ANTOLOGÍA
Textos Fugados II
Textos fugados II / Daniel Eduardo Frini ... [et al.] ; compilado por Daniel Eduardo Frini ; ilustrado por Claudia Bursuk ; prólogo de Juliana Córdoba. - 1a ed . - Villa Ballester : Daniel Eduardo Frini, 2018. 140 p. : il. ; 21 x 15 cm. ISBN 978-987-42-7662-9 1. Antología de Cuentos. I. Frini, Daniel Eduardo II. Frini, Daniel Eduardo, comp. III. Bursuk, Claudia, ilus. IV. Córdoba, Juliana, prolog. CDD A863
Primera Edición: abril de 2018 Tirada: 200 ejemplares © de los textos: Alberto Fiszbejn, Amalia Fuino, Andrés Otero, Angel Fernando Paz, Claudia Bursuk, Cristina Ramognino, Daniel Frini, Loreto Di Mascio, Lourdes Ramognino, María Esperanza Menardi, Norberto Ramazotti, Rubén Sardas. © de esta edición: Daniel Frini Compilador. © de la imagen de portada: Claudia Bursuk. Reproducción de Fragata Sarmiento Acrílico 50 x 70 / 2016, Medalla Concurso de Manchas Museo Sívori Arte: Daniel Frini Diseño y maquetación: Daniel Frini Editor responsable: Daniel Frini Edición: Ediciones Artilugios / Eppursimuove Ediciones Este libro no puede ser reproducido, ni total ni parcialmente, ni incorporado a un sistema informático, ni transmitido en cualquier forma o cualquier medio, sea mecánico, electrónico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo y por escrito de los titulares en copyright. ISBN 978-987-42-7662-9 Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723 Impreso en la Argentina Printed in Argentina.
A la musa que acaricia la imaginaciĂłn y nos permite jugar, divertirnos con increĂbles historias. A los amores pasados y presentes, que nos alimentan la creatividad. A nuestras familias, sin las que no hubiĂŠramos podido lograrlo.
Agradecimientos A la Secretaría de Cultura de la Municipalidad de General San Martín; que, en su espacio San Martín Lee, dio cabida a este Laboratorio Literario que nos reunió. A Andrea Felsenthal por su gestión y su apoyo. A Librería Garabombo, por cedernos su espacio para las reuniones de los jueves. A todos quienes alguna vez nos acompañaron y nos regalaron la lectura de sus textos.
Prólogo n intento de atraco que lo modifica todo, que salpica de luz a la oscuridad más profunda. Cartas de amantes sospechosamente amables. Compañeros que se sacrifican, ignorándolo. Princesas de almas cansadas y cuerpos rotos. Historias en las que los recuerdos tienen cita con la amorosa nostalgia, pero también con el horror. Maestros que dejan marcas, que son huella y camino. Dragones desconcertados. Padres que cruzan mares inconmensurables para hacerse un camino, para soñar un presente, tal vez, un futuro. Muertes que no se explican, que rozan lo fantástico. Dolores que estallan contra los sentidos. Moribundos que enfrentan su destino en soledad.... Seres tan próximos que cuesta no reconocerse en alguno de ellos, eventos tan familiares que deambulan entre la ficción y la realidad. Mundos maravillosamente imperfectos, fruto de una invención sin límites. Creación en estado puro. En estas historias, las palabras juegan y se vuelven desparpajo, se repliegan y se vuelven dolor. Se agigantan y se transforman en ternura, en melancolía, en salvación. Si la literatura es el ejercicio más pleno de la libertad, no hay dudas, en estas páginas se respira literatura. Quizás, más que en ninguna otra ocasión, es imposible hablar de un hecho artístico sin involucrar la subjetividad. Qué decir cuando además, han metido la cola los sentimientos, cuando te toca hablar de la obra de tan queridos amigos. Por eso, voy a limitarme a decir, simplemente, Léase.
Juliana Córdoba
Alberto Fiszbejn
Nació en San Nicolás de los Arroyos, Buenos Aires, Argentina, en 1953 y reside en San Andrés, Buenos Aires. Es Psicólogo clínico, Terapeuta Familiar, Profesor de Postgrado de Terapia Familiar. Escribe cuentos, relatos, microficciones y poesías. Obtuvo la Primera Mención en el Concurso Rodolfo Walsh (2016, San Martín, Argentina). Publicó relatos y poesías en Antología “Esa Ciudad” (2016, Municipalidad de San Martín). Fue seleccionado para publicar antología “Mujer Fuego”. Participa en el Laboratorio Literario San Martín Lee desde 2015. fiszbejn@gmail.com
Textos Fugados II
Confiada Uno Confiada como Caperucita, atravesó el parque. Volvía cansada de trabajar toda la semana en casa ajena. Llevaba alguna ropita que la patrona le había dado y comida para sus hijos. A esa altura de la noche, estarían esperándola hambrientos y con sueño. No fue un Lobo, el que apareció. —¡Dame todo lo que tengas! —¡Héctor…! ¿Vos sos Héctor? ¿No te acordás de mí? —¡Qué decís, pendeja! ¡Traé eso para acá! —¡Soy la Ceci! ¡Fuimos juntos al colegio, jugábamos en la calle…! —¡Terminála con eso! ¡Dáme lo que tengas o te reviento! —¡Che, pará que no tengo nada! ¡Cinco pesos me quedaron! Llevo unas ropitas y algo de comer. Pero ¿y a vos qué te pasó, Héctor? Lo vio desencajado, a punto de quebrarse y largarse a llorar. Entonces, le dijo: —¿Querés venirte a casa conmigo? Ahora pongo todo esto en una olla, preparo un guiso, como lo hacía mamá. Y ya vas a ver, que me sale pa’chuparse los dedos. Héctor quiso detener sus lágrimas, pero le caían como arroyo caudaloso. Empezó a balbucear. —¡Ce…ci…ci…lia! Fijate, nena, la basura que soy. —Tranquilizate. Vení, vamos a casa. Ayudame con las bolsas, ¿querés? Dos —Gracias a la Ceci, recuperé el rumbo. Sé que suena medio loco, lo que digo, pero yo me entiendo. A partir de esa noche, me sentí mejor. Algo cambió en mí. Me devolvió la calma ver el amor maternal que tuvo con sus hijos, cómo les hablaba y cómo los trataba con cariño; del mismo modo que lo hizo conmigo. ¡Ah! Si yo hubiera tenido un cacho de esa ternura en mi vida, no me habría ido tan mal. Ella se había separado de su pareja, hacía un par de años. Venía 13
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sobrellevando, sola, la crianza de sus hijos. Alguna mano recibía de su madre, que también era cariñosa con los niños y ayudaba en todo lo que podía. Héctor sintió la necesidad de estar con esa familia, de ser parte de ella. Se lo insinuó a Cecilia; y ella, sin inconvenientes, aceptó que él pasara un tiempo allí, junto con los suyos. Al comienzo fue como un hijo; aunque, con el correr de los días, empezó a ser hermano y otras veces, padre. Con rapidez, su vida había cambiado. Primero, encontró changas. Luego, lo contrataron en un depósito aduanero. Compraba comida y traía algún regalito para los chiquilines. Un día, se apareció con un ramo de flores para Cecilia. Las traía con sus manos tensas, y también medio paralizado, quiso decirle unas palabras. Pero no le salieron. Cecilia se dio cuenta, las tomó y le dijo: —¡Gracias, Héctor! ¡No te hubieras molestado de esta manera! Héctor sentía un nudo en la garganta. Y Cecilia le hizo un gesto. Entonces habló: —¡Pero hombre si tenés algo que decir, decílo ahora! Él tragó saliva y se animó. —¿Te acordás de la noche en el parque, cuando te encaré? Te dije «¡Dame todo lo que tengas!» ¡Jamás me imaginé que me darías tanto!
Oráculo Versiones ficcionadas de «1984», en homenaje a George Orwell. Lleno de ilusiones y deseos, Winston entró a la tienda de Charrington. Conversó unas pocas palabras con él que, como siempre, se comportó con mucha discreción; respetando la intimidad y sin mencionar el encuentro que tendría lugar en algunos minutos. Subió las escaleras. Pasó revista a la cama de dos plazas, como las de los proles. Las desgastadas mesitas de noche, un par 14
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de añejos veladores. Echó un vistazo al reloj antiguo, que todavía funcionaba, y se dio cuenta de que Julia estaba demorada. Decidió encender el infiernillo porque comenzaba la helada. Acomodó la cama, las sábanas, frazadas y colcha. En ese momento, escuchó una voz de contralto muy bella. Se acercó a la ventana para mirar tras los visillos. En el patio inundado de sol, una mujer robusta y mayor cantaba mientras colgaba pañales, que deberían ser de sus nietos. Se sintió atraído por su canto y, al terminar una canción de amor, a él le llamó la atención oír esa melodía. Oigan, desprevenidos tórtolos, tengan cuidado. El cuartito soñado, es trampa para dos. Ojos que ven y sienten. Ojos que envidian el verdadero amor. La canción lo conmovió. Fue como un cachetazo que lo devolvió a la realidad. No en vano días atrás, con Julia, compartían el sentimiento que seguir adelante con su proyecto era una locura. Casi, casi, un suicidio. Entonces, llegó ella. Él dudó en contarle sobre aquella canción de la mujer prole. Mientras evaluaba todo esto, Julia hizo su ingreso, radiante, sonriendo. —Mirá todo lo que compré —traía un bolso lleno de comprasorpresa, y comenzó a sacarlas una por una: pan, manteca, un buen café, té y chocolate—. Ahora, cerrá los ojos. Entonces, obedeció. En ese momento, se dio cuenta de que debía contarle lo sucedido. O sea, la advertencia confirmatoria de sus miedos, que la cantaoráculo les había hecho. Contenta y presurosa, Julia tenía puesta una ropa interior muy sexy, adornada con encaje, como usaban las putas finas, de nivel. También un vestido para estrenar, que le marcaba mucho mejor sus formas. Dejó el odiado mono tirado en un rincón y terminó de vestirse con unos coquetos zapatos de taco alto, que resaltaban sus hermosas piernas. Por último, buscó una bolsita llena de cosméticos, que estaban prohibidos. Se soltó el cabello, se pintó 15
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los labios, se maquilló con gracia y delicadeza. Después, preguntó: —¿Cómo me ves? Él estaba anonadado. Por unos minutos, se había olvidado del peligro y de la advertencia. —¡Estás fabulosa, divina! ¡Sos…mi minón! Me calentás un montón. Ella conmovida, le dijo: —¿De verdad? Sin embargo, desde que llegué, te veo cara de preocupado. Entonces, le contó lo que sucedió. Luego, compartieron las sospechas respecto de Charrington, las de O´Brien, del riesgo de haber alquilado ese cuartito. Empezaron a dudar. ¿Habrían instalado micrófonos o una disimulada telepantalla?. Después, él recitó los versos de aquella canción: El cuartito soñado, es trampa para dos. Ojos que ven y sienten. Ojos que envidian el verdadero amor. Ella, consternada, se mostró producida con su vestido ajustado rojo escarlata, dejando entrever su buen culo, tremendas piernas, enfundadas en medias de seda sostenidas en tenso portaligas, sobre zapatos de altos tacos negros. Y con voz melosa, insinuó: —¿Qué te parece que podríamos hacer ahora? —No sé a vos, pero a mí la sangre me estalla en todo el cuerpo. Estás tan atractiva, que si empiezo a lamerte, haré un tul de baba, hasta la punta de tus pies. —¡Ay, Winston! ¿Serías capaz? Conscientes de la provocación mutua y atravesando una ruta peligrosa, decidieron coger hasta que se acabe el mundo. Se levantó de la cama como imantado por esa boquita roja. La besó con fruición, todavía vestido, pero con una visible erección. La abrazó mientras, con sus manos, la palpaba, sintiendo lo que nunca en su triste vida, había sentido. Luego, se acariciaron con pasión. La desnudó lentamente. Ella lo desnudó sin prisa. Se fueron 16
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descubriendo, halagando, disfrutando. Todo era placer. Un beso en el cuello. Una lamida en la oreja, la palma de las manos acariciando las nalgas, una lamida tierna pero constante del clítoris humedecido, una chupada de verga llena de deseo. Sin pasado ni futuro, decidieron transitar un presente imborrable en sus mentes y en sus cuerpos. Dice la filosofía hindú: «El Presente es un regalo». Ellos lo probaron, entregando sus besos, sus tetas, su vagina, su pene, su culo, sus caricias, su sexo. Del otro lado de la pared, Charrington escudriñaba por un agujerito. Como veterano encubierto de la Policía del Pensamiento, siempre fue todo un profesional. Para ello, su trabajo consistía en alquilar, con cuidadosa artimaña, un cuartito del primer piso a algún crimental. Como consecuencia, había desarrollado su tendencia al voyeurismo, hasta convertirse en un perverso perfecto. Otro grupo del Partido Interno, espiando con placer y desenfreno, esperaba ansioso la hora en que la pareja se juntase y tuviera sexo. Ellos hacían su trabajo. Sin embargo resultaba hermoso verlos hacer lo deseado por todos y logrado por ninguno. Detrás de la telepantalla, camuflada como cuadro antiguo, miraban, se impacientaban, reían, hacían comentarios, sobre Julia, sobre Winston, y la relación, del culo, de las tetas y de la vagina. Dijeron: —¡Tajodida Ella! A Winston le habían puesto «MontaCristo». Cínicamente, apostaban contra Winston, quien no cumpliría más de dos veces. A pesar de ello, continuaron con un erotismo nunca visto. Cada tanto, fugazmente, los atravesaba el miedo a ser apresados, torturados, separados. Y fue como una poción mágica. Incómodo Charrington, descubrió que se mojó todo. Sintió cumplida su misión. Los de la telepantalla discutían, tremendamente enojados, fuera de sí: —¡Tenemos que detenerlos! ¡Ya! Decisión que el sistema les había ordenado. Ellos se olvidaron de todo y sus cuerpos fueron refugio. Mar de pechos, mar de penes, mar de vida y energía. El cuarto fue objeto idealizado, fue amante, fue pareja, fue 17
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calor, fue ternura. Espacio de independencia y de confianza. Si en algún momento dudaron, entendieron que era ahí, que debían devorarse ese Tiempo de Felicidad. Aquel encuentro quedó grabado en sus vidas y en sus cuerpos. Lo llevarían para siempre como un tesoro escondido, que nadie podría quitárselos. El cuarto fue ruptura con el mundo no querido. Como una gruta con un fogón encendido. Hogar en medio de un invierno escalofriante. Para Winston, era la posibilidad de comenzar con Julia un amoroso y necesario vínculo. Había tenido una difícil y enclenque relación con sus padres; sobre todo con su madre y su hermana. Era la oportunidad que se presentaba para salir de aquel egoísmo, del dolor y de la soledad. El cuarto se convirtió en Maná de chocolate. Julia y Winston sintieron que podrían tener una vida sin temor. Aquel instante fue eterno. Eternoinstante
Confesión Se había convertido en una boca que denunciaba y una mano que firmaba todo lo que le pedían. Su única preocupación había sido averiguar qué era lo que querían que confesara George Orwell,«1984» Bajo tortura, confieso: Me acosté con la mujer del Gran Hermano. No me acuerdo bien cómo empezó todo. Si yo la busqué a ella o ella me buscó a mí. Si nos encontramos en la calle, por casualidad, o si fue en la cafetería del partido. Durante el castigo que recibí y con las inyecciones, creo haber entrado en un estado de amnesia. Lo que sí recuerdo es que nos metimos en un frenesí sexual, en una atracción sin límites. Yo no sabía quién era ella. Tampoco me importaba si era una prole, una jefa del partido o cualquiera. Me obsesionaba una idea, y era estar 18
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con ella. Intimar con ella, poseerla, tocarla, abrazarla, besarla. Y ella parecía disfrutar de lo mismo. Estábamos magnetizados. No podíamos separarnos. En nuestros encuentros sonaban un sinnúmero de instrumentos musicales, tocando una sinfonía cautivante, afrodisíaca. La música cesó de golpe. Ella comenzó un juego extraño, que yo no entendía. Se colocaba unos bigotes y desde la oscuridad, se reía tenebrosamente. En ese momento, descubrí que mi torturador estaba a mi lado, paralizado y absorto.
Informado Sabías que llovía y remoloneaste en la cama. Los domingos son días en los que no trabajás. Últimamente estás agotado. No es que tengas tanto laburo, si no que tus ingresos decayeron y estás estresado, porque sabés que si seguís así, te vas fundir. Te levantaste y, luego de una buena ducha, peinaste esos tres pelos locos que te quedan y te sentiste mejor. Desayunaste con un pan exquisito y un licuado espectacular, que siempre prepara tu esposa. Te abrigaste bien y saliste a comprar el diario. Aunque garuaba, aprovechaste a realizar una caminata aeróbica por la plaza. Cambiaste el aire, te sentiste libre al no tener que lidiar con esa perra que tenés, que podría tirar de un trineo por sí misma. Y al volver a la casa, te fuiste derecho al escritorio, a disfrutar de la lectura. De pronto, te sacudiste con la noticia: Las víctimas fueron cincuenta y ocho. De ellas, cuarenta y un niñas fallecieron: diecinueve en el Hogar y veintidós en hospitales. Ocho aún se recuperan en EEUU. 58
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Muertas-vivas.
Un tanque te aplasta, te quiebra. Como esas máquinas que pasan sobre el asfalto. No entendés nada. Todo está confuso. Cross en la 19
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mandíbula, pensamiento noqueado. Tardás en levantarte. Volvés a leer: Cuando se desató el fuego las chicas gritaron, pero nadie fue a salvarlas. El incendio se convirtió en castigo. Encerradas-castigadas Pensás y no podés creer. En tu mente, el hecho estalla. El 7 de marzo, niños y niñas, se amotinaron en Guatemala, en el Hogar Seguro «Virgen de la Asunción», y se dieron a la fuga. Al ser recapturados, fueron separados por género en habitaciones distintas, donde fueron encerrados con llave. Según los jóvenes, se llevaron a sus compañeras para ser violadas. En una foto, viste a un bombero llorando sin consuelo y desahuciado ante el horror. Te sentiste, también, uno de ellos. Sí, bombero impotente. Sos testigo de una Guernica atroz, donde las chiquillas fueron fusiladas por un pelotón. La bala certera, en el útero pueril. Bombero-inútil Ya no podés más. Te imaginás esas pequeñas abusadas, violadas. Y en medio de un ensueño que se torna pesadilla, en ese cuartito, oís sus gritos eternos, oís las risas obscenas de las hienas. El crujir de los golpes salvajes, de bestias que someten. Bárbaros a los que el sistema les ha dado poder para destrozar esos cuerpos. Aturdido, percibís esa mezcla de olor a sangre, a piel y a semen chamuscados. Y vos no podés hacer nada. El incendio ocurrió el 8 de marzo de 2017. Día de la mujer. En tu cabeza arremeten, sin barrera, pena, fastidio, desasosiego. Te preguntás el motivo; si, después de todo, son los hombres, la cultura machista, si son enfermos. Te da miedo pensar que, quizá, tengas algo que ver; por omisión o silencio. En qué medida sos un triste cómplice. Ya no soportás la idea de ser ese bombero que siempre 20
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llega tarde. Hoy, te sentís impotente frente al descuartizador. No podés sacar de tu cabeza a esas nenas inmoladas antes de bajar de la calesita. Embarazadas antes de dejar sus muñecas. Muertas, en el día de la Mujer.
Tirado Me veo en ti. Tirado, como muerto en la calle, vencido. Con las ilusiones hechas andrajos. Eclipse de sol que se quedó a vivir en tu/mí humanidad. Y siento… Eres la sombra que revela mis fracasos, mi abatimiento. Mi no doy más, hasta acá llegué. Y siento… Que con tu locura, me llamas a abandonar el juego que desquicia. Y siento… Ganas tremendas de hacer algo, de poner el cuerpo, de abrazarte y dar calor. Y siento… Tu respuesta, será mi salvación.
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Amalia Fuino
Nació en Buenos Aires, Argentina en 1959. Es Profesora en Letras y Licenciada en Didáctica de la Enseñanza de la lengua y la literatura. Durante años se ha dedicado a la investigación del uso de la lengua, en distintos contextos y situaciones comunicativas. Publicó “Unos y Otros” (cuentos, ExLibris, 2016). Recibió una Mención de Honor en el Concurso Internacional de Poesía y Narrativa “Hermanando Palabras”, otorgado por el Instituto Cultural Latinoamericano (Junín, Buenos Aires, 2017). Participa en el Laboratorio Literario San Martín Lee desde 2016. amaliafuino@yahoo.com.ar
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Bocaditos Ya tarde, escuché un ruido en la cocina, pero no quería levantarme. Estaba calentita en la cama. La verdad es que había llorado mucho con una película, y no tenía ganas de bajar a ver qué sucedía. Pensé que sería el gato, como siempre. Cerré los ojos para seguir durmiendo, pero un sonido cada vez más cercano me mantuvo tensa. Escuchaba pasos que subían por la escalera y llegaban hasta mi cuarto. Me incorporé en la cama, y vi al hombre apuntándome. —¿Qué hace, señora? Acuéstese otra vez, que no quiero lastimarla. Acepté su sugerencia, pero no pude quedarme callada. —Tenga cuidado joven, porque puede… El hombre se tropezó con algo y gritó: —¿Qué es esto? —Le dije que podría… Una soguita colocada desde la cómoda hasta los pies de la cama hizo caer al hombre. —¡Cállese, y dígame dónde están las joyas! Intenté prevenirlo. No sé si fue la sorpresa, su inexperiencia o la oscuridad pero volvió a caer. —¡Uy! ¡Ay! ¿Qué? ¿Quién me golpeó? Una maza de madera, colocada sobre el ropero, lo golpeó en la espalda, dejándolo boca abajo sobre la alfombra. Me levanté de la cama con tranquilidad, sabiendo que estaría allí unos minutos. Me calcé las pantuflas, porque no me gusta sentir el piso frío bajo mis pies, y me acerqué a él. Me agaché, apenas, porque todavía me duele la cintura, y le quité el arma. Él se volvió y, tratando de levantarse, me gritó: —¿Qué hace, qué hace, vieja loca? El Fabio me dijo que sería fácil. Que usted tiene un montón de joyas por ahí. ¡Vamos!, ¡deme todo, que me voy! La Negra me espera afuera. —Levántese, y deje de hablar. Vamos, no sea tonto. Usted no es ladrón. Seguro que no quiere hacer esto. El atolondrado negaba con la cabeza, mientras yo le acariciaba el pelo. Creo que estuvo a punto de soltar alguna lágrima; y, para no hacerlo sentir mal, lo ayudé un poco hasta que 25
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se incorporó por completo. —Vamos, venga conmigo a la cocina que tengo algún bocadito por algún lado. —Suelte señora. ¡Suelte, le digo! Me tengo que ir con las joyas, no con un postre... ¿Qué tiene? —Todavía queda Lemon Pie y un poco de Tiramisú. No estaba muy seguro de aceptar mi invitación, pero como a mis nietos, lo fui llevando hasta la cocina, mientras se acomodaba la ropa y buscaba su arma con la mirada. —La tengo yo, no se preocupe. —Terminemos y me voy. No le vaya a contar a nadie. Me voy, y acá no pasó nada. No había nada, usted dormía como un tronco y listo. Nunca pensé que fuera tan estúpido; pero, por alguna razón, me enternecía. —Yo no tengo dinero ni joyas. Hice correr el rumor en el barrio, y ahora todos vienen a visitarme. De vez en cuando, mis hijos y nietos me llevan de viaje. Pero no tengo nada. Durante casi dos horas compartimos cafés, tortas, anécdotas y un muy buen rato en la cocina. Nunca le devolví el arma y se despidió con un abrazo y un beso, como si yo fuera su abuela. La Negra, entre tanto, consiguió un cliente y ganó más que él esa noche… O tal vez no.
