de telas que soporten el tiempo. Escoger entre verdad, o verdad. Y yo no sé qué creer ahora, porque también tengo ganas de enojarme, de indignarme, ¡me dulcificó la idea de una criada!, ¿cuántas veces habré comido de sus malditos dulces envenenados? El día que comenzaron las explosiones, quise hacer algo diferente. Tal vez hasta revelar la verdad, pero es que a ella ese camino no le gusta. Así que falté al colegio; sobre todo porque no podía dejar de ver a aquellos 12
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niños, a sus cuerpos perseguidos por la muerte. Me quedé el día pensando, viendo a través de la ventana, y me esforcé por despojarme del desánimo. Entonces los vi bajo la lluvia, felices de que no hubiera clases, y los imaginé corriendo sin la menor sospecha, brincos de inocencia. Entonces, el nudo de los labios se me deshizo estirándose para sonreír. Yo era tan bueno que sólo quería que se sintiera protegida y entonces fingía mi maldad; bueno, eso fue al principio, de ahí en adelante ella convertía todo en sentimientos duros y fríos. Enero 998 “Si el mundo es malo debes lograr ser lo más preciado para el hombre más cruel, así no podrías estar más a salvo”, es lo que leí en su diario en el apartado de “Conversaciones con mamá”. No pude más, ¡quise liberarme!, pero sin lastimar a mi mujer. Ella cree que soy un hombre despiadado, y yo la dejo creerlo porque así se siente segura, y dígame ¿quién se siente seguro en la bondad? La bondad sólo es confianza en el descuido. Ella quiere que no la quiera, y también que la quiera. Así todos los días son un reto para ella. Trabaja desde la negación, y entonces se pone creativa; si al fin accedo a besarla, ella se ve hermosa, brilla, se enaltece, como si hubiera ganado algo. Yo quisiera sorprenderla a veces, y cuando he tenido tantas ganas de besarla debo morderla, o empujarla después, y ella me mira de una manera como si me debiera todo, como si fuera su amo, con un deleite, con un asombro, que prefiere cerrar los ojos para no llorar. Está convencida de que soy un monstruo, y eso es lo que le gusta de mí. Hasta me dice Franky, como diminutivo de Frankenstein, porque claro, a ella le gusta interpretar el papel de contraparte: dulzura y bondad. No soy todo malo, a veces se me escapa alguno que otro cariño, pero ella está tan acostumbrada a mis “maltratos”, que no sé cómo, pero siempre encuentra la forma de transformar mis caricias en ofensas, mis besos en golpes, mis miradas de amor en ironía y sarcasmo. Hace poco, mi desesperación me llevó a confesarle la verdad, que soy un simple humano, enternecido por las causas más nobles, me entristece el mundo, sobre todo los niños y ancianos. ¿Sabe lo que me dijo?, que era lo peor, el más ruin y despreciable, recuerdo exacto que gritó: ¡deposité mi maldad en ti, y ahora me la regresas, me has devuelto a los opuestos! ¿No podríamos ser yo el bueno y tú la mala?, pregunté. Y ella dijo: ¡No lo creo!, no me interesa el poder, me atrae la supervivencia diaria, la esclavitud; y tú no sé por qué haz decidido liberarme. Me voy a buscar la protección, la maldad que tú no puedes darme, ¡quédate con tu deficiente crueldad! Creo que estoy enloqueciendo de veras, y no sé si en la locura encuentre la maldad o me acerque aún más a la bondad. Pero les he pagado Enero 2019
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a aquellos niños, simulando un juego de guerra, para tomarles algunas fotos donde salen sin cabeza, y se las he hecho llegar a ella. Sabe que la quiero, sé que nos queremos; así que volvió a mí apenas recibirlas, me dijo que ahora era aún más claro que uno elige cómo zurcirse la piel. Me contó que cuando regresaba conmovida por mi maldad que significaba amor, vio a los niños de las fotos jugando en el parque, y se dio cuenta del engaño. Yo lo hice por amor a ella, y ella ha entendido que sigo dispuesto a exagerar, a fingir. No quisiera hacerlo. Quisiera ser yo, pero sé que ya encontrará la manera de creer lo que ella quiera, de zurcirse sus verdades como dice. Ahora me ha pedido lo que yo más quería, volver a ser una sola cama; necesita volver a sentirse en riesgo. Lo de dormir separados ella lo había decidido. Una noche de vigilia fui a la cocina por un poco de cerveza y al llegar a la habitación, la miré lindísima, acostada, con el cabello húmedo aún, el aroma de ese shampoo en su cabello eran algo para quedarse a vivir; y mire que he olido otras cabezas que dicen usar la misma marca, pero ningún aroma como el de ella. Yo mirándola embelesado, encantado; ella se despierta y al verme con aliento alcohólico sosteniendo su cabello, como era de esperarse, supo transformarlo todo, me preguntó si había intentado matarla. Entonces, mi cara se desencajó por el giro tremendo que había dado la realidad, y pensó que era mi gesto de sentirme descubierto. Se veía tan asustada; me dijo: sé que no puedes contener tu maldad, esperaba que este día llegara. Se abrazó a mí, y yo me quedé helado. Dijo que me quería, y yo le dije apenas lo mismo. Sobrevivimos la noche abrazados y bebiendo cerveza. Al día siguiente que llegué del colegio ella había partido la cama a la mitad, sobre unos libros niveló los lados, y como la vi sonriente esperando mi aprobación, o quizá mi desaprobación, no dije nada que pudiera arruinarlo. Me recosté como para probar la resistencia de los libros. Desde entonces, ella sentía todos los días como si luchara por su vida, y al recostarse sobre su mitad, la veía dormir con el rostro pleno. Había ganado un día más en que yo había desistido de matarla. Me intriga tanto saber a qué me enfrentaré para satisfacer sus delirios ahora que volvamos a dormir uno al lado del otro. Por eso necesito encontrar mi maldad, o al menos una forma ingeniosa de conservarme a mí mismo sin sentir que finjo; por eso es que pido su respuesta, su ayuda. Mi mente se ha quedado seca, porque ella me supera. Y sólo quisiera sorprenderla, ¿me comprende? Es ésta la séptima carta que reescribo anexando las novedades. Las otras seis se me han regresado sin abrir, así que espero que esta dirección llegue a su maldito destino.
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El gran mueble de madera.
Anel Mora.
Laura sabía que tenía un problema: no hallaba la forma de ocultar sus sentimientos, de guardarlos en lo más profundo de sus huesos, se manifestaban como una tos con la que expulsaba su alma desnuda, vulnerable, expuesta... Pensó que su pecho era demasiado pequeño para tan grandes pasiones, así que decidió buscar un carpintero que le fabricara un mueble lo suficientemente grande, para sepultarlos bajo llave y candados, y así, dejaran de joderle la existencia. Cuando el carpintero escuchó las características del mueble, le sugirió a Laura que tirara la pared que dividía su recámara de la sala, pues era la única forma de construir algo de semejantes dimensiones. Utilizó una de las maderas más resistentes: el roble; así se lo había pedido la mujer: "Los sentimientos son traicioneros, un día cualquiera roen la madera y se escapan; póngale la más fuerte de todas, no importa el precio". Cuarenta días y cuarenta noches después, el ebanista entregó su obra. Una gran caja rectangular, de 8 metros de largo por dos metros de alto y de fondo. Laura estaba feliz; en cuanto oscureció, exprimió su corazón de deseos, anhelos, sueños, esperanzas, querencias, añoranzas... sacó todo, incluso los recuerdos... Ella pensó que como un Smartphone su corazón se iba a formatear, a reiniciar y quedaría liviana, como un ave en primavera. Sin embargo no fue así. Laura quedó vacía, deshabitada, hueca... al principio no lo notó, pero al paso de los días su cuerpo debilitado sólo escuchaba instrucciones del televisor... se había quedado sin voluntad. Una tristeza de horror la atormentaba por las noches; no era su tristeza habitual, esa estaba dentro del mueble de madera junto a los demás sentimientos; no, esta tristeza provenía de un vacío cósmico que la había invadido y por las mañanas sólo eructaba la nada en pequeños espasmos... En ese estado de catatonia se encontraba, cuando escuchó ruidos provenientes del gran mueble: "Déjanos salir, te ayudaremos a volver", se escuchaba desde su interior. Por una
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magia del destino, se iluminó su memoria y recordó a sus sentimientos. Caminó con dificultad hacia el mueble, pero lamentablemente, ya era demasiado tarde para Laura. Nueve días después la encontraría la policía (por un reporte de algún vecino) en estado de descomposición: lo que quedaba de su cuerpo, estaba asido de las manijas del gran mueble. Causa de su muerte: deshidratación e inanición... su apetito, también había quedado dentro del gran mueble de madera.
Claustrofobia Félix Martínez
Hacía 20 años que no iba a la ciudad de México, y era el mismo smog, las mismas prisas, el mismo peligro. La casa de mi primo tenía tres pisos, el primero era un taller de costura, el segundo oficina, y nos hospedamos en el tercer piso. Conocí Tepito, Six flags, y fuimos hasta Taxqueña donde vivía mi cuñada; y sin haber sudado, miré mi cuello negro de mugre, y esto no era lo único que iba en contra de la capital, también estaban los temblores. Platicaba con mi primo al calor de un café hirviendo, que es así como lo disfruto, para irlo tomando lentamente, aspirando su aroma, cuando sentí que se movía mi silla. Levanté la vista hacia mi primo que tenía los ojos muy abiertos, aunque él ya estaba acostumbrado a esto, me dijo está temblando, y seguimos sentados unos segundos, cuando se escuchó un tronido. ¡A la pared!, dijo mi primo, a tiempo de ver como una parte del techo caía donde yo había estado sentado, corrí a la escalera para sentir como se hundía a mis pies, después vi todo negro. No sé cuánto tiempo pasaría hasta que tomé el control de lo que pasaba, mi pierna estaba estirada y no la sentía, la otra pierna la tenía doblada, mi cabeza inclinada sintiendo una placa de concreto encima, sonidos lejanos, gritos apagados, grité sin sonido, hubiera preferido morir antes que sufrir este tormento, quise no pensar, comencé a arrancarme los pestañas, las cejas, y cuando acabe con ellas, los cabellos, y el tiempo pasaba sin oír más que ruidos que llegaban a través de las paredes amontonadas una encima de otra; maderas, muebles, y una gotera que caía en mis espaldas lograba humedecerme, escurriendo hasta mi cara lo que mitigaba mi sed. Cuando mi desesperación llegó al límite, grité con fuerza deseando morir. Sentí un zarandeo en mi hombro, era mi primo… despiértate Ramón, despiértate... quise terminar mi café, pero ya estaba frio.
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Blues arrabalero a Berenice.
Waldo Contreras López. Con la colaboración de “Lady Day” y su voz cantando “Don´t explain”.
Siempre hubo algo en esta canción que me inspiraba una paz muy dulce. Tal vez por el acento de la diva que la interpreta, su tono dulce de trompeta, la música tan hermosa de la orquesta negra de jazz y la forma melancólica con la cual Billie “Lady Day” acaricia el estribillo “Don´t Explain”. Hoy me dio por escucharla por tu motivo, tú me llevas a ella y esa canción me lleva siempre a ti. El tiempo retrocede hasta aquel día en el cual me topé con tu mirar de gata y tu forma de sonreír, tan así; ese día en el cual nuestras almas se encontraron en aquel muladar paradisiaco, ambos bien hartos de la vida que habíamos escogido por no poder soportar una realidad aplastante, abrumadora, ambos revolcándonos en un pozo. Viste mi rostro llorón y yo me vi en tu mirada felina, de casi niña. Y nos platicamos nuestras cosas, nos compartimos nuestras caricias y nos dimos nuestros besos sin refugio. Y nos drogamos esa noche para festejar una nueva forma de perder. Y nos dimos sexo. Y yo me aferré a tus labios como el asmático a la cajita de medicina y tú te agarraste a mi cuerpo como quien se ahoga en el océano inmenso y espantoso del desosiego, del siempre callar, del nunca sonreír. Y al paso de los días nuestra necesidad se volvió un apremio, tanto que llegaron los días en los que no podíamos beber uno sin el otro, drogarnos sin la compañía recíproca y autodestructiva de nuestra vida de pacotilla, no podíamos vivir sin el beso apremiado por la soledad para siempre del alma, sin la presencia tibia de nuestros cuerpos, sin el consuelo efímero del sexo. Y hubo momentos sublimes a tu lado. Como aquel día en el cual me enseñaste a mirar a los ojos mientras hacíamos sexo; recuerdo me decías: “si no eres capaz de mirarme a los ojos mientras nos hacemos el amor jamás serás hombre, serás siempre un hijito de tu pinche madre sin huevos”. Te me entregué por completo. Y tanto nos revolcamos en el lodazal de nuestra gloria decadente, ciegos por tanto padecer el mirar solos tanta soledad, tanto había sido pasado en nuestros ojos que nos sentíamos acompañados al fin ante la visión de alguien con la misma aspiración. Y un día me encontré ante ti en aquel cuarto de espantos, me matabas montada sobre mí; el infierno apenas comenzaba; yo me dejaba apretar por tu abrazo de pantera, me envolvía en tu mirar felino y el ámbito vaporoso de tu cuerpo caliente, y me dejaba hipnotizar por esa forma tuya de sonreír, tan así. Me hundía en el aroma de tu deseo, de Enero 2019
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tu bajo vientre, el perfume de tu aliento; me dejé comer por tu beso mordelón, tu chupete en mis labios y el exhalar de tus palabras ardientes; me dejaba reventar por el vaivén sin piedad y sofocante de tu cuerpo. Imparables borrachos adictos muriendo y naciendo. Y al tercer día ya no podía soportar que siquiera me tocaras; te acercabas a mí con tu peste a desastre, con una mueca en tu rostro; te arrastrabas hacia mí como un molusco empapada en un sudor viscoso; y tu aliento apestaba a alcohol, a cigarrillos de mariguana y tabaco, a metanfetaminas; y recuerdo quisiste poner una vez más tu vientre al parejo de mi rostro, de mi boca … y lo besé, abrumado por una náusea súbita que me quitaba el aliento; y recuerdo que tu solo moviste la cabeza negando para ti e hiciste ese gesto tan tuyo con tus labios, ese puchero tan pleno de dulzura. Y recuerdo te besé en los labios despacio y ya sin el ánimo de nuestros primeros minutos en medio de aquel infierno, la magia estaba terminando y tú parecías comprenderlo; te retiraste unos minutos de nuestro teatro decadente. Al cabo de unos minutos regresaste, con un caminar lento y moviendo las caderas, coqueteando con tu cuerpo paso a paso, a ritmo; con tu mirar gatuno restaurado y otra vez tu sonrisa, tan así. Te subiste a la cama a cuatro patas, emulando a una pantera en celo, meneándote, tus senos esplendorosos, tu mirada gatuna, sí; y tu sonrisa tan así; y otra vez mi boca en tu vientre, y otra vez esa piel fresca, ese aliento perfumado, esos labios voraces y calientes; y me volví a hundir en tu entrepierna, como quien se deja vencer por el desvarío agotador de la fiebre y en las pausas de nuestra desesperación compartida, te miraba dormir en paz al fin, tu respiración sosegada … y tu rostro volvía a ser el de aquella niña asustadiza en las noches de tormenta callejera; y yo me echaba a tu lado solo para percibir el ámbito de tu paz, que yo sabía solo era efímera. Y me contagiabas otra vez de tu magia, tú mi amor, tu magia absoluta. Y me venía al recuerdo aquella canción, no sé por qué, pues ya estaba su tonada en el olvido hecho de tantos años de rodar: “don´t explain”, decía Lady Day. Y al fin tenía fuerzas para huir de aquel pozo de desolación, y me decidía a contra mí, a salir al aire puro de la madrugada a respirar fuera de ti; y te echaba una última mirada mi amor, antes de abrir aquella puerta por última vez. Y ahí estabas, con esos ojos; tus ojos brillan a la manera de los gatos. Esa mirada fluorescente de metanfetaminas; y miraba como se movían de formas extrañas, como viajaban a través de la oscuridad de la habitación, y vi como se opacaban por la humedad de unas lágrimas, y oí tu voz, oí que me decías en un susurro: “si me abandonas en esta tumba, 20
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moriré”, y oí como llorabas quedito, como se le llora a un muerto antiguo, con la tonada triste y espesa de la eterna desesperanza; yo regresaba y cerraba la puerta tras de mí, otra vez nuestra gloria decadente. Volvía a caer en tu abismo. Entrar y salir para siempre. Una vez repuestos de nuestro reencuentro pensé en voz alta atonada por el fracaso de mi fuga, mi fuga frustrada: “moriré”, y tú me contestaste acariciándome el rostro: “no importa, yo también, pero hoy estás conmigo, después de esto ya nada importa en” dijiste esto alegre mientras me mirabas con esos ojos y esa forma tuya de sonreír, tan así. Y me quedé dormido mientras recordaba a la diva: “don´t explain” me decía despacito en el oído de aquella mente enferma. Desperté en una cama perfumada a aceite de pino, en un cuarto luminoso. Tanta luz me dolía, el aire era tan puro que me zumbaban los pulmones. Una cama diferente sin ti. Me dolían los huesos y ardía en fiebre; y te busqué con la mirada, con mi voz ronca de tanto no hablar… susurré apenas sin alientos: “Berenice…”. Te busque entonces con la desesperación, te busqué entre mis lágrimas abundantes esperando verte aparecer con tu paso lento, coqueto y rítmico; esperando verte aparecer con tu mirada gatuna y esa sonrisa tuya, tan así. Hoy solo existes en mis recuerdos. Te veo en las esquinas espiándome, en las calles abandonadas, en los callejones nocturnos llenos de viciosos iluminados por la luz mortuoria de la luna. Ya no tengo la esperanza de sentir tus labios, la mordida de tus ansias y tu chupete pretencioso, no huelo tu aliento, no saboreo tu saliva, no beso el olor abrumador de tu vientre, no percibo ese aroma peculiar de ti, mujer. Y salgo a la calle convaleciendo apenas, poco a poco, la vida es tan dura en este mundo. “voy a morir” pienso en voz alta y levanto la vista del suelo, como si con solo eso fueras aparecer por el invoque de mis palabras inspiradas por la fiebre las ausencias. Mis deseos de tenerte de nuevo en mis brazos para que me dijeras con tu alegría infantil: “yo también pero no importa, tú estás aquí conmigo”. Que estuvieras aquí mirándome con esos ojos gatunos y esa sonrisa tuya, tan así. Sé que estás cerca, quitándote la vida poco a poco junto a alguien más. Yo por mi parte he regresado a los bares y a las drogas duras, sin esperanzas ya; y la gente me ve y murmura, y escucho historias falsas sobre ti. “Don´t Explain” murmuro y Lady Day suelta su canción, y esa diva me trae paz, mientras suelto otra vez mis lágrimas y aquellos viejos recuerdos vuelven a atorar la aguja de esta vida que gira y gira. Todo, todo a comenzar.
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Carolina.
Eliana Soza Martínez
Carolina amó a los gatos desde pequeña, sentía que estos seres le enseñaron el amor más incondicional. Era conocida en su barrio como la loca de los gatos porque a sus cuarenta años, su única compañía eran los más de veinte felinos con los que vivía. Las personas solo le habían causado lágrimas y le habían hecho sentir basura. Por eso se alejaba de ellas y prefería pasar interminables horas al lado de sus mininos, a veces escuchando jazz o bosa nova o simplemente hablando con ellos. Esta última actividad era la que más disfrutaba. Aquel lenguaje, sin palabras que interfieran con la verdadera comprensión de los sentimientos le parecía maravillosa. Bastaba un ¡miauuuuuuu! largo de Gaspar para saber que debía alimentarlos. Todos los bigotudos llegando, atraídos por el ¡clonc! ¡clonc! de la comida vertida en los pequeños platos, agradecían con el ¡cronch! ¡cronch! que hacían sus pequeños hocicos masticando. Aunque también se escuchaban los ¡grrr! ¡grrr! ¡grrr! mezclados con los ¡chisss¡ ¡chisss¡ ¡chisss¡ que anunciaban una contienda o un malestar por varias razones, como una disputa por territorio o porque fueron tocados sin permiso. Después, los diminutos ¡miu! ¡miu!, que la llamaban a tomar la siesta en el sillón más mullido de la casa, acompasada con los ¡prrr! ¡prrr! de los ronroneos. Sus días se fueron transformando así en una existencia sin necesidad de las palabras y con el disfrute absoluto de los ¡miauuuuuuu!, ¡miu!, pero sobre todo de los ¡prrr! que para Carolina eran la versión musical del amor. Pronto ella también fue pronunciándolos, como una extensión de su voz, que cada vez se parecía más a las de sus veinte compañeros felinos. Un día en el que ya nada más podía salir mal en el mundo exterior porque perdió su trabajo y estaba a punto de ser desalojada de su casa, sin darse cuenta, empezó a emitir los ¡prrr! ¡prrr! para tranquilizarse. Al terminar una deliciosa comida, no resistió lamerse las manos ¡lam¡ ¡lam!. Al terminar las vio convertidas en hermosas patas esponjosas color negro lustroso. Sorprendida buscó por toda la casa un espejo, recién fue consciente que sentía su cuerpo más liviano. Al ver su reflejo se vio transformada en un hermoso ejemplar felino y se relamió largamente frente a él ¡laaaaaaaammmmm! ¡laaaaaaaammmmm! Después de unos días, ella y sus colegas mininos se dieron 22
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cuenta que ya no tenían quién los alimente, a pesar de que proferían insistentes ¡miauuuuuuu! ¡miauuuuuuu! Entonces Carolina a través de varios ¡miau! ¡miau! Y oliendo a cada uno el hocico los guio hasta otra casa, la que podrían tomar, como lo hicieron con la que dejaban. Al salir de aquella vivienda saltando por la ventana, la felina Carolina escuchó un estruendoso ¡craaaash!, vio que cayó una fotografía, trató de reconocer a quienes estaban retratados en ella, pero los gatos tienen mala memoria así que se fue repitiendo ¡prrr! ¡prrr! ¡prrr!
