Deseos peligrosos

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Deseos peligrosos Martín Ibarra Ceja Para José Emilio Pacheco Todavía recuerdo el día que salí de mi casa por última vez… válgame dios. Llegué a Sahuayo el día de ayer, venía de Nueva Italia en donde había cerrado otra venta más para el señor Ochoa, quien aparte de ser mi jefe es un malagradecido de primera. Se convirtió en uno de los empresarios más prominentes en Guadalajara gracias a la reventa de tractores. No logró embaucar a tantos campesinos sólo bajo el lema: “Modernizando el campo a bajos costos”, sino gracias a mí que podía venderles vieja maquinaria de la John Deer por encima de lo que costaría nueva. Con modestia confieso que tengo facilidad de palabra. Gracias a que soy muy puntual para mi trabajo y porque no me gusta quedarme en un lugar por mucho tiempo, cuando viajé logré cerrar, en menos de un día, un trato con un empresario agrícola llamado Carmelo de la Cruz. Me hubiera regresado a Guadalajara inmediatamente de no ser porque él me invitó a tomarnos una copa para celebrar. Llegamos a su hacienda tras un rato de conducir por una brecha. El día era cálido y tranquilo en medio de aquella inmensa huerta. Bebimos y comimos toda la tarde. Don Carmelo me presentó a su esposa e hijo, a quien se refería como el futuro magnate agrícola, cuando él se retirara, y dueño de un emporio industrial de cuya historia me daba crédito por venderle los primeros tractores de una supuesta flotilla. No fue la incomodidad de dichos honores lo que me forzó a irme de una manera tan abrupta, sino lo que dijo uno de los socios de don Carmelo que llegó con la noticia de varios pueblos que se habían armado para darle solución al problema del narcotráfico y se hacían llamar “autodefensas”. Aunque me dijeron que aquellos pueblos estaban retirados, no me agradaba la idea de quedarme en medio de una posible guerra civil. Me despedí del señor De la Cruz, de su esposa, del futuro magnate y del resto de los presentes y me dirigí a la central camionera. Perdí casi todo el día en aquella celebración y cuando llegué a la central no pude abordar ningún autobús a Jalisco. Presa de un pánico, que ahora no logro explicarme, compré un boleto en el único autobús que salía de Michoacán y emprendí la huida a Colima. Cuando llegué tomé un taxi y fui al centro a buscar algún hotel barato donde quedarme, ya que esta escala no estaba incluida en los 1


viáticos que me dio el señor Ochoa. Con vertí a la negociación en un arte del cual sacó muchos beneficios y me lo agradecía con la miseria de sueldo que me pagaba. Caminé un rato por ahí y finalmente encontré un hotelucho a un par de cuadras más abajo del centro histórico. Cuando entré en el lugar el señor que atendía la recepción me dijo que sólo podía alquilarme un cuarto por tres días, por más que le insistí a aquel viejo que me iría en la mañana terminé aceptando el trato. Confieso que una vez en mi cuarto, el cual era lo más austero posible, me ganó la risa: yo el gran agente de ventas había recibido una cucharada de mi propia medicina. Al final la idea de tomarme un descanso en un lugar tranquilo me pareció más que justa, llamé al señor Ochoa por teléfono, le conté lo ocurrido y dónde me encontraba; él sólo me pidió presentarme en la oficina el lunes. Salí al centro y me paseé por el jardín hasta que el ardor en la panza me recordó lo tarde que era. Comí una torta al vapor en los portales. Antes de irme le pregunté al tortero si había algo interesante que hacer la ciudad en estos días, él me recomendó un lugar barato para cenar y pasar la velada allá por la calle Torres Quintero. Como a eso de las 8:30p.m. salí nuevamente de mi habitación rumbo al lugar que me había recomendado don Polo, como supe luego que se llamaba el tortero. Caminé unos cuantos metros calle abajo y ahí lo encontré, aquel club social se llamaba “Churruca”. De no ser por el letrero de neón rojo, no se distinguiría de aquella pared continua y homogénea que eran los edificios de esa calle. Enfrente, del otro lado de la calle había una placa la cual contaba la estadía del cura Hidalgo en ese lugar. El lugar era inmenso. Al entrar había una sala con sillones de piel en color café al lado izquierdo y del derecho una barra atendida por un cantinero de calvicie naciente, vestido de negro con chaleco y moño rojo. Pasé a la siguiente sección por una puerta de madera tallada. Era el restaurante y doblaba y doblaba en dimensiones al recibidor de la entrada. El aroma era delicioso y postergué el aventurarme hacia la tercera puerta. Me acerqué al capitán que se encontraba de pie frente a su podio anotando algo en un libro negro y le pedí una mesa. Él me preguntó si venía con alguien más, a lo cual contesté que no, entonces revisó en su grueso libro y tas un instante me dijo que una pareja había solicitado una mesa compartida y si tenía alguna molestia en unírmeles. A pesar de nunca oír en mi vida el término “mesa compartida” dije que no y me pidió que los siguiera. Él me guio por las mesas repletas de comensales hasta donde cenaba un matrimonio mayor, como entre sus cincuentas. 2