El instructor En una pequeña y alejada aldea, vivía un anciano y sabio maestro. Dos tardes por semana, recibía la visita de un curioso niño, inquieto por conocer la sabiduría ancestral. Una tarde de otoño, húmeda y lluviosa, el anciano llevó al niño a un gran salón, donde tendría lugar la clase. —¡Qué salón maravilloso, maestro! ¡Nunca habíamos estado aquí! —Porque siempre pudimos disfrutar del sol y del aire fresco en el jardín, pequeño discípulo. Caminaron hasta el centro de la habitación, y unas nubes de humo indicaban el lugar donde las brasas esperaban al alumno. 26
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—¿Qué haremos aquí señor, perdón, maestro? El hombre caminó, despacio, hasta acercarse al fuego, e indicó al niño: —Caminarás sobre él mientras tu mente ingresa en un mundo sagrado y milenario. —No sé si quiero, maestro. ¿Por qué no me lo muestra usted antes? El anciano ensayó su peor mirada, intimidándolo. El niño bajó la cabeza y entrelazó las manos a su espalda. —¡Acércate y hazlo, pequeño! —insistió el hombre, tratado de mantener la firmeza y la paciencia. —No estoy muy seguro, maestro. ¿Por qué hacen esto los orientales? —Para demostrar el poder de la concentración. Nada ocurre si tu mente no lo consiente. Debes creerme. Una vez que camines sobre las brasas… —suspiró, casi sin aliento. —Me voy a quemar tanto, que no sé si podré volver a caminar. —No, pequeño. Verás que años de sabiduría te acompañarán. Entenderás lo importante que es, el poder de la mente y… —Está bien, maestro. Entiendo que hoy quiere enseñarme algo muy importante, pero mejor lo dejamos para otro día —dijo el niño; y salió, velozmente, del salón. —¡Qué lo parió! ¡Ya no tengo la paciencia de antes y los niños discuten todo! Tendré que cerrar la academia y mudarme a Hollywood.
Confesiones poderosas En el valle, hace una semana Mi querido Rey: He recibido la inquietante noticia de que has sido padre. Se festeja, en los alrededores, el nacimiento de una bella niña. Hermosa criatura de increíble parecido contigo, con esos ojazos que desvelan mis noches y con una boca, tan bonita como la tuya. Nunca creí que la bruja que tienes por esposa podría 27
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engendrar belleza alguna, pero parece que has realizado un muy buen trabajo, amante mío. También ha llegado a mis oídos que has preparado una gran fiesta para celebrar el acontecimiento. Sin embargo, no he recibido aún la invitación. Después de tantos años a tu lado, creí que compartiríamos todo. Pero ahora comprendo que no es así. Entiendo que ya no necesites desahogar tus angustias en mi hombro, ni buscar calor en mis caricias. Alguien más, ocupará tus noches. Unas manitas suaves calentarán tu corazón. Pero no creas que me quedaré quieta. Sabes que mis manos pueden ser garras si me provocas y sabrás lo que una mujer enojada podría hacer. Saluda de mi parte a esa mula que tienes por esposa y felicítala por su trabajo. Disfrutad cuanto podáis de la pequeña. Aún puedes venir esta noche si así lo deseas y…si sabes lo que te conviene. Mientras tanto tejeré algo para la niña, en la rueca. Siempre tuya, Tu loba. En el valle, hoy temprano Mi adorada Loba: Me sorprendió la carta que el paje me ha entregado. Me alegra saber que has conocido ya, la buena nueva; y te aseguro que te lo hubiera contado yo mismo, de haber podido. En cuanto a la fiesta, la ha organizado íntegramente la reina, y no he podido opinar en asunto alguno. Sabes que me hubiera encantado compartirla contigo. Después de todo, siempre han sido muy festivos, nuestros encuentros. Deberé marcharme pronto, con mis soldados. Te prometo que te compensaré gratamente a mi regreso. Sabes que siempre cumplo. Si llegare a perecer en batalla, uno de mis soldados lo hará por mí, te lo aseguro. Que Dios esté contigo, mi loba y que la salud te acompañe hasta mi regreso. Tu eterno amante.
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Pequeñas historias en pocas palabras Nadie podrá comprender jamás cuánto tuviste que esforzarte para vencer tu timidez. Una mañana cualquiera, sin previo aviso y con una flor en tu mano derecha, te acercaste a mí. Todas las rosas tienen espinas; y las tuyas, me mataron. Te vi acercarte hacia mí. Galopaste con furia. Tu poder llegó hasta mí. Ahora ya no existe… Ni tú. Ven con nosotros. Te cuidaremos. Relájate y goza entre nosotros. Cálido recibimiento, suculenta cena. Esperado sacrificio humano. Esa noche nació el monstruo. Sintió desgarrarse su piyama. Al levantarse, la vio ensangrentada sobre la ancha cama. Miramos con ingenuidad y no descubrimos nada. Encendimos las linternas. Los cuatro juntos recorrimos el bosque. Volvimos sólo dos. Caramelos de colores y mi rubor. Abrazo tierno y tarde de amigos. Beso a escondidas y tu mano aquí. Tres payasos, decenas de niños. Gran circo en la plaza del pueblo y una curiosa niña en su camarín. El árbol centenario en el jardín testigo de las lágrimas de un niño. La soga silenciosa, sobre su cabeza.
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AndrĂŠs Otero
Nació en el viejo Ballester, a fines de octubre de la primera mitad del siglo XX. Estudió en el Colegio Nacional Sarmiento e incursionó algunos años en la Facultad de Sociología de la UBA. Concurrió a un taller literario privado un par de años, hacia fines de la década del 80 y se incorporó al Taller Literario San Martín Lee en el año 2017. Romántico por naturaleza es un enamorado de la poesía y, según dice, actualiza el nivel máximo de su felicidad, cada nuevo año que transcurre. El presente es el primer libro en el cual participa. aandresotero@yahoo.com.ar
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La quietud del alma Si buscas de mis manos el aplauso, cuando paseo por tu rostro mi mirada. Si esperas que borre con mi afecto, la huella dolorosa que deja tu pisada. Te equivocas de hombre y de momento: Ya no existe el poeta que en sus sueños cerraba los ojos y te amaba. Hoy mi vida no se quema con tu fuego, ni se enciende con las luces de tu llama. Aunque derrames a montones tus promesas, el montón es poco, si es montón de nada. Quiero estar en la tranquilidad y en el silencio, en la luz de la verdad y de la calma. Me motiva más que el goce de tus besos, la profunda quietud que hay en mi alma.
Noche y día No hay cielos azules, ni canto de pájaros. Que la noche sienta. No hay haz de colores, ni arrullo de tórtolas, que la noche entienda. No hay risa de niños. Ni alegres campanas. Ni verdor de prados. Ni flores que vistan de ardientes ropajes las mañanas frescas. Ni canto de arados. Ni mares turquesas. Ni verdes palmeras que ondulan al viento y brindan su sombra, a las blancas arenas. Hay pasos furtivos. Hay sombras inquietas. Hay seres dañinos que andando a su amparo, con garras macabras van dejando huellas. Hay llantos de niños, Hay dolor de ausencia. Hay pobres que sufren el rigor del frío en pequeños huecos, sin calor de sol, tiritando el hielo de crudos inviernos…! 33
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La noche sonríe. Son suyos los sueños, La quietud del alma, El ardor del beso. El mágico encuentro de seres sensibles que al calor del fuego, narran las historias de sus amores nuevos. Las caricias tibias, los dulces afectos, las manos ardientes que curiosas buscan con tiernos deseos, el perfil sinuoso de un amado cuerpo… ¡Ay, Diosito sabio, que armaste los cambios! ¡Ay, Diosito bueno! A cada vivencia sucede un letargo. A cada sonido sucede un silencio. ¡Me alegro por ello! ¡Que nunca las penas me apaguen el alma, y crezcan las sonrisas en mis tiempos buenos!
Complicidad ¡Quién se atrevió a borrar de tus labios la sonrisa, pedacito de oro envuelto en caramelo! Quién encaramándose en su cuerpo de madera, al amparo de una nube, te ha robado el cielo. Quién te pintó debajo de la nariz el moco, y formó ese surco blanco a lo largo de tu rostro, regando de lágrimas el betún grisado que te ha dado el polvo. Quién te arrojó al frío de la noche, y permitió que la fuerza de la lluvia te talara. Quién te desalojó del calorcito de la cuna, y te tiró a dormir en la suciedad del suelo! Quién te hizo crecer de un solo golpe robándote el milagro de las hadas y los duendes. Quién te sepultó en el infierno de la nada… ¡Quién desmadejó el ovillo de tu vida, y se yergue a tu lado como juez. y te apunta con el dedo! 34
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¿quién? ¿uno? ¿muchos? ¿todos? No sé quién. Pero sí sé, que yo su cómplice sería, si me guardara esta pena en el silencio.
El Cloro y yo Habíamos quedado solos el Cloro y yo. Desde que murió la Rudecinda, todo lo demás se fue muriendo. Rondando dentro de la tapera, nos estábamos secando como el pasto. Sintiéndonos y midiéndonos. La primera tremenda admiración que sentí en la subasta cuando vi aquel gallo, soberanamente erguido sobre sus patas, la roja cresta flameando…había cedido lugar a la ternura y al afecto. ¡Su poderoso canto a la vida cada madrugada! El despliegue majestuoso de su energía viril y, ahora, su compañía, frenaban ese otro atroz pensamiento que se iba gestando desde el vacío de mi estómago… —¡Eso nunca! —pensé hace un par de días, cuando tuve la primera impura sensación. Pero, con el correr de las horas, ya no estaba tan seguro. Comencé por revisar mi admiración. Sin duda, era todo un ejemplar. Aun entonces, que se veía menos rollizo; impactaba su andar en esas rondas constantes, cada vez más amplias, que hacía en busca de comida, y la verdad es que, desde que murió la Rudecinda —que en buen lugar descanse—, ese animal había ocupado el centro de mi corazón. ¡Solo yo sabía del cariño que le había agarrado! ¡Cómo disfrutaba al ver la cara del viejo Ligorio, estallando de envidia, cada vez que lo miraba…! Pero, ¿acaso no había sentido algo parecido con la Rudecinda? ¡Esa sí que era una yegua de mi flor! ¡Cuántos patacones me hizo ganar en aquellas inolvidables carreras…! Y sin embargo, aunque fue un momento muy duro, bien pude sobrevivir cuando nos dejó. De seguro pasaría igual si moría el Cloro. Me dolería muy mucho pero, andando el tiempo, yo seguiría con mi vida y, quién dice, a lo mejor encontrar otro animalito así y —que el tata Dios me perdone—, quizás, todavía mejor que el mismísimo Cloro. Pero, si el que moría era yo, ¿qué iba a ser de ese pobrecito gallo? Y en todo caso: ¡que podría importarme a mí, tieso y duro como estaría en una tumba! 35
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Ya cuando estaba saboreando la primera pata, comenzó el remordimiento, ¡Ni que contar cuando llegué hasta la pechuga…! Así también pasa en la vida: Si de pronto nos alcanza una situación límite, todo lo que tenemos de bueno se va al diablo. Y cuando, por fin, logramos serenarnos, el arrepentimiento, la mayoría de las veces, llega demasiado tarde.
Si te pierdo como amigo Aquí me tienes Señor, dispuesto a perdonarte. Y bien sabes lo mucho que he sufrido. ¡Vos dijiste que la cruz era liviana. Y los clavos hasta el alma me has metido! No me quejo por la tía María Carla, que en parte me lo tengo merecido. No debí esperanzarme en heredarla, si yo mismo la había enloquecido. Tampoco te reprocho lo de Eulalia. ¡Que con Genaro, los cuernos me ha metido! La tenía bastante abandonada y la pobre se caía por un mimo. Ni siquiera el puntito para el «Prode» alcanzó para hacerme tu enemigo. ¡Pero bien pudiste hacerme la gauchada, en pago por las misas del domingo! Me mató lo que hiciste con Genaro, ese chanta que a la Eulalia ha seducido. ¡Cómo pudo llegar a diputado! ¡Es seguro que en su auxilio has acudido! No te pido que me mires con ternura, más tampoco es para hacerte el ofendido. Aunque mucho te disgusten mis modales, por lo menos, repara que he venido ¿Qué quieres de mí?, ¿que me arrodille?, ¿qué llore como un niño arrepentido? ¡Sea! (Pero… por favor, que nadie mire) ¡Es que muero si te pierdo como amigo! 36
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El río va… La mágica brisa de la tarde me llevó a ese lugar. El mismo lugar que supo cobijarme con su encanto en los momentos más intensos de mi enardecido ensueño. —Estoy detrás tuyo, no te vuelvas. El sobresalto y la sorpresa cedieron rápidamente ante ese tono de voz que me resultaba conocido; y permanecí así, sin volverme, expectante, prestándome al juego que la presencia de ese tan familiar desconocido, me proponía. —Por favor, no te vuelvas —repitió, mientras me sujetaba suavemente por los hombros. Pero, ¿quién era? Me dejé estar. El río corría más abajo, en esa curva profunda y pronunciada que me fascinó desde pequeña. De pie sobre la hierba, descalza, había entrecerrado los ojos, acunada por el sonido de las palabras y el mensaje de sus manos, que ahora acariciaban blandamente mis hombros y mi cuello. —¡No, no, por favor! ¡No te muevas! Había adivinado mi intención en el mismo momento en que nació. Me quedé quieta, disfrutando… Sus manos, que se habían detenido largamente en mis cabellos, ahora se deslizaban por mis pechos… ¡envolviéndolos, explorándolos! ¿Qué debía hacer? Por un lado la inefable presencia de sus caricias, la magia seductora de su voz, y la embriaguez de su perfume —que ahora también encontraba conocido—; por otro, el llamado imperioso de la realidad, que pugnaba por deshacer ese nudo loco de mi descabellada fantasía. Decidí sentir. Todo su cuerpo estaba detrás de mí, pegadito a mí, fundiéndose conmigo…¡Dios! ¿quién era! No cabía duda que había pasado por mi vida. Pero, ¿quién era…? Sin embargo, ese no saber, en lugar de frenarme, se sumaba a la disparatada orgía de mis eróticas sensaciones, frenéticas de deseo en un goce nunca antes vivido. Sus manos, firmes y tranquilas, con suaves movimientos, fueron desabrochando, lentamente, cada uno de los botones de mi blusa, mientras yo permanecía así, increíblemente sumisa. Hechizada y absorta ante el conjuro de esa tarde de pasión y de misterio. Y así, dominada por el creciente deseo, y la lujuriosa pasión 37
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que me envolvía, casi sin darme cuenta, me exhibía desnuda, de espaldas a ese desconocido, cuya virilidad me atrapaba, sintiendo cada centímetro del fuego de su piel que me enardecía de pasión y me abrumaba… Finalmente, el mundo estalló en la sublime fusión de dos seres que, despreciando todas las pautas conocidas, ahora se quemaban en la hoguera de un amor desenfrenado. —Espera unos instantes más, por favor, no te vuelvas ¡Dejémonos envolver por este místico momento, de entrega total y sin límites! Otra vez atendí su reclamo. Permanecí así, con los ojos cerrados, perdida en un tiempo de ausencia que solo puede ser vivido por el alma, casi sin prestar atención al adiós de sus manos y su cuerpo. Sumergida como estaba en un diálogo interior, plagado de amor y de éxtasis. Ignoro cuánto tiempo pasó hasta que pude, con esfuerzo, volver a la realidad. No vi a nadie en derredor. El silencio sólo era interrumpido por el rítmico sonido de las aguas acariciando la sinuosa ondulación de las orillas. Al bajar la vista tratando de encontrarlo, logré descubrir su hermoso cuerpo, tieso, inerte, flotando mansamente sobre el río. Los ojos azules, abiertos y perdidos, en un punto fijo del horizonte. Su rostro me era totalmente desconocido. La misma corriente que lo había traído ahora se lo llevaba.
Aviso clasificado ¡Hola! ¿Con Clarín? Quisiera publicar un aviso. Por favor, le ruego que respete el texto tal como se lo dicto: «En esta época de locos y exaltados yo, sin embargo, preciso que alguien me levante la presión. Me siento como nunca aplastada y arrumbada. No niego que algo he andado; pero, en realidad, prácticamente nada, comparándome con otras que se la pasan callejeando todo el día. Puedo asegurarles, sin eufemismos, que soy casi virgen. Perdonen la franqueza, pero debo dejarlo claro desde un principio: Soy absolutamente sana. Pueden ingresar confiados y seguros. Mi orificio de entrada está intacto y no necesito de ninguna goma intermedia. ¡Porque tuvo que ocurrirme a mí, justamente a 38
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mí, tan tremenda depresión! La culpa fue de ese maldito clavo, tan imprevisible, tan fuera de lugar. Si no pueden atenderme en primer lugar, por lo menos sáquenme de encima a éste, que me tiene por el suelo. ¡Por favor, métanle algo donde ustedes saben, y quítenmelo de encima! ¡Es urgente! ¡Vengan ya, porque no quiero morir aplastada! Firmado: Goodyear 27/15, cubierta sin cámara.» En la «Sección Gomerías», por favor.
Sueño de amor Estoy convencido de que, así como muchas veces los sucesos se van encadenando, hasta inusitadas y trágicas consecuencias; hay otras tantas, por el contrario, que la vida nos sonríe, regalándonos inesperadas alegrías. Por eso, aunque agobiado por el sueño, me atreví a dar credulidad a los hechos que se fueron gestando, en ese lluvioso día del mes de abril; cuando decidí alojarme en el lujoso hotel Cardón, por pereza de regresar a Buenos Aires Era, aproximadamente, la una y media de la tarde cuando entré al restaurante, más por hábito que por hambre, decepcionado de ser el único ser viviente que circulaba por los pasillos. Entre la multitud de lugares vacíos, una única pasajera estaba siendo atendida por la camarera, que le estaba dejando la carta. Evitando ser demasiado atrevido me ubiqué oblicuamente hacia ella, separado apenas por tres o cuatro mesas. Cuando por segunda vez, advertí que su mirada sonriente se dirigía al sector donde yo estaba, giré la cabeza hacia atrás, pensando que alguien más había entrado. Pero no, sólo yo podía ser el destinatario de esa mirada. Venciendo mi natural timidez, me incorporé acercándome a ella: —Disculpá mi atrevimiento, pero es que me abruma esta soledad. ¿Esperás a alguien? —No, y justamente, me pasa lo mismo. Nunca supuse que el hotel estuviera tan vacío. ¿Querés sentarte? No podía creer lo que estaba pasando. Me intimidaba la profundidad de sus ojos verdes en el marco del perfecto óvalo de su rostro, sus labios sensuales, el negro azabache del cabello que caía en ondas sobre sus hombros, su voz seductora…la lujuriosa presencia de sus pechos erguidos y sobre todo, la fiesta de su maravillosa 39
juventud… —Me encantaría —atiné a contestar. Vinito de por medio, fui retomando la confianza; y ya hacia los postres, con una de mis manos sostenía la suya, mientras que con la otra absorbía la sedosa tersura de su piel…Todo fue transcurriendo con tan maravillosa fluidez que, flotando entre nubes, un creciente deseo se fue apoderando de los dos… Primero, la breve caricia sobre su largo y delicado cuello, luego un beso fugaz robado en el pasillo, después el arrullo de mis labios sobre su oído y, por último, aquel inusitado y definitivo entrelazar de lenguas, que ardiendo de pasión nos trasladó hasta el pie de su cama… Enardecido, con manos torpes comencé a desabrochar los botones de su blusa, mientras ella, poseída por el mismo vértigo, desprendía los de mi camisa… Y así, frente a frente, ya desnudos, mis manos se agitaban incapaces de posarse, porque no había, en ese maravilloso ser, espacio alguno que no fuera único, especial. No tenía ya noción del tiempo y del lugar y, abrasado por el deseo, la sangre pugnaba por colmar cada una de las cavidades de mi cuerpo…Y fue entonces que, como viniendo desde otro mundo, comencé a escuchar la voz de Josefa, mi robusta mujer, que tendida de espaldas a mi lado, susurraba en un murmullo: —Parece que nos despertamos calentitos esta mañana — mientras sus rollizos y sorprendidos muslos aplaudían con gozosos masajes la inhabitual rigidez de mi miembro erecto.
Angel FernandoPaz
Nació en San Miguel de Tucumán, Argentina en 1985. Integró la antología de escritores jóvenes “Big Bang Juvenil” editada por CILSAM en 2018. Participa en el Laboratorio Literario San Martín Lee desde 2016. angelf.paz@gmail.com
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Ojo de buey El sol salía del horizonte, como todos los días, desde esa ventana en forma de ojo de buey. Se podían apreciar los rayos, atravesando las partículas en el aire de la habitación. El olor a viejo era parte del ambiente. El piso de madera, los muebles antiguos, la cama que rechinaba, la puerta con candado y la puertita de la comida: todo estaba en orden. La rutina empezaba, una vez más. Se escuchó la campanada del desayuno. Ella se despertaba poco a poco, se lavaba con saliva las lágrimas secas y con las sábanas se las secaba. Así, empezaba otro día. Caminaba unos pasos hasta la puerta; dos golpecitos y se escuchaba la voz ronca del Mono —como lo llamaban— preguntando si estaba lista. Después, la caminata al salón común y el triste desayuno: una manzana medio podrida, un vaso de leche bastante cortada y agua con olor a lavandina. Luego del ritual del baño, todas juntas, como ganado, y con el agua a punto de congelamiento, empezaba el otro: el cambio y la preparación para el trabajo. Acompañada nuevamente por el Mono, entraba en la habitación, donde no llegaba el sol. Allí, las ventanas tapadas, el papel higiénico en la mesita de luz y una cama con las patas cansadas. Tres botellas de agua, un ventilador de techo, y miles de sueños muertos en la alfombra. Empezaba así la eterna espera de la clientela y la incertidumbre de un presente plagado de tristeza e impotencia. Sonaba la campana del almuerzo. Llegaba la tarde, el sol empezaba a bajar. Comenzaban los rituales nuevamente, como si fueran muertos caminando hacia el limbo para ser juzgados. Como pedazos de carne pudriéndose lentamente, a la sombra de un olvido profundo; de una esclavitud inhumana, que latía al ritmo vertiginoso de un odio indescriptible. Inmediatamente, luego de higienizarse, llegaba la segunda espera del día, la segunda parte del trabajo. Quedaba menos papel, menos agua y cada vez menos sueños. Terminaba el día. Caía la noche con el hedor de una boca llena de tabaco, llena de saliva, llena de palabras sin decir. Una mirada vacía, triste, opaca, una sien palpitante, un cuerpo usado, 43
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áspero, sin energía. Pasó otra jornada, pasaron más de veinte clientes, pasaron más de un millón de suspiros. Ideas de una vida distinta y la esperanza de otra existencia se fueron disipando, como la luz de las estrellas se desvanecía en la ventana de ojo de buey.
Otro Mundo Marcelo despertaba todos los días con los primeros rayos del sol en su cara barbada, curtida por las adversidades del tiempo. Movía, un poco, su cabeza sobre la corteza de su amado árbol, al que él llamaba hogar. Las sombras pasaban continuamente en un hilo sin tiempo, en un sinfín de consecuencias. Esos seres que él llamaba sombras —porque no les daba existencia— recorrían el mundo en otro tiempo, en otro ritmo. Luego de la ceremonia del despertar, articulaba todos los músculos de su cuerpo, se incorporaba y respiraba profundo. Luego, acomodaba sus jarros y sus cajas. Con su frazada amarilla era distinto: lenta y cuidadosamente la desplegaba sobre las raíces del eucalipto, la admiraba por unos instantes; y después se dedicaba a doblarla en forma de triángulo, una y otra vez, hasta que quedaba del tamaño de un cajón de manzanas. Seguía el día caminando cerca de su árbol-casa. Pasaba por la librería de la esquina y miraba algunos libros. De hecho, sólo miraba los dibujos y las tapas, intentando descifrar qué era lo que buscaban transmitir. Si él mismo suponía que era todo una superficialidad de mentiras, sistemáticas e implantadas en los seres por quienes los escribían, entonces filosofaba consigo mismo durante unas largas horas. Las sombras nunca dejaban de pasar. De vez en cuando, alguno de esos seres borrosos, se acercaba y dejaba ese papel que llaman dinero en sus manos. A veces, le regalaba comida, ropa, en un intento de compartir ese lenguaje común que Marcelo hacía muchos años que no usaba. Hacía años que él no emitía sonido alguno. El sol estaba bajando. El hombre caminó hasta la vuelta de la esquina en busca de su elixir diario de vino y cigarrillos, en el almacén de las sombras 44
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amarillas (como él las veía) donde iba todos los días. A unos pasos de la entrada, las sombras empezaban a interactuar entre sí, ofreciéndole su cuadrado lleno del elixir y los cilindros cancerígenos que tanto le gustaba consumir. Luego de eso, emprendía el regreso a su árbol. Después de su caminata entre las bolsas llenas de tesoros y las sombras que regalaban objetos, el frío se presentaría. En una ocasión, intentaron echarlo de su amado árbol. Las sombras azules comenzaban a manipularlo como un muñeco y lo golpearon. Se comunicaban en un dialecto que él no recordaba, lo agarraron de su largo pelo, enredado a causa de la falta de higiene. Desdoblaron su amada frazada y él no opuso resistencia. Ni siquiera emitió sonido. Lo único que hizo fue dejarse caer como un muerto, al tiempo que inició un viaje interno, una introspección comparable a los monjes tibetanos. Se dejaba fluir por el universo. Luego de un tiempo —que nunca supo cuánto, ya que no se regía por ninguno, ni siquiera el suyo, considerándose fuera del tiempo, de todo sistema humano, rozaba la muerte diariamente. Así lograba mantenerse al margen de la locura que lo rodeaba, en forma de sombras de muchos colores y sonidos—, aquellas sombras azules desaparecieron y el ritual de los rayos del sol y de rascarse la cabeza con la corteza del árbol comenzó nuevamente. Sin embargo esta vez, las sombras tomaron forma de humanos y la cabeza le dolía como hacía mucho que no lo hacía. En este momento se dio cuenta de que estaba por volverse loco y cerró los ojos, otra vez. Juró despertar sólo cuando esos humanos volviesen a ser sombras.
