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Por Ana Rodríguez Laiz
Jesús y el nacimiento del cristianismo: su memoria en disputa
En los años posteriores a su muerte, la figura de Jesús de Nazaret continuó siendo objeto de una profunda reflexión entre sus seguidores. Las fuentes cristianas más antiguas dan testimonio de cómo este proceso se desarrolló en contextos culturales muy variados y, a menudo, en un clima de confrontación y controversias. Fue característico de las primeras comunidades la capacidad para afirmar múltiples y diversas imágenes de Jesús de modo simultáneo e incluso contradictorio. En el Nuevo Testamento poseemos un conjunto de ellas que pueden ser asumidas como representativas del modo en que la identidad y el significado de Jesús fue construido.
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Ana Rodríguez Laiz
Universidad Pontificia de Salamanca
Fue relativamente fácil para la primera generación cristiana alinear su pensamiento con el de Jesús de Nazaret. Para aquellos que habían sido testigos oculares de su actividad pública, la distancia entre el contexto en el que Jesús vivió y el suyo propio era mínima. Pero, a medida que avanzó el tiempo, las discrepancias fueron agravándose. El movimiento cristiano tardó muy poco en extenderse fuera de las fronteras de Palestina y en asentarse en contextos urbanos muy diferentes del contexto rural y netamente judío en el que Jesús había desarrollado su ministerio. Dicho movimiento fue articulándose en pequeños grupos muy minoritarios y desarrollándose en contextos paganos –donde Jesús era un desconocido– o en ambientes judíos que lo consideraban un proscrito.
Los evangelistas San Marcos y San Lucas, de Matthias Stom
En estos nuevos escenarios se hizo cada vez más necesario reajustar en nuevas categorías el mensaje fundante. Este estaba intrínsecamente unido a la persona de Jesús, cuya memoria se recordaba y se transmitía en las diferentes comunidades. Realizar esta actualización no era tarea fácil; por un lado, se corría el riesgo de perder la identidad originaria; por otro, era preciso desarrollar un mecanismo para crear continuidad entre el pasado y el presente, resistiendo al mismo tiempo la presión de conformarse a la cultura dominante. Se trataba de hacer relevante a Jesús y, a la vez, de distinguirlo de otras voces contemporáneas.
Los principales líderes cristianos de la época, así como las distintas comunidades nacidas en diferentes lugares del Imperio, sintieron esta presión. Todas ellas necesitaban recuperar una imagen de Jesús comprensible y significativa en el marco cultural en el que vivían. Los textos del Nuevo Testamento reflejan cómo la experiencia creyente les había conducido a situarse en espacios simbólicos liminales, fronterizos, entre un judaísmo que les era mayoritariamente hostil y el enorme poder de la cultura grecorromana. La memoria de Jesús debía reconstruirse en marcos extraños a aquellos en los que él vivió y en un clima de confrontación y controversias.
Las diferentes situaciones en las que se encontraba cada comunidad obligaron a adoptar estrategias hermenéuticas también diferentes. Era preciso hacer comprensibles creencias y cultos y, a la vez, distinguirlos de las creencias y cultos que les rodeaban. Y en estos intentos por establecer puentes con el Jesús del pasado se adoptaron caminos distintos, y su memoria fue reconfigurada en marcos conceptuales muy variados. Los recuerdos y tradiciones recibidas debían relatarse de forma significativa para que pudieran ser compartidas. La memoria de Jesús, más que un contenido, era una fuerza que dotaba de sentido la experiencia cristiana que cada miembro de la comunidad
había vivido. Se trató de un auténtico acercamiento existencial al pasado, no solo de un mero acto de evocación ni de un sencillo intento de conservación de los recuerdos de Jesús.
Por otro lado, el ambiente conflictivo que rodeó a este proceso reclamaba que dicha memoria quedara fijada. El intento por permanecer en contacto con los orígenes cristalizó en rituales, credos, tradiciones, textos, imágenes… que preservaban y conservaban la memoria de Jesús. En todo ello predominó la tendencia a la simplificación y la esquematización. Además, al propio recuerdo de Jesús se le fueron asignando categorías ideológicas ajenas a la época en la que vivió, se enfatizaron algunos aspectos por encima de otros, se crearon contramemorias que desafiaron las creencias compartidas, y hasta hubo intentos por centralizar cuestiones que habían sido marginadas. Las imágenes de Jesús desarrolladas a partir de la reconfiguración de su memoria llegaron a ser contrapuestas y, en algunos casos, disputadas.