Eran blancos, de cabellos rubios canos y se les notaba a leguas que eran extranjeros. El capitán nos presentó, ellos eran los Von Shaftwerr. Tomé asiento y casi de manera instantánea apareció un mesero quien me preguntaba qué deseaba mientras me ofrecía sugerencias. Ordené carne de conejo a recomendación del amigable hombre alemán que tenía por un lado. La cena trascurrió entre pláticas y anécdotas. Quise hacer alarde del poco alemán que sabía, el cual había aprendido tras unas negociaciones que tuve en Guadalajara, pero la primera vez que me dirigí al hombre por herr él me contestó en español decente que “estábamos en México y podía decirle don, o Bastian a secas”, a lo cual respondí si frau Von Shaftwerr preferiría que la llamara doña. Confieso que temí por cómo reaccionarían pero conseguí romper el hielo y los dos rieron. –Britta –dijo ella–. No volví a sentirme en apuros hasta que don Bastian me preguntó si sabía el significado u origen del nombre del establecimiento. En mi vida había oído mentar la palabra “churruca”, peo ¿qué posibilidad hay que uno vacacionistas alemanes sepan más de cultura mexicana que yo? Use mi facilidad de palabra e inventé una historia apócrifa de la guerra de independencia la cual Bastian y Britta oyeron fascinados. Nos despedimos cuando el mesero trajo las cuentas y ellos me informaron sus planes de volver la noche siguiente. Se levantaron para retirarse y los despedí con un auf wiedersehen. Fue justo en el momento cuando se iban que la vi a ella por primera vez. Era la muchacha más guapa que había visto jamás. Su piel era blanca y su melena rizada era de un rojo intenso. También en ese preciso momento me inició una comezón en el dedo donde tenía la argolla. Razoné conmigo mismo sobre lo imposible e indebido de aquellos pensamientos y mejor me enfoqué en descubrir lo que ocultaba la puerta de ébano y cristal cortado. Era un salón de baile casi tan grande como el restaurante. Estuve ahí un par de horas sentado en una de las sillas que recorrían en fila tres de las paredes del lugar y se detenían antes de toparse con el escenario. Sobre él tocaba una banda vestida de conjunto negro y saco blanco cuyos integrantes se movían entre todos los instrumentos que pudiera ponerse sobre un entarimado. En el tiempo que estuve ahí tocaron todos los géneros posibles, de cualquier época y en cualquier idioma. Con cada cambio de canción y estilo se daba uno de danzantes. En mi vida llegué a oír al más clásico jazz seguido por algún éxito del género norteño y cerrar con lo más movido de la electrónica. Soy un amante de la música en general y ese lugar era como el mítico Vaes dothrak