Sueños de Renacimiento El VIEJO camina jorobado, se refriega la cintura como gesto incorporado, rezonga por las articulaciones. Usa bastón, anteojos y boina. En escena hay un escritorio con papeles y una máquina de escribir, una silla. Oscuridad casi total. El VIEJO entra al lugar en penumbras, con una vela en la mano, caminando despacio para que no se apague. En la otra mano lleva un bastón que usa para caminar. Se detiene en tres ocasiones, levanta la cabeza, se pone el bastón bajo el brazo se refriega la cintura, mira al público, suspira y sigue caminando.
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Primera Ocasión: VIEJO (renegando) ¡Me duele todo! Este cuerpo viejo de tanto trabajar, ¡tantos años dedicados a la construcción! También te pasa factura la vida… ¡Pero no me quejo, eh! Treinta años de aportes. Me casé, enviudé. Dos hijos que volaron del nido: uno doctor, el otro abogado. Uno en Francia, el otro en Estados Unidos, ¿qué más puedo pedir?...Una vida de sacrificio, una vida llena de trabajo, una vida llena de éxito. Tengo una casa con patio… pero también tengo dolores en todo el cuerpo. Esta joroba que no me deja de doler y una cabeza llena de recuerdos… (Suspira y mira al horizonte unos momentos, como si estuviera recordando, luego sigue caminando lentamente hacia su escritorio) Segunda Ocasión: VIEJO (melancólico) Igualmente, tengo un secreto que me carcome desde muy adentro (hace señas dejando su bastón debajo del brazo, se refriega el corazón). Cuando era joven, (sonríe y mira al público) ¡ja! Me hubieran visto en esa época. Pintón, elegante, me llevaba el mundo por delante. Igualmente, siempre con humildad, ¿vieron? (como hablándole al público). Trabajaba en una fábrica de José León Suárez. Mis viejos murieron cuando yo tenía quince años. No tengo hermanos, me quedé solo con una casa grande que mantener. Nunca fui de renegar, entonces hice siempre lo correcto, como Dios manda. Hasta que un día llegó un circo a la ciudad. Esos circos de antes, que llegaban y se paralizaba todo, en la época donde no andaban tiki-tiki con el celular, ni la tabla o tableta o como se llame esa cosa que usan. (Indignado) Matando gente en los jueguitos… (Suspira) Les falta el cablecito nomás y se quedan ¡sentaditos ahí todos el día! ¡No! (Grita) En esa época nos sorprendíamos de los artistas… mientras desfilaban por la calle… haciendo piruetas, y los payasos tirando agua. Me acuerdo como si fuera ayer… Cuando la vi… Era petisita… el pelo por los hombros. Cada paso que daba, mi corazón saltaba del pecho. Iba saludando a todos con esa sonrisa que me derretía el alma, hasta que cruzamos miradas. Fue como si un trueno me hubiese atravesado, ¡me pasó de largo y volvió a pegarme mil veces más en un segundo! ¡Fue como si el tiempo no existiese! Fue un momento por el cual dejaría todo lo vivido para volver a vivir… 46
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Tercera Ocasión: Al VIEJO le cambia la cara, se saca los anteojos, se refriega la frente como si despertara de un largo sueño, como si el peso de las decisiones de toda su vida se tambaleara. Sigue caminando hasta el escritorio, deja la vela apoyada. Se sienta en la silla, desahuciado, mira al público nuevamente. VIEJO (mirando hacia el horizonte como si estuviese observándola…) A partir de ese momento fui al circo todas las funciones de ese verano. Me atreví a hablarle. Arlette se llamaba. Yo la amaba y ella a mí, desde el primer momento que nos vimos… Pero, ¡no!, yo tenía mi vida programada. Tenía que casarme, trabajar, tener hijos profesionales y que sean alguien en la vida… Con ella nunca iba a tener eso. Necesitaba una mujer de buena familia. ¿Unirme al circo? Una locura…pero… Si tan solo la hubieran visto volar… (Apaga la vela y se queda dormido sobre el escritorio lleno de hojas desparramadas). Empieza la música y Arlette, con su pelo hasta el hombro, corta estatura y hermosa sonrisa, entra y rodea al Viejo dormido. Se enciende un reflector y empieza el número de Trapecio. Cuando termina el número, Arlette prende la vela, acaricia las espaldas del Viejo. Se apagan las luces y sale de escena. VIEJO (Despierta, se limpia la boca. Lentamente busca entre las hojas y parece haber encontrado lo que buscaba) ¡Acá está! (Termina de escribir algo. Borra, tacha, vuelve a escribir, se toma unos minutos, se para, agarra el bastón, la vela y se sitúa frente al público. Saca la hoja y comienza a leer) Vivir caminando por el sendero más ancho, cortamos las alas de nuestros sueños. Por los sueños de otros, por otras vidas, caminamos solos, hasta que conocemos ángeles, La vida nos ofrece alas nuevamente, el amor nos llega todos los días. Pero lo ignoramos, lo dejamos pasar. Nuestra sangre se avinagra, nuestra vida se marchita.
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(El viejo deja caer el bastón y mira al público. Se saca la boina, se para derecho. Cambia la voz a una más fuerte y joven, para seguir leyendo) ¡Pero nunca es tarde para volar! ¡Pero nunca es tarde para soñar! ¡Pero nunca es tarde para amar! Arriesguémonos a vivir una vida, que sea nuestra, Una vida que valga la pena para nosotros. Elijamos nuestro camino, cometamos errores. ¡Somos humanos! Siempre con amor y paz en nuestros corazones. El amor y el tiempo no se compran con dinero. Renazcamos todos los días. Demos sin esperar nada a cambio y cambiemos al mundo. (Apaga la vela para dejar el lugar en oscuridad) TELÓN
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Claudia Bursuk
Nació en San Martín, Buenos Aires, Argentina en 1963. Es realizadora en artes visuales, decoradora profesional, docente y escritora. Trabajó en Gestión cultural AVSM entre 2013 y 2016 (premio “Cuna de la Tradición”). Integra la Comisión Directiva del CILSAM (Círculo Literario de San Martín). Como artista plástica participó en más de 40 muestras colectivas, fue seleccionada en Salones Provinciales y Nacionales de Dibujo y Pintura y recibió las siguientes distinciones: 2º Premio “Gran Pintata IV” Casa Carnacini (2011); Mención de Honor Salón homenaje a la mujer Raquel Forner SAAP (2014), 3° Premio fotografía, Concurso Fundación Gastaldi (2014), 4° Finalista Concurso de Ilustración Cortázar Municipalidad de General San Martín (2014), Medalla en el 10° Concurso Preliminar de Manchas Museo Sívori (2016) y Premio estímulo del LIX Salón Anual de Manchas Museo Sívori (2016). Publicó Paleta de Artista (SAAP, 2012). Como escritora, participó en varias antologías y recibió las siguientes distinciones: 1º Premio concurso literario SESAM (2011), Mención de honor en Concurso Letras para el Mundo del Instituto Latinoamericano de Cultura Junín (2013)y Mención Especial en el Concurso Cortázar 100 del Círculo de Periodistas de General San Martín (2014). Fue reconocida por su aporte a la cultura por el HCD de San Martín en 2014. Participa en el Laboratorio Literario San Martín Lee desde 2016.
bursukclaudia@gmail.com
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Abajo,… arriba Cómo me gustaba estar arriba, ver el mundo, dejando lo perdido. Tocar el aire, en directo contacto con lo desconocido. Porque lo conocido no gustaba, no quedaba. Callaba. Abajo el disgusto, la fatiga. Abajo la desilusión. Papas fritas a punto, sin suspiro, abajo, en la cocina, donde el horario hay que cuidar estrictamente. Arriba, lo eterno son las nubes, el aire, el cielo que mis ojos veían libremente. Abajo, la discordia entre las partes. Arriba mis cinco años con fantasías varias. Abajo, la palabra exaltada de Calabria que canta, entre mandatos familiares. Arriba perdurar en ese juego. Abajo, mate cocido con pan entre renglones. Terraza de aventuras a montones… Hoy subo a ver por dónde, las hormigas carcomen el cemento. Ya no más noches sudorosas por seres fantasmales que aparecen, abajo, en el dormitorio de la casa. Hoy pinta de verde la terraza, y miro el cielo como antes. Pero esta vez, abajo, de colores pueblan las paredes con las pinturas, que una vez en mi imaginación nacieron, arriba, en la terraza.
De festejos y conmemoraciones Dedicado a Marcos Bursuk, papá. La carbonería quedaba a unas cuadras de la villa miseria. Los perros parecían multiplicarse al avanzar por la calle. El lugar no podía encontrarse fácilmente. Sólo algunos carteles en pizarras rotas y destartaladas indicaban el camino, como destartalada estaba
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la puerta encontrada sobre el piso de tierra en una vereda rota. Yacía revirada, tomando el sol del mediodía, desteñida en sectores, por el tiempo; y en otros, con colores caprichosos, vibrantes, entre lo oxidado de la chapa. Era necesaria una bolsa de carbón para la choriceada del quince de octubre. Tropezando entre cascotes de un corralón, descubrí una entrada clausurada con cadenas, donde un boxer ladraba, cada vez que algún vecino se acercaba. No era esperable un recibimiento amistoso al aplaudir, con el fin de que alguien atienda la venta del carbón. Pero a veces, las conjeturas no son certeras. Salió Lalo Miranda, con su andar tranquilo, sonrisa afable y su hablar pausado, para atender. Le consulté si para la cantidad de chorizos a asar, era suficiente una bolsa. Entonces me contestó: —Con una le alcanza. Acá tiene el mejor carbón de quebracho. Le contesté que sería bueno, porque mi viejo era de la misma tierra que la del carbón. Sorprendido, me comentó que también era del Chaco, de un pueblo frente a Charata, llamado Colonia Pico, en la localidad de Gral. Pinedo. Charlando, creyó conocer nuestro apellido. Conversamos de su infancia, su venida a Buenos Aires, y cómo con su mujer terminaron teniendo tres carbonerías y ocho hijos. Con orgullo, me contó también que su maestra madrina le recomendó venir a estos pagos, para poder encontrar otros horizontes; más allá del cultivo del algodón. Así pudo pagarles los estudios a todos los hijos. Actualmente uno es ingeniero, otra es docente y una más, médica. Don Lalo extraña su Chaco, pero al recordarlo, se le transforma la cara cuando habla del paisaje verde colorado; y me dice que vaya ahora, que está más lindo que nunca. Él pudo entablar un enlace entre dos provincias que nada tienen que ver una con la otra. Ni en su ritmo, ni en su gente, ni en sus valores. Trajo su Chaco en cada trozo de carbón, pero por suerte, o su trabajo, puede volver a visitarlo. Salí de la carbonería, caminé unos metros y me puse a sacar fotos del, para mí, hermoso portón tirado. Todo se transformó en poesía. Por un momento estuve con mi padre, que, casualmente, se fue al otro mundo un doce de octubre. 52
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Las vueltas del LP Tenía siete años cuando la pieza de mi hermano era escenario de juegos domésticos. Me armaba la «casita» para jugar. Dos de las paredes del cuarto estaban revestidas íntegramente con tapas de cartón de vinilos de la década del 70. Una de ellas, con la colección completa de «The Beatles», fue, con posterioridad, derribada por razones utilitarias. La otra, ofrecía jazz, folklore, tango y música clásica. «Los Chamacos», «Dvorak», «Fiesta de percusión Dick Schory», «José Larralde» y «Pipo Pescador» son algunas de las tapas que había regalado la dueña de la única disquerías de Villa Bosch, para decorar el cuarto. Esas imágenes fueron disparadores de soñadas historias que, como en las películas Hollywoodenses vistas en los pocos canales en televisor blanco y negro, tenían final feliz. Por mi parte, quería ser bailarina del Teatro Colón o, en su defecto, patinadora artística. Cierto día, alisté todo —cocinita en su sitio, ollitas en su lugar y juego de té de porcelana junto al reloj alcancía…Clarita, Rosablanca, también La Mulata y Florita, la bebota de trapo, formaban el escuadrón necesario para comenzar el juego—, sin embargo, pasada hora y media, aburrida, no quise continuar. Salí al patio a dar vueltas acompasadas alrededor del limonero, para romper con el hastío. Las telas sacadas a mi abuela modista, daban seriedad al nuevo juego. No era un asunto cualquiera, era con vestuario y todo. Cantaba, dirigiendo la voz hacia las nubes que desfilaban sobre mí. Cyd Charisse y Fred eran mis amigos secretos. Un caño de acero fue el micrófono. La danza dio paso al canto. Ya el tango, a mis cuatro años, había llegado, cuando me subían a la mesa de la tía Felisa, para entonar «Uno». Decían, las malas lenguas, que sería como Susana Giménez, la vedette del momento. Mientras, a escondidas, mi tía me daba media copita de licor de huevo Cussenier, que tanto me agradaba. Ahora que recuerdo, mi tío abuelo Juan, que vivía en Córdoba, venia de paseo cada tanto; y mientras escuchaba, con fanatismo supremo, a Ángel Vargas, me invitaba al ritual de la picada de salame y queso con Ferroquina, para ponerme fuerte. Por 53
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supuesto, sin que supiera mi madre. Estando en la «casita», un día, quedé estática, congelada. La poca luz que entraba por la ventana banderola de hormigón, al llegar la siete de la tarde, tornaba melancólico el ambiente. La penumbra me acariciaba la piel. Puse a girar un larga duración de «The Beatles» en el Winco; y recordé la noticia que informó la radio de mi abuela, apoyada, como siempre, sobre la alacena de la cocina. Ese año, los escarabajos no tocarían juntos nunca más. El marrón de la funda del aparato, se transformaría en negro; y la sintonía en blancas, en reemplazo del verde pastel. Todo quedo sin color y lloré desconsoladamente, mientras escuchaba Let It Be. Ellos no existirían más. ¿Qué hacer? Se acabó el juego. La escenografía no serviría para nada. Las tapas de los elepés, parecían burlarse de la situación. La vida, también. Fue en marzo de 1974 que tocaron el timbre, cuando yo estaba sola en casa. Me asomé por el pasillo del costado y, como en las películas, ellos saltaron por sobre la verja de metro y medio de altura. Seis hombres uniformados de negro y azul, con ametralladoras en mano, preguntaron por mi tío. Con todo el desconcierto del mundo, les dije que no estaba; y uno de ellos pateó violentamente la puerta de entrada del comedor. Me dijeron que fuera a buscar a mi mamá. Pegué la vuelta hacia el fondo, aterrorizada, sabiendo que ella se había ausentado para comprar pan. Caminaba pensando en la estrategia de escapar por una salida trasera. En ese momento llegó ella, alertada por los vecinos, quienes le informaron que un comando de la Policía Federal había llegado a casa. Ellos, ya dentro, querían encontrar no se sabe qué material, revolviendo toda biblioteca repleta de libros comunistas que habían sido del abuelo Francisco, militante en la Unión Obrera Textil. Supimos después, que buscaban una carta que nunca encontraron. Durante la requisa, tuvieron «la amabilidad» de darme instrucciones de que me sentara y leyera un libro infantil. Tomaron a Dumbo, de mi colección de cuentos para leer y escuchar, de esos que adjuntaban simples de vinilo —sello Calesita— para que me entretuviera… Para el ´76, «la casita» se oscureció aún más. Ya no habría 54
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más muñecas, ni mi música sonando. Otras melodías anunciarían marchas y estruendos sangrientos, que hicieron desaparecer voces familiares de primos maternos. Los elepés extrañarían, definitivamente, las lúdicas vivencias de encuentros con el arte. Todo fue reemplazado por estantes sobre rígidas estructuras de hierro, para seguir archivando materia prima sobre sus estantes de madera. Había que organizarlo todo, una carpintería tendría allí su pañol. Años más tarde, el 2 de abril del ‘82 me sorprendió sentada en el piso de alisado de cemento, clasificando clavos y tornillos, pero esta vez la Spica de mi abuela bajó de la alacena y me acompañó, confusa como yo, ante los hechos relatados. Malvinas…Mis compañeros, en el frente. Ese sí se vivió como un cuento de terror. Poco después, anidé mediante casorio en otros rincones. Tardé muchos años en poder disolver estructuras que limitaron, censuraron e hicieron de muchos personas obedientes con miedo a expresar lo que sentimos. Hoy, un placard entra a «la casita» para dialogar con sus amigos de cartón, treinta por treinta. Algunos, ya despegados del muro por el paso del tiempo. Nuevas tecnologías. Un pen drive, un viejo CD rayado y una caja de cassettes dentro de un estuche de cuerina, pueblan las repisas; junto a sahumerios y palo santo. Así, el hijo primogénito mora y llena el espacio de sonidos electroacústicos. Un examen final de la carrera de Artes Electrónicas está pronto a llegar; y hará del guitarrista, un teórico completo. El mundo de los long play presenciará, en breve, las actividades de otro hijo. Será el turno de la bailarina contemporánea, integrante de una compañía folklórica del partido. Las guitarras hechas por «el Nene», junto al bajo y el violín, tendrán nuevas compañías. Se sumarán bombo, armónica y charango. También zapatillas de baile y boleadoras. Se estrenarán sillones en donde los otros hijos oficiarán de espectadores, infaltables para el disfrute artístico. Una bandera wiphala será pintada como mural. Los sonidos de los sikuri desbordarán los parlantes de un equipo de sonido, que está, ahora, sobre el valvular del nonno. El mate y las hojas de coca, esperan a los amigos del 55
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norte. El viento se anuncia. La percusión penetra desde una batería armada frente a la pared de los elepés. La bailarina propone pintar todo de blanco para dar luz al ambiente. De repente, nos damos cuenta de que eso no será posible. Los cartones plastificados son testigos de un pasado. El ángel de la música surca, esta vez, un camino de colores, como aquellos de «Alta Tensión», y llega nuestra familia para recordar que ella nos une en el tiempo y en el espacio, más allá de toda circunstancia. Evocando lo mejor y lo peor de esta sociedad que se ampara en el arte, para poder ser más humana.
Solo la eternidad de su destino Estoy cansada de mi nombre no escuchar en tu boca; de ser tu «hermosa», «amor», «vida», y no sé qué otra cosa. Quisiera escuchar un nombre propio, identitario. Sólo la liviandad de un beso en la mejilla, un «hasta luego, amor, nos vemos pronto». Tendrá que ser así, no te lo impongo. Parece la reciprocidad no es caso del momento. Se apaga lo sentido, amigo… En tu destino, ¿seré tan solo un llevarnos bien íntimamente? Respondo: Sólo eso. Pues un nombre, el mío, no resuena en tu iracundo hablar, todos los días. En la noche de tu almohada susurra otra querida, que no me dices; pero intuyo, se siente como la eternidad de su destino.
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Cristina Ramognino
Nació en la Ciudad de Buenos Aires, en 1960. Es Licenciada en Ciencias de la Educación de la UBA y se ha dedicado a la formación de futuros docentes de distintas disciplinas. Empezó recientemente a escribir estimulada por su hija, Lourdes Ramognino. Participó con poesías y cuentos en la Antología «Textos Fugados» (Eppursimuove Ediciones, 2017) y compiló «Los cambios que queremos en la educación. Una propuesta inteligente a partir de nuestras aspiraciones y carencias» (2016) y «La mejor clase de mi vida» (2017). Producto de cuatro décadas de profesión docente, próximamente publicará «Seis directores, cuatro niveles, dos gestiones…una realidad» y «Crónica de un desencanto anunciado. Un proceso paralelo a las Leyes de Educación, a 130 años de la Ley 1420». crisale_ramo@yahoo.com.ar
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Transitividades Era la dulce angustia infantil que llovía tus tristezas. Era la indómita ira adolescente que relampagueaba tu belleza. Era la convicción adulta que tronaba tus respuestas. Hoy, la esperanza te amanece, como una puerta que se abre o se cierra para siempre.
Esculturas La soledad nos cincela, la angustia nos lima, la demencia nos desbasta. Somos un bloque de mármol que deviene escultura en el preciso momento de la muerte.
Companía Nada acompaña tanto a la locura como una infinita soledad.
Todo o nada Cuando absolutamente todo tiene precio, nada tiene valor.
Justicia El 24 de abril, cuando volvió de pagar los impuestos, se encontró 59
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con un papel del Correo que decía que un empleado se había presentado y, no habiendo encontrado al propietario, le dejaba esa constancia. Debía concurrir al día siguiente a la Oficina más cercana a su domicilio. ¿Para qué? ¿Qué le querían entregar? Para autoridad de mesa no podía ser. Sería demasiada organización previa para un país como el nuestro. ¿Carta documento, tal vez? Si ya se había resuelto el problema del piso de parquet del departamento de la suegra. Se acordó, a último momento, de tomar su documento para presentarlo ante el empleado del Correo. Ya le había pasado una vez de haber ido en vano. Esperó, con paciencia, en la larga y lenta fila. Pero una incertidumbre crecía en su interior, hasta que fue su turno. Se acercó al mostrador, enseñó la constancia que le habían depositado en el buzón y entregó el documento de identidad. La atendió una mujer. Como buen representante del género femenino, detallista y retorcida, miró la foto del documento y la escudriñó. Ahí se asustó. ¿Qué pasaba? La empleada, con lentitud, dijo que tenían una encomienda para entregarle, específicamente ese 25 de abril. Que había llegado de Italia hacía unas semanas con la orden de respetar dicha fecha. ¿Italia? Si con la única de la familia materna que había quedado allí tenía contacto vía Skype, y no había razón para que le enviara nada. Cuando la empleada fue hacia el cajón que se desplaza hacia afuera y de él surgió un paquete con el cartel de FRÁGIL, duda, cierto temor y sorpresa fueron todo uno en la vivencia de la clienta. No dejó de llamarle la atención que la empleada, volviendo a su ventanilla, la señalara y comentara con sus compañeros algo en susurros. Las cuadras hasta su casa se hicieron interminables. Abrazaba el paquete, con miedo a que se lo robaran, incluso desconociendo su contenido. Pero, ahora que lo tenía bajo su brazo, quería saber qué había en su interior. El cartel lo hacía llamativo y peligrosamente atractivo. Llegó a su casa. Buscó las llaves con urgencia. Estaba tan
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nerviosa que se le cayeron al agua que había quedado de la lluvia del día anterior. Las levantó lo más rápido que pudo, abrió la puerta y entró. Tiró la cartera sobre el sillón, fue a la cocina a buscar un cuchillo para romper la cinta adhesiva y apoyó el paquete sobre la mesa. También la gata quería saber qué había en esa caja de cartón. Primero vio una carta escrita en italiano y una bolsa de tela de color rojo, con algo en su interior. Se alegró de haber estudiado el idioma porque no necesitaría recurrir a un traductor. La carta hacía referencia al 25 de abril de 1945, el día de la liberación italiana del fascismo. Muerto Mussolini, se habían inventariado sus propiedades y sus bienes muebles. En una caja fuerte se habían encontrado las joyas que, desde Argentina, los italianos emigrados habían enviado para ayudar al ejército; y en un estante, la carta enviada por su bisabuelo Ferruccio, acompañada por perlas de distintos tamaños, dos rubíes engarzados en anillos de oro, una esmeralda en un collar y pendientes de exquisita filigrana. Todas envueltas en un paño de terciopelo granate. Las revueltas propias de los cambios políticos y la anarquía reinante en un primer momento habían hecho desaparecer esos bienes tan preciados. Pero había llegado la instancia de hacer lo que correspondía. El hermano mayor de Ferruccio se había tomado el trabajo de inventariarlo todo y, sintiéndose responsable de su expulsión de la casa paterna por una pelea entre hermanos, decidió guardarlas para luego enviarlas de regreso. La vida quiso que no pudiera ser de inmediato, porque Vito, el hermano mayor, murió a los pocos días de finalizada la guerra . El tesoro quedó escondido en los barrotes de su cama de bronce. Tres generaciones pasaron; y la cama de una a otra, hasta que alguien decidió restaurarla y allí surgió la documentación probatoria del dueño y las joyas. Debían ser entregadas en la fecha precisa para que se hiciera justicia, a pesar de haber transcurrido setenta y dos años. Ferruccio, que tuvo que partir de Italia, volvió a través de las joyas que le había comprado a su mujer. Ya liberados de todo autoritarismo, las piedras preciosas debían volver a la tierra en la que con afán habían sido obtenidas.