En los libros que conforman el Nuevo Testamento encontramos huellas de este difícil proceso. Por ejemplo, el autor de la primera carta de Juan urge a sus destinatarios a estar atentos contra los “anticristos”, un grupo específicamente opuesto a la imagen de Jesús aportada por él y que rehusaban aceptarla como válida y autorizada (cf. 1 Jn 2,18-26; 4,1-6; 5,5-10). Son definidos como “seductores” y “falsos profetas”, son percibidos como una seria amenaza para la comunidad, y su oposición a considerar que ”Jesús es el Mesías“ y que es ”verdaderamente hombre“ El intento por permanecer en contacto con los orígenes cristalizó en rituales, credos, tradiciones, textos, imágenes… que preservaban y conservaban la memoria de Jesús. En todo ello predominó la tendencia a la simplificación y la esquematización
se define en términos de un conflicto cósmico entre la verdad y la mentira: “Habéis oído que iba a venir un anticristo; pues bien, han surgido muchos anticristos. Esta es la prueba de que ha llegado la última hora […] No os he escrito porque no conozcáis la verdad, sino porque la conocéis y porque ninguna mentira procede de la verdad. ¿Quién es el mentiroso sino el que niega que Jesús es el Mesías? Ese es el anticristo”.
En otro contexto diferente, Pablo de Tarso hace una advertencia similar a sus comunidades de Corinto, a las que reprocha haberse adherido a falsas enseñanzas sobre Jesús: “Si viene alguno y os anuncia a un Jesús distinto del que os hemos anunciado, o recibís un espíritu distinto del que recibisteis, o un Evangelio diferente del que habéis abrazado, lo soportáis tan tranquilos” (2 Cor 11,4). También se dirige a los gálatas en términos parecidos: “No salgo de mi asombro al ver […] con qué rapidez habéis abrazado otro Evangelio. Pero no hay otro Evangelio. Lo que pasa es que algunos están desconcertándoos e intentan manipular el Evangelio de Cristo […] Ya os lo dije, y ahora os lo repito: si alguno os anuncia un Evangelio distinto del que habéis recibido, ¡caiga sobre él la maldición!” (Gal 1,6-9).
Este carácter polémico se encuentra también en los evangelios. Por ejemplo, el autor del evangelio de Mateo pone en boca de Jesús este aviso a sus discípulos: “Cuidad de que nadie os engañe. Porque vendrán muchos usurpando mi nombre […] y engañarán a muchos” (Mt 24,4-5). En otra conocida escena, Jesús pregunta a sus discípulos quién dice la gente que es él. En su respuesta mencionan a diferentes personajes vinculados a la tradición profética judía: “Unos dicen que Juan el Bautista; otros que Elías; otros que Jeremías o uno de los profetas” (cf. Mt 16,1316). Cuando Jesús, a continuación, pregunta directamente a los discípulos qué piensan ellos, es Pedro quien toma la palabra y dice: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Sin embargo, en la versión de este mismo episodio en el evangelio de Marcos, la respuesta de Pedro es simplemente: “Tú eres el Mesías”. Y, si observamos el pasaje según Lucas, Pedro afirma: “El Mesías de Dios”. Se trata de tres respuestas significativamente diferentes, aunque no lo parezcan. Y distintas, además, de la opinión sobre Jesús que parece tener la gente en general. El pasaje expresa así no solo el carácter enigmático de Jesús, sino también el hecho de que, en los orígenes cristianos, a esta
pregunta decisiva se respondió de diversas maneras.
Un último ejemplo: el evangelio de Lucas comienza con un prólogo en el que el autor expone el proceso que le ha llevado a componer su obra. Indica, en primer lugar, que hay otros relatos de la vida de Jesús basados en el testimonio de los testigos oculares: “Muchos se han propuesto componer un relato de los acontecimientos que se han cumplido entre nosotros, según nos lo transmitieron quienes desde el principio fueron testigos oculares y ministros de la palabra”. Enfatiza a continuación la validez de las enseñanzas que va a presentar: “Me ha parecido también a mí, después de haber investigado cuidadosamente todo lo sucedido desde el principio, escribirte una exposición ordenada, ilustre Teófilo, para que llegues a comprender la autenticidad de las enseñanzas que has recibido”. Reconoce así un proceso de ordenación y selección de fuentes –incluyendo, probablemente, la omisión de lo que considera irrelevante– y, en definitiva, afirma el hecho de que su versión mejora otras conocidas. En su prólogo, el evangelista Lucas está interesado en subrayar la veracidad de la memoria de Jesús recogida en su evangelio con autoridad.