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donde los de caché convivían en armonía con los de bota y sombrero y estos con los jóvenes modernos. A la noche del siguiente día regresé al Churruca. Pasé a la sección del restaurante y estuve parado un rato buscando con la vista entre las mesas. Vi a los Von Shaftwerr, pero no me apeteció cenar con ellos. En el lugar miré a personas de varias etnias, mexicanos y extranjeros compartiendo la mesa como si nada. Estuve a punto de pedir una mesa solo cuando encontré aquella melena roja resaltando entre el mar de gente. Le pregunté al capitán mientras señalaba la mesa si aquella familia había solicitado una mesa compartida. Buscó en su libro y con una sonrisa dijo que sí. Me llevó con ellos y nos presentó; el padre, un hombre como de cuarenta, de pelo castaño y piel bronceada se llamaba Roberto Chapman; su esposa, una mujer bella de cabello rojo y piel blanca se llamaba Margaery y al final su hija, se llamaba Isabella, una muchacha de 17 años, con una voz dulce y con unos ojos… sus ojos, sus ojos eran azules como los de su madre, pero en el iris izquierdo tenía una gran mancha café lo cual daba la ilusión de tener ojos de diferente color, como los de un gato. El señor Chapman me contó con un marcado acento ibérico que eran ingleses, aunque él descendía de españoles y se encontraban en Colima rumbo a Querétaro por motivos de trabajo. A diferencia de su padre, Isabella hablaba con suavidad y sin acento alguno. Cuando acabamos de cenar me di mis mañas para convencerlos de ir al salón y bailar un rato. Bailé con una chica de local para disimular mis intenciones, luego con la señora Chapman cuando Roberto sacó a Isabella a bailar algo más moderno. Ella era encantadoramente tímida, se la había pasado viéndonos bailar, pero no había pasado por alto que me miró de manera fija por un buen rato. –Usted es un buen bailarín. –me dijo Margaery en inglés. Le agradecí el cumplido y me sorprendió lo que me dijo a continuación. –Le gustaría bailar con Isabella? –Si no le molesta a usted y a Roberto, con todo gusto. – dije en el mejor inglés que pude. Terminamos de bailar y ella se dirigió a donde su esposo bailaba con su hija. Noté mi argolla y me la quité lo más disimulado posible. Margaery le susurró algo al oído Roberto y luego le dijo otra cosa a Isabella mientras me señalaba. Aunque él y ella sonreían me entraron los nervios, al final Isabella me lanzó la más bella sonrisa que he visto. El corazón me latía de manera agitada en el pecho a medida que se acercaba. Traté de disimular mi ansiedad y volteé a donde se encontraba la multidisciplinaria agrupación la cual cambiaba de instrumentos. La suave melodía del oboe inundó lentamente el lugar a medida que ella se acercaba a mí. Lo supe en cuanto oí la canción, 4


era el Danzón número 2, de Arturo Márquez, la misma pieza que bailé con mi esposa en nuestra primera salida a un salón de baile allá en Guadalajara. Aquél recuerdo me pareció de una manera muy triste tan lejano, pero la sensación era la misma. Cuando llegó a donde estaba le pregunté si sabía bailar danzón. –No. –me contestó con una sonrisa. La negativa que más he anhelado escuchar. Le di unas rápidas instrucciones, tomé una de sus manos y coloqué la otra sobre mi hombro. Comenzamos a movernos con el inicio de los violines. Pasos de prueba. Aceleramos cuando lo hicieron las cuerdas y en el momento en que irrumpen todos los instrumentos estábamos en el a misma frecuencia, conectados mediante la mirada. Cuando el oboe calmó el ritmo reímos con complicidad. De ahí en adelante fueron los mejores diez minutos de mi vida. En cada pico y descenso en el ritmo viví una historia de pasión distinta. El salón se redujo a nosotros dos. La entregué a su padre al terminar la canción, no quería levantar sospechas. – ¡Macho, que deberías daros lecciones! –me dijo Roberto cuando llegamos a donde estaba él. Bailé con otras muchachas antes de volver con ella, incluso con su padre, lo que desató la risa de Isabella, pero todo el tiempo sabía que sus ojos, sus hipnóticos ojos dispares me miraban. La velada pasó y antes de retirarnos acordamos encontrarnos otra vez la noche siguiente para despedirnos antes de partir cada quien a su destino. Feliz me dirigí a la barra y ordené un vaso con whisky y agua mineral, de verdad el lugar era tan increíblemente barato como había dicho don Polo. Me coloqué la argolla y bebí mi trago. Note que el cantinero vio cuando saqué el gastado anillo del bolsillo y lo ponía en mi dedo. Él sólo dijo con una sonrisa acusatoria: –Parece que se divirtió esta noche, señor. –y siguió limpiando una copa. A la noche siguiente llegué al Churrucas, me quité mi argolla, me encontré con Isabella y sus padres, conversamos, se aparecieron los Von Shaftwerr y se los presenté a los Chapman. Los seis pasamos un rato a la mesa, cenamos y luego fuimos a bailar. Logré conseguir un momento a solas con Isabella ya entrada la noche. Fuimos a la sala de la entrada. Traté de buscar las palabras indicadas para la situación que ella y yo sabíamos cuan complicada era. Entonces Isabella habló primero: –No quiero irme a Querétaro. –¿Por qué? –pregunté sólo por la masoquista razón de comprobar si su respuesta era la que yo creía. –Quiero estar contigo. –y lo fue. –No quieres eso.

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–¿No quieres estar conmigo? –preguntó con una muy notoria tristeza en el rostro. No podía dejar de verla, su vestido estampado, el listón azul que rodeaba su cintura, el naranja que se perdía en se pelo rojo, su tez perlada, su ojo azul y su ojo casi café. Todo en ella me invitaba a gritos decirle: Sí, quisiera pasar la eternidad contigo. –Tú quieres lo mismo que yo, vivir este momento para siempre, nada más. Sus ojos se humedecieron, si estaba actuando era la mejor interpretación de tristeza que haya visto. ¿Por qué dije eso? Quería anular mis palabras y decirle que la amaba, pero no lo hice. Metí mi mano en el bolsillo de mi saco y sentí mi argolla de matrimonio ahí. Katy, pobre Katy, siempre solo, preocupada por un esposo que está solo y lejos siempre. -Tal vez, –dije. – nos topemos en el futuro y si nos reconocemos podamos revivir estos días con una amena charla y un café. –Tal vez. –dijo mientras se secaba las incipientes lágrimas y esbozaba una sonrisa. –Además, tengo cuarenta y tres años, se me cae el pelo cada vez más, ya casi no me quedan cualidades positivas. –Sabes bailar. –me interrumpió. Reímos con complicidad por última vez. –Bueno, ¿Quieres una última pieza para despedirnos? –ella sólo asintió con la más bella sonrisa en su rostro. Regresamos al salón y bailamos al compás de la banda sinfónica del Churrucas que tocó con divino oportunismo Shake it out, una bella canción para ponerle punto final a esta historia. Y se fue. Fui a la barra y no ordené nada, sólo saqué mi argolla, me la puse otra vez y la miré por un largo rato en silencio. No recuerdo si el cantinero estaba ahí pero, de repente puso un vaso con whisky frente a mí. Le di las gracias y saqué mi cartera para pagarlo, él dijo: “Va por la casa”. No pude evitar ver aquella fotografía, vieja y gastada que tenía doblada en mi cartera. La saqué y vi a Katy retratada en ella. Le di la vuelta y leí aquella dedicatoria casi borrada por el tiempo: “Para Luis, para que nunca olvides que no importa cuán solo estés, siempre me tendrás a mí. Katy.” –Parece que tiene un dilema, señor. –dijo el cantinero. –Estuve a punto de echar a la basura casi 20 años de mi vida tan solo por dos días muy extraños.

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–Aquí en Colima siempre suceden cosas fuera de lo común, señor, pero, si me permite adivinar, hubiera querido que esos dos días duraran para siempre. –Todo lo contrario. Desearía que nunca hubieran ocurrido, jamás haberla conocido. Así no tendría los recuerdos que ahora tengo y que me harán cuestionarme si valió la pena luchar por lo que tengo o si era mejor flaquear ante la tentación. –Cuidado con lo que desea, señor, pudiera hacerse realidad. Bebí de un sorbo el whisky y salí del local con la idea fija de ir directo al hotel, preparar mis maletas y esperar a la mañana para regresarme a Guadalajara, a mi vida… y dejarla una vez más para engañar a pobres incautos a nombre de un cerdo codicioso. Al atravesar la puerta un terror me invadió. Salí a otro mundo. Los portales se veían nuevos, habían desaparecido algunos edificios modernos y resurgieron de sus escombros los más antiguos. Di uno pasos hacia la calle y un carro a caballos casi me atropelló. La placa donde se presumía la estadía del cura Hidalgo ya no estaba donde la recordaba. La gente vestía con ropa típica de la región, de esa que se ve en los anuncios culturales; ropa de manta, cintos de tela roja, huaraches, vestidos floreados y sombreros de palma. Un grupo más pequeño vestido con fracs negros y ostentosos vestidos de noche daban vueltas a lo largo del jardín, se detuvieron cuando notaron mi presencia la cual parecía que les extrañaba. Al borde de la histeria le pregunté a un arriero que guiaba a un par de mulas en el frescor de la noche qué día era. –Es el 17 de marzo, patrón. –De qué año. –pregunté al borde del grito. –De 1914, patrón. –y siguió su camino.

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