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Narradores de Zacatecas. Cadena perpetua.
Eduardo S. Rocha.
El condenado caminaba por los pasillos de la penitenciaria, dos policías le escoltaron de camino a su celda. Tras los barrotes se divisaba a su compañero de habitación: sobre su camastro leía un ejemplar desgastado de la Biblia, permanecía en silencio e indiferente, como si para él todo fuera pasajero y decidiera ignorar el mundo que le circunda. Los gendarmes libraron al prisionero 385 de sus esposas antes de empujarlo por el umbral de su celda. 385 vio las paredes llenas de arañazos, maldiciones y dibujos obscenos. Hasta entonces reparó en lo que significaba estar preso, en toda la agresión e impulsos contenidos en ese retiro forzado, el ocio y la austeridad vueltos rutina, sin más porvenir que el momento distante en que acabe la condena, y hasta entonces la cuenta compulsiva hasta la llegada del fin. Afuera se dejaba oír el coro jubiloso de «carne nueva para todos», una amenaza o más bien una anticipación del mal tiempo que habría de vivir a partir de ese día. 385 se presentó frente a su compañero. —¿Qué lees?— le dijo, aunque ya lo sabía. No hubo respuesta y también 385 guardó silencio. Comprendió que debía ganarse a su compañero de celda, ya que no tenía la opción de cambiarlo. Se tiró sobre el camastro que le asignaron y dejó correr las horas mientras permanecía inmóvil y en silencio. Si no podía agradarle a su compañero al menos intentaría no molestarlo. 385 cumplía una cadena perpetua, jamás sería libre otra vez, el juez y el jurado habían sido definitivos. Inclusive si él llegase a vivir más de cien años, los pasaría allí adentro, para una vida llena de trabajos forzados, labores automáticas y rutinarias que habrían de hacer su condena un martirio más llevadero, como un aliciente a la demencia de vivir días insustanciales, cada uno idéntico al anterior hasta el absurdo. Las páginas del libro se oían correr entre pausas de silencio prolongado, por momentos escuchaba una lectura entre murmullos. Cansado del ocio, 385 intentó hablarle otra vez: —¿Entonces, te gusta leer? —Dijo, sin recibir ninguna respuesta— yo nunca he sido muy creyente. Cuando era niño me obligaban a leer algunas partes de la Biblia, pero eso fue hace mucho, ya no recuerdo casi nada. No he abierto un libro en años, y nunca fui muy bueno en la escuela. Creo que prefiero contar historias. Y a ti te gusta escucharlas, ¿verdad? 385 guardó silencio un momento para mirar a su compañero de celda, comprobó que él aún se mantenía indiferente pero eso no lo Enero 2019
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detuvo, y empezó a contar un relato. Con la naturalidad de un buen orador, 385 inventó una historia sobre unos gemelos encerrados en un cuarto. —Los gemelos entraron a la habitación infinita, un juego de espejos. Era una habitación cuadrada de dos metros de alto y ancho, los muros eran blancos, en el techo había un foco de luz fría, en cada muro había espejos de cuerpo completo colgados. Ellos se maravillaron frente a la ilusión de estar en un espacio inmenso, lleno de dobles que les miraban maravillados. Se perdieron en la cuenta de reflejos y para cuando la atracción dejó de ser divertida, se dieron cuenta de que no tenían idea de cómo salir. Pasaron horas buscando una puerta oculta. Te imaginas la desesperación de no saber lo que pasaba y de estar encerrado en un lugar así de chico. Los hermanos dejaron de dar vueltas en su búsqueda de una puerta en cuanto se resignaron a la posibilidad de que, de haber una salida, ellos no podrían encontrarla. En su impotencia sólo podían ver la expresión de su cara frente a los cristales, y era la misma sensación de verse el uno al otro, rodeados de reflejos interminables, donde estaban eternamente solos. En el techo brillaba una lámpara de luz blanca y era lo único que podían ver para evitar caer en la locura. Los gemelos pidieron auxilio y gritaron hasta quedarse sin voz, golpearon las paredes hasta lastimarse las manos y romper los cristales, todo para no tener que soportar la muchedumbre de reflejos que los asfixiaba en ese espacio reducido. Ambos mataron el reflejo infinito que les insinuaba estar atrapados para siempre. Entre los cristales rotos y los muros blancos manchados de sangre esperaban exhaustos y adoloridos, con los puños abiertos; cada uno permaneció vencido en un rincón del cuarto, en la tarea de arrancarse cada uno de los cristales incrustados en sus heridas. Entonces, dejaron de preguntarse qué debían hacer para salir, y pensaron los motivos por los que habían llegado ahí: «Fue tu idea entrar a la caja, yo sólo entré porque tú querías ver el juego» dijo uno de los gemelos, «si no me hubieras pedido que te acompañara, yo habría quedado afuera y podría haberte ayudado. Ahora estamos aquí por tu culpa». El otro se defendió del reproche: «Tú siempre me has tenido envidia, de haber quedado aquí solo me habrías dejado a mi suerte. Si tú y yo llegamos juntos, nos moriremos igual». Entonces pelearon hasta desvanecerse. Cuando por fin recobraron la conciencia, vieron que el cuarto estaba como en un principio: los espejos estaban completos y colgados a los muros, la lámpara funcionaba otra vez, en los muros ya no había sangre y en el suelo no había mierda ni orina. Los hermanos pensaron que mientras 26
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dormían, alguien había limpiado la habitación y luego remplazó los espejos rotos por unos nuevos. Esa idea los enfureció porque de ser cierto, con toda malicia, los mantenían encerrados. Los hermanos volvieron a romper los espejos, pero ya no como mero desahogo, sólo quisieron comprobar si de nueva cuenta alguien repararía los daños: de ser así tendría que abrirse una puerta que les hiciera libres. Planearon fingir que dormían al mismo tiempo para aguardar la visita de su captor. Los hermanos esperaron con paciencia, pero adentro de la caja no habían noches ni días, sólo una luz blanca que no dejaba de brillar. Por segunda vez, los hermanos quedaron dormidos y al despertar encontraron que su prisión estaba impecable, con espejos nuevos en la pared. En un tercer intento, los prisioneros se propusieron fingir que dormían mientras los dos se turnaban una guardia hasta ver quién les jugaba esa broma. De nuevo los torturó la espera. Intentaron distraerse, cada uno divagó en lo profundo de sí, preguntándose qué mal hizo para merecer esa condena. Cada uno desde un rincón se encontraba absorto, hasta que se dieron cuenta: su cuarto fue restaurado frente a sus ojos, sin que lo hayan visto venir. Con aquel suceso, los gemelos cayeron abrumados frente a lo inexplicable. El más listo de los dos tuvo una revelación. La respuesta siempre había estado en esos cuatro espejos donde se reflejaban en un caleidoscopio sin fin, porque en cada cristal estaba su imagen reflejada, en la repetición de cada gesto y cada instante de manera infinita. Ahí, frente a los cristales, sus rostros en pena buscaban el final de su encierro, y siempre volvían a romperlos, como si la única solución fuera destruirse a sí mismos. Ambos estarían ahí lo que les restara de vida, sin importar lo que hicieran, ni romper cristales o mantenerse despiertos les ayudaría en algo, porque la eternidad es una prisión donde la única salida es la muerte. Frente a los muros de espejo, los gemelos lucharon hasta que el más afortunado cayó muerto, y a través de cada cristal podía verse reflejada la muerte de un hombre en manos de un semejante. Cada sobreviviente, a través del espejo, no hacía más que ver el reflejo donde se enmarcaba a la víctima y al victimario en una historia que empezó por un capricho que parecía divino. La habitación infinita reproducía esa misma historia sin fin. Rómulo y Remo luchaban en uno de los reflejos mientras, a través del espejo, los miraba Caín y, desde las páginas del Génesis, un hombre interrumpió su lectura sobre cómo Abel caía muerto, para acercase al prisionero 385 y hacerlo callar.
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Narradores de Zacatecas. Gabriela, creo que hay monstruos en la casa.
Diana Laura Ibarra Rodríguez
Siempre comienzo mis escritos cometiendo uno de los peores pecados al escribir: con certeza. Sé quién lo leerá, sé cuándo no lo harán y también cuento con la seguridad de lo malo que será mi texto. Pero en este momento y hora en que lleno las líneas de mi hoja mientras tiembla mi mano, por primera vez no sé nada. Sólo sé que tengo miedo. Necesito que recibas esta carta, que sientas lo que yo sufro y acudas a mí. Ya no hay sitio para el ego de escritor. Gabriela, creo que hay monstruos en la casa. Tengo cuatro paredes pintadas sin esfuerzo y con una evidente falta de toque femenino que reciben en la puerta con una alfombrilla de “Bienvenidos”. La seca guarida que me protege del mundo al cual soy indiferente porque dentro de él, yo no importo un carajo. Estoy casi seguro de lo que piensas en este momento; cuánto sentimentalismo y afán de ser la víctima. Déjame contarte cómo han ido las cosas para que me creas. Necesito que me creas, Gabrielita. Hace poco más de tres meses comenzaron los típicos síntomas de una casa embrujada. Al principio, yo los confundí con falta de mantenimiento. Qué caso tenía invertir tiempo y esfuerzo en una vieja y deteriorada casucha. Dentro de un año o menos la habría de abandonar, bien conoces mi condición errante. Emigrar y así intentarlo una vez más, acompañado de estos escritos que se empolvan día con día, junto con mi sentido común. Como buena catástrofe, inició con eventos sutiles: golpeteos en las paredes, bajas temperaturas de forma repentina, crujidos provenientes del techo y cosas que no permanecían en el mismo lugar. Tienes que admitir la facilidad para relacionar cosas como estas a mi tozudez e interés nulo con respecto a la carpintería, la electricidad o la mecánica. Cuántas veces no te dije que le había fallado a la masculinidad occidental. Aun así, una parte de mí sentía que había algo raro en el ambiente cada vez que descendía la temperatura cuando me ponía al leer; por muy torpe y distraído que yo pueda ser, no recordaba dejar mis viniles fuera de la repisa o mis cartuchos de tinta en el cajón contrario. Y con tantos ruidos repentinos, hubiese creído que alguien caminaba por las escaleras si tan sólo esta casa las tuviera. Además de mi editor, tú estás al tanto de mi situación actual. No he escrito nada que valga la pena en el último año y todos lo saben. He estado luchando para conseguir espacios dónde publicar y 28
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solamente he encontrado algo de misericordia en revistas y un par de periódicos locales. Entre mis últimas pálidas aportaciones literarias, surgió un cuento en el que quise experimentar un poco; ya qué carajos podía perder. Se trataba de una viuda desesperada por contactar a su recién difunto esposo, después de probar con miles de charlatanes acudió a una tabla ouija. Lo consiguió y, por supuesto, no podía darle un final feliz a esa historia. Recuerdo que me enfrasqué en detallar las posteriores desgracias de la mujer con demasiada fuerza. Estoy empezando a creer que lo hice tan bien, pero tan bien Gabrielita, que ahora tienen vida las plagas malditas y son las que me acosan. Gabriela, podría jurar que son ellos. Me cago en mí mismo. Soy muy necio, nada nuevo. Ni los moretones y rasguños inexplicables significaron mucho cuando aparecieron. Tengo la costumbre de bañarme todas las mañanas y cada día encontraba una marca distinta; en mi torso, a lo largo de mis brazos, en los muslos y seguramente en la espalda también, pero nunca conseguí ver nada. Las manchas moradas, o en ocasiones azul verdosas, aparecían en mis pantorrillas y dolían cuando las presionaba. Estaba descartado el origen a través de golpes o caídas, de cualquier forma eso no impidió la plaga en mi piel. El malfuncionamiento eléctrico de mi radio y del par de lámparas de pie se lo atribuí al fenómeno del falso contacto; eran baratijas, o eso me decía para calmar mi latente inquietud. Incluso el gato que me visitaba, el de la vecina, ya ni siquiera pasa por aquí. Dicen que los gatos pueden percibir a los espíritus y hasta ahuyentarlos, pero Fidel es un gran güevón. O quizá esto es más grave de lo que a veces pienso y, en realidad, necesitaría de todos los gatos de la ciudad para echar a los fantasmas. El viernes pasado supe que estaba perdido y le puse por fin palabras al miedo. Me presenté a una reunión editorial donde propuse varios proyectos. Previo a esta, me sentía con una terrible pesadez, el estómago me daba vuelcos y me ardía la cara con el calor de mil brasas. Aun dentro de mi auto impuesta tortura psicológica, fueron horas gloriosas en las que no hubo espacio para monstruo alguno en mi mente. No me fue del todo mal: aprobaron dos de tres. Iba camino a casa con un optimismo prudente. Llegué. Abrí la puerta. Apareció ante mí el rastro de un huracán categoría seis, ahí en la sala de mi parco hogar. Un revoltijo de papeles me esperaba, mis libros estaban tirados por toda la habitación. Lo peor fue la máquina de escribir: intacta (o no del todo). No formaba parte del cuadro de caos, salvo por una hoja metida en el rodillo. Gabriela, queda de más decir que yo no la dejé así al irme. Me acerqué sin saber qué esperar,
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logré ver algo tipeado en la hoja: “Por favor, continúa.” Mi temperatura corporal descendió de súbito, me llevé las manos a la cara y una risotada nerviosa saltó de mi boca. ¿Qué me espera si le pido ayuda a alguien que no seas tú? Un boleto de ida sin vuelta al centro psiquiátrico; o una visita de diez minutos auspiciada por el cura Alfonso, donde se limitará a indagar sobre mi vida profana y a levantarme la ceja cuando le diga que nunca hice mi primera comunión. Yo no voy a arreglar nada con agua bendita, Gaby. Nadie me va a creer, nadie más que tú. Necesito que alguien me crea. Estos sucesos paranormales me congelan la sangre pero la soledad es el padre que guía este horror. No estoy loco. Gabita, ya no puedo hacer lo mismo, no esta vez. Si huyo a cualquier otro rincón del mundo, los fantasmas me perseguirían metiéndose en mis maletas o los bolsillos de mi pantalón, hasta en mi cartera. Lo sé porque ahora los siento cuando voy a tomar el autobús, me pesa su sombra que se cierne sobre mí hasta para ir a la tienda. En ocasiones, como un susurro o un ruido de golpe que se rompe en mi oído. Incluso en los rostros acusadores de las personas que pasan a mi lado: se deforman y cientos de miradas rojas chirriantes caen sobre mí. Todo me duele. Me duelen los huesos, la carne. No como ni duermo, camino descalzo sobre vidrio al salir de la cama. Creo que la última vez oriné sangre o alucino, no sé. Tampoco sé si son espíritus, demonios, entidades irreconocibles o llana oscuridad. La incertidumbre es rey y dentro de mi cinismo me pregunto qué es peor, si encontrar las sillas con las patas arriba o no poderme jactar de ser un puñetas sabelotodo. Mujer, esto no es una licencia poética ni son figuras retóricas: hay monstruos, espectros o poltergeists, como quieras llamarles. Las cosas se mueven, las puertas se traban y las sombras se cuelan en mis sueños transformándolos en pesadillas con aire de eternidad. Ayúdame. Tuyo, sin importar qué. Óscar P.D. Si no eres Gabriela Pedreño Cirerol y estás leyendo esta carta, ten por seguro que ya no existo. Los monstruos han ganado.
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Narradores de Zacatecas. Entre el tilintilín y un orgasmo divino.
Ezequiel Carlos Campos
Es hora de levantarte. El padre, con su sotana morada, va directo a abrir el cajón del santuario para sacar las hostias. Es hora de levantarte, ayudarlo para que la baba no caiga y se queme por no ser todavía bendecida. Es hora de levantarte, tu trabajo –quizá la parte más importante aparte del tilintilín de la campana cuando la gente se hinca y pareciera llorando– debe ser hecho. Es hora de levantarte, dirigirte al centro superior de la iglesia, sin olvidar antes la reverencia para no verte como un niño sin saberes. Ayudar. Cargar el artefacto –todavía no sabes ni cómo se llama–, ver a la gente hacer una fila eterna. Antes levantarte, caminar con lentitud porque la rapidez en el santuario significa la impaciencia, formarte sin siquiera mirar si delante de uno están dos, diez o cincuenta personas. Es hora de cargar y esperar, escuchar el cuerpo de cristo y los amenes de la gente. Fijarte que las bocas dicen más de lo que aparentan, verles las caras, los gestos, los dientes, observar a la gente de manera fija, sin siquiera saber lo que estás haciendo. Un diálogo no dicho: espero que mi padre se cure pronto para que pueda estar de nuevo con mi luisito; esa mujer se ve completamente dolorida, no sé por qué a veces la gente, en vez de estar donde debe, vienen acá esperando el milagro; dios, ayuda a que mi hijo pueda pasar el examen; no seas malito, señor, échame una mano para conseguir la chamba; ese señor ni siquiera puso nada para la propina y todavía viene a comer de a gratis; no olvides que mañana es mi cumpleaños, jesucito, ayúdanos a sacar las deudas que tenemos mis hijas y yo; esa viejita qué feos dientes tiene, mira nomás, parecen líneas delgadas, afiladas, donde el aire ha de pasar mejor que en una ventana abierta… no quiero imaginar cómo ha de hablar, yo creo todo el espacio entre sus dientes ni siquiera deja formar las palabras; quisiera que mis padres pudieran estar juntos de nuevo, no quiero que se sigan peleando; ese morrito qué, ni siquiera tiene edad suficiente para entrar a la dulcería de doña juana para comprar chocolates y ando comulgando. El cuerpo de cristo. Amén. Amén. Amén. Y voltear, ver a la gente de nuevo, pensar que sólo han pasado algunas cuantas, faltan todavía muchos minutos para volverte a sentar y que la misa acabe, puedas jugar xbox, después buscar a la chichona de la otra vez en las páginas negras de internet. Todos los que no se pararon a recibir la hostia platican o giran la cabeza como no queriendo encontrarse a la suegra o al cobrador: mira nomás el vestido feo de esa señora, ¿no tendrá vergüenza?; ay, cabrón, mira el culote de aquella de negro, ay, güey, si fuera mi amante ahorita la tendría de perrito; pinches ventanales están bien chidos, parece que el jesús la neta sí le sufrió un Enero 2019
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putero por nuestras mamadas… el tiempo que se tardarían para hacerlos, y qué digo el tiempo, el dinero que se gastó diosito para hacer esas cosas, vedá mi juan; el monaguillo está bien drogado, parece que se queda viendo como si estuviera en una existencia divina, ja, ja, ja, lo que hace rezarle a los santitos todos los malditos días; esa morrita ta' bien güena, la canija, ya me imagino su culito con granitos y sus tetitas con pezoncitos rositas, perfectos para morderlos de poquito a poquito y chuparlos como una paleta gudupop. El cuerpo de cristo. Amén. Amén. La gente ya está llegando para la otra misa, y tú pensando qué chido, ya esta es tu última, porque qué martirio aguantar otra vez lo mismo. Odiar a tu madre por haberte metido en esto: vas a entrar de monaguillo en la iglesia, ya le dije al padre joaquín; pero no, mamá, no manches, yo tengo cosas que hacer, mis amigos y yo jugamos el domingo y tú me quieres quitar mi única diversión; eso te pasa por burro, si no hubieras reprobado mate, español, biología, química, y ya no sé cuáles más, si hubieras sido más precavido ahora estarías hasta con novia, pero no. No lo veas como un castigo, sino como una revelación, a ver si así te vuelves más santo, menos grosero y burro, a ver si dios nos ayuda a que seas un niño de bien; no digas ahora esas cosas porque la verdad yo sí soy bueno, voy por las tortillas, te lavo los trastes, hasta te doy masajes en los pies cuando te duelen; irás a ver cómo se le hace, para que el domingo ya estés todo bonito, peinadito, tocando el tilintilín de la campana. Seguir viendo la fila enorme, cien personas formadas esperando la hostia. El cuerpo de cristo. Amén. Escuchar que el padre dice: vamos, vamos, avancen más rápido, que el otro padre se va a enojar si no termino la misa tres minutos antes de que empiece la otra; que mi hijo en los iunáites esté bien, que siga teniendo trabajo para que sigamos viendo, mínimo, el futbol por la pantalla; que mi mami no me mate cuando le diga que el chuy me embarazó; que de ahora en adelante, lo prometo, ya no robaré en las casas, lo prometo por tu santo vientre, virgencita; que el próximo año pueda acabar la tesis y pueda conseguir trabajo, no seas gacho diosito; que vamos, vamos, ya avancen; que te debo mi vida a ti, sólo a ti, por crearme y hacer de este mundo el mejor de los mundos; que vamos, vamos, que ya se me acaban las hostias. El cuerpo de cristo. Y parpadear, pensar que una eternidad divina te envolvió, como si una ráfaga de viento entrara por tus vellos de la piel, sentir un mini orgasmo general, despertarte de un letargo. Ver al padre subir las escaleras para guardar la copa de hostias. Mirar el reloj, percibir que sólo pasaron cinco minutos. Y que te irás ya casi casi a tu casa a jugar y ver porno. La otra semana ya no regresarás a la misa, a huevo. Hacerte el enfermo y, si es posible, cortarte con un vidrio la mano, decir que tienes tétanos. Tocar el tilintilín en tu mente, observar que la gente se empieza a ir. Otras a entrar, sentarse. Y al padre dirigirse contigo: te quedas a la otra. Amén.