Jesús, en el evangelio de Mateo, es presentado bajo la figura de un nuevo Moisés
Poco sabemos acerca del grupo de los “anticristos” a los que se refiere el autor de la primera carta de Juan; o de los oponentes de Pablo; o de quiénes fueron los que “usurparon” el nombre de Jesús, tal como parece indicar el evangelista Mateo. Tampoco tenemos un total conocimiento de las otras versiones de la vida de Jesús que conoció Lucas y que quiso mejorar. Lo que sí podemos afirmar es que existieron estas disputas internas entre formas diferentes de reconstruir la memoria de Jesús y hacerla comprensible en otros contextos.
Todo esto nos indica que no solo durante su vida, sino también a
lo largo de cuarenta o cincuenta años después de su muerte, Jesús continuó siendo objeto de una profunda reflexión a la luz de nuevas situaciones y nuevas realidades. Si bien muchas de estas reflexiones fueron descartadas, los escritos del Nuevo Testamento recogen esta pluralidad y diversidad sin eludir que, en ocasiones, la memoria de Jesús cristalizó en imágenes diversas e incluso contrapuestas. Fue característico de las primeras comunidades cristianas la capacidad para afirmar múltiples y diversas imágenes de Jesús simultáneamente. Estas interactúan entre ellas y su yuxtaposición en el canon no es arbitraria. Dependen del contexto en que nacieron y de la función que desempeñaron. Por otro lado, las encontramos expresadas en diversas formas literarias: títulos, afirmaciones, argumentaciones, parábolas, poemas, visiones, credos, alegorías y una enorme diversidad de narraciones, desde breves relatos hasta obras narrativas completas, como son los evangelios. Estos no solo contienen muchas de estas imágenes, sino que, en sí mismos, reconstruyen una imagen de Jesús propia dentro de la propia estructura narrativa.
De entre las diversas imágenes presentamos a continuación algunas de las más significativas, teniendo en cuenta no solo su diversidad, sino los diferentes significados que alcanzaron dependiendo del contexto.
JESÚS ES EL HIJO DE DIOS, PERO ¿DESDE CUÁNDO?
El título “Hijo de Dios” fue otorgado a Jesús en etapas muy tempranas de los orígenes cristianos. La carta a los Romanos, fechada en torno al año 58, recoge una fórmula de fe muy antigua y ampliamente compartida por las comunidades: “Este Evangelio se refiere a su Hijo, nacido, en cuanto hombre, de la estirpe de David y constituido por su resurrección de entre los muertos Hijo poderoso de Dios según el Espíritu” (Rom 1,3-4). Pablo no conoce personalmente a los destinatarios de su carta. Por ello, el inicio de la misma contiene una autopresentación suya en la que reclama su autoridad como predicador del Evangelio de Jesucristo, a quien se refiere utilizando esta fórmula que puede considerarse representativa de la fe común en Jesús.
En ella se habla de un acto concreto en el cual a Jesús se le otorga el título de Hijo de Dios. La resurrección es considerada como un acontecimiento determinante para reconocer esta filiación divina. Su vida terrena es interpretada a la luz de su mesianismo –de ahí la alusión a su pertenencia a la estirpe de David– mientras que su filiación divina es una afirmación acerca de su existencia trascendente junto a Dios. La fórmula fusiona dos perspectivas de la persona de Jesús y, al mismo tiempo, las delimita, estableciendo una distinción de etapas.
Este mismo título es recogido también por el evangelista Marcos (ca. 70) y resituado en su narración dándole una orientación distinta. La afirmación sobre la filiación divina de Jesús se sitúa en el contexto de su bautismo por parte de Juan: “Y sucedió en aquellos días que llegó Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado en el Jordán por Juan. Y, al instante, saliendo del agua, vio los cielos rasgados y al Espíritu como una paloma descendiendo sobre él. Y una voz sonó desde los cielos: ‘Tú eres mi Hijo, el amado, en ti me he complacido’” (Mc 1,9-11).