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Mi viejo y el tango Mi viejo vivió la época dorada de los años ‘40. Realmente, respiró y sudó tango. La radio fue la jeringa que inoculó esos compases en sus venas sonoras. En Pergamino, donde mi papá había nacido, el mítico Gardel cantó en el año 33, en la confitería «La Perla», de mi bisabuelo, en la calle San Nicolás 161. Después de que sus padres cerrasen el negocio por la muerte del nonno, vino con ellos a Buenos Aires, a vivir en un departamento, en Corrientes y Callao. Las noches de su adolescencia consistían en recorrer los bares y las confiterías donde tocaba ora una orquesta, la de Troilo, cantando el «Tata» Floreal Ruiz, ora la de D´Arienzo, con Alberto Echagüe al micrófono. Los carnavales en los clubes de barrio eran la oportunidad de despuntar alguno que otro paso. Si bien no era buen bailarín, se defendía. La pista no se le negaba a nadie que respetara esta danza particular. Ya casados con mamá, cuando mi hermano mayor, recién nacido —al que nombró Carlos, y siempre llamó Carlitos—no se dormía, recurría a su único repertorio musical: los consabidos tangos que lograban que él mismo se durmiera mientras el nene lloraba a los gritos. En mi adolescencia fue mi turno de ver todos los miércoles a la noche, reunidos a la mesa familiar, el programa de televisión «Grandes Valores…». No había queja que surtiera el efecto de cambiar de canal. Años enteros hicieron que la transfusión acústica lograse su cometido: yo conocía la letra y música de los tangos más difundidos. Cuando mi viejo se dio el gusto de llevarnos a conocer Europa junto a un grupo de colegas, los trayectos largos en micro para ir de un país a otro eran amenizados con: No es que esté arrepentido de haberte querido tanto lo que me apena es tu olvido 62
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y tu traición me sume en amargo llanto * interpretado por mi padre y acompañado por los demás integrantes de la excursión. Estando en Austria, en un espectáculo para turistas, los ciento cincuenta argentinos que copábamos el salón nos pusimos de pie, vivamos y cantamos a capella «La Cumparsita», logrando que los artistas se emocionasen hasta las lágrimas con nuestra reacción. ¿Qué tiene el tango que logra que compatriotas de distintas creencias políticas y religiosas nos aunemos para, en un abrazo coral, sentirnos más cerca de la lejana tierra nuestra? De regreso en nuestro país se produjo la dolorosa muerte de Pichuco. Y allá fue mi viejo, en el cortejo fúnebre, por la avenida Corrientes; entonando «Garúa», porque hasta el cielo se había puesto a llorar. Poco tiempo después, decidieron, con un amigo de toda la vida, aprender a tocar la guitarra. Su ritmo era lento, pero la motivación que tenía era la de acompañarse con el instrumento cuando amenizaban con música la reunión de la barra, todos tangueros de ley. Su compañía, tanto en el trabajo como cuando enfermó, fue una radio fija en el dial del dos por cuatro. Nunca se sintió solo: la música ciudadana fue su fiel compañera. Ya muy grande, hacía varios días que estaba internado sin respuesta a los estímulos. Entonces, casi sin darme cuenta, empecé a cantarle sus himnos para que descansara en paz. Su vida y su generación fueron un tango viviente.
De un pueblo al mundo Una pareja decidió festejar su sexto aniversario de bodas en un restaurante vasco, en la costa, en el que se formalizó su relación. Se habían vestido elegantemente: él, saco y corbata; y ella, de largo, con un collar de perlas. Luego de los mariscos y el delicioso helado de postre, cuando ya su hijo de cuatro años se había dormido, decidieron dar * Tango «La Mariposa»; letra de Celedonio Flores 63
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por finalizado el festejo. Y fue así, cuando la mamá levantó al nene, que éste tiró del collar y todas las perlas se desperdigaron por el restaurante. La imagen fue peculiar: todos los demás comensales se echaron al piso a ayudar a juntar las gemas. Luego de un rato, con una cantidad razonable de perlas en las grandes manos del marido, se retiraron después de agradecer a todos la colaboración en la búsqueda del tesoro. Las perlas habían sido de su abuela o tal vez, de su bisabuela pueblerina. La mujer supo que no estaban todas las perlas pero qué podía hacer. Una vez la pareja estuvo fuera del local, uno de los mozos encontró una pequeña. Intentó alcanzarlos pero una idea lo detuvo. ¿Y si la hiciera engarzar en un anillo viejo y le ofrecía casamiento a su novia? Cuando una pareja inglesa se retiraba, otra perla más grande descansaba al lado de la silla del caballero. Como buen Darwin posmoderno, decidió llevarla a su patria y reconocer que en este bendito continente sudamericano, no sólo hubo fauna y flora autóctonas increíbles, sino también gemas y piedras preciosas. Una mujer, más astuta y con mejor vista, había detenido bajo su pie la carrera de una perla de considerable tamaño. Al instante, encontró una solución a un problema que le podía costar la vida o, al menos, la marital. Había perdido uno de los aros de perlas, que su reciente y celoso esposo le regalara, en un encuentro furtivo. Y así pequeños rezagos de naturaleza que partieron de un pueblo, el de sus antecesoras, recorrieron el país y el mundo.
Delia La conocí cuando fue una de mis profesoras en la Facultad. Yo cursaba a la noche, y ninguna docente había querido hacerse cargo de esa comisión. Salomónicamente, se turnaban para venir a darnos clase. En realidad, cada una dictaba lo que quería. No había mucho consenso previo. El día del parcial, cuando entró el séquito de profesoras, Delia susurraba a diestra y siniestra los temas que
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tomarían. Pasaron los años. Me recibí y me ofrecieron ser Ayudante de Trabajos Prácticos de una cátedra. Allí, otra vez, me encontré con Delia que, en este caso, era la Jefa. Me sorprendió enterarme de que era vecina de Ballester. Vivía en una hermosa casa de dos plantas, con jardín y un quincho, en la calle Catamarca. En los viajes, que hacíamos juntas de regreso de los exámenes, compartimos anécdotas y vivencias. Recordó, entre sonrisas, que de recién casada, la primera vez que recibió invitados cometió el error de poner al horno un pollo, sin haber quitado la bolsa con los menudos. Aquí estaba sola. Sus familiares vivían en Santa Fe. Cuando venían a visitarla, se alojaban en la que había sido la casa de su madre, a media cuadra, en cuyo garaje guardaba el viejo auto de su marido, fallecido casi diez años antes. Para que no se agotara la batería, lo encendía cada tanto, porque ella no manejaba. La manera de cobrar nuestro magro sueldo, era retirar de lunes a viernes, un pequeñísimo sobre de madera. Como yo daba clases hasta los sábados, Delia, gentilmente, lo hacía por mí. En una ocasión, sufrió una estafa cuando le hicieron el cuento del tío: llegaron dos supuestos empleados de Segba, antigua empresa de suministro eléctrico. Dijeron que tenía problemas con la conexión. Mientras ella sostenía un cable en la planta baja, según le indicaba uno de los hombres, el otro en la planta alta revolvía sus pertenencias, buscando joyas y dinero. Como le gustaba mucho el tango, una vez, yendo hacia la Facultad, canturreaba las notas de uno muy conocido pero cuyo nombre escapaba a su memoria. Entró en el edificio, fue a la Sala de Profesores, se dirigió hacia un hombre mayor y le cantó, sin preámbulos, la melodía, esperando la respuesta. En otra ocasión, volviendo tarde de dar clases, bajó del tren y empezó a caminar hacia su casa. Escuchó, con preocupación, unos pasos que se aproximaban. Tuvo miedo de llegar a su hogar. Entonces, decidió hacer un alto en un chalet, pararse en la puerta y fingir que vivía allí. También los pasos se detuvieron. El susto fue importante. Ella le preguntó a un joven qué deseaba. El muchacho contestó que sólo quería entrar a su domicilio. Casi retándolo, le
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ordenó que ingresara entonces; y se fue despacio y avergonzada. Al día siguiente, quiso corroborar si era verdad. Fue hasta aquel lugar y la atendió la dueña de casa. Aclaró que su hijo se había preocupado porque una señora mayor parecía perdida. Al ser la Jefa de Trabajos Prácticos, la costumbre era entregarle, cada profesor, al final de la cursada, las notas de cada comisión. El día del examen se debían completar las Actas, tarea que era de mi competencia. Una vez, sabíamos que el Titular no vendría, y confié en que con Delia solucionaríamos el trámite. Pero ella no vino. Sin las planillas, no pude colocar las notas. Entonces, ofrecí mis disculpas a los alumnos. Esa tarde, me sorprendió la llamada de la Adjunta de la cátedra preguntándome si sabía algo de la profesora Delia. Le respondí que su ausencia me había asombrado. Poco antes había venido a cenar a casa y no me comentó que tuviera alguna dolencia. Sin darme mucho tiempo a nada y, diría, con cierto sadismo, me señaló que había leído su obituario en el periódico. Apenas se enteró, habló con sus familiares rosarinos. Con ellos se había comunicado la vecina de la casa de la madre. Ésta se preocupó al ver luces encendidas y escuchar el televisor a todo volumen durante varios días. Al parecer, Delia estaba poniendo en marcha el auto cuando le falló el corazón. Jamás pude olvidar la mesa examinadora de la semana siguiente en la que les dijimos lo sucedido a los alumnos y en la que les solicitamos que expresaran con honestidad la calificación obtenida. Vaya una a saber en qué rincón de algún cajón de los armarios de las siete habitaciones de la casa de Delia quedaron archivadas las planillas. Este fortuito inconveniente final no opaca el hecho de que, hoy en día, una sonrisa fluya con total libertad cuando la recuerdo con verdadero cariño.
Frida Me disgusto con el reloj, no con el tiempo transcurrido.
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Me enojo con mi cuerpo, no con el dolor que experimento. Me subleva la ironía de volar con mi arte y ser esclava de una silla.
No No te contesté lo que querías. Te dije lo que podía. No me alejé de mis amigas. Me distancié de esa vida. No me quejo de mi mala fortuna. Me exilié del paisaje eterno de las lunas.
Aforismos Si necesitas superficialidades, no entiendes de necesidades. Una casa sin libros hace que sus integrantes tengan la certeza de la ignorancia
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Daniel Frini
Nació en Berrotarán, Córdoba, Argentina en 1963. Es Ingeniero Mecánico Electricista de profesión, escritor y artista visual. Ha publicado en varias revistas virtuales y en papel, en blogs y en antologías de Argentina, España, México, Colombia, Chile, Perú; y, además, traducido y publicado en Italia, Portugal, Brasil, Francia, Estados Unidos, Canadá, Uzbekistán y Hungría. Publicó “Poemas de Adriana” (Libros en Red, Buenos Aires, 2000 / Artilugio Ediciones, Buenos Aires 2017), “Manual de autoayuda para fantasmas” (Editorial Micópolis, Lima, Perú, 2015) y “El Diluvio Universal y otros efectos especiales” (Eppursimuove Ediciones, Buenos Aires, 2016). Ha obtenido, entre otros reconocimientos, el Premio Internacional de Monólogo Teatral Hiperbreve ‘Garzón Céspedes’ (2009, Madrid / México D. F.); Premio ‘La Oveja Negra’ (2009, Buenos Aires, Argentina), Premio ‘El Dinosaurio’ (2010, Colombia), Premio IX Certamen Internacional de Poesía (2011, España), Premio I Certamen
Internacional de Relato Corto Nouvelle (2017, España) y el Místico Literario del Festival Algeciras Fantastika 2017 (España). dfrini@gmail.com
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Entrevista con el dragón —Y usté me lo dice a mí, señorita periodista —dijo el dragón, resignado—. Hace seiscientos treinta y dos años que cuido princesas, pero nunca me tocó una como ésta. Uno se preparó para trabajar acá. No le voy a decir que, de joven, fuese mi vocación. Me hubiera gustado asolar Northumbria o las costas de Carelia, como aún suelen hacer mis primos; pero uno viene de una familia de cierta cultura, señorita periodista. Hubo ancestros míos cuidando princesas chinas en la dinastía Han, por poner un caso. Mi padre mismo custodió, en Tolosa, a Tindigota, la hija de Alarico; y a la Santa Berta, hija de Cariberto de París. Yo he cuidado a Ana, la Hermana de Basilio el Matabúlgaros; a Emma, hija de Richard de Normandía; a Isabel, Hermana de Casimiro el Grande. ¡Hasta me contrató Hakam, califa de Córdoba, para cuidar a su hija Fátima! Estudié Teología en Cracovia con el Santo Cancio, Magisterio en Cambridge con Scotus, Medicina en Padua con Pietro d’Abano, Derecho en Bolonia con Guarnerio, Trivium y Quadrivium en París; y aquí me tiene, cuidando a esta mocosa maleducada, atrevida, obscena, zopenca y descarada. —No es fácil mi trabajo, señorita periodista —dijo el dragón, didáctico—. No se trata solo de custodiar la castidad de una doncella. Hay que educarla en la prudencia, el trabajo, la honradez y el silencio; mostrarle las bondades de una vida cristiana, los buenos modales y el buen trato. Se requiere transmitirle cultura, que reconozca sus privilegios y haga uso correcto de ellos, enseñarle a cuidar y educar a quienes serán sus hijos, administrar el hogar y mandar sobre los criados y sirvientes con responsabilidad y prudencia. Ilustrarlas en el arte de la escritura, la lectura, el dominio de idiomas, la ciencia y prepararlas para tañer de manera aceptable un rabel o una zanfonía. Se debe instruirlas en el manejo de la rueca, en la costura y el hilado, en las tareas del huerto y el cuidado del ganado. Luego, para ejercer su trabajo de custodio, uno debe dominar todas las escuelas de esgrima, el combate sin armas, saber enfrentarse a un caballero y conocer los puntos débiles de
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su armadura, superar la defensa de un broquel y la amenaza de una spada longa, conocer las técnicas de defensa de una plaza fuerte y, claro, ejercitarse constantemente en esto de echar fuego por las fauces. Además, un torreón como éste no se mantiene solo: es necesario conocer las técnicas de albañilería y plomería; reparar roturas de paredes y techos, combatir la humedad, mantenerlo calefaccionado y habitable; y todo eso sin contar con sirviente alguno. Con esta voluble, indecente, deslenguada y palurda: por otra parte, debí aprender a maquillarla, acicalarle el pelo y bajar al mercado a comprarle vestidos y zapatos hasta tres veces por semana. ¡Habráse visto! —¡Ah, señorita periodista! ¡Absolutamente caprichosa, consentida, grosera y malhablada! —dijo el dragón, enojado— Mire que con algunas he renegado bastante. Gailtergrima, hija de Gaimar de Salerno, era tosca y ordinaria; y necesité quince años para que se convirtiese en algo parecido a una dama, señorita periodista. Pero con ésta, ¡válgame Dios! No sé si es que uno ya está grande y ha pasado tres cuartos de su vida en climas inhóspitos, donde la soledad de esos parajes olvidados se hace insoportable; entonces, la paciencia mengua; pero esta insolente, jactanciosa, malcriada y desconsiderada; le juro, me saca escamas verdes. Antes, era normal que viniesen cuatro o cinco caballeros por año para liberar a la dama de turno. Los viajes eran largos, los caminos inexistentes y los salteadores gobernaban los páramos. Pero acá, estamos a un par de leguas de la ciudad, el Camino Real se ve desde esa ventana y no se recuerda la última vez que nevó en esta sierra. Sin embargo, señorita periodista, hace como dos años que nadie viene a esta Torre. ¡No hay quién se preocupe por venir a salvar a esta desvergonzada, descortés, arrogante y desatenta! Y estoy seguro de que, si no fuese por los escándalos de la corte, usté tampoco se hubiese apersonado por acá. —Entre nos, señorita periodista —dijo el dragón, confidente—, no se podía esperar otra cosa. Esta veleidosa, descocada, impúdica, desobediente e impertinente; es digna hija de su
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madre. No se entiende, señorita periodista, cómo un joven tan educado como el ahora rey puede haberse enamorado de una suripanta que fue corista en los burdeles de Brüssel. Se dice que su padre, el viejo rey, pagó una deuda de juego llevándola a Palacio y entregándole a su hijo en matrimonio. Se cuenta, también, que esta insumisa, rebelde, díscola y petulante no es hija del Rey, si no del dueño de una Casa de Juegos de Katowice. Y a uno no es que le importe, pero esta presumida, desaprensiva, caradura y sinvergüenza no se parece en nada a Su Alteza. Usté debe saber más sobre eso, señorita periodista. Yo digo lo que leí en las revistas. Porque yo no tengo contacto con nadie de la Corte. Acá llega un carruaje con escolta de soldados, bajan a la doncella, me la entregan junto con una carta de puño y letra del Señor, con su sello, donde se hace constar que la ponen a mi custodia hasta la aparición de un Caballero que la rescate. Puedo mostrarle, en mi archivo privado, todas las misivas que guardo de quienes me han confiado a sus hijas o hermanas. En ellas —es norma ancestral— se detalla qué características debe satisfacer aquel que quiera liberar a la prisionera: qué debo ver en ellos, cómo debo enfrentarlos o en qué punto debo dejarme ganar en el combate. Algunas de estas cartas acotan consideraciones más específicas: nacionalidad, religión o apariencia del pretendiente. Incluso, Rodrigo Díaz el Campeador escribió, y cito de memoria: «Confíese mi hija María sólo al Caballero Ramón Berenger, Conde de Barcelona». En cambio, mire usté esta carta del Rey. ¿Ve?: «Entregue mi hija al primero que aparezca». No se acota que deba ser un caballero, ni noble, ni nada. Ni siquiera debo luchar en su nombre. La última vez que vino alguien a preguntar por ella fue un cartero, que le trajo un Sirope de Rosas comprado, por correo, en la ciudad de Gabrovo. Intenté que se llevara a la princesa, pero él se negó; y llegó a batirse en encarnizado combate conmigo. Era muy valiente. Una pena haberlo matado. —Esta desfachatada, procaz, indecorosa y chabacana; señorita periodista —dijo el dragón, enumerativo—, ignora las más elementales normas de etiqueta. Le voy a contar una infidencia: Ha sido la única de las más de doscientas que he custodiado que
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me ha sacado de las casillas. Cierta vez estuvimos estudiando, durante dos meses, Protocolo y Comportamiento en la Mesa; y repasando las cien reglas del Menanger de París: mantener la boca cerrada mientras se mastica, tomar la ración más pequeña de la fuente; mantener el meñique limpio y seco si se va a usar para condimentar la comida, no limpiarse las manos en el mantel, no usar los cubiertos para higiene personal, limpiarse la boca antes de beber, y así las demás. Por fin, cierto día le tomé el examen de rigor. Me vi sorprendido por unos resultados razonables; hasta que, mientras estaba sentada a la mesa repasando la Regla Sesenta y Dos, inclinó su cuerpo hacia la derecha, levantó su pierna izquierda y dejó escapar una sonorísima flatulencia que movió hasta los pesados cortinados del Gran Salón. No pude contenerme. Me paré sobre mis dos patas traseras, abrí mis alas hasta que estuvieron extendidas de pared a pared, saqué pecho y sentí el fuego subiendo desde mis entrañas. El cabello tardó más de diez meses en crecerle.
Los últimos minutos de Bérenger de Lacroisille Fray Bérenguer de Lacroisille ha sido torturado. Hoy es sábado, once antes de las calendas de noviembre del año de Gracia del Señor de mil trescientos siete. Hasta hace diez días, Fray Bérenger era Turcoplier de los Pauperes Commilitones Christi Templique Solomonici, la Orden de los Caballeros Templarios; y ahora está en la Tour Grosse de la que fuera la Fortaleza del Temple en París, y en manos de los verdugos que dirige Guillaume Imbert, Inquisidor General de la Fe en Francia y confesor de Felipe IV, el Hermoso. Fray Bérenger ha sido sometido al strappardo; le ataron dos grandes campanillas de bronce a sus testículos, a modo de burla; y también pasó por la squassation, con lo que le han dislocado hombros y brazos, y quebrado las piernas en varias partes. Ha sido fustigado y le han arrancado tiras de piel y carne con garras de gato. Le han sacado las uñas de los dedos y en su lugar han
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colocado clavos candentes; y le han quemado las plantas de los pies con planchas de metal al rojo. Fray Bérenger ya se reconoció sacrílego, hereje, apóstata, idólatra, sodomita y simoníaco. Ha declarado que él y sus hermanos del Temple escupieron sobre la Santa Cruz, renegaron e insultaron a Cristo, rindieron culto a dioses paganos, veneraron a vírgenes negras, adoraron al Bafometo y practicaron ritos obscenos, incluso el Osculum Infame. Fray Bérenger no sabe de las intenciones del rey Felipe, de su canciller Nogaret y de su chambelán Portier de Marigny, ni de la indecisión del Papa Clemente V. Está solo y desnudo en una celda sin, siquiera, el confort de un poco de paja sobre la fría piedra del piso. Desconoce que su Gran Maestre Jacques de Molay ha caído, también, en desgracia y está prisionero a unos cuantos pasos de él. Supone, sí, que no es el único cautivo. Cree haber escuchado a los verdugos cuando nombraban a sus amigos Fray Robert de Plessiez y Fray Reinald de Milly; y entre idas y venidas de los continuos desmayos, le parece haber escuchado las súplicas de su Senescal, André de Périgord, que venían desde una celda no muy lejana. Sin embargo, el dolor que siente en algún lugar de su pecho es infinitamente más fuerte que aquel que le provoca la tortura. Fray Bérenger respondió afirmativamente a todas y cada una de las aseveraciones de sus inquisidores; no por temor al tormento, sino como resguardo para no delatar a la única persona que le importa: Cécile de Monssac. Dijo que sí cuando le preguntaron si era verdad que él y sus hermanos participaron en orgías en las que no había mujeres, mientras pensaba en los destellos de los hermosos y grandes ojos negros de Cécile. Dijo que sí cuando le preguntaron si era verdad que él y sus hermanos reverenciaban al demonio encarnado en un gato, mientras recordaba una radiante y franca sonrisa dorada. Dijo que sí cuando le preguntaron si era verdad que él y sus hermanos quemaban niños y bebían sus cenizas mezcladas
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con vino consagrado, durante la celebración de la Santa Misa, mientras evocaba unas trenzas azabache, que brillaban como el ébano de Santa Helena a la luz del sol. Dijo que sí cuando le preguntaron si era verdad que él y sus hermanos afirmaban que Cristo había sido un falso profeta, y que no había padecido en la cruz para la redención del género humano, mientras rememoraba la tersura de una piel blanquísima y el rubor del decoro de su amada. Pero Fray Bérenger de Lacroisille jamás vio a Cécil de Monssac. Ni siquiera sabe si existe. Hace más de diez años, en uno de sus tantos viajes por el Rousillon, oyó la cansó que trovaba Amanieu de Sescars, y se extasió ante aquella declaración de amor que imaginó suya: La belleza y el bien que hay en mi dama me tienen gentilmente atado y preso. Y Bérenger imagina que no es la Inquisición quien lo tortura. Sueña que es Cécil quien maneja la fusta o arranca sus uñas, y delira que ella le canta, aunque las palabras sólo suenan en su mente afiebrada. No está curada la llaga que me hiciste, amor, cuando me heriste con tu cruel espada. No le importa el Temple, ni su Maestre, ni su Senescal, ni sus compañeros. Está dispuesto a firmar cualquier confesión, y hasta renegar de la gracia del perdón ofrecido por los domínicos, si se lo ofrendasen. Está dispuesto, incluso, a inventar cuanta maldad le insinúen y ponerla en boca hasta del mismísimo Papa, si se lo ordenasen. No sabe por qué, pero espera de manera ardiente la sesión de tortura venidera en la que le arranquen la lengua con tenazas para asegurarse de que ni en el delirio de la fiebre que lo abrasa va a nombrarla.
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Yo ardo sin ser quemado en vivas llamas de amor. Fray Bérenger soporta todo sin desmayarse porque teme pronunciar su nombre y que sus jueces se interesen en ella, y la busquen. Le espanta la idea de que Cécil exista, y los verdugos de la inquisición la encuentren y la sometan al espanto por el puro placer de apagar su hermosura.