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Narradores de Zacatecas. Una noche en Las Palmas.
Ángel Emiliano
El Jorge no se metió en esas cosas por necesidad. Su familia era humilde pero nunca lo vi pepenando zapatos o las botas piteadas a las que tanto gusto les tenía; ni tampoco educación, aunque él se rehusó a ella. Lo suyo fue más una desidia por el sudor en la frente y, bueno, en todos lados, al estar amansando a los potrillos de su tío Eusebio por cuatrocientos pesos a la semana. Y es que siempre fue de fiestas, y con cuatrocientos pesos a la semana no ajustaba ni las dos botellas que solía aguantar él solo. Me acuerdo porque yo lo acompañaba a Las Palmas cada que me convidaba un trago. Veníamos y nos embelesábamos con las putas, luego casi siempre las veíamos abandonar sus bailes y desaparecer junto a otros hombres, cuando se metían a esos cuartos de hasta el fondo cubiertos por cortinas de lentejuelas azules que caían desde el dintel, donde las luces exóticas del congal se podían ver reflejadas y bailando al momento de que alguien las corría para entrar. Yo jamás entré ni tuve ganas, pero Jorge sí; y no sólo le vi ganas, también llegué a notarle un como coraje, un coraje que gesticulaba e irradiaba de sus ojos cada que las cortinas de las lentejuelas se corrían. Por su forma de hablar de aquello, fue entiendo que era la ambición, y no el deseo, lo que poseía a Jorge. Él se sentía excluido de ese mundo de jolgorio que sólo está al alcance del dinero. Me lo dijo muchas veces. Más decía querer a Polét, o Rubí, que era el nombre con que según las gentes había sido rebautizada por el padrote. Era la preferida de la concurrencia. No muchos se le acercaban, sin embargo, porque siempre estaba en la eterna y solvente compañía de un güero ojeroso y destrampado. Quizá por eso los ojos de mi amigo se volvían como carbones agrietados desde los que se asomaba un gran fuego. Una vez me confesó que le gustaba la Polét. Me dijo que sólo por ella frecuentaba Las Palmas, que se enfurecía al verla irse con el güero del tatuaje de la Santa Muerte en la nuca y, también, que ya no quería seguir trabajando con su tío Eusebio, que porque con cuatrocientos pesos a la semana «no se puede pagar ni media hora de quereres». Esa noche estábamos en el rancho de don Eusebio, acomodados en unas sillas de mimbre que sacó a la terracería donde trabajaba a los potros. Olía a caballos, a caca de caballo y a tierra mojada. A lo lejos se vislumbraba lo que era la ciudad. Nos gustaba Enero 2019
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mirarla cuando el horizonte se perdía en la noche y no se distinguía el cielo de la tierra; de más chicos pensábamos que la ciudad era sólo un puñado de estrellas. Recuerdo que queríamos ir a sortearnos la vida de campo allá al resplandor, empujados por el a mi viejo le va muy bien, dice doña Clarita que sus hijos rápido se acomodaron, Pancho el de la ferretería se fue con cien pesos y regresa con novecientos cada fin de semana…; los murmullos del pueblo que llegaban a nosotros como promesas. Pero ya no hablábamos mucho de salir de aquí. Nos habíamos enraizado en la simpleza de la costumbre y en la apatía de buscar un sueño cuando la realidad ya nos tenía más o menos acomodados. O eso había sido con ambos antes de que conociera a Polét, mucho antes de que se diera cuenta de que con cuatrocientos pesos no se ajusta nada y todavía más antes de que le viera borbotear el coraje por los ojos. Mi papá, que era capataz, me pidió una tarde que lo ayudara a juntar doscientas cabezas de ganado a este otro lado del Lago de los Patos, porque eran las que iban a comprarle a su patrón. Después de que lo hiciera me pagaría cien pesos, y como era día en que Jorge me invitaba a Las Palmas, pensé que con ese dinerito podría contribuir para que le quedara más cerca, siquiera, la media hora de quereres, o lo que era lo mismo luego de que me explicara, alguno de los cuartos con cortinas de lentejuela, donde, ya una vez pagado, tenía uno la libertad de meterse junto a la mujer que más se le antojara. Ensillé una yegua vieja que llamábamos la Arisca. Entretenido, acarreaba a las reses a punta de patadas, y en mi ajetreo las correteé hasta que la tarde se desbordó sobre el extenso llano crepuscular. Horas después, Jorge tocó a mi puerta. Sin embargo no le mostré ni el billete. No porque me hubiera arrepentido, sino porque no fue necesario, y hasta me habría dado pena enseñárselo. Pasó por mí a la hora acostumbrada, pero no a pie ni solo. Venía, y se me hizo raro, con el güero del tatuaje de la Santa Muerte; bien compas, bien amigos de toda la vida, joviales, medio borrachos y en carro. «Cabrón, súbete. ¿Qué te esperas, mi Samuel?» No dije palabra y me subí. Me iba aclarando cómo se hizo amigo del güero. Según esto, el miércoles Jorge regresaba de con su tío Eusebio ya entrada la noche, encabronado, además, porque tuvieron que desocuparlo y sólo le pagaron la mitad de la semana. «Arrugué el billete frente a sus ojos, para que entendiera la miseria». Minutos después, ya por su barrio se topó con Pillo —como presentó más tarde al güero—, que andaba acompañado por otros tres. Que en ese momento lo agarró la rabia, que «no me importó el número de cabrones», que se acercó a decirle que se fuera aplacando con la Polét y que luego todos se rieron, que «tienes valor, hijo de la chingada. No sé quién pinches sea Polét, pero sobres, date, es tuya». Y que después de que Jorge se aplacara, uno de tantos le gritó «ven, güey, como que nos vas gustando pa' esto y lo otro». Ya de esto y lo otro dijo que me platicaba otro día. 34
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Antes de llegar a Las Palmas, Pillo se detuvo en un local que desconocí. Jorge me dijo «aquí me esperas, no nos vamos a tardar», y no se tardaron. Bajamos del carro y quién sabe qué tanto habló Pillo con los cadeneros. Nos volteó a ver y con un movimiento de la cabeza sugirió que entráramos, cosa que se me hizo extraña, porque los cadeneros del congal siempre habían sido rigurosos a la hora de cobrar y esculcarnos. Esa noche entramos así nomás, y hasta nos dijeron pásenla bien, disfruten, e incluso me tocaron unas palmadas en el hombro, como si de repente nos hubiéramos engalanado con un perfil de importancia o de grandes señores. «¿Qué se te antoja tomar?», me preguntó Jorge; yo con humildad pregunté que si no tomaríamos lo de siempre y contestó que me fuera haciendo a la idea de que el siempre se nos había acabado. Luego no volvió a preguntarme nada, llamó a un mesero y pidió dos servicios: dos botellas de tequila, refrescos, aguas minerales y una cajetilla de cigarros que se le ocurrió pedir a último momento. El Jorge no fumaba, pero después de verlo derrochar dinero como nunca en la vida lo vi hacer, la cajetilla de cigarros no me pareció tanto una prueba de su pudiente condición como sí un detalle, amistoso, que me demostraba en su voluptuosidad que estaba en deuda con mi compañía. Para cuando me di cuenta Pillo ya no andaba con nosotros. «Se metió allá pa' los cuartos esos, yo ahorita voy a irme con Polét, pero no te dejo solo, mi Samuel, ¿cuál de todas te gusta?». Ni siquiera esperó mi respuesta. Una vitalidad que desconocí en él, una euforia que no entendía de razones, parecía fundir las luces con las que antes, con remordimiento y coraje, juzgaba al mundo. Chifló, llamando a uno de los meseros. «Tráele a la morenita de tanga negra, que no lo quiero dejar aquí todo triste». De su cartera sacó mil pesos, «ésos son para ti; tómatelos, cómetelos, invítale algo; ya puedes también entrar acá a los cuartos, tú nomás dile cuando quieras». No alcancé ni a decirle gracias, sólo vi que Polét lo abrazó por detrás, llevándoselo. Luego la luz se reflejó en las lentejuelas azules al tiempo en que la morena que me mandaron se acercaba. De vez en vez dejaba de verla, y por el arco que se formaba entre sus piernas, y parecía que el sexo le brillaba pero no, veía las cortinas de lentejuela azul; no sé por qué entonces me dio la impresión de que amurallaban algún otro secreto. Me serví un vaso de tequila, sin nada, como los tomábamos antes. La morena bailaba, pero mi atención seguía esquivándola. En eso vi que dos hombres sacaban a Pillo de uno de los cuartos y lo llevaban para afuera del congal. Otros dos se metieron en el que pensé estaba Jorge, después sólo oí un grito como el de las mujeres que se quedan solas y retaqué para mi casa. Tras ese día no volví a Las Palmas y Jorge no volvió a buscarme. A veces quiero creer que le va bien en la ciudad, que se fue realizado, con Polét, sin ganas de volver otra noche a Las Palmas. Es lo que quiero creer. Enero 2019
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Narradores de Zacatecas. El hombre que casi conoció a David Foster Wallace. El hombre que comenzó a sospechar que estaba hecho de cristal. Año de la hamburguesa Whopper. Latrodectus Mactans Productions. Crosgrov Watt, Gerhardt Schtitt, 35 mm;21 minutos; blanco y negro; sonora. Un hombre sometido a una intensa psicoterapia descubre que para los demás es frágil, vacuo y transparente y se vuelve trascendentalmente iluminado o esquizofrénico. CARTUCHO INTERLACE TELENT. N.° 357-59-90. David Foster Wallace
Supe de un sujeto que presumía, no, juraba, que comenzó a sospechar que estaba hecho de cristal. Asistía a reuniones de AA, aun sin creer en la mecánica estúpida de los centros de AA, subió a la tribuna y contó una historia nada relacionada con su caso de alcoholismo, o con el hecho de suponer-jurar que estaba hecho de cristal. Una historia algo peculiar sobre un hombre que un día despertó y se dio cuenta de que perdió el sentido del olfato, cosa que atribuyó a un resfriado, así que no le tomó mucha importancia. Pero pasaron los días y seguía sin olfatear y, no sólo eso, también había perdido la voz. Por más que intentaba producir el mínimo sonido gutural no pudo. Preocupado acudió al médico, con ayuda de lápiz y papel logró comunicarse. Pero el médico no supo qué era lo que padecía, así que programó una cita para dentro de unos días con un especialista(?). El sujeto regresó a casa, tomó una ducha, después encendió un cigarro e intentó relajarse. Estuvo leyendo un rato un libro de Kierkegaard, al terminar lavó su rostro y fue a la cama. Soñó con una voz que se presentó como la nada creadora, una voz profunda, hermosa, que le recitaba: buenas noches hermosa, que sueñes con demonios, con cucarachas blancas y que veas las cuencas de la muerte mirándote con mis ojos en llamas y que no sea un sueño. Era un sueño recitándole otro sueño, un sueño, un sueño. Al despertar quiso encender la radio y escuchar algo de Chet Baker, con frecuencia transmitían Almost blue unos minutos después de su hora habitual de despertar. No había sonido de ningún tipo, rompió platos, quebró vidrios, destruyó muebles, pero todo fue inútil, el sonido se fue. Desesperado regresó al médico, tenía que atenderlo de urgencia, ahora era sordo también(!). El médico le explicó, de manera escrita, que habría que esperar unos días más para poder acudir al especialista, así que regresó a casa enojado, deprimido, frustrado. Lloró por horas, hasta que se quedó dormido (lugar común), dormía y soñaba que no tenía sentido del gusto, sus papilas gustativas eran cosa inútil, no más pizza, postres, bebidas, todo era lo 36
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Alberto Avendaño
mismo, una insípida nada sin sentido. Dentro del sueño decidió tomar otro sueño a causa de su depresión, y ya entrado en el siguiente sueño, en un profundo estado REM, soñaba con no sólo haber perdido los sentidos ya mencionados, ahora también era ciego. ¿Era un ser vivo acaso? ¿Una conciencia, un ente? Creía ser, así como la nada posee la condición de nadear, un algo, ¿el tiempo no es?, y ¿si era tiempo? Nunca despertó, pero descubrió que él fue la voz, la del primer sueño, hablando para sí. Las pirámides fueron materiales tipos solos, señales exteriores de las que, dimensiones interiores, especies son del alma intencionales: que como sube en piramidal punta al Cielo la ambiciosa llama ardiente, así la humana mente su figura trasunta, y a la Causa Primera siempre aspira –céntrico punto donde recta tira la línea, si ya no circunferencia, que contiene, infinita, toda esencia. Aquel disparate me hizo recordar la ocasión aquella, en otro tiempo, en que escuché por allí, tal vez en el transporte público, la historia de un hombre agorafóbico y cleptómano, vaya usted a imaginar qué desgracia tan grande. Pero volviendo al hombre que sospechaba que estaba hecho de cristal, le contaré un secreto, ese hombre soy yo. Todo comenzó cuando, en tiempos lejanos, me dedicaba, más por afición que por profesión, a la crítica de cine. Una locura realmente, verse reflejado a sí mismo, analizando cada uno de sus actos en la pantalla grande. Pero qué tremenda putada. Todo esto se lo cuento a usted por la confianza que nos hemos liado a lo largo de este libro que yo, el autor, un poco perro, un poco loco, le pongo en sus manos, espero le agrade, o desagrade (ya será ganancia que le haga sentir algo).
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Narradores de Zacatecas. Mala memoria.
Humberto Mayorga Teyes.
Todavía recuerdo la noche que me mataron. Yo no tengo la culpa, les dije. Mi carnal es el que anda metido en esos negocios, por su madrecita santa, no me hagan nada. No tengo la culpa, mi jefa le había dicho a mi carnal que se aplacara que no le hacía que fuéramos pobres y nos durmiéramos en un catre. El Brandon no hizo caso. Era avaricioso y le gustaba el chupe y otras pendejadas. Desde morrillo nos echaba la culpa de todo, de veritas, yo no fui, váyanse, llévense mi cartera es todo con lo que cargo Cabrones, hijos de la verga, no hicieron ni tantito caso. Primero me sacaron el aire de un madrazo en la panza. Me dejaron todo ensangrentado, allí tirado como perro callejero. Mi morrita toda asustada se me quedaba viendo. Eso fue un avisito, cabrón. Te dije que te íbamos a partir tu madre hijo de la chingada, me gritaron desde un carro con vidrios polarizados. Escuché el primer disparo y me subieron a la fuerza. No puse resistencia. Yo no fui camaradas, fue El Brandon, ya te había dicho que me confunden, él yo somos gemelos, me están apañando sin motivos, por vida de Dios que me confunden. Él es la hierba mala de la familia, neta que les digo la verdad. Les habían robado cinco kilitos de la buena, sus motivos tenían para estar encabronados. Ya déjenme, yo no voy a pagar por ese mal nacido. La primera puñalada fue en el estómago, sentí que la tierra se venía encima, puse la mano sobre el agujero que me hicieron, la sangre se me escapaba entre las manos. Mételo a la cajuela al culero, gritaba uno de ellos, que se le quite lo bocón y pinche ratero. Después de traquetearme por los barrios, me bajaron a rastras. Todavía pude gritarles: por su jefecita santa no me maten. Por vida de Dios que se equivocan, fue El Brandon, me confunden. Me pusieron de rodillas cerca de un lote baldío y pude ver una cuarenta y cinco con la que me apuntaron, bien que conocía esos juguetes. Cuando éramos mocosos estábamos más jodidos, mi jefa lavaba y planchaba ajeno, ya saben, una de tantas jainitas que dejan embarazadas y luego uno ni sabe quién es su progenitor. El Brandon siempre fue más canijo, nunca le gustó la escuela y tampoco había con qué pagarla. Estaba muy lejos del barrio. A penas si alcanzábamos a comer una vez al día pepenando basura. El Brandon tenía mucha inteligencia, si aprendió a leer y le gustaba harto. Hasta 38
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pintaba. Un tiempo vendió cosas en la calle pero era poco lo que sacaba. El enojo que traía por dentro tenía que sacarlo de otra forma. Alguien le descubrió otros talentos, una vez le quiso robar la cartera a un catrincillo, alguien lo cachó y huyó antes de que lo pescaran. Dicen que el asesino siempre vuelve al lugar del crimen. Mi carnal regresó a vender sus pinturas pero el mismo tipo que lo vio lo estaba adiestrando en el arte del robo, luego se hizo halcón y así fue subiendo. ¿A quién no le gusta el dinero? Más cuando las tripas se comen unas a otras. No me maten, yo no fui. Ni siquiera me doy cuenta de a qué horas llega o se va de la casa. Mi jefa nomás le echa la bendición, yo soy bien decente. Lo más que me he llegado a robar son unas cervezas de la tiendita. Ya verán que su mercancía aparece. El día que dice que le robaron mi carnal ni llegó a dormir a la casa, fíjese bien yo no soy el que busca, les repetía muchas veces mientras recibía otra puñalada cerquita del corazón. De todos modos hasta aquí legaste pendejito, ya no te hagas el baboso. Caí de frente, con los brazos extendidos. Sentí dos punzadas que atravesaron mi espalda. Ya no me pude mover. Se me vinieron los recuerdos de lo chemo que fui y la mercancía que me había metido en tantos años. Ya no sabía ni mi nombre, pobre de la jefa, se asustaba cada que la agarraba del cuello y se me salía el chamuco. Siempre batalló conmigo, estás solito en el mundo, hijo, me decía con lagrimones en sus ojos. A veces se me aparecía entre la neblina de la madrugada. Ella se murió cuando yo tenía diez años, de allí pal real aprendía moverme sólo. Dicen que tuve un hermano, nomás que se petatió al nacer. Cuando nacimos él ya no respiraba, a lo mejor yo me eché. Desde allí aprendí a sobrevivir como en la ley de la selva: mi vida o la del otro. El día en que me mataron no tenía ya salida, qué podía hacer con una fusca en la frente y dos piquetes bien acomodados. Qué mal se siente ser objeto, cualquier cosa en el basurero, entre la pestilencia y los desechos del mundo. Allí mero fui a parar. Me dieron el tiro de gracias al aventarme a ese lugar. Aquí está mi cuerpo, sin vida, porque yo no llamo vida a la caridad que me da la gente por no poderme mover, ni nada. Con estos fantasmas en la cabeza y los recuerdos reales que a veces llegan tengo suficiente para sentirme acompañado y esperar… esperar que de veritas llegue alguien que me haga el favor de matarme por segunda vez.
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Narradores de Zacatecas. Tras ellos.
Joselo G. Ramos.
La última vez que lo vi fue corriendo tras el mastín y perdiéndose en un zigzaguear de árboles. Dejamos la búsqueda en el parque hasta el anochecer, luego intentamos en casa con la esperanza de que el perro lo hubiera arrastrado hasta allá. Como un desesperado recurso arranqué las sábanas porque creí poder encontrarlo bajo ellas. Telefoneamos a nuestros familiares para alertarlos, tal vez, cansado de seguir a su mascota, tuvo la ingenua intención de buscar refugio con alguno de sus tíos. Rondamos en cada domicilio de sus compañeros del colegio, pero de todos salimos llenos de té y con lágrimas secas. Esa madrugada, la policía ya estaba realizando su trabajo tanto en el parque como en zonas aledañas y todo sitio probable donde haya podido llegar un niño de cinco años. Cuando revisaron las cámaras de seguridad tuve un gran alivio al verlo otra vez, pero fue cuestión de segundos para que desapareciera en los árboles, un punto donde no tocaba ninguna mirada. A los cuatro meses todos perdieron el interés, yo era la única que, fingiendo no haber caído en la locura, miraba de reojo el pasar de algún perro en la calle para vislumbrar detrás a mi hijo. Cuando comencé a generarle repulsión a los perros, mi marido decidió adoptar otro de diferente raza para que la nostalgia y el enojo no se hicieran tan presentes. No niego que el animal era bastante agradable, parecía entender mi situación porque cada vez que me iba bajo los recuerdos al ver su habitación o su ropa, el cachorro subía a mi regazo dándome una especie de consuelo y reposo necesarios. Pronto comprendí que ellos no eran los culpables, sólo fue un mero accidente. Creo que mi odio se dirigió hacia las personas interesadas en arrebatarte a quienes amas. Incluso pasé un tiempo investigando sobre redes delictivas que se dedicaban a la trata de blancas, enviaba mis resultados a la policía nada más para ser ignorada. Olvidé el asunto al poco tiempo de entrar a terapia, tenía que dejarlo pasar, reconfortarme con otras actividades, finalmente la vida continuaba. Justo cuando el infierno estaba desvaneciéndose, una tarde decidí salir a visitar una vieja amiga, había olvidado pasear al perro y, temiendo a que se orinara en mi habitación como solía hacerlo, llamé a mi padre para que lo sacara. Tampoco volvimos a verlos. Fue la misma tortura y cansancio con los intentos en dar con él, cada día se anunciaba mi pérdida de cordura, como si ella también se hubiera esfumado persiguiendo a un mastín o un pastor inglés. Reconozco que me volví insoportable, aunque no estaba demás, dos desapariciones en menos de un año hasta causaron sospechas sobre nosotros. Sé que mi esposo mantenía la calma porque al menos podía distraerse en su trabajo, yo era quien 40
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esperaba sentada junto al teléfono para escuchar un “los encontramos”. Mientras estaba ahogada en un mar de incertidumbre, encerrada y a la espera de algo, él se ausentaba durante todo el día, llegaba hasta las dos de la mañana sólo para ducharse y meterse a la cama. Despertaba lo más temprano posible para evitarme, incluso había días que prefirió dormir en el sofá. Los dos nos encontrábamos muy ocupados en nuestro duelo individual, hasta ese momento cuando me percaté que llevaba poco menos de dos semanas sin venir a casa. Una mañana fui a su trabajo sólo para enterarme que había renunciado y que, según el falso apoyo que me dio su secretaria, él se había escapado con una perra. La culpa no es mía, creo que lo fue hace seis años en el cine cuando perdimos a nuestro primer hijo, apenas un retoño. Acepto que cubrí con mi mano casi toda su carita para aminorar el llanto y no molestar tanto a los otros espectadores, pero nadie me creyó lo del hombre de aspecto andariego, ni lo de la fuerza desmedida que sentía en mis dedos y palmas, más bien era como si alguien me hubiera ayudado a presionar. Ahora que todo aquello quedó como una cruel anécdota y han pasado los años suficientes para reformarme, decidí empezarlo todo otra vez volviendo a casarme. Desde que me encontré en la calle con ese exnovio de la preparatoria con el que juré amor eterno, no dejamos de vernos y fue como terminamos en el altar. Nos mudamos a una casa bellísima de tres pisos y con una terraza donde quisiéramos pasar el día completo. También, comprendiendo mi situación y mal estado de salud, decidimos adoptar a una pequeña de tres años. No se parecía en nada a nosotros, era rubia, de ojos azules y tenía pecas sobre las mejillas. Creo que era divertido cómo nos veía la gente ante la notoria adopción. También compramos un gato. La imagen diaria era como una postal de propaganda cristiana, una familia pasando la tarde en una hermosa terraza. Mientras mi hija jugaba con el algodonado felino, mi esposo estaba leyendo el periódico y yo bebía una taza de té frío, todo marchando a la perfección. O ya me había acostumbrado a la desgracia o el exceso de felicidad y la vida cotidiana no iban conmigo, mi vida no era un cuento feliz ni quería que lo fuera, por eso tenía unas ganas enormes de reventar la taza en la cabeza de mi marido, luego tomar a la niña y al gato para ahogarlos juntos en la bañera. Justo cuando caí en cuenta del pensamiento repentino que llegó como un susurro a mi oído, me solté a llorar, pronto me vi abrazada. El consuelo me estaba ayudando, ambos llegamos a abstraernos de lo que pasaba en ese momento. Por eso, con la neblina que hacían las lágrimas en mis ojos, no pude distinguir la figura sobre la pequeña barda que evitaba una caída. El gato caminaba sobre la orilla y mi hija de algún modo subió para seguirlo; cuando mi esposo volteó, el animal ya iba hacia el precipicio, corrió para seguir a nuestra hija que ya iba tras el felino. Sólo fui a ver, con borrosidad de lágrimas, el resultado.
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Narradores de Zacatecas. Revolución en la cocina.
Vianney Carrera.
Se dio cuenta de su desventaja después de tres años de estar viviendo con ella. La primera vez que se empezó a cuestionar fue cuando vio un documental, luego, investigó en la web durante meses sobre el tema. Y concluyó (tras varias crisis existenciales) que desde tiempos remotos, las mujeres controlaban a sus compañeros por debajo del agua. La prueba está en que fueron y siguen siendo las musas de las artes. Ahora en pleno siglo XXI, su manipulación es agresiva y precoz en comparación a épocas anteriores. Él no veía esto como un problema, la verdadera cuestión es que fueron apoderándose del mundo de manera sutil. Primero, hicieron que las leyes les dieran más ventaja, luego tomaron control sobre los medios de comunicación, los comerciales, las ventas, los gobiernos y los deportes y al final se convirtieron en dueñas del sueldo de sus esposos. Era imposible no estar bajo su hipnosis. Pensó en su esposa. En las veces que Tamara se ponía triste y le compraba algo, cuando discutían por culpa de ella y al final él siempre terminaba pidiéndole perdón. Incluso cuando eran novios, en todas las salidas él pagó la cuenta y la consentía con dulces, regalos, joyas y flores. Ubaldo temía que en un futuro los hombres fueran rezagados. Eran tantas ideas en su cabeza que ya no aguantó más. Una noche, se armó de valor para hablar con su esposa sobre sus dudas. Tenía miedo de que se burlara, pero no podía hacerlo con alguien más, era un hombre solitario. Se sentó en el comedor. Tamara lavaba los trastes, sólo se escuchaba como el agua caía y ni siquiera lo volteó a ver. Él dijo: —Está bonita la noche ¿no? La mujer fregó un plato y vio la ventana. —Sí, querido —contestó. —¿Mañana vas a ir a trabajar? —Sí. Recuerda que es trabajo extra y me pagarán doble. Ubaldo empezó a juguetear con la sal y el servilletero. Quería preguntarle sus inquietudes pero no se atrevía. Sólo se escuchaba como ella seguía fregando los trastes y el choque del vidrio del salero contra la mesa. Dejó la sal. Respiró hondo y dijo: —Tamara… Ella cerró la lleve. Volteó a verlo. Lo miró con ojos profundos, en cambio él tragó saliva: —¿Es cierto que las mujeres dominan al mundo? 42
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Una juguetona risa de parte de su mujer hizo que se sintiera más nervioso: —No creo. Vivimos en una sociedad llena de prejuicios. ¿Por qué me preguntas eso? —dijo levantando una ceja mientras cruzaba los brazos. —Es que…estuve investigando sobre el tema. —¿Qué tema? —Sobre las mujeres, acerca de cómo funcionaba su papel en la vida, cómo vivieron a través de los siglos, incluso cómo funcionaba su cerebro a comparación con el de los hombres. —¿Y luego? —dijo con tono conmovedor, mientras se sentaba delante de él. Ubaldo volvió a tragar saliva. No sabía si su mujer estaba enojada, impaciente, sarcástica o tal vez interesada por lo que tenía que decirle, habló con los labios resecos: —Me di cuenta de que saben cómo manipular el mundo para tener lo que quieren. Ella sólo lo veía, habló tranquila: —Sí querido, así somos las mujeres. Él estaba sorprendido. Tamara le había confirmado su inquietud. —¿Qué más tienes que decir? —le preguntó. —Entonces es verdad que no existe una verdadera igualdad, siempre tienen que tener la razón. Incluso las leyes están a su favor. Por ejemplo, si yo te golpeara, me meterían a la cárcel. Si tú lo hicieras y te denunciara, se burlarían de mí. O también si yo te mantengo es perfecto, pero si tú me mantienes yo sería para todo el mundo un bueno para nada y tú una mujer luchadora de vida. —Es a lo que me refería con que aún hay muchos prejuicios, querido. Pero creo que es lo justo. Antes las mujeres no tenían voz ni voto, ahora lo tenemos y merecemos un reconocimiento porque es un logro. —¿Tú crees que es un logro? Eso no es justo para ti ni para ninguna mujer que vive ahora. Eso hubiera sido justo para las mujeres que vivieron siglos atrás. Incluso para tú abuela. No para ti, tú no has sufrido discriminación y puedes hacer lo que se te dé la gana. —Claro que he sufrido discriminación, recuerda el trabajo pasado cuando mi jefe se me insinuó. Tuve que dejar mi empleo. —Pues yo también la sufro. ¿Recuerdas cuando no me aceptaron de maestro en el colegio de niñas porque los padres desconfiaban de mí? Tamara guardó silencio. En cambio, Ubaldo sintió un peso menos, incluso su cuerpo estaba más ligero. Continuó: —Siempre quieren llevar la contraria. Yo no sé por qué se siguen quejando que no tienen los mismos derechos que los hombres si Enero 2019
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manejan nuestras vidas. ¡Ustedes sólo quieren opinar y victimizarse para obtener beneficios! ¡Por Dios! ¿Acaso lo demás hombres no se dan cuenta de eso? ¡Hemos sido manipulados siempre! En la antigüedad tal vez las féminas no tenían voz ni voto, pero eran las que inspiraban la mayor parte del arte, o también eran las causantes de muchas guerras que se dieron en aquella época. El hombre trabaja no para mantenerse, si no para mantener una mujer. El hombre quiere una mujer para descendencia y la mujer quiere a un hombre para sobrevivir y mantenerse. Son las amas de la casa, las reinas y las supremas emperatrices. Tan es así que todos felicitan más a mamá que a papá en su día. ¡Se han vuelto intocables! Si un hombre ve a una mujer y está vestida provocativamente, nosotros somos los cerdos. ¿No saben acaso las mujeres que entre más carne enseñen más llamarán la atención? —Querido —Interrumpió —a las mujeres que visten provocativas se les considera vulgares. Además, ellas no se visten para ustedes. —¿O sea que si yo quiero salir en calzones también voy a ser vulgar? ¡Es lo mismo! Dicen que traen mini faldas porque disque hace calor cuando su ropa es más ligera, cómoda y fresca en comparación a la de un hombre. ¡Mi ropa es gruesa, pesada y afuera hace un calor de los mil demonios y no me quejo! ¡Obviamente voy a vestirme para que me vean, Tamara! ¡No voy a ir a una junta de trabajo con los pantalones desabrochados para que se me vea la rayita del pene! Tamara estaba sorprendida por la conducta anormal de su esposo. —¿Cómo sabes que la ropa de mujer es más ligera? —Pues he agarrado tú ropa y me he puesto, lo hice para comprobar la hipótesis que tenía al respecto. Ahora sí respóndeme ¿por qué siguen peleándose por vestirse con sólo un encaje transparente y un sostén? —Porque les gusta. Pero no pueden salir sin que les digan aberraciones. Eso no es justo para para nosotras. —¿Por qué les gusta? A mí me gustaría estar desnudo en la calle pero eso es ilegal. Si lo hiciera, también me gritarían cosas y me pedirían que me tapara ¡No es justo! Y ahora resulta que si una mujer tiene un cuerpazo de envidia y trae un escote y la veo, yo soy el cerdo asqueroso. Si le pidiera que se tapara entonces sería machista. No las entiendo y luego se quejan que nosotros los hombres somos los celosos, si salen así a la calle. Si tú salieras así, me molestaría mucho contigo pero no puedo hacer nada para evitarlo. Si te digo que no sales sería un opresor y si sales de esa manera me pondría celoso por todas esas miradas que te lanzarían. Ahora resulta que ese tal Freud dice que soy un homosexual reprimido por dos posibles razones: o porque te tengo envidia porque te ves bien, y como no soy bello como tú no puedo salir con un hombre guapo, o porque tengo envidia de la ropa que usas ¡Por 44
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Dios! ¡Entonces un hombre no puede llamar la atención de esa manera porque si lo hace, es un maricón! —exclamó en tono retador. Cuando terminó de decir esa frase, un pequeño escalofrío le vino en el cuerpo. Tamara le dijo: —A un hombre le atrae más ver, mientras que a una mujer le atrae más escuchar. Yo no creo que quieras llamar mi atención o de cualquier otra chica usando un cachetero para que vean tus piernas peludas, tampoco que seas un homosexual reprimido, no le hagas caso a ese loco. —¡Son unas primitivas! Quieren llamar la atención como gatas en celo. ¡Entonces por qué dicen que los hombres son unos salvajes que sólo quieren sexo, si las mujeres lo son más! Tan manipuladoras son que se unen con otras para lograr sus objetivos. ¡Tan manipuladora eres que me hiciste pagar las cuentas de todos los restaurantes cuando salíamos! —alzó la voz. Se creó un silencio incómodo. Ubaldo tenía mucho miedo por lo que había dicho, pero ya no le dio importancia. Se sentía poderoso, capaz de todo. —¿Ahora yo soy la mala? —preguntó su esposa, casi susurrando. Pensó un rato. Y exclamó: —¡No me vas a manipular con ese dramita! —¿Cuál drama? —¡Ahora me preguntas! ¡Ese drama! —No entiendo. —¿Te haces la tonta? ¡Eres lista pero no tanto! —se levantó y señaló a su mujer. —Esto no se quedará así. Con el tiempo más compañeros se darán cuenta de que ustedes son unas arpías manipuladoras y solo hacen que les demos lo que quieran. Se correrá la voz sobre ello, y poco a poco lucharemos por esa igualdad, esa verdadera igualdad. Crearemos el movimiento varonista. ¡Es un infierno ser hombre! ¡La sociedad nos obliga a ser la cabeza de la casa, no mostrar nuestros sentimientos y ceder a sus caprichos! ¿Cómo crees que me siento, mujer? Estoy seguro de que si me golpearas nadie vendría a mi rescate porque no hay una secretaría del hombre. Si tenemos hijos, me los vas a quitar y jamás los volveré a ver. Tengo mucho miedo de andar en la calle. Me pueden insultar, golpear y asaltarme. ¡No es justo! ¡Quiero vivir tranquilo! ¡Maldita sociedad hembrista! Tamara se quedó callada. Se incorporó y dijo tranquila: —Vámonos a dormir. Estás loquito porque ya tienes sueño. —¿Y ahora debo de hacer caso a lo que tú dices? —alzó de nuevo la voz, retador. Tamara estaba muy tranquila, conocía muy bien a su esposo. Enero 2019
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—Como quieras, ya me voy a dormir. —No es cierto, no tienes sueño. Lo dices para que vaya a dormir contigo. Lo dices para oprimirme. —Mañana iremos a trabajar. —No. Yo iré a trabajar, porque ese país hembrista me lo pide. Tú te vas a quedar en la casa como la buena mujer que eres. Harás lo que digo porque soy el que lleva aquí los pantalones. Su esposa no dijo nada. Se dirigió a las escaleras, caminaba con pausa. —¿Ahora resulta que te callas para que me vaya a dormir contigo? —dijo Ubaldo. Ya había cruzado la mitad de las escaleras cuando le dijo: —Como quieras. Me iré descansar, en verdad tengo sueño y no quiero discutir. Está bien, amo y señor del universo —dijo con ademanes —no iré a trabajar, obedeceré como la buena mujer que soy. Le fue inevitable sonreír. Dijo triunfante haciendo la voz más gruesa: —Así me gusta. —Sólo espero que sobrevivamos con tu salario —y se fue. Al irse, él empezó a sentir culpa. Pensó que su euforia lo cegó y tal vez su mujer no trataba de chantajearlo, tal vez, en verdad no entendía sus palabras. ¡Pobrecita! Le había ordenado que no fuera a trabajar, la culpa le destruía la espalda por su gran peso. Caminó por toda la planta baja de la casa pensando en cómo disculparse. Al final se armó de valor y fue a la habitación. Tamara estaba acostada. Ubaldo se acercó a ella abrazándola por detrás, acurrucándose. Susurró a su oído con tono culposo y triste. —Perdóname. Ella no dijo nada. —Lo sé, lo sé —continuó su esposo —no sabía lo que hacía, lo lamento fui un tonto. —¿Aceptas que fuiste un tonto entonces? —Le dijo Tamara en tono triste. Ubaldo lazó un suspiro: —Sí. Lo admito. —¿Mañana iré a trabajar? —Claro que sí mi amor, no te detengas por mí. Debo de entender su lucha. Se volteó a verlo, lo abrazó y le dio un beso. —¡Ay mi amor! —contestó —hay veces en que el enojo te gana. Pero no importa todo está en el pasado. Mañana hay que salir a cenar. —Claro que sí. ¿A dónde quieres ir? —dijo él con compresión y ternura. 46
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—Quiero comer sushi. Además sirve que pasamos a comprar unos zapatos que necesito, ¿te parece? —Claro que… Se quedó pensativo, no terminó la frase. Su mujer lo volvía a manipular y se había percatado de ello. —¡Ah no! —dijo —tal vez mañana sí vayas al trabajo, pero no vamos a ir a cenar a menos de que tú pagues todo. —Está bien, mañana pago la cena y los zapatos. —¿Lo dices enserio? ¿No es una broma? —preguntó sorprendido. —Es cierto. ¿Por qué tendría que ser una broma? —Nunca habías pagado antes. —Para todo hay una primera vez ¿no? Además, yo no pierdo nada, me recupero fácil y rápido, no afectar tu bolsillo, sólo que esto tendrá sus consecuencias. — ¿Consecuencias? —Si yo pago todo, no habrá sexo en tres meses. ¿Estás de acuerdo? —¡Por supuesto! ¿Piensas que porque soy hombre sólo pienso en sexo y que no aguantaría tres meses? Enserio, deberías de quitarte esos prejuicios fascistas y misándricos. —Es un acuerdo entonces —le dio un beso en la nariz. —hasta mañana querido, que descanses. —También tú, hermosa.
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La magnifica.
Isabel García Alvarez.
Fly away from here, anywhere, yeah, I don´t care. We´ll just fly away from here.
Esta es la historia de Alex. Muchos se estarán preguntando si Alex es por Alexa o Alejandra, la verdad es que es por Alejandría. Tenía solo 3 años cuando su padre, un ‘adolescente’ de 35 años usaba sus fines de semana para limpiar las cajas de las películas de super héroes; las acomodaba por orden cronológico y las miraba en ese mismo orden, porque sí, las películas de super héroes tienen un orden para verse. Creció viendo esas películas con su padre, todos los fines de semana, y escuchando a Bon Jovi, Aerosmith, The Police y Queen. A los 15 años ya poseía más capas que Superman, más botas que Batman y un perro llamado Jarvis. Su padre murió de cáncer prostático cuando ella tenía 17 años. A partir de ese día, ella miraba esas películas de super héroes todos los días todo el día. Confeccionó su traje, que consistía en una parte de arriba de color azul oscuro que cubría su torso y sus brazos, una capa dorada, un cinturón y una minifalda de color rojo oscuro y se auto nombró ¨La magnífica¨. Pasaba sus tardes mirando películas y observando desde su balcón a las personas de su barrio; soñando que llegara el día en que pudiera usar su traje y salvar a alguien de ser atropellado, detener un asalto, salvar a la ciudad de una invasión alienígena, lo que fuera. Y esperó, esperó, esperó y esperó, hasta que un día, un muy buen día, mientras veía por la ventana y de fondo se escuchaba ‘Don´t stop me now’ de Queen, notó que la gata gorda del vecino estaba atrapada en el tragaluz del departamento. Ella se dijo: Bueno, siempre se empieza por algo pequeño, fue por su traje de ‘La magnifica’, pero por las prisas ya no pudo ponerse la capa y salió a la terraza, se subió al borde, dio un salto y cayó. Ocho pisos abajo estaba ‘La magnifica’, tirada, con los sesos esparcidos en el pavimento. Si se hubiera puesto la capa quizás hubiera podido volar.
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Entre nubes.
Paty Rubio.
Me urgía crecer, apenas tenía seis años y ya quería probar las delicias de tenerlo en las manos. Mi madre decía —No corras prisa, ya tendrás edad de hacerlo. Yo sufría con el deseo, no entendía ni aceptaba por qué tenía que esperar. Recuerdo que cada vez que me encontraba frente a él, los ojos se me perdían largos minutos contemplándolo, era el responsable de mi debraye. Me sudaban las manos y sentía las piernas como gelatina. Mi cuerpo se destemplaba. No podía menos que sentir un escalofrío, y la sensación que da cuando tienes un diente destemplado, pero ésta vez, se localizaba en todo el cuerpo. ¡Esperar! ¿Cuánto más debía hacerlo? Trataba de distraerme con otras actividades para no morir de placer anticipado. Uno de tantos días en que la espera y el deseo ardía en mi núbil cabeza, y hacía que todo mi cuerpo temblara, lo vi en el sillón. Mi madre, quien tenía un romance con él, se había ido a la cocina a preparar café. Me dio rabia pensar por qué ella sí tenía la facultad de disfrutar de ese placer que casi me enloquecía sin que yo pudiera disfrutarlo, solo por “no tener edad”, según las palabras de mi mamá. Así que me llené de valor, y disimulada, acercándome al sillón me senté a su lado, había visto a mi madre hacerlo muchas veces, puse la mano sobre su cuerpo como ella lo hacía, no me detuve a pensar más. Me sorprendió sentirlo duro, los dedos no se hundían como pensé que lo harían. Resbalé la mano de arriba hacia abajo, suavecito, y a pesar de la dureza noté que no era áspero, se sentía suave y aterciopelado, así como el vestido azul que me compraron para mi cumpleaños. Un día escuché a mamá que le decía a mi tía: —De verdad que deberías probarlo, ya verás todo lo que vas a disfrutar, a mí me hace volar. Además, al respirar su aroma mientras lo tengo en mis manos ¡me hace respirarlo hasta el cerebro! Y déjame decirte que es una delicia. Después de acariciarlo y percibir su dureza, me llevé la mano a la nariz. Ahora entendía lo que mamá le había dicho a mi tía. Escuché que sacaba la loza para servir el café. Antes de 4. The Ottawans.
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que ella volviera a la sala, lo toqué de nuevo y repasé esa mezcla dura y a la vez sedosa; la mano se me humedeció, creo que debe de haber sido por los nervios. La boca me hizo saliva y tembló todo mi cuerpo. Bajé del sillón al escuchar los pasos de mi madre que regresaba a la sala, la precedía el aroma a café. Corrí hacia la recamara y desde el cobijo de la puerta entrecerrada, la vi poner el servicio sobre la mesita de centro, acomodarse en el sillón y tomarlo de nuevo en sus manos. Enseguida se quedó absorta pasando sus ojos sobre las páginas. Nunca olvidaré, mientras viva, ese hermoso libro de poesía empastado en terciopelo rojo, el deseo y la curiosidad que nació en mí, a tan temprana edad, por aprender a volar. ¡Ansiaba crecer pronto para ir a la escuela y poder leerlo!
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Una luz de sabiduría.
Jesús Ignacio Trejo Mendoza.
“¿Qué la literatura no cambia al mundo? Y tu puta madre tampoco, arrojando monigotes que pueden opinar tal basura…” José de la Serna
Frecuentemente me cuestiono el por qué estudio las letras, asimismo me veo como un niño que se sentía diferente al resto porque no le atraían las mismas cosas que a los demás, entrando al estudio de su padre en una tarde de verano. La luz que llegaba por la ventana se ponía en un estante que estaba cubierto con una manta. Dicho fenómeno atrajo mi atención al instante. La curiosidad que caracteriza a un niño de apenas diez años. Mi estatura no me permitía llegar a dicho estante con sólo estirar el brazo, tuve que verme en la necesidad de tomar la silla del escritorio de mi padre para descubrir lo que ocultaba esa manta color café oscuro. Tras haberlo hecho quedé pasmado y decepcionado también. ¡Pf! Libros - pensé. Sin embargo, una mujer de color negro con los cabellos rizados, de labios gruesos y rojos en la portada de un libro, nada menos que Pérez Galdós: Marianela, me llevó a bajarlos todos y a hojearlos. Tomé otro y me topé con la sorpresa más grata de mi vida, un libro con narraciones que incluían a Simbad el marino, cuya película recién había pasado en la televisión. Así como pasó el verano, vino el otoño, llegó el invierno y se fue la primavera; también pasaron los años y algunas personas me dejaron, otras me decepcionaron y también he sido yo quien se ha ido alejando por estrategia de supervivencia. Algunas personas son nocivas para nuestro bienestar, otras -no muchas- llegan a limpiarnos el corazón y purificarnos el alma. Pero lo que nunca pasó de mí, ni mucho menos me ha dejado, es la literatura: ese vasto mundo lleno de héroes, amores inconclusos, muerte, tragedia y comedia; que me llevó a tomar las adversidades de la vida menos a pecho, saber salir Enero 2019
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adelante y enfrentar los problemas de frente, algunos escritos en papel, claro está. No fue culpa mía la carrera que elegí para estudiar, ni tampoco fue mi culpa que mi padre tuviera un estante con más de mil mundos en unas hojas viejas. Mucho menos que esperara que su único hijo fuese el próximo ingeniero, arquitecto o médico de la familia. La única culpable fue la luz, vaya metáfora hermosísima, me iluminaron los libros y fijaron el rumbo que seguiría mi vida; una luz que, hasta ahora, no me ha decepcionado ni abandonado.
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En circulación.
Melbin Cervantes.
No podía creerlo. El trabajo de mi vida al garete. Oddi Nebrum, virtuoso maestro, sólo comparable con Rembrandt, me había brindado una última oportunidad de redención, y ahí en el lienzo no había nada más que un blanco infinito y estéril. El maestro llegaría por la pintura en menos de una hora. Todo perdido, mi afán, mis metas de ser un artista reconocido a nivel mundial, súper venta, sí, todo perdido, mi familia. No es que las ideas no acudieran a mi cerebro, durante los tres meses de prórroga, es que cada una era insustancial, carente de alma, de vida. Incapaz de una revolución, incapaz de ser parte del Canon de la pintura, incapaz de ser una obra maestra, incapaz de ser Rembrandt. Como deseo jamás haber tenido tal apetito de fortuna, de trascendencia. Y quién iba a decirlo, todo iniciado en un superfluo concurso de pintura local. En un pueblo pesquero, pueblo torvo y aburrido. El artista no escapaba de los motivos del mar, un claro ejemplo, lo era mi mujer, Laura, dedicada a satisfacer las pupilas de los extranjeros con simplonas cursilerías, pero que lograban mantener a flote la economía familiar, sobretodo siendo padres de trillizos. Y qué decir de los escritores: cuentos, odas, sonetos, incluso elegías, con peste acuática todas insufribles, quizás algo de sargazo las mejoraría. Ah, solo pensar en los murales que tapizan el malecón, más llenos de peces que el océano mismo. La falta de crítica los hundía en un vómito expresado en la frase: “mira qué bonito”. Autodidactas de mierda. Yo sí tuve maestro. Un viejo libro sin portada, cuya única mitad legible me enseñó lo suficiente como para estar por encima de cada uno de ustedes. No comprendo cuál es su dínamo, su fuerza, su fantasía creadora. Los simples trazos de Picasso, en cualquiera de sus grabados, inspiran más que todas las creaciones de su gremio artístico. Olvidaron a Siqueiros, pero cómo, si en los cócteles, no paraba de mencionarlo, a Goya, a Van Dyck, ¿recuerdan? Siqueiros el expulsado de USA, el militar, el que incendió al pueblo latinoamericano con sus murales, que mostraban la terrible situación de los oprimidos. Y sus murales colegas ¿qué buscan? ¿Mostrar la belleza del puerto? Pero si lo tenemos frente a nosotros cada día, no somos ciegos. Es bello, sí (el puerto). Pero sus murales, bobalicones, solo embelesan con la técnica a los poco entendidos, pero carecen de vida. Basta. Continuaré con la historia. Como he mencionado, todo comenzó con un concurso de pintura. Jamás había yo concursado en alguna de las Enero 2019
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sin fines convocatorias, cuyo tema, claro, era siempre, retratar al puerto. Ninguna de mis obras se preparaba para afrontar a público alguno; eran en todo caso, pintadas para mi aprendizaje. Me pasaba noches enteras copiando al óleo las láminas a color del libro de historia del arte, que tiempo atrás, mientras jugaba con mis hijos, a esconderme, hallé en un predio abandonado. Al revisar su contenido lo atesoré. Y es que dibujar era mi pasatiempo favorito y mi madre una pintora reprimida por mi padre. Pero con las lecturas lo convertí en mi estilo de vida, en la redención del camino artístico de mi familia. Abandoné mi empleo de herrero por lo cual mi taller se convirtió en un resguardo exclusivo para mi proceso de transformación, de aprendizaje. Inmiscuido estuve en el ambiente artístico, siendo Laura el pretexto, pero todos me parecían artistas muy medianos, para mi obsesión, así que me retiré de sus espectáculos, aunque ya lo he dicho, todo lo que hacía no era para exponerse, pero el deseo de mostrarme al mundo era latente. A veces iba a una cafetería asidua por artistas, quizá con ánimo de hallar en alguno de ellos lo que esperaba de mí. Y fue cuando encontré al maestro Oddi Nebrum, vacacionando en el puerto. Al principio no pude verlo, en el café pululaban curiosos. No tenía idea sobre su trabajo. Pero me interesó la manera en que tenía de lacayos a los más importantes, y más vanidoso pintores. Investigué más sobre su obra. El nuevo Rembrandt, decían de él. Me pareció alguien de quién poder aprender. Por lo tanto al enterarme que el ministro de cultura había pagado lo suficiente como para que Oddi Nebrum, fuese el juez del concurso, me entusiasmé. Era mi oportunidad de instruir a cada mediocre con una pintura de calidad, que confiado estaba no entenderían, así que de ser avalada por Oddi Nebrum, los enviaría al retiro o quizá la tumba. La idea me fascinaba. Faltaba un mes para presentar obra al concurso. No pensé al principio en construir algo nuevo. La confianza se movía en mí tan ávida. Pero un grave pesar, como ave de mal agüero, rondaba mi mente. ¿Y si yo, el destinado a aleccionar, sufría un revés? No podía permitirlo. Cavilé durante días en algo innovador. En algo que hiciera al nuevo Rembrandt, llamarme maestro. Pero en cada intento, ¡la vergüenza! Me descubrí siendo presa de los motivos que tanto odiaba. Motivos que era incapaz de dar un nuevo enfoque. A una semana de cerrar el concurso, me hallé caminando en el malecón, frustrado. El sonido del reloj, marcando las diez de la mañana, en la cima de la solitaria torre, en medio de la plaza principal, las personas se apresuraban hacia la iglesia. Los pescadores dejaban todo e iban a misa. Lo tuve claro. La pintura estaba en mi mente. Corrí como desquiciado hacia mi hogar para poner manos a la obra. Pero tanto lo hube intentado los días anteriores que al estar en mi taller, noté la 64
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carencia de lienzo y óleos. No tuve otra opción más que tomar los ahorros de mi esposa, guardados bajo el colchón, sus herramientas eran pigmentos hechas por ella misma preparados con agentes de la naturaleza, o los conseguía de afuera, aprovechando los viajes de sus amigos. Pero no se me daba el manejo de esa clase de tintes. Fui a la improvisada tienda de Suplementos para el artista (en verdad aquel era su nombre). Entré y estaba siendo asaltada por un sujeto, amagando con un cuchillo de carnicero al dependiente, pensé en salir, pero recapacité al ver la oportunidad de hacerme de materiales, tomé el marco más grande que podía llevar, este ya con el lienzo grapado y metí un montón de óleos en las bolsas del pantalón. Pero el ladrón se fijó en mí. Solté el marco sobre él pero el reaccionó y por suerte solo me rozó la playera con el cuchillo. No tuve más opción que darle parte del dinero, y así se olvidó de mí y corrió. Tomé de nuevo el marco y corrí tras sus pasos pero con rumbo a mi casa, la obra debía llevarse a cabo sin importar nada más. Sobrepasado, aproveché la agitación en mi mente, el opus mostraba su forma. Del resultado, bueno, han pasado ya un par de años, y después del concurso, lo destruí, debido a cierto dictamen que revelaré más adelante en el relato, así que solo daré algunos detalles no tan técnicos. De atmósfera de podredumbre, el fondo de sombras grises y de negro marfil, colores que debí tomar de Laura, -sin fijarme la mayoría de óleos que sustraje de la tienda fueron blancos- devoraban el reloj, que tenía el aspecto de estar derrumbándose, ligeros haces de luz blanco plomizo y verde malaquita predominando las segundas, se desprendían de las grietas. En lo demás del cuadro, aparecían hombres y mujeres, más bien fantasmas, al estilo de Goya, tan solo como espectadores, con rostros compungidos, en semicírculos, a los laterales pero a distancia, en el fondo, de las figuras principales, de las cuales la más predominante era un ser ataviado de joyas en su manto púrpura, en el pecho una sólida cruz de oro, su demás vestimenta y el resto de su tórax eran sombras, más bien humo, en sus brazos carnosos pero con carácter post mortem cargaba un infante, quién tenía los colmillos de la criatura penetrando en su pálido cuello, posada en su pecho, alimentándose igual del niño una golondrina antropófaga. Bajo el esqueleto de uno de los pies de la figura vampírica una biblia sobre la constitución resguardada en el palacio de justicia. Del reloj salían murciélagos, rondando a los peces muertos que inundaban el suelo, entre los cadáveres se alzaba una cruz marinera con herrumbre resquebrajada. Quizá símbolos más, quizá menos. El día de la exposición el contraste no podía ser mayor. Todos exceptuando uno y el mío eran de una calidad ínfima, el otro un Enero 2019
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autorretrato de una mujer naufraga de días, a mi parecer resignada en medio de una tormenta dando la espalda observando el mar intranquilo y el rostro reflejándose en una gran ola oscura donde asomaban también tres monstruos marinos que están por golpear la barca. Y qué sorpresa, descubrir en aquella faz, la imagen de Laura, quién ignorándolo yo, también ella había participado. Oddi Nebrum, dijo ante todos, -siendo el cuadro de Laura y el mío los finalistas-, “He aquí dos obras de sumo valor. Cercanas al arte que yo predico, sin embargo debo presentar ante ustedes a una obra victoriosa. Escojo a «La barca del pensamiento», -refiriéndose al cuadro de mi esposa-, por sobre esta, siendo el motivo, pienso, que es por mucho el más sincero, a diferencia de este otro -señalando el mío- tan laborioso, pero plagado de falsas imágenes, creo que su discurso narrativo es pobre a comparación”. Caí en un abismo, del cual creí nunca emerger. En el cóctel mi esposa rehuía de mí, pasando de entrevista a entrevista, de saludo a saludo. Yo enojado por ser expuesto de esa manera, tampoco podía sacarme de encima las condolencias disfrazadas de fascinación hacia mi cuadro. Harto decidí escabullirme, pero Oddi Nebrum, me llamó. Quería que Laura y yo fuéramos sus discípulos, que a pesar de todo, teníamos mucho talento y con su ayuda traeríamos a esta realidad obras maestras. El problema, solo podía encargarse de un pupilo, y sabiendo de nuestro parentesco, nos aconsejó que lo decidiéramos en el transcurso de la noche ya que temprano por la mañana volvería a su lugar de trabajo, y que de no poder ir con él, en ese preciso momento significaría un rechazo. Ah qué infierno. Discutimos, como era de esperarse, los trillizos dormían en casa de su abuela, así que no existía motivo para contenerse. Al final de la noche, apaciguados, por el bienestar de nuestros hijos, nadie iría con Oddi Nebrum al amanecer. Hicimos el amor. Laura entre mis brazos dormía profundamente. Yo no conciliaba el sueño. Salí de la cama, coloqué algunas prendas en un bolso marinero y dejé atrás a Laura y a los trillizos para ser discípulo de Oddi Nebrum. No. Los dejé para demostrar al mundo el gran artista que sabía era yo. Y claro, la plata. Todo estaba planeado. Depuraba mi técnica. Elaboraba obras de arte. Exponía. Vendía los cuadros y después triunfante, volvería al puerto, regresaría a Laura y a los niños. Pero el tiempo que estuve con Oddi Nebrum, fue de lo peor. Más allá de mis capacidades, no supe adentrarme en el mundo que creía me pertenecía por heredad. Por mero destino. Sorprendentemente el maestro me tuvo no uno sino un par de años. Ya que mi empeño lector, mi 66
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curiosidad, mis ideas, le brindaban la sensación de que yo tenía un talento que pronto aflorará. Pero el límite de su paciencia se terminó, me dio una última oportunidad de veinticuatro horas para pintar algo que valiese para seguir siendo alumno suyo. El día pasó, pero me extendió la esperanza a dos más, luego una semana, así hasta llegar a los tres meses, justo a la hora del amanecer, sin más oportunidades. Desesperado, tomé una escápula y rasgue mis muñecas, lanzándome hacia el arte definitivo, la muerte. Impregné sobre el lienzo mi sangre. ¿Qué hay más puro que entregar la vida por lo que amas? Y ahora estoy aquí, de nuevo en el puerto, donde nací y seguro moriré. Sin empleo. Sin familia. Laura no me aceptó en su vida de nuevo. Han supuesto sus pinturas una revolución artística que la han llevado a Europa y Sudamérica, donde conoció a su actual pareja, un cantante brasileño, y tienen planes de mudanza. Pero lo que en realidad turba mi mente ha sido, ver lo que consideró mi gran obra maestra, el lienzo, donde vertí mi sangre, siendo la obra maestra de Oddi Nebrum, quién tiene ahora en circulación varias copias que supe se venden por cantidades exorbitantes.
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Guardias blancas.