La formulación de las últimas palabras está tomada del Salmo 2, donde el rey ungido es llamado “mi hijo” por Dios. La afirmación de que Jesús es el Hijo amado de Dios se presenta con enorme solemnidad. Jesús es identificado así como un enviado especial de Dios retrotrayendo su filiación divina al comienzo de su actividad pública, no al momento de su resurrección. A su vez, relativiza la condición mesiánica de dicha actividad. Sin negar que sea el Mesías –tal como
se subraya en la confesión de fe de Pablo–, superpone a ello su condición de Hijo de Dios desde su etapa pública y desde ella despliega su actividad.
Los evangelios de Mateo y Lucas, datados ambos aproximadamente en la década de los años ochenta, muestran otro estadio posterior de reflexión respecto a este título. Sus autores, desde puntos distantes del Imperio y de forma independiente, matizan su utilización respecto al evangelio de Marcos. Al comienzo de sus obras, ambos añaden un relato sobre los orígenes familiares de Jesús que no se encontraba en Marcos, pues este evangelio sitúa a Jesús en escena al inicio de su etapa pública, sin referencias a su nacimiento ni a su infancia.
En el evangelio de Mateo, el autor apenas da detalles sobre dicho nacimiento, si bien por tres veces alude a la concepción de Jesús en circunstancias extraordinarias: la primera, en la genealogía, donde aparece una referencia a ello: “Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Mesías” (Mt 1,16); la segunda, en su breve noticia sobre el nacimiento: “El nacimiento de Jesús, el Mesías, fue así: su madre, María, estaba prometida a José y, antes de vivir juntos, resultó que había concebido por la acción del Espíritu Santo” (Mt 1,18); una tercera referencia se expresa como un sueño de José a través del cual se le pide no denunciar a María: “José, hijo de David, no tengas reparo en recibir a María […] pues el hijo que espera viene del Espíritu Santo” (Mt 1,20). Por otro lado, el nombre otorgado al niño, Emmanuel, tiene un significado explícito: “Dios con nosotros” (cf. Mt 1,23). Todos estos indicios textuales tienen, entre otros, el objetivo de mostrar cómo la filiación divina de Jesús no podía ser vista desde el momento del inicio de su actividad pública, sino desde mucho antes: desde su concepción, Jesús es Hijo de Dios. De forma similar, el evangelista Lucas, en su presentación de las tradiciones acerca del origen de Jesús, alude explícita e implícitamente a esta misma condición: “No temas, María, concebirás y darás a luz un hijo […]. Él será grande, será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la estirpe de Jacob por siempre y su reino no tendrá fin […]. El que va a nacer será santo y se llamará Hijo de Dios” (cf. Lc 1,26-38).
Si nos asomamos al evangelio de Juan (ca. 90-95), el avance en la reflexión es aún mayor. La consideración de Jesús como Hijo de Dios está intrínsecamente vinculada a su condición divina, a la que
se le asocia la categoría de la preexistencia, pues Jesús es el Hijo de Dios encarnado: “Al principio ya existía la Palabra. La Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios […] Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros; y hemos visto su gloria, la gloria propia del Hijo único del Padre […] A Dios nadie lo vio jamás; el Hijo único, que es Dios y que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer” (cf. Jn 1,1-18).
Pero no sería correcto explicar este proceso tan solo desde la perspectiva cronológica. Volviendo a Pablo de Tarso, cuyas cartas son todas anteriores a la composición de los evangelios, encontramos en sus escritos himnos de gran antigüedad donde esta visión de la preexistencia de Jesús se intuye. Uno de los más conocidos es un himno recogido en la carta a los Filipenses, que comienza de esta manera: “Tened, pues, los sentimientos que corresponden a quienes están unidos a Cristo Jesús. El cual, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios. Al contrario, se despojó de su rango, tomó la condición de esclavo y se hizo uno de tantos” (Flp 1,5-6).
JESÚS COMO ELÍAS, ELISEO, MOISÉS, DAVID… ¿O COMO NINGUNO DE ELLOS?
Uno de los aspectos más recurrentes en la tradición cristiana antigua fue la reflexión sobre la persona de Jesús teniendo como trasfondo las Escrituras judías. En concreto, Jesús fue visto a la luz de los grandes personajes de la historia de Israel. Estos fueron utilizados no solo para identificar a Jesús con ellos, sino también para mostrar cómo su persona y su misión los trascendía a todos. Se trata de una gran paradoja que recorre todo el Nuevo Testamento. La pregunta por la identidad de Jesús gira, en cierto modo, en torno a este ejercicio de definición a la luz de la historia de Israel, y de nuevo la reflexión se realiza de forma continua y progresiva. De algún modo, la figura de Jesús resiste a las categorizaciones de las que es objeto y se define a partir de contrastes y ambigüedades. Al tiempo que estos personajes proporcionan modelos y rasgos que pueden ayudar a entenderlo, no parecen ser suficientes en sí mismos.
Este hecho queda especialmente puesto de manifiesto en los evangelios. Por ejemplo, Jesús, en el evangelio de Mateo, es presentado bajo la figura de un nuevo Moisés. El relato de su infancia (cf. Mt 1-2) está construido utilizando un paralelismo con el de Moisés; por otro lado, al igual que Moisés entregó la Ley a Israel en el monte Sinaí, Jesús es aquel que entrega una nueva ley, superando la de Moisés y, a la vez, llevándola a su cumplimiento (cf. Mt 5–6). Otras tradiciones neotestamentarias recogen también referencias a Moisés en relación con Jesús: “Porque la Ley fue dada por Moisés, pero la gracia y la verdad vinieron por Cristo Jesús” (Jn 1,17); “No perdáis de vista a Jesús […]. Él es digno de crédito ante Dios […] lo mismo que Moisés fue digno de crédito en todo lo referente a la casa de Dios. Porque Jesús merece tener tanta mayor gloria que Moisés cuanto el arquitecto de una casa supera en honor a la casa misma” (Heb 3,2-3); “La salvación que no habéis podido lograr con la Ley de Moisés la logra a través de él [Jesús] todo el que cree” (Hch 13,38-39).
Miriam, hermana de Moisés, imagen de Dina Cormick
Otros personajes de Israel son también empleados para tratar de manifestar la novedad traída por Jesús en su irrupción en la historia: es alguien “más grande que Salomón” (Mt 12,42), “más grande que Jonás” (Lc 11,32), más grande incluso que Abrahán (Jn 8,53-59). Esta superioridad queda expresada por boca de Jesús en el evangelio de Mateo: “Os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron” (Mt 13,17).
Mención especial cabe para la imagen del Siervo de Yahvé que figura en el libro de Isaías (cf. Is 52,13–53,12). Dicha imagen fue retomada por los primeros cristianos para interpretar a su luz el sentido de la muerte de Jesús en la cruz y, en el caso del evangelio de Mateo, también de su actividad terapéutica: “Al atardecer le trajeron muchos endemoniados […] y curó a todos los enfermos. Así se cumplió lo anunciado por el profeta Isaías: ‘Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades’” (Mt 8,16-17). En los relatos de la pasión de los evangelios sinópticos, Jesús es presentado manteniéndose en silencio ante sus opresores (Mc 14,61) o cumpliendo la profecía de “ser contado entre los malhechores” (Lc 22,37). En el libro de los Hechos se cita explícitamente el pasaje de Isaías (Hch 8,32-33) y la primera carta de Pedro recoge un antiguo himno que tiene ese texto como trasfondo: “También Cristo sufrió por vosotros […]. El que no cometió pecado y en cuya boca no se halló engaño; el que, al ser insultado, no respondía con insultos; al padecer, no amenazaba, sino que se ponía en manos de aquel que juzga con justicia […] a fin de que viviéramos para la justicia” (cf. 1 Pe 2,21-24).
Esta reflexión sobre la persona de Jesús a la luz de las Escrituras judías se despliega también en su presentación como aquel en quien se cumplen: “Estudiáis las Escrituras, pensando encontrar en ellas la vida eterna; pues bien, también las Escrituras hablan de mí” (Jn 5,39); “Pablo refutaba vigorosamente a los judíos en público, demostrando por las Escrituras que Jesús era el Mesías” (Hch 18,28); “Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que había anunciado el Señor por el profeta” (Mt 1,22); “Cuando aún estaba entre vosotros, ya os dije que era necesario que se cumpliera todo lo escrito sobre mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos” (Lc 24,44).
De diversas maneras, en los escritos del Nuevo Testamento, Jesús es vinculado al pueblo de Israel. Está conectado inseparablemente con su historia. Separado de ella correría el riesgo de convertirse en un objeto de especulación. Las
comunidades cristianas primitivas comprendieron a Jesús desde el punto de partida de las Escrituras.
IMÁGENES DE JESÚS EN EL LIBRO DEL APOCALIPSIS
Nos asomamos, finalmente, al modo en que Jesús es presentado en un libro peculiar dentro del canon neotestamentario: el Apocalipsis. En él encontramos muchas imágenes que no se hallan en ningún otro. Para comprenderlas bien es preciso recordar que este libro (ca. 95-100) está dirigido a comunidades cristianas que están soportando acoso y persecución. Su finalidad es sostenerlas en la fe creyente, que reconoce el poder limitado del mal, resiste frente a él y, en medio de un clima desfavorable, afirma el poder único de Dios en la lucha contra el mal. Por otro lado, su carácter litúrgico recoge muchas de esas imágenes en forma de oraciones e himnos.
En este libro, Jesús es el “soberano de todos los reyes de la tierra” (Ap 1,5; 9,16). En clara alusión al poder de los emperadores romanos, la soberanía absoluta es reconocida en él. Se le designa también como “el alfa y la omega” (22,13), título que es aplicado a Dios en otros lugares de este mismo libro (cf. 1,8 y 21,6); es “el león de la tribu de Judá” (5,5) y “la estrella radiante de la mañana” (22,16) –referencias simbólicas a su mesianismo– y “el Amén” (3,14), indicando así al que lleva a cumplimiento las promesas de Dios. La expresión “el testigo fidedigno” aplicada a Jesús (1,5; 3,14; 19,7) adquiere especial relevancia en un contexto en que el martirio era una posibilidad real y Jesús se presenta como modelo de quien se mantuvo fiel a pesar de las conse-
cuencias. También es “aquel que tiene la espada cortante de doble filo” (1,16; 2,12; 19,15), que es una imagen relacionada con la conquista y el juicio. Pero, sin duda, el título dominante es la designación de Jesús como “el Cordero”, aludiendo a la función simbólica de este término en el Antiguo Testamento: el animal sacrificado en la fiesta de la Pascua, donde se conmemoraba la liberación del pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto.
El Apocalipsis, a través de todas estas imágenes, habla de una figura eterna y preexistente que se identifica a la vez con el Jesús de la historia. Se incide en su vinculación al pueblo judío, su muerte como un “mártir”, su exaltación junto al trono de Dios y su actuación como alguien que rige la historia. Y todo ello se enmarca en un drama narrativo en que se sitúa su actividad en el pasado, el presente y el futuro. Ocupa el centro de la historia de salvación que narra el Apocalipsis: una historia que abarca también pasado, presente y futuro.
A MODO DE CONCLUSIÓN
La memoria de Jesús recibida y transmitida en las comunidades cristianas fue preservada en los textos que recoge el Nuevo Testamento. En él se reflejan diferentes perspectivas que no solo difieren
Fuente de esperanza, en el camarín de la Virgen de Arantzazu, de Xabier Egaña
en la importancia concedida a algunos aspectos de su identidad, sino también al sentido y alcance que se le dieron. Por otro lado, en las fuentes cristianas primitivas perviven testimonios de que esta fue una cuestión discutida.
La memoria de Jesús recogida en los textos no se reduce al conjunto de datos conocidos ni a las impresiones sensoriales que los testigos oculares recibieron. La pluralidad y diversidad de imágenes muestra la dificultad para recrear verdaderamente el alcance total de la persona de Jesús o incluso momentos sueltos de su vida. La cristalización de estos recuerdos acontece en medio de tensiones, de procesos a menudo dispersos y progresivos, y también de ambigüedades y silencios. Las imágenes no tienen un carácter abstracto o teórico, pues no nacieron en un vacío histórico ni experiencial. Detrás de cada una intervinieron distintos factores, como la búsqueda de clarificación, la necesidad de expresar aspectos de la identidad de Jesús, que se consideraban irrenunciables, y la confluencia hacia una síntesis. Los diversos contextos proporcionaron diferentes perspectivas, quedando todo ello expresado con categorías tomadas del entorno cultural que difícilmente pueden desvincularse del mismo.
BIBLIOGRAFÍA
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Who Do You Say That I am?, Westminster John
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> J. TOLENTINO DE
MENDONÇA,
La construcción de Jesús,
Sal Terrae, Santander 2018.