Siempre llego tarde a todos lados Tengo un problema: mi máquina del tiempo atrasa. He gastado horas en darle cuerda de la manera correcta (no es conveniente forzar el mecanismo, tal como lo demuestra el trágico incidente del Chichilo Sartori), pero no hay caso. Intenté encontrar alguna ecuación que me permita compensar los desajustes (mi hipótesis era que cuando más lejos hacia adelante o hacia atrás, más atraso del mecanismo), pero no hubo caso. La he llevado al taller del Laucha Micheli —no hay mejor relojero que él—. Consulté con el Manteca Acevedo, que de motores cuánticos sabe una enormidad. Corregí el flujo de tempiones con una barrera de interacción electromagnética de largo alcance, confiné las fuerzas de repulsión electroestática para limitar la velocidad térmica, interferí en la relación an/cat de manera de aumentar la energía de paso; pero tampoco me sirvió de nada. Y el problema no es menor. Me hice viajero porque esa fue la mejor manera de aunar mis dos pasiones: por un lado, soy una especie de científico casero al que le fascina construir dispositivos extraños; y por otro, me encantan los episodios anecdóticos de la historia; así que, cuando encontré los planos, no lo dudé; construí la Máquina y me lancé al espaciotiempo, pero no hay caso. Tres o cuatro veces quise ver cómo perdía su cabeza Maria Antonia Josepha Johanna von Habsburg-Lothringen, el
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veinticinco de Vendémiaire del año dos de la República Francesa, a las once de la mañana, en la Plaza de la Revolución, en París; y siempre arribé cuando los últimos curiosos están alejándose y el verdugo Sansón limpia la hoja de la guillotina. Incluso una vez llegué en la noche del veinticinco al veintiséis, y sólo encontré a un borracho orinando una de las patas del cadalso. Quise ver a Martin Luther King y su I have a dream el veintiocho de agosto de mil novecientos sesenta y tres, frente al monumento a Lincoln, en Washington; pero solo encontré las escaleras llenas de papeles y sucias por las miles de personas que las habían pisado; y a un grupo de relegados comentando, mientras se alejaban, lo impactante que les había resultado el discurso. Intenté estar entre las catorce horas veinticinco minutos y las quince del 30 de abril de mil novecientos cuarenta y cinco, en los techos del Reichstag de Berlín y resolver, de una vez por todas si fue Melitón Varlámovich Kantaria, o Mijaíl Petróvich Minin o Abdulchakim Ismailov el soldado que hizo ondear la bandera roja en el portal del Parlamento alemán; y ver a Yevgueni Jaldei inmortalizar el momento en una foto (ícono, si los hay, que marca el final de la Segunda Guerra); pero no llegué, siquiera, a verlo guardando sus equipos. Ya eran las cinco de la tarde, el tejado estaba vacío, y no había bandera. Para cuando pisé la Curia del Teatro de Pompeyo en Roma, en los idus de marzo del año setecientos nueve at urbe condita; Bruto y los conjurados ya habían asesinado a Julio César. No llegué a ver a Perón en el balcón de la Rosada, el diecisiete de octubre del cuarenta y cinco. En Nagasaki ya había explotado la bomba. No quedaba ningún occidental en Saigón. Los militares no me dejaron entrar al Ground Zero de Roswell. Los plomos de los Beatles estaban desarmando los equipos de la terraza del edificio de Apple. Mary Jane Kelly ya estaba muerta en su cama y no vi ni rastros de Jack the Ripper. Los cadáveres de Mussolini y la Petacci ya estaban colgados cabeza abajo en la estación de servicios de la Piazza di Loreto. El auto de Lady Di ya estaba deshecho en el túnel a orillas del Sena, y rodeado
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de ambulancias y autos de la policía. Apenas quedaban astillas de las maderas del puente sobre el Kwai. De Juana de Arco sólo quedaban cenizas y dos o tres brasas que avivaba un leve viento del norte. Dempsey estaba subiendo al ring después del terrible uppercut de derecha de Firpo. Los árboles de Tunguska estaban caídos y en llamas. Y, por supuesto, la policía ya había acordonado la Plaza Dealey de Dallas y se habían llevado a JFK mortalmente herido hasta el Hospital Parkland. No hay nada que hacer. Siempre llego tarde a todos lados por culpa de este cacharro que me costó más de diez años de trabajo, una monstruosidad en dinero, mi matrimonio, el odio de mis hijos y el repudio de mis padres y amigos. Por supuesto, intenté varias veces volver a mil novecientos noventa y ocho para prevenirme de este inconveniente con la esperanza de, en aquellos primeros pasos, encontrar una solución adecuada y tal vez obvia en los planos sacados de la revista Mecánica Popular del mes de marzo; pero, haga lo que haga, siempre llego después de haber cerrado mi taller y mientras, de seguro, estoy dormitando en el colectivo en el largo viaje de regreso a casa a esa última hora de la tarde. Ni siquiera pude llegar a prevenirme para sostener fuerte el pasamanos, la vez que el colectivo doscientos noventa y ocho frenó de golpe en la esquina de Brandsen y Quirno Costa, por culpa de un taxista que cruzó el semáforo en rojo; y que me valió una caída y un dolor en la espalda que me duró tres semanas.
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Loreto Di Mascio
Nació en Pettorano , Italia. Vive en Argentina desde 1950 y está nacionalizado argentino desde 1978. En la actualidad vive en Villa Bosch, Partido 3 De Febrero. Es profesor de Acordeón a piano. Técnico mecánico, Proyectista de Herramental y Utilajes , Analista de Costos, Métodos y Procesos Productivos Industriales. Docente Directivo a cargo de los Trayectos Técnicos Profesionales Instituto La Salle San Martín hasta el año 2009. Participa en el Laboratorio Literario San Martín Lee desde 2016.
loretodimascio@hotmail.com
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Ordenanza 12867 Al despertar, el intenso olor del gas metano que venteaba el Riachuelo, anunciaba la bajante. Alfonso dejó su precaria vivienda de chapas oxidadas y cartones en el basural de Lugano. Caminó hasta el bote amarrado a un árbol. Comenzó a remar río abajo, hasta el improvisado muelle cercano al puente Alsina. Como todos los viajes con ese destino, cuando pasaba por la calle Carlos Berg, recordaba la Escuela Técnica «El Plumerillo». Seguía soñando con ser técnico en fundiciones, lo que nunca pudo cumplir. Llegó bajo el puente. Estacó su bote y comenzó a tirar del carro, que todas las noches dejaba en ese lugar, hasta llegar al centro del barrio de Pompeya. Su llegada, esperada por todos, daba comienzo a la actividad comercial del día. Levantar persianas, limpiar veredas y espacios comunes, juntar cartones y demás desechos, para luego aceptar un digno desayuno. Tenía como ejemplo al pequeño gran campeón de boxeo. Aquel que había salido del basural rumbo a Japón y retornó con el título de Campeón Mundial en su categoría. Alfonso nunca renegó de su destino. Con perseverancia, con ganas y garras, se presentó como operario en una multinacional. Trabajó en la planta vidrio. Cuando se efectivizó su ingreso fue un día de mucha alegría para él, para su esposa y para su hijo adolescente. Pasó del basural a una vivienda digna, que alquilaba cerca de su lugar de trabajo. Con esfuerzo, compró los muebles y la cocina. La empresa le regaló una heladera y un televisor. Su hijo, con mucho esfuerzo, ingresó en la escuela industrial que su padre había soñado. Emocionado hasta las lágrimas, junto con su esposa, fueron al basural. Allí, compartieron un gancho de chorizos con quienes había convivido por muchos años. Prometió reunir a todos los trabajadores del sector en el bar de Sáenz y Roca, para que luego lo acompañen a la hermosa fachada del puente. Tenía una promesa que cumplir. Por años había 83
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sido el paso obligado a la geografía de la inundación, con su carro de ruedas chuecas y ejes crujientes. Cargado con rezagos de la riqueza, tiraba de las varas, tarareando los versos de Homero Manzi y con la música del Bandoneón de Pichuco. En el porteño lugar, caminaban los duendes de Malena, cuna maleva de Rosita Quiroga, de los tangos de Tagle Lara, de compadritos y canfinfleros. Sí, en ese histórico puente, al anochecer, subió por el reticulado de acero, arrancó un infame letrero. Todos pudieron leer aquella ordenanza: Prohibida la tracción a sangre ordenanza 12867 Con bronca, como tejo, lo arrojó a las sucias y corrosivas aguas. El tiempo se haría cargo del resto. No faltó el que aplaudió, ni voces que se levantaron ante tanta humillación, cuando un compañero de trabajo, leyó parte de la ordenanza que se copia a continuación. La ordenanza municipal n°12.867 prohíbe la tracción a sangre en la Ciudad de Buenos Aires. Cuando se detecta un carro tirado por caballo en el ámbito de la Capital Federal, hay que dirigirse al primer policía que se encuentre en la calle para que lo detenga de inmediato. Todos los equinos incautados dentro de la Ciudad de Buenos Aires, por la Policía Federal, son llevados a un predio destinado para ese fin; para recibir, en forma totalmente gratuita, servicio veterinario, alimentación, vacunas, desparasitación…
Barrer la pobreza hasta entregar la vida. La cercana primavera comenzaba a poblar las solitarias ramas de los fresnos y álamos de Montevideo. En una humilde vivienda de las afueras, llegaba al mundo un botija que, a lo largo de su vida, predicaría con una Biblia en sus manos. Daba testimonio de sus palabras viviendo como pobre, junto a ellos. Única forma de comprender sus penurias. Pocos días después, su padre volvía, con tristeza, al humilde hogar. Había recibido el certificado de nacimiento de su hijo, con un 84
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sello estigmatizante: «Eximido de estampilla, por justificar extrema pobreza». La madre, sin poder contener las lágrimas que llegaron hasta sus labios, con voz entrecortada, dijo: «No importa que seamos pobres ante la ley. El párroco lo bautizará». De esta manera, comenzaba a rodar sin destino cierto, y lejos de sentirse humillado por su pobreza, estaba orgulloso de serlo. Dedicó toda su vida al bienestar de los carecientes, y también a quienes vivían en opulentas mansiones, sin tener un hogar. En tiempos de convulsión interna en su tierra, siendo muy joven, combatió contra los gobiernos totalitarios, al frente de las luchas obreras. Perseguido, soñaba radicarse en un país lejano de Oriente, para erradicar la desnutrición infantil, las injusticias y la pobreza, antesala de la miseria. Su vocación de servir al prójimo, lo llevó a solicitar el ingreso a la comunidad religiosa salesiana en Argentina. Fue aceptado y, luego de su ordenación, desarrolló, por un tiempo prolongado, su ministerio en la Patagonia. Sus raíces se expandieron recorriendo las estepas, predicando la esperanza activa, el valor del trabajo, la humildad y austeridad. En su peregrinar, descubrió que podría ser útil en estas tierras cercanas y postergadas. Se radicó, por un tiempo, en Rosario. Vivió en los basurales y logró organizar a los residentes locales de esos espacios. Trabajó intensamente para que los chicos concurriesen a la escuela y comenzó con la tarea, dispuesto a lograr un modo de vida digno. El sentir de las necesidades de los chicos olvidados, lo hizo abandonar su sueño de emigrar a pueblos lejanos del Asia. Convencido de que solo educando a las nuevas generaciones, se lograría vencer a los opresores mercaderes de la ignorancia, tomó el deporte como bandera de liberación. Comenzó su trabajo con jóvenes en distintas e inhóspitas regiones, haciendo frente a toda adversidad climática e ideológica. Por razones de competencia con el Superior de la Orden, pidió las dispensas para ingresar al grupo religioso «Hermanitos del Evangelio». 85
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Solicitó ejercer su apostolado, trabajando junto a los pobres y necesitados, manteniendo en reserva su actividad religiosa. Se presentó, en reiteradas oportunidades, en los corralones de la ciudad de Buenos Aires; destino del personal que tenía la tarea de barrer y limpiar los espacios públicos. Al ser convocado con destino en la zona de Floresta, sintió realizado su sueño: haber encontrado el lugar y un trabajo que le permitiera sostenerse y ejercer su misión. En momentos de descanso, junto con sus compañeros en el corralón, conversaba sobre nuestra situación política y social de entonces. Llegó el Golpe de Estado de 1976. Sus compañeros comenzaron a conocerlo, descubrieron su militancia y participación en los acontecimientos de 1955, en defensa del presidente de ese tiempo. Entrado el año 1977, siendo, un hombre mayor, con años de infatigable lucha sobre sus hombros, cumplía todos los días, prolijamente, su tarea. Intercambiaba saludos con todos, vecinos y ocasionales caminantes. Algunos se preguntaban «¿Quién es el barrendero, que se hace querer por todos?» Nadie sospechaba que se trataba de un sacerdote uruguayo, que con un escobillón y carretilla, cumplía con su trabajo digno y feliz, de ser un humilde servidor. Una mañana, se acercó a él un Ford color blanco, sobre la calle Magariños Cervantes. Del automóvil bajaron tres personas y le indicaron que se subiese al auto. Él pidió que le permitan dejar en la vereda su carretilla y el escobillón para, mansamente, entregarse a quienes se encargarían de hacerlo desaparecer. Muchas cosas se dicen de su paradero. Lo único cierto, es que pasa a formar parte de los desaparecidos. Es el 14 de Junio de 1977. En su homenaje, y en el de muchos servidores públicos, de los que nunca se tuvieron noticias, es que a partir de esa fecha y desde el año 2016 se recuerda, por Ley Nacional, a todos los barrenderos argentinos. 86
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Soñando en el Paraná Como todos los días, se levantó temprano, miró el río, a contraluz de los rayos del sol que pasaban entre las hojas quietas del sauce llorón. Pensó que sería un buen día para darle una sorpresa a la Petronila. Si se daba el pique, prepararía un chupín de armado, al mediodía. Salió con la canoa lista para tirar algunas líneas río abajo. Remando con dificultad, recordó su tiempo de joven, en su trabajo de jangadero. Llevando los troncos de cedro a los aserraderos, esos árboles que ya no se encuentran en la selva de Misiones. Solo los furtivos con tractores suelen encontrar algunos. Recordó lo fiero de destrabar una jangada metida en un camalotal, acompañada de los platos floridos del Irupé, que adornaban el andar lento y sinuoso de las balsas. Rememoró, con lágrimas, el día que, río arriba, trajo a su rancho a la comadrona para ayudar a parir a la Petronila que se desangraba. Con la llegada del progreso, se terminó el trabajo. Se fue de mensú en una plantación. Por varios años, trabajó duro con la podadera entre sus manos callosas. Pero un día, el kapanga mandó a buscarlo y le dijo: —¿Qué te anda pasando a vos, viejo? Estás tardando mucho tiempo para llenar un lienzo de corte. Te veo muy encorvado. —Me han dicho que mis huesos se enfermaron —respondió él. —Mirá, preparáte para llevar el carretón tirado por bueyes a la molienda. Al finalizar la jornada le sacás el yugo a los animales, para que pasten. Y luego, te podés ir. A los pocos días, el kapanga le espetó: —Mirá viejo, te vas a quedar en tu rancho. Lleváte un fardo de hojas. Secalo al sol y tendrás para amarguear un tiempo. Esto va de regalo. —Pero, ¿Y eso que hablan de la jubilación? —Vos no trabajaste en este yerbatal, ni en ninguno de la compañía. Así que andá nomás. Como despertando de un sueño, algún cachorro tiró de la 87
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línea. Con su experiencia, logró subirlo a la canoa. Contento de llevar la comida para varios días a su rancho, amarró la canoa; y con un sapucay bien islero gritó. —¡Petronila! ¡Arrímate a la orilla! Se enganchó un surubí. ¡Tenemos pescao para rato!
En homenaje a mi Padre Viejo gringo, cabrón empedernido, que partiste de tu tierra por ser un perseguido. No sé de tu camino, desde el pueblo, al sur de Francia. Llegaste en un buque de guerra, ahí en la Santabárbara. Desembarcaste en Buenos Aires. Nadie te esperaba. En busca de un lugar, en la calle Gurruchaga, donde el Turco te alojó en una barraca, de verde pintada. Sin saber que ese lugar, era Palermo de San Benito, la estancia. Al poco tiempo extrañabas a Yolanda, quien en sus brazos con mis dos años me tenía. Y le escribiste una carta a ese general tuyo querido, que, sin conocerte, escuchó con el corazón tu pedido. Eva te respondió: «No pagarás los impuestos de los pasajes pedidos». para que ese trozo de amor se junte, de nuevo, contigo. Te hiciste arrabalero, como guarda en un tranvía. que salía de Del Valle y a la Boca llegaba, por Colón todos los días, pasaba frente a la Rosada. Los domingos la hinchada cantaba: «¡El guarda, Boca y Perón; un solo corazón!» Un día de invierno, el general peligraba. Sacaste el trole, y el tranvía se detuvo en la Rosada. Bajaste al frente del pasaje, y aquel escudo prohibido de tu solapa con orgullo mostraste. Y te quedaste tranquilo, al saber que el general ya no estaba, que rumbo al Paraguay en una cañonera viajaba. 88
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Sufriste su destierro sin perder la esperanza, y la vida te regaló el verlo regresar, para verlo nuevamente desde el balcón saludar. Ése que vos me contabas, que nadie debía usar. Porque sólo el general y los descamisados de Evita, eran dignos de ese lugar.
Luz y oscuridad en la misma ventana Como todo ser humano tenía, desde muy chica, plena conciencia de su finitud; como la tenemos todos en este espacio de la creación. Se educó en un hogar, reflejo de austeridad y trabajo, con lo justo, sin privaciones. Vivió la solidaridad, cultivando la amistad y el respeto por las personas, la vida y la cultura en todas sus manifestaciones. Cursó abogacía en la Universidad Pública; y varios postgrados que, gracias a su intensa dedicación, le permitieron, siendo muy joven, transitar con éxito los espacios de su especialización. Fue madre de mellizos, para ella su más preciada diplomatura. Al poco tiempo de ser madre, las necesidades económicas y las presiones profesionales, hicieron que buscara un lugar para el cuidado de sus hijos. Buscó lo que le pareció mejor para ellos, con todas las comodidades y atenciones necesarias. Cuando comenzó el tiempo de escolarización, junto a su pareja, recorrieron institutos de gestión pública y privada, participaron de reuniones y proyectos educativos. Al encontrar la propuesta que más satisfizo sus expectativas, desde el ciclo inicial hasta finalizar el polimodal de ese tiempo, no dudaron y eligieron acertadamente. Las ocupaciones de ambos hicieron que confiaran en la institución elegida. Por tal motivo no presenciaban las reuniones informativas. Sin conocer el mundo exterior, con catedrales del consumo, daban respuesta a todos requerimientos de sus hijos. 89
Estos padres se informaban y perfeccionaban continuamente en sus respectivas disciplinas, ignorando que la misma ventana virtual tendría la posibilidad de irradiar luces y sombras. Comenzaron a percibir cambios en uno de sus hijos. Preocupados, concurrieron a la escuela. Mientras esperaban ser atendidos, observaron con atención una viñeta ampliada que firmaba el pedagogo italiano Francesco Tonucci. En ella, se podía ver un brazo que salía de un monitor para abrazar un niño. Sorprendidos, se miraron. Estaban a punto de enterarse que la misma ventana de plasma tenía la posibilidad de interferir en las familias y ser parte de su educación, o generar sociedades con jóvenes navegando sin rumbo, anclados en puertos sin destinos.
Lourdes Ramognino
Nació en Villa Ballester en 1995. Escribe desde los doce años. Obtuvo los siguientes premios: Cuarto puesto en los Torneos Bonaerenses (2008), Mención en el concurso UPCN (2011, Necochea), Mención en el concurso Ginés González García (2012), Cuarta Mención especial en el Certamen Literario del Centro Cultural Quequén (2014) y Tercera Mención especial en el 53° Concurso Internacional de Poesía y Narrativa Libro Digital del Instituto Cultural Latinoamericano (2015). Participó en la instalación “Descerrajando candados” sobre la temática “Violencia de género” en Santiago de Chile en 2016. A partir de 2013 participa del taller “Vertientes: resonando con imágenes y palabras” coordinado por las lic. Gargantini y Ballanti. Desde 2014 forma parte del “Laboratorio literario San Martín Lee” coordinado por la lic. Juliana Córdoba. Además, escribe en su blog «La máquina de escribir”. Formó parte de la antología “Textos fugados”, publicada en 2017. En 2018, obtuvo una quinta mención de honor en el Primer Certamen Internacional de Expresión Cultural “Un vistazo”, en la categoría Microrrelato; e integró la antología de escritores jóvenes “Big Bang Juvenil” editada por CILSAM. Actualmente está cursando el cuarto año de la carrera de Psicología en la UBA y disfruta de bailar tango en su tiempo libre. lourdes_ramognino@yahoo.com
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Limones Capítulo 1 En un campo de Argentina, dicen que crecen los limones más amarillos, más jugosos y más grandes que en ningún otro lugar del mundo. La alimentación allí es a base de limones. Los comen por la mañana junto con un sabroso té de limón. Por la tarde en el lemon pie con la limonada. Almuerzos y cenas se caracterizan por constar de carnes cocidas en limón, o ensaladas con limón y sal. En las noches algunos desairados por el amor abusan del limoncello. La higiene de sus habitantes consiste en baños de inmersión preparados con mitad de agua hirviendo y mitad de jugo de limón. La piel de sus usuarios es perfecta. Hay quienes se colocan unas pocas gotas en los ojos, para que éstos brillen más. Otros, en sus axilas, para no voltear a los amantes. Algunos entre los dedos del pie para matar a todo hongo posible. Pero la población de este campo ha comenzado a disminuir de manera considerable desde hace un tiempo. Un mes, aproximadamente. Por esto, la investigadora Nieves ha sido convocada. Debe ser quien determine la causa común en tantos decesos. Llega, finamente vestida de encaje negro, por la noche, a eso de las once. Como ella solía vivir en un campo cuando era niña, sabe bien que el ambiente nocturno le da la capacidad de observar todo desde las sombras. No por nada había decidido su profesión. Es lo más parecido a mirar desde la oscuridad algo que no se toca. Aparece de sorpresa en la casa de la Pancha. En el patio trasero se escucha un disparo. Nieves se asusta. A lo mejor no es un buen momento para... La Pancha abre la puerta con el rifle en mano: —¿Qué quiere? ¿Que la mate? —dice, tras mirarla—. Acá, en el campo, no nos podemos fiar de que no nos quieran robar lo más preciado. En nuestro caso, los limones. Y Nieves no tarda en comprobarlo. Pancha la invita a pasar a su hogar y le dice que desde hacía horas la estaba esperando. Que necesita que descubra qué es lo que está ocurriendo. Ya perdió, en este tiempo, varios peones. La 93
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Pancha le enseña las distintas habitaciones de la casa. Hay limones por el piso, como centros de mesa, al lado de la radio —para «absorber las amargas noticias»—, debajo de las almohadas, en los placares. Es una invasión de limones. Le pregunta a la dueña de casa por qué usan tantos. Ésta la trata de ignorante, y le cuenta la historia de estas frutas en sus tierras. Nieves escucha atentamente. La Pancha le dice que imagina que debe estar cansada por el viaje. Le sugiere que vaya a descansar. La investigadora le agradece, y se dirige a su habitación. Deja su valija allí. Se oye el crujido del pasto. Alguien se aproxima entre las sombras. La Pancha toma el rifle, una vez más, y con rapidez, sale al patio. Nieves la detiene. Le dice que no hace falta disparar. Al parecer, se trata de un peón. Él le comenta la muerte de otro. De Ernesto. Nieves busca su anotador y escribe lo que escucha. Le pregunta si hubo alguna actividad inusual. Él responde que habían ido a la fiesta en el pueblo, todos muy prolijamente vestidos y aseados; y que después de haber comido durante horas y bailado a más no poder, Ernesto se desplomó y murió. Sólo llegó a tomarse el estómago antes de hacerlo. La Pancha asiente con la cabeza y le da permiso al peón para que vaya a descansar. Mira a Nieves y le dice que no le haga caso, que tenía un olor a borracho… Y así, sin decir más nada, se retira de la habitación y se va a dormir. Nieves escucha que cierra la puerta con llave. Se mete en la cama. Sus pies chocan contra algo duro y redondo. Se destapa y descubre limones hasta en el lecho. ¡In-cre-íble! Los tira al suelo, pero son tan pesados que retumban. Teme que la Pancha aparezca, a causa del ruido, otra vez, con el rifle. Se tapa hasta la cabeza con las sábanas, y apaga la luz. A eso de las tres de la mañana se despierta. La baba seca sobre el brazo. Escucha a alguien caminar por la casa. El sonido parece provenir de la cocina. Va hacia allá. La heladera está abierta. La Pancha debe tener hambre. Pero la puerta se cierra y detrás no está ella. Ve a un hombre de unos treinta años, morocho, de ojos casi negros y piel tostada por el sol. Al mirarla, él se ríe mientras sostiene dos limones en la mano. —Parece que te quedaste dormida con el vestido… —¿Por qué lo decís? —Mirate. Lo tenés por el ombligo. Se ve linda esa bombacha 94
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de abuela. Nieves se observa y comprueba que la bombacha con florcitas asoma por debajo del vestido levantado. Muere de vergüenza. —¿Quién se supone que sos? —Soy el hijo de la Pancha. ¿No te dijo que vivo con ella? —No, la verdad que no. —Bueno, así es. ¿Vos sos la intelectual, no? —Soy la investigadora. —Claro, sos de esas mujeres que leen mucho y usan bombachas de abuela. —Lo voy a tomar como un cumplido. —Ah, entonces ni siquiera sos intelectual… Nieves entrecierra los ojos. —Y vos no sos para nada amable. Se acomoda el vestido y se va a su habitación. «Menudo estúpido» piensa. A la mañana siguiente, después de desayunar tostadas con crema de limón y un té saborizado (con limón, claro está) decide recorrer un poco los campos. Conocer a los vecinos. Recuerda al peón de la noche anterior. Lo encuentra retirando algunas frutas de uno de los tantos limoneros. Quiere conversar con el hombre, pero éste le dice que si quiere hablar con él, mientras tanto debe ayudarlo a trabajar. Nieves está de acuerdo y se dispone a darle una mano. El peón le cuenta más detalles de la fiesta. Al parecer, comieron de una forma descomunal. Comenzaron por las empanadas de carne, preparadas con cebolla, papa, pasas de uva, huevo, morrón y unas gotas de limón. Luego, pollo al limón. De guarnición, zanahorias bañadas con jugo de limón. De postre, tartas de limón, lemon pie y budines de limón y chocolate, además de crema de limón. Todo esto acompañado por limonada, vino con limón y el infaltable limoncello; además de tequila, bebido con limón y sal. Después, bailaron durante horas. Ernesto estaba teniendo suerte, conquistando a Andrea, la chica más codiciada de las cercanías. Una verdadera belleza. Pero cuando estuvo a punto de besarla, a centímetros de su boca, cayó redondo al suelo y murió. Nieves anota. No entiende el porqué de aquella muerte. 95
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Agradece al peón y retorna a la casa. Cuando ya está por llegar a la puerta, ve un montículo particular. Algo parece tirado en la entrada. Se acerca. Es un perro. Lo acaricia, pero éste no reacciona. Parece muerto. No, no parece. Está. Nieves se tapa la boca, horrorizada. Primero el peón, ahora un perro. ¿Qué está pasando en estos campos? Notifica a la Pancha. Ella, con sus facciones inconmovibles, asiente con frialdad y se dispone a enterrar al animal. Nieves sube a su habitación. Abre su valija y encuentra, dentro, una tanga roja que no le pertenece. De inmediato piensa en el hijo de la Pancha. ¡Qué atrevido! Las investigadoras no usan tanga roja. No se la va a poner. Prueba llamar a su jefa, pero la conexión es mala y no tiene señal. Desiste. Escribe en el anotador la muerte del perro. Todavía no sabe si estas defunciones están relacionadas, o si se trata de una mera casualidad que hayan pasado en fechas tan cercanas. El hijo de la Pancha se para ante la puerta de la habitación. Se apoya en el marco y la mira fijo. Nieves no percibe su presencia. Él espera unos segundos y le pregunta si el regalo le gustó. Ella le dice que no, pero está intrigada por saber dónde la consiguió. Con total naturalidad, él le contesta que es de su novia. Inmediatamente, la tanga sale disparada y termina en la cara del hijo de la Pancha. Cada vez que se enoja, Nieves prefiere dormir. Es su respuesta al estrés. A tal punto, que duerme ocho horas de corrido. Se despierta cuando Pancha la zarandea. Le dice que la necesita. Andrea, la muchacha más bonita de las cercanías, murió durante la tarde. Capítulo 2 Nieves necesita unos minutos para incorporarse y procesar la información que acaba de oír, pero la Pancha no le concede ni medio segundo. Andrea, la más bella de estos pagos, que estaba a semanas de presentarse en un concurso de canto muy importante a nivel nacional, ya no podría hacerlo. Murió tras darse un buen baño preparado con mitad de agua caliente y mitad de limón. Cayó, redonda, en el pasillo que daba a su pieza. La piel perfecta, la sangre helada. Nieves, cuando logra ubicarse en espacio-tiempo, anota lo ocurrido con Andrea. Hasta el momento, tres muertes desde que 96
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llegó al campo: el peón, el perro y, ahora, la muchacha. La Pancha le dice que tiene que apurarse. Tiene que poder determinar qué es lo que está pasando. Nieves está desbordada. La segunda respuesta que tiene al estrés, además de dormir, es comer. Va a la cocina y abre la heladera. Limones por todos lados. «¡Tienen una obsesión!» se queja. Toma un pedazo de tarta de limón que está en un platito y lo come a escondidas, detrás de la puerta. «Glotona» escucha. Por la voz, lo reconoce al instante. Es claro que se trata del hijo de la Pancha. Nieves deja la porción de tarta sobre la mesada y se limpia la comisura de los labios mientras mastica aún. Quiere contestarle pero no logra tragar y le parece de mala educación responder con comida en la boca. El hijo de la Pancha aprovecha que ella no contesta para acercarse. Nieves está incómoda por la proximidad. Él tiene las manos detrás de la espalda. —Supongo que en los próximos días vas a querer estrenarla— le entrega nuevamente la tanga roja. Nieves traga de golpe. —¿Podés dejar de faltarme el respeto? —Es mi casa, son mis reglas —contesta él. —¡Ah, pero qué machista que sos! No te hagas problema. Si aparece muerto en unos días un amigo tuyo o tu novia, te vas a arrepentir de haberme echado de tu casa. —Yo no te echo. Al revés. Por mí, quedate todo lo que quieras. —Sí, pero si tus condiciones son faltarme el respeto, eso es prácticamente lo mismo que forzar a que me vaya. El hijo de la Pancha se acerca más y le dice: —O a que te quedes y te diviertas un rato. Nieves retrocede. No contesta y se retira. Va a su habitación. No viajó hasta el campo para que un tipo se haga el vivo con ella. Además, en casa la estaba esperando Javier, su marido. Él no le exige que use tangas rojas. Tampoco le molestan sus bombachas de abuela. Es más, él es quien se las compra. Javier es un buen hombre, inteligente, estudioso, amable... Y aburrido. Necesita pensar en otra cosa. Toma su anotador, la birome de siempre y va a la habitación de la Pancha. Golpea la puerta, con suavidad, porque no sea cosa que se escuchen tiros otra vez. Se oye la llave que gira. Abre. Nieves le pregunta dónde vivía Andrea. 97
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La Pancha le aclara que en el pueblo, a unos veinte kilómetros. Tiene que hablar con la familia, conseguir información. Le pide un favor: que la acerque hasta allá. La Pancha se niega. No deja jamás el campo. Tiene que cuidarlo día y noche, porque nunca falta el maleante que se aviva y le quiere robar ganado o los preciados limones. El que sí sale, es su hijo. «Seguro que ya lo conociste» le dice, con una sonrisa en la cara. Nieves asiente. No puede creer que tenga que recurrir al sinvergüenza acosador. Piensa en la formación del hijo de la Pancha. Seguro que lo educaron de modo tal que se cree superior a las mujeres, el macho ante el que caen todas rendidas. Pero ella no es una más. Nieves le pregunta a la Pancha dónde puede encontrarlo en estos momentos y ella le contesta que es probable que esté con las vacas, porque ya se cumplió el intervalo de doce horas entre el primer y el segundo ordeñe. Efectivamente. Sale de la casa y tras recorrer, un poco, los campos, lo encuentra bajo el sol rajante, manipulando la ubre de la vaca, contrayendo y distendiendo sus músculos. No puede evitar sentir un calor abrupto que se debe a algo más que la temperatura ambiente. Quiere interrumpir su actividad para que la lleve, pero no emite palabra. Prefiere mirarlo unos minutos más, aunque sea unos segundos...un poquitito más. Como cuando era chica y no se quería levantar para ir al colegio. Él se limpia el sudor y ella vuelve a la adolescencia, cuando en el patio de la escuela se codeaban con su amiga Marcela porque había algún chico lindo que pasaba. Los jóvenes nunca les prestaban atención. Pero, muy de vez en cuando, alguno volteaba hacia ellas, como ahora lo hace el hijo de la Pancha. Él la observa, sorprendido de su descaro. Nieves balbucea y tras unas palabras, logra recuperar el habla. —Necesito pedirte un favor. —Los favores se devuelven. ¿Ya pensaste cómo me lo vas a retribuir? —Así yo no puedo trabajar —se da media vuelta y camina apurada unos pasos. Siente que alguien corre detrás. El hijo de la Pancha la toma del hombro. Ella voltea. —Está bien, tranquila. ¿Qué necesitás? 98
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—Pero si me vas a venir con que te debo favores... —Ya, ya. Decime qué necesitás. —Tengo que ir al pueblo. —¿Y no tenés quién te lleve? —Le pedí a tu mamá pero me dijo que nunca deja el campo. —Sí, está cada vez más desconfiada. Piensa que le van a robar vacas o que nos van a sacar los limones. Sólo una vez nos atacaron. La pasamos mal. Los quisimos frenar y a mí me cortaron acá con un cuchillo —se levanta la camisa y muestra una herida al lado del ombligo. Nieves piensa en el hermoso ombligo que tiene. Es un hueco profundo que parece no tener fin. Se le viene a la mente la frase «el ombligo del mundo». Quizás por eso es tan engreído: se cree el ombligo del mundo y tiene el ombligo más lindo... —Bueno, ¿te llevo entonces? —Sí, por favor. Gracias. —¡Qué linda que sos cuando no me estás revoleando tangas, enojada! —dice, con sonrisa socarrona. Para continuar leyendo esta historia, entrar al siguiente link: www.laspalabrasquefluyen.blogspot.com.ar
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MarĂa Esperanza Menardi
Nació en San Martín, Provincia de Buenos Aires, el 14 de febrero de 1969. Es Profesora para la Enseñanza Primaria con Especialización en Didáctica de la Lengua Castellana. Desde 1988 trabaja como docente en escuelas del Partido de San Martín. En 1991, el escritor Ernesto Sábato, al leer un cuento suyo le escribió diciéndole: «tiene intuición poética, que es lo esencial». Actualmente participa en el Laboratorio Literario San Martín Lee. Desde siempre sintió una gran pasión por las Letras, pero fue recién en ese sitio, donde se animó a compartir públicamente los textos que escribe desde que era una niña. Obtuvo el Primer premio del Concurso de Microficción Martín Fierro con su texto «Cautivos» en el año 2017. eugenioymary@yahoo.com.ar
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Aprendiendo a Curar Se suele decir que al primer amor jamás se lo olvida. Coincido con este sentir. Sin embargo, el Amor toma formas diferentes a lo largo de la vida de un hombre: los padres, los hermanos, los amigos, la profesión, la mujer amada, los hijos… Todos son amores diferentes. Pero en esta lista, que podría hacerse interminable, hay muchos primeros amores. Quizás por eso, cada año, como en un ritual litúrgico y sagrado, vuelvo a este lugar: el viejo y amado Hospital Rawson, que, desde hace tiempo, han convertido en un triste y gris Hogar de Ancianos. Me gusta caminar por estas veredas y sentirme joven. Ver a mi propio fantasma estrenando su delantal blanco, que tanto enorgullecía a mi madre. Apretar fuerte mi maletín oscuro; y sentir la brisa fresca, que llenaba mis pulmones, de los perfumes de Buenos Aires. En esos días que estrenaba mi título y mi carrera, la conocí a ella, mi primera paciente. ¡Era una muchacha tan joven! Tal vez tuviera mi misma edad de entonces, pero su rostro ya guardaba señales de cansancio y de tristeza. Detrás de unos anteojos oscuros, dos pequeños ojos, me pedían que la ayude a vivir. Había tratado varios pacientes durante mi residencia, siempre con la supervisión y el asesoramiento de mis profesores; pero Graciela (así se llamaba la joven) era ahora mi entera responsabilidad. Sabía que contaba con el apoyo de todo el Equipo Médico del Hospital y la colaboración de mis colegas; sin embargo, la cura de esta mujer era mi desafío. Durante su primera internación conversamos mucho. Yo trataba de transcribir en mi libreta toda la información que me permitiera diagnosticarla. Días y noches analicé los síntomas, revisé los informes y volví a estudiar sus análisis. Consulté amigos y releí mis apuntes. Al fin, llegué a una conclusión. Lupus Sistémico, una enfermedad autoinmune, en la que el organismo produce anticuerpos contra sus propios tejidos. Se lo transmití con cuidado, explicándole cada paso del tratamiento. Buscando palabras suaves y sencillas, que no aumentaran aún más su dolor. Su internación fue larga y difícil. A pesar de ello, Graciela mantenía una fortaleza que la alejaba del dolor y la envolvía en la esperanza de sanar. Me sentaba junto a ella y sostenía su mano. La asistía para tomar la merienda, pues su madre, única visita 103
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de la joven, sólo podía visitarla durante las mañanas. Eran muy pobres. Los boletos del colectivo se transformaron en un gasto que no podían afrontar. Por eso, y también por mí mismo, me ofrecí a cubrirla durante tres tardes. La pobreza de esas mujeres me llenaba de culpa. ¿Qué azar del destino había decidido que yo estuviera en mi lugar y ella, en el suyo? En ese entonces yo tenía veinticinco años, y aún no había entendido cómo funcionaba el mundo. Durante esas largas tardes compartimos muchas cosas. «Confesiones de Hospital», las llamábamos. Le gustaba más escucharme que hablar. Le contaba de mi casa paterna, con sus árboles añosos y su parque inmenso; los perfumados jazmines de mi madre y el palomar de mi abuelo; la complicidad con mi hermano, tan igual y tan distinto a mí. Una mañana de lluvia, cuando Graciela se encontraba especialmente triste, envueltos en oleadas de recuerdos amarañados y dolorosos, me confesó que, hacía un par de años, había quedado embarazada y, por una decisión que no fue suya, lo interrumpió. Lloró mucho. Desconsolada. En ese momento, me sentí más sacerdote que médico, y comprendí cuánto de sagrado tiene la profesión que elegí para mi vida. Una tarde de octubre firmé su alta médica. Nos despedimos con un abrazo fuerte. Ambos sabíamos que volvería pronto. Sus internaciones se fueron repitiendo con una frecuencia anual. El cuadro, muy lentamente se fue estabilizando. En uno de esos retornos al Rawson, su madre y ella me entregaron una caja pequeña. Al abrirla, encontré un costoso reloj, cuyo valor equivalía a demasiados sacrificios. Me negué a aceptarlo, pero enseguida entendí que, si persistía en mi decisión, las ofendería. Pasaron casi siete años y nada supe de ella. Creo que en ese tiempo, apenas la recordé. Me casé con mi novia de siempre, la mujer de mi vida. Fuimos muy felices. Nacieron nuestros tres hijos y mi vida sólo supo de trabajo, mamaderas, pañales, pasear cochecitos con bebés y noches desveladas. Llegaba al hospital casi sin dormir. Criar niños no es tarea fácil, aun cuando uno es un hombre. Fue en ese tiempo, en una mañana de primavera, cuando la figura de Graciela con un niño de la mano, estaba esperándome en la puerta del Hospital. El pequeño tenía dos años y ella me relató, orgullosa, que lo había ido a buscar a Misiones, desde donde lo trajo. Se la veía plena. La vida le daba una oportunidad de ser feliz. 104
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¡Tantas cosas pasaron por mi cabeza en ese instante! Otra vez la vida me enseñaba, a través de esa mujer, que el mundo es complejo y doloroso. Me lo acercó para que le diera un beso y me dijo: —Se llama Guillermo, como usted, Doctor. Una lágrima rodó por mi mejilla. No supe cómo agradecer tanta devoción. El tiempo pasó veloz, como los sueños. No volví a ese Hospital por mucho tiempo. La vida me llevó por otros caminos, creciendo y transformándome en un médico con experiencia. El día que mi hijo mayor terminaba el secundario, recibí el llamado de un ex colega del Rawson. Me comentó que una antigua paciente había preguntado por mí, y que, ante su insistencia, le indicó en qué Clínica podía encontrarme. Le agradecí la atención, sin sospechar de quién se trataría. Era la madre de Graciela. Si bien su hija había evolucionado de su enfermedad de base, un ACV la transformó en una cerebritis lúpica. Pocos días después recibí un segundo llamado, anunciándome la muerte de Graciela. Es verdad. El Primer Amor nunca se olvida. Graciela fue mi Primera Paciente, mi primer Amor a la Humanidad como médico. La mujer que me enseñó el dolor, en el cuerpo y en el alma. Me mostró la pobreza y el sufrimiento en primera persona. Su enfermedad fue mi desafío, mi iniciación, mi aprendizaje. Su compañía, la Cátedra más rica en Humanidad de todas las que aprobé en la Facultad de Medicina. Mujeres como ella nos enseñan a vivir y a ser mejores personas. Como un homenaje póstumo, cada año, camino estas viejas calles del Hospital que ya no está. Miro mi reloj que lleva grabadas las palabras: «Gracias. Graciela». Y soy yo el que invierto las palabras y digo «gracias», a la mujer que me enseñó a curar.
Nueve y cincuenta y tres Conocí a Tamara Epsztein cuando ambas teníamos siete años y nadábamos juntas en la pileta del Peretz, un club de la «colectividad» como decía ella, pero que para mí no era más que el club de mi barrio. Yo la esperaba en el vestuario hasta que ella llegaba de la escuelita de Idish y nos cambiábamos rápido para bajar juntas a la pileta. Nos 105
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federaron a las dos en la misma temporada y aún recuerdo nuestra alegría cuando nuestras madres nos dieron de premio un inmenso cucurucho de Chinin bañado con chocolate. Por esos años ambas estábamos enamoradas de Daniel, un chico pecoso que estaba en séptimo grado de la Escuela Número 4, la misma a la que iba Tamara y a la que empecé a ir también, cuando la fábrica textil donde trabajaba mi padre fundió, después de una larga agonía. Pasar todo el día juntas nos había hecho casi hermanas. Durante el Secundario, estrenamos el vestido de los Quince, rendimos materias y viajamos a Bariloche, donde cada noche nos enamorábamos perdidamente para despertar al día siguiente, deseosas de encontrar otra vez un príncipe azul. ¡Éramos tan enamoradizas! Cada vez que conocíamos a un chico, le sacábamos a escondidas a Silvia, su madre, el Libro de la Cábala que ella guardaba oculto en el fondo de un baúl. Tamara decía que si su bobe supiera que su nuera creía en esas cosas, cavaría con sus manos su propia tumba. Nosotras nos moríamos de risa y leíamos cada palabra como si fuera nuestro irremediable destino. Una tarde nos descubrió Leonardo, su padre, que no sabía de la presencia de ese libro en la casa. Supe después por Tamara que esa noche ambos discutieron largamente, no sólo por la presencia del libro sino por la interpretación que le dio Silvia a la página donde había quedado abierto. Ese detalle la desequilibró más que los terribles reproches de su marido. En ese momento no le di importancia a este hecho, ni siquiera lo recordé hasta muchos años después. La Universidad nos encontró separadas: Tamara eligió Sociología y cursaba en la sede de Marcelo T. de Alvear. Yo siempre supe que lo mío era Medicina y transité la carrera en el viejo edificio del Hospital de Clínicas. A veces nos encontrábamos en la estación del tren y veníamos juntas hasta Lynch, charlando con desesperación. Así fue cómo, una tarde, me contó que se iba a vivir a Israel ya que basaría su tesis en la vida de un Kibutz. Viviría allí un tiempo, o tal vez se quedaría para siempre. No lo sabía. No estaba segura. Me puse triste al saber que mi amiga se iría tan lejos. No me gustaba perder el contacto fluido y personal con ella. Las distancias separan, las cartas se pierden, en especial cuando de por medio está el Correo Argentino. Me contó que su madre había tenido un ataque de histeria. Como 106
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buena idishe mame había usado todos sus manejos de la culpa para que desistiera de su decisión. Pero Tamara era inflexible cuando de su destino se trataba. La consolé diciéndole que todas las madres son iguales de posesivas. No es privativo de un credo esta cualidad. Mi madre desciende de italianos calabreses y es católica practicante y, sin embargo, reaccionaría igual o peor si fuera yo la que viajara. Pero parecía ser que a Silvia la situación se le agravaba aún más por su obsesión con la Cábala, ya que le contaba a quien quisiera oírla que el Libro Sagrado sólo le mostraba bombas. Tamara hizo oídos sordos a las supersticiones de su madre. Abrazó fuerte a su padre, le dijo adiós a su novio de turno y tomó el primer vuelo a Israel con la idea de pasar allí Rosh Hashaná. Las cosas empeoraron entonces en la Argentina. Villa Lynch perdió su música de telares y fresadoras incansables. El pueblo que no tenía sábados ni domingos, pues sus máquinas no sabían de vacaciones ni descansos, se fue quedando mudo de a poco. En esa época, yo volvía temprano de mi residencia en el Hospital Tornú en el tren de siempre y me hacía un rato para ir a nadar a mi querido Club Peretz que cada día estaba más abandonado, más pobre, más triste. Era una tarde de abril cuando al llegar a casa encontré una carta de Tamara. ¡Me puse tan feliz cuando leí que volvía! Había terminado su tesis y no había logrado adaptarse a Israel. Además, Silvia no cesaba de trasmitirle sus miedos por la situación de Medio Oriente: la Intifada, los Palestinos, los bombardeos… y lo que era peor, Leonardo se había sumado a sus reclamos. La casa era una fiesta para su bienvenida. La fuimos a buscar a Ezeiza con carteles y pancartas. Escuché cuando Silvia, entre lágrimas, abrazó fuerte a su marido y le dijo llorando: —Se acabaron las pesadillas. La mesa estaba repleta de latkes de manzana y kuguels, los preferidos de Tami. Mi madre cocinó su pastafrola y papá llevó una botella de su exquisito limoncello. A los pocos días, me contó por teléfono que tendría una entrevista de trabajo. Estaba muy entusiasmada porque la propuesta se relacionaba con la investigación y el trabajo de campo. — Mis padres estarán contentos —me dijo—. Es lejos de Israel, de los ataques aéreos, de los palestinos, de la guerra. Lo festejamos, como siempre: riendo. 107
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El 18 de julio de 1994 Silvia y Tamara tomaron el tren en la estación Coronel Lynch, se bajaron en Lacroze y combinaron con el Subte B hasta Pasteur. Caminaron juntas por Corrientes hasta Lavalle. Silvia tenía que comprar un juego de sábanas en la tienda de un paisano de su padre. Tamara le dio un beso y siguió caminando. Cruzó Tucumán hasta llegar al 633 de Pasteur. Eran exactamente las 9:53 de la mañana.
La moneda Nada se sabe. Todo se imagina. Somos cuentos contando cuentos. Fernando Pessoa
Imperio romano, siglo I DC Hacía años que Athina había dejado su tierra, abandonado los olivos, las costas azules, las islas fantásticas pobladas de dioses y de héroes. Ella soñaba cada día con reconocer en el viento el perfume de las flores de su Patria: la antigua y bella Grecia, altiva y orgullosa, sabia y sagrada. Su mente retornaba al arcón de sus recuerdos, se perdía entre sus laberintos y los rescataba en silencio desde su nuevo lugar: la esclava de un romano. Él la había elegido entre un centenar de mujeres: los ojos de ese hombre habían brillado al verla, se habían iluminado por el hechizo de Eros, y fue allí donde comenzó su tormento. Nada hacía: sólo adornaba el palacio de ese hombre, como un objeto, una cariátide, una esfinge. Ella, que había interpretado el oráculo de Delfos, que sabía de odiseas, de mares embravecidos, de odios desenfrenados, de dulzuras infinitas, de generosidades extremas. Su alma estaba encerrada en esa jaula de oro, rodeada de lujos y vacía de sabiduría. Pero Athina había decidido su fuga y nada la detendría. En los campos del palacio había enterrado su fortuna: unas cuantas monedas romanas que en esos años atesoró en la tierra. Esa noche vistió sus ropas más sencillas y creyó, también como Ícaro, 108
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que volaría muy alto. Atravesaría las montañas buscando atajos, encontraría el mar y alguna embarcación griega la llevaría hasta sus costas. En un silencio sepulcral atravesó el palacio, ya en los jardines corrió desesperada: la libertad la llamaba con gritos silenciosos. Pero la flecha calcina atravesó su espalda, justo cuando casi alcanzaba a tocar la tierra donde permanecía enterrado su tesoro. Athina extendió su mano… Ya no había tiempo, el aleteo de miles de mariposas la acompañaban al Olimpo. Imperio Austro-Húngaro. 1910 Regina vivía con sus padres en los campos de Cörmons. Nunca supo bien dónde comenzaba su Patria: reinos divididos, países en guerra, príncipes lejanos que poco tenían que ver con su pequeña vida de campesina. Ella amaba perderse entre los senderos de las montañas: llenas de flores silvestres, de cielos azules como témpanos helados en invierno, blancos de nieve, pero siempre bellos. Sus padres la cuidaban como un tesoro, ella era la princesa de la casa. Sin embargo, la vida del pobre no la eximía de labrar la tierra en época de siembra. Y allí estaba Regina, como una más de su familia, removiendo el suelo antiguo, fértil, ansioso de ser fecundado. Pero ese mediodía el destino le guardaba una sorpresa, y encandilada vio cómo el sol aparecía entre sus manos: una medalla, tal vez una moneda. ¿Qué era aquello? Entre sus manos chiquitas limpió de barro aquel objeto: el perfil orgulloso de un hombre se veía en una cara y en la otra, una inscripción y un dibujo. Corrió hasta su padre y le entregó la moneda fantasmal y rebelde, que había venido desde mundos lejanos, como despertando de repente. Él sonrió, y con sus ojos buenos y sus brazos fuertes le dijo dulcemente: —Es un tesoro, Regina. Debes guardarlo para siempre. Ella cumplió esa orden al pie de la letra. La moneda cruzó el océano, la acompañó a América, a ese mundo lejano a donde huía de la guerra. Un cofre repleto de mariposas talladas por su padre, guardaban un pasaporte, la foto familiar y la moneda, que quedarían con ella para siempre, en un rincón de su casa grande en el Nuevo Mundo desde el Mundo Viejo. 109
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Ciudad de Buenos Aires. Febrero de 1975 Regina contaba muchos años entre sus cabellos grises, su andar ya no era el de la mujer joven que cruzó el océano y crió dos hijos en una tierra que le abrió los brazos como una madre solícita. Sin embargo, sus ojos azules seguían contemplando la moneda con la misma pasión que la niña de los Alpes. El joven se acercó dulcemente y le dijo: —¿Qué estás mirando, abuela? —Es una moneda. Una moneda que encontré en Italia cuando era una niña. —¿Puedo verla?... Pero ¡Qué hermosa! ¡Es muy antigua! ¡Es del Imperio Romano! —dijo el muchacho. —Muy antigua, querido. Tan antigua como su historia — respondió Regina—. Te la podés quedar, es tuya. Pero guardala bien, y cada vez que la mires, acordate de esta abuela. Regina no entendió por qué se había desprendido tan fácilmente de ese objeto tan amado. Sólo sintió un aleteo de mariposas en el corazón que le decían que podía volar. Provincia de Buenos Aires. Noviembre de 1992 Él la amaba. La amaba desconsoladamente, con la certidumbre del amor al que se debe renunciar. Los dos sabían que era imposible, profano, sacrílego. Y a él habían jurado renunciar. Ésa era la última tarde en que estarían juntos y no quedaría más que el olvido entre ellos. Ella tenía entre sus manos el objeto que había sido testigo de su sacrificio: pequeños encajes franceses y broderies suizos. El suave pañuelo atesoraba todas sus lágrimas y su dolor. Él le juró que jamás la olvidaría, y a cambio de ese lienzo secreto y santo, para romper el hechizo del presagio, sacó de su bolsillo una moneda milenaria. Ella la tomó entre sus manos y tuvo la certeza indecible de que el corazón de ese hombre jamás dejaría de pertenecerle. Un rumor de mariposas les aleteaba en el alma. Mariposas encaprichadas en no renunciar al verdadero Amor.
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Provincia de Buenos Aires. Noviembre de 2014 —Mamá, ¿Puedo revisar esta caja? —Tené cuidado, Victoria, que no se rompa nada. —No, mamá. ¿Pensás que soy tonta? ¿Y esto? ¿Qué es esto? —Dámela, Victoria. La mujer tomó entre sus manos la moneda e imágenes del pasado emergieron de su mente. A veces las promesas deben ser incumplidas para seguir viviendo, para perpetuar la Verdad, para hacer posible la Vida, para hacer parir el Amor. —Era de tu papá. Se la regaló la bisabuela Regina. Ella la encontró hace muchos años en su pueblo del Friuli, arando la tierra. Y él, hace algunos años, me la regaló a mí. Victoria tomó la moneda entre sus manos, la observó detalladamente. —¡Qué loco, mamá! ¿Cuántas historias estarán escondidas en esta moneda? ¿Cuántas cosas habrán comprado con ella? La niña permaneció un largo rato mirando la moneda, pensando en sus padres, su bisabuela y todos los secretos de países lejanos y fantásticos que se encerraban en ese pequeño objeto. Miró a su madre con esos ojos inmensos que había heredado de su padre y le dijo: —Y después de nosotros: ¿seguirá viajando esta moneda? —No lo sé, Victoria, no lo sé…— susurró despacio la mujer mientras una mariposa se posaba en el geranio de su ventana.
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Norberto Ramazotti
Nació en el barrio de Barracas, Ciudad de Buenos Aires, en 1951. Reside en Vicente López. Es Martillero y Corredor Público. En 2013 comienza a participar en el Taller Literario de la Bibioteca Delom (Vicente López, Buenos Aires), donde participó en tres antologías. Forma parte del Grupo Chemicho (Florida, Buenos Aires). Próximamente publicará su primer libro de cuentos: “El viejo bar”. Participa en el Laboratorio Literario San Martín Lee desde 2015.
norbertoramazotti@gmail.com
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Mi linda Monteros Es increíble cómo una simple noticia puede producir una catarata de recuerdos. Cómo algo que parece intrascendente, mueve el engranaje de la memoria de tal manera que, por efecto dominó, caen unas cuantas fichas en la cabeza. Me sucedió así con un párrafo leído al azar, una pequeña noticia más de relleno que otra cosa: «Dos jóvenes Monterizos encontrados en Corrientes». Daban cuenta, en ella, de que una chica de trece años y un muchacho de quince, al parecer novios, ambos de la localidad de Monteros, Tucumán, fueron hallados en Corrientes. Habrían huido ante la negativa de sus familias a que ellos continuaran con su romance. Luego, resonando por «simpatía», como dicen los músicos, vino a mi mente el Chango Nieto con su canción «A Monteros». Recordé entonces la hermosa versión de Mercedes Sosa y, al cabo de deleitarme escuchándola una y otra vez; se presentó, ante mí, el recuerdo de ella. Sábado de verano, principios de mes. Con cuatro años no tengo claro las fechas pero seguro que es principio de mes porque mamá y José decidieron ir de compras, para ahorrar, al Mercado de Defensa. Y allá vamos todos para ayudar con las bolsas: mamá, Olguita y yo, subiendo la cuesta del Parque Lezama, dejando atrás la calesita. «Mañana venís a dar unas vueltitas», me promete mamá. Luego, el Museo Histórico con las enormes rejas de su entrada y los altos escalones que me cuesta subir. Como es gratis, me trajeron varias veces a ver los cañones, los cuadros, los muñecos vestidos con ropas antiguas y la fuente con la gran estatua de bronce. Ahora, pasamos por unos negocios que tienen cosas viejas, casonas con muchas piezas, escaleras muy blancas y rejas y puertas grandes de madera lustrada. Al llegar al viejo mercado, gente que va y que viene camina por la callecita empedrada que rodea los puestos de frutas, verduras, carnes, ropas, libros, y un montón de cosas más. Me sorprende el canto de un gallo encerrado en una jaula y el espectáculo de los 115
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caracoles trepando el alambre de la suya. Vuela en el aire el aroma de las carnes, las verduras y de algo que no conozco. «Son sahumerios, Betín», me explican. Todo es nuevo y maravilloso: la altura del techo, armado por vigas y más vigas de hierro, y chapas con vidrios, y la luz que los atraviesa formando algo parecido a los rayos del sol de la bandera. Me fascinan el tango que suena por allá en una vitrola y la zamba que se escucha desde más lejos, como las risas de chicos y grandes contentos por sus compras. Prendido de la mano de Olguita —«No te sueltes, porque, con tanta gente te podés perder», me dijo—, y con una bolsita con cuatro panes recién salidos del horno colgando de mi hombro, caminamos eludiendo gente, carritos de bebe, perros, y aguantando alguno que otro empujón de quien, por no mirar hacia abajo, no me ve. De pronto, algo llama poderosamente mi atención y quedo parado ante un puesto. Frente a mí, sentada a un banco alto y trabajando sobre un mostrador, también elevado, al lado de una gran sartén donde se fritan empanadas al fuego del calentador, una señora: cofia blanca sobre cabellos albos, delantal marrón, piel oscura, cara con mofletes y brazos con carnes colgando. Ella hace el repulgue con una total tranquilidad, como si todo el mercado no existiera; como si ahora, que bajó la miraba hacia mí, este momento fuera sólo nuestro. Olguita tironeó de mi brazo para continuar, y yo hice lo mismo para detenerla. —¿Qué te pasa?, ¿querés algo? —me preguntó. Sin decir una palabra miré a Olguita y a la señora de las empanadas. —¿Querés una empanada? Hablá, contestame. Yo seguía mudo, inmóvil, mirando hacia abajo,avergonzado de aquella señora que, mientras continuaba con el repulgue, ahora lucía una gran sonrisa en su cara. —¡Mamá!, ¿puedo comprarle una empanada a Betito? — preguntó Olguita, y allá vino mamá, billetera en mano. —¿De qué son las empanadas, señora? —De matambre con grasa e’pella. Tucumanas, de Monteros, como io. ¿De’ande si no? —respondió ella. 116
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A última hora, cuando ya desarmaban los puestos y nosotros recién terminábamos de llenar el changuito que, previsora, mamá trajera de casa; la vimos, con la misma cofia blanca y el delantal marrón, zapatos derruidos bajo el peso de sus gruesas piernas, llevando sus cosas a un camioncito parado frente al portón de entrada. La acompañaba un señor también gordito, tez oscura, mechón de pelo blanco rodeándole la cabeza, camiseta sin mangas. Caminaban tomados de la mano, con cariño más que evidente, el mismo que se translucía mientras la auxiliaba a subir al rastrojero. —¿Podés con eso, Blanquita? —Sí, gracias, Ricardo —fue lo poco que llegué a escucharles decir, mientras él la ayudaba a acomodarse, apoyaba una canasta con empanadas en su regazo, cerraba la puerta, daba vuelta al vehículo y subía también para luego partir. Compramos muchas veces sus empanadas, por lo que mamá y ella tuvieron tiempo para conversar, conocerse y hasta intercambiar recetas de cocina. Así fue que nos enteramos de su historia. ¿Triste? No sé. Recién cumplidos sus catorce años, enamorada de un vecino de dieciséis, Joaquín, y, ante la oposición de ambas familias, por ser el muchacho hijo de comerciantes, y ella hija de zafreros, deciden huir juntos. Un amigo del novio prometió darle empleo en San Miguel de Tucumán, distante unos sesenta kilómetros; y hacia allá parten, soñando con su libertad y su amor. El padre de Joaquín se entera del proyecto, los busca y los trae de vuelta a Monteros. Al parecer, fin de la historia. Pero poco después, la chica descubre que está embarazada. En la Monteros de los años veinte del siglo pasado, esa deshonra destruye familias. El novio, obligado por la suya, ni quiere oír hablar de la chica. Y dado el origen humilde de ella, sus padres deciden emplearla, con cama adentro, en la casa de un familiar del dueño del ingenio para el que trabajan. En Rosario, lugar lo bastante distante para asegurarse que nadie conozca a Blanca o a su familia. —¡Venga para acá, preciosurita! —¡Déjeme, niño Jorge, basta, saque esa mano o le digo a su 117
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padre! —¿Qué le vas a decir, o te olvidás que llegaste con la pancita llena? ¿Pensás que alguien te va a creer? ¡Vení, no te hagas la mojigata! Año y medio después, a un año de la mañana en que amaneció en su cuarto desmayada en un charco de sangre y perdió al hijo, ya repuesta y convertida en una hermosa mujercita de grandes ojos, pelo negro brillante, cuerpo ágil de caderas estrechas y pechos abundantes, anda la chica por la casa escapando del manoseo del hijo del dueño de casa. —¡Pero vení! ¡No te hagas la frívola! ¡Si yo sé que te gusta! —¡No! ¡Déjeme! ¡Suelte, le digo! Lucha todo lo que puede. Pero una noche en la que Jorge vuelve a la casa entonado por unas copas, aprovechando la ausencia de los padres y la fuerza de su físico, la viola. De nada valen sus lágrimas. De ahí en adelante, el muchacho visita regularmente su cuarto, en especial las noches en que sale de parranda y, al volver, busca desahogo en ella. Cuando Jorge formaliza su relación con una señorita de la sociedad, encuentra en los brazos de Blanca consuelo a la frialdad de la novia, y hasta la convierte en su paño de lágrimas cuando la altiva muchacha de la que se había enamorado lo deja por otro pretendiente más adinerado. A partir de entonces, Jorge comienza a beber. Sucede una noche de verano con los padres de vacaciones que, después de varios Gin Tonic en compañía de Alberto, condiscípulo de la facultad, comienza a manosear a la muchacha, mientras ella les prepara la cena y, enceguecido por el alcohol y su negativa, destroza su ropa y la viola en el mismo sillón donde Alberto los mira con lascivia. No termina de llorar Blanca su vergüenza cuando ya tiene encima al otro borracho. Esa noche, después de marcharse el amigo y pasado el efecto de las bebidas, Jorge va a su cuarto a pedir perdón por lo ocurrido. También pide disculpas por el amigo; y hasta jura y perjura que éste ha quedado prendado de ella, la linda tucumanita de ojos oscuros y pechos grandes. Desde entonces, se turnan los muchachos en las visitas al cuarto de servicio. Una noche, alertado por las exclamaciones que el amor 118
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arranca de boca de los amantes, el dueño de casa abre la puerta del cuarto de servicio y encuentra a Blanca y Alberto teniendo sexo. Gritos, interjecciones, llantos de Blanca y de la dueña de casa, que se despierta ante el batifondo, matizan la grotesca escena. La echan de la casa. Le sobra una valija para las cosas que ha juntado en los pocos años pasados con la familia y va a dar a una pensión que Alberto, con culpa, paga por mes adelantado. —A Monteros no puedo volver. A mis papás los mato si se enteran de esto —se dice la muchacha. Comienza a buscar empleo, cosa muy difícil por la crisis que se avecina. Consigue una changa que le permita vivir y colaborar con Alberto en el pago de la pensión, pero nada seguro. Un día, lee en un periódico, un aviso en el que piden bailarina joven con buen cuerpo, buenas piernas y buena cara. Se presenta y, para su sorpresa, la toman. A nadie parece importar su juventud y la gran tristeza que trasuntan sus ojos negros. En esos años, Rosario es conocida como la Chicago argentina porque está plagada de gente de malvivir. Una noche, Rosendo Luna, copropietario de un cabaret ubicado en la calle Pichincha 87, la zona prostibularia de la ciudad, visita el burlesque donde Blanca baila y, entusiasmado por la tucumanita de rostro triste y grandes pechos, le propone trabajar en su «piringundín». Claro que con mucho menos ropas y el agregado de sexo a posteriori. —Usted, conmigo va a hacer plata, m´hijita. Yo le veo mucho potencial. Qué digo, ¡muchísimo potencial, che! Y después del baile, baja a atender un poco a los clientes y después…bueno… después, si alguno lo pide… ¡se gana unos buenos pesos más atendiéndolo en los cuartos del primer piso del «Petit Trianon», mi boliche! ¿Me entiende, Blanquita? Y ojo, que le propongo trabajar en uno de los cabarets más importantes de Rosario! —le dice esto a la chica a la que aún le falta un año para los dieciocho. Así aprende Blanca a practicar el striptease, a mostrarse, a gustar, a calentar a la concurrencia, a trabajar cambiando sus servicios por unas fichas o chapas, que allí le dan, con un valor de tres pesos cada una; y que tienen estampadas la cara de una mujer que remeda la estatua de la libertad con la leyenda «discretion et 119
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securite», aludiendo tanto a los clientes como a las chicas que allí trabajan. Hay sólo otro prostíbulo en todo Rosario que cobra más caro los servicios: cinco pesos, el «Madame Safo». Aprende a perder los escrúpulos y el asco, a sorber con ganas y tragar rápido, a atender por igual a jóvenes y viejos, apuestos y feos, limpios o sucios. Todo el que puede pagarlo, tiene derecho a sus encantos. Lo que le falta aprender la toma de sorpresa: una madrugada, a la salida del boliche, Rosendo la pasa a buscar para llevarla a una fiesta privada en la que tiene que vender sus servicios, pero el hombre ha estado bebiendo y así es cómo Blanca descubre que esto pone agresivo al mafioso. —Y me los atiende rápido para seguir con el próximo, ¿me entiende? Nada de engolosinarse con algún mocito, como me chimentaron que hizo la otra noche con el chichipío ese de dos apellidos que últimamente viene seguido a verla, ¿me entendió? —Pero, yo Rosendo... —¡Callate, carajo! — y con el revés de la mano la golpea en la boca que comienza a sangrar. Trastabillando por la fuerza del impacto, ella cae en la vereda de la calle Pichincha, unos pocos metros antes de llegar a Brown donde el hombre tiene el auto estacionado. —Pero…¿qué haces? ¿Estás loco? —le grita al rufián, un muchacho que ha salido solo unos pasos atrás de ellos del «Petit Trianon» y camina, también, hacia Brown, intentando levantar a la chica del piso. —¿Qué te metés, babieca? ¡Rajá de acá! —contesta Rosendo, y comienza a forcejear para evitar que el recién llegado ayude a Blanca a levantarse. —¡Salí!, ¿no ves que está sangrando? —y el muchacho empuja al rufián que golpea contra la pared. —¡Te v’ia dar yo empujarme, tilingo’e mierda! —trata el mafioso de levantarse y sacar un revolver que lleva a la cintura; pero sus movimientos, lentificados por el alcohol, permiten al contrincante que le adivina la intención asesina, desvanecerlo de una trompada al mentón. Con el cafisho desmayado en la calle, Blanca, ojos 120
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agrandados por la sorpresa y el temor, se pregunta: —¡Y ahora… ¿qué hago? ¡Me va a matar! —y, agarrándose la cabeza, se pone a llorar. —Vení conmigo —le dice el muchacho. mirándola a los ojos y tomándole la mano; y salen corriendo del lugar. Unas cuadras más allá, cerca del puerto, ocultos tras los matorrales de una plaza, se detienen. Un banco les brinda un momento para recuperar el aliento. —Por de pronto —dice el muchacho—, éste no te va a pegar mas. Si querés, te venís a mi casilla, cerca del puerto…y después vemos. —Pero, los dueños del negocio me van a buscar. ¿Qué les digo, qué hago ahora? —solloza Blanca. —Por ahora vamos a mi casa. Después, podemos rajar para Buenos Aires, que allá no te van a encontrar. ¿Sabés cocinar? Porque la carrera me abrió el hambre. Me llamo Ricardo. ¿Y vos, cómo te llamas? —Blanca . Si querés, te preparo unas empanadas. —Podría ser. ¿Y de qué? —De matambre, con grasa ’e pella. Tucumanas de Monteros, como io. ¿De ande si no?
Viaje a través del tiempo Hola, ¿Cholo? Soy yo, che. Juan. No sabés lo que me pasó, viejo ¡Qué maravilla! ¡Descubrí que el viaje en el tiempo existe! ¡Sííí, creeme! ¡No, boludo, no! ¡No tomé ni fumé nada, che! ¡No, tampoco es un invento de los yanquis! Escuchame: me pasó hoy. Llegué a casa y, no sé cómo, vino a mis manos un libro de Ray Bradbury. Sí, ese mismo tipo. El de los cuentos de marcianos. Pero el libro del que te hablo es «Remedio para Melancólicos», ¿te acordás? ¡Sí! ¡Justo ése! Bueno, empecé por el cuento del tipo que admiraba a Picasso, el que lo encuentra en una playa de Francia, ¿lo tenés? Y al comenzar a leer «…Todo giraba y se posaba en su propio viento…», «…los pies danzantes teñidos de sangre de uva…», «…ahora mares humeantes daban nacimiento 121
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a monstruos acuñados como moneda….»; sentí la misma emoción de la primera vez. Como si…el texto…se hubiera reescrito para mí. Gocé con la alegría del que presencia el milagro; y respiré del mismo aire electrificado que aquel muchacho, el que yo era en aquel entonces, exhalara en sus suspiros. Fue como… si estuviera en la cocina de mis viejos, donde conocí al autor de la mano de «Fahrenheit 451»; entre mates y panes con manteca, y me sentí como cuando lo leía con Susana a mi lado. ¿Te acordás de ella? ¡Sí, esa misma! La morochita, bajita, tan simpática. La única a la que le encantaba que le leyera. Bueno, no sé que me pasó, che, peroo…¡hasta se me curó la ciática! ¡Sí, creeme! ¿Que te preste el libro? ¡No! Necesitás pastillas para la presión, tengo. Para el colesterol, los triglicéridos, y…bueno, varias cosas más, te doy. Pero el libro, nooo. Esta misma noche me tomo un viagra y salgo a buscar la terraza donde duerme la chica enferma de melancolía…¡Chau!
