Cuarto y mitad de gay Antonio Arquillo
©Cuarto y mitad de gay Antonio Arquillo, 2013 ©Diseño de la portada Antonio Arquillo, 2013 ©Imagen de la portada, Aldolph Friedländer (ca. 1889) Biblioteca Digital Hispánica Biblioteca Nacional de España
Querido doctor (perdóneme la familiaridad, pero creo que con el huevo que me cobra puedo permitírmelo): Fue usted muy fino al preguntarme qué tal se me daba el alemán, lo cual me recordó a una novia o así que tuve. Era alemana y fue el primer pelo que toqué. Al principio ella no quería, pero entre unas cosas y otras, calentón aparte, nos apañamos en la playa en cuyos granos se ha hundido el ayer ése (no me negará que no es bonita la frase). Yo me había bajado a la playa con el pretexto de estudiar; entre otras de las que me habían quedado para septiembre, la puta Formación del Espíritu Nacional (pregúntele a su padre), una maría que todo el mundo aprobaba con nota y yo ni me acerqué al cinco. La asignatura le impartía un vivales cuyo único mérito fue estar donde tenía que estar, encamisarse de azul y pegar un braguetazo con una rica heredera que tenía una farmacia en pleno centro de Málaga en la que él actuaba de mancebo. Se cuenta que era tradición de quienes ya estaban en la Universidad pasarse por allí para comprar condones. A uno intentó acojonarlo, pero se la tuvo que comer porque su padre (el suyo, no el del hijoputa aquél) era un cargazo en comisaría.
A mí, salvo el suspenso que ya dije, nunca me causó problemas. Tal vez fuera por verme cara de mala leche. B. tenía un cuerpazo del copón y pelos en las tetas, que yo con gusto me comía sin poner un pero. En ambos casos ineludibles; el pelo no, sino aquellas dos medias manzanitas y etc. Se preguntará, doctor, por qué no mojé. La respuesta es muy simple, maestro, porque no me dejó. En aquellos tiempos, no sé ahora, existía el mito de que extranjera que viniese a la costa, chimpún. Ya sabe. Pues no. Y encima ésta era católica. Así que prediqué en el desierto, lo confieso. Sin embargo, he de decir que la primera vez que vi pelo apenas tenía yo 12 años. Jugábamos a las bolas y el menda, mientras el resto despreciable de la pandilla seguía con el gua, se dejó llevar por el canto de sirena de una quinceañera a la que le daban miedo los grillos. Cantaba "El baúl de los recuerdos"; fui a darle un susto y me llevé la alegría de mi vida. A través de la ventana entreabierta del baño la vi doble, por el espejo, desnuda después de la ducha. Se me cayeron las bolas; digo, las canicas, porque tenía una uve que se convirtió
en aquel verano –otra vez– en mi Venus; bien es cierto que salida de la ducha, pero las cosas son así. En ese tiempo de la tocadura de pelo, con el último de Pink Floyd, se nos fue al carajo el generalito. Diez días de luto y magreos varios que nos pegamos en casa de unos moros –árabes decían ellos– que supuestamente estudiaban Medicina. Uno de ellos murió en Tiro (Líbano) de un ídem años más tarde. No obstante, yo no había sido un santo, por así decirlo. Pajas sin contar, ya sabía lo que era una teta. Fue un año y algo antes, coincidiendo con San José, santo de uno de la pandilla. Todos nos aislamos conveniente o casualmente en la casa de la que faltaban ad hoc los padres, que se despistaron a sabiendas de lo que (no) íbamos a hacer. Olía a colonia de limón, chicle de canela y sostén beis planchado encima de los pechos talla 100 de 18 años. Además la jodida, es un decir, canturreaba para decirme hasta dónde podía llegar con el toqueteo. En su favor he de decirle que me enganchó, acaso por recordarla, con una canción de The Beatles, “Across the Universe”. Siempre que la oigo me acuerdo de ella, pero, lo que son las cosas, cuando años más tarde nos enrollamos carnalmente de verdad, en su casa no tenía nada de los FF, sólo historias de chill out que me vi negro para
tapar de memoria con la canción que ya le he dicho mientras nos jodíamos, en el buen sentido. Antes de V. si hollaron de algún modo mi vida arteriosentimental otras con la ayuda de mis hormonas. No fue gran cosa, tal vez ahora tampoco. Me dijeron que una se casó con un d€ntista y otra con un m€dico, del que se separó. Yo entonces empezaba aprender a escribir, mas nunca para contar cosas indiscretas, de ahí que las iniciales aquí citadas no se correspondan con los verdaderos nombres. En todo caso, si alguna se sintiera aludida ahí están los juzgados, entonces los nombres sustituirán a las iniciales. Todo es proponérselo. ¿Sabe usted lo difícil que es darle un beso a una mujer? Pues por eso prefiero no acordarme de ellas, no se lo merecen. A estas alturas, aunque se dejen, tampoco. Con la alemana en el quinto ídem y yo en el de más acá me porté como un auténtico caballero español: dejé de responder a sus cartas en cuanto me enrollé con otra. Otra era un bombón que fue la primera que me la chupó, bien es cierto que yo también correspondí, desvirgándome así con ambos ápices puntiagudos. ¿Me explico? Además era mentirosa. Se las había tragado dobladas y me hizo creer que
era de aquella manera. Virgo, quiero decir, cumpliendo años después de Reyes. No sé a estas alturas si Otra hubiera sido mi suerte de no interponerse (¡tonto, tonto, tonto!) aquella del Lacoste rosa y lazo blue en el pelo rubiasco en coleta, con la que hice manitas viendo "Paolo il caldo" en un cine que ardió luego. Yo no tuve nada que ver. Creo que lleva un par de divorcios de aquella manera. Con su malvada candidez me enseñó a no fiarme de ningún beso, por más calentón que sea, el beso. Allá ella sí sabe que es aquélla. Además, no sabía besar. Según dicen, los sapiens sapiens somos monólogos y/o monógamos. En primer lugar, salvo excepciones, hablamos en plan "yo". Una regresión a mi parecer, ya que creo que nadie le gustaría ir por ahí mostrando la caquita que hizo sin ayuda. ¿O sí? Y, en segundo lugar, después de yo mío tiene un lugar muy destacado. Luego, ¿a qué viene tanto yo, tú, me, mi, conmigo, éste, ése o aquél?; coño que suena a gramática. En fin, que fue la primera vez que aprendí que el corazón, esa víscera infame que no saca músculo cuando hay que tener cojones, no está en el pito.
Para terminar el tema de Otra le diré que le di puerta una tarde de otoño en una cafetería de barrio (¿no ha tenido usted nunca un amor de ídem?). "Te odiaré de mientras viva", me dijo. Años más tarde sin preguntar me enteré de que se había casado y que andaba en esos rollos de santería con velas en la playa y demás. No recuerdo estas alturas si me acojoné, quizá no, ya que pienso que uno es hijo de sus propias obras. Así tengo mi vida, enladrillada con la crisis de los huevos que nos aplasta con el hormigón de la incertidumbre. A veces, le digo, estoy harto; me gustaría dejar la película en el intermedio (visite nuestro selecto ambigú) y no ver el final, pero mi curiosidad me lleva a leerme hasta los títulos de crédito. Llegaron casi dos años de plácido dispendio amoroso con sonados petardazos que por pudor me callo. Sí es verdad que aprendí a no compartir, carnalmente hablando, cuando hay dos mujeres a cada lado y en el mismo tiempo, pues se queda uno a dos velas. Joder, vaya dos cursos. Sí, joder. Como el diablo lo enreda todo y no lo hay peor que uno mismo, quiso la ocasión, para que nada faltase, que me enrollara con una compañera de curso. Entre asamblea y asamblea (entonces la Universidad era un dispendio de intelectos; nada ha
cambiado) nos apañamos para hartarnos de follisqueo consumado de modo variopinto. Ni le cuento la caña que nos dimos en Portugal en el clásico viaje de estudios, del que no quito nada a no ser que me despertase con una mamada extemporánea –o sea, a deshoras– en un hotel de Troia. No sé si porque rimaba, pero el afán con mi consonante más personal me dejó molestamente dolorido. En venganza, le confieso, dejé encerrado en el armario un pedo de los que no se beben. Sin que ella lo supiera me había enseñado algo fundamental que luego me abrió ampliamente, por así decirlo, las puertas de otras congéneres. Y es que la dicha tenía una vida muscular interior que mataba de gusto. Sepa usted que una mujer agradece a su manera aprender algo que no sabe, si bien nunca lo reconocerá. También aprendí de ella que la celulosa no sólo servía para hacer los folios de los apuntes. Hace años que se estila la ropa interior mascable, devorable si usted quiere, como complemento para los preliminares de la jocosa coyunda o folleteo, que el contraste de lo dulce y lo salado tiene su aquél; pero la verdad es que hay que ser muy paciente para masticar unas bragas de papel, que es a lo que me quería referir.
Aquel verano no fue como yo me lo esperaba. Madrugón con resaca, Guerra de las Galias, de los 100 años, análisis sintácticos –yo, que no era un devoto, andando de oración en oración–, polvo enamorado..., quiero decir que acabé dando clases en una academia para pagarme los vicios. Los dioses fueron benevolentes y enfrente había una taberna donde de 11 a 12 nos poníamos tibios a cerveza contándonos mentiras el de matemáticas y yo. La vida, pensaba –acaso usted igual–, es una ecuación con muchas variables e incógnitas. Y ahora sí que me he perdido, pues lo que le voy a contar no sé si verdaderamente ocurrió ese año u otro después. En aquel tiempo, años antes, estaba buenísima. Comenzó a usar la Claire Matin antes que ninguna la pandilla. Entre unas cosas y otras nos tenía a todos locos. No porque se arrimase más a la hora de bailar sino porque lloraba cuando la besaban, nos contaban los que tenían esa suerte. A mí también me pasó con ella en un rincón escondido fuera de la catedral. Un tiempo después fue mi casa sabiendo que mis padres estaban de viaje. La verdad, no sé si era la época en que los tíos somos tontos, que no hay vacuna para eso, pero ni me imaginé montármelo, ¡con la ocasión en puertas!, con ella.
Tal vez hubiera ocurrido de haber mediado mi buena suerte, esa puta esquiva que siempre me deja tirado. Todavía no sé cómo, solos, empezamos a hablar de cosas de mujeres. Yo, que entonces no había tocado pelo al no haber llegado aquel verano que le dije ni conocido a B., me atreví a preguntarle a que olía su coño. "a talco", me respondió, y me dejó perplejo, ya que me imaginé su mata peludita –que había semitocado otro verano en un despiste en la playa– con caspa Ausonia o de Bella Easo, bueno, esto último suena más bien a magdalena. Después pasamos a sus tetas, quiero decir que le pregunté como las llevaba; me explico, no bien puestas porque no era discutible, newtonianamente hablando quería saber si la gravedad les afectaba; si bien no eran manzanas sino peras. Años más tarde me contó en mitad de un polvo que su intención al ir a verme había sido que nos desvirgásemos y que antes de que llamasen a la puerta me iba a enseñar las tetas "para que me las mordieses y lo que tú quisieras". No fue así porque un amigo de mi padre no tuvo mejor ocurrencia que ir de visita cuando no estaban lo viejos, de modo que el calentón y yo nos quedamos contemporizando con él, ella se despidió al ver el percal.
Si no recuerdo mal fue en ese meneo lujurioso cuando también me confesó que se lo montaba conmigo a escondidas por morbo –sus padres vivían justo en la planta de abajo, yo dejaba en el cuarto el ascensor y subía (de cine, pero los conté más de una vez) los 39 escalones que a ella me llevaban, y por quitarse la calentura y no distraer a un medio no sé qué suyo amigo común de sus estudios de Medicina. Luego él me lo corroboró, que ella se lo había contado. Ya ve usted, los tíos tenemos la fama de largar cosas de mujeres. En una de esas noches de pasión oculta y mentirosa, con un terralazo de la hostia, ella celebró el rugido de un gol que nos llegó del cercano campo de fútbol. Era agosto o así y yo me solidaricé, marcando o metiendo lo que pude, pues nos habíamos puesto púos de licor de menta con hielo. Puede que esto no venga a cuento, pero hilvano al hilo de esto que ella anduvo un tiempo con un compañero mío de facultad que iba de no violento en aquella época, encadenes incluidos por cualquier motivo. Un proselitista de los cojones contra el militarismo y el capitalismo –su padre era ladrillero potente– que acabó haciendo la mili en Vitoria. Me lo contó él un tiempo después. Tanto comerme el tarro y luego va el
mamón e incumple sus principios. Nunca se acaba de conocer a la gente. Entre ésa y otra llegó o me vino la única mujer de la que puedo decir que ha dejado huella en mi vida. Puntera más bien, de lo cual le puede hablar mi espinilla izquierda. En plan coña yo la llamaba Agencia Efe, pues ésa era la inicial de su nombre. No quiero decir que era cotilla, salvo con su hermana dos amigos gais (entonces eran homosexuales) y los míos comunes, sin ge de maricón. De ella recuerdo, patada aparte, que nos emborrachamos tristemente al saber que Lennon había sido asesinado. Fue en casa de unos de sus amigos de la cofradía de la Virgen de la Pluma, tan pequeña entonces que no tenía ni armario del que salir. Vaya lunes más chungo que fue aquél. La agencia, efe quiero decir, tenía entonces, ahora no sé, un estupendo par de piernas y una mala leche del copón para usarlas, como ya dije antes. A esto se unía, o la incrementaba, que vivía con una de sus abuelas, que por mucho que se acordara del Himno de Riego, versión de la II República, le tenía impuesto toque de queda a las 11 de la noche, a las 12 en verano. La de Caperucita me parecía así una tierna criatura a la que se le podían perdonar sus devaneos con el lobo.
Con todo, nos lo montábamos, en más de una ocasión de modo tempranero, a resultas de lo cual me iba a toda leche a clase después de haber repasado concienzudamente la anatosuya; porque una mujer, si usted no lo sabe, siempre tiene un archivo oculto que no hay modo de liberar o desencriptar; mucho más jodido aún. Años más tarde la vi en Pedregalejo de la mano de un gilipollas. Lo escribo tal cual lo siento, ya que adiviné en su mirada, la de él, que pensaba lo mismo de mí. Es decir, que efe le había contado las cosas nuestras al igual que a mí las suyas con un gilipollas antecesor mío que la obligó a hacerle una mamada y que, además, resultó ser un eyaculador precoz. Por este incidente me costó lo mío convencerla para que me dejara comerle el coño. Apenas tembló cuando a la salida del cine, tras ver “El tambor de hojalata”, le confesé que habría querido darle caña en su eñe más española al tiempo que el seminiño coñazo chillón nos apañaba con mala maña los tímpanos. Hay que ver cómo somos los tíos. Desde pequeñitos queremos ser los únicos en tocar teta –eso sí que es tomárselo a pecho– y no compartir. Ni tampoco antes. O sea, tener cuernos sobrevenidos. El antes de ti no hubo antes sólo es válido para uno: mi vida es una pizarra en la que quiero apuntar la tuya.
He de confesarle que aun habiendo imaginariamente asesinado a Papá Noel no le tengo hincha, aunque fue en las primera horas de la Navidad cuando efe me pegó la patada y no figuradamente, como ya dije. Bueno, en cierto sentido fue doble. Todo por engolfarme con mis amigos para celebrar a San Jesús y retrasarme unas horillas en ir a donde estaba ella. Mal venía el Niño aquel año anunciando que lo que hacía falta en el mundo era amor. Valiente ironía, ¿no? No me gusta reprochar, pero a mí mi/su amor me dejó con el puntapié y de propina un sonoro par de hostias que ni arañaron mi pundonor u orgullo a pesar del cachondeo que se formó a mi costa. Hay que reconocer que los tenía bien puestos, no por endiñarme a mí –hostia, no recuerdo si alguna vez me dijo „te quiero‟– creyendo que era un machista maltratador de mierda como su padre, pedazo de cabrón amable de cara al público que tenía acojonada a la familia. Meses más tarde me llegó una carta/disculpa desde su primer destino profesional. Antes de que se me olvide. El verano anterior, acaso porque me lo barruntaba o por aquello de estar solo al irse ella de vacaciones después de las opos, o por mi suerte y alma de
pendón, tuve la suerte de pasar por la piedra de 50, más bien por su coche, con el aire lleno de ozono (había caído un tormentón) en la puerta de mi casa. Otra lección más que aprende uno. Por más que jures que esos momentos encontrados no los vas a contar, la parte disfrutante de mis partes fue contándolo, con la cara dura añadida de llamarme para reprocharme lo que yo no había hecho. “Ya no follo más contigo”, me dijo. Y hasta la fecha lo ha cumplido. Hasta la fecha. Porque no quiero que se me olvide, y no viene a cuento, le digo que ni don Ramón de las barbas de chivo habría imaginado a una de sus adúlteras sobre una mesa de billar en el altillo de un garito mientras pasada una ristra de penitentes deseosos escoltando a un Cristo a menos de tres metros en vertical y a unos diez, escalones excluidos, en horizontal. Ahí hubiera querido ver yo cómo tocaba una sonata el de Bradomín. Aunque esto que sigue no es mío, me parece apropiado traerlo a colación como historia ejemplar de lo que le cuento. Cuando se nos vuelan las hojas del calendario creemos que son velas que se llevan los recuerdos; a veces, sólo de cuando en cuando, la marea del tiempo los acaba devolviendo.
Fue así que compartiendo estos días vivencias por hacer memoria un amigo me contó –y viene al hilo de los de las casadas– que tuvo él a los 14 años una querida que le duró hasta después de la mili; época en la que es esencial tener quien piense en ti y te largue algún giro postal. Lo primero que se me ocurrió decirle fue, en el buen sentido, que empezó por atrás, ya que lo común es dedicarse a esas veleidades del trapicheo sentimental cuando uno ya está asentado en lo cotidiano del amor o de las hipotecas vitales. “Ella tenía 22 años y se fijó en mí, era un bombón de alto standing que me tenía a cuerpo de rey, pues manejaba la pasta de su marido”. Y yo a su edad, ¡cagonlaleche!, leyendo los Episodios Nacionales. Entre medias –no me dijo si eran de seda– le confesó que no pensaba dejar al interfecto por un pipiolo que no tenía dónde caerse. Mantener el estatus era más importante para ella que el traqueteo infiel de los raíles del deseo. La pasta, maestro, es la que acaba mandando sobre los sentimientos o como les llamen a esas cosas. ¿No cree usted? Con esta zozobra oí en lontanaza que la preocupación de ella por su porvenir (el de él) llegó al extremo de supervisar las novias que, por estar en la edad, le iban saliendo. “Al final me
echaba a pelear con todas”, concluyó sin resquemor para seguir contándome detalles que me callo por no fiarme de quien pueda leer esto, que nunca se sabe. Y si me repito, me la suda. Sí que fue gracioso lo que me contó del marido, que habló con él porque su madre (la de mi conocido) le pidió que su mujer (la del capricornio) dejara en paz a su hijo. Vaya, me parece que de nuevo se me ha ido la pinza. Volviendo a lo anterior, a veces he pensado qué tengo o tuve para las casadas. Esto del billar –también hubo normalidad y algún que otro balcón–, duró de invierno a verano, apenas nada. Dio tiempo entre medias a que me confesase que su marido estaba mosqueado pues al catar la diferencia ella pedía más. No me lo tomé como un halago sino para tener en cuenta antes de encontrarme una o dos hostias sin remite mas con obligado acuse de recibo. Pero antes de eso, apenas unas semanas después del suceso de efe, apareció como por un acaso el relevo. Eso duró, con intervalos, casi cuatro años; mili incluida, “porque es fundamental tener quien te proteja mientras sirves a la Madre Patria”, me dijo un amigo que ya había penado las culpas de alguna de sus otras vidas en una compañía de operaciones especiales. La verdad es que un par de tetas, sean
eventuales o fijas-discontinuas, ayudan mucho en ese trance en que uno a cada hora se cuestiona qué coño hace en una guerra que no es suya, máxime cuando aún estaba caliente el intento de tijeretazo a la recién estrenada libertad. Quiero decir que los cuarteles estaban alborotados y temíamos que las hostias fuésemos a llevárnoslas los de siempre, los machacas. Aparte de en los bares, cuando de podía, me pasaba el tiempo en la biblioteca, donde hacía un frío de cojones. Eso me convirtió en un bicho raro y en casi sospechoso, porque a quién se le ocurría leer en la mili algo que no fuesen novelas del oeste o de Vázquez Figueroa; pero era un lugar seguro: a ningún chusquero por debajo de la gorra se le pasaba buscar „voluntarios‟ en un lugar tan poco recomendable. Todo se aprende. Una vez comprobado científicamente que el darwinismo era una realidad; es decir, que nos habíamos convertido por la necesaria evolución en unas inmejorables ratas cuarteleras (nuestra red controlaba los bares de oficiales, la cantina de tropa, el economato, vestuario, armamento –yo traficaba con influencias a base de munición cuando se sobrepasaban los cupos y así tenía fines de semana libres, me libraba de arrestos, me invitaban a comer, a copas–, y etcétera). En los últimos meses demostramos que era posible la
cooperación en el naciente Estado de las Autonomías, pues en aquel potaje que pudiera haber dado con nuestros desgraciados cuerpos en Lanzarote con uno o dos años de propina, estaba representada, salvo error u omisión, la estupenda variedad de los pueblos de España. En definitiva, mientras rulaba la máquina del tiempo para conseguir la ansiada blanca, nosotros éramos los morlocks y la buitrada de mandamases los elois viviendo en el palacio, un suponer, de la despreocupación. Aquí para esto y perdone esta digresión, pero es que quien no cuenta lo buenos ratos de esa etapa de servicio altruista obligatorio es, en mi opinión, que no ha sabido sufrir por la Patria. Sin embargo, la triste vida de pisa hormigas, que estábamos en la fiel infantería, se nos complicaba en la retaguardia. La mayoría de nuestros amores a cobro revertido se maliciaba que teníamos apaños de guarnición. Y no nos comíamos una rosca. Las chicas huían de nosotros; éramos aves de paso. Yo tuve que justificar, a pesar de que era verdad, no haberme escaqueado, sentimentalmente hablando. En ese tiempo ni en los posteriores deslices placenteros con mi ya entonces ex. Tenía una hermana que nunca me perdonó el preguntarle si iba de viaje al verla un día con una escoba; ella, una ferviente
feminista que luego se convirtió y quería emigrar a un país de esos en que la libertad ni se puede escribir en los cuadernos. En fin, que como dijo uno, una polla tiesa no tiene conocimiento; sí, pero cuando a una tía se le mojan las bragas se arma la de Troya. Así que ella le metió en la cabeza que yo tenía una Lili Marleen entre paseo y retreta. Para cagarse. De nada me valió jurar hasta por el Cid o comprometerme a hacer un juramento en Santa Gadea y no como Alfonso VI. Nones. Por un sí o un no –todo se acaba sabiendo– me enteré luego de que me había convertido en cabestro con un compañero de curre. Antes de saberlo ya le había advertido que era un capullo lastimero suavón, una de las tretas más bajas que se pueden usar para seducir a una mujer. Lamento ahora no haber cumplido mi promesa de pegarle una pedrada al escaparate de la joyería de sus padres, de la que el gilipollas sacaba algunas baratijas que le regalaba para impresionarla. Y eso estando yo de cuernos presente; o sea, siendo el titular. Cuando esto que le digo me lo contó una amiga suya dejé de pensar que había sido un cabrón, en el buen sentido de la palabra, por habérsela pegado varias veces antes de convertirme
en Mambrú. Después, entre risas, seguimos con el dale que te pego, su amiga y yo. Hay que ver. Se dice que los tíos somos unos cotillas, pero convenga conmigo, si le parece, que ellas tienen tarea y son más lengüetonas, en plan chungo, que nosotros. Con todo, es inevitable quererlas, de un modo u otro, a sabiendas de que te pueden astillar el corazón o hacerte trizas el orgullo. De esta ésa o aquélla aprendí que nunca se sabe todo, principalmente que hay a quienes les gustan las bragas planchadas; que por qué lo sé es algo que tal vez usted se pueda imaginar: por haberle arrugado más de una en apretones súbitos de pasión muy subidos de tono pese al calor sufrido mientras las alisaba horas antes con la Braun del coño que la parió, que ya me he cabreado al acordarme. Hay que joderse, sobre todo por la cuestión de que se quejaba porque le arañaba los pantis sin remedio, a resultas de lo cual empecé a llevar en mi kit de supervivencia una talla media de color carne, lo más socorrido para que ningún maromo o marido fuese susceptible de queratinosis córnea, que es lo que impide ver siempre que un cuerno hace sombra. Dicho de otro modo, porque quien se cree virgo en estas lides termina siendo tauro, aries o capricornio; eso sí, con los cuernos por delante o a
los lados, retorcidos conforme al nivel de mosqueo. No sé si me explico. En el interregno o antes de que me picara el billete o yo dijese que me iba a comprar tabaco, apareció sin explicación otro bombón, problemático para no ser menos, también con pelos en unas espléndidas tetas entre las que sudaron mis orejas aquel
julio–agosto–septiembre–octubre.
Al
entreteto
le
llamábamos entonces canalillo. Lo que son las cosas, estos días la Real Academia Española ha decidido incluirlo en el diccionario, de la lengua, por supuesto. Yo propongo humildemente incluir también el término o voz „canal‟, además con „la‟ por delante. Y no es por querer dar la nota, pero entre sufrir en un entreteto o padecer en un canalillo es mejor dejarse llevar por una tempestad en una buena canal. ¿O no? No hay nada como navegar en un ansia placentera. ¿O sí? Ya en aquel tiempo, una noche de copas aburrida, hube contabilizado casi una veintena de muerdos, magreos que no pasaron a más y mosqueos consecuentes, por ellas, ¡qué manía!, que lo iban luego cascando. Menos mal que yo había prometido no contar nada. De hecho no lo pienso hacer aquí. Que me perdonen por ser consciente al querer olvidarlas, que me
perdonen si es que pueden admitir habérseme perdido y dejarlas en la Cuaresma del recuerdo por carne prohibida. Por entonces se me coló entre besos alguien que con engaños quiso hacerme padre a regañadientes. Para que te fíes; siempre hay alguien para colarte un gol en propia puerta, por más que aparentemente juegue en tu equipo. A este respecto quiero hacer un inciso para que conste que hacía tiempo que no me acordaba malamente de los abuelos del australopithecus ni de los del hombre de Atapuerca. No sé si ya le he dicho que tampoco me ha sido extraño el polvo pagano, al que siempre me invitaron. Suerte, puede que usted piensa; no tanta, porque la primera de las cuatro veces nos la dieron en la frente. Nos trincó un cuñado lengüeton a quien le faltó tiempo para contárselo a la otra del colega, que no era ninguna santa y más tonta que nosotros, que le pillé una carta en la que le confesaba sus ansias un compañero de trabajo. Eso no se lo conté a mi cómplice, que ya estaba jodido lo suyo con las sospechas y el divorcio que le planteó. Eso sí, las veces que la veía me reía para mis adentros mientras hablábamos de banalidades sabiendo que ella se imaginaba que yo tenía la carta de marras. Poco que nos cachondeábamos los que estábamos en el cotarro con el comentario de texto que una noche de
borracheras hice de la epístola de los cataplines. Conclusión: nunca guardes nada comprometedor entre libros, siempre hay un majara al que le gusta viajar leyendo las sinopsis o las solapas y acaba encontrando sin querer la verdad incómoda. Y encima el que queda mal es uno. A otras de las trabajadoras de la entrepierna invitó el marido ofendido de una eventual mía, que bien que se los puso a la muy tonta, de la que quedé como seductor en buena lid, pues no usé todo lo que él me contaba para llevármela al huerto del devaneo amoroso. Seguro que no le largó que varias veces dijo quererme mientras le arreaba estopa o le daba un concienzudo repaso. En tanto España se preparaba para entrar en la modernidad con el
revoloteo
de
maletines,
convolutos,
agiotistas,
cantamañanas varios, cafelitos y relojeros desaparecidos a la sombra de vuelos terrestres de aves, expos y olimpiadas, un servidor de usted acopiaba inmerecidas medallas para esta narración que nunca me había planteado antes y de la no tengo muy claro su porqué. Por aquel tiempo aún seguía con una esporádica de mi vida. Rollete que se había iniciado unos años antes en su coche a la
salida de un antrogarrafón de moda en cuyo lugar, por ahora, hay una sucursal bancaria. Tenía su punto de mala hostia. Llevaba siempre a mano un espray de pimienta sin importarle que estuviesen prohibidos. El 34,5 no lo hacía demasiado bien, pero era lo que había mientras no me dejaba más allá de la puntita porque aún no se había operado del virgo, como lo oye. Hay que ver, cuando empezaban a ponerse de moda los remiendos ella acudió al quirófano para descoserse. No hay quién las entienda, ¿verdad? De nada sirvieron mis buenas malas artes para convencerla y eso que ya en aquella época entendía algo del tema. Claro que no era cuestión de buscar certificados que me acreditasen. Cualquiera iba a las ex a pedir uno. Uno de aquellos julios, con los zapatos sucios –me habían costado una yema–, aprendí las virtudes eróticas de Mahler. No sé si porque estaba de moda entre algunos políticos, pero a aquella joven y decidida profesora de universidad, ”esto no lo he hecho nunca; invitar a un tío a mi casa, después te vas”, le dio por poner un LP del alemán ése. Por más que en el enrolle, que no sé cómo ocurrió, ella trató de hacer prevalecer que las ciencias eran más útiles que las letras, le acabé demostrando que
mi dialéctica era más efectiva sabiendo usar bien la lengua. Tanto, que de asombro, pienso, se quedó con los ojos en blanco. Acostumbrado a templar camas me di el piro por las escaleras al no fiarme de los ascensores a las ocho de la mañana. Allá que se quedó ella sonrientemente complacida, sin darme su número ni yo pedírselo ni aun cuando dos o tres veces aquel otoño nos encontramos por esos bares. No se me ha olvidado su nombre ni la mayoría de los otros, ni siquiera que era muy inteligente en su casi 1,80 de pedazo de mujer. Esto me trae a la memoria que una de las veces que quedé como un gilipollas fue también en verano. Ella me sacaba dos o tres palmos, tuvimos que aburrir a una amiga plasta y soportar el jaleo cachondo del gitanerío al que distraíamos con un enrolle previo mientras Camarón empezaba a entonarse en un festival flamenco de a huevo la entrada del que sólo sacamos albero en los zapatos, metemanos a discreción y colocón financiado, porque nos perdimos con una de las neveras en que llevábamos el material fungible fresquito del bebercio. Digo que hice el gilipollas pues si bien estaba yo aún a casi estrenar no valoré que me podía haber pasado un verano de la leche. Los puntos que de cuando en cuando le dan a uno.
Pero a lo que iba, aquel verano fue bastante leñero. Hasta una noche ganamos un ventilador haciendo trampas en un concurso de baile. Para verlo. Los patosos sin fronteras haciendo el travoltín y ganando, para sorpresa de la concurrencia, algo que estaba amañado. A resultas de eso mi inseparable compañero de juergas y yo terminamos, casi pillándonos el sol, a la sombra de sendas farolas magreando a unas muchachas que ya no lo eran tanto. Señoras, que no se puede ir de ligoteo por ahí, por mucho divorcio que haya, con las fotos de los hijos que lo pueden hostiar a uno. Una madre cabreada envenena a la descendencia. Usted ya se da una vuelta por los clásicos, si quiera. De aquello, resaca y preebullición aparte, sólo sacamos el ventilador –que realmente yo gané– y un par de trolas que me hube de inventar sobre la marcha para justificar por qué el artilugio de las narices acabó en una casa que no era la mía. Hay momentos en que se acaba hasta los cojones de tanto justificar las mentiras ajenas, ¿no? Más si es uno el que se lleva las hostias que no le pertenecen. Este país es así, el mérito es para quien no se lo ha currado. No querría que usted pensara que todo esto me lo estoy inventando. Entre nosotros, me da la impresión de que hay
cosas que se me han olvidado o cuando menos no me encuentra el buscador. No me quiero mosquear. No se gana nada con eso. In illo témpore he de admitir que comenzó una buena racha. Parafraseando al gran Lope: en menos de horas 24 pasaron, o yo, por cama, catre, silla o mesa, más de cuatro. No es un vacile, ¿me va a cobrar por eso menos la consulta? No me malinterprete, pero su secretaria nunca me da factura. Si me repito me lo dice a vuelta de correo normal, para lo cual le adjunto varios sellos. No es que no me fíe de las internetes, sólo que no me gusta que lea quien yo no quiero lo que escribo. Habían pasado unos doce años cuando la vi en un bar del centro que regentaba el hermano de aquel pibón enormemente rubia de la que todos estuvimos enamorados, pajas aparte, en el barrio. Siendo de buena familia, por esas cosas de la vida acabó de puta en el estribo del caballo que ha coceado a tantos. Cinco mil pelas de aquellos tiempos, algunas copas previas también, era lo que cobraba; eso si no te birlaba el reloj, como le hizo a mi amigo de aquel entonces, el que se hizo el ofendido porque me trajinó su mujer. Y todo esto viene a que allí estaba ella, envuelta en aquellos labios fríos que me imaginaba sabrosos a chicle de
canela que me robaron las admoniciones de un director espiritual que sólo tuvo cojones para darse a la botella. Escribo esto pues las ciudades son pueblos llenos de barrios en las que todo se acaba sabiendo, amén de que una mañana de colocón temprano o noche larga compartimos un café y a mí no me temblaban las manos. Ni cuando escribo esto. Pasaron casi diez años más antes de que me la pudiera cepillar. Lo que viene a demostrar, malamente, que el que la sigue la consigue. ¿Qué hube? Un tratamiento bestial de antibióticos, que ella pagó, todo hay que decirlo, pues tuvo una época perniabierta después de que fuera yo el primero que se merendara sus tetas aquella tarde de San José. Eso fue, lo del polvo contagioso, en otro verano; manda huevos con el solsticio. Al andar, ella, de ansiolíticos y cosas de ésas, tácitamente lo dejamos, que ya andaba yo bastante pirado para meterme en más berenjenales. Fue en el tiempo en que una sospechaba que yo se la andaba pegando con otra; craso error, las mujeres han sido, de un modo u otro, las que me han atizado. Puede que la frase sea mía o la haya leído en algún sitio: nunca se sabe todo. Y si eso es un axioma en el mundo académico en general más lo es en el real. Cuando la neurona
lista no la tiene uno de guardia todo puede suceder, como caer en las redes de una Circe de 19 años. Sucedió una noche, cómo no, de verano. Un beso de los que hacen época me sacó de mi incredulidad, previo vistazo a su DNI, que uno será muchas cosas, pero no un menorero. El sueño de esas noches de verano se lo llevó por delante septiembre con agujas de reloj cosiendo horas descontadas en su escoba. Con un beso traicionero me dijo adiós, menos mal que esa noche sí que la neurona antes mencionada estaba en guardia. Por ésta no le hice caso a un gran amigo, que son de los que se equivocan; liarme la manta a la cabeza y a estas alturas seguro que sería un buen ganadero de caracoles salvajes, únicos cuernos
que
se
puede
uno
comer
a
gusto
sin
malinterpretaciones. Supuestamente. Pero a ella, que si no la he olvidado es porque le presté un libro que no me devolvió, que es lo que lamento, le debo que aquel principio de otoño fuese caluroso entre las sábanas. O fuera de ellas, aquí por esa época se nota aún el calor. Hablando de libros, ¿cuántos ha regalado usted para que le recuerden y qué recuerda de quienes se los regalaron? Prestar un libro con dedicatoria es dejar que se empolve en una balda, adocenado entre otros que no sabremos qué dicen, bien que me
malicio que hay pastas con rayos X que desentrañan las palabras casuales de quienes los dedican. También se da el caso de que se regalan libros a quien no sabe apreciarlos. Ni por la dedicatoria. Lo más peligroso, en mi opinión, para los susceptibles, es algo que escriba. Una pluma, un boli o un lápiz pierden la memoria según han ido dejando las palabras pensadas a través de una mano. Y no hay manera de volver atrás. Una a que asombra, una e que expresa, una i que pregunta, una o que besa o la u de tú jamás han sido vistas reentrando en el ápice de cualquier artilugio que haya escrito. Es que, asimismo, las palabras que se pintan de un modo u otro no saben su origen ni qué significan, se pierden en el espejismo blanco del papel o en las eses del cerebro; los meandros de la memoria. De tanto escribir yo y leer usted acaso no se acuerde de aquel pedo que se quedó en el armario de Portugal, lo cual me lleva al tema de los cuescos amatorios. Decía un conocido que la mejor prueba de amor que podía hacer una mujer era subir hasta las cejas la sábana cuando su hombre –él era gay, no podía corroborarlo– se pegara un trallazo de aquellos que ardían en las noches aburridas de mili.
Tal cual se lo cuento se lo dije a mi „madrina de guerra‟, que le lo tragó entero. Eso sí que es amor, a no ser por haberme tragado alguna pluma suya estando entretenido en cuestiones bilabiales varias. No quiero meterme en la vida cubatera de usted, si acaso la tenga. A pesar de todo lo que digan el mejor cubata de gin Larios es, siempre que está bien fría, con Coca–Cola. Escribiendo ahora esto estoy pasando algo muy picante con Pepsi. No diré los resultados a no ser que se retrate la multinacional reflejada. ¿Quién sabe? Nunca se sabe todo. Si a estas alturas piensa que soy un tonto, crédulo o lo que se le ocurra, es que no se ha mirado al espejo. Si usted es de los que se miran de frente al salir de la ducha es que no ha visto lo más elemental, querido Watson. Sí, el amiguito pequeño cuya cabeza piensa más que el cerebro; el que tantas alegrías y disgustos da. A la Historia me remito. Nadie se acordaría de Aquiles a no ser por el capullo de Paris; Ana Bolena ni siquiera ocuparía una línea por sus tres tetas de no ser por aquel pendón de Enrique, que estaba a la par con su sobrino político, el César Carlos, que si bien era un ligón no consta que por él ninguna mujer perdiera la cabeza. Todo, en
fin, por el menor de nuestros amigos y el mayor de los problemas. La cuestión es que por repasar esta teoría que tengo acerca de la importancia, no de llamarse Ernesto, sino de hacerle caso a ese a veces triste miembro de nuestro particular parlamento, he perdido el hilo de lo que estaba contando. Cuando por pura potra entra uno en racha lo mejor es aprovecharla, de modo que al mismo tiempo en que ni imaginaba que aquella premujer fuese a arañarme las entretelas en un despiste me lo monté una noche madrugadora con una más acorde a mi edad, que es a lo que venía también el elogio impropio del pedo en la coyunda amatoria. También hubo un meneíllo esporádico con otra que no estaba muy al cabo de la historia. Ese otoño-invierno torrencial en que estuvimos a punto de convertirnos en ranas fue principesco para mí, sin que mi titular de entonces se lo llegase a oler, como tampoco su marido, quien a pesar de habernos presentado en una cena a tres bandas a una novieta que se había echado (lo de tres bandas es porque la única que no se enteraba de qué iba la cosa era ella) no dudaba en chivarse si me veía en la zona de bares cuando regresaba al domicilio conyugal tras haberse cepillado a la colegui. Esas
cosas no se hacen, digo contarle a tu mujer dónde andaba su amante. ¡Hay que ser rata vengativa! Nunca se puede uno fiar de nadie. Yo, como entonces andaba jodido de amor, pues cuando una mujer te quiere hace lo imposible para que no te des cuenta, me encontré al día siguiente de una noche tormentosa con el abrazo más tierno que me han dado en esta puta vida que le cuento. Fue inversamente proporcional a su altura. Era una muñequita llavero que en su escala estaba buenísima. Tal vez en sus recuerdos ahora me odie, espero que no. Por ella conocí a quien no me planteaba hacerle el amor desaforadamente. Casi dos metros, otra vez, de tía BIC (buenorra, inteligente, cojones). Había racha, como le dije. No me acuerdo de la estación, que uno no sabe dónde se baja o sube. Lo cierto es que me dijo, sin yo preguntarle, que nunca había tenido dos orgasmos seguidos. Una confidencia de éstas es para cuestionarla si no sabe uno qué se esconde entre los pliegues de unas sábanas. Tenía unas piernas preciosamente larguísimas, tetas de un chupetón y un coño de aquella manera, de los primeros que se rapaban por mor de ser comidos profusamente. No me diga
usted que a los bajitos no nos pone alterar la geometría de una tía buena. De ella recuerdo, ahora que en eso estamos, que fue el único cepillo de dientes, a estrenar, que he tenido que esconder. Eso fue más tarde de una nochevieja extraña, de las que nos creemos que no existen sino en las películas. Amanecí aquella mañana en su cama y luego ella conmigo en mi sofá después de haber visto „Ciudadano Kane‟ mientras yo enredado en su cintura soñaba en colores. Tenía también ella una buena amiga a la que le contaba todo. Quizá usted no, pero en la vida de quienes se han relacionado conmigo siempre ha habido una buena amiga que ha acabado crucificándome con chinchetas de metro y medio. A trancas y a barrancas se había empezado a montar un triángulo en el que a menos que fuese listo iba a ser yo el cateto menor, por resta de la hipotenusa. Pero el Murphy ése, el de la ley, se había empeñado en que yo comprobase que era cierta, de modo que en esa primavera se complicaron todavía más las cosas. El que se crea en esto que es más listo que nadie va de cráneo, no se da cuenta de las piedrecitas que le van poniendo en el camino para que se pare donde ni lo ha pensado.
De un día para otro supe que éramos un cuarteto, no de Alejandría, pero cuarteto, en el que a veces se añadían dos ejecutantes más. Menos mal que esporádicamente, pues en menos de 24 horas –otra vez– tres de ellas hicieron duetos conmigo–. Entre medias se trabajaba. Entonces uno era más joven, animoso y vaya a saber qué, pues la pastilla azul aún no había salido; al menos aquí. De un modo u otro debía existir un santo patrón protector (¿San Pendón?) que cuidaba de sus fieles y reducía el número, no a menos de dos; algo llevadero si al menos una de las partes admite la existencia de otra „titular‟ y no le importa ser suplente. Aunque en esto no se tiene muy claro quién está chupando banquillo. No quiero omitir que en aquel verano hubo repeticiones varias por encuentros casuales en megaconciertos de los que se llevaban antes. También dos o tres imprevistos que no añaden nada a esta relación. Venía a ser un si te vi no me acuerdo. Hasta ahora ha funcionado. Al cabo de los años hemos tropezado por esas barras –nunca en un museo o una exposición; inimaginable en una conferencia peñazo– si hacer referencia a otra cosa que a banalidades de manual.
Ni qué decir tiene que en ocasiones el ego se adelantaba a la testosterona y hubo que oír el reprochador ¿ya no te acuerdas de mí?, por ambas partes. Se salió cual se pudo y ahí quedó la cosa. Aparentemente. A poco empezó la fiebre de los móviles y no se sabía muy bien quién había dado a quién tu número. Nunca se sabe todo, pero todo se acaba sabiendo. No sé si me explico. A tenor de lo que le relato se me viene a la cabeza que mucho de lo que hacemos ellas y nosotros se debe a la sospecha, el pundonor, la traición y demás sentimientos malos que anidamos sin saberlo. Por la traición comprobada, repase, ha sido sujeto, más bien objeto, de muchos casos en que, tiene cojones, he quedado como seductor. Pero cuando se unen la sospecha, el pundonor y la traición lo que hay que darse es por jodido, no creerse que se ha tenido tanta suerte para llevar la batuta. Eso se aprende con el tiempo; si no, a otra cosa, mariposa. Estas tres variables, llamémoslas SPT para abreviar, se convierten en una bomba de relojería de madrugada en una barra. Si se le añade un terralazo del copón, mucho mejor; cada beso que recibes es un cubito para las caricias que te hacen arder en ese momento que vas a olvidar.
Cuando el otoño asoma ni te esperas que empuje al invierno y ése, a tres años del milenio que empezó al año siguiente, por más propaganda que se hiciera, fue extrañamente normal hasta la última campanada. Desde entonces no me fío ni de la última, que es la primera de un nuevo tiempo. Nuevo año, otra complicación en ciernes con besos y magreos en portales que no cuajaron hasta cerca de otro otoño. Cierto es que uno se apañaba como podía, calzoncillos secuestrados incluidos devueltos luego, limpios, en un paquete sospechoso sin remite que hizo barruntar una cabronada explosiva; era el tiempo en que se recibían explosiones que no eran de amor. Menuda cagada de haber llamado a la Policía, pero también me reconocerá que se le echaron huevos a abrirlo la única intuición de que lo que estaba dentro me los hubo cubierto unas noches antes. De aquel tiempo me viene la costumbre de esconderlos en un zapato si me los quito, siempre se encuentran; pero vaya usted a contar nada de esto, no sea qué. Ya me entiende. Fue otro tiempo de tripletes. Un amigo de aquella época, ansioso de saber de una vida tan normal como era la mía, previa narración de sus cuitas extradomésticas, dijo “nos vamos a ir cogiditos de la mano al infierno”. Supongo que eso será para
quienes tienen un vínculo sagrado o de esas cosas y también está por ver. Lo cierto es que evité que acabase en el Juzgado de Familia por un encoñamiento que terminó, literalmente, con muchas de sus cosas de su vida escondida arrojadas por la ventana de un cuarto o un quinto, para que digan que no lo hay malo. Siempre que nos volvemos a encontrar me reprocha mi falta de confidencias, pero es que esas cosas no se cuentan si son trola y menos si son verdad. Pienso. Me refiero a los nombres, pues note que si he dado alguno ha sido su inicial y ya le advertí que no era verdadera. Estas líneas que ya me están cansando surgen de su insistencia acerca de mis conocimientos de alemán, que no sé a qué coño viene. Me lo tomo como prescripción facultativa. Imagino que será mejor que andar empastillado por esas esquinas. Llega un momento en que uno se acaba acostumbrando a las circunstancias, que se amolda a lo que hay siempre que ese tenga en cuenta que el Murphy ése termina teniendo razón. Menudo fulano tuvo que ser. Pues andaba yo tan tranquilo con mis madrugadas y amaneceres, sin quitar algún desayuno como en los tiempos del
puntapié, cuando otra espina se añadió a mi cuenta. De casualidad, ya que releo lo escrito para no repetirme y no hallo una razón de por qué me ha ocurrido. Seguramente usted tampoco cuando le eche un vistazo a este cuaderno. Fueron encuentros invernales, uno de verano se malogró en una parada de taxis. ¿No cree, a este respecto, que nos pasamos la vida esperando ese taxi que nunca pasa? Tal vez seamos en ello daltónicos para distinguir la luz verde de otras. De este modo, quizá, estemos tiempo sin saber cuándo cruzar. Me perdonará que esta reflexión salga al filo del amanecer de otros muchos veranos después, en un sitio raro de lo más normal con la basca que aún puede ir a trabajar; dicen que estamos intervenidos y yo tengo la sensación de que en ello ni pincho ni corto sino padezco. La antedicha y un servidor estuvimos a puntos de fugarnos aquel verano, en plan de „On the road again‟, a un sitio donde decía que ya estaban cuajadas las cerezas. Puede que todo se fastidiara al decirme que se había apuntado a un taller de escritura en el que impartían clases varios a los que ya les había quitado yo más de una falta de ortografía y corregido la sintaxis; de resultas que ellos andan chupando, además, del bote y yo deseándolo.
No me malinterprete, “del bote”, porque en estos días, después de leer lo que han escrito, yo me lo hago en papel El Elefante sin astillas molestas. Alguna vez he visto esos rollos en los chinoacién, pero por mi mala cabeza no los he comprado. Sí que me agencié, por 0,85, una novela del oeste, creo que del gran Don Marcial y eso que no mido seis pies y seis pulgadas. Bueno, que me desperdigo. ¡Qué bonito es el verbo! La perdiz lleva a la perdigonada detrás y ante el peligro se juega la vida, a maricón el último, para despistar; que se desperdigan, por si no lo ha entendido. Excúseme el juego de palabras. Si no lo entiende puede que sea porque en vez de una perdigonada lo que tiene usted es un plomazo bien dado. Ella, por tranquilizarme, me aseguró que sería en sus vacaciones. Cuando le dije que no conocía la palabra hizo como que se lo creyó y más, porque sé que una amiga suya que entonces no sabía que tenía nombre de princesa –no de bragas ni de plancha, ya me entiende; acaso– me anduvo los pasos. Puede que se pregunte el porqué acordarme de esa fugacidad cuando hubiere otros recuerdos mejores. Seamos científicos: a) porque el boli con que escribo me lo regaló una camarera feúcha de piernas larguísimas. Y novio mosqueón; b) porque ella, no la camarera, me despidió, en el buen sentido,
cubierta con un albornoz o algo verde; c) porque me gustó mucho, con matices, una novela de amor de Julio Verne y d) por b) y c). Verde era también la botella de whisky que casi me cargué con el colocón a medias que llevábamos en la cocina de su casa mientras el Alborán rugía bravo entrando por la ventana. Como en aquel tiempo la tele era de tiendas nos dedicamos a engañarnos placenteramente. Muchas de estas cosas sucedieron en lluvia. Si golpeaba en los cristales, se derramaba detrás de nosotros u otras pijadas por el estilo le digo que no; hablo por mí, no por los demás; si se está a lo que se está se está en ello. Por ejemplo, pruebe a comentar con su pareja en plena faena amatoria la ruidosa cadencia en los cristales de la meada de todo el mundo, ¿o a dónde cree que va lo que sale del cuerpo animal? No pongo coma para que no se ofenda. Y si hablamos de los sólidos, que de un modo u otro vuelven, sería más asqueroso; pero teóricamente pasan por depuradora y el consecuente ciclo del agua. O eso nos dicen. Con todo lo anterior se me ha ido la pinza, así que como usted sabe que escribo en los bares voy a desbeber y vuelvo.
Las miradas traicionan sin que uno quiera. O si no, ¿qué haría usted cuando unas bragas de croché le apuñalan las pupilas o como se llamen? Si se lo hacen a escondidas de su marido, del de ella quiero decir, y el morse (…–––…) le pide socorro, por más cara de gilipollas (“no me doy cuenta de qué coño está pasando”) que usted ponga, dese por follado. Pero hágalo. Una mujer dolida sin saber por qué, peor sabiéndolo, es letal; ríase usted de los bichos que aparecen en las películas de no sé qué. Más de una hostia he estado a punto de comerme a no ser por los clásicos. Le aseguro que Virgilio y algún que otro más latino, que de griego no entiendo, me han librado de malentendidos supuestos y me han pagado muchas copas de “aquíestamosparaloquequieras”. Anda, que a cuenta de eso no nos hemos reído muchas de ellas y yo. Pues me importa un huevo que me vean donde supuestamente no puedo estar pero debería estar. Esto me recuerda, por su empeño no mío, que no sé quién tuvo a quién, a una violinista de quiensabestán que me tiró el arco y yo me lancé como una flecha. Ya le dije, quiero recordar, que ese estúpido nene ciego viene a joder a todo el mundo.
Para qué andarnos con rodeos. Nos amaneció el 31 de diciembre del falso milenio ella tocándome el violín, quizá no me acuerdo del tema pero sí que muy bien que me cantó tres arias después de soplarnos una botella de champán, que a eso atribuyo que se creyera walkiria y diese aquella cabalgada. Macho, doctor, cuando las cosas se ponen así son como son las de Morón; acaso no me entienda, pero así son. Entre nosotros, a mí me parece que el don Juan ese de los cojones era un poco maricón. No me quiero pasar: maricón, maricón. Vamos a ver. Si a mí esta tía me mola, porque yo también le molo o viceversa, me paso por la mayonesa deconstruida o forro de los huevos, lo que piense su puta madre o el puto comendador de su padre. Bien, pues aplicando el caso práctico… Hace mucho/a calor (¿el calor tiene femenino?) y esto me recuerda, usted me lo ha pedido, algo caluroso. Ahora
que
lo
pienso,
sin
haber
sido
un
homo
torremolinensis ya en aquel tiempo era pionero de la alianza de civilizaciones tan de moda últimamente. La violinista comenzó a calentarme el tejado con los clásicos rusos, yo le hablé de Cirilo y de Metodio, que vaya
cojones con el alfabetito. Siguió con Eisenstein, con lo que le di un repaso a los futuristas rusos vía Appollinaire, pedazo de supuesto de birlón de la Gioconda en connivencia con Picasso aun habiendo sido encontrado debajo de una cama (si no se me olvida le contaré cómo me vi en situación similar; menudo cuadro). Viendo que no podía me quiso vacilar con Cervantes y yo me lancé, después de otras disquisiciones, con Federico y sin quitarme el cinturón con revólver me la llevé al río turbulento de la pasión. De latitud y de longitud no hablo por no parecer vanidoso. Por supuesto que la geografía vamos a dejarla aparte teniendo en cuenta que en estos certámenes uno queda en manos de Braille. Brindo por ti, Louis. Los sentidos son fundamentales, hasta el del buen gusto; lo que me lleva a rebobinar en las casillas del cerebro donde dicen los majaras que estamos dentro. Yo no estuve dentro a mi pesar, no obstante la recuerdo por su vocación de hacer que los más débiles oyesen el mundo del ruido que nos aturde. Fui, no sé si ya habían rodado la película, un hijo de un dios menor a la inversa. El minusválido, era yo entonces. Como en el tango, se me cae un lagrimón.
Es otra digresión que me permito, por la pasta que me cuesta cada vez que veo su feo careto, el de usted, y porque me sale de la entrepierna. A saber qué hubiera ocurrido en el caluroso verano de haber cuajado el revoltillo en que andábamos. Ocurrió después de la „guerra‟, mediante sin querer la bruja de la escoba aquélla, la que envenenaba a la titular de entonces con que me lo montaba sirviendo a la patria de la que ella, la bruja, había renegado por un pollazo. Luego se reconvirtió, según me han dicho; de lo cual me alegro por los que se la arrimaron o encalomaron. Había reaparecido de buenas a primeras enseñando sus piernas blancurris después de tantos años con la cabeza empañada hasta los pies sin dejar que las ideas propias cogieran el ascensor al cerebro. Me remito al referido axioma de la polla tiesa y las bragas mojadas. Ejemplo: de Helena se acuerda casi todo el mundo que haya leído, ¿y de Paris? Si me repito, cálleselo, para eso le pago o quizá prefiera que unos amigos vayan a verle y parezca un accidente, no estoy para que me los toquen a estas alturas; malamente, digo.
En el otro sentido, bien, puede que fuese quien yo me sé la mejor. Convertía aquellos polvos a deshoras en interminables; tanto, que en pleno mogollón de la primera Guerra del Golfo tuve que cargarme, virtualmente hablando aunque en aquel tiempo Internet era una entelequia, a una tía abuela para no ir al trabajo. Total, una mentira en un mundo de verdades muertas no iba a cambiar la Historia. Sus tetas olían a crema de baño de supermercado. Cuando me convertían en homo mercadonensis eventualis evitaba por la sección correspondiente porque seguro que el carrito de la memoria me llevaba de narices al sutil entreteto de su recuerdo. Una noche de ese verano matamos el mutuo furor amatorio en una entonces playa exclusiva, sobre las tablas de una hamaca que horas más tarde acogería a buen seguro el culo estriado de una hoy suegra/madre mandataria. En qué fase anduviera entonces la luna no me importa ni ahora, pues la nuestra estaba llena de gimiente pasión. La marea borró después el rumbo hacia lo que nunca hubiera sido Ítaca. Un espejismo apenas se refleja en el recuerdo. Ciertamente en esta relación que hago, le recuerdo que por su prescripción –vayamos a leches no sea que usted se las lleve–
, van a faltar datos, pero la vida, si no se ha dado cuenta, es un camino de pasos perdidos. Aquel fin de año, vuelvo a la violinista de pechos de sorbetón, dedos que me hicieron sentir un Stradivarius trémolo de extravíos, como ya le dije, o si no también, aquellas horas quedarán en una sinfonía incompleta, pero bien cumplida de movimientos. De modo que como siempre he respetado a los maridos me abrí con vistas a un año nuevo. ¡Y qué año, macho, doctor! San Pendón bendito, cabrón donde los haya, había decidido que desde ese día, el auténtico primero de un nuevo siglo y cambio de milenio me empezaran a joder, malamente hablando. No había llegado San Antón, que supuestamente nos protege a todos los animales, cuando apareció un James Bond en mi vida. Y si usted se ríe por lo creo que está mal pensando le voy a mandar a un par de propios para que le den unas cuantas hostias. En manojitos, que estamos en Málaga. Le digo que de un día para otro, aunque me olía algo, la coleguita me aparece con uno que iba diciendo que era espía y, además, enseñando unas credenciales de aquella manera. Primera pregunta tonta: un espía o agente secreto tiene que guardar el ídem, ¿que no? A ver si tiene usted cojones de
decirme dónde se puede encontrar una guía al uso antiguo o una dirección en Internet en que figuren los nombres y demás datos de l@s chic@s de Langley, cuyo equivalente vendría a ser en este país de pecados inconfesablemente compartidos el CNI en la carretera de La Coruña, con unas parabólicas del copón y el gran jefe secreto saliendo cada dos por tres en los medios de comunicación. Segunda pregunta: Pitágoras. ¿Cree que puede cualquiera que sea considerarle un cateto? El puto autoproclamado espía resultó ser un viajante de conservas murcianas con multas de tráfico en Cartagena o alrededores, que es España. Cómo lo supe es secreto profesional. En fin, que Bond tenía tomate e hizo plof. Convenga conmigo que las mentiras tienen las patas muy cortas. Lo que nos reímos en el SCIN (Servicio de Cachondeo Integrado), más cuando se enteró la tontapollas. Yo, le aseguro, no tuve nada que ver. Todavía me la parto al acordarme, con lo buena que estabas, pedazo de culo, cara ovalada de ojos azules. Asimismo, fundamentalmente, la recuerdo por habérseme puesto en mi yo cansado que no podía arrastrarse un lunes. Cuando una mujer te hace suyo de esa manera comprendes que
no eres tú quien decide y que la libertad ya sabes de dónde viene, luego sólo es cuestión de que no acabe mal; es decir, siempre y cuando el ya citado Murphy no aparