Textos fugados - Antología

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ANTOLOGIA

Textos Fugados


Textos Fugados / Daniel Eduardo Frini ... [et al.] ; compilado por Daniel Eduardo Frini. - 1a ed . - Villa Ballester : Daniel Eduardo Frini, 2017. 120 p. ; 22 x 15 cm. ISBN 978-987-42-3788-0 1. Antología de Textos. I. Frini, Daniel Eduardo II. Frini, Daniel Eduardo, comp. CDD A863

Primera Edición: abril de 2017 Tirada: 200 ejemplares © de los textos: Alberto Fiszbejn, Amalia Fuino, Claudia Bursuk, Cristina Ramognino, Daniel Frini, Juliana Córdoba, Loreto Di Mascio, Lourdes Ramognino, Norberto Ramazotti, Rubén Sardas. © de esta edición: Daniel Frini Compilador. © de la imagen de portada: Claudia Bursuk. Reproducción de Sopa de Inmigrantes, Acrílico con textura 70x100 (Seleccionado Salón de Pintura de La Boca 2016) Arte de tapa: Eduardo Pagliano Diseño y maquetación: Eduardo Pagliano Edición:Eppursimuove Ediciones Este libro no puede ser reproducido, ni total ni parcialmente, ni incorporado a un sistema informático, ni transmitido en cualquier forma o cualquier medio, sea mecánico, electrónico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo y por escrito de los titulares en copyright. ISBN 978-987-42-3788-0 Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723 Impreso en la Argentina Printed in Argentina.


A nosotros mismos, por permitirnos jugar con ideales, sueĂąos y convicciones. Al amor que hay en cada uno de nosotros por esta actividad de compartir escribiendo. A nuestras familias.


Agradecimientos Quienes publicamos en esta Antología agradecemos a la Secretaría de Cultura de la Municipalidad de General San Martín; que, en su espacio San Martín Lee, dio cabida a este Laboratorio Literario que nos reunió; a Andrea Felsenthal por su gestión y su apoyo; a Librería Garabombo, por cedernos su espacio para las reuniones de los jueves, (¡Y muy especialmente a Ángela y a Claudia, por tanto cariño!) y a todos quienes alguna vez nos acompañaron y nos regalaron la lectura de sus textos.


Alberto Fiszbejn


Nació en San Nicolás de los Arroyos, Buenos Aires, Argentina, en 1953 y reside en San Andrés, Buenos Aires. Es Psicólogo clínico, Terapeuta Familiar, Profesor de Postgrado de Terapia Familiar. Escribe cuentos, relatos, microficciones y poesías. Obtuvo la Primera Mención en el Concurso Rodolfo Walsh (2016, San Martín, Argentina). Publicó relatos y poesías en “Antología Rodolfo Walsh” (2016, Municipalidad de San Martín). Fue seleccionado para publicar antología “Mujer Fuego”. Participa en el Laboratorio Literario San Martín Lee desde 2015. fiszbejn@gmail.com


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Al otro lado de la calle Buenos Aires, década del ´70. Queríamos cambiar el mundo; hacerlo más justo, solidario, equitativo. Fue una gran epopeya, realizada por jóvenes de carne y hueso. En la cual, nos jugábamos el pellejo, aunque quizás, no tuvimos conciencia completa de ello. Salimos de madrugada con un frio tremendo. La cabeza colmada de incógnitas, los músculos sin dormir, el miedo era el sentimiento ganador. Los bolsos llenos de volantes que apoyaban una lista combativa y la defensa del movimiento obrero. Nos dirigíamos por avenida Vélez Sarfield, en colectivo, hacia el sur. La misión era bancar, desde afuera, a un grupo de compañeros delegados en una fábrica. Había que pelearle el liderazgo a la burocracia sindical. Camuflados entre los trabajadores, a medida que iban entrando, les entregábamos un volante en el que se analizaba la coyuntura política, y convocábamos a la lucha por los derechos conquistados, que en ese momento intentaban robarnos. Acusábamos al sindicato de venderse a la patronal. Teníamos un «control», por si las moscas, en un bar de la avenida, a unas quince cuadras del lugar. Fuimos muchos compañeros, algunos nos conocimos en esa acción. De pronto, se oyeron gritos, algunos tiros y empezaron las escaramuzas. Corrí y escuché que agarraron a un par de pibes. Paré, para ver, y regresé. A mitad de cuadra, en medio de una masa de gente te vi. Te tenían agarrado de los pelos, de los brazos y te llevaban para adentro de la fábrica. Corrí hasta la esquina. Yo, tu hermano mayor, corría para salvarte, cagarlos a patadas, cagarlos a trompadas. Qué sé yo. Todo sucedía en cámara lenta. Al llegar a la bocacalle, uno de ellos, saca un chumbo, se pone por delante tuyo, y haciéndome la seña de «Vení, acercáte si sos macho», me apuntó a matar. Me frené. Tomé conciencia de que iba solo y desarmado. Quedé congelado. El corazón partido al medio. Y no te vi más, hermano. Un grupo de ellos me persiguió. Corrí, otra vez. Sentí taquicardia, desconsuelo. Desconsuelo, taquicardia. Los despisté y llegué al control. 11


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Conté lo sucedido, a pesar de sentirme como si me hubiera arrollado un tren. Nos estábamos comunicando con los abogados, pasándoles los datos de filiación: nombre y apellido, edad, documento…y te apareciste sonriendo, como siempre. —¡Cheee! ¡Qué descontrol! —dijiste. Te miramos con la boca abierta. —Muchachos, ¿qué les pasa? Se descuidaron, hui y zafé.

Jujuy profundo Restaurant en Tilcara, Jujuy. Cenábamos, mi señora y yo, luego de un largo día de caminatas por la zona. Nos atendió, con muy buenos modos, una moza del lugar, recomendándonos un par de platos y una limonada en jarra. El televisor encendido. TN Noticias en un largo informe sobre Milagro Sala. Entrevista al fiscal, y toda la información sobre el dictamen de la ONU, tergiversada por completo. Después de traernos los platos sugeridos, la moza nos preguntó si estábamos de vacaciones, dónde nos alojábamos, si era la primer visita, si disfrutamos, si habíamos ido a tal o cual lado. El lugar era muy acogedor, lleno de cuadros y estatuillas de un artista jujeño. Solo una familia, que ya terminaba de comer, y nosotros estábamos presentes. Al entrar en confianza, le preguntamos cómo un restaurante tan lindo tenía tan poca gente. Nos respondió que estaba lejos de la plaza principal. Le dijimos que con el gobierno que teníamos, era muy difícil para muchos, tomar vacaciones. Puso cara de no estar de acuerdo. Y dijo —Hay que esperar. Es difícil que las cosas estén bien, con la herencia que dejó el otro gobierno. —¿En qué sentido? —Y, que se chorearon todo. Los millones que se llevó López… —En todos los gobiernos hay corrupción, y hay acusaciones, de las que no hay pruebas, entre ellas, las que se le hacen a Cristina. Lo que sí sabemos es que Macri sí se llevó cualquier cantidad de dinero fuera del país y jamás pagó impuestos por ello. ¿Oyó hablar de los Panamá Papers? ¿De los contratos del gobierno con Caputo 12


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y Calcaterra? Un largo silencio. —Y… decían que Menem era un guerrillero. —Eso fue mucho tiempo atrás, antes de que fuera presidente. Y con sus políticas destruyera todo lo que había de industria en el país. ¿Y de Milagro Sala presa, qué piensa? —Hoy vi en Facebook lo de la ONU. Una barbaridad. No saben quién es ella. Es una ladrona, una asesina. —No hay una sola prueba que la incrimine, por eso la ONU la defiende. —A una anciana que tenía ovejas, le quería sacar todas las ovejas. Y yo la conozco, pobrecita. Dicen que hasta el campito le querían sacar. Y al que no estaba de acuerdo con ella, lo mandaba a matar. Es una asesina. Y le dijeron, y me dijeron. Cómo ella, una hija del lugar, puede estar identificada con el discurso de los blancos dominadores. ─¿Sabe que al intendente de Tilcara, que era radical; cuando Macri cerró su campaña en Humahuaca, no lo dejaron entrar al grupo de bienvenida, porque lo vieron de piel oscura? Mente de la moza: Soy descendiente de aborigen, pero ya pasaron muchas generaciones. Antes la vida y el desarrollo, eran en grupos. ¿De qué puedo estar orgullosa, de ser india? ¿De ser tan pobre, que seguro no voy a poder llegar a nada? Mejor es mezclarse, ser como ellos. No me importa lo que está pasando afuera. Acá todos se conocen, sabemos todo de todos. Soy blanca, soy indígena, soy una mezcla. Soy… ¿Qué soy? Afuera hay una lucha y yo quiero estar tranquila. Y si no, mira lo que le pasa a esa, la Milagro. Mira cómo terminó. La lucha por sus derechos, la convirtió en asesina. Por qué dudar de la televisión, de la radio, los diarios o los 13


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periodistas. Hago lo mío, tengo mi propio proyecto. Siempre fue así, y nadie lo va a cambiar. ¿Quiénes son éstos tipos, que me vienen a cuestionar? La vida ya no es grupal. ¿Mi ser es grupal, o es individual? Soy emprendedora. Independiente. Tengo mis propias ideas. Yo me salvo sola.

Nací y crecí en Villa La Rana Nací y crecí en Villa La Rana. Hasta hace poquito tiempo, tenía unas changas. Hacía pan dulce por las noches. Me tenían en negro. De vez en cuando, me llamaban para hacer de albañil, levantar paredes y revocarlas. Nada especial. Así, iba saltando de un trabajo al otro. De golpe, me dieron el raje en la fábrica. Pan amargo, pensé. Hacía rato que no me llamaban para un arreglo siquiera. Dejé el colegio, de chico, para trabajar. Mi viejo se fue cuando todavía no había nacido. Mamá, tenía que sostener cinco hermanos más. Así, cuando tenía algo de guita, la ayudaba como podía. La cosa se empezó a poner difícil, no aparecía nada, pero nada de nada. Entiéndanme. Daba vueltas de aquí para allá, preguntaba en todos lados. Me desesperé. Y claro, me vieron así los grandes del barrio, esos tipos que yo conocía, pero que no trataba, porque siempre busqué el camino sano. Yo sabía en qué andaban ellos, los veía desde chico cuando se endrogaban y siempre andaban tramando cosas. A veces estaban cargando plasmas, que trataban de vender por unos pesos entre los vecinos. Mi cara me vendía. La angustia y la necesidad que tenía se podían oler a distancia. Cuando me vieron así, se me acercaron… Me dijeron que si podía darles una mano, en un trabajito que tenían que hacer. Me iban a dar quinientos pesos. Dijeron que el trabajo era una boludez. Enseguida les creí. Lo que no podía creer, es que me fueran a dar quinientos pesos, por menos de dos horas. —Mira, vos quedate piola. Lo único que tenés que hacer 14


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es manejar. —¿Estás seguro? —Sí, flaco. Es trabajo fácil. No hay riesgo. Salimos bien temprano. Por lo menos dos andaban calzados; y el otro, no sé. Afanaron un Volkswagen Golf, con caja automática, que yo en mi puta vida, supe manejar, y mientras yo puteaba por eso, ellos me puteaban a mí. De pelotudo, me trataban. Puteada va, puteada viene, más o menos, lo dominé al Golf de mierda ese. Llegamos a una casa y un jetón que estaba puesto, como decían ellos, iba saliendo con su auto. —Vos esperá con el auto en marcha. No apagues el motor. Se bajaron los tres. Fueron a encararlo. El jetón se dio cuenta de que pasaba algo y, no sé de dónde, sacó un arma. Ellos pelaron las suyas y se armó un quilombo bárbaro. Al jetón lo hirieron, pero mató a uno. Al otro lo hirió. El desarmado, vino corriendo hacia el Golf. De los nervios, solté el freno y nos hicimos concha contra el auto de adelante. Ahí, nos cayeron unos tipos que nos entraron a dar como en bolsa, no veíamos nada, nos sacaron a lo bestia y nos molieron a patadas, nos gritaban —¡Hijos de puta! ¡Los vamos a matar! No sé qué pasó después. Me desperté en el hospital esposado, todo dolorido. Estaba vendado como una momia, escuchaba ruidos que venían desde afuera, pero no podía oír bien. Fue cuando vino mi vieja, llorando como la Chilindrina. Alcancé a decirle: —No llore así mamá. Ya voy a estar bien. —No lloro por eso —contestó, llorando a hipadas. —¿Y, por qué llora, vieja? —Porque dicen, que cuando te pongas bien, te van a linchar. —Yo solo quería un trabajo. ¿Ahora quién me va a dar uno?

Pequeña Te vi nacer y no me percaté. Pensé que eras pequeña, y fuiste el engendro que me mató. Sin embargo, Traición, ¡No te olvido! 15


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Tesorito Nos enganchamos un domingo, en una quinta de Castelar, a la que nos habían invitado un grupo de chicas que conocimos en un baile que había convocado el sector progresista de la colectividad judía argentina. Eras petisa, asmática y muy resuelta a todo. Contigo se terminaron las relaciones contemplativas, no me encandilaban tus ojos, sino ese despliegue raro de sensualidad envolvente. Nos presentó Susana, tu prima y reciente novia de Gerardo, mi mejor amigo. Ese mismo día ya no nos despegamos; y, que yo recuerde, no hubo declaración alguna. Simplemente, empezamos a salir y tuvimos un metejón que duró tres años. Yo era muy romántico. Me encantaba escuchar y cantar todo tipo de música, pero sobre todo boleros del Trío Los Panchos, Tito Rodriguez, y canciones melódicas del folklore nacional y de campamentos. Compartíamos libros y long plays, que nos regalábamos con frecuencia. Poníamos, en tu tocadiscos, rock and roll, Los Beatles, Johnny Rivers, Credence. Y bailábamos, juntitos, con los boleros de Luigi Tenco; Ho capito che ti amo, de Salvatore Adamo. A Mis manos en tu cintura, Yo te ofrezco te las cantaba, susurrándote al oído; y a vos, eso te derretía. Y luego, Joan Manuel Serrat. Te gustaba andar a la moda, y tu madre te hacía ropa a medida. Fuiste la primera en usar hot pants y botas largas. Tengo el recuerdo, imborrable, de cómo me cagaron a trompadas cuando fuimos solos a bailar a Zodíaco. Y vos, con boina roja, remera ajustada roja, hot pants, medias tipo red, y botas largas negras, haciendo juego. Hubieras infartado al más indolente. Pero qué placer especial daba el saber que era yo el que volvía con la minita que todos deseaban. Y, por supuesto, subíamos a tu habitación y comíamos el postre. Siempre estuve impresionado por el contraste tan grande entre tu tamaño, y tu personalidad tan fogosa. Cuando tenías una crisis asmática, mi visita era directamente a tu dormitorio, y se confundían las respiraciones entrecortadas y tus expresiones orgásmicas. 16


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Todo empezó, antes, con las despedidas nocturnas en el zaguán. Un pasillo largo, en el cual tu puerta era la última, en el entonces tranquilo, barrio de Paternal. Tocamientos genitales, grandes descubrimientos, grandes aprendizajes. Sin darnos cuenta de golpe, habíamos pasado de simples besitos en la boca, a los besos profundos de lengua, del beso a lo francés, a chupones que dejaban marca, por lo menos, de una semana; y luego, seguimos con el franeleo, te acariciaba tus tetas, el culo, tus muslos y tu tesorito. Yo era principiante en esos menesteres. Y a pesar de ser medio torpe, te entregabas con gran entusiasmo, Me ofrecías tu cuerpo, casi con devoción. Fueron semanas en las que caíamos en un torbellino de lujuria y sexualidad. Fueron noches de zaguán intensivo, en las que perdíamos la noción del tiempo; y solo existían nuestros cuerpos excitados, en ese pequeño, gran espacio. Tu madre llamaba para que entraras y le decías que esperara, un poco más, que te estabas despidiendo. Y hoy lo pienso, y era verdad, nos estábamos despidiendo de la infancia, de la inocencia y de vaya a saber de cuántas cosas más, en tan poco tiempo. Eran despedidas larguísimas, o al menos, así las sentíamos. Fue tan fuerte lo nuestro, en ese sentido, que dejamos de tener amigos, o grupo y estuvimos tres años solos. Diríamos que fue un Bachillerato acelerado. Recuerdo que como trabajaba en el negocio de telas, con mi viejo, y tenía las llaves; los domingos lo convertíamos en nuestro Bulín privado. Entrábamos en la mañana, y nos íbamos con la puesta del sol. Traíamos algo para comer, y nos hacíamos mate o café. Nos armábamos, en el entrepiso, una cama matrimonial, acomodando en la base, piezas de tela de toalla. Y allí estudiábamos y rendíamos todas las materias, con intensidad y vehemencia. Para ese entonces, nos dimos cuenta de que debíamos cuidarnos. Corríamos el riesgo de quedar embarazados. Al comienzo, usé preservativos que, entre los dos, aprendimos a colocar. Pero, en cuestión de días, nos organizamos; y, luego de una visita discreta al ginecólogo, compramos un diafragma, que, contentísimo, pagué con mi plata. Y volvimos a disfrutar de la Naturaleza. Oh! Liliana. Si lo sentiste igual que yo… Nuestra Adolescencia fueron Vacaciones Interminables. Hoy estás lejos. Me enteré que vivís en Israel, que formaste 17


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una familia. Cuando terminamos, cada uno siguió con su vida. Lo que vivimos en aquél tiempo, dejó marcas profundas. Jamás volví a tener en todas mis experiencias de pareja, una separación feliz, como la que vos y yo tuvimos. Disfrutamos, aprendimos, intimamos, y salimos de esa relación con las valijas llenas. Por todo eso, gracias.

Vendo ¡Señora, Señor, vendoo! ¡Pobreza Cero vendoo! ¡Comproo! ¡Su viejo trabajo, su vieja dignidad, sus viejos valores! ¡Comproo! ¡Señora, Señor, vendo!

Vida tranquila Llevaban una vida tranquila, sin sobresaltos. Se levantaban por la mañana, encendían la radio o el televisor y ya sabían cómo iban a encarar el día. Era una vida cómoda. Tenían todo resuelto de antemano. Cómo pensar, cómo actuar, qué sentir. Si llorar, si sonreír, si putear. De qué llorar, de qué reírse, a quién putear, todo estaba diagramado y organizado. Confiaban tan ciegamente en los medios, que cuando se enteraron de que el cambio de sexo era inevitable, los hospitales y las clínicas, no dieron abasto con las internaciones psiquiátricas. Pero, cuando escucharon que el país caería en una crisis sin precedentes, por las equivocadas medidas que había tomado el gobierno. Se suicidaron, de nuevo.

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Amalia Fuino


Nació en Buenos Aires, Argentina en 1959. Es Profesora en Letras y Licenciada en Didáctica de la Enseñanza de la lengua y la literatura. Durante años se ha dedicado a la investigación del uso de la lengua, en distintos contextos y situaciones comunicativas. Publicó “Unos y Otros” (cuentos, ExLibris, 2016). Recibió una Mención de Honor en el Concurso Internacional de Poesía y Narrativa “Hermanando Palabras”, otorgado por el Instituto Cultural Latinoamericano (Junín, Buenos Aires, 2017). Participa en el Laboratorio Literario San Martín Lee desde 2016. amaliafuino@yahoo.com.ar


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Amor eterno La seguí una noche, cuando sus pasos la guiaban sin rumbo. Entró en un bar y me senté a su lado. Cerca de mí, la sentía propia. Me enredé en sus rulos, me hamaqué en sus pestañas. Me invadía, tierno, su perfume. Cuando me miró, me trepé a su boca y no supe qué decirle. Desde entonces, vivo muerto de amor por ella.

Necesidad caníbal Con una mano te acaricio y con la otra te sujeto. Con un beso te seduzco y con mil, te adormezco. En el éxtasis del ensueño, te desvisto a mordiscones y cuando a mi merced te tengo, arranco tu corazón ensangrentado.

Amor profundo Vida y muerte Llevo clavadas en el alma. Siento la daga de tu desprecio, y el frío en mi almohada.

Miniaturas If Si tan sólo pudieras entender que una vez te quise. Si quisieras reconocer que has cambiado tanto que ya no te reconozco. Si alguna vez me quisiste, mírame… Mira tu obra. Si despertaras, podría hablarte. Hubiera querido decirte tantas cosas que he guardado durante tanto tiempo. Observaba mientras tus manos modelaban mi ser, mientras creabas mi existencia. Si tal vez me reconocieras como tuya, me animaría a contarte mis sueños… pero aún duermes. Aún estás creando en sueños mi nacimiento, mi despertar. Si supieras que ya he despertado y te observo. Te contemplo en la tranquila penumbra de la noche. 21


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Si tan sólo por hoy, quisieras mirarme, nacería una y mil veces para ti. Entonces mi cuerpo tendría razón de ser. Despierta para mí. Valor No pude decírtelo nunca. Ni cuando nos conocimos, ni cuando comenzamos a planear juntos nuestra vida. No pude hablar jamás de mis sueños, de mis ideales, de mí… Ahora que te veo a mi lado y no te conozco. No aparece la imagen del que fuiste. No soy la que era y no eres quien yo esperaba que fueras. No nos conocemos. Entre nosotros, crece el abismo que construimos con fuertes frases como ladrillos inamovibles, que ahora nos enfrentan. Los años han socavado aquella alegría compartida y han edificado muros de lamentos y reproches. ¿Quién eres? ¿Qué soy para ti? ¿Qué significas para mí? ¿Qué continuamos haciendo aquí? El agua, el fuego, el aire, la tierra… a nuestro alrededor y nos confundimos en un fangoso abrazo de dolor y despedida. Nos hemos erosionado, poco a poco, contaminado todo, hasta eliminarnos. Estás desapareciendo, como yo, de tu vida. Mañana ya no estaré aquí; y, tal vez…tú tampoco a mi lado. Avoir Tienes la suerte de tenerme. Tienes la convicción de haberme elegido. Tienes la soberbia de sentirme tuya y ser mi dueño. Tendrás la desdicha de necesitarme y no poder tenerme. Ah, vanidad efímera. Intentarás apresarme en tus tiempos y no lograrás asirme. La vida se escurre e, inexorablemente, me iré… tal vez sin despedirme. Gotas Tus caricias no logran secar mis lágrimas. Mis lágrimas no pueden expresar mi dolor. Este dolor no para de herir mi alma. 22


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Mi pobre alma, sufre las heridas profundas de tu amor. El amor no se expresa sólo con caricias que mis lágrimas secan. Las gotas de amor Han inundado el corazón de dolor.

No saben nada Ordenaba los escritos parsimoniosamente. No tenía intenciones de cenar sola ese viernes por la noche. «Ya se retiraron los secretarios y los socios de la firma y yo…en mi escritorio. Deambulo por la oficina esperando que algo pase». —¿Todavía trabajando, doctora? —Rodríguez interrumpió mis pensamientos y me tiró un salvavidas. —Es increíble la cantidad de papeles que acumulo en un día… ¿Y usted, Rodríguez, qué hace todavía en el estudio? —Es verdad, ya es muy tarde. Pensaba en ir a cenar pero no quisiera hacerlo solo… ¿me acompañaría? —sugirió, acercándose. —¡Qué casualidad! Yo pensaba lo mismo. Ha sido una semana difícil. ¿Acaso no nos merecemos una buena cena de viernes? —arriesgué. —Por supuesto. Archivo estas carpetas y la espero en el estacionamiento, si le parece. Mi auto es un viejo Camaro rojo… —Bien. En unos momentos estaré allí. Debo hacer unos llamados para confirmar un contrato y bajo enseguida —me apresuré, antes de que se arrepintiera. Mi inesperada invitación le devolvió una tenue sonrisa. Sin embargo, estaba convencida de que mi mirada insinuante y ese tono meloso de mi voz había provocado al eficiente colega. Pocos minutos más tarde, estaba parada frente al espantoso auto que reflejaba la poca atención que su dueño le dedicaba… Parecía más un trofeo de adolescente que una movilidad adulta; pero…no era eso, precisamente, lo que me preocupaba. Me sentía rara. Podía percibir los latidos de mi acelerado corazón, que me indicaba la posibilidad de una noche de aventuras. —Perdón, doctora, perdón…pero algunas carpetas están tan mal caratuladas que cuesta mucho trabajo archivarlas. Mañana 23


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sin falta hablo con Sabrina. ¡Ah no! Mañana es sábado. Bueno entonces... —Entonces dejemos de hablar de trabajo por unas horas, ¿sí? ¿Qué le parece Rodríguez… o puedo llamarlo Carlos, si comemos algo por ahí? —Insistí, acentuando las palabras y tratando de que no adivinara mi desesperada soledad. —Pero, ¡qué honor, doctora! Yo le abro la puerta delantera, porque no funciona muy bien… —arremetió el caballero. Rodeó el auto y se acercó dulcemente. Creí escuchar sus latidos cerca de los míos. Comenzamos a recorrer la ciudad sin encontrar un lugar dónde comer algo. Por fin, descubrimos un pequeño restaurante, bastante alejado de la oficina. Ingresamos con desconfianza, pero pronto descubrimos que había sido una muy buena elección. La cena comenzó con tropiezos y equívocos. Parecía que cada palabra que decía, era incomprensible para este caballero que no lograba separarme de la oficina. A veces, creo que los hombres necesitan un control remoto, obviamente manipulado por una mujer. Las miradas clavan palabras que les son indescifrables. Deslicé diferentes comentarios, ingresé en diversos temas, antes de aterrizar en la investigación sentimental que toda mujer hace, cuando está a solas con un hombre. Espécimen que, por supuesto, no supone siquiera que está a punto de caer en un abismo encantador pero peligroso: las garras de una mujer. Y yo no soy cualquier mujer, por supuesto que no. Sé utilizar algunas artimañas que provocarían sorpresa hasta al mismísimo Satanás, si fuere necesario rescatar a mi héroe de las telarañas de una rival. Divagando en estas cuestiones profundamente femeninas, escucho una pregunta lejana: —¿Suele cenar sola los viernes, doctora? —interrogó, mirándome fijamente. Pobre infeliz. Si supiera que ceno sola siempre los lunes, casi siempre los martes, la mayoría de los miércoles, usualmente los jueves y generalmente los viernes. Sí, corazoncito, ceno sola, vivo sola, bailo y canto sola a veces, cuando algún vaso amigo de borgoña me acompaña. Pero, ¿a qué viene esa pregunta ahora? ¿Acaso es una pobre manera de abordar a una muñeca como yo? 24


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—Bueno, suelo tener compromisos los viernes, pero las últimas semanas tuvimos tanto trabajo que no pude planear nada… —respondí como al pasar. —Claro, es verdad. Fueron semanas agotadoras —agregó, mientras devoraba como un niño unas papas doraditas y humeantes. No se puede comer y hablar. No señores, no. No es posible crear un clima propicio para una velada sensual y prometedora, cuando quien nos acompaña piensa en sus papas y en las carpetas por archivar. ¡Santo Dios! ¡Qué fue de los galanes, aquellos silenciosos y seductores hombres que nos miraban y cada fibra de nuestro ser se erizaba! Cada prenda se aflojaba sola y nuestra respiración se agitaba. Cual mariposas, posábamos nuestras manos sobre las suyas comprobando el mismo efecto en ellos. Las palabras sobraban y apenas podíamos sostener la cuchara que llevaba la pequeña porción de tiramisú a la boca que al cerrarse, nos infartaba de amor. ¿Dónde debo colocar esto que siento? ¿Dónde busco un babero para este compañero que disfruta comiendo, que saborea cada plato con fruición, mientras intenta conversar civilizadamente conmigo? Casi no he probado bocado. Mis piernas ya no me responden y temo que me delate mi voz quebrada por la desilusión mientras mi mirada lo atraviesa para embestirlo. —Ha comido muy poco, doctora. ¿No le gustó su plato? Mi plato estaba exquisito, realmente exquisito. Deberíamos volver un día de éstos, ¿no le parece? —comentaba mientras saboreaba sus frutillas con crema. No, no me parece, pedazo de animal. Ni siquiera eres capaz de tutearme y quieres que volvamos. ¡Pero, por favor! Tratando de disimular mi incomodidad y disgusto le sugerí pedir la cuenta para irnos. Tal vez… con el estómago bien completito, se le suba el alimento al cerebro e intente acompañarme, pensé ingenuamente. —Por favor, doctora. Yo pago y la acompaño hasta su casa. ¿Qué le parece? —comentó alegremente. Su sonrisa parecía tan infantil que me enterneció. —Como quiera, Rodríguez, ya estoy un poco cansada y quisiera volver a casa —respondí, casi sin voz. —Sólo le voy a pedir un favorcito… —me susurró al 25


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acércame el abrigo. «Bueno», pensé, «ahora viene la invitación. Ahora veremos alguna estrella en el cielo. Ahora podré cobijarme en un abrazo cálido y en un beso tierno. Ahora disfrutaré de una noche de a dos…» —Necesitaría que me esperara un ratito, porque me parece que comí demasiado y debo ir al baño. Después quisiera que me indicara dónde vive, ¿si? —y corrió como un adolescente a punto de explotar, tropezándose con mozos y camareras. Sigilosamente me coloqué el abrigo y me dirigí a la salida. Esperé dentro del local porque había comenzado a llover y una brisa muy fría ingresaba desde la calle. Me ubiqué a un costado de la puerta de entrada, para dar paso a las parejas y grupos de jóvenes que ingresaban, tiritando, para dejarse desparramar en sillones y mesas que serían testigos de una noche de juerga. ¡Qué tan desesperada hube de haber estado para aceptar que el último empleado me invitara a cenar! ¿O lo invité yo? Más compuesto y decidido, se acercó y me abrió la puerta. Ya ni lo miraba. Me recordó dónde había dejado el auto y nos subimos, como pudimos porque «la puerta no funciona muy bien…» Indiqué, sin demasiadas sugerencias, la dirección de mi casa; y subrayé el cansancio que me embargaba. Posibilidad que podría haber aprovechado para prestarme su hombro, para ofrecerme su compañía o algún suave masaje estimulante. Pero no. Hemos engendrado un grupo de robots trabajadores, incapaces de deshacerse de un beso en un abrazo. Manejaba tarareando un tema bochornoso y popular que estuve a punto de censurar. Luego lo miré y comprendí, tiernamente, que no tenía la menor idea de lo que había provocado. Hubiera necesitado una pequeña señal para romperle la boca de un beso, para abrazarlo y besarle el cuello en cuanto me abriera la puerta… Pero no. No saben nada. Los hombres necesitan carteles luminosos dónde las luces de neón les indiquen el camino. No saben nada de la sensación casi irresistible que provoca una mano sobre la otra. A veces creo que la piel que tienen debajo de los trajes está tan fría y neutral, que no pueden absorber una temperatura superior a la 26


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propia. Llegamos y, por supuesto, se acerca para abrirme la puerta porque «no funciona muy bien…»; y cierro mis ojos convencida de que ese beso deseado y saboreado desde el primer momento, está a punto de llegar. Pero cuando los abro, recibo una sonrisa infantil que desliza un —¡Bueno!, llegamos doc. Espero que lo haya pasado tan bien como yo. Ojalá se repita, ¿eh? Usted disculpe, pero debe bajar antes porque «la puerta no funciona muy bien…», ¿vio? —Vi. Sí, vi. ¡Y no quiero volver a verlo a usted por un largo tiempo! ¿Me escuchó, Rodríguez? ¡No se le ocurra acercarse a mí! ¿Me entendió? —vociferé con todas mis fuerzas, mientras salía del auto y buscaba las llaves en mi cartera. Ya en la puerta, me volví y grité— ¡Hasta el lunes! Atónito, parado en la vereda, jugaba con las llaves de su auto. Cerré con fuerza la puerta de entrada a casa; y grité, como nunca: —¡Es increíble, realmente increíble! ¿Qué más hay que hacer por ellos? ¿Debemos colocarnos letreros de colores en la frente para que comprendan lo que necesitamos? No, los hombres no saben nada del amor ni del sexo…y no lo sabrán nunca a menos de que tomen una buenas horas de clase… conmigo, por supuesto. El lunes por la mañana, luego de un híbrido fin de semana, ella llegó temprano a la oficina, como siempre. Rodríguez ya había encendido su computadora y la de ella. Había ordenado las carpetas de ambos, y también había encendido la cafetera. Se miraron y se sentaron en sus escritorios sin saludarse siquiera. La pantalla de su computadora le anunció, las citas del día y descubrió que tendría unas horas libres al mediodía, apenas dos. A ella, le sorprendió ese orden y no recordaba haberlo modificado. Sobre su escritorio junto al lapicero, un extraño sobre le llamó la atención. Lo tomó y lo abrió mientras se dejaba caer en su silla. «Buenos días, mi reina. Muy buenos días. No quiero que te 27


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alarmes. Sólo espero que hayas pensado en mí todo el fin de semana. Estoy seguro de que te habrá sorprendido mi torpeza, mi ingenuidad y hasta mi sencillez durante nuestra cena, el último viernes. No suelo involucrarme con quien trabaja conmigo, pero hace meses que observo tu soledad. Tus momentos de incertidumbre. La forma en que tomas tu café matinal. No creas que no comprendo lo difícil que es estar solo, vivir solo, compartir tantas horas con extraños que se vuelven compinches y hasta muy buenos amigos, pero que no podemos llevarlos a casa. Yo también estoy solo desde hace mucho tiempo y no intento modificar mi vida laboral. Sin embargo, puedo y quiero hacerte un lugar en mi vida personal. Tus labios en la taza que te acerco cada mañana. Tus gestos ante un contratiempo. Tu mirada profunda y esa particular mantera de evitarme cuando me imaginas contigo. Tal vez hayas pensado que fue tu idea la cena del viernes, pero la organicé durante varios días. Todos tendrían otros compromisos, el restaurante atendería muy pocas reservas. Yo no te besaría…Nada haría suponer que la velada terminaría como lo hizo. Tal vez fui cruel pero lo disfruté. Te aseguro que lo disfruté. Ahora sabes quién te adora en silencio. Quien no permitirá que alguien se acerque a ti. Quien regalará noches intensas a cambio de casi nada…sólo de que sigas siendo mi reina. Sólo mía.» Levanté la vista y nuestros ojos se encontraron. Descubrí más de lo que hubiera imaginado jamás. Mis manos se congelaron, mi respiración se aceleró. Comencé a temerle. No pude moverme, mientras él se acercaba sigilosamente hacia su presa.

Tus ojos Tus ojos son el espejo donde encuentro mi camino mientras mi vida se desgaja en jirones de amoríos y desengaños. Tu mirada me acompañó con ternura y sabiduría. Nunca supe distinguir el amor de la pasión, pero tus ojos siempre estuvieron ahí para rescatarme del dolor. Hoy ya no están, tampoco tu tierna mirada. 28


Textos Fugados

He perdido el camino y me siento desamparada, en un mundo inabarcable; tan cruel y diferente del que me mostrabas. No puedo seguir. Quisiera levantarme y regalarte la persona que soñaste que yo sería Sólo pude ver y vivir a través de tus ojos. Mi orfandad me lastima y no puedo erguirme, sólo quiero acompañarte. Besar tus manos, escuchar tu voz, reír con vos. Amar la vida y la tierra, cantando. Me haces falta y no sé cómo seguir viviendo. No entiendo por qué no me enseñaste a perderte.

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Claudia Bursuk


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Nació en San Martín, Buenos Aires, Argentina en 1963. Es realizadora en artes visuales, decoradora profesional, docente y escritora. Trabajó en Gestión cultural AVSM entre 2013 y 2016 (premio “Cuna de la Tradición”). Integra la Comisión Directiva del CILSAM (Círculo Literario de San Martín). Como artista plástica participó en más de 40 muestras colectivas, fue seleccionada en Salones Provinciales y Nacionales de Dibujo y Pintura y recibió las siguientes distinciones: 2º Premio “Gran Pintata IV” Casa Carnacini (2011); Mención de Honor Salón homenaje a la mujer Raquel Forner SAAP (2014), 3° Premio fotografía, Concurso Fundación Gastaldi (2014), 4° Finalista Concurso de Ilustración Cortázar Municipalidad de General San Martín (2014), Medalla en el 10° Concurso Preliminar de Manchas Museo Sívori (2016) y Premio estímulo del LIX Salón Anual de Manchas Museo Sívori (2016). Publicó Paleta de Artista (SAAP, 2012). Como escritora, participó en varias antologías y recibió las siguientes distinciones: 1º Premio concurso literario SESAM (2011), Mención de honor en Concurso Letras para el Mundo del Instituto Latinoamericano de Cultura Junín (2013)y Mención Especial en el Concurso Cortázar 100 del Círculo de Periodistas de General San Martín (2014). Fue reconocida por su aporte a la cultura por el HCD de San Martín en 2014. Participa en el Laboratorio Literario San Martín Lee desde 2016.

bursukclaudia@gmail.com 32


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El piedra Se acercó, divertido. Algo lejano. Me vio, arrimándose aún más. Sonrió como un niño. Frenó su caminar. Me miró inclinando su cabeza. Púsose serio. Su mirada se perdió en mí. Animó por fin unir sus labios a los míos. Yo, que hace miles yazco emplazada bajo lluvias, recobraría la alegría que mi mármol siente cada vez que un loco se hace piedra.

El tango batió la justa Se llama Amalia. El nombre de origen germano no condice con su temperamento ameno, sociable. Eso sí: es enérgica, activa e independiente. Docente. Con facilidad para el baile y para hacer amistades. Conecta ideas, genera encuentros para que el mundo sea un poco mejor. Al menos, son sus intenciones. Haciendo mérito a su nombre, ese propósito de encontrar amorosidad en la gente, remedió lo carecido desde pequeña: amor. Ilusionada, también, en concretar su amor de pareja, hacía dos meses que estaba pendiente, como en la novela de Alberto Migré (¿Te acordás de «Una voz en el teléfono»?) de un caballero, empresario, muy ocupado. Esta vez, las tecnologías modernas empujaban otros términos: «Una voz en el whatsapp». No faltó, ni un solo día, el ajedrez. Un mensaje de ella, uno de él, uno de ella, uno él. De texto o de voz. Algunas charlas durarían casi cuarenta minutos. En dos meses, se contarían todo lo que se puedan imaginar. A pesar de eso, nunca se conocieron personalmente. El señor del whatsapp no tenía tiempo de tomar, siquiera, un vaso de agua cristalina de fuente al paso. Una tarde, Amalia estaba en la parada del colectivo y un atraco perpetrado por dos extraños señores, esfumaron su cartera y, con ella, la tecnología. Llegó a apreciar que uno era rubio con gafas. El otro calvo, regordete. Pasaron subidos a una Sidecar BMW. Les digo más, el sonido que se escuchó era al inigualable motor Otto. Después del robo, como si no hubiera otras maneras de comunicarse más que por vínculo virtual, todo se acabó absolutamente con el caballero en cuestión. Esas cosas que no se entienden de nuestra sociedad actual. 33


Antología

En medio de esa ilusoria relación, diciembre también cito a la muerte. Ella siempre juega a las escondidas; y, esta vez, dio piedra libre a una amiga de Amalia. Tomó su rubia cabellera, acarició su blanca piel; se adentró en su mirada de rocío y pidió amparo en su cuerpo, desbastándolo en término de solo un mes. Aceptó trato sin dar revancha. Tristeza, mucha tristeza. Palabras sin decirse, paseos sin compartir y la noticia llegada por una computadora. Amalia, desconsolada, miraba las redes sociales en busca de más información sobre lo acontecido. Una foto de su amiga junto a un apuesto hombre, entrado en años, dio lugar a su pedido de amistad, a saludarlo y a un sentido pésame por lo sucedido. Con éste amigo en común dialogaron largamente y el señor se animó a invitar a Amalia a un evento de comienzo de año en su salón de baile. Allí es donde se acercarían de manera especial. Francisco Blanco era su nombre y, como dueño de la milonga «La Grieta», del barrio del Abasto, invitaba a vecinos para la comunión de los sábados, con la yapa de festejar fin de año; como en los viejos asaltos, donde ellas llevaban comida y ellos bebida, reinaugurando un reciente adquirido gramófono Víctor, comúnmente llamado «Vitrola», que harían sonar discos, entre otros, del sello Polhypon de Carl Lindström, única empresa discográfica que seguiría mandando, durante la primer guerra mundial, sus piezas de pasta. Amalia cumplió y fue a la cita con una exquisita tarta de berenjenas. Charló con los asistentes. Disfrutó mucho de la noche. El primer tango grabado, «Don Juan», ejecutado por la Orquesta típica Criolla de Vicente Greco, emocionó a muchos cuando se escuchó por el legendario reproductor de sonidos. Cuando todos se estaban yendo, entrada la madrugada, Francisco acercó un vistoso pan dulce, repleto de frutas secas, y una sidra helada; los cuales colocó sobre una amplia mesa, ya huérfana de empanadas y tartas. La sidra, casualmente como a ella, era la bebida de festejo que más le agradaba. Fuera de programa sonó un compacto de Bajo Fondo llamado «Café de los Maestros» en el habitual equipo del lugar. La invitó a bailar, con un ademán acompañado de una sonrisa cómplice, mientras un «Mercucio» propiciaba el encuentro. Vos, Amalia, que nunca te entregaste en el primer tango, te abrazaste mirando hacia adelante, por sobre su hombro. No te importó que el hombre dominara la situación de danza. No fue, como 34


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siempre, mirando hacia el mismo lado para controlar el momento prejuiciosamente. No fue, como otros tangos bailados hace mucho tiempo, donde tu mano izquierda tomaba el bícep del brazo derecho del hombre, y separaba a gusto y piacere, por las dudas, su torso masculino del tuyo. Ese tango era cada vez más unido, mas querible, más en busca de contención sedienta. El calor del verano agobiaba y no te importó. La siguiente tanda dejaría la pista sin sentires, pero el caballero quedó a la espera y te alegraste por la continuidad del baile. No era para sorprenderse. Solo en la ida y vuelta las emociones se reafirman. No es vivencia unidireccional. La magia se apersona en correspondencia. Por un instante, admitiste que ése era el único abrazo que querías sentir por siempre, y necesitaste que sea eterno como parecen ser eternos los hielos de los polos, que sin embargo se van modificando con el tiempo. En solo pocas horas, ese tango que duro unos minutos, el apretón de manos al finalizar la danza, y el abrazo que se dieron en la calle al despedirse, cálido, electrizante, lograrían ser mucho más entrañables que dos meses de contacto virtual con el otro hombre. Francisco esa noche no pudo dormir. Fue tan placentero lo que sintieron al bailar que deseaba terminar de hacer unos escritos y dedicarse a vos. Quería escribirte. Bello lo que les pasó. A la noche, en sus camas, a cada uno le resonaría, en la cabeza, la música con la que habían danzado y daban vueltas sin poder conciliar el sueño recordando el no querer dejar de bailar. La punta del iceberg esconde muchos sueños por cumplir e invita a creer en ese amor, en cuya mirada se encuentre un paisaje al caminar juntos en una plaza de Almagro, mientras una multitud no deja transitar; y no habiendo en ese instante movimiento más deseado, que el que lleve su mano al otro. Amalia, después de poco dormir debido a su enamoramiento, salió de su casa a tomar el colectivo que la llevaría ese domingo rumbo al cementerio. Era la forma que tendría de contarle a su padre lo que en ella se había despertado. Se escuchó entonces venir un Sidecar y el extraño señor, esta vez sin robarle nada a nadie decía en alemán al otro —Carl, ¡apague la moto ya! Póngase la gorra para cubrir la calvicie, que de lo contrario Amalia se va a dar cuenta. —Bueno, Emile Berniler, usted esconda su identidad mística bajando con cuidado las alas. De lo contrario tendremos que irnos sin 35


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avisarle a la rubia amiga. A otra ciudad tal vez, a concretar encargues con destinos de amor. Desde 1900 nunca había fallado. Es en un tango donde se bate la justa, por eso Dios lo inventó.