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Rubén Sardas
Nació en Bolívar, Buenos Aires, Argentina en 1944. Jubilado como Directivo de Empresas desde 2009, se dedicó a la escritura. Obtuvo las siguientes distinciones: Mención de Honor en el XXXIII Concurso internacional de poesía y narrativa “Letras para el Mundo” del Instituto Cultural Latinoamericano (Junín, Buenos Aires, 2013), Tercer Premio XXVII Concurso internacional literario “Domingo Adalberto Galli”, (Lobos, Buenos Aires, 2013), Primer Premio Concurso “La Lupa Ediciones” (San Martín, Buenos Aires, 2014), Quinto Premio Concurso “Cortazar 100” del Círculo de Periodistas de General San Martín (San Martín, Buenos Aires, 2015); Primera Mención Concurso “Cortazar 100” del Círculo de Periodistas de General San Martín (San Martín, Buenos Aires, 2015) y Mención de Honor en el 52° Concurso Internacional de Narrativa “Abrazando Palabras 2016”, del Instituto Cultural Latinoamericano (Junín, Buenos Aires, 2016). Participa en el Laboratorio Literario San Martín Lee desde 2015
rjsardas@gmail.com
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El mensaje Lo agotó el exceso de tareas que lo obligó a permanecer más de dos horas adicionales en la oficina, como pasaba desde hacía varios meses atrás. Cuando estaba en pareja con Vilma, su mente parecía estar más ágil. Ahora, se distraía y demoraba, pero tenía que terminar. No podía dejar nada pendiente. Al llegar a su departamento, buscó algo en la heladera, y encontró sólo un tomate, que lavó y comió. Fue a su dormitorio, se desvistió; y, absorto, vio una hoja de cuaderno en su mesita de luz. La tomó, y observó que con letras recortadas de titulares de algún periódico, alguien formó una frase que decía «La pasión no es más que un invento». Al principio, no le dio importancia. Se recostó y encendió el televisor, buscando algo que le interesara, con la tranquilidad que le brindaba tener el fin de semana por delante. Sin embargo, comenzó a sentir una inquietud que iba en aumento, a causa de esa hoja sobre su mesita de luz. Sólo Vilma tenía llaves del departamento. Debió haber sido ella. No encontraba sentido alguno a este acto, ni a la frase. Parecía de una de esas películas o series, en las que el asesino deja mensajes para crear suspenso. Pero esto, y lo releyó: «La pasión no es más que un invento». ¿Qué le quiso decir? Suponiendo que hubiera sido Vilma. ¿Y si no fue ella? ¿Quién, además, tiene ingreso libre? La señora que limpia viene sólo los sábados a la mañana, y él le abre, y luego la despide. Nunca tuvo llaves. En una oportunidad, le prestó el departamento a Ignacio, pero se las devolvió enseguida. Pensó que debía llamarlos a Vilma y a Ignacio, y lo haría al día siguiente. Apagó el televisor y se durmió intranquilo, inquieto. Después de la profundidad del primer sueño comenzó a tener pesadillas: Vilma tiene una relación con un ser mugriento y desagradable, que la maltrata y golpea. Viven en una casilla inmunda, el piso es barro y se hunde hasta los tobillos. Está muy flaca, lastimada, sucia. Su cara, tan hermosa, denota un profundo dolor. Una sombra inmensa lo ataca cuando quiere sacarla de allí. Huye sin ser alcanzado, perseguido por eso indefinido. Corre, corre y corre hasta caer en un abismo sin fondo. Se despierta de un salto en la cama. Volvió a dormirse y a tener pesadillas. Su departamento se incendia y Vilma atrapada no tiene por donde escapar. Destrozado, 125
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da contra una pared invisible que le impide pasar. Es inútil, la ve quemarse viva y no puede hacer nada. Va a su trabajo; y, al llegar, ve el edificio destruido. Entra por un pasillo que lo conduce a otro, y otro, y luego una interminable fila de puertas sin saber por cuál pasar. Atraviesa una y se halla en un enorme galpón abandonado y destruido, que pudo haber sido una fábrica. Amontonadas, hay máquinas oxidadas y rotas: plegadoras, flejadoras, prensas, telares, cardadoras, una inmensa cantidad de hierros viejos, inútiles. Pozos llenos de líquido sucio, que no puede esquivar. Nadie, ninguna persona. Encuentra una diminuta puerta que da a otro pasillo, y otro más. Se halla en una habitación bombardeada. Dos grandes boquetes en las paredes, con ladrillos sueltos, dejan pasar la claridad. Ve pozos en el piso llenos de agua sucia, montones de arena y escombros, y en un rincón, está su escritorio con la silla. Vacío, ni un solo papel. Al sentarse ve, frente a él, a pocos metros, a su jefe impecablemente vestido, que trabaja. No nota su presencia. No existe. Lo despertó el timbre del portero eléctrico. Era la señora que se ocupaba de limpiarle el departamento. Sudoroso y agitado, se cubrió con lo primero que encontró. Bajó a abrir la puerta, orden del consorcio que lo tenía harto. Mientras se duchaba, ella limpió y ordenó el dormitorio. Luego, Carlos se puso ropa cómoda, y llamó por teléfono. Al comunicarse con Ignacio, éste le manifestó que se encontraba muy cerca de su casa; entonces, lo invitó a tomar unos mates, pidiéndole que trajera unos bizcochitos, porque estaba muerto de hambre. Matearon, conversando sobre diversos temas, hasta que Carlos lo encaró con lo que le interesaba. Su amigo negó tener copias de las llaves de su departamento. Le mostró la hoja con el mensaje que había encontrado en su mesita de luz. Sorprendido, Ignacio le preguntó qué era eso, mirándolo extrañado. Carlos se encontró sin respuesta. Los dos quedaron elucubrando posibles teorías. Lo que les pareció más verosímil, fue que habría sido Vilma. Pero aun así, no llegaban a comprender el sentido. Acompañó a su amigo y a la señora, que ya había realizado su tarea, y se despidió de ambos. Apenas subió, llamó a Vilma, y quedaron en tomar un café esa tarde. Al encontrarse se saludaron afectuosamente. Carlos fue directamente a lo que le interesaba, mostrándole la hoja, que la 126
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sorprendió: —¿Qué me querés decir con esto? —Es lo que yo me pregunto: ¿qué me querés decir? La encontré anoche en mi mesita de luz. Y la única que tiene llave del depto sos vos. —No, Carlos. Yo no tengo nada que ver con esto. —Vilma, sos la única que tiene acceso. —¡No, te juro que no! Yo no armé eso ni lo llevé a tu departamento. —¡Vilma! ¡Sos la única que tiene las llaves! ¿Me estás jodiendo? —¡Pará loco! —dijo ella, mirando a su alrededor—. No tengo nada que ver. Te juro que no tengo nada que ver. Vilma tuvo una intuición extraña respecto de Carlos. Estaba raro, él no era así. Tenía algunos tics, y con frecuencia miradas perdidas, sostenidas en un punto lejano. Seguro que encontrar esa nota en su mesita de luz, lo preocupó demasiado. Carlos quedó sin palabras. No podía dudar de ella. Fueron pareja y dejaron de serlo pero en excelentes términos. Además, Vilma siempre había sido totalmente honesta. Se despidieron con mucho afecto, con la promesa de volver a verse con mayor frecuencia. El mensaje comenzaba a obsesionarlo. No era una amenaza, pero alguien había entrado hasta el dormitorio de su departamento, y lo colocó en su mesita de luz. Además, ¿qué mensaje le estaban dando? «La pasión no es más que un invento». ¿Qué pasión? La del amor de una pareja dura un tiempo. A Vilma la amó con gran pasión, y fue correspondido hasta que todo se fue diluyendo. No podía dejar pasar un momento sin desear estar con ella, y Vilma también se desesperaba por estar juntos. Con el tiempo se fue aplacando, y hoy se quieren mucho pero nada más. ¿Nada más?... ¿La pasión de los genios que sobresalieron en la historia de la humanidad? Sin ese fuego interior, ¿podrían haber creado esas teorías filosóficas? Artes, ciencias, técnicas y muchas otras expresiones, ¿pudieron crearse sin seres apasionados? ¿O, tal vez, fue sólo el enorme ego de cada uno lo que los impulsó? Ese deseo de perfección, de búsqueda, de desafío, ¿sería sólo por el ego?, ¿por perdurar?…O un ansia de superar esa parte animal y bestial, que aún no logró evolucionar en la humanidad. 127
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Ya se había dispersado demasiado. Sólo necesitaba saber cómo había llegado esa hoja a su mesita de luz, y qué significaba ese mensaje. Su mente trastornada no encontraba respuesta alguna. Se asomó al balcón. Vivía en un séptimo piso, imposible que entraran por allí. El portero tampoco tenía llaves. Había prometido que le daría copias, pero aún no las había hecho, y no las pensaba hacer. Estaba y se sentía muy solo. Desde su separación de Vilma se había aislado cada vez más. Casi no veía a sus amigos, sólo a Ignacio, y muy de vez en cuando. No había podido sostener ninguna relación amorosa. Vilma fue la única mujer que colmó sus ansias, sus esperanzas, sus deseos. ¿Por qué se habían separado? No tenía respuesta. A partir de ese momento, dedicó todos sus esfuerzos, en forma obsesiva, a su trabajo. Es así que cada jornada volvía agotado a su departamento, y comía lo que encontraba. Con poca frecuencia hacía compras, en algún supermercado del barrio, pero se notaba que las había omitido por bastante tiempo. Estaba muy cansado. Pidió una pizza y, después de comer, decidió escuchar música. Sábado a la noche con música contemporánea. Escuchó Schoenberg, luego Stockhausen, esos compositores modernos que rompían las estructuras establecidas: atonales, arrítmicos, con chirridos, gritos, aullidos, cuerdas disonantes, vientos estridentes, percusiones alocadas. Lo ponían en un estado paranoico. Tirado en un sillón frente al equipo, con un volumen sonoro superior al que los vecinos estaban decididos a soportar, desoyó sus quejas. Se transportó a mundos estelares, con explosiones solares cuyo fuego alcanzaba a quemarlo. Flotó en el vacío espacial, y lo absorbió un agujero negro, a velocidades vertiginosas imposibles de medir. Atravesó mundos desconocidos, asteroides, vio nacer y morir estrellas. Estos sonidos, en su mente, le producían espasmos corporales, sacudidas y repentinos tics. Al finalizar el disco, respiró agitado y se sirvió la cuarta copa de vino. Buscó qué seguir escuchando. Observó la foto de su madre, y sintió su dura y reprobadora mirada. El retrato vivió, reprochándole su vida y su soledad. Quiso esconderse, confundido y aterrado. De reojo y con temor, volvió a mirar. Todo parecía normal, pero una horrible y fría sensación le recorrió el cuerpo entero. Vio el busto de Beethoven que tenía en un estante. En ese momento, reparó en unas pequeñas letras que se leían al pie del mismo: «La pasión no es 128
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más que un invento». Trastabilló y cayó al costado de su biblioteca. Detrás de la misma, ocultos, vio varios periódicos, de donde alguien había recortado letras de los titulares.
El duelo Sonó el teléfono. Dormido, apenas pude ver el reloj: eran las tres y veinte de la madrugada. —¿Quién corno será?... Hola… —Si. ¿Hablo con Samuel Cardoso? —Sí. —Lo llamo del Hospital Las Lilas… —Sí. —Mire…, lo llamo porque…, bueno, lamento comunicarle que su madre falleció hace cinco minutos. —Bueno, gracias. Colgué y me quedé pensando que hasta muriendo me jodía la vida. ¿No podría haber sido a las diez de la mañana? ¡Ma, sí! Sigo durmiendo y después voy. —Samuel, ¿qué hacés? ¿No vas a ir ahora? ¡Es tu madre! —¡Ufa! ¡Sí, es mi vieja! ¿Y qué? Nunca me quiso, ni yo a ella. Lo único que le importaba era la guita, su único amor. No sé si quiso alguna vez a alguien. —Bueno, Samuel, pero tenés que ir. Dale, vestite y vamos. Yo te acompaño. Le aviso a tu hermana. —Ya sé, si no queda como el culo. Todos van a decir: Se le murió la madre y sigue durmiendo, ¡qué hijo de puta! Sola, me fui sola. Nadie acompañándome en este Hospital. El único que hubiera estado conmigo era mi Benjamín. Ahora lo voy a buscar. Mis otros hijos vendrán cuando les quede cómodo. Quiero encontrar a mi Benjamín. Se fue tan joven en aquel incendio en que perdimos todo. Me alegré cuando me mandaron a Argentina. Hasta que los conservadores… Puedo llevarlo a Esmirna, a ver ese mar azul de aceite transparente... tan hermoso. Los turcos eran tan sanguinarios. Debíamos denunciar a los armenios, y los masacraban. Hacíamos milagros para comer y sobrevivir. 129
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Judíos españoles, sefardíes, todavía hablábamos como en la época de Isabel. Cuatrocientos años hablando español entre griegos, y turcos feroces, crueles. Estábamos aterrorizados. Me alegré cuando me mandaron a Argentina. No importaba dónde era, quería escapar. Acá vivimos bien hasta los conservadores. Y otra vez, miseria. Como en la guerra. Comíamos las cabezas de pescado que las pescaderías despreciaban como basura. De los carreteles de hilo que vendía, robaba un poco para coser nuestras ropas. Fui miserable y me despreciaron. Quiero encontrar a mi Benjamín. No pude amar. Tampoco me amaron. Sólo recibí la horrible inquietud, de no saber cuándo seríamos eliminados. —¿Sabés qué me contestó?: «Bueno, gracias». Ni se mosqueó. ¿Tan jodida habrá sido esa vieja? Pero era la madre. No sé… —Y… son judíos. No es lo mismo que nosotros. Los que venimos de tanos y de gallegos tenemos otros sentimientos. Hasta los indios son más humanos, creo. Aunque no sé. —Sí, la verdad. Porque ves cada cabecita y cada groncho, que asustan nomás de verlos. —Y encima los defienden, les dan casas, subsidios… —Si. Y nosotras laburamos todos los días por un sueldo miserable. —Pero lo que tenemos lo ganamos con nuestro esfuerzo. Nadie nos regaló nada. Podemos estar orgullosas. —Che, ¿te fijaste si a la vieja le queda algo que valga la pena? —Ahora reviso.
Paveando Resulta que en Amerbahazam, lugar que nadie conoce, se está utilizando un método para enseñar a nadar, basado en la liviandad del aceite por sobre la del agua. Utilizan, a tal fin, aceites quemados industriales y los de recambio de los automóviles, negros y no tan espesos, porque resultaría demasiado costoso llenar la pileta con nuevos. El sistema no ha logrado demasiados adeptos hasta la fecha, aunque varios lo están intentando. Han comprobado que les resulta un poco molesto, introducir la cabeza en el aceite, o buscar 130
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objetos arrojados a propósito al fondo —juego muy habitual de los que concurren a las piletas de natación— por las molestias que se producen al abrir los ojos en las profundidades. También han verificado que, si bien pueden mantenerse a flote más fácil que en el agua, al pretender nadar de acuerdo a las instrucciones, mantener la cabeza en el aceite y torcerla para respirar, les hace tragar un poco de ese líquido, con sabor repugnante. Esto obligó, a varios, a correr al baño para vomitar, sin que lograran llegar a destino, expulsándolo en el lugar, donde queda flotando. Pero enseguida los bañeros con unas redecillas lo retiran, para que el resto pueda continuar ejercitándose sin estos obstáculos. Además, es muy molesto zambullirse desde el trampolín alto: primero por la profundidad de la que es trabajoso salir, y segundo por las salpicaduras al resto de los nadadores, que terminan insultando a quien lo hace; derivando, a veces, en hechos de violencia inusitada. Una característica de este natatorio, es que se permite orinar dentro del mismo, ya que ese líquido se junta en el fondo con la transpiración, sin que moleste, porque todos van por la superficie. En una oportunidad, al realizar un cambio de aceite —que suele hacerse cada dos o más años, ya que no siempre se consigue la cantidad necesaria— encontraron casi un metro de orines y sudores. Entonces, comprendieron por qué subía el nivel de la pileta. En otro cambio de aceite, encontraron el cadáver de un bañista en estado de avanzada putrefacción, quien resultó ser el Cholo. ¡Le gustaba tanto bucear! Lo habían buscado con intensidad. También habían organizado marchas reclamando su aparición, pidiendo justicia a gritos y sonar de bombos. Atacaron la comisaría, incendiaron coches, rompieron vidrieras y otros desmanes. Pero sólo había sido un accidente. El pobre estaba irreconocible, y mediante su ADN, se lo identificó. Lo más complicado de todo esto, fue encontrar a alguien con suma eficiencia, para mantener la temperatura exacta en invierno. En un momento, ocurrió que el aceite estaba demasiado caliente. Dos nadadores bromistas —que nunca faltan— se arrojaron haciendo bomba para molestar a sus compañeros del borde de la pileta, quedando fritados. Pero esto, se lo consideró como una justicia divina por su mal proceder. 131
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No obstante, es muy recomendable mantener un ritmo deportivo. Especialmente, cuando se llega a una edad en la que el movimiento y el esfuerzo de las distintas partes del cuerpo, se hace fundamental. Es necesario evitar caer en inmovilidades, que luego resultan muy dolorosas e imposibles de superar. Debe tenerse en cuenta que, después de la hora de natación, hay que utilizar jabones industriales con detergentes poderosos, que puedan eliminar satisfactoriamente los restos del aceite. Dicha cobertura corporal se hace demasiado negra, pegajosa y adhesiva. Presentan mayores dificultades, los lugares que aún tienen pelos, ya sea la cabeza, u otros… Aunque este inconveniente va desapareciendo —el pelo— con el correr de los días. ¡Es absolutamente necesario no ingerir alimento alguno antes del ejercicio!
Bordeando Era una de esas «mañanas de cristal», especial para respirar hondo y relajarse. Decidí dar un paseo sin rumbo fijo, caminar tranquilo por Barracas, en el intento de lograr despejar mi mente de algunas ideas aberrantes que me venían torturando. Así fue que, totalmente abstraído en mis pensamientos y gozando de un cielo límpido y luminoso; me encontré, por casualidad, con los talleres del hospital neuropsiquiátrico. Observé, sorprendido, el inusual movimiento de policías de la Metropolitana, protegiendo el accionar de máquinas que lo embestían, derribando y destruyendo cuanto se encontraba a su paso. «Les construimos uno nuevo, mejor equipado, con excelentes máquinas a estrenar, y a escasos 90 metros de éste», justificaban los funcionarios del Gobierno de la Ciudad. «De cinco gremios, cuatro firmaron y estuvieron de acuerdo con esto», seguían diciendo. Los internados no entendían razones: cómo las iban a entender, si ya las habían perdido. Pero lo extraño era que los delegados, las enfermeras y algunos médicos, también estaban en pie de guerra contra los ataques policiales, con bastones y hasta balas de goma. Un uniformado gritaba: «Déjenme ver el frente de choque, para organizar la estrategia a seguir». María Luisa de Austria, desesperada, manifestó 132
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«¡Cagamos!, ¡vino Napoleón!». Uno de los delegados dijo: «No es Napoleón, boluda. Es el oficial de la Metropolitana». Varias mujeres habían pasado la noche allí por razones sanitarias y gritaban como locas, por lo que no se distinguía si eran o se hacían. Blancanieves, contorsión mediante, arrojó al suelo al leñador que tenía encima, disfrutándola, mientras gemía: «Mi madrastra, además de la manzana envenenada, me manda a liquidar con sus tropas». En tanto que el leñador se quejaba por no haber terminado la tarea encomendada, ni la que estaba gozando, y divisaba lo negro de su destino. En realidad, era Batman, quién chocando contra los escudos policiales, abandonó la tarea al primer bastonazo recibido. Súperman se lanzó en vuelo, aterrizó de un panzazo en el pavimento, y retrocedió dolorido a refugiarse en las filas aliadas, mientras decía «¡Tienen kriptonita!». «¡Rompen el taller para poner el centro cínico!», se oyó un grito perdido. «¡Cívico, bestia!» lo corrigieron. «¡Bestias, las ideas no se matan!» dijo Sarmiento. «¡Contámelo a mí!», gritó el Chacho Peñaloza. «¡Hasta la victoria siempre!», exclamó el Che, y le clavaron una bala de goma en la cara. Fidel pidió que lo camuflaran y le pusieran anteojos, mientras pitaba un puro. Marilyn se levantaba la pollera con el ventilador, en maniobras de distracción. Kennedy se abalanzó, mientras Onasis franeleaba a Jacqueline. La Callas cantaba, triste, y el Borbón le decía «¡por qué no te callas!». «¡Andá a cazar elefantes, borbonudo!», le gritó Sofía. «Amor y paz, amor y paz» repetía John, antes del balazo. «¡Non fuyades. Cobardes!» dijo Don Quijote, ante el desbande de algunos. «¡Mi reino por un caballo!» se oyó gritar a Ricardo. «Por una cabeza de un noble potrillo…» cantó Carlitos. Mientras tanto, seguían cayendo balazos y bastonazos a diestra, sin iestra y con iestra. Y volando piedras —que no acostumbran hacerlo— hacia el bando Metro, «¡Maten a todos los niños!» ordenó Herodes. «¡Lázaro, levantate y andá a pelear!, ¡carajo!» reprochó Jesús. «Brutus, ¿tú también, hijo mío?» se desmoronó Julio César. «Esto es muy retorcido» dijo Kafka. «¿Me da fuego?», pidió Benedetti. «Hay que llamar a los cronopios» exclamó Cortázar. «Estamos prisioneros, carcelero…» cantó Guaraní. «Hagamos la restauración nacionalista» gritó Ricardo. «Éste es Nuestro Tiempo, y el Tiempo del Ángel» dijo Piazzola. «¿Estamos en Troya?» preguntó Homero. 133
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Aladino frotaba la lamparita llamando al genio. «¡A lavarse las manos y a comer!» anunció Pilatos. Mi paseíto aliviador se transformó. Me había pasado la mañana en medio del pandemónium que significó la destrucción de los talleres del Borda. Volví angustiado, con mi espíritu en peor estado del que tenía antes de salir de casa. Me arrojé en la cama tratando de dormir y olvidar lo que había visto y oído. El noticiero de la televisión anunciaba que, por suerte, se había restablecido la ley y el orden.
El burguesito Recién cumplidos los diecisiete años, trabajaba de cadete. Ya había terminado todos los trámites bancarios en el centro, entregado los sobres en distintas empresas de la zona de Once y viajaba en el colectivo para llevarle un documento al señor Quiroga, en Palermo, último trámite; y quedaba liberado. No sé por qué, tal vez mi juventud, pero estaba muy excitado, y mi miembro erguido con la dureza del quebracho, producía un bulto en el pantalón que trataba de disimular, tapándome con el portafolio. Ya me estaba acercando a la parada en la que debía bajar, dejé mi asiento y comencé a caminar por el pasillo, hacia el fondo. Había algunos pasajeros de pie, pero no era tan difícil circular y llegué casi al final, donde se encontraba parada una morocha hermosa, de unos veinte años, con un vestido blanco, conversando con su amiga. Al pasar detrás de ella, un movimiento del colectivo hizo que mi quebracho calzara con una exactitud inesperada, en una gruta azul de tibieza implacable, donde hubiera querido quedarse por siempre. Rápido me retiré, y ya desde el estribo vi su mirada en mí; y, avergonzado agaché la cabeza y bajé del colectivo. Jamás olvidaré ese momento ni a esa morocha. Volvíamos del trabajo con mi compañera, paradas en el colectivo, conversando sobre los acontecimientos del día en la oficina. La discusión de Juan con el jefe se veía venir. Coincidimos en que Juan tenía razón, y sospechamos que el verdadero motivo por el que lo odiaba, era porque había conocido a su hija en la facultad, y 134
Textos Fugados II
trabaron algo más que una amistad. Distraída con la charla, de pronto lo sentí. Un hermoso contacto de una rigidez y calidez en mí. Fue un segundo y enseguida se apartó. Quise ver quién era, y localicé al jovencito que con la cabeza gacha, avergonzado, se colocó en el estribo para bajar. Apenas notó que lo miraba desvió la vista y bajó. De la indignación pasé a la dulzura. Por esa actitud me llenó de ternura, y me excitó el contacto y tibieza que me hizo sentir. Si me hubiera seguido mirando, habría buscado la forma de acercarme a él. Calzó con tanta perfección su pene erguido, que me subyugó ese contacto, y su juventud me produjo un cariño inexplicable, que hasta hoy recuerdo con nostalgia. Estaba sentado en el último asiento. Iba a buscar laburo a una obra en la que, me había enterado, necesitaban peones. Cuando lo vi venir al pendejo, noté el bulto que traía en el pantalón, y pensé: «¡Qué calentura que tiene este guacho!» Llegó hasta las dos minas que estaban conversando, y el colectivo dobló en la esquina y se la apoyó a la que estaba de blanco. ¡Qué bien que se la apoyó! ¡Pero rajó enseguida! Muerto de vergüenza, se metió en el estribo. La mina lo miró y él agachó la cabeza, y bajó. Le dio un calor de puta madre, si hasta se puso todo colorado. Y la mina lo seguía mirando, casi diría que entusiasmada. Se ve que quedó calentita. «Dios le da pan al que no tiene dientes». Me hubiera pasado a mí, y ya me la estaría chamuyando. ¿Pero a mí, a un peonacho como yo le va a dar bola? Estos burguesitos de mierda no sirven para un carajo. En todo arrugan como el mejor. Y después te vienen a hablar de revolución, de huelga, de la plusvalida, y que sé yo…
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ÍNDICE
Alberto Fiszbejn Confiada Oráculo Confesión Informado Tirado
13 14 18 19 21
Amalia Fuino Bocaditos El instructor Confesiones poderosas Pequeñas historias en pocas palabras
25 26 27 29
Andrés Otero La quietud del alma Noche y día Complicidad El Cloro y yo Si te pierdo como amigo El río va... Aviso clasificado Sueño de amor
33 33 34 35 36 37 38 39
Angel Fernando Paz Ojo de buey Otro mundo Sueños de renacimiento
43 44 45
Claudia Bursuk Abajo,...arriba De festejos y conmemoraciones Las vueltas del LP Solo la eternidad de su destino
51 51 53 56
Cristina Ramognino Transitividades Esculturas Companía Todo o nada Justicia Mi viejo y el tango De un pueblo al mundo Delia Frida No Aforismos
59 59 59 59 59 62 63 64 66 67 67
Daniel Frini Entrevista con el dragón Los últimos minutos de Bérenger de Lacroisille Siempre llego tarde a todos lados
71 74 77
Loreto Di Mascio Ordenanza 12867 Barrer la pobreza hasta entregar la vida Soñando en el Paraná En homenaje a mi padre Luz y oscuridad en la misma ventana
83 84 87 88 89
Lourdes Ramognino Limones
93
María Espereanza Menardi Aprendiendo a curar Nueve y cincuenta y tres La moneda
103 105 108
Norberto Ramazotti Mi linda Monteros Viaje a través del tiempo
115 121
Rubén Sardas El mensaje El duelo Paveando Bordeando El burguesito
125 129 130 132 134
Este libro se terminรณ de imprimir en el mes de mayo de 2018 en Bibliografika Carlos Tejedor 2815, B1605CJI Munro, Buenos Aires, Argentina para Ediciones Artilugios y Eppursimuove Ediciones www.edicionesartilugios.com.ar edicionesartilugios@yahoo.com.ar eppursimuoveediciones@gmail.com