Addy M. Castillo Espínola
La madrugada se presentó fría y blanca entre las máquinas de escribir y las paredes asépticas del hospital. El área de urgencias pediátricas rebosaba de pacientes con tos, fiebre, diarrea, dolor, y miles de síntomas que describía en las notas de ingreso. Había tecleado infatigable desde el momento que pudo sentarse hasta que el sueño le venció sobre las teclas de la máquina Olimpya, vetusta pero útil. Su bata revelaba las huellas de la guardia, entre tinta, sangre, babas, y alguna que otra muestra de orina. Arremangada hasta los codos, abierta por el frente, con los bolsillos llenos de resultados de laboratorio, tubos de muestras, bolígrafos, abatelenguas, calculadora y lámpara de revisión. Julia se limpió, con el revés de la mano, la saliva reseca en sus labios, y se retiró los “chemes” (lagañas) de los ojos. Parecía haber dormido una eternidad pero el sueño, que aún le colgaba en las pestañas, le reveló que apenas había transcurrido una hora. La huella de las teclas en su cara, los resquicios del maquillaje matutino del día previo, el cabello grasoso y desordenado, la bata sucia, la blusa arrugada, el pantalón ya no tan blanco, los zapatos con pringas de sangre y flemas, apretando los pies fatigados de la larga jornada, con la voz rasposa y los ojos empañados de sueño, eran la estampa de Julia esa madrugada en el hospital. Pediatra en formación, se levantó obligando a los pies a llevarla cama tras cama, cuna a cuna, camilla por camilla, a pasar visita a los pacientes ingresados, previo a la entrega de la guardia frente al jefe de servicio. Una visión rápida a su gaceta, actualizada a lápiz un millón de veces durante la noche, le permitió anotar los egresos, ingresos y defunciones, sin error. Odiaba cometer errores. Pero odiaba más que el jefe se los hiciera notar en público, frente a sus compañeros/rivales, y frente a los médicos de base, que casi siempre eran sus maestros. Julia acomodó los expedientes, ordenó el escritorio, dio las gracias a las enfermeras del turno, y se dirigió rápido al cuarto de descanso de los médicos para un baño rápido y para darse una manita de gato. Ágil y con paso firme, recorrió por millonésima ocasión, el pasillo de paredes blancas y pisos albos; el intendente se había encargado de borrar sus huellas, pero no sus experiencias de ida y vuelta, llevando muestras de sangre, regresando con paquetes sanguíneos para transfundir, o por el traslado de pacientes graves en la 68
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camilla para la recepción en el área de terapia intensiva; regresó con las manos vacías, de nuevo a la búsqueda de trabajo social para informes de una defunción, otra carrera para llegar a tiempo a un parto prematuro que venía en la ambulancia de traslado. Las sombras apenas se iban dibujando tras sus pasos, la seguían y se difuminaban conforme avanzaba por aquel enorme pasillo blanco. —¿Por qué subes tan tarde?— era la voz somnolienta del otro pediatra en formación que la recibe detrás de la puerta del área de descanso (la leonera, le dicen todos, por obvias razones). Reconoció su cama en la penumbra y se dirigió hacia ella mientras se quitaba la bata, y se desfajaba la blusa; los zapatos los dejó en el camino entre la puerta y el camastro, y se recostó a un lado de él aquél, quien apenas le hizo campo a su lado. Más veloz que en una reanimación, Román refugió la cara entre su pecho y le mordió un pezón mientras sus manos se metían en la parte trasera del pantalón. —¿Por qué subiste tan tarde?— insistió entre murmullos mientras le buscaba la boca para un beso agitador. —Cabrón, tuve lleno Urgencias, y no fuiste capaz de ir a ayudarme, ni porque eres el de mayor jerarquía aquí. Hubo reanimaciones, defunción, parto y miles de ingresos; y de ti ni tus luces— Julia, apenas tuvo tiempo para el reclamo porque sintió cómo el beso se convirtió en mordisco, mientras Román contestaba: —¿No que puedes con todo? ¿No que eres una súper mujer y un médico extraordinario? Retiró sus manos del interior de sus pantalones, y le pegó una nalgada mientras con un movimiento de hombros, la retiró de su lado, se dio la vuelta en el camastro, dándole la espalda, y como si nada le hubiera excitado, dijo: Métete a bañar, ya sabes que al jefe no le gusta que llegues sin arreglarte. Julia apenas si tuvo tiempo de retirarse antes de caer, se arregló el brassier, y mientras en silencio abría su locker para sacar sus objetos de aseo personal y ropa limpia, se sorbió las lágrimas que brotaban entre el rímel deslavado y las lagañas. Lentamente y en silencio se dirigió al baño. Cuando salió de la regadera, con la toalla arrollada en la cabeza para secar el largo cabello castaño, los demás médicos en formación empezaban a llegar para el turno de la mañana. Julia sacó su cosmetiquera del locker, y empezó el ritual básico de maquillaje. Sus veinticinco años solo requerían un poco de polvo, delineador negro de ojos y labial rosa; lo demás lo lograban la lozanía de la juventud y las ojeras profundas, adquiridas en las largas jornadas; el brillo de los ojos color miel y la blancura natural de sus dientes. El cabello castaño de ondas largas se desparramó sobre sus hombros al retirar la Enero 2019
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toalla, y empezar a cepillarlo para recogerlo posteriormente con una liga, en una clásica cola de caballo. Ya no había lágrimas, incluso la humedad previa entre sus piernas, se diluyó con el agua caliente de la regadera, y escurrió por la coladera, sin ninguna satisfacción. Provista de una bata limpia, recogió sus bártulos indispensables, y con un vaivén de caderas, se retiró de la leonera dejando una estela de perfume y desodorante fresco tras sí. No había tiempo ni privacidad para un beso o apretón de tetas, como a Román le gustaba, y a ella, para qué negarlo. Así que sin mirarlo, se fue de nuevo a Urgencias Pediátricas. El pasillo largo y blanco ya no estaba vacío. Las sombras habían huido entre los ventanales, y el murmullo de voces y tacones se aporreaba entre las paredes como si de luces susurrantes se tratara. El terror en el hospital empezaba con la llegada del sol, el reporte de los eventos nocturnos, la justificación de cada acto, la revisión de expedientes, el pase de visita con la actualización del estado clínico de cada paciente, y tener que enfrentarse al jefe, para luego esperar que hubiera chance en algún momento de hincarle el diente a algo de comida. A las ocho de la mañana en punto se presentó el jefe al área de Urgencias para el pase de visita, una comitiva de trabajadores sociales, enfermeras, médicos de base y médicos en formación le acompañaba. Las puertas de cristal batientes se abrieron abruptamente a las espaldas de Julia, mientras las voces demandantes daban los buenos días. Si bien el jefe imponía con su presencia, cara hosca y voz de capataz, Julia solo tenía ojos de pánico y deseo para la figura de Román, justo a la derecha del jefe. El más alto del equipo, de ojos negros y manos grandes, corbata, y bata de mangas largas, iba de blanco impoluto a excepción de la corbata rojo sangre. Las uñas bien recortadas, los zapatos blancos boleados y la cara fresca y rozagante de quien ha dormido toda la noche. —Buen día, Dra. Empecemos— dijo el jefe, mientras la comitiva, como un ente simbiótico, se movía detrás de él. Durante 16 cubículos, cada uno con dos pacientes, de frente al monstruo, Julia recitaba: Paciente de un año de edad, ingresa hace 8 horas por cuadro de dificultad respiratoria… Paciente femenino de cuatro meses, sufre caída de 2 metros de altura… Masculino de cinco años, portador de leucemia, con un año de diagnóstico, en fase de recaída… Femenina de catorce años, dolor abdominal agudo, aparente apendicitis… —¿Tiene radiografía de tórax?... ¿Hicieron reporte al Ministerio Público?... ¿Ya tiene laboratorios?... ¿Ya la revisó Cirugía?...— las preguntas rutinarias y especificas del jefe, para cada caso, la ponían nerviosa; pero las miles de vueltas por el pasillo blanco, se vieron justificadas con cada respuesta correcta de Julia. 70
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— Sí, neumonía basal derecha… afirmativo, detuvieron aquí mismo al padre como sospechoso… los laboratorios confirmaron recaída… ha sido revisada y programada para cirugía , entra en 30 minutos a quirófano. Uno tras otro, cada caso fue revisado brevemente, y cada pregunta respondida con satisfacción. Julia buscaba ávidamente la mirada de aprobación, pero no la del jefe, quien no dejaba de apuntar en su bitácora, sino la de Román, se sentía orgullosa y enamorada, pero aquél se le pasaba mirando las caderas de las enfermeras, los escotes de las estudiantes, y sosteniendo la mirada inquisidora del jefe. Ni una sola vez había mirado el desempeño de Julia. La visita terminó, y abruptamente el jefe se retiró con su comitiva. Román se retrasó brevemente y se dirigió seco y molesto a Julia, en un tono tan bajo y cerca de su oído: ¿Tenias que ser la protagonista, verdad? Te espero más tarde para que te disculpes. Julia permaneció muda y temblorosa viendo como se alejaba hacia el pasillo blanco. Ahora no quería que llegara la hora de salida. A las cuatro de la tarde, se presentó su relevo para Urgencias pediátricas, y Julia proporcionó un reporte reciente de pacientes y recibió a cambio un “que descanse, doctora” que le regalaron algunas enfermeras, y las mamás de los pacientes ingresados. Sin prisa, dilatando todo lo posible su retirada, recogía su bolsa, su bata sucia, sus apuntes desperdigados sobre el escritorio. Un brillo de pavor se reflejaba desde el fondo de sus pupilas, los labios temblaban imperceptiblemente, y sus hombros se encorvaron; sus pasos a través del interminable pasillo blanco, retocado con las tenues luces anaranjadas del atardecer, eran pesados, como si se arrastrara hacia la salida. En la calle, dentro de su camioneta, vislumbró a Román fumando un cigarrillo esperándola, la música metal resonaba desde el estéreo, y se le veía a él detrás del volante. Arrancó el motor apenas la vio por el retrovisor, y esperó pacientemente mientras subía su bolsa y abordaba el auto. —¡Quítate las bragas y chúpamela!— fue la orden. Mientras conducía, se desabrochó la bragueta y le tronó los dedos para que se apurara a desvestirse de la cintura hacia abajo, mientras se hincaba en el suelo de la cabina para acceder a su entrepierna. Con una mano en el volante y la otra en la cabeza de Julia, Román aprovechaba cada alto para mirar su trasero desnudo, mientras ella se afanaba con su boca. En menos de quince minutos ya estaban en el motel mas cercano al hospital; para descender, apartó bruscamente la cabeza de Julia de sus ingles, y acercó su boca a la de ella, con sabor a semen y Enero 2019
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saliva, la besó largamente mientras le acariciaba las tetas sobre la blusa. Descendió del auto y dio un rodeo hasta la puerta del copiloto, abrió y le tendió la mano para ayudarla a bajar. Julia desconcertada, solo atinó a apoyarse en él y movió las piernas para pisar el estribo, solo que Román la detuvo antes, le abrió las piernas, inclinándose hacia ella mientras se sumergía en su intimidad con rudeza. Mordisqueó, lamió y separó cada labio con su lengua, casi con ferocidad y tomándola de la cadera, la cargó hasta el cuarto, ella iba montada en sus hombros sin dejar de sentir la lengua de Román en sus adentros. La aventó sobre la cama y se lanzó sobre ella. La tomó como siempre, con fuerza, rudeza, con un salvajismo que las primeras veces ella disfrutó, pero conforme la relación progresó, Julia se dio cuenta de que ésa era la única manera en que la relación sería siempre. La marca de los dientes de Román se quedó en su cuello, en su pecho, en su espalda, en sus nalgas. Tenía la boca seca, pero las piernas adoloridas. Estaba pegajosa por dentro y por fuera, agotada y desnuda, y permaneció con los ojos cerrados y las piernas abiertas hasta que Román se le acercó al oído y le dijo: ¡Vete! La próxima vez, no intentes dejarme en evidencia o te irá peor. Sabía que era inútil suplicar. Hacerlo sólo provocaría golpes, y estaba segura de que hoy no podría soportar más. Exponer a su cuerpo a otras lesiones.., solo de pensarlo se estremeció, recogió su ropa, se vistió de prisa, y salió avergonzada del cuarto, caminando en el estacionamiento del motel, rumbo a la calle, para esperar por un taxi que la llevara a su departamento. Al día siguiente, intentó cubrir los moretones con maquillaje, pero fue inevitable la carrilla de sus compañeros cuando lo notaron. Se ruborizó, y les siguió el juego a todos, como si se enorgulleciera de una pasión desbordada y un amor no contenido, aunque en el fondo aun temblaba de miedo. El departamento de urgencias rebosaba de gente; en las sillas de la sala de espera destacaba una mujer humilde, joven, vestía un vestido simple de algodón, de cuello redondo, y sus pies sucios describían una larga caminata hasta llegar al hospital. En brazos acunaba a un niño pequeño, que respiraba trabajosamente y a quien ya le habían iniciado tratamiento con un nebulizador por un espasmo bronquial severo. Julia se acercó a ellos para revisar las condiciones del niño, y al hacerlo, notó los hematomas que brillaban en sus diferentes tonalidades de rojo, morado, marrón y verde, alrededor de los ojos y la boca, el puente nasal deforme por las señales de golpes antiguos, y en la forzada sonrisa que esbozó para ella, la falta de 2 dientes incisivos. 72
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—Señora, por Dios!, ¿quién le hizo eso?— se escandalizó Julia, mientras le giraba la cara hacia la luz para poder revisar los hematomas y las huellas de los golpes La mujer la miró desde el fondo de sus ojos tristes y le contestó: —Doctora, todo empezó con unos “chupetones”, así, igualitos a los suyos.
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Minificciones. MARGOT EN EL ESPEJO. En un sueño me bebí el café de Margot, mientras ella se miraba al espejo con su blanca espada desnuda frente a mí y su cabello mal recogido en la nuca. Me lo bebí a sorbos cortos. Ella seguía mirándose la cara en el espejo como muda. De pronto alguien abre la puerta en silencio, entra y nos mira. Me da temor su desnudez, me semeja una figura de yeso y trato de cubrirla. El visitante vuelve a salir sin decir nada ni hace ruido. Ya despiertos, ella me mira con disgusto y no disimula su enojo. Cree que de verdad me tomé su café. POR UN GOL. Muchos años después en la tribuna del estadio, el ex rey del futbol habría de recordar aquella tarde aciaga en que le correspondió cobrar el penalti de la final del mundial y ante su estupor, solo en ese momento pudo ver con toda claridad la escena con el cuadro más aterrador: el palo derecho tenia instalado un imán que atraía sin piedad hacia afuera el balón. NI TE CASES NI TE EMBARQUES. Decidió hacer las dos cosas a la vez un martes para probar que tal le iría el resto de su vida. Se casó ese día por la mañana y en la tarde se embarcó en un crucero. No murió en el naufragio. Se ahogó un año después en una piscina.
Luis Muñoz.
ALGUIEN QUE BAJA LAS ESCALERAS. Tanta serenidad se veía en las piernas de la mujer bajando las escaleras del edificio. Tanta perfección en los muslos torneados como si alguien los hubiera tallado en fina madera, líneas curvas que alborotaban la respiración con solo oír sus pasos. Una leve penumbra enunciaba aquella visión hasta el talle. Ropas negras y un taconeo sobre baldosas semejaban el poder embriagante del vino. La espié tantas veces hasta que se perdía en la puerta de uno de los apartamentos y otras cuantas esperé con la ansiedad de un enamorado en la penumbra del pasillo semejante a un fantasma. Parecía que mi destino estaba dispuesto desde aquella posición a ver sus dos piernas bajar escaleras, medio ocultas en sus faldas provocadoras y el incesante taconeo en una especie de danza de tambores remotos. Tantas tardes de espera hasta la vez que la seguí hasta la puerta de uno de los apartamentos y me quedé paralizado. Era cierto el comentario de los vecinos del edificio: la otra mitad del cuerpo de la bruja no estaba en casa.
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LA CITA. Era el último recorrido por las calles de siempre. Miró de una manera más detenida el centro de la ciudad como si acabara de descubrir algo irreal en sus edificios. Algo le hizo caer en cuenta que llevaba años sin mirar nada, como si solo caminara mirando el rostro de los miles de peatones diarios . En ese momento se percató de la vejez de algunas edificaciones sobrevivientes al paso de la modernidad, con sus fachadas deslucidas y su pintura en ruinas. Recordaba haber visto algunos avisos publicitarios de refrescos con su color original y su impacto visual en la distancia. Pero acababa de ver un cambio en las calles y en la arquitectura y hasta en las caras de las personas que siempre vio como una repetición de rostros . Era como una luz repentina pronta a apagarse cuando cayeron las sombras y la ciudad se iluminara. Hubo entonces una honda melancolía capaz de confundirlo un poco pero ya todo estaba decidido para terminar su recorrido y cumplir su cita inevitable, decidida y expectante con la muerte
EL EXTRAÑO GUARDIÀN. Dejé escapar a la prisionera a través de las cuevas que atraviesan de lado a lado la montaña. Hice todo lo necesario para su fuga pudiera lograrse sin el riesgo de ser otra vez capturada y verla de nuevo. Asumo el riesgo de ser juzgado y sé, sin duda, que me corresponderá la ejecución. Pero es que no podía tolerar su fealdad.
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Corazón.
Jéssica de la Portilla Montaño.
Amo tus formas de mujer. Tus piernas suaves, tus manos, tus pechos duros y firmes. Amo tus labios pintados de rojo, tu cabello rubio, hasta me gustan tus extensiones y tus uñas de plástico. Los cirujanos han hecho un gran trabajo contigo, en especial en la zona que me tiene loco… Qué importa que no hayas nacido así, si me encantas, incluso es ventaja que no haya embarazos, y que pueda cogerte todos los días del mes; no como la bruja con que me casé y que me limita según su periodo y su humor. No sé si en tu caso se consideraría feminicidio, pero espero que nunca me engañes porque hace tiempo comencé a fantasear con destruir tanta perfección, y siento miedo porque imaginarte sufriendo me produce placer. Ojalá no me obligues a hacerte daño, corazón.
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El pequeño mezquite.
Rocío Prieto Valdivia,
Durante días estuvo ahí, afuera de casa. Tenía apenas unas ramitas verdes. Cuando lo vimos dudamos que creciera. Era invierno, llovía mucho, y el viento helado amenazaba en acabar con todo a su paso. En la noche se nos olvidó protegerlo. Llovía mucho. Tú te levantaste a meter los zapatos y yo a quitar la ropa del tendedero. Pero nunca nos acordamos del pobre mezquite. Lo imaginó gritando y muriéndose de frío. Pero la naturaleza sabia, cómo siempre, lo arropó con las ramas que cayeron de un pirul. Y logró pasar la noche. Vinieron los días secos por el frío que quemaba las hierbas, y el mezquite resistió días sin agua, apenas refrescándose con el fresco rocío de la mañana. Pasaron los meses, y en la mañana de primavera cuando me viste plantar esas ramas de flores, te acordaste del arbolillo. Seguía vivo, e hicimos un hoyo cercano al pino lo suficiente para que pudiera crecer, y dijiste que si lo lograba te sentarías a leer bajo su sombra. Creo que la tierra te retó a hacerlo. El mezquite ha crecido para todos lados; ahora mide casi lo mismo que tú: 1.65. Pero aún no te has sentado a leer como prometiste. Creo que sus ancestros te han robado esos momentos de tranquilidad; sin embargo el mezquite te sigue esperando. Reverdece cada primavera, aguantando los fríos inviernos, y ahí en el mismo lugar que tú le asignaras espera que cumplas tu promesa.
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La Estepa Sangrante, de León de Almeida. Gabriel Avilés.
La Estepa Sangrante, es el nuevo poemario del escritor León de Almeida; en esta obra vemos su evolución como poeta, ya no es aquel joven de Vestigios de Maleza cuyo barroquismo excesivo causaba cierta incertidumbre al lector que lo leía, debido a un lenguaje lírico encriptado; después de dos décadas, el escritor da a conocer este libro cuya principal virtud es un equilibrio entre lo emocional y lo intelectual, alejándose de pretensiones innecesarias, para ofrecernos versos que anidan en el amor, el erotismo, la introspección personal, y el bardo que observa las vicisitudes del mundo actual, muestra de lo anterior es el poema que da título a este libro, La Estepa Sangrante: “fui devorado por hendiduras abismales, desgarrado y senil, obturado por infame sino inevasible” Esta nueva experiencia lírica de León, da la oportunidad al lector de leer versos con una cadencia, una subjetividad que de acuerdo a la teoría poética sólo se hallan en los poemas subjetivos, la cual es la línea de este poemario; sin embargo el poeta presta su pluma al verso cuya objetivad se da gracias al drama de “Shalom” donde profundiza y hace una crítica verídica y una ética que invita a la reflexión sin caer en un moralismo preconcebido: “Pantera germina libertades acosadas Con sigilo trasbordamos sexticorne firmamento” Es necesario profundizar, para comprender el poemario, en la excesiva adjetivación que tiene cada poema, que bien podría representar un arma de doble filo para el escritor, pues podría dar como resultado una reiteración irritante a la hora de leer, sin embargo, cuando descubro esa licencia poética, me doy cuenta que cada adjetivo está por una razón justificada no por capricho del autor sino para embellecer la poesía que conforma este volumen. De acuerdo a León y sus palabras, él escribe para sí mismo, si después, sus escritos llegan a manos de algún lector, confía que en algún momento tenga las sensaciones que éste tuvo a la hora de desgranarlas en una hoja de papel sin miedo o atavismos. La Estepa Sangrante, es un poemario que representa la voz del hombre a través del poema, que toma a la poesía no sólo como una Enero 2019
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herramienta para que afloren sus sentimientos lúdicos también como arma para acribillar las injusticias sociales sin caer en una demagogia poética llena de lugares comunes, al contrario, leer a León de Almeida es un reto para el lector pues hallar el mensaje de sus versos no se vislumbran con una somera leída. Vaya este libro a todo aquel lector que disfruta la poesía por la poesía misma sin importar el caos o luz que sangra de su tinta.
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Cabujones de zafiro.
Marta Aragón R.
Rogelio Alzate miraba la bahía extenderse a lo lejos, tras la hilera de dunas blancas que la resguardaban de las polvorientas calles de aquel pequeño puerto que empezaba a crecer frente al Pacífico. Se hallaba recargado sobre el alféizar de una de las ventanas de la torrecilla donde había instalado su estudio en donde podía observarse un sillón reclinable de respaldo alto, dos caballetes con cuadros a medio terminar, un anaquel con tubos de pinturas al óleo, recipientes con pinceles, brochas y espátulas. El olor a aguarrás y a aceite de linaza se mezclaba con la frescura de la brisa marina que corría desde la ventana para acariciar los oscuros cabellos del hombre. Rogelio Alzate se mesó las cabellos luego de suspirar profundamente y tumbarse sobre el sillón con la vista perdida en un punto del techo. La luz entraba por los cuatro puntos cardinales, la misma orientación que tenían las paredes de la torrecilla que se alzaba al fondo y al lado derecho de la casa erguida silenciosa bajo el techo de cuatro aguas que cubría las gruesas paredes de adobe pintadas de amarillo tenue. Se sentía inmerso en uno de los escasos momentos creativos; la mayor parte del tiempo se limitaba a pintar jarrones de rosas con una técnica tan depurada que se percibían las gotas de rocío, la transparencia del agua contenido dentro de los jarrones, la suavidad de los pétalos y la delicadeza de los colores. Las sombras y las luces aumentaban el realismo de los jarrones colmados de rosas, y casi se podía percibir la frescura del perfume. Por ello lo conocían como el Pintor de las Rosas; y no había casa elegante del sur de California que no tuviera un cuadro de Alzate en su sala principal. Las rosas le dejaban grandes dividendos que le permitían vivir con holgura junto a Carlota Bonifaz, su mujer legítima. Pero los momentos de inspiración era un suceso rarísimo y aquel instante era uno de ellos. Con los días, el resultado fue magnífico. La exquisita depuración de su técnica dio lugar a un cuadro de tema marino que al menos él consideraba magnífico. Los espíritus del mar soplaron en la mente y el corazón de Rogelio Alzate y le mostraron la vida secreta del vientre marino, que tomó forma en la inmensa variedad de azules y verdes que colmaban el cuadro, mezclados con los marrones rojizos que formaban los cabellos de los seres que ahí aparecían. El cuadro Los Espíritus Marinos fue un éxito para el magnate William T. Hayes quien se lo compró por el precio de cien mil dólares, Enero 2019
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los cuales hicieron dar un largo suspiro a Rogelio Alzate quien, para mantener de buen humor a su mujer Carlota, le compró dos cabujones de zafiros montados en unos zarcillos de plata antigua, para que ella lo dejara ir y venir a su antojo por una buena temporada, sin reñirlo. Al pintor le gustaban el vino y las mujeres, y requería estar bien alejado de su mujer, y nada como una joya valiosa para mantener tranquila a su esposa. Carlota Bonifaz era alta y delgada, con la cara enmarcada bajo una melena corta y negra, de ojos grandes y oscuros, cubiertos con cejas finas y arquedas, la nariz era estrecha y la pequeña boca corazonada, siempre pintada de carmín. Sus manos eran elegantes, adornadas con joyas engarzadas en oro. De cuello largo y tan blanco como el alabastro. Poseía una belleza antigua y algo pasada de moda, como si se hubiera quedado prendida de un momento adorable, pero ahora inalcanzable. Le gustaba vestirse de terciopelo negro o de verde oscuro, pero su vestido favorito era de brocado azul profundo, y cuando contempló los aretes de zafiro quedó fascinada y en espera de la ocasión oportuna para estrenar aquellas joyas. Se imaginó en el baile de gala de Año Nuevo o en la boda de los AraqueCastillo, el evento social de la temporada. Con deleite pensó en la estola de visón que compraría en San Diego o tal vez de armiño. Dejaría en libertad a su marido para que hiciera de las suyas sin una sola queja de su parte; ya llegaría el momento de que aquellos zarcillos de zafiros tuvieran por compañeros un dije, un brazalete y anillos de cabujones de zafiro de buen tamaño. Sabría comportarse a la altura de su precio. Rogelio apenas paró por su casa durante buena temporada. Carlota en silencio lo veía ir y venir, y su cara esbozaba una sonrisa cómplice de sus verdaderas intenciones. Se sentaba en la sala junto al ventanal de cristales fumando en larga boquilla, cruzaba las piernas con sus elegantes zapatillas de tacón de cartete. Finísima mascada de seda se anudaba a su elegante cuello y en su boquita de carmín se dibujaba un mohín burlesco. El pintor acababa de salir en su Cadillac convertible y enfiló rumbo al centro del poblado por la calle polvorienta, estaban en la 20 de noviembre, esquina con la calle 14, número 1415. Carlota se puso de pie y se dirigió al comedor con la intención de tomar un trago, le caería muy bien un poco de whiskey con hielo. —¡Nina, Nina!, tráeme un vaso con unos cubitos de hielo del refrigerador. En la cocina, Nina preparaba la comida de mediodía. En el sartén se freían unas milanesas y en una olla hervían unas papas cortadas a cuadros. Nina hizo un gesto de disgusto como siempre lo hacía cuando Carlota le mandaba hacer alguna cosa. Desagrado que sólo manifestaba cuando su prima no la veía. Fernandina Montero era una especie de criada-primadama de compañía que servía en esa casa a cambio de un lugar para vivir, comida, y un mísero sueldo que apenas le alcanzaba para comprarse un par 90
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de zapatos, algunas ropas corrientes; quizá un bolso de mala clase y unas joyas de fantasía barata. Pero a Fernandina Montero le gustaban los trapos y guardaba en las profundidades del pecho la envidia por las ropas y joyas de su prima Carlota. Ese día por la tarde, Nina acompañaba a Carlota a la hora del café con galletas cuando su prima, con evidente buen humor y orgullo, le mostró el último regalo de su marido. Los cabujones de zafiro dejaron pasar la luz pálida del atardecer de una tarde de octubre que anunciaba en sus celajes las próximas lluvias de invierno escondidas en las luces violetas que dejaba el sol en su ocaso. Nina enmudeció unos minutos, la envidia se derramó silenciosa por su garganta para estancarse purulenta en el fondo de su corazón. Un deseo malsano se le clavó en el centro del pecho. No se los merece, pensó. No ha hecho ningún esfuerzo por tenerlos, tan sólo hacerse de la vista gorda de los devaneos de su marido. No sé qué le ve Rogelio, si sólo es un palo vestido. ¡La suerte que tienen algunas! ¡Cómo quisiera que esos aretes fueran míos!… Si yo pudiera, si yo pudiera quedarme con ellos… Carlota perdió la noción del tiempo mirando la transparencia azul de los zafiros y Nina la perdió en aquel sentimiento que arrojaba fumarolas de vapor espeso y corrosivo que derrumbaba a pedazos los últimos resquicios de honestidad para dar paso a los enormes socavones del delito. Al día siguiente Carlota se fue a San Diego con la intención de comprar la estola de visón o de armiño, y también con la intención de que su marido le comprara los cabujones de zafiro que faltaban para tener el juego completo, y Nina salió al centro del puerto a comprar algunas cosas que necesitaba para hacer un trabajo de urgencia; pero antes se metió a la alcoba de su prima y se fue directo al joyero para sentir en sus manos la presencia de los zafiros. Se miró en el espejo y peinó sus lisos cabellos en un moño alto que dejaba descubierto su largo cuello, igual de blanco y de fino como el de Carlota, se parecía a su prima, vanas y veleidosas. Fernandina no era bella, su cara era pesada, de pómulos anchos, los ojos hundidos y pequeños; la nariz chata y ancha y la boca generosa y gruesa, pero a pesar de la falta de belleza, no podía negar que tenía clase, que con un arreglo adecuado y ropas finas, luciría elegante. Llegó a la conclusión de que aquellas joyas tenían que pertenecerle. Miró la luz de los zafiros reflejarse en la blancura de su cuello y la finura de su pecho: Casi soy bella, pero con ellos, lo soy. Estuvo un rato contemplando su imagen en el espejo, embelesada con los cabujones de zafiro; pero luego regresó a sus intenciones originales: copió las dimensiones exactas y el diseño de la engarzadura de los zafiros, en una hoja de papel. Salió de la casa y compró los materiales necesarios para fabricar unos aretes iguales, pero falsos. Pasada la media noche terminó su trabajo e hizo el cambio en el joyero de Carlota, y guardó los originales en un orificio del armario para al otro día Enero 2019
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enterrarlos en el solar de la casa: 20 de noviembre y 14ava, número 1415. Uno de ellos lo enterró en el patiecillo junto a la cocina y el otro en el cajete de un naranjo que estaba en el jardín en el frente del terreno. Carlota regresó de San Diego con su flamante estola de armiño y el resto de joyas que hacían juego con los aretes de zafiro y asistió con ellos a la boda de los Araque-Castillo, para lucir como reina en el baile de gala de Año Nuevo; un mes más tarde Nina disfrutó en secreto porque Carlota no se dio cuenta de la falsedad de sus zarcillos. Pensaba en cambiar el resto de las joyas por cristales de zafiros falsos. Pero antes de ello a Rogelio Alzate, nacido en Los Ángeles, California, lo llamaron para alistarse en el ejército norteamericano para que fuera a pelear en Europa donde murió en combate. Carlota y Nina, acostumbradas al dinero de Rogelio, se vieron al borde de la miseria; se tuvo que vender el brazalete de cabujones de zafiros, pero no tuvo que vender ninguna joya más porque le hablaron del Otro Lado para pensionarla por la muerte de su marido con el grado de sargento del ejército norteamericano; y salió rumbo a la base de San Diego en compañía de Nina. Jamás llegaron a su destino. Pasaron los años y la casa del mirador pasó de inquilino en inquilino, hasta que el intestado se resolvió y la antigua casa de Rogelio Alzate y Carlota Bonifaz pasó a pertenecer a Evelia Medina, sobrina lejana de Rogelio. Evelia estaba casada en segundo matrimonio con Javier Ramos, con quien tenía un hijo de dos años de nombre Antonio. De su primer matrimonio tenía dos hijas: Victoria y Alejandra; de nueve y siete años respectivamente. Victoria era muy imaginativa, se la pasaba inventando juegos e historias; Alejandra en cambio era juguetona y traviesa, y se la pasaba corriendo y saltando por ahí, aunque de vez en cuando le seguía la corriente a su hermana mayor, quien aparte de inventar juegos e historias, le gustaba pasar las tardes enteras leyendo cuentos de El Tesoro de la Juventud. Entre los múltiples gustos de Victoria, estaba el tener mascotas y sus favoritas eran los periquitos verdes y los gatos, siempre se escuchaban los gritos del perico desde su jaula: Victoria, Victoria. Cuando su perico favorito murió accidentalmente, aplastado dentro del burro de planchar al que había trepado sin que nadie se diera cuenta, le realizó un gran funeral y entierro. Clavó un crucecita de madera y cubrió la tumba con flores de geranios rojos. Al cavar el hoyo encontró entre las piedrecillas un hermoso arete de piedra azul, cristalina, engarzada en plata ennegrecida. Le pareció tan linda y de tal azul que dejaba pasar la luz que brillaba diáfana a través del cristal; decidió ir a mostrárselo a Enedina, la sirvienta encargada de la cocina, del aseo de la casa y de cuidarlas mientras su madre y su padrastro trabajaban fuera. —¡Mira lo que encontré! Era de una princesa. —¡Estás loca, es un arete de fantasía! ¡Qué princesa ni que ocho 92
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cuartos!— contestó Enedina, y siguió amasando para hacer tortillas de harina que pronto esparcieron su aroma por toda la casa. Olor que llevó a Victoria a la cocina y la hizo olvidarse del tesoro. El arete de piedra azul anduvo en la cajita de tesoros de Victoria por mucho tiempo. Iba y venía de la casa a la escuela en el fondo de la mochila, junto a un collar de conitos de eucalipto, una aguja, hilo, un brillante y las estampitas de un álbum. Después anduvo de cajita en cajita, de cajón en cajón hasta que Victoria se olvidó de ella, y Alejandra jamás la tuvo en sus intereses. Hasta que un día, leyendo uno de los tomos de El Tesoro de la Juventud, Victoria descubrió la forma de hacer perfume, y entre los ingredientes estaban flores perfumadas, algodón en rama, alcohol, un frasco con cerradura y aceite de Lucca. Todo estaba al alcance de Victoria, menos el aceite de Lucca, porque ignoraba el significado de Lucca; no fue sino hasta la adultez que por fin descubrió lo que era Lucca: una comunidad italiana, y entonces comprendió que se trataba de aceite de oliva producido en dicha localidad. Entonces lo ignoraba y se limitó a preparar capas de algodón con flores de azahar y llenar el frasco de alcohol, cerrarlo y enterrarlo durante un mes. Eso hizo la niña, pero entre las piedras encontró otro arete con una piedra cristalina y azul idéntico al que se halló al cavar la tumba del perico. Pronto los dos aretes se juntaron y fueron y vinieron a la escuela en la cajita de tesoros de Victoria, entre brillantitos, lentejuelas, collares de conitos de eucalipto y estampitas del ángel de la guarda. De allí pasaron al estuche de lápices y luego al fondo de la mochila, siguiendo las consabidas rutas, bolsitas, bolsillos, cajitas, frasquitos, cajones, y por fin por el piso de la casa donde Enedina los encontró en las cerdas de la escoba: —¡Mira dónde andan los tesoros de Victoria! ¡Chamaca cochina! ¡Que ni piense que le voy a andar juntando! ¡A la basura! La mujer se agachó con el recogedor y con la punta de la escoba puso los aretes de las piedras azulas dentro del recogedor y de allí al cesto de la basura y de allí al tambo en la calle. Al otro día los empleados del Municipio voltearon el tambo de basura de la 20 de noviembre y 14ava, número 1415, en el camión del Basurero Municipal, y Victoria no volvió a acordarse de los bellísimos aretes de piedras azules que encontró enterrados en el patio de su casa, hasta que de adulta comprendió lo que era el aceite de Lucca.
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Feria del Libro de Poesía.
Adán Echeverría.
—Mandamos los micrófonos a nuestro corresponsal. ¡Adelante! — Acá estamos con el escritor, justo después de terminar la presentación de su libro. Antes de cederle la palabra, déjame decirte, —y a ustedes, queridos televidentes—, que la situación estuvo a punto de salirse de control. Pero el escritor supo salir adelante. Dígame, mi escritor, ¿qué sucedió? — Bueno, pues: Estaba leyendo poemas de mí más reciente libro, "La vanagloria del humilde"; un libro… muy, muy, llegador, tengo que reconocerlo… — Claro, claro. — Y los lectores, que hoy me acompañaron… — ¡Te amamos poeta!, ¡Te queremos!, ¡No te nos mueras nunca! — Perdón, querido auditorio, ha sido un espontáneo que se cruzó. Continúe. — Te decía que los lectores que hoy nos acompañaron, fueron incendiándose a cada verso. Una pareja de chicos comenzaron los besos, mientras yo leía; los espectadores los miraban, y la temperatura fue subiendo. Entre besos, caricias y poemas, cayeron las ropas. Yo continué la lectura, y a cada verso se prendían más. Esto se volvió ¡una orgía!; así que decidí aventarme de jalón la lectura de todo el libro, para hacer que todos terminaran también. — Es lo que ha ocurrido en este auditorio. Las imágenes no las podemos transmitir en tv abierta. Y miren que apenas es la primera sesión de la Feria del Libro de Poesía. ¡Vengan, la pasarán genial! — Lo que nos espera, entonces. Gracias por tu reporte. Vayamos a un corte y al volver…
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El ojo en la acera de enfrente. Entre la música y la literatura. Siempre relacioné la música "ranchera" con los viejos. En aquellos años de infancia, me parecía todo un ritual adulto ese asunto de la música. Aquella consola reproductora de acetatos que comprara mi hermano a principio de los años ochenta me pareció una cosa de borrachos. Un armatoste de madera pulida color miel marca SKY-LINE de programación semi-automática. Mi madre se sentía orgullosa. No le tomé atención hasta que me di cuenta que el aparato podía reproducir otros intérpretes que no fueran Vicente Fernández (una colección de cinco discos que estaba incluida como regalo en la compra de la consola). Fue en el rancho de mis abuelos donde este aparato dio todo de sí. Era Semana Santa y entre mis hermanos mayores compraron una colección de discos de 33 rpm para amenizar los festejos de la caída y ascenso de Cristo. Carlos y José, Cadetes de Linares, Invasores de Nuevo León, Pedro Yerena, Cornelio Reyna, Los Bravos del Norte y Lorenzo de Monteclaro cantaron a buen sonido sus temas durante los tres días que duró la divina y necrófila fiesta. El primer disco de "rock" que escuché fue un sencillo que contenía una canción que hasta el día de hoy me sigue conmoviendo. Era más bien una bellísima pieza de soul de una efímera cantante negra que perteneció al catálogo de la Motown Records, disquera que en ese entonces tuvo gran auge por difundir y meter a las pistas
de baile a los negros con el Soul, Funky y música disco. Aquella canción se titulaba "El cielo te envió", de Bonnie Pointer. En esa época era un niño apenas que empezaba a tener su primer contacto con la literatura. En esos años, la música era muy aparte con ese asunto de leer. Obviamente, no encontraba nada literario en la música. Pero fue en uno de esos paseos primaverales a casa de mis abuelos donde por primera vez una canción me conmovió. Acabábamos de salir del pueblo, el camión guajolotero viajaba a toda velocidad y tocaba una canción en la radio: "Eslabón por eslabón", de los Invasores de Nuevo León. Me conmovió pues había escuchado minutos atrás que mi abuelo decía: "yo y Tiburcia estaremos juntos como siempre o hasta que ella se canse". Desde entonces siempre relacioné esta canción con mi abuelo, quien era un gran contador de historias y de quién recibí esta herencia narrativa. Desde entonces, empecé a ver en las canciones historias verdaderas. Luego llegó la adolescencia y el primer amor. Ya se imaginarán. Todavía no sabía escribir nada artístico y entonces, pues Enero 2019
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encontré un nicho poético en los Bukis, Los Caminantes o Los Terrícolas. Luego la prepa, y la edad de las responsabilidades y los amores platónicos; y la música oldie, las baladas de Grupo Ladrón y Los Temerarios; y también empezaba a pergeñar mis primeras cartas de amor sin destinatario. Fue en esa época en la cual conocí a Nirvana, Queen, Pearl Jam, Soundgarden... los años noventa, y ya empezaba a escribir mis poemas y narrativa con ocupaciones sociales. El amor no existía después de escuchar a los músicos de Seattle. Para esas fechas ya tenía un buen cúmulo de lecturas en mi cabeza. Había conocido Sartre, Nietzsche, Kundera, Hesse, Stoker, Poe, Chéjov, Quiroga, Cortázar y muchos otros. En esa época teníamos un pequeño club de lectura tres amigos y yo. Noches de tertulia aderezadas con rock, cerveza, sombrerazos y libros. Fue en ese entonces cuando caí en la cuenta de que tanto la literatura como la música eran muy importantes en mi vida. En la universidad, mi bagaje literario y musical ya era mucho más basto y esto me permitió ser uno de los alumnos más destacados de mi generación. Tuvieron que pasar muchos años antes de tomar una pluma y escribir una historia. La música fue lo que me llevó a escribirla recordando aquellos días de tornamesa, discos de música ranchera y los abuelos. Sí. La música. Este ente hermoso siempre ha sido parte de mi vida. Una forma de narrar y una forma de ser y vivir, el modo más adecuado de pisar el mundo y hasta bailarlo. Una forma de cantar mientras caminas, por ejemplo, sobre una libreta. Es por eso que siempre, en lo que escribo, encontrarás música. Esta cosa impalpable que es muchas formas de ser: el largo suspiro de un soul, la alegría flamboyante del funk, el largo paseo espacial y exhalante del jazz, el lamento burlesco del blues o el Tango, la derrota miserable en la sinfonola de la cantina, el caos bellísimo del Avant-Garde, la seriedad pretenciosa del rock. Tantas y cuántas historias dentro de la música pop. Tantas y cuántas formas de ser. Por esto y más, amigos míos: Por favor, lean música; Bailen, caminen, vean, huelan, forniquen, coman... escuchen. Que este fenómeno literario no les hará más daño o beneficio que la poesía. Esto es para disfrutar, no para sufrir. La música será culpable, mas nunca un pecado. Un placer que vale la pena llevar hasta morir.
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Dando vueltas con Silvia La memoria de las Memorias de Ana Frank. Querido lector: Los niños de cuarto grado de la escuela primaria fuimos invitados a participar en el concurso de poesía coral en la ciudad. Después de visitar el teatro y declamar, recibí en mis manos un libro con portada color naranja claro, con la silueta hecha con líneas blancas de la cara de una adolescente, la cual no hallo en ninguna librería ni editorial hasta ahora, el libro se titulaba El diario de Ana Frank. Era mi libro y de nadie más; lo hojeaba, olía y admiraba. Mi primer libro. Rápidamente noté que el texto iba marcado con fechas del siglo XX, las mismas en las que se situó la Segunda Guerra Mundial. Al principio leí el libro buscando la fecha que indicaba el día que yo lo tomaba para leer; era interesante notar que hace unos años en la misma fecha ocurrió algo totalmente distinto, pero a la vez similar. Cuando comencé a leer lo que ocurría día por día, me di cuenta que Ana Frank era una niña-adolescente que pensaba cosas que yo alguna vez había considerado en mi propia mente. Sus relatos trataban de situaciones cotidianas de su vida, de sus sueños, de sus problemáticas y de sus deseos internos.
Al paso de un tiempo, decidí leer el texto desde el principio; me enamoré de sus aventuras, de sus ilusiones, de su lenguaje. La conexión con esas letras empezó a ser más fuerte. Recuerdo que un tema peculiar del libro y de las niñas de 10 a 13 años era el romance; Ana Frank estaba enamorada de Peter y soñaba con ser su novia y casarse con él algún día. Sí, yo estaba enamorada también de un niño, quería ser su novia y deseaba algún día casarme con él. Pero también estaba lejos de que él supiera de mi existencia. "Iniciarse en la lectura", a veces es por gusto, a veces por disciplina, a veces por obligación, o incluso por desesperación. En otras ocasiones es un propósito de año nuevo, a veces es una meta necesaria para alcanzar tu sueño. Como sea que fuera, la lectura es vital para desarrollarse en este mundo. Existen miles de técnicas para leer, concentrarse y obtener el gusto de la lectura, creo que hay las que son muy buenas y prácticas, hay de Enero 2019
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las que no tienen éxito alguno; pero independientemente de que las uses o no, lo importante es que leas. Nunca olvidaré el consejo que me recordó mi mejor amigo, que yo misma le había dado: "la única manera de tener el hábito de leer es leyendo". Al igual que muchos, yo tuve mi primer acercamiento con la lectura, la cual me trae nostalgia y mucha pasión. Desde entonces amo el género de la Memoria, aceptado recientemente por los académicos, por cierto. Desde entonces encuentro cierta magia a la hora de redactar cartas, diarios y memorias; es muy probable que a partir de esa experiencia la cotidianidad me fascine. Desde entonces obtuve una admiración por Ana Frank e interés por los acontecimientos ocurridos en la Segunda Guerra Mundial. Pero eso no es lo importante, la diferencia lo hará tu propia experiencia, entonces podrás contar tu historia, tu propia Memoria. P.D. Tristemente el libro se me perdió entre mis muchos cambios de casa y departamentos, o creo que lo presté y nunca regresó a mí; en realidad no lo recuerdo bien, solo sé que lo llevaba a todas partes porque me encantaba. Me dolió mucho la pérdida, sin embargo, la historia se subraya más con la ausencia.
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Bajo el barandal. Otro inicio de año. “Debiendo escribirte hasta el fin de mi vida para ilustrar el peso muerto de los días que viviré sin ti” César Moro
El año apenas inicia y en día Reyes a los bajacalifornianos nos han traído los Reyes Magos la visita del presidente de México. En las redes sociales abundan imágenes de un Andrés Manuel, vestido a la “doctor Chapatin”, el escarnio y la burla están a la orden del día mientras que los posibles contendientes a elecciones populares aprovechan la oferta y la demanda, y el merecido descuento al IVA en la frontera. Pero dejemos la política y la frontera en manos de los que saben chorrear la pluma. Pasemos a nuestro puerto, miremos la visita de los turistas, los anglosajones se portan de maravilla; llegan consumen y dejan una derrama económica, los más ahorrativos son los europeos, quienes con tal de no consumir y no sacar sus dólares entran en los establecimientos y se ponen a hacer conferencias, de tres en tres usan las instalaciones como si fueran los dueños del mundo. Está genial que los mexicanos usemos sus apps, nos engolosinamos con los tenis, que a decir verdad nos duran un mes, y luego ya tienen más hambre que un perro callejero, a ver si ellos les pareciera que fuéramos a su país e hiciéramos lo mismo; ésos son sueños guajiros uno apenas sale de su casa al centro, recorre la ciudad que se cae a pedacitos, y gasta en bagatelas lo que gana en la semana. Solamente aquel que lee, se complementa en alma y espíritu, se atreve a viajar por el
occidente, se interna en la selva, se desvía hacia Roma, hace una parada en el Cairo, toma su maleta y viaja a Puebla, le da un beso en Bellas Artes a su amante, toma un autobús y siente la rabia de perder al hombre que ama. Las palabras te santifican, y sabes que una vida puede durar únicamente su nacimiento. Y que ser izquierdista duele , mientras tomas chocolate caliente en la colonia Roma. Ves a un niño que dice adiós con su manita, y vuelves al mundo real uno que veo a diario bajo el barandal acá en mi ciudad, en mi Ensenada. Tienes que bajar del autobús y ser un lugar común. Tienes que ver con coraje que no hay apoyos para los escritores locales, tragarte el orgullo y seguir adelante apoyando, aportando un granito de arena para que nuestras futuras generaciones se sientan orgullosas de pertenecer a un municipio lleno de cultura, con hombres y mujeres valiosos que nos dejan sus recuerdos, su legado. Enero 2019
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Pido a usted lector un minuto de silencio por aquellos que nos dejaron en el 2018, para dormir un sueño eterno: José Joaquín Martínez Torres, Kenji José Hirata Ruiz. Y un aplauso para los que con esfuerzo y valentía siguen en la lucha, Marta Aragón Rodríguez, Jesús Fuentes, David Salazar Miranda, Yolanda Victorio Cota, Lauro Acevedo. Seguiremos en la lucha, apuntalando cada rincón de esta basta tierra, repoblando de sueños y viajes así como lo hace en Tijuana el escritor, poeta y comunicador Pedro López Solís, con su proyecto de Libro Taxis; acá en Ensenada hay microbuses, y tu viaje puede durar hasta una hora para llegar a tu lugar de trabajo, hay que replicar ese proyecto. Las ideas están en el aire, las palabras, las Noticias, las historias y los aconteceres de la Baja California, tan sólo para que ustedes queridos escritores muestren a los lectores. Yo me sumo como lectora aquí, bajo el barandal, que da hacia el mar, donde imagino cada mañana una Ensenada con más oportunidades para los niños. Y mientras escuchó el agua correr, el aire soplar, moviendo mis cabellos, recuerdo mi más reciente lectura, y cito al poeta y novelista Herman Hesse en su libro El Lobo Estepario “oigo el aire soplar en la noche de invierno, hundo en la nieve mi ardiente garganta, y así voy llevando mi mísera alma al infierno.” Nos seguimos leyendo el próximo mes, que yo seguiré observando la vida a través de los ojos de Rebecca, el personaje más valiente y soñador de mis historias. Me despido no sin antes agradecer a dos grandes hombres, el honorable Doctor Rafael Chávez Montaño y el maestro Víctor Chávez Duarte.
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Mi punto de risa Libros importantes. Cuando empecé a leer, las historias que más me cautivaron fueron las de ciencia ficción, con Julio Verne. Más adelante fui conociendo otro tipo de géneros que también me iban gustando y que han venido marcando mi vida; digo esto último como un presente, a pesar de tener ya 43 años, porque aún sigo cambiando y aprendiendo a través de las lecturas, aunque no únicamente de ellas, porque los libros son los separadores de páginas de la vida. Hay cuatro libros que son significativos en mi vida. El primero que tuve, fue un regalo de mi padre y que me hizo dedicar mi vida a las matemáticas, se llamaba Curiosidades Matemáticas. El segundo lo leí a mi ingreso al movimiento Scout y fue el clásico de este grupo, El libro de las tierras vírgenes, el que leí en un principio en una versión infantil como lobato y más adelante en su versión completa. El tercero fue el primero que compré con mi propio ahorro, El Perfume, que podría decir fue el que me inició en la lectura consciente y “de adultos”; libro que sigue siendo mi favorito por las imágenes que se generan en mi cabeza y una lectura que disfruto mucho. El cuarto es uno que encontré por ahí en la casa, Bonampak, que me hizo pensar en las leyendas que se ocultan entre la selva maya y que hasta ahora ha mantenido mi interés en saber sobre esta cultura tan enigmática.
Del primer libro no tengo ya ni el nombre del autor, y borrosos en mi mente encuentro algunos acertijos de lógica de vez en cuando, pero me dejó de herencia una licenciatura y una maestría en Matemáticas. Del segundo tengo una curiosidad, de ahí nace mi nombre scout (Won-tolla) y la personalidad que marcó mi andar por la vida. Del tercero nace mi gusto por narrar historias que se acerquen a la crudeza de la realidad, vista desde la mirada de aquellos personajes que se encuentran en lo más bajo de la sociedad. Con el cuarto libro, encontré una fascinación por la cultura maya y sus historias escondidas en las ruinas arqueológicas que inundan una buena parte del continente americano. Claro, no son los únicos libros que he leído, por lo que hago una mención especial a Azazel: El demonio de dos centímetros, cuyo autor es un gran maestro de la ciencia ficción y la robótica. Una colección de relatos que Enero 2019
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me encantó desde saber que leería las aventuras de un demonio de dos centímetros, sumamente poderoso, que no tiene filtro moral y que, como demonio, siempre encontrará la manera de no cumplir las peticiones de una manera en que las personas queden contentas. Una mención súper especial merecen los libros de quinto de primaria, que marcaron mi vida una mañana de abril, bajo un inclemente sol, en medio de la plaza cívica de mi escuela; una mañana que los tuve media hora, como cristo crucificado, cargando en mis manos.
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La Niña TodoMePasa dice: La musa en rojo. Nunca he sido buena estudiante. Y en la Escuela de Escritores de Sogem, Coyoacán, no fui la excepción. Entré al Diplomado en Creación Literaria a los veintiséis años, una edad en la que interesan más otras cosas como son el sexo, el alcohol, y el sexo pasajero bajo los efectos del alcohol. En general le echaba ganitas al final del semestre para entregar las tareas y obtener buena calificación, pero hubo materias en las que a duras penas hice "acto de presencia estelar". Una de esas clases fue la del poeta Saúl Ibargoyen. Era tercer semestre y yo siempre andaba corriendo, tarde para todas partes, y ya ni recuerdo el verdadero motivo pues, hoy lo agradezco, la mayoría de mis recuerdos malos y buenos se perdieron entre nubes de tormenta que cumplieron su cometido de hacerme olvidar. No sé si aún trabajaba en casa corrigiendo libros de cierta editorial importante, y hace siglos se diluyó ese chico prescindible que usaba más maquillaje que yo. A la clase de Saúl siempre llegué tarde, no sé si porque andaba perdida con el noviecito de tres meses, o por la nube rosa con que trataba de ahuyentar mi depresión. Saúl era amable y siempre me permitió pasar. Lo que más recuerdo de él fue la comida de cumpleaños de una compañera. Me tocó sentarme a su lado en la mesa, y mientras yo brindaba sin preocupación por el porvenir, noté que Saúl bebía agua. ¿Solo agua? Le pregunté al respecto, y comenzó a platicarme de su lucha contra el
alcohol. En internet descubrí que incluso escribió una novela que a la fecha no he logrado encontrar. Lo que Saúl más recordó de mí fue el vestido que usé en la graduación: un precioso Ted Kenton que me costó seiscientos pesos y que un menso me arruinó. Días después el profesor me envió un correo con su poema "Musa en rojo", dedicado al seudónimo con que yo firmaba cuando aún no me gustaba mi nombre. Tras unas semanas me escribió para disculparse porque la editorial omitió la dedicatoria por error. Durante once años nos enviamos algún correo de vez en vez. También lo encontré en Facebook, pero dijo que prefería el correo electrónico porque los ojos no le daban para más. Era amable romántico, muy agradable, de esas personas que te hacen soñar cuando encadenan las palabras. De aquellos días recuerdo poco, pero a Saúl lo recuerdo porque él también me recordó. Si te gustó este artículo, no olvides compartirlo en tus redes sociales. Síguenos en la página de Facebook de TodoMePasa Ediciones. Twitter @todomepasa
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Incipit. Permanezcan a mi lado. When the night has come And the land is dark And the moon Is the only light we'll see Stand by me
Cada vez que inicia un año (al menos en el calendario Gregoriano) me toca cumplir años, así que comienzo a hacer un recuento de lo ya vivido y con gran alegría sé que llegarán a mí regalos que siempre son una maravillosa sorpresa, y para quienes me rodean les causa cierta angustia el que yo parezca una niña al ver que en cada onomástico recibo libros y más libros de obsequio y mi rostro es inmensamente feliz (sé que ellos quisieran ver qué otros objetos causan en mí ese placer). En este país la educación es un lujo y poseer libros lo es aún más —sé que eso no le agradará a los amantes de lo ajeno— porque estos objetos son bienes que tienen precios de alto costo y que son difíciles de adquirir. Recuerdo que cuando niña, mi tío Manolo era el que contaba con un librero muy bello y ahí guardaba grandes tesoros que tomaba cada tarde para recordar ciertos pasajes históricos o simplemente para aprender nuevas palabras; me decía: Uno nunca sabe cuándo podemos utilizar cierta palabra, así que es aconsejable aprenderlas, quererlas y compartirlas… Sí, quizá en aquel tiempo no lo comprendía del todo, pero debo confesar que me gustaba andar repitiendo palabras, más palabras, muchas palabras.
John Ruskin1 exponía en un tratado que en general, todos los libros pueden dividirse en dos clases: libros del momento y libros de todo momento; traigo esto a colación porque cuando inicia el año ya les tengo reservado un espacio a los libros que iré leyendo conforme van pasando las hojas del calendario, algunas personas lo ven pretencioso, otras en un sentido de estricto orden y yo, yo lo veo como esos libros que me van acompañando para comprender los días y que se encuentran cerca de aquellos otros que están en todo momento. Sí, soy de esas que traen en su bolso (aunque pese varios kilos) un libro siempre, así creo yo en cualquier espacio puede ponerse a leer, o bien, cuando sale de viaje, no importa que sea corto, llevo libros porque sé que esa compañía me hace bien, son esos compañeros que uno extraña y que mantienen un diálogo conmigo. Me han preguntado cuál es mi libro favorito, y no, no he podido dar respuesta, es que ¡Son tantos! Hay cosas que me gustan de unos, me encantan de otros y hasta e aquellos que no me atrapan, confieso que me gustan y me dicen quedito: ¡Hey no me olvides!, más 1. John Ruskin fue un crítico de arte del siglo XIX, él fue un apasionado de la producción cultural de la Edad Media.
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ellos no saben que lo que quiero es que ellos no me olviden, quiero que permanezcan a mi lado, verlos, sentirlos y oírlos susurrar; qué importa lo que dice Marie Kondo2. 3 En estos días leo el libro Su cuerpo y otras fiestas y me da por ir en el transporte público buscando la cara de los personajes que voy leyendo; sí, táchenme de un poco loca, qué más da, la vida es ese furor maniático por imaginar; no les ha pasado que cuando llegan a sus estantes, libreros, Kindle u otra plataforma donde guardan sus libros se preguntan ¿cuándo podrán leer todos los libros que tienen? NUNCA, y es que todos los días salen títulos nuevos, textos de autores que nos encantan y que queremos tener. Bioy Casares4 decía que el amor que le tenía a la vida se lo debía a su amor a los libros; coincido con él, creo que el tener contacto con los libros, vivirlos a través de la lectura es lo que me hace tener esperanza en la humanidad, porque si no la tuviera pienso que sería muy terrible la existencia. Con esto no quiero que se crea que menosprecio a aquellos que no tienen un vínculo con los libros o que no leen por nada del planeta, al contrario, les respeto porque ejercen su derecho a no llevar a cabo ese paseo por las palabras; leer al final de cuentas es un proceso de libertad desde su inicio, se lee por decisión personal, no habrá fuerza sobrehumana que obligue a lo contrario. ¿Quién los obligó a leer delatripa?
2. Marie Kondo es una consultora empresarial dedicada a la organización; ella opina que sólo debemos tener en casa alrededor de treinta libros. Pueden ver su reality show. 3. Machado, Carmen María. Su cuerpo y otras fiestas, Anagrama, España, 2018. 4. Adolfo Bioy Casares escribió literatura policial y fantástica; referente imprescindible de las letras argentinas.
Itasavi1@hotmail.com Facebook: Blanca Vázquez Twitter: @Blancartume Instagram: itasavi68
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Desvaríos de la freaky neurosis. Descubriéndome en los libros. Aprendí a leer desde los cuatro años. En ese tiempo no era obligatorio ir al kinder, como ahora. La diferencia de edad entre mi hermano y yo, es de trescientos sesenta y dos días; así que mi madre nos enseñó a leer al mismo tiempo. También nos inscribieron juntos a la primaria, cuando José cumplió seis y yo, cinco. Mi padre amaba los libros tanto como la música; así que tenía una enorme colección de libros, cassettes y discos. Mi padre también coleccionaba historietas. Era la época de las Novelas Inmortales, los Clásicos ilustrados, Clásicos infantiles, Fantomas, El Transas, John Barry, Novela Sentimental, Así soy y qué, Hermelinda Linda, Andanzas de Aniceto, Kalimán, Condorito, Mafalda, Conan el Bárbaro y hasta El Mil Chistes. A mi papá le encantaba llenar la casa de esas revistas y a nosotros, leerlas. De vez en cuando, mi papá nos compraba libros de cuentos con bellas ilustraciones, los cuales eran siempre motivo de alegría. A mi hermana mayor, que me lleva cuatro años, le obsequió un libro con cuentos de Hans Cristian Andersen. En otras ocasiones, mi padre nos regalaba audiocassetes con cuentos infantiles, los cuales amábamos. Cuando las historietas se terminaban, siempre tenía la opción de ir a meter las narices en la biblioteca paterna. Había dos volúmenes titulados Lecturas Clásicas para Niños, que contenían fragmentos de obras importantes como El Mio Cid, El Conde Lucanor, Don Quijote, Parsifal, El Rey Lear; al igual que algunas leyendas orientales y de otros países. Pasé mucho tiempo con ese par de libros. Había también un ejemplar sumamente interesante, sobre mitología
griega y romana. Era un libro con bellas ilustraciones y disfrutaba leer los mitos de Eco, Narciso, Medusa y Pigmalion. Sin embargo, de todos los libros que mi padre tenía, había uno por el cual sentía una extraña predilección: El Gran Libro de lo Asombroso e Inaudito. Era un volumen muy pesado y difícil de manejar, pero siempre encontraba la manera de acceder a él. Era el único libro que me producía una especie de horror, repulsión y al mismo tiempo atracción. Ahí leí por primera vez sobre la epidemia de peste bubónica en la Edad Media, el horror de los campos de concentración nazis, fenómenos extraños de la naturaleza, hundimiento del Titanic, la desaparición de la princesa Anastasia o los inicios de la criogenia. También sobre monstruos como el del Lago Ness, la hidra, el yeti, hombres lobo, vampiros, sirenas, duendes e incluso casos sin resolver como Jack el destripador o datos curiosos de algunos novelistas como Sir Arthur Conan Doyle, Oscar Wilde y hasta Edgar Allan Poe. Por éste último, sentí una especie de curiosidad hacia su obra; pero no
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pude conocerla hasta los doce años; cuando obtuve prestado el libro de Narraciones Extraordinarias en la Biblioteca Central. En verdad me parecieron extraordinarios sus relatos. Amé el libro y amé a Poe; desde antes y hasta ahora. Los libros me atraían demasiado. A los ocho años deseaba ser escritora. De alguna forma, siempre esperé que pasara y lo intenté muchísimo. No fue fácil. Tampoco fue fácil crecer amando los libros. La mayoría de los niños de mi edad, no se imaginaban lo que era dedicar gran parte de su tiempo a investigar sobre un tema o buscar en el diccionario los términos que desconocían. Siempre me sentí un bicho raro. Como si fuera más vieja de lo que aparentaba. Era una niña sumamente inteligente y dedicada. La primera de la clase, a quien todos recurrían para hacer preguntas; sobre todo en la secundaria. Mis primeras lecturas me marcaron profundamente. Aquellas que descubrí a través de historietas, como en el caso de las Novelas inmortales o Clásicos Ilustrados; produjeron tal impacto que hube de adquirirlos en la edad adulta para poder leerlos en sus versiones completas. Quizá también influyera que durante mi niñez, había muchos programas infantiles como: Érase que se era de Cachirulo, Cuenta con Sofía, y algunas caricaturas basadas en cuentos, donde cada episodio era una historia diferente. Parece locura, pero yo veo a los libros como amigos anhelando nuestro encuentro. Amigos con quienes podemos reír o llorar; pero sobre todo, reflexionar. Amigos fieles, dispuestos a contarnos un secreto. Incondicionales, perfectos, que pueden evolucionar con nosotros. Hay libros a los cuales regreso. Es inevitable volver a ellos. Y cada vez la historia parece transformarse, al igual que mi vida, al igual que las etapas por las cuales atravieso. A veces recuerdo lo olvidado, a veces encuentro cosas nuevas. Pero siempre están ahí, esperando el momento adecuado para hablarnos. Para descubrir quiénes somos a través de ellos.
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Nos vemos en el slam. Y la siguiente escena se graba en... Yucatàn. Hace unos días me reuní con un par de amigos escritores en un café del centro histórico de la ciudad de Mérida. Entre lo que esperaba su llegada y luego ocurría nuestra junta de trabajo enfocada al intento crear un taller literario, al lugar arribaron un grupo de jóvenes oriundos de Tabasco, quienes se encontraban en Yucatán para grabar una película de terror. Su presencia en el café fue con el objetivo de hacer una transmisión en vivo e invitar al público en general a participar en la producción como actores secundarios que se necesitaban para unas escenas en una hacienda yucateca, de esas que no sirven como sede de boda costosa, pero su aspecto fúnebre, derruido y misterioso le permite ser una excelente locación para los sustos cinematográficos. La iniciativa de los jóvenes cineastas de pensar o encontrar en Yucatán el espacio idóneo para lo descrito en su guion, es otra muestra de que en esta entidad del sureste mexicano es una gigantesca locación de cine que no se debe desaprovechar y en las arcas del gobierno debe existir un presupuesto destinado siempre a este tipo de labor artística. No es novedad una producción cinematográfica en territorio yucateco. Por ejemplo, en las calles de Puerto Progreso se grabó en 2008 “Lake Tahoe” del director mexicano Fernando Eimbcke; para la cinta “Song to Song” se filmaron escenas en el municipio de Izamal en 2012 con el protagonista de Ryan Gosling; y si nos vamos un poco más atrás sin salir de la era “a color” esta película “La Casta Divina”, hecha 1977 por el director Julián Pastor que centra su historia en la hacienda Yaxcopoil del municipio de Umán, pero también podemos notar la antigua prisión y el Salón de la Historia del Palacio de Gobierno. ¡Aclaró! Dicho trío solo es un ejemplo, no lo consideró lo más importante o lo único. Yucatán desde la época en “blanco y Enero 2019
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negro”, quizás hasta en la “muda”, tiene presencia en el cine con protagonismo en toda la cinta o escenas secundarias. Lo importante es que el interés por grabar en el estado no se pierda o se estanque por falta de un apoyo gubernamental, quizás el mínimo, en dado momento ni siquiera económico, con solo asegurar el hospedaje, la seguridad y facilidades para usar locaciones sin que afecten a terceros. Actualmente, en un panorama local, hay jóvenes y no tan jóvenes haciendo realidad el sueño de la producción cinematográfica, algunos también ofrecen alternativas de proyección con un circuito de cortometrajes o logran abrir espacios para poder ver películas de reconocidos directores. Desde hace unos días inició la planeación del Plan Estatal de Desarrollo del actual gobierno yucateco, sé que en la parte cultura hubo reuniones con promotores y creadores, ojalá en sus discusiones esté presente el cine, particularmente en el apoyo de jóvenes cineastas locales o de otras entidades que a pesar de limitada producción en cuanto equipos o cuerpo actoral, tengan en guion una buena película y el ánimo de llevarla a la pantalla como la ven en sus imaginarios. Además, ver zonas de Yucatán, ya sean coloniales, naturales, urbanas, rurales o arqueológicas, en cine siempre va a causar más la curiosidad “de conocer” que lo que pueden provocar videos promocionales en materia turística (carísimos) en donde sale gente disfrazada de mayas de la época cuando se le temía a Kukulcán o con un fondo musical cumbiero o popero que al terminar de verse la pregunta es ¿Quién canta? Y no ¿Dónde es?
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