Seis setenta Me contaron una historia de corchos y de nostalgias. De chico perdió a su madre y en el bar escuchó charlas. Parlas, chamuyos y farsas. Entrevistas, citas varias. Cada corcho es el afecto de otras vidas relatadas; sabor amargo son unas, otras alegres vivencias. Política, minas y discos. Tacheros en bancarrota, Menesundas, diario, pucho y crítica a veredas rotas. Es curioso que el pequeño, que desde temprana edad tomaba a ese bar como cocina materna, no haya prendido en vicios que la noche da en respuesta. Ni juega, ni bebe vino, pero escucha atentamente, ya que la universidad será, seguro, ese ambiente. Creo no equivocarme cuando digo que ese tango, el del cafetín añoso, es el reflejo acusado de historias de Paternal. Allí la amistad fue madre para las noches de insomnio, para las tardes jocosas y los raccontos de amor. Donde una café arregla el mundo, las ilusiones perduran, los maníes juegan ping-pong y el billar, a carambola. El metegol grita gol y el dueño sirve picada. Reunión nocturna, infaltable para el día del amigo, después de cuarenta años, de juntar tapón perdido el cuadro está terminado, de corchos desalojados. Seiscientas setenta piezas, que arman mapa de vida. Seiscientos setenta corchos apresados nuevamente tras un vidrio, como el tango, donde la ñata en azul frío, se transforma en suave arena, en vista de años vividos. Se siente latir el cuore de ese puñado de amigos. 36


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No sé del destinatario del pintoresco regalo, pero quien se lo adjudique, tendrá en su casa el aroma, de la amistad que nos salva en tiempos de las derrotas.

Soledad entregada Te entrego mi soledad, casta y perdida, para que tu criterio nivele mis vaivenes, que un día no se animan y otro que no quieren. Oscilaciones…. de la prudencia compartida. Arrulla en mis oídos tu nombre en la mañana, buscándome en la noche, encuentra sombras vanas. En el jardín de otoño, atormentada, baila con montoneras hojas que saltan sin parar. Ejecuta la orden que los vidrios confundan mi aliento y vasto llanto con lluvia torrencial, logrando transformar muchas saladas lágrimas en pasaporte inválido jugando en tu mirar. El paisaje húmedo de aquel hall de entrada está, como mi espera, un poco acurrucada. Está empañada, agobiada, desarmada. Sin resistencia a piadosos precipicios llama. Te la entrego, de una vez y para siempre, a ésta soledad que me acompaña. Haz con ella lo que quieras para desparramarla eternamente en cementerio de emociones parcas. Imagino un espiral sublime que nos lleve al olvidado amor que entre dos seres haya. Y volando regresemos a esta cama, ya con el sol de nuevo asomando en la ventana. 37


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Vida roja Era la primera vez que Adriana era convocada para hacer teatro. El lugar, un bodegón del barrio de La Boca. Su papel co-protagónico exigía todo el empeño para no decepcionar al gran elenco. El personaje que tenía que representar Adriana, era el de una tímida muchacha de barrio que llega a un baile y conoce a un rufián embaucador, quien le propone casamiento. A partir de ese trascendental hecho se transforma en una radiante mujer, cambiando el carril de la obra. El actor que encarnaba el papel del galán, era Daniel. Un apuesto y encantador actor de ojos azules, de quien Adriana se enamoró perdidamente; pero sin esperanza alguna, ya que el caballero en cuestión era homosexual. Todos los ensayos fueron especiales. Esto de tener que vivenciar la transformación de la actitud de muchacha novata a femme fatal en un cambio de vestuario de tan solo quince minutos, hacía del desafío la oportunidad propicia para que, detrás de bambalinas y con la excusa de la memoria emotiva, Daniel la comenzara a besar, acariciar y hacer vibrar todo su ser, personificando los roles antes de aparecer en escena. Todo sea por el teatro. Al terminar los ensayos ella insistió, muchas veces, en seguir la farsa; pero en su departamento. Él le contestaba que ella no entendía nada. Que lo que pasaba pre escenario era solo para entrar en clima y que salga todo acorde a las necesidades. Como siempre, la novel actriz repetiría la historia de su vida. El desafecto. En su casa, su madre era el monumento al militar. Y de sexo femenino, ni siquiera tenía una perra, una gata, con la cual ser cómplices de mimos que pudieran poner al verbo amar en funciones. Una hermana muy egoísta completaba, casi por completo, el cuadro familiar. Sí. Digo casi, porque el papá, era el único coherente sostén humano como estandarte de compañero, compinche. Esos papás que, hablándoles, te escuchan; y que, mostrándoles, ven. Infaltables tardes de mates cebados como a ella le gustaban. Las mejores charlas para arreglar la vida mientras se trabaja. Dos días antes del estreno de la obra, sonó un teléfono con 38


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inesperadas noticias: —Papá sufrió una descompensación repentina y tendrán que operarlo de urgencia El mundo se le vino abajo. Lo único amigable que tenía, ahora con bajísimo porcentaje de posibilidades para sobrevivir, debido al complejo cuadro cardíaco. Al otro día era el último ensayo general, con vestuario y armado de escenografía, a cargo de la Compañía; que, como todo sistema cooperativista, era autogestivo. Seguiría adelante. No renunciaría al estreno; ya que por ley, la función debía continuar. Al llegar al ensayo general, Adriana se sintió muy mal. Su presión bajó y se le adelantó el período. Hasta los ovarios comenzaron a llorar. Daniel supo de ésta situación al preguntarle porqué estaba lagrimeando. Durante el ensayo; repitieron, en el camarín, el acostumbrado encuentro de caricias y besos. Al terminar, se acomodó la utilería y se pintó de marrón el escenario, llegando las tres en el reloj. Adriana le pidió pasar la noche junto a él. Daniel, con las manos, tomó su cara, la miró con ternura y aceptó. A las siete de ese mismo día, Adriana tendría que estar en el hospital porque llegaría la intervención quirúrgica del padre. Viajaron, sin casi hablar en el camino. Entraron al departamento. Se prendieron velas, cenaron unas frutas. Daniel buscó en un armario toallas rojas y las tendió sobre un catre, desde donde se veía la luna luminosa. La recostó, cariñosamente, retirando prenda por prenda, como en un ritual; y le hizo el amor con desenfreno y dulzura a la vez. Ella quedó dormida junto a él, acurrucada, sintiendo en ese hombre, ahora bisexual, el verdadero amor. Esa primera función, estreno inexorable, se la dedicaría, finalmente, a su padre.

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Cristina Ramognino


Naciรณ en la ciudad de Buenos Aires en 1960. Es licenciada en Ciencias de la Educaciรณn de la UBA y se ha dedicado a la formaciรณn de futuros docentes de distintas disciplinas. Empezรณ recientemente a escribir estimulada por su hija Lourdes Ramognino. Integran el Laboratorio Literario San Martin Lee desde su formaciรณn en 2014.

crisale_ramo@yahoo.com.ar


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Ferruccio Nació en Lecce, en 1870. Travieso, seguramente muy travieso. Poca comida, demasiado poca comida para todos sus hermanos, hizo que a los once años lo echaran a la calle. Si la pobreza enseña algo es a aprender rápido lo que ayude a sobrevivir. Se embarcó de polizón y terminó de buzo en Japón. Allí se tatuó una imagen que ocultaba a todos. Cuando se embarcó de nuevo, buscó otros horizontes: primero Río y luego, San Fernando, en Argentina, más afín a su carácter. Como no le gustaba el significado de su apellido que en italiano hace referencia a un oso, se cambió una letra, una que generó confusiones en empleados estatales y cuando figuraba como destinatario en las cartas. Parco, de gran prestancia física, se enamoró y tuvo una hija, mi abuela, Elena. Solía decirle «A buen entendedor…» y ni se tomaba el trabajo de terminar el refrán. No hacía falta. Se fueron a vivir a Pergamino, donde se dedicó a levantar confiterías alicaídas. Hizo fortuna cuando las vendía y entonces emprendía un nuevo viaje. Dos veces volvió a Italia, una en 1918, justo después de la Gran Guerra y otra, en 1921. Ni se le ocurrió pasar por el pueblo para enrostrarles que era todo un señor. En Pergamino, era conocido por todos, incluso por los turcos, en cuyo club, todas las tardes, después de la siesta, les desafiaba en juegos de cartas, en los que era un maestro. Tal era la convocatoria de su confitería “La Perla”, que en 1923 puso una victrola RCA Víctor en la calle para escuchar el relato de la famosa pelea entre Firpo y Dempsey, porque su capacidad se vio colmada y los parroquianos no querían perder detalle de lo que acontecía; ni mi bisabuelo de vender los alfajores santafesinos, las masas y tortas que eran las especialidades de su maestro pastelero, que más de una vez corrió a la pequeña Elena que pellizcaba los dulces y se deleitaba con los dátiles. Hasta tenía un escenario donde se presentaron grandes artistas, incluido el mítico Carlitos, tres años antes del fatal accidente. Y cuando Mussolini, del que era un gran admirador, entró en guerra con Etiopía, el italiano obligó a su mujer a enviar sus joyas para financiar al ejército. Todo lo que obtuvo como constancia 43


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de que fueron recibidas, fue un anillo de latón que mi padre recordaba haber visto. De gran conexión con su único nieto, largas horas dedicaban a intercambiar información que mi papá le leía del periódico sobre su Italia añorada, increíblemente añorada a pesar de lo expulsiva que había sido en su infancia. Su veta humorística se daba a conocer de manera muy particular. Hacía correr el rumor de que había muerto, a través de un amigo, quien compungido transmitía la dolorosa noticia. Se organizaba su velatorio y cuando muchos se habían congregado, él se presentaba. Se daban dos fenómenos simultáneos: el estupor de sus amigos y el registro detallado de quiénes estaban allí para presentar el pésame a su familia. Tenía una desconfianza visceral: quería saber quiénes eran sus verdaderos amigos. Hasta que no fue una farsa, y murió el día que mi viejo tomó la Comunión, un 8 de diciembre. Para que el nene no participara del renovado desfile, ahora con verdadero motivo, mi abuela lo envió a la casa de una tía, enfrente de la suya. Por la ventana, el comulgante, desconcertado, creía que había una fiesta a la que no había sido invitado. A partir de allí, mi abuela que tocaba el violín que su padre le había comprado en un viaje, lloraba al son de sus cuerdas , como seguramente lloró él cuando estuvo solo, tan solo.

Presentimiento Cuatro de la tarde. Salgo del Colegio en Flores. Directo hacia la parada del bendito 104, que nunca viene. Todas mis compañeras se toman otros: tienen varias opciones. Yo, no. Solo el 104. Y lo espero, como siempre, queriendo llegar a casa de una vez después de estar todo el día en el cole. No quiero sino arribar, sacarme los duros zapatos, el uniforme, comer tres tostados mixtos y ver Ladrón sin destino y El Santo, bah, descansar, hacer otra cosa. Por suerte, ahí viene. Ya me sentía la última persona del planeta en viajar. Todas mis compañeras se fueron, nadie conocido en ninguna parada. Subo: uno, dos, tres escalones, le digo al chofer hasta dónde viajo, me da el boleto, cuyo número miro invariablemente, porque me daría una gran alegría que fuera

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capicúa, pero no. Me da el vuelto, y giro sobre mis talones para encontrar que no hay dónde sentarse. Apoyo el bolso, que parece de viaje por todo lo que tengo que llevar, y me sujeto para no caer. Diez, quince, veinte minutos y todavía falta. Por Dios, no llego nunca. Sin embargo, ahí diviso mi meta. De nuevo, hago un medio giro y voy hacia la puerta. Toco el timbre. El colectivo para. Bajo uno, dos, tres escalones; y, de repente, se apodera de mí un terror, una angustia. No quiero llegar a mi casa, no sé por qué pero no quiero. Casi le grito al chofer: «déjeme subir de nuevo», pero ya no está. Camino lentamente, muy lentamente. Atravieso el malhadado puente sobre el Tren Sarmiento, que siempre me genera incertidumbre, porque es estrecho, no deja lugar al escape si hay algún atrevido o con intenciones delictivas, por eso mi mamá todas las mañanas, durante cinco años, me acompaña, temprano, hasta la Avenida Rivadavia y, después, se vuelve a casa y se recuesta un poco, porque se durmió cerca de la una de la madrugada, resolviendo cosas de la casa. La misma casa hacia la que estoy caminando y a la que no quiero llegar. Puerta, saco las llaves, subo uno, dos escalones y voy por el pasillo hasta el ascensor. Hoy está acá, a la mano, en Planta Baja. Siempre lo tengo que esperar porque está en el séptimo o en el octavo: bien arriba. Hoy, no. No tengo forma de dilatar mi llegada. Voy viendo cómo los números que marcan los pisos caen como las fichas del Tetris y yo voy para arriba, siempre para arriba hasta el sexto. Ojalá viviera en el piso 91, así tengo tiempo de pensar qué hacer si no me gusta lo que veo cuando llego. Pero aquí está el número 6 del hueco del elevador. Se detiene, abro las puertas tijeras, salgo, cierro la primera y la segunda. Giro y me enfrento al pasillo que conduce a mi puerta. Ya no puedo retroceder, ni arrepentirme. Aquí estoy. Es mi casa, donde vivo, donde están los míos. Entro: mamá está en su cama. Hace días que no está bien de salud. La miro y le pregunto cómo se siente. Hoy fue al médico. Papá la llevó, aunque por el número de su chapa que era impar no podía circular. La tienen que operar en unos días. Pregunto por papá. Al regresar del médico, se enteraron de que una tía suya ha muerto en Pergamino, su ciudad natal. Allá fue, con el auto, con la chapa impar y con todas mis intuiciones a cuesta. 45


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¡No llores por mí, Bergara! No. No soy más el tesoro que Bergara Leumann adoraba descubrir. Nos abría con un placer…Y a la expectativa de encontrar «joyas» tales como fotos de los documentos en los que nuestras amas estaban jóvenes, demasiado jóvenes y horribles; galletitas, caramelos y hasta un salamín. Si había un bebé por esos tiempos, cantados eran pañales, linimento, algodón, sonajero y autito o muñeca. Si era invierno, un par de medias de nylon de repuesto, un paraguas chiquito, guantes y gorro. Si era verano, abanico de rigor. Tal vez hubiera quedado guardado en el bolsillo con cierre un boleto capicúa, espejo, peine y aros que seguramente apretaban las orejas en alguna fiesta o reunión paqueta. Hoy no. Todo se resume en un rectángulo de colores llamativos, incluso con stickers afines, cuyo espejo oscuro sólo se ilumina cuando otro par a la distancia se conecta. A esta geometría parlante apuntan los puntos, los chorros, descuidistas, culateros, abanicadores, gallos ciegos, mecheras, punguistas, mostaceros, lanceros, bagayeros y filos.

Espejos vitales La desesperación de un desempleado es espejo de la locura que sufre quien no puede terminar su trabajo. La angustia del enfermo es espejo de la incertidumbre que siente el sano que no sabe qué hacer con su vida. El dolor por la ausencia de quien perdió su amor es espejo de la falta de oxígeno que experimenta el que está apenas distante de su persona amada. El resentimiento del que está privado de la libertad es espejo de quien está encadenado a una libertad sin privaciones.

Mundos Así como existe el ciberespacio, compuesto por textos, planillas, imágenes fotográficas, videos y emoticones, debería existir el mundo 46


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de lo que no fue. Allí encontraríamos: palabras no dichas, cartas, mensajes de texto, mails no escritos, errores no perdonados, libros no leídos, abrazos y caricias no dados, melodías no ejecutadas, lienzos no pintados, teoremas no resueltos, alimentos no ingeridos, películas no vistas, pistas de atletismo no corridas, cuentos no relatados. Quizás si revolviésemos como en una bolsa, encontremos las soluciones latentes para el mundo de hoy.

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Daniel Frini


Nació en Berrotarán, Córdoba, Argentinia en 1963 y vive en San Martín, Buenos Aires. Es Ingeniero Mecánico Electricista de profesión, escritor y artista plástico. Ha publicado en varias revistas virtuales y en papel, en blogs y en antologías de Argentina, Brasil, España, México, Colombia, Chile, Perú; y, además, traducido y publicado en Italia, Francia, Estados Unidos, Canadá, Uzbekistán, Hungría y Grecia. Publicó “Poemas de Adriana” (Libros en Red, Buenos Aires, 2000), “Manual de autoayuda para fantasmas” (Editorial Micópolis, Lima, Perú, 2015) y “El Diluvio Universal y otros efectos especiales” (Eppursimuove Ediciones, Buenos Aires, 2016). Ha obtenido diferentes reconocimientos, como el Premio Internacional de Monólogo Teatral Hiperbreve para Niñas y Niños ‘Garzón Céspedes’ (2009, Madrid / México D. F.); Premio ‘La Oveja Negra’ (2009, Buenos Aires, Argentina), Premio ‘El Dinosaurio’ (2010, Colombia) y Premio IX Certamen Internacional de Poesía (2011, España). Participa en el Laboratorio Lierario San Martín Lee desde su formación en 2014. dfrini@gmail.com


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Añoranzas de gente que se fue, nostalgias de un lugar que ya no está Vivas y el Juancho bajaron de la F-100 y caminaron hacia al corral de pircas, al que Don Huergo empujaba unas pocas cabras. Habíamos venido a comprar un chivito para el asado de la noche. Era otoño y sobre las cinco de la tarde. El sol de las últimas horas doraba las laderas del Uritorco. Desde donde estaba hasta el cerro, el monte de molles era todo ocre y rojo. Bajo un tala, dos viejos fumaban en chala; mirando a la lejanía. Vestían bombachas de campo, sacos gastados y championes desflecadas. Uno llevaba un chambergo marrón, sucio de tiempo; y el otro una boina negra, bien calzada. Salté de la caja de la chata y caminé hacia ellos. ―Buenas tardes ―saludé. ―Muenas ―dijeron a duo. ―Está fresco ¿no? ―comenté, para iniciar un diálogo. ―Ajá ―afirmó uno. ―Ta fresco ―dijo el otro. ―¿Usté es de por acá? ―me preguntó el de chambergo. ―Nací cerca de Embalse, pero hace como treinta años que me fui a Buenos Aires. ―¿Y estraña? ―interrogó el de la boina. ―Mucho ―dije. ―¿No l’entran ganas de volver al pago? ―continuó. ―Qué sé yo ―contesté, dudando ―. Muchas veces. Pero ya hice mi vida allá.... ―Sé lo que debe de sentir. Acá ande me ve, yo supe venir de Kruger 60. ―¿De dónde? ―pregunté, confundido. ―Kruger 60. Un sistema binario, como a unos cuatro pársecs de acá. ―¡No diga! ―acoté, divertido, a la espera de una de esas deliciosas historias exageradas de los serranos. ―No le déa pelota ―dijo el viejo de sombrero ―. Está macaneando. Sonreí, y le seguí el juego al otro. 51


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―¿Y hace mucho que vino para acá? ―pregunté. ―¿Sabe que mi’olvidáu? Ha de hacer como cien años. Por el gobierno del Granomar. ―¿Quién es ese? ―Vendría siendo como un rey de allá. ―Ah… ―Acá ande estamos eran campos jundamentalmente de don Zárate, crestiano poco avispáu, al que cachó la lú de un oni allá por el cuarenta, cuando se fue a bichar arriba, ande hay un abujero ―dijo, señalando la cima del Uritorco. ―Cáiese. Déle sosiego al amigo ―intervino el otro viejo. Yo seguí: ―Mis primeras épocas en la Capital fueron duras ¿A usted le pasó lo mismo? ―Figúrese que han sabido ser tiempos escuros. He vivío rigoreáu por la pobreza y doblando el espinazo pa’l trabajo ¡Macana! Me escuendía, por que le teníba muy mucho miedo a los humanos. Pero resulta ser que hará setenta años caió el amigo ―dijo, y apoyó su mano sobre la pierna del viejo de chambergo ―. D’entrada empezamos mal porque l’hombre ha sabido ser medio trastocáu… ―Quévaser ya que el zapato tenga el taco adelante…― masculló el otro. ―¿Y volvió alguna vez? ―acicatié al de boina. ―¿Quéloque? ―Si volvió a su planeta. ―Ajá. Tres vece. La última hara unos quince años. ―¡Carajo! ―se fastidió el otro viejo. ―¿Y? ¿Qué tal? ―insistí. ―Ta muy cambeado. ―A mi me pasa ―dije ―que añoro gente que se fue y tengo nostalgia de lugares que no son los mismos. Por más que vuelva al pago, ellos ya no están. Y entonces me agarra cierta congoja… ―¿Lo ha visto? Mire que soy fuerzudo, pero el nudo acá ―y se llevó la mano a la garganta ―se ajusta cuando mi’acuerdo de los que han sabido quedar allá. 52


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―¿Familia? ―Más los amigos, veintitrés mujeres y dociento setenta y ocho hijos. ―¡Y lo dice sin turbearse! ―gritó el otro. Y agregó, dirijiéndose a mi ―. No le lleve l’apunte a este viejo. Me reí, y agregué, tratando de cambiar de tema: ―Así que es cierto lo que dicen. ―¿Qué cosa? ―preguntó el de boina. ―Los avistajes de ovnis, ―Tal cual. En cuantito haiga entráu el sol, va a estar pasando por acá arriba el oni de las siete menos cuarto. ―¡Pero la puta! ¡No invente más! ―se enojó el de chambergo. Se levantó y tomó al otro por el brazo ―. Venga. Y dirigiéndose a mi agregó: ―Losotro los vamo pa’las casas. Si a éste lo sigo dejando hablar, a usté no lo salva ni la polecía, mire. No es de buen crestiano burlarse de los demás. Tenga güenas tarde, joven. Mientras decía esto, se quitó el chambergo en señal de saludo y respeto. Las branquias en su coronilla se abrieron y cerraron dos veces. Me pareció que guiñaba los ojos izquierdos de los tres pares que, mientras hablamos, estuvieron ocultos bajo su sombrero.

El ángel terrible Uno El hombre amaba los textos de Yasunari Kawabata. Llevado por su «País de nieve», viajó a Japón y visitó, en enero y con un frío intenso, las montañas donde jóvenes mujeres vírgenes, en la penumbra de sótanos asfixiantes de humedad y calor, sumergen los capullos en agua hirviente, devanan la seda Chijimi y tejen las finísimas telas que luego son puestas a secar, un día y una noche enteros, sobre la nieve pura hasta que adquieran la blancura inmaculada y se impregnen del Yuki no seishin, el espíritu de la nieve, y lo transmitan a quienes las vistan en los tórridos veranos de Tokio. El hombre bajó del tren que lo llevó a las montañas y buscó, 53


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en las posadas, a su geisha Komako. La encontró: se llamaba Aiko. Pretendió el mismo amor puro, bello e intocablemente perfecto de los personajes de Kawabata; pero la primera vez que Aiko se desnudó frente a él, desechó cualquier ceremonia y sucumbió a la fragilidad y la delicadeza desenfrenadas que encontró bajo la máscara de recato que el estereotipo social imponía a la joven. Y se quemó en su llama apenas estuvo dentro de Aiko por primera vez y ella lo envolvió con sus piernas mientras acariciaba suavemente su boca. ―Llévate mis lágrimas contigo —dijo ella. Y fue la última vez que habló. El hombre se quedo para siempre a su lado. Nunca más hubo palabras entre ellos. Y su amor cristalizó en algo mucho más hermoso que la mismísima seda Chijimi. Dos El hombre veneraba a Baudelaire. Él, como el Poeta, rechazaba la idea clásica de que lo bello se hermana con lo bueno, el kalos kai agathos, y estaba convencido de la necesidad viva de encontrar el lado oscuro, reprimido y peligroso del amor. Viajó a París y vivió, apenas con lo puesto, en el viejo Barrio Latino. Conoció a su Jeanne Duval en un antro de la Rue Séguier, casi llegando al río. Se llamaba Elènne y no era mulata, sino mora. Vivieron juntos todo un invierno, en una habitación prestada con ventanas sin vidrios. Cuando se acabaron las pocas maderas que, para calentarse, quemaron sobre el piso de mosaicos gastados, se desnudaron bajo dos mantas raídas, y encendieron el amor. Ella lo hacía estremecer cuando bajaba sus manos y palpitaba cuando el, con toda suavidad, pellizcaba sus pechos. Matizaron sus propias bellezas con lo inesperado, la sorpresa y el estupor. Se sedujeron y se fundieron en el éxtasis, buscando, de manera consciente, ser destruidos por la cautivante intensidad de aquellas horas de frío. Baudelaire decía. La ciega polilla vuela hacia vos, candela.

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Crepita, brilla y dice: ¡Alabemos a esa llama! El amante jadeando sobre su hermosa; tiene el aire de un moribundo que acaricia su tumba. Llegaron a reírse del Poeta. Cada uno de ellos olvidó su yo en la carne del otro. Sin embargo, al llegar la primavera, Elènne reivindicó su derecho a marcharse. Él hombre ―que había sido tocado por esa arrebatadora visión de lo perfecto, que se había balanceado durante tres fríos meses entre lo sublime y lo diabólico, lo elevado y lo grosero, el ideal y el aburrimiento angustioso— entendió, de golpe, el espanto del juego del amor: era preciso que uno de los dos jugadores perdiese el gobierno de sí mismo. Como la polilla hipnotizada por la irresistible belleza de la llama, debía pagar el precio más alto: saltar al abismo y librarse al espasmo de la muerte. En la mañana, encontraron su cuerpo desnudo flotando en el Sena. Sonreía. Tres El hombre reverenciaba a Rainer María Rilke. Buscaba el amor como si fuera su patria, con el muy íntimo deseo de que se pareciese a la soledad de su infancia. «La única patria feliz es aquella formada por niños», decía Rilke en sus Cartas; y hablaba de la necesidad de buscarla para encontrarnos a nosotros mismos, lejos del mundo marchito y convencional de los adultos. El hombre remontó la marea de los años y se rodeó de desconsuelo («La tristeza también es una ola»). A pesar de quedar encerrado en laberintos indescifrables, hizo esfuerzos sobrehumanos para salir adelante («Convierte tu muro en un peldaño»), Estuvo en los lugares en los que vivió el Poeta: Praga, Sankt Pölten, Worpswede, París, Duino. Un día cualquiera, ya pasados sus cincuenta y en Múnich, encontró su Lou AndreasSalomé. No se conoce su nombre. Era hermosa. Viajaron, siguiendo los pasos de Rilke, por Italia y por

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Rusia, por Dinamarca, Suecia, Holanda, España y Suiza. Primero fueron amantes. Él le recorría la piel entera con su lengua, degustando sus sabores y sonriendo con cada uno de los escalofríos de ella, en ceremonias que podían durar horas. A su turno, ella jugaba con su boca y le arrancaba gemidos imperceptibles. El amor consiste en dos soledades que se defienden, se delimitan y se rinden homenaje. Luego fue su amante y su amiga. Su hermosura, abonada con una extraña felicidad, crecía hasta que al hombre se le hizo insoportable. La belleza es el principio de lo terrible. Todo ángel es terrible. El hombre encontró al amor, a su patria y a la soledad de su infancia. Ella murió. Su tumba está en el cementerio de Rarogne, en Valais. Descansa a pocos metros del Poeta. Ahora, el hombre mira por la ventana. Afuera caen pequeños copos de la primera nevada de este año. Tras los barrotes de la ventana, los jardineros limpian el parque de césped cuidado y amarillo. Más allá, tras las rejas, los autos pasan por la avenida fría, tan lejos del hombre como si estuvieran en Marte. El enfermero de las cinco de la tarde abre la puerta. El hombre ni siquiera le presta atención.

Un elefante de lo más extraño ―Y dígame, ¿por qué deberíamos contratarlo para nuestro circo? ¿Qué sabe hacer su elefante? ―dijo el Gerente, mientras mesaba su bigote estilo francés. ―Mi elefante trabajó en la Carpa de los Hermanos Kauffman, en el Rodeling Brothers y en el Zarabanda Circus. Actuó, inclusive, en los Sábados Especiales de Canal Doce. Mi elefante sabe hablar. Pide su comida y canta la Marcha Peronista; insulta a los pelados y a las viejas; y es capaz de despertarlo, a la 56


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mañana, imitando a un gallo ―explicó el hombre. ―¿Ah, si? Interesante. ¿Y ese es su elefante? ―Si. Ese es. Se llama Pólux. ―Es un tanto chico. ―Los hay de varios tamaños. ―¿No debería tener trompa? ―No necesariamente. ―Me lo hacía de un color diferente. No sé…Gris, digamos. ―Hay de varios colores. ―Y las orejas, ¿no suelen ser más grandes? ―Mi elefante no tiene orejas. ―Mire: hasta donde sé, los elefantes no tienen plumas. ―¿Qué quiere decir? ¿Que mi elefante es falso? ¿Que soy un mentiroso? ¿Que quiero estafarlo? ―No, hombre, no se enoje. Es que a su elefante lo veo raro. Se parece a un… loro. ―¡Me ofende! ¡Retiro la oferta! ¡No sabe usted lo que se pierde! ¡Ya vendrá a buscarnos y tendremos el placer de cerrar nuestra puerta en su cara! ¡Vámonos! ¡Pólux, demuestre que es educado: salude al señor! ―Chau, bigotudo. Ni un mísero maní me diste, amarrete ―saludó el elefante.

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Juliana Cรณrdoba


Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1974. Durante muchos años trabajó en una importante librería del Gran Buenos Aires, lugar en el adquirió su pasión por la lectura. Estudió lengua y literatura y se desempeña como docente de nivel medio. Si bien siempre fantaseó con la idea de escribir, fue recién en el marco del Laboratorio literario San Martín Lee, que coordina, donde se animó a dar forma a sus ideas. julianacordoba1974@gmail.com


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Nochebuena A Emiliano. La primera vez que pasé por aquel lugar, apenas significaron una imagen triste de las tantas que denuncian la indiferencia de una realidad despiadada. No fueron más que parte de una masa amorfa sin identidad, dolorosamente anónima. Con el tiempo, se volvieron una constante y más tarde una preocupación. Había algo en ellos que despertaba en mí un sentimiento que iba mucho más allá de la compasión y mucho más allá de la culpa. Me había encariñado con ellos, los respetaba. Y debo confesar que alguna vez sentí envidia de la paz con la que parecían vivir. Nunca los miré abiertamente, una especie de pudor me impedía hacerlo. De pudor y de vergüenza. Porque, de alguna manera, eran mi responsabilidad. Y me ponían en evidencia al volver palpable injusticia de la que soy parte. Entonces, en cada noche desangelada, en las tardes de tormentas interminables o en mañanas de calor apremiante, trataba de imaginarme cómo estarían enfrentando esas inclemencias. Pensaba mucho ellos. Eran dos. Una mujer y un hombre. Una pareja. Una pareja muy joven. Apenas habían dejado la adolescencia. Y estaban solos. Solos pero muy juntos. Nunca los vi sino así, en comunión. Eran una unidad. Llegué a pensar que no podrían existir fuera de ese lazo. Que eran una sola cosa. La inmundicia que los rodeaba no alcazaba a tocarlos, de alguna forma inexplicable lograban mantenerse a salvo de la oscuridad. Y el pedazo de cemento que les había tocado en suerte ahí, debajo de ese puente, donde también había otra gente, se distinguía del resto. Estaba dispuesto con una dignidad admirable. Lo poco que tenían se veía prolijo y bien cuidado. Y habían improvisado unas paredes con cartones que les brindaba algo de intimidad y una, más pequeña, que dividía el espacio en dos. Se advertía que uno de ellos estaba destinado al descanso y el otro a distintos quehaceres. Y yo no dejaba de preguntarme cómo podía ser posible tener fuerza para intentar alguna forma de belleza, aunque sea una tan miserable, cuando el mundo se presenta como una devastación sin remedio. Pero todo esto lo pensé después. Después del episodio que los volvió 61


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visibles, en aquel el preciso instante en el que se transformaron en una verdad y se me volvieron carne. La llovizna, aunque suave, era una molestia persistente que aumentaba la neblina que esa mañana —como tantas— me impedía enfrentar el día con algo de esperanza. Hacía mucho que nada en mi vida estaba en su lugar. Y eso me volvía vulnerable. La gente en la calle se desplazaba torpemente, provocando que mi estado de ánimo empeorara. Todavía quedaba por delante una jornada infinita, plagada de obligaciones sin importancia pero que marcaban el ritmo de mi tiempo. Iba, como siempre, enfrascada en disquisiciones insignificantes (mis eternos soliloquios de fastidio) ajena a cuanto me rodeaba (salvo a ese parsimonioso andar de los otros que entorpecía mi propio andar) cuando de pronto los vi. Estaban tendidos, uno al lado del otro. El hombre, que parecía estar enfermo, dormía de cara al cielo mientras que la mujer, apoyada sobre su costado izquierdo, le acariciaba la cabeza con una ternura conmovedora. Fingí buscar algo en la cartera, con la intención de ganar tiempo y así poder presenciar ese momento un poco más. Un instante después la mujer dio vuelta lo que parecía ser un paño húmedo que cubría la frente del hombre; y luego comenzó a darle calor en el cuerpo con sus manos, mediante pequeños movimientos circulares. La situación, en apariencia, no revestía gravedad y era afrontada con la naturalidad propia con la que se convive con lo cotidiano. Se los veía tranquilos. Jamás una escena me había conmovido de un modo tan profundo. Ellos dos allí. Sumidos en una paz tan real que me parecía imposible, que me parecía imposible en cualquier circunstancia; y, definitivamente, impensable en ese lugar. Me sentí muy miserable. De pronto, todas las quejas (las propias y las otras) se volvieron irracionales. Y cada lamento, algo vergonzoso que deseaba ocultar. ¿Cuándo había sido la última vez que había compartido un instante de amor semejante, que había protegido al alguien de ese modo tan absoluto? De ahí en más, la pareja del puente se transformó en parte de mi vida. Pasaba por el lugar tan lento como permitía la discreción y, con el mayor de los disimulos, los observaba. Pero había épocas en las que necesitaba saber más sobre ellos; y, entonces, me sentaba en el café de enfrente y me quedaba horas descubriendo su mundo. 62


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Fue allí donde se me ocurrió la idea. Y donde, tiempo después, sumida en la nostalgia empecé a escribir esta historia. Fui testigo de alegrías y tristezas. De épocas difíciles y de algunos progresos. De discusiones y de llantos. Porque tenían momentos menos amables, como cualquier pareja, pero aun en ellos, pude confirmar siempre, el amor que sentía el uno por el otro. Habían transcurrido varios meses desde el inicio de esa vigilancia silenciosa, cuando una tarde que recordaré para siempre como una de las más oscuras de mi vida, «Se dictó la orden de desalojo contra los sin techo del puente de Antártida Argentina». Así versaba el zócalo que acompañaba las imágenes del hecho, al tiempo que una voz daba otras precisiones, que dejé de escuchar para atender a mis propias palabras, que luchaban por ordenarse en una idea más o menos coherente. Y a mis emociones, que no sabían cómo reaccionar. Por primera vez en mucho tiempo sentí ganas de llorar. Y me ganó una sensación de impotencia. ¿Acaso no podría haber hecho por ellos algo más provechoso que simplemente observarlos? La culpa hablaba otra vez. Y la tarde nefasta se transformó en noche de insomnio y mañana de averiguaciones sin respuesta. El tiempo fue pasando y, como ocurre con lo que perdemos de vista, me olvidé de la pareja del puente. Se acercaba la navidad, esa época del año en la que somos lo que deberíamos ser siempre. Una época en la que accedemos a mirar alrededor, desempolvamos recuerdos, surgen ganas de compartir, de hacer, de encontrar a Dios. Pensaba en eso, sin decidir cómo calificarlo, el día que volví a verlos. Después de tanto tiempo allí estaban. Instalados nuevamente debajo del puente, pero sin el resto de la comunidad de la que antes formaban parte. Dos seres completamente solos —aunque luego sabría que eso no era del todo cierto—. Entonces, la idea que hasta ese momento no había sido más que un arrebato de altruismo, resurgió del recuerdo, ganó fuerza y tomó su forma definitiva. Iba a regalarles una nochebuena. Aceptaron mi presencia como quien acepta un mandato divino: sin resistir. Me observaron desenvolver paquetes, tender manteles, acomodar platos, cubiertos y copas y adornos. Poner comida en grandes fuentes, encender velas, servir el vino y partir el pan La muchacha se veía muy cambiada. El vestido se ajustaba 63


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perfecto a su diminuto cuerpo, que por primera vez, se dejaba ver sin reticencias. Era una vestido sencillo, de un color muy claro, casi blanco. Me había costado elegirlo. Quería que fuera de su agrado, que la hiciera sentir cómoda. Pero no conocía sus gustos. Porque, cómo se puede adivinar el gusto de alguien que se viste de la caridad. Cómo puede conocer su propio gusto alguien que desde siempre se cubrió con las sobras de otros Estaba a punto de dejarlos para que inicien la celebración imaginada para ellos, cuando un llanto débil pero innegable se instaló en el silencio reinante. Me acerqué hasta el lugar del que provenía. Un cajón de frutas apropiadamente acondicionado acunaba, hasta hacía un instante, el sueño de un bebé. Solo atiné a agacharme y besarlo en la frente y como no tenía un regalo para ese niño que completaba aquella perfecta Trinidad, me quité la medalla de la virgen niña que me había acompañado desde siempre y la dejé a un costado de la cuna. A las doce en punto, desde el lugar que había elegido para verlos celebrar, levanté una copa imaginaria a su salud. Fue la más hermosa nochebuena de las que tengo memoria.

Igual a tu padre. La peor broma que el destino puede hacerle a un hijo que no conoce a su padre porque fue rechazado por él, es que el parecido entre ambos sea una prueba irrefutable (y despiadada) del lazo que los une. Y si, para colmo, por imprudencia o por malicia, la gente se encarga de resaltar su evidencia en cada oportunidad, aquello que en sí mismo representa un dolor indecible, se vuelve una tortura. Eso es lo que María tuvo que padecer al principio. El abandono, esa semejanza inapelable y la conciencia de ambos. Para las hermanas, la cosa fue diferente. En primer lugar porque, al menos durante un tiempo, que no fue bueno pero fue, convivieron con aquel padre indiferente; y en segundo, porque la genética resultó menos ingrata con ellas. Así es que María era la única de las tres que tenía que soportar la comparación constante y la falta de recuerdos. Era un dolor que no podía compartir con nadie. Y cuando a esa realidad se sumó el saberse concebida en la cárcel, una tarde de perdones pasajeros y necesidades impostergables, sintió 64


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que la vida se ensañaba con ella. Y entonces, al dolor se sumaron la humillación y la ofensa. Nunca hablaba del tema. Jamás preguntó nada acerca de esa historia. Afrontó su verdad con una entereza inusual. Pero hubo una vez, una única vez, en la que, adueñada por una voz que parecía ajena, llena de un odio antiguo, le respondió a una boca desconocida que resaltaba, una vez más, el parecido con el padre, que le era imposible confirmarlo pues no había tenido el gusto conocer a ese hombre. Lo dijo bien alto. Para que todos la escuchen. Para que la escuchen más allá de los presentes y más allá de ese instante. Fue la última vez que alguien le habló de aquel a María. Y la última vez que María se enfrentó con el dolor. Porque, a veces, se echan anclas que impiden el naufragio definitivo, que permiten soportar la angustia y seguir viviendo. Eso hizo María. Y para salvarse, empezó a fabular. Creaba historias y personajes imposibles y a otras Marías. De ese modo día a día les negaba la entrada final a la tristeza y a la muerte. Inventándose una vida distinta. Muchas vidas distintas. Para no caer. Y, en cada una de esas fabulaciones, esperaba que su padre volviera a buscarla. En algunas ocasiones, él era un marinero que estaba dando vueltas por el mundo; y, entonces, María iba al puerto una o dos veces al año; y se quedaba horas esperando un barco que no llegaba nunca. Otras, preparaba el té, puntualmente a las cinco. Porque el padre, que era inglés, maquinista en el ferrocarril, llegaría a visitarla en cualquier momento. Con frecuencia, las hermanas o la madre la encontraban sentada en soledad con la mesa puesta para dos y el té enfriándose en ambas tazas. Y cuando la interrogaban sobre el asunto, simplemente fingía no saber de qué le hablaban, o desviaba la conversación. Con los años, las fantasías ampliaron su dominio y se desplazaron hacia zonas más oscuras. Fue la época en la que empezó a hablar de Enrique, no el padre, otro Enrique, un amigo en el que nadie llegó a creer; y que, según ella, había prometido dejarle una herencia y que el dinero (la herencia era dinero) lo encontraría alguna noche en el incinerador de su edificio. Esto trajo serios problemas, porque María montaba guardias eternas delante de la puerta en cuestión para evitar que alguien se quedara con lo suyo. Pero ni Enrique ni la herencia aparecieron jamás; y luego de acusar 65


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a varios vecinos de haberle robado, y armar algunos escándalos, con el tiempo, justo cuando la familia empezaba a tomar el asunto con seriedad y se habló por mi primera vez de internarla, María olvidó el tema y retomó las antiguas y pacíficas fabulaciones. Pero la paz duró sólo un tiempo. Una noche regresó a su casa muy golpeada. Tenía un corte vertical en el antebrazo izquierdo. Era un corte profundo. Dijo que la habían querido asaltar, que habían querido robarle la pulsera de oro que llevaba puesta desde siempre. Y que ella se defendió. Pero la historia resultaba extraña y las alarmas sobre la salud de María volvieron a sonar. Meses más tarde (nadie supo nunca cómo fue que se le ocurrió aquello) consiguió que la tienda en la que trabajaba la trasladarse y se mudó al interior. La familia no estaba de acuerdo, pero la muchacha era mayor de edad y tenía derecho a hacer lo que quisiera. Al tiempo de estar instalada en ese nuevo mundo envió una breve esquela en la que anunciaba que había conocido a un buen muchacho, que se habían comprometido y que, si Dios quería y todo salía bien, se casarían el mes siguiente. Esta vez, en lugar de despertar alarmas, las palabras de la muchacha provocaron, primero, desconcierto y un gran alivio después. Porque esas pocas líneas, escritas con claridad y precisión, sirvieron para que la familia notara que María estaba muy cambiada. Y eso les dio esperanzas. Quizás, finalmente, los fantasmas del pasado habían desaparecido. Pero de no ser así, al menos ahora, habría alguien más para cargar con ella. Y con su locura. Lo cierto es que la fecha de la boda se acercaba, pero el novio permanecía en el anonimato. Era un total desconocido para la familia de María. Porque la pareja jamás aceptaba ir a ninguna de las reuniones a las que eran invitados para que, por fin, él fuera presentado. Siempre había una excusa. Pero el entusiasmo era tanto que ese detalle parecía un asunto sin importancia. La mañana de la boda María, despertó muy temprano y empezó con los preparativos. La madre y hermanas, que no habían podido viajar los días previos por asuntos que no supieron explicar o que María no supo entender, prometieron, sin embargo, llegar con el tiempo suficiente para ayudar en los detalles finales. Pero María quiso adelantarse. Fue hacia el armario y tomó el vestido 66


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muy delicadamente, como si de ese acto dependiera la suerte de su destino. Como si los hilos del entramado de esa tela blanca, transparente, unieran los fragmentos de un todo demasiado frágil. Con la misma suavidad se quitó el camisón y, practicando movimientos lentísimos que semejaban los de un rito religioso, dejó que su cuerpo entrara en el vestido, que ese género exquisito se adueñara de su piel. Se acercó al espejo, levantó la vista y contempló la figura esbelta y clara que allí se reflejaba. Permaneció un momento así, mirándose, mirando a esa mujer. Y de pronto, como si acabara de despertar de un mal sueño o estuviera recordando un episodio desagradable, se estremeció con violencia. Volvió a mirar hacia el espejo, desconcertada. Los ojos, fijos en la imagen, buscaban una explicación. María no alcanzaba a comprender dónde se encontraba, ni por qué estaba vestida de esa forma. Sintió que todo giraba a su alrededor y apenas pudo mitigar la caída tomándose del respaldo de una silla que tenía cerca. Cuando la madre y las hermanas la encontraron, todavía estaba inconsciente. María pasa sus días en silencio. De vez en cuando recibe la visita de caras que no conoce. Voces quebradas y ojos que lloran lágrimas que no la conmueven. No tiene calor ni frío. Nunca. Tampoco hambre ni sed. Pero una mano, que de tanto insistir ya le resulta familiar, intenta sin ningún resultado, que su cuerpo se alimente. Le pide que sea buena, la voz de esa mano le dice que si no hace caso se va a enfermar. Pero María no sabe qué es enfermar. Ni sabe qué es tener hambre ni sed. María solo sabe que está esperando. Que tiene un padre, y que lo está esperando. Porque su padre vendrá a buscarla muy pronto. Eso sólo sabe María. Solamente eso.

Velaré tu sueño La sangre brotaba incansable y la mujer no sabía qué hacer para detenerla. Limpiaba las heridas con cuidado, con mucho cuidado. Quería evitar que el hombre sufriera. Aunque en realidad no creía que él se estuviera dando cuenta de mucho. Había llegado un rato antes, en un estado de borrachera alarmante. Le costaba mantenerse en pie, y no pudo explicar qué era lo que le había pasado, cómo se había lastimado de aquel modo. La mujer lo desvistió muy lentamente. El cuerpo pesado le daba 67


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trabajo, y dos o tres veces soltó un insulto que escondía quejas y cansancio. No era la primera vez que el hombre llegaba en ese estado y, sin embargo, ella seguía sorprendiéndose. Quizás porque prefería darle a aquellos episodios un carácter eventual. Quizás porque se daba cuenta de que era un milagro que el hombre todavía estuviera vivo. Nunca había atendido sus consejos, parecía que no le importaba morir. Y la mujer no podía evitar esa punzada de dolor cuando advertía que él era incapaz de consentir a un pedido suyo, que era incapaz de cuidarse por ella. Fue hasta la cocina, llenó un fuentón con agua tibia y puso la ropa ensangrentada en remojo. Mientras movía el agua con parsimoniosos movimientos circulares, poco a poco se fue sumergiendo en sus pensamientos. Y como si ese movimiento fuera ejercido sobre los recuerdos, de pronto, imágenes y palabras olvidadas comenzaron a azotarla. Frotaba el pantalón mientras las escenas iban y venían. De las dos prendas, ésta era la que se había llevado la peor parte y la mujer no estaba segura de poder quitar todas las manchas. Mientras lo intentaba con todo su esmero, se hizo consciente la noche en la que le avisaron del accidente, y esa voz en el teléfono que pintaba un panorama macabro. Choque frontal, inconsciencia, huesos rotos. Y se recordaba a sí misma sufriendo, creyendo que había llegado el fin. Pero resultó que todavía no era la hora del hombre; y, después de cinco días en terapia y otros tantos en sala común, le dieron el alta. Y al poco tiempo, cuando las huellas del susto se borraron, volvió a las andadas. La camisa costó menos. Tenía sólo un par de manchas en las mangas que cedieron de inmediato. Cuando las ropas quedaron limpias y enjuagadas, las estrujó con todas sus fuerzas y las puso a secar cerca del horno, que ya estaba encendido. Regresó al dormitorio y comprobó que todo estuviera bien. Controló la respiración del hombre. Era una costumbre que nunca había podido modificar, la tenía desde siempre y le molestaba, porque en algunas épocas se volvía una obsesión. Podía tardar varios minutos en verificar si alguien respiraba o no. Cuando sus hijos eran pequeños, enloquecía de solo pensar que podía pasarles algo; y, en las noches de fiebre y respiración angustiante, vigilaba el sueño de los niños sin despegar los ojos de la cuna. Por suerte, esos sobresaltos habían quedado en el pasado. De sus hijos, ahora se 68


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ocupaban otras mujeres. Se recostó junto al hombre y dormitó un instante. La casa estaba hundida en un silencio profundo, alterado de vez en cuando por el estertor de un ronquido seco. No podía dormirse completamente. En un rato más debía despertar al hombre y no quería que se le pase la hora. Aunque, a decir verdad, hubiese preferido contar con más tiempo, le preocupaba que la ropa no se secara. Era una lástima no tener una de esas secadoras que muestran en la tele. Una de esas le hubiese venido muy bien para completar la tarea. Pensaba en eso cuando, nuevamente, la asaltaron ideas tortuosas. Qué sería de ella si al hombre lo abandonaba la suerte y le pasaba algo grave, qué sería de ella si él se moría. Cómo viviría, de dónde sacaría el dinero para el alquiler, para comer, para sus necesidades. Desde el despido no había vuelto a conseguir empleo y los hijos tenían sus asuntos, no iba a ser una carga para ellos. A lo mejor era por eso que aguantaba tanto. Por necesidad. Dependía del hombre y él lo sabía. Y se aprovechaba. Pero también la quería. A su modo, los dos se querían. Ya no estaban enamorados. Eso había quedado en el camino. Hacía tantos años que estaban juntos que le parecía imposible quererlo todavía y después de todo lo pasado, un milagro. Pero sí, todavía lo quería mucho. Le acarició el brazo para avisarle, aunque él no pudiera advertirlo, que iba a dejarlo por un rato y fue hasta la cocina a revisar la ropa. Aún estaba muy húmeda y quedaba poco tiempo. No iba a haber otro remedio que acelerar el proceso con la plancha. Pensó en lo fastidio del asunto. Tenía ganas de armar un escándalo pero no había tiempo para eso. Esta nueva rabia quedaría pendiente como tantas otras. Porque años de promesas incumplidas van dejando marcas y aparece la rabia. Años de soledad dejan huellas y esa rabia inicial, crece y se hace fuerte. Años en las sombras surcan heridas y la rabia, ya enorme e incontenible, se instala en el alma y se vuelve una figura totémica. Entonces la rabia deviene en esencia, deja de ser un estado y se convierte en una identidad. Y hace crecer unos dientes muy filosos, muchos dientes que quieren lastimar. La rabia se hace carne y es espíritu. Y es la única verdad. La Mujer terminó de secar la ropa con la plancha, quedaba apenas un dejo de humedad como rastro de esa noche enrarecida. Ya era tarde y decidió despertar al hombre. Recién al quinto intento, 69


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que incluía sacudidas y llamados suplicantes, éste abrió los ojos y de a poco se incorporó. Ella lo ayudó a vestirse y lo condujo a la cocina. Sirvió un café bien cargado y lo obligó a tomarlo. El hombre sorbía con desgano, había recuperado un poco de energía y lentamente volvía a la realidad. Pero seguía borracho. La Mujer le ofreció lo que había sobrado de la cena, pero la simple idea de comer lo llenó de asco y lo rechazó categóricamente. Con esfuerzo terminó el oscuro brebaje mientras ella, comprobaba que las heridas no siguieran sangrando. Al rato se despidieron sin señales de ternura y él se marchó. Por fin, acostada en el silencio de la noche, la mujer se permitió llorar. Antes de quedarse dormida le pidió al cielo que la esposa del hombre no se despertara al oírlo entrar. Por suerte las prendas habían quedado impecables, su diligencia evitaría, una vez más, que aquella sufriera un disgusto. Sabía, perfectamente, que una impresión semejante podría matarla de un susto. La esposa era la más débil de las dos. Y ella siempre había tenido que protegerla. Ser su ángel guardián y velar sus sueños.

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Loreto Di Mascio


Nació en Pettorano, Italia, en 1947 . Vive en Argentina desde 1950 y está nacionalizado argentino desde 1978. En la actualidad, vive en Villa Bosch, San Martín, Buenos Aires. Es Profesor de Acordeón a piano, Técnico Mecánico y Proyectista de Herramientas, Analista de Procesos Industriales. Trabajó como Docente Técnico a cargo de los Trayectos Técnicos Profesionales Instituto La Salle San Martín. Participa en el Laboratorio Literario San Martín Lee desde 2016

loretodimascio@hotmail.com


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Entre el muro de Trump y la zanja de Alsina Mañana de sábado. Andando en busca de un cura sanador, por la costa bonaerense, me comentan que el obispo de Chascomús, no se sabe porqué, lo había enviado a otra diócesis. Caminado, como volviendo a casa, un hombre de a caballo, sin mucho apuro, me saluda con un —Buen día Don ¿En qué puedo servirlo? Parece usted un pueblerino en busca de algo. —Sí, soy de Buenos Aires. Lo buscaba al cura ese, Gallego, para conversar con él sin nada particular que preguntar. —Mire mi amigo, lo han sacao. Y su obra está muy abandonada, si anda con ganas de desembuchar o de oír, véalo a Don Lucindo Morales, gaucho sabedor y leído sí los hay, buen hombre de consejo. Si es gustoso, lo acompaño hasta su rancho. Me pareció interesante conocer a Don Lucindo; y así nomás, en ancas del tordillo , me dejó junto al palenque en la tranquera del rancho. La jauría me recibió detrás del alambrado. Por suerte, los animalitos ladran y se enfurecen solo de ese lado. A los «¡Juira, juira, juira!»; un gaucho de pilcha turca, alpargatas rueda y luna y sombrero de alas anchas, se acercó a la tranquera, preguntando —¿Que lo arrimó a mi rancho? Estoy para servirle. —Ando buscando a un tal Don Lucindo. Estoy de paso, y me han dicho que recibe con bondad a quien quiera conversar un tiempo con él. —Ha dado con un servidor. Pase, que los chocos están bien alimentados y se aquerencian con todos. Tome asiento, nomás. Caliento el agua y amargueamos, si es que gusta —Sí, sí. Con mucho gusto. —Mire. mi amigo, usté va a tomar los mejores amargos, no es por la yerba ni por el cebador. June el mate ¿Se imagina de qué madera esta hecho? —No, no. Ni idea. —Esto es la bolsa de las criadillas de un ciervo de la zona. Cuando se faena, se corta, se la sopla como pa’agrandarla; y se pone al sol, a secar. Se cura un tiempo, y….¡listo pa’cimarronear! 73


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Mateamos a la sombra de un paraíso, con galleta de campo. Me contó de la tierra del Tuyú y sus pesares. Listo como para entrarle a la conversación, observé dos coloradas y una bataraza picoteando las migas sobre el piso de ladrillos. Un gallo de cresta bien colorada y plumaje multicolor, que orgulloso de sus espolones salió detrás del brocal y daba vueltas a las picoteadoras gallinas, como eligiendo dónde dejar su galladura. —Bueno, ¿anda siempre por esos pagos? —Sí. Paso los meses de verano en esta costa. Lo hemos elegido, con mi esposa, en 1983. Más precisamente el 10 de Diciembre de ese año. —Ajá, cuando estrenábamos presidente democrático. —Sí, sí. — Parece reciente, pero…cuántas cosas han pasado en el mundo en tan poco tiempo. —Y, sí. Los cambios parecieran venir más rápido, pero siempre revolotean pal mismo lao. Todos, por estos días, se andan preocupando por los destinos de la tierra, dispués de un tal Tramp. Pero yo le digo, mi amigo, que eso del paredón es muy antiguo. Dicen que ya lo hacían antes de cristo, mucho antes, en China; para el resguardo creo de los Mogoles, que andaban saqueando por esas tierras; porque eran de no quedarse en el mismo sitio, y eso que no les faltaban yuyos ni bichos pa’comer. Y qué de las ciudades amuralladas, pero con protecciones, que los barrios cerrados de hoy son un tranco e pollo. Viendo que don Lucindo andaba con ganas de hablar, y me parecían interesantes sus comentarios, me animé a preguntar —¿Qué opina, usted, de esto de andar cerrando fronteras? Cambió la yerba como para pensar, y me respondió —No lo ande buscando lejos ni tampoco hace tiempo, como lo fue ese muro que separó la Alemania. Mire usted, le decían el muro de la vergüenza, y cuando un cura polaco participó en la cosa pa’venirlo abajo. Hasta fue un negocio que sus cascotes se vendían por eso que le dicen intermé. Y si anda por esos campos, hoy alambrados, trate de hacerlo con gente baqueana; no va ser que se entranque en una de esas zanjas, que le dicen las de Alsina. —Don Lucindo —dije—, algo he leído de esas zanjas. Si es gustoso, ¿me cuenta cómo fue la cosa? 74


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—Mire, anduvo siendo por el mil ochociento y tanto. Mi abuelo, en ese tiempo, andaba como mensual de estancia o algo parecido. ¿Sabe de lo qué eran esos gauchos? —No, no lo sé. —Bueno se lo digo en unos versos. Y así recitó el hombre En un catre pobretón hecho con toda rudeza; y allá, en l’última pieza que está pegada al galpón, allí duerme el pobre peón, o sea, el mensual de la estancia, el que se crió en la inorancia; pero al trabajo arremete, aquel que ensillando el flete no le teme a la distancia. Y me contó lo siguiente —Los malones arremetían cuatreriando ganado, no solo pa’comer; sino que lo vendían; a menudo por el cuero, nomás. Hasta cuentan que en Chile compraban el ganado robado. Y, en ocasiones, los malones se alzaban con las mujeres, las esclavizaban y las jóvenes las entregaban pa’servir a los placeres de los hombres. Parece que en esos tiempos se quería conquistar el desierto, que asigún me anoticié, no era solo al sur del Rio Negro. Y como copiando a los chinos, pero a lo gaucho, pensaron cavar con picos y palas de mano, zanjas, que no permitan pasar pal’otro lao. El mentor de la cosa fue un tal Adolfo Alsina, creo que Avellaneda le había confiao la milicada. Se pensó en un tramo de 150 leguas, que en poco tiempo fueron cavadas. Comenzaba por los pagos de Bahía Blanca hasta el sur de Córdoba, y comentan que un tramo andaba por Mendoza, pa’evitar la vacada a Chile. Se la llamó en su tiempo la línea entre la civilización y la barbarie. Muchos gauchos se conchabaron en la obra, y su costo fue alto; no solo en dinero, porque algunos de la peonada dejaron su osamenta, pero eso a quien le importaría. Y así anda la cosa, nada cambia. Los crestianos leen la historia, presumen de inteligencia y andan haciendo las mesmas cosas. Es como tener 75


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el mismo mancarrón, con distinta montura. Esto del Tramp, parece que un tal Nostramadus, que hablaba del futuro allá por el mil quiniento, algo había dicho que sucedería por estos tiempos con un fulano como este. Pero sin desensillar ante de tiempo; le digo que si levanta el paredón pa’separar el norte y sur del Rio Bravo, hay que mirar muy bien la cosa, no va ser que algún peludo quiera horadar el muro pa’seguir pasando el oro y la plata pal norte. Sin darme cuenta, el gorjeo de las palomas monteras en el álamo plateado, iluminado por el sol que caía sobre el oeste, anunciaba la entrada del anochecer de un día que no había transcurrido en vano. Don Lucindo me acompañó hasta la tranquera en el camino vecinal. Al saludarnos con afecto me dijo: —Si anda por aquí algún día, abra la tranquera; no tema adentrarse. Y si tiene suerte, tal vez le pueda ofrecer compartir un costillarcito de viracho a las brasas. Nos despedimos con un apretón de manos. Comenzamos a caminar, y sin quererlo nos dimos la vuelta juntos, levantando la mano derecha, como en señal de amistad. Queda en mi retina la figura de un hombre cabal y el brillo de la palta de su facón enfundado, atravesando su rastra con monedas de níquel. Volviendo como de la Escuela del simple saber, ando con ganas de volver para seguir escuchando de la pedagogía de Don Lucindo Morales.

Horizonte Te miro en el amanecer de un verano detrás de una playa bonaerense. El tenue rojo blanco de las olas pinta sinfonías de colores en un tranquilo mar. Solo se oye el graznido de los gaviotines en busca de alimentos, abandonando su hogar en los tamarindos. A lo lejos, en contraluz, distingo las siluetas de trasnochados enamorados que resisten entregarse a los brazos de Morfeo. No me canso de mirarte, porque veo en vos la línea del tiempo de mi vida. Porque todo mi andar esperanzado encontró en vos la respuesta, que no siempre fue la esperada. 76


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En algunos paréntesis en el llano y sinuoso camino, miro hacia atrás oteando a la distancia el tramo recorrido para ver las simientes arrojadas al viento enraizadas en flores y espinas. Y me contento pensando que hasta el más hermoso pimpollo, en su tallo también a las espinas da cabida. Y como si fuese una ilusión óptica, veo en el mar el barbecho fértil de mi Patria Argentina, que grita a los cuatro vientos «¡Seguí arrojando semillas!». Para que la cosecha de los que vendrán sea abundante y mejor repartida. Hoy camino con la esperanza activa, elevando, en silencio, una oración laica por la paz de la humanidad que no encuentra su camino. Esperanzado en que los que vienen detrás, cargados de nuevas semillas, te descubran, porque siempre estarás a igual distancia de todos.

Villa cariño Naciste recostada en la falda del Aeroparque porteño. Refugio nocturno de amores de mi lejana juventud. Golpeada por el autoritarismo y la persecución de la falsa moral. Renaciste más de una vez, sin perder los recuerdos guardados en tus entrañas. Conocida, en toda América, en la voz de Hernán Rojas y los acordes de la cumbia. La brillante luz de las balizas en la aeropista, contrastaban con un cielo salpicado de estrellas que invitaban al amor Para habitar tu geografía, solo eran necesarios cuatro ruedas y luz de reglamento. Las noches sabatinas llamaban al íntimo encuentro con buena compañía, saboreando un licor y un suave bolero de Chucho Navarro con su trío. La respiración agitada, el corazón galopante y la sed por el amor carnal aquietaban las hormonas a flor de piel sin reparar en el tronar de las turbinas. 77


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En los amaneceres de verano, cuando los parpados bajaban como pesadas cortinas, el sol saliente, como telón de fondo; derramaba, en las turbias aguas del Plata, destellos de luz como escapados de un crisol de oro fundido. Hoy, no sé cuál ha sido tu destino, pero te recuerdo, Villa Cariño. Porque sos parte de la historia de mi andar vagabundo. Y, bajo el puente de tu ladera envejecida, persiste, como pintada en la piedra. La puerta del Guindado, que se resiste a los tiempos erosivos. Y por esas cosas del destino, conviviste junto a los restos del Hansen, sin saberlo. Porque las cosas de los hombres, el tiempo las guarda. Y los recuerdos las hacen renacer para que permanezcan en la historia.

Vivenncias ocultas en las rías del Tuyu Pasados algunos meses del encuentro con don Lucindo Morales, me rumeaba la idea de volver a encontrarme con él, en su rancho. Fue así que una mañana temprano, que nubarrones negros avanzaban del sur, cubriendo la risueña salida del sol que despuntaba en el horizonte del este, le ganaron la partida y se adueñaron de su luz. La alegría del canto de calandrias y benteveos, llamadores matinales de bonito plumaje, parecía también perderse, dando paso a los cuatro sapos de mi jardín que se alistaron como para un banquete. Esto, que sucedía todas las mañanas, apenas se terminaba de regar, simplemente se había adelantado. Al poco tiempo, los relámpagos previos a los truenos dejaron caer una nutrida lluvia. Por la tarde, la arena mezclada con arcilla había filtrado el agua de lluvia, lo que me animó a explorar el camino con mi bici. Llegué del otro lado de la ruta, y me le animé al camino que me dejo en una tranquera. Un viejo cencerro en el palo y el espanta ganado del piso, me llevo a pensar que los rebaños se los sigue, tal vez, con un rastreador satelital. Entonces, moviendo varias veces el viejo instrumento 78


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musical, me quede esperando. Me aprestaba para la vuelta, y escucho —No ensille y adentresé, que el rancho es pobre pero el corazón es grande: Y aquí no le ha de faltar mate amargo, tabaco y tema que conversar. —¿Coma andan las cosas por aquí, don Lucindo? —Me ha tirao un verde pa’recoger un maduro. Le acepto el envido, si me acepta un contrapunto. —Claro que sí. Convenido. —Pero antes va una propuesta, si es que se le anima. —Vengo de traer un huevo pa’comerlo rivuelto con tocino. Anduve esperando por largo tiempo se aleje el charabón pa’sacarlo. Sabe que esos bichos de alas atrofiadas, cuando se le enfrenta un choco, de una patata seguro lo mata. También son muy curiosos. Le dan a los ojos con puntería y les encanta todo lo que brilla. Tenga cuidado. Si gusta, le entramos junto con un lucera amargo, para luego darle rienda suelta a la sin hueso. Y si anda con ganas, péguele una vuelta al cuadro e tierra. Son dos hectáreas, y cruzando el tranquerón comienza el campo de pastoreo, mientras me arrimo pa’la cocina y preparo este manjar campero. —Gracias, con gusto andaré mirando. Comencé a caminar y me quedé asombrado al ver dos colectores solares fotovoltaicos, y siguiendo los cables me llevaron a un viejo galpón, donde contrastaba lo antiguo y lo más nuevo: una fragua de fuelle a carbón mineral, una bigornia sobre un tronco, medio chueca por el uso, un viejo arado mancero, monturas de piel de ovejas, un generador de corriente con apariencia de no ser usado; y, en otro lado, prolijamente instaladas, las baterías de acumuladores de corriente continua, una fuente transformadora para 220 volt corriente alterna y un tablero eléctrico con todas las protecciones. Salí, sorprendido, del galpón y mirando la fronda de un viejo tala, vi un termosifón solar que alimentaba la casa con agua caliente. Nos sentamos a la mesa y don Lucindo cortó un salame criollo y un queso de oveja, con un aroma que se mezclaba con el plato fuerte, invitando al paladar a sabores desconocidos para mí. 79


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Al finalizar el atracón, sacamos a resguardo, cada uno, un sillón de junco trenzado, y como primeriando me dijo —Me ha pregutao como anda la cosa por estos pagos, tal vez le parezca que el creador por aquí no paso. Yo he nacido en el pago de Madariaga, tierra de paisanos, poetas y cantores. De pibe fui boyero en una estancia ande vivía junto a mis viejos, que fueron puesteros, aprendí del alambrar, de la yerra, la castración de rodeos de cría con enlazada. Ya de joven andaba con los Peraltas de molinero de agua pa’los jagüeles, y los pozos, con bombas de mano, en las casas. Me le anime a la doma y, de tanto en vez, corrí algunas cuadreras en lo Juancho, junto a la pulpería de don Flilomeno Sosa. Fue en ese boliche ande la vi por primera vez a la Rosaura, paisanita joven y linda, hija de del gringo Filomeno. Me le acercaba siempre que tenía tiempo, y, esperando verla, me tomaba algunas giniebras con otros cristianos. En esos tiempos, las bebidas con alcohol venían en porrón, y las custodiaba el pulpero del otro lao de la reja. ¿Sabe? algunos paisanos, en oportunidades, sabían quitarle el porrón al pulpero. Y bueno, la cosa se ponía fieraza y se solía mostrar el filo de los facones. La cosa es que, persistiendo en eso de levantarle el ala a la Rosaura, en una tarde de calor, el gringo Filomeno, tal vez yendo pal escusao, me la dejó lista pa’un beso, esos tipo sopapa, y de ahí comenzó la romanzada. Un día me la enanque en mi flete pinto, que era un orgullo en toda la zona, igual al del general en la foto tan famosa —usté sabe que el general era del arma de infantería, pero amaba los caballos; y asigún decían en un salto con su pinto se aplastó los testículos y, bueh, qué le voy a contar—. La cosa es que con la Rosaura nos pasamos un día en mi rancho, pero ella me pidió hablemos con el gringo, y así nomás lo encaramo junto y no fue difícil que nos de la bendición con palabras muy sentidas: «Vea, mi amigo, la Rosaura ha quedao sin madre de niña, y no es mujer pa’una sola noche. Cuídela. Dele buena vida. No la apene con cosas materiales. El amor es cosa seria pa’andar embarrándolo con oro. Ella sabrá quererlo; y, de seguro, tendrán buenos y lindos gurises. Y usté, m’hija, séale fiel a su hombre, con quien se ha elegido. Sea buena esposa, y madre fecunda. No se olvide de su mama y tenga 80


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presente a su tata; que, mientras viva, la recordará siempre. Si anda caminando estos pagos acérquese a saludarlo y cuando el haya partido a las pampas de su creador, échele unos rezos». Nos juimos juntos. Con los troncos de un tala hicimos una sacha cama; con la esquila, un lugar blando pal descanso; y así, embarbascaos, vivimos viendo crecer tres gurices gauchos. Por esas cosas de la vida, en el cuarto embarazo las cosas no andaban bien. Me aconsejaron consultara con un médico de Ajó, y nos fuimos con mi cumpa, en una estanciera. Al verla el dotor, y meta preguntas, me pidió la dejara sola en la consulta. Al poco tiempo, me llamó y me dijo: «Mire, mi amigo, el tiento viene embarrado y hay que agarrarlo con los dientes. La cosa es seria, y tendrán que ver si podemos salvar al gurí o la madre». De una y sin preguntar, la Rosaura retruco: «¡Yo nací hembra pa’parir, y he de partir pariendo, pa’dejarle a esta tierra un hombre gaucho y de ley!». Al irnos, durante todo el camino, me encomendó la tarea de padre y madre. Le digo, mi amigo, que hoy los recuerdos me tocaron hasta el tuétano. Y, pa’terminar, antes que caiba la oración, le digo que un día volviendo de Lavalle, me adentre al camposanto y vide que el palo vertical de la cruz de álamo tenía cuatro brotes y despuntaban verdes hojas, me santigüe, y le encomendé el alma a su creador. —¡Pucha! ¡Qué fue profundo el recuerdo! Pero le debo el contrapunto. Y yo elijo el día y el lugar. ¿Qué le parece la Tapera de López, con unas lisas a la parrilla, el jueves que viene a las diez de la mañana? —Pues meta. Pero usté será el de la contada. Nos despedimos, con los ojos brillosos y un fuerte apretón de manos.

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Lourdes Ramognino


Nació en Villa Ballester, Buenos Aires, Argentina en 1995. Escribe desde los doce años. Obtuvo los siguientes premios: Cuarto puesto en los Torneos Bonaerenses (2008), Mención en el concurso UPCN (2011, Necochea), Mención en el concurso Ginés González García (2012), Cuarta Mención especial en el Certamen Literario del Centro Cultural Quequén (2014) y Tercera Mención especial en el 53° Concurso Internacional de Poesía y Narrativa Libro Digital del Instituto Cultural Latinoamericano (2015). Participó en la instalación “Descerrajando candados” sobre la temática “Violencia de género” en Santiago de Chile en el 2016, con el poema “Ni una menos, ni un golpe más”. Publicó poemas en el Semanario Reflejos de la Ciudad de Villa Ballester, en febrero de 2016. Participa del Laboratorio Literario San Martin Lee desde el año 2014.

lourdi5@yahoo.com.ar


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Emotiva memoria Juan Carlos tiene sesenta años. Está pelado, gordo, y tiene unos anteojos culo de botella que no le favorecen su aspecto. De lunes a viernes se sienta en una confitería, a desayunar, y toma un café oscuro (porque los escritores toman café oscuro) y un tostado de jamón y queso. Exquisito. Saca su libretita, esa que tiene desde los doce, y que encontró tirada hace un año adentro de la caja de las piedritas de su gato Matusalén (Vaya a saber uno por qué había ido a parar allí). Juan Carlos tiene una meta: escribir la gran novela. Ésa que lo lleve a publicar, a hacerse rico y, por qué no, a tener una película basada en ella; o, por qué no también, una saga completa a partir de sus libros. Pero Juan Carlos tiene un problema: escribe para la mierda. Le pone onda, no es que no lo intenta. Invierte tiempo en ello, MUCHO tiempo. Incluso invierte más tiempo en ello, que en su mujer (¡Con razón ella le dio un ultimátum el domingo por la tarde!) Juan Carlos se sienta, de lunes a viernes, en esa confitería y hace los peores escritos vistos sobre la faz de la tierra. Siempre quiso tener el don de la escritura. Pero, como le dijo su esposa: «Juanca, no lo tenés. Te agarró el viejazo y la rebeldía, y decidiste jubilarte anticipadamente y pasar las mañanas sentado en un café y hacerte el Cortázar. Pero no te sale. Y nos hundís a los dos». Su problema es la forma de narrar o que no tiene historia alguna para contar. Alguna anécdota debe tener, pues todos tenemos anécdotas. Simplemente no encontró aún la GRAN anécdota. Juan Carlos va camino a fundirse económicamente. Él no lo sabe aún, porque en su vida tocó una calculadora, pero sus proyectos de escritura no son exitosos, la jubilación anticipada no le alcanza y se empeña en gastar hasta los últimos pesos en esa confitería barrial. Hoy, que ya no le alcanzan los billetes para pagar el café oscuro (El tostado ya lo resignó hace unos días) su suerte cambia. Mientras se termina el café que, al parecer, va a ser el último que pueda costear, ve a una mujer de cabellos oscuros, con un vestido floreado, blanco y celeste, y se retrotrae treinta y pico de años. El café se le estanca en el esófago. No es por la belleza de la mujer, sino por el símbolo que es ella. Así vestida le hace acordar a Clarita. Clarita era de esas nenas sonrientes y felices. Todo lo que 85


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tocaba, se convertía en oro (Bueno, excepto él). Cuando le regaló, para su aniversario de tres meses, ese vestido floreado, la sonrisa de Clarita iluminó la quinta de su tío en la que estaban. Parecía tan ingenua Clarita, creía que el mundo era un lugar de esperanza. Él recordaba, a la perfección, las florcitas bordadas en el vestido, el que acarició. Fue la última vez que vio a Clarita contenta; y fue la última vez que él fue feliz. Juan Carlos comienza a escribir cómo la mujer de su vida le rompió el corazón. Él cree que la película se estrenará a fines de Diciembre de este año.

La Teoría del Iceberg Avenida de los Incas al 4500 Jueves, 19.00 hs, aproximadamente. Espero en la parada de colectivo. Es un día soleado, con pocas nubes. Me asomo hacia la vereda para ver si el colectivo se acerca. Nada. Es jueves y hay demasiado tránsito en la calle. Vuelvo a mi lugar en la fila. Me disperso. Miro hacia la confitería. Es grande y hay mucha gente. En el televisor pasan algún partido de fútbol, que no logro comprender ni me interesa. Veo a un mozo llevar café a una mesa y a dos amigos, de unos cincuenta años, charlar. Será sobre política, será sobre el partido, vaya una a saber. Continúo inspeccionando el lugar desde mi posición en la fila. Estoy allí adentro y fuera a la vez. En ese momento, logro visualizar una mesa que llama particularmente mi atención. Una chica (A) está sentada del lado de la ventana, enfrentada a otro joven (B). Ambos parecen tener unos 20 años. Me pregunto si serán hermanos o tal vez pareja. Me inclino hacia esta última hipótesis, al ver que la chica juega con su pelo. Tiene un cabello lacio, castaño oscuro y lo mueve seductoramente. Dudo que sea un tic nervioso, más bien, A quiere conquistar a B. Ahí surgen otras hipótesis: «El chico es su novio», «El joven y ella están en las primeras citas» o «El chico es su amante». Parecen demasiado jóvenes como para tener amantes. Esas cosas pueden pasar después de muchos años de relación, cuando se llega a la monotonía. Así descarto mi última hipótesis. Anulo también la posibilidad de que 86


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sean novios, no estarían tan estúpidamente incómodos si lo fuesen, estarían más bien distraídos. Probablemente el joven se concentraría 10 veces más en el partido que en la conversación con ella, y la jovencita revisaría su celular para ver si sale a la noche con sus amigas. Así que afirmo que están en las primeras citas. ¿De dónde vienen? Tienen ropa de trabajo o quizás ambos se quisieron vestir bien porque todavía se están conociendo y quieren dar una buena impresión de sí mismos. Puede que sean compañeros de la facultad. Todas mis hipótesis se están poniendo a prueba, pero pierdo el foco de mi concentración cuando entra una tercera persona: Otro joven de la misma edad (C). ¿Qué función cumple en toda esta historia? C saluda a ambos con un beso en la mejilla. Definitivamente fue citado para encontrarse con ellos, no es que se los encontró de casualidad, por el tipo de caminata confiada y firme realizada hasta llegar a la mesa. Pero, ¿él quién es? ¿Es el amigo del joven o el novio de la chica? ¿Y qué hace en esa mesa con ellos, si se trata de una cita íntima? La chica sigue jugueteando con su pelo. ¿A cuál de los dos hombres apunta? ¿Siquiera quiere seducir a alguno? Desarrollan una conversación que fluye y que al parecer entretiene a los tres. Sigo esperando el colectivo. No viene. Igual, ya tengo con qué divertirme. No puedo sacarles la mirada y en algún momento el joven pegado a la ventana me mira. Yo soy sólo una cámara, una pluma, invisible. Eso me permite estar parada en la fila del colectivo, y a la vez estar sentada a la mesa con ellos, mirando sus comportamientos. También puedo rozar la mejilla húmeda de B con la palma de mi mano, acariciarle el pelo lacio a A, sonreírle a C con picardía y complicidad. Puedo ordenarle al mozo un jugo de naranja y tostados, mirar la televisión sin fijar la vista en ella y aun así soy imperceptible. Los espejos no me devuelven mi reflejo, porque soy una transparencia. En las ventanas de los autos que pasan por la parada, me veo perfectamente. Y aun así, sé que preferiría estar adentro a hallarme afuera. El Sol brilla demasiado fuerte y mi piel transpira perfume de curiosidad. Me adhiero al suelo como si tuviese brea en mis pies. Me voy petrificando en esa parada, y a la vez, me hallo cada vez más adentrada en la confitería. Ahora veo la pupila marrón miel de 87


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A, la incipiente barba grisácea de B, los rulos prolijamente peinados de C. Desenfoco la vista como una cámara desestabilizada. Sigo en pie, esperando al colectivo que nunca llega, que me da minutos extra para contemplar lo que a nadie parece interesarle. Veo los aritos de perla de A, las pestañas largas de B, las cejas velludas de C. Siguen charlando. Siguen coqueteando. Risas van, risas vienen. El colectivo dobla dos esquinas antes, como siempre, y aparece ante mis ojos. No quiero irme todavía, porque quiero concluir algo de ese encuentro. Me parece demasiado interesante como para que perdure irrelevante. Ellos salen de la confitería. El momento perfecto para definir qué ocurrirá. Si A se va con B, C llegó solo para apoyar a B. Si A se va con C, B estaba apoyando a C y le estaba preparando el terreno. Si B y C se van juntos, y A por otro lado, A no es más que una conocida de B y C, sino éstos la acompañarían caballerosamente a su casa, o por lo menos, a una parada. El colectivo se está acercando a donde estoy. Subo rápido para ver desde un asiento lo que ocurre. Una vez que consigo mi localidad, me preparo para el remate, el acto final. Por suerte, el tránsito me facilita visualizar la escena desarrollarse, por la lentitud con la que el colectivo se mueve. Caminan un tramo los tres, lo que me desconcierta un poco. Finalmente, B y A se saludan con un beso en la mejilla. B saluda de la misma manera a C, y se va en sentido contrario. A y C continúan caminando, juntos. Me doy cuenta de que pretendí saberlo todo sobre una historia que jamás se me develó, una historia de la que jamás formé parte, simplemente fui una observadora. Puedo suponer lo que eran, lo que ocurrió, pero nunca saberlo con certeza, porque yo simplemente no era ellos.

Reencuentro A Cristian le gusta sentarse, todos los domingos a las tres de la tarde, en un restaurante frente al río de Olivos. Siempre pide una bandeja grande de rabas, con limón, por favor, unas abundantes papas a la 88


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provenzal y una gaseosa dietética para ser «más sano». Se sienta en la mesa número tres (sí, las cuenta) mirando hacia el río, en el asiento pegado a la ventana. Ve salir y llegar botes, veleros e incluso yates. Nunca cambia el pedido, ni cambia de restaurante, horario o día. Se puede decir que Cristian es un tanto «obse». Pero hoy es el día de la madre, y todos los restaurantes frente al río están saturados de gente, así que Cristian no puede disfrutar de su salida solitaria de domingo. ¿Cómo no se la vio venir? Bueno, ya se tomó el bondi hasta ahí. Por lo menos, una caminata… Aunque sea, paseando un poco se va a distraer y va a poder pensar en otra cosa que no sea en comida. Para cuando se quiera dar cuenta, el restaurante va a estar mucho menos lleno y se va a poder sentar en la mesa tres a disfrutar del placer que es comer viendo botes entrar y salir. Comienza a bordear el río. Se queda mirándolo. Está calmo. El latido de su corazón se acompasa con el oleaje. Hace mucho calor; pero, cada tanto, se siente un vientito en la cara, que refresca. Realiza un tedioso recorrido observando el agua (a él le parece divertido, pero a nosotros no nos interesa mucho que digamos cuántos pájaros contó, o a cuántas mariposas encerró en su jarro). Se sienta en la estación de trenes y hace que espera. Siempre espera. En su vida, no ocurre nada, es un eterno aguardar a que algo ocurra. Ve pasar el tren. Cuatro veces en total en una hora y cinco minutos. Un embole. Cristian se aburre de sí mismo (cómo no hacerlo). Con el hambre que tiene, las rabas se le presentan casi como una alucinación. La panza empieza a gruñir. Decide chequear si ya puede entrar al restaurante. ¡Sigue lleno! Tendrá que esperar más. Bla, bla, bla, cruza las vías del tren y camina por la calle paralela a las vías. Casa. Casa. Casa. Abandonada. Caserón. Uhh. Ahora sí. Casa muy abandonada. Una puerta de acceso lateral a lo que es una gran mata de cañas de bambú, una al lado de la otra, bloqueando el acceso. Desde chiquito tiene una fascinación por las casas abandonadas. Una curiosidad insaciable. Y bueno… ya fue. Perdido por perdido, este domingo es 89


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un embole. Abre la puerta (bueno, más que abrirla, en el momento en que la mueve, la chapa oxidada cae al suelo). ¡Qué seguridad, eh! Pone un pie dentro de ese terreno inhóspito. ¿A dónde se está metiendo? Otro pie. «Recalculá pibe, recalculá de una vez que todavía estás a tiempo». Pero no. Las cañas le comprimen las piernas, las bloquean. Él, con fuerza, arrastra los pies y logra pasar por esa maraña. Empieza a sentir que el calor lo abruma. Parece que va a ser un trabajo arduo. Las cañas le golpean las piernas con firmeza. No importa. Lo que Cristian quiere saber es qué hay dentro. Siempre es la pregunta acerca de qué hay adentro. Esa obsesión de encontrar el abismo en todo, el núcleo, lo más profundo. ¿Hay una casa? ¿Es un terreno completamente abandonado? Pisa algo embarrado. Todavía está un poco caliente lo que sea que haya pisado, así que decide no bajar la vista y seguir atravesando las cañas. Cuando está logrando librarse de las mismas y divisa un espacio sin trabas, la camisa que lleva puesta se engancha en una de ellas. Aunque intenta avanzar, no puede. Se nota agitado y transpirado, ya no le parece tan buena idea eso de adentrarse en las casas abandonadas. Hace más fuerza para destrabarse y termina por romper la ropa, pero al menos logra zafarse y continuar. Las piernas le duelen, la visión se le nubla, se siente atosigado por tanta superposición. Ya no ve luz. Siente un pinchazo en la nuca y se desmaya. No, no y no. A ver, te la dejé pasar un poco, pero, ¿qué es eso de decir que soy un «obse»? ¿Sólo por sentarme siempre en el mismo lugar y pedir lo mismo? Disculpame por tener en claro lo que me gusta. Además, no sé por qué te molesta que sea curioso. Soy así por naturaleza, no por eso estoy chapa. Y yo no soy tan solitario como vos me pintás. Yo soy un tipo sociable, querido por todas mis ex. Todos los fines de semana tengo algo para hacer. Que me tome los domingos como un día para mí, no significa que no tenga con quién pasarlos, simplemente es el día que dedico a amarme. Todos deberían tener un día a la semana en el que se ocupen de sí mismos, de hacer cosas que les gustan, si no van por la vida quejándose de todo después. ¿Y qué es eso de establecer un paralelismo implícito entre el hecho de que yo quiero saber qué hay dentro de ese terreno con que supuestamente quiero saber qué hay dentro mío también? Porque te 90


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intuyo el pensamiento, ¿eh? ¡Así que dejá de analizarme! Cristian se levanta del suelo. Todavía le duele la nuca. Está atrapado entre esas cañas. De milagro, no se le clavó alguna en el cuerpo tras desmayarse. Se toca el cuello y tiene sangre. Su respiración se agita. No le gusta la sangre, nunca le gustó. Mira hacia todos lados. Ese lugar ya no le intriga, no le da curiosidad. Le da miedo, quiere salir de ahí. No sabe cuánto tiempo lleva desmayado, pero sí sabe que estuvo una hora aproximadamente intentando inútilmente atravesar las cañas. El terreno es más grande de lo que parecía y más intrincado aún. Mira hacia el cielo. Lo poco que puede ver desde su fragmento es que se está por hacer de noche y él sigue atrapado allí. Comienza a correr. A Cristian le parece que esto ya no es divertido: es asfixiante y peligroso. Las cañas lo lastiman cada vez más. Ahora yo digo, ¿no? ¿Si sabés lo que me está pasando por qué no me ayudás? ¿Vos estás cerca de mí? ¿Vos me seguís cada vez que voy al río? ¿Vos sos quien me golpeó en la nuca? Y si no lo sos, ¿por qué si ves todo esto no me das una mano? Es de noche y estoy encerrado en este mundo de cañas. No puedo salir de la casa. Chorrea la sangre de mi cuello… ¿Quién sos vos?

Tu lugar en el mundo A mi querida Eileen Y si éste no es tu lugar en el mundo, lo será junto al fuego, recostada sobre el mar, arraigada a la tierra o navegando por los aires. Y si éste no es tu lugar en el mundo deberás lanzarte a la deriva, retomar caminos que te lleven a otras esquinas, cerrar los ojos y soñar en otro idioma. 91


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Y si éste no es tu lugar en el mundo, sabrás que al menos los amigos, los sabores y el cemento de la ciudad y la arena de la costa estarán tatuados en tu piel. Y si éste no es tu lugar en el mundo, restarán tantos países por alojarte, hasta que al final, tu lugar en el mundo te susurre al oído «Bienvenida a casa».

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Norberto Ramazotti


Nació en el barrio de Barracas, Ciudad de Buenos Aires, en 1951. Reside en Vicente López. Es Martillero y Corredor Público. En 2013 comienza a participar en el Taller Literario de la Bibioteca Delom (Vicente López, Buenos Aires), donde participó en tres antologías. Forma parte del Grupo Chemicho (Florida, Buenos Aires). Próximamente publicará su primer libro de cuentos: “El viejo bar”. Participa en el Laboratorio Literario San Martín Lee desde 2015.

norbertoramazotti@gmail.com


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Alucinaciones El barrio de Barracas está lleno de historias extraordinarias. Encontramos fantasmas dando vueltas por sus calles, como el de Felicitas Guerrero. O se escuchan llantos, gritos de dolor y rugidos en sus casas, como en la de los leones, en la Avenida Montes de Oca, vestigios de una fiesta de compromiso terminada en tragedia allá por 1880. La historia que voy a narrar, cuenta que a mediados de los años treinta del siglo pasado, arribaron a Buenos Aires dos amigos, nacidos en el pueblo de Siete Iglesias, en Galicia, España. Llegados a nuestra tierra buscando un sueño de felicidad negado en la suya, consiguieron empleo en el recientemente creado Mercado de Concentración Mayorista del Pescado, que abría sus puertas en la calle Santa María del Buen Ayre entre las de Villarino y San Ricardo, a pocas cuadras de la estación Barracas Al Norte a la que, tiempo después rebautizarían como Hipólito Yrigoyen. Alquilaron una pieza en el conventillo de la calle Jorge al dos mil trescientos y, como Jesús y Manuel eran fervientes católicos, buscaron en la Parroquia Natividad de María, de la calle San Antonio, lugar para sus devociones. Descubrieron, también en el barrio, en la calle Juan Darquier, justo frente a la estación del tren, el fondín de un compatriota, Ramiro. Y allí almorzaban, cenaban y pasaban horas conversando de aquí y de allá. Eso sí: solo después del trabajo, que para ellos era como una religión. Con el tiempo, se labraron, ambos, reputación de ser muy trabajadores y sumamente confiables. Un buen día, Manuel se enamoró de Rosario, una linda joven que vivía en el mismo conventillo con sus padres y hermanos. Al poco tiempo, las cosas tomaron un nuevo rumbo: el papa de Rosario, dueño de un par de camiones en los que repartía pescado, enfermó y pidió que Manuel le manejase el suyo. A poco andar, el muchacho, gracias a sus conocimientos y su reputación, consiguió nuevos clientes, agrandó el negocio y sumó a Jesús y otro camioncito al trabajo. —¿Le parece, patrón? —Rosendo lo mira a su compañero, Arnulfo, entre socarrón y asombrado. Hay mucha fuerza en sus brazos y pocas luces 95


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en esos rostros teñidos por mil soles. —Entonces, ¿cuándo es? ¿Qué quiere que llevemos, patrón? En sus viajes al interior, los jóvenes inmigrantes conocieron la devoción popular por el Gauchito Gil, sumándose ellos también a la lista de sus fieles. Dejaron botellas y cintas coloradas en cuanta ermita encontraban en su camino. No faltaban, los ocho de enero, a su santuario. Y cuando nació su primera hija, Manuel le puso de nombre Mercedes, como el pueblo natal del santito. La vida en ese momento representaba para los dos, un camino de ida y vuelta, cargados de pescado, aderezado por el calor de la amistad. Sin embargo, y sin motivo aparente, de pronto, Jesús comenzó a beber. La adicción fue creciendo poco a poco, hasta convertirse en un importante problema que no podían resolver. La historia no consigna, oficialmente, el motivo; pero las malas lenguas hablan de amores contrariados —De Jesús por Rosario. Y dicen, también, que Jesús «jamás» habló de su amor con Manuel, y mucho menos con Rosario—, que trató de ahogar sus sentimientos pero le fue imposible, aunque siempre se mantuvo alejado de la chica y respetuoso de su amigo. El matrimonio pasó muchos días de rezos y promesas en la parroquia de la calle San Antonio para ayudarlo. Y nada cambiaba. Decidieron, entonces, un ocho de enero, subirse los tres al camión e ir, ya casi como último recurso, al santuario del Gauchito a pedirle por Jesús. Pero las cosas siguieron igual. Una tarde de verano, en el patio del conventillo, tomando mate con Rosario mientras jugaba con Merceditas, su hija, Manuel vio subir a Jesús, tambaleándose, borracho, a su pieza —¡Basta! El grito y el puñetazo sobre la mesa, asustaron a la criatura. Al otro día, en un alto de la carga del camión de pescado dos changarines lo escucharon muy sorprendidos. Conocían y respetaban a Manuel, por lo que no opusieron reparos a la idea, que les pareció disparatada Viernes por la noche. Habida cuenta la costumbre de Jesús que ahora pasa sus noches bebiendo en un tugurio de Vieytes y Osvaldo Cruz, para volver a su pieza, cruzando por la placita Díaz Vélez, desde las doce 96


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están Manuel, Rosario y los dos peones esperando. A eso de la una y media de la madrugada ven, a lo lejos, una figura tambaleante encaminada por Cruz hacia Goncalvez Díaz. Jesús. La placita Díaz Vélez es, de día, un alegre sitio. Toda una manzana ocupada por plantas, arboles de distinto tipo, flores; y tres o cuatro bancos placeros, en medio de paredones de fabricas y terrenos baldíos. De noche, con solamente una bombita en cada esquina para iluminarla, es una boca de lobo. Además, la de la esquina de Goncalvez Díaz y Cruz está rota. Ocupa toda esa esquina un enorme y antiguo sauce llorón, que tiende sus ramas largas y frondosas oscureciendo, aún más, la zona. Allí, ocultos en el follaje, un grupo de personas están al acecho. Al acercarse Jesús, una figura de gaucho baja desde las ramas del sauce, con una aureola lumínica rodeándolo, y lo impreca: —¡Lloverá el castigo sobre vos! ¡Me rogaste y te concedí ayuda para no tomar más! ¡Me desob…! Mientras esto dice; la rama, que no aguanta el peso, se rompe y golpea a Jesús en la cabeza desnucándolo y da con Manuel en el piso, que es él quien remeda al Gauchito Gil; mientras los forzudos peones lo sostienen con una cuerda, ocultos tras el grueso tronco del árbol. El sol de noche que prendieran a las apuradas y ataran a la espalda del supuesto gauchito para iluminarlo, comienza a incendiarle las ropas y, ante la huida de los changarines sorprendidos por el desaguisado producido, Rosario trata con las manos de apagar el fuego que abrasa a su esposo, prendiéndose sus ropas también. Los gritos de dolor son desgarradores. Pero, en esa zona deshabitada, sería raro que alguien escuchara. De pronto, una luz potente ilumina la zona del desastre: —¿Qué hiciste, Chamigo? —la figura inconfundible del Gauchito Gil es quien les habla con un vozarrón que corta la noche y eriza los pelos— ¡Tan luego vos, tantas veces que has venido a mi casa! ¡De rodillas! ¡Vamoh a pedirle perdón al Tata Dios! Rosario y Manuel, llorando de dolor por las quemaduras, se tiran en el pasto a suplicar la disculpa. De pronto, una voz suave, melodiosa, que brota de adentro mismo del alma de los jóvenes o quizá del fondo del universo, les dice: —¡Vuelvan sanos y salvos,…los tres! ¡Vuelvan sanos y salvos! Maravillados, Manuel y Rosario se levantan, secan sus lágrimas y, sin una sola huella del fuego, corren a abrazar a Jesús, que vuelve a la vida 97


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purificado, mientras la voz, en su interior, les repite —¡Vuelvan sanos y salvos los tres! ¡Por el amor que se tienen se les otorga el perdón! Si. En Barracas hay miles de historias de amor. Como la de la famosa pulpera de Santa Lucia, por ejemplo. Pero con un amor tan puro como esta, no conozco otra.

El Amanecer Con los ojos bien abiertos escudriña el sitio, ahora a oscuras por el que, quizás en poco tiempo, la pequeña ventana de vidrios repartidos, celosía metálica y una fina cortina de voile, debería traerle la noticia de la llegada de la madrugada. —¡Carajo que se hizo larga la noche! —refunfuña. La insatisfacción («¡Amor, sabés que hace unos días no puedo!», le susurró ella, ante su insistencia) le engloba los bóxer, y le crispa los nervios. El calor de su cuerpo dormido abrazado a él, al comienzo de la noche, lo encendía aún más, pero era fascinante saberla entregada a su cuidado. Le costó dormirse; y, además, al poco rato, un codazo de su «nueva compañera de cuarto» lo despertó. Se encontró durmiendo en una angosta franja de la cama matrimonial, mientras que ella se despatarraba a gusto y placer. Mirando a un lado y a otro, ahora le parece ver el florero regalo de casamiento de la tía Vera, con las rosas enviadas por los muchachos de la oficina; y que, sobre la cómoda, pone un toque colorido y romántico en la habitación, cuyo mobiliario completan la cama, una mesita de luz y dos sillas. —Nooo. Puro sueñoooo —se enoja con la tardanza de la luz. Otro codazo lo distrae de sus pensamientos, mientras la «vecina de cama» se acomoda nuevamente. Con ternura, suavemente, evitando despertarla, acomoda el cuerpo tratando de correrla un tanto hacia su lado de la cama matrimonial. —¿Y esto? ¿Siempre va a ser así? Confucio dice que la mujer tiene la mitad del cielo, pero esta ya va por las tres cuartas partes de la cama —se impacienta. De pronto 98


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—¡Sí! ¡Ahora sí! —apenas un hilo de luz se deja ver a través de la cortina («de voile amarillo, regalo de la Madrina de boda, la prima Alejandra», le viene a la memoria). Sale de las sabanas pegajosas por el calor del verano que el ventilador de techo no logra paliar. Busca, a tientas, las ojotas bajo la cama y, silenciosamente, pasa primero por el baño (¡infaltable!) y luego a la cocina. Enciende una luz no sin antes cerrar la puerta (¡se la veía tan bonita con el pelo revuelto, durmiendo abrazada a la almohada!). En una hornalla pone a calentar la pava, y en la otra el tostador; y sale al pequeño patio de dos metros por uno veinte con sus bóxer «abultados». «¿Quién me va a ver?», piensa. Además de que es temprano, el pequeño espacio, separado de otro departamento por una tapia de dos metros, tampoco tiene vista abierta como para preocuparse por la ropa. —Por lo menos, se está un poco más fresco aquí. Mientras tanto, arriba, en el pequeño espacio de cielo que allí se deja ver, una suave luz va surgiendo poco a poco, mostrando un par de nubes alargadas como caminos celestiales, enmarcadas de colores que giran del amarillo al rojo, y luego al gris oscuro. —Buehh, parece que se nubla el día —pronostica, con el mate que recién acaba de llenar en una mano, mirando al cielo y rascándose la nuca. En ese momento, y llegados sin un ruido, un par de brazos lo aprisionan desde atrás. —¡Hola, papi! ¿me das un matecito? —la dulce voz lo sobresalta, mientras un cuerpo joven se apretuja a él, completa el saludo con un beso en la espalda y caricias en el pecho; y le arrebata el mate que acaba de llenar— Se está más fresquito aquí —acota la nueva compañera de cuarto, estirándose después de bostezar, lo que eleva la corta remera que usa para dormir dejando al descubierto su pancita infantil y otras partes muy interesantes de su hermosa anatomía, que ahora se ven claramente a través de la lechosa claridad gris del día nublado— ¡Hummmm!, parece que «Jorgito» sigue alterado —dice socarronamente, terminando de sorber su mate y mirando la hinchazón de los bóxer— ¡Pobre mi amor! —y devolviéndole el mate terminado, lo abraza con fuerza y besándolo tiernamente le susurra —Vení, Papi, que aunque ya amaneció, 99


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vamos a alargar un poco nuestra primera noche en esta casa.

Los saltos del tiempo La física ha cambiado muchísimo en los últimos tiempos. Esto es así ya sea que culpemos de ello a Albert Einstein, con su Teoría General de la Relatividad, o a Werner Karl Heisemberg, con su Principio de la Incertidumbre, o a Max Plank, quien fue el primero que hablo de Cuantos en el tema energía, por lo cual a su física o Mecánica se la llamo Mecánica Cuántica. Pero todos ellos aceptan que la Energía no se pierde, si no que se transforma. Quizá así tendrían explicación los sucesos que sacudieron al barrio de La Boca, mas estrictamente hablando, a la calle Necochea, hace ya como veincinco años. En los medios no tuvieron repercusión por tratarse de algo sucedido a gente pobre, sin importancia pero todo un barrio se detuvo por ellos. Aún se recuerda a Josefina, figura menuda, tez clara y pelo renegrido. Una dulce cordobesa a la que el amor por Carlos, trajo de su San Vicente natal a Buenos Aires. Un día, el muchacho, al que adoraba, decidió probar suerte en la gran ciudad y ella tomo la decisión de seguirlo. Así los encontramos viviendo en una pieza de madera y chapa en el segundo patio de un conventillo de California y Herrera. Fueron varios años de descubrimiento. Primero, descubrir la intimidad del matrimonio. Así también, el deslumbramiento de la gran urbe. Luego, la realidad se fue imponiendo. El trabajo escaseaba, la miseria rondaba el inquilinato, y las desavenencias en la pareja no se hicieron esperar. La gota que derramó el vaso fue que Josefina quedara embarazada. Carlos no quería hijos. Quizá por falta de madurez, o tal vez porque no se sentía capaz de mantenerlo. Pidió varias veces a su pareja que abortara, pero ella se negó. Así que, con la chica de seis meses de embarazo, Carlos se fue. Josefina trabajaba, en ese momento, como cocinera en la casa de una familia acomodada de la calle Río Limay, en un sector muy coqueto de Barracas, cercano al Parque Pereyra, con un magro 100


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ingreso y durmiendo en una muy pequeña habitación en la terraza de la casa. Todos inconvenientes para la criatura por llegar. Pero quiso la casualidad que un amigo de esa familia, propietario de una cantina de la Boca con cierto renombre, “Il Piccolo Vapore”, necesitara un ayudante para su cocina. Como la chica era reconocida por su habilidad en la tarea, luego de que naciera Luciano, «Luchito», se cambió al nuevo empleo y alquiló una pieza más grande y ventilada a dos cuadras de su nuevo trabajo en la cantina, también sobre la calle Necochea. Allí, entonces, Luchito fue creciendo con el cariño de su madre y de los vecinos, que lo tomaron casi como propio y lo cuidaban cuando la mama debía trabajar. Y Josefina, que había logrado superar la soledad, desarrolló gran habilidad entre ollas y sartenes. Pero, como decía don Isaac Newton, «todo lo que sube tiene que bajar». Así que no duro mucho la alegría. Un doce de febrero, por la noche, luego de que su madre saliera para la cantina, quedó Luchito al cuidado de doña Gervasia, simpática anciana que quería muchísimo a ambos. Luego de la cena, la criatura, de dos años, trepo a su cama y se durmió enseguida, lo que dio lugar a la mujer a entregarse a sus devociones: rezos y más rezos con una vela prendida a su santo preferido. Y… esta vez, el diablo metió la cola. Una leve brisa que mueve las cortinas, una vela que no se apaga por acción del viento sino que enciende la cortina, que a su vez enciende otra cosa, y otra, y otra; y una anciana y un niño dormidos profundamente… Lo que sigue es lo que todos saben allí, en la calle Necochea: el abigarrado conventillo de madera y chapa ardiendo rápidamente, la policía y los bomberos con sus sirenas ululando que llegan a tiempo para rescatar a algunos de sus habitantes, las líneas de mangueras que no sirven de mucho porque las bocas de agua no tienen presión, la gente que se amontona a ver el incendio. Josefina, en medio de la preparación de la cena, no escuchó las sirenas. Alguien le relata los sucesos y sale corriendo, dejando ollas y sartenes al garete. Al llegar, grandes lenguas de fuego se levantan donde antes estaba el conventillo. Pelea contra la barrera policial que le prohíbe entrar y justo en ese momento, el piso superior a aquel donde dormían Luchito y Gervasia, se desploma, 101


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generando una lengua de fuego aún mayor. —¡Nooo! —grita Josefina, luchando para entrar al conventillo— ¡Nooo! —y el fuego sigue consumiéndolo todo. Y con un «¡Noooooo…!» interminable, se va corriendo por la calle Necochea y se pierde en la noche. Nunca más la vieron. A la mañana siguiente los bomberos encontraban, bajo los escombros, varios cuerpos calcinados. Entre ellos Luchito y Gervasia. Por un tiempo, los azorados vecinos siguieron comentando la tragedia. Pero luego todo quedó en nada. Sin embargo, el verano se terminó en esos días y un viento helado sobrevoló las cuatro cuadras de cantinas de Necochea. Comenzó la debacle. En el terreno baldío que ocupara el conventillo incendiado, solo cardos crecían y, en la vecindad, ningún negocio florecía. El doce de febrero del año siguiente, por la noche, un pequeño grupo de vecinos comentó haber visto, como cuando en la tele se va y viene la imagen por una antena mal enfocada, la fatídica edificación nuevamente incendiada y escuchado otra vez el ulular de sirenas y el estridente «¡Noooooo…!» En la calle, mientras tanto, se iban secando, como una planta que no recibe agua, las risas, las bombitas de colores, la alegría de los visitantes y se marchitaban al sol las banderas de papel que cruzaban de lado a lado la calle. Año tras año, los vecinos, que poco a poco fueron cada vez menos, vieron repetirse el fenómeno y el «¡Noooooo…!», largo y estridente, coronaba cada vez el suceso. Hasta el doce de febrero de este año. Esta vez, a eso de las diez de la noche, hora en la cual sucedió aquel evento hace veinticinco años, luego de la aparición fantasmal e intermitente del conventillo en llamas, el ulular de sirenas, las altas lenguas de fuego, luego de repetirse, intermitentemente, cada uno de los hechos, el «¡Noooooo…!» parece más estridente, más agudo y se ve a Josefina romper la línea policial, entrar al conventillo en llamas, tomar el cuerpo de Luchito en sus brazos e inmolarse con él. A continuación, la horrible y fantasmal visión se perdió. Un mes después el gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, atento a la situación de descuido en la que cayera 102


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la otrora brillante arteria, según reza el decreto, «decide invertir en su recuperación y llama a los frentistas y a los propietarios de los inmuebles desocupados, y/o terrenos baldíos, a remozarlos, edificarlos y/o cederlos en alquiler, junto con jugosas prebendas en concesiones edilicias, descuentos impositivos y estímulos crediticios». «Dios no juega a los dados con el Universo», nos dice Einstein. Todos los sesudos estudiosos que al principio nombramos hablan de la energía, fuente inagotable que se transforma pero que no se pierde, como piedra angular del movimiento del cosmos. Lo que queda es dilucidar cuál sería la energía, la fuerza que motorizó todo esto. Yo no tengo dudas. Únicamente el dolor de una madre tiene la energía suficiente para intentar e intentar una y otra vez, con la tozudez que solo el dolor por la muerte de un hijo provee, hasta lograr lo que pretende.

Un asesinato —Buenas noches, señor oficial. Me llamo Jorge Benítez y vengo a denunciar un asesinato. Acabo de ahorcar a mi esposa. —¡Oh! —fue la respuesta del grupo de policías que allí se encontraban. Contrito, sentado a una mesa de madera desconchada en medio de la habitación de paredes descascaradas, con un pequeño ventanuco, tomando con mano temblorosa un vaso de agua que pedí para aclarar mi garganta, comencé la declaración. —Ya estaba harto de los niveles de depravación a los que me empujaba su lujuria. Odiaba la vileza que emporcaba nuestra relación por sus bajos instintos. No quería ser más un simple objeto de placer en su vida licenciosa. —En el cuarto, como siempre, su perfume arrobador preparaba el ambiente para corromper todos mis intentos de alejarla. Por el ventanal abierto de par en par, para amenguar el calor imperante, la voz de Edmundo Rivero se dejaba oír ….después de libar, traidora, en el rosal de mi amor, te marchas engañadora 103


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para buscar el encanto en otra flor. —De pronto, siento el peso de su cuerpo liviano sobre mis genitales y comienza a deslizarse sobre ellos con movimientos voluptuosos. Poco después, sus uñas rasguñan mi pecho, con lascivia. Ahora, sus manos se posan una y otra vez en mi rostro que, aun negándose a ellas no puede hacer nada para huir de sus caricias; y comienza su lengua un lúbrico viaje por mis ojos, mi nariz, mi boca. Entonces, ya derribadas las barreras de mi cordura, colmado mi vaso de paciencia por el oprobio de su concupiscencia, la tome del cuello con mi mano derecha y… —¡Sí, sí! ¿Y? …continúe —dijeron a una los oficiales presentes. —Yyy… ¡Salí! —grité, con todas mis fuerzas. —¿Qué te pasa Jorge? —preguntó mi esposa, prendiendo la luz del velador de su lado del cuarto y auxiliándome a dejar la pesadilla —¡Nada, nada! —contesté, sentándome en la cama, mientras me secaba la cara con un pañuelo— ¡La gata de mierda se subió otra vez a la cama, se acostó sobre mis testículos y no contenta con rasguñarme el pecho me lamio toda la cara! ¡Que la parió! Por el ventanal del cuarto, abierto de par en par para amenguar el calor imperante, la voz de Edmundo Rivero seguía cantando … y buscando la más pura, la de más lindo coloooor, la ciegas con tu hermosura para despueeeeesss, engañarla con tu amor.

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Rubén Sardas


Nació en Bolívar, Buenos Aires, Argentina en 1944. Jubilado como Directivo de Empresas desde 2009, se dedicó a la escritura. Obtuvo las siguientes distinciones: Mención de Honor en el XXXIII Concurso internacional de poesía y narrativa “Letras para el Mundo” del Instituto Cultural Latinoamericano (Junín, Buenos Aires, 2013), Tercer Premio XXVII Concurso internacional literario “Domingo Adalberto Galli”, (Lobos, Buenos Aires, 2013), Primer Premio Concurso “La Lupa Ediciones” (San Martín, Buenos Aires, 2014), Quinto Premio Concurso “Cortazar 100” del Círculo de Periodistas de General San Martín (San Martín, Buenos Aires, 2015); Primera Mención Concurso “Cortazar 100” del Círculo de Periodistas de General San Martín (San Martín, Buenos Aires, 2015) y Mención de Honor en el 52° Concurso Internacional de Narrativa “Abrazando Palabras 2016”, del Instituto Cultural Latinoamericano (Junín, Buenos Aires, 2016). Participa en el Laboratorio Literario San Martín Lee desde 2015

rjsardas@gmail.com


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Muerte en las ilusiones Una desesperanza abrazada se ve reflejada en el agua, sobre lo que fue un escenario. Los dos personajes quedaron en la soledad de esa ficción, actuada en el único lugar posible, la escuela de esa verde y montañosa zona. La humilde comunidad vivía tan inocente, que ni siquiera los zumbidos aéreos la alarmó del ataque. ¿Quién podía imaginarse algo así? ¿Cómo podía preverse que a ese pueblo, alejado de acciones bélicas, cuarteles militares, sin depósitos de armamentos, poblado de campesinos, mentes enfermas le destinaran un bombardeo? Pero los estruendos destructores llovieron muerte en las ilusiones, y despedazaron sentires. Arrasaron la escuela y su teatro improvisado. El pequeño dique que derramaba frescuras al consumo y al riego, a las pobrezas de los habitantes, a los pastantes irracionales, ajenos a la obra irracional de los racionales, que incendiaron sembrados de esperanzas, y sembraron ardores destellantes y ambulantes muertes. El desborde del agua cubrió el escenario, y sobre ella se reflejaban las figuras de los dos actores, en un doble abrazo dramático: el real y el espejado. Allí flotaban pequeños ramilletes de flores agrupadas o diseminadas a un lado y otro. Algún mueble caído, y un telón sucio y arrugado, desprendido irregularmente, ocultando el decorado del fondo. Ya no quedaron espectadores ni otros actores. Todos huyeron. Los más solidarios retiraron muertos y ayudaron a los heridos. Sólo quedó esa pareja, símbolo de la desesperanza en los seres humanos. Cristos parados en el agua, abrazados fuertemente, protegiéndose, sin entender esa realidad. Y en el piso, colores y perfumes flotando, agonizando a poco de morir. Después, artistas azorados harían conocer la tragedia a todas las almas del mundo, con sensibles imagines desgarradoras, o palabras, o sonidos. Pero esos simples seres muertos, que jamás imaginaron ni intentaron figurar en la historia, en ella están, aunque no lo sabrán nunca. 107


Antología

Mi futuro Yo voy, yo vengo, yo me voy, yo me vengo, yo me voy viniendo, yo me vengo yendo, yo voy pa’bajo, yo voy pa’rriba… Me cansé. Esto eh idiota. ¿Y esta botellita pa’qué? No sé qué hacer. Toy requeteaburrida. Juego sola, subo y bajo con esta agüita. Mi má no está, el novio tampoco, y cuando vengan sería mejor que no. Pa’pelearse todo el tiempo. Y a vece le pega y ella llora, ¿Y pa’qué? Siempre mamao. A vece me quiere manosear, pero no me laguanto. Lo puteo y rajo pa’que no me cague a palo. Me escuendo. En esta fábrica hay mucho rinconeh. Mucha familia la ocupamo. Hay un pendejo que conoce mi escondite y viene. También se escuende. Acá sobran pelea y faltan comidah. Toy podrida de arroh y fideo. Todo el día un griterío. Y de noche eh pior. No podé dormir de lo quilombo que se arman. Si hay fiesta siempre termina uno ensartao. Viene la cana, noh dispierta a todoh y noh sacan casi en bola a la vedera. En invierno a cagarno’e frío. Se llevan alguno y dispué lo largan. Otrah vece noh cagan a palo sin mirar quién la liga. Yo le digo a má: vámonó a la mierda. Laburá pa’que éste se mame con tu guita. «No le diga éste a su padre», me reta. «No eh mi padre», le contesto. Noh cagamo de hambre y él en pedo. La pobre cuando cobra gasta casi todo en comida, y cuando no le da guita la faja. Comemo pero se tiene que aguantar la cagada a palo. Igual el turro siempre consigue un vino. La escuela casi ni voy. La Dominga, la Francisca y la Eulogia me vienen a buscar y me llevan. ¿Pero a quién carajo le dan ganah de estudiar? Leer, hacer cuentah ¿Pa’qué? La chica dicen que si estudiamo dispué podemo conseguir un laburo y rajarno. Yo no me la creo. L´otro día en mi escondite, apareció el pendejo. Y estábamo apretao pa que no noh vean. Y me tocó y era lindo. Dispué noh acomodamo y me la puso nel culo, y me gustó. Me contó que la Lucrecia vivía deso. Y yo siempre la vía bien arreglada. Debe ganar mucha guita, y tiene linda ropa, y anda en coche. Dijo se alquiló departamento y todo. Yo vuacer lo mismo. Apena me crezcan un poco lah teta. Si e lindo y encima te pagan…, Pa’qué viá romperme la cabeza. 108


Textos Fugados

Te me fuiste Tengo muchos recuerdos de mi infancia, pero no puedo determinar ninguna de las fechas en que ocurrieron. Solo dos quedaron imborrables en mi memoria. Cuando cumplí once años, y lo que pasó diecisiete días después. Fue el único cumpleaños que me festejaron. Con tres amigos del barrio, chocolate, galletitas y facturas. No recuerdo qué regalos recibí, sólo el de Lito, el «Robinson Crusoe». Había aprendido a hacer llover. Cuando hacía mi magia, llenaba con la bomba baldes con agua, volcándola en el patio al sol, y a los pocos días llovía. Pasó varias veces, y lo conté orgulloso a mi familia, que se reía. Mi placer era subir a la habitación de Lito. Ver sus libros, sus discos, botas, la mandolina. Vieja, lustrosa y hermosa mandolina. Ninguno en la familia sabía tocarla, pero hacía sonar sus cuerdas, y quedaba escuchando como las vibraciones sonoras iban apagándose, poco a poco. Y volvía a tocarla de a una, o de varias cuerdas a la vez, y escuchaba y soñaba No le gustaba, no quería que nadie fuera a su habitación, pero era más fuerte que yo, y luego debía soportar su enojo. Lo admiraba. Tenía veinticinco años. Quiso comprarse una moto y nuestros padres se opusieron, quiso aprender a volar y también se negaron, pero esta vez impuso su deseo. «Es más peligroso andar por tierra que volando», decía. Y diecisiete días después, el domingo veintidós, se demoraba para llegar a almorzar. Lo esperábamos intranquilos, salí al patio y un trágico presagio, o intuición, me golpeó como un rayo. Lo deseché de inmediato. Pero fue su mensaje. Se fue volando. Hace más de sesenta años de esto, y debo ir preparándome. Mi razón pide que cuando me toque, arrojen mi cuerpo como vine al mundo, sin cajón ni mortaja, desnudo, en un pozo profundo en algún campo, para integrarme a la tierra, desintegrándome. Pero mi corazón pide a gritos tener la ilusión de volar, volar y volar. Y encontrarlo volando.

Los locos En un lugar de Argentina, de cuyo nombre nadie quiere acordarse, no hace mucho tiempo vivía un joven, hijo de familia muy acomodada, 109


Antología

seco de carnes y con un asma que lo atormentó desde los dos años. Su madre pertenecía a la oligarquía ganadera, aunque para la época era muy díscola, feminista, y lo opuesto a lo que se esperaba de su posición. Su padre un loco soñador que todo lo que hacía terminaba en desastre. En Buenos Aires estudió medicina, pero antes de finalizar la carrera, se fue en bicicleta con motor a recorrer las provincias del norte, viviendo pobrezas por 4.500 kilómetros. Aquí comenzó el primer escozor, la primera manifestación de una incipiente locura. Algo carcomía su interior. Al año siguiente, con su amigo Granado, recorrieron Sudamérica. En Lima conoce a Hugo Pesce, quién le cambiaría la vida. El escozor se transforma en brasa, comienza su locura. Su mente se trastorna. Empieza a leer los malditos libros de comunistas y revolucionarios. Marx, Engels, Lenín, Trotsky, Mao, le secan el cerebro. Después los militares y curas harían grandes fogatas con ellos, y otras publicaciones parecidas, tratando de evitar que se generalice esa locura. Pero, en ese momento, su vida cobra sentido, emprende acciones, y lucha contra las injusticias instaladas por gigantes y magos ambiciosos. Ayuda y defiende a enfermos, viudas, huérfanos, miserables y vive con leprosos. Vuelve a Buenos Aires, en seis meses rinde las catorce materias que le faltaban, y se recibe de médico. Y realiza la segunda parte de esta historia: recorre Sudamérica. Establecido en Guatemala vive el golpe que derroca al gobierno popular. Se conecta con un cubano y viajan a México, conoce a Fidel e ingresa en su movimiento. Brasa convertida en llama ardiente en su interior. El fuego de la locura instalado, no se apagará hasta su muerte. Ochenta personas desembarcan con el Granma, y son diezmados. Quedan unos veinte, «...suficientes para hacer la revolución…» Inquebrantable su fe, su fuerza interior, su locura. Sigue su lucha, curando a los heridos, incorporando campesinos y adiestrándolos, hasta que triunfan. Y le entrega a Fidel la ínsula prometida. Éste le da un alto cargo, pero no es hombre de escritorio. Trabaja en la zafra con los peones, en industrias a la par de obreros, hasta que su locura vuelve a dominarlo. No puede establecerse, mientras el mundo necesita del caballero. Se despide de Fidel con un “«Hasta la victoria siempre», y pelea en el Congo. Debe huir, ya que no pudo con los molinos de viento, por la magia del maldito 110


Textos Fugados

Frestón, quien con argucias diabólicas hace que el gobierno de Tanzania lo traicione. Su locura le dice que hasta que el mundo entero de los necesitados y hambrientos no consiga el poder, no habrá justicia. Y esto sólo por las armas. Compara los sufrimientos de los que luchan con riesgo de sus vidas, con las incomodidades o facilidades que pueden tener los intelectuales. Se quema en su propio fuego. Inicia su guerrilla en Bolivia, pero esta vez los gigantes ya tenían su experiencia. ¡Locos!, ¡locos! Locos de una locura hermosa, de un fuego intenso, de una fuerza interior tan poderosa, que ni sus enfermedades ni sus flacos cuerpos pudieron detener. Uno de los locos se curó, razonó y murió en su cama, pero el otro no recobró la razón ni en el momento de su muerte. No pudo hacer testamento. No tuvo un médico ni un cura en el momento final. Pero sus mensajes y sus actitudes se derraman por todo el mundo. Éste se afianzó en su locura. Incitó a su asesino. ¡Quién pudiera tener un fuego así! ¡Quién pudiera tener una fuerza así! Hubo muchos que lo lograron, y habrá muchos otros, pero que hermoso sería vivir en una locura colectiva. Embellecer este mundo con fuego y pasión como tantos locos, en todas las creaciones humanas. Y después su rostro viajó el mundo entero. Fue la bandera de la juventud, de los soñadores. Y del comercio y la industria. Se vendían remeras con su cara, buzos, posters, cuadros, escribieron libros, filmaron películas, hicieron canciones... Su cara estaba en todas partes. Después cayó el muro de Berlín, bien derrumbado y mejor caído. Ese no era su sueño, ni su locura. Jamás hubiera dividido pueblos, ni los hubiera traicionado en los momentos de su lucha. Gigantes y magos nos dominan. Pero ya no está para proponernos un futuro distinto, y nadie sabe qué hacer, sólo esperar que aparezca alguien en algún lugar del que nadie quiera acordarse.

¡Oh! Menage Hase muchicimo, pero muchicicimo tiempo, antes de que nasiera dioS, (así que densen cuenta: si no podemos saber cuando nacio´dioS cuanto que debe de hacer), havi´a montones de dioseS que los griegos conoci´an, y el rey de reyes de los dioseS aquellos era zeuS, que teni´a un primo que se yamaba prometeO. Por suerte 111


Antología

despue´s apareció jesu´S que fue hijo u´nico de dioS, y dicen que por eso era tan mañero y porfiado, porque dejarse crusificar… Y hai´ supimos que havi´a un solo dioS, aunque despue´s los honbres fueron agregando tantos santos que hoy tenemos mas dioseS que aqueyos griegos. Pero volbiendo a prometeO, resulta que amava tanto a los honbres, porque en aquella época sí se amavan unos a otros, honbres con honbres, mugeres con mugeres, honbres con hanimales, hanimales con mugeres, dioseS con mugeres, hombres con diosaS, que lo más aburrido que era honbres con mugeres. Pero a pesar de todo esto tuvo tres hijos, aunque otros dicen que seis. En un asado engaño´ a zeuS, porque hizo dos bultos que tapo´, en uno estaban los güesos de la vaca y en el otro la carne, y le hizo elegir que bulto queri´a, y zeuS la pifio´ y se quedo´ con los güesos, y la carne se la dio a los honbres, con lo que se llenó de rabia contra prometeO y la umanida´, y le apagó el fuego a todo el mundo. Pero prometeO se afanó unas semiyas del sol, aunque otros dicen que le curro´ el fuego a hefestoS, y se los dio a los honbres otra ves, con lo que a zeuS le dio una furia de la gran siete, y decidio´ castigar a prometeO enchufa´ndole unas argollas y cadenas de fierro, y lo iso clavar en el monte cáucasO, jurando ante éstigeS, que era el río del infierno y el juramento más jodido de romper de los dioseS, que lo iba a mantener clavado a la roca para toda la eternida´, y le mandaba un ha´guila que le lastraba el hi´gado durante el día, el que le volbi´a a crecer a la noche, para que el ha´guila tuviera que morfar y no se muriera de hambre. Y para castigar a los honbres, y tambie´n a las mugeres, a todos y a todas, zeuS mando´ a hefestoS y ateneA que fabricaran a pandorA, que la hicieron muy hermoza e inteligente, y a la que hermeS la llenó de mentira y malda´, y le dio una vasija con todos los males que avi´a, y despue´s se la mando´ al más tarado de los hermanos de prometeO, que se llamaba epimeteO, aunque por lo estu´pido debio´ llamarse epamemeO, que se enamoró perdidamente de ella y se casó, aunque prometeO lo abi´a avibado que no acebtara desde ningu´n punto de vista ninguna cosa que le mandara zeuS. Y resultó que esta Pandora abrió la vasija y todos los males se escaparon para joder a toda la umanida´. Estos eran berdaderos castigos, porque ahora con un padre nuestro y un abe mari´a todo se te perdona y vas derechito al paradiso. Pero un día pasó por el cáucasO heracleS, más conocido como he´rculeS, y 112


Textos Fugados

de un flechazo mato´ el ha´guila y soltó a prometeO, lo que llenó de orgullo a zeuS, porque heracleS era hijo suyo. (Ai cosas que no se entienden ¿no?) Resulta que alcmenA y anfitrio´N estaban casados y e´ste se fue a la guerra como mambru´, zeuS se disfrazó de anfitrio´N y alargó la noche un monto´n. Con alcmenA, después de la cena, le echo tres docenas, le yenó la colmena, y como si nada, la dejó preñada, y hai´ nacio´ heracleS. Cuando volvió anfitrio´N se cabreó, recrimina´ndole a alcmenA haber sido la anfitrio´n de zeuS acie´ndolo cornudo, y tuvo que intervenir zeuS para que arregle con su esposa, hai´aflojó, porque ¿comO le iba a llevar la contra al dioS mas capo? volbiendO a lo que veni´amos contando, zeuS había jurado que iba a mantener a prometeO clavado en la roca, y para no romper su juramento y que éstigeS no lo reviente durante diez años, ya que heracleS lo libero´ y él lo acebto´, le dejo en un braso la argolla con la cadena agarrada a un pedazo de piedra de la montaña. Y entonces quedó libre, pero con la piedra colgando, lo que era un poco molesto pero mejor que con el ha´guila morfa´ndole el hi´gado, y como tenía el don de la adibinacio´n le pronostico cosas a zeuS, y a su propio hijo, albirtie´ndole que zeuS quería mandar un gran diluvio para eliminar toda la umanida´, lo que se produjo después, y gilgamesH, que no era el hijo de prometeO, enterado hizo costruir el arca, que despue´s tambie´n le sirbio´a noE, más o menos cuando nació el dioS que tenemos ahora. (Perdón por este burdo, soez, «estéril y mal cultivado ingenio mío», que quiso rendir un homenaje a cesaR brutO, alias Carlos Warnes).

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ÍNDICE Alberto Fiszbejn Al otro lado de la calle Jujuy profundo Nací y crecí en Villa La Rana Pequeña Tesorito Vendo Vida tranquila

11 12 14 15 16 18 18

Amalia Fuino Amor eterno Necesidad Caníbal Amor profundo Miniaturas No saben nada Tus ojos

21 21 21 21 23 28

Claudia Bursuk El piedra El tango batió la justa Seis setenta Soledad entregada Vida roja

33 33 36 37 38

Cristina Ramognino Ferruccio Presentimiento ¡No llores por mí, Bergara!

43 44 46


Espejos vitales Mundos

46 47

Daniel Frini Añoranzas de gente que se fue, nostalgias de un lugar que ya no está El ángel terrible Un elefante de lo más extraño

51 53 56

Juliana Córdoba Nochebuena Igual a tu padre Velaré tu sueño

61 64 67

Loreto Di Mascio Entre el muro de Trump y la zanja de Alsina Horizonte Villa Cariño Vivenncias ocultas en las rías del Tuyu

73 76 77 78

Lourdes Ramognino Emotiva memoria La Teoría del Iceberg Reencuentro Tu lugar en el mundo

85 86 88 91

Norberto Ramazzoti Alucinaciones El amanecer Los saltos del tiempo Un asesinato

95 98 100 103


Rubén Sardas Muerte en las ilusiones Mi futuro Te me fuiste Los locos ¡Oh! Menage

107 107 109 109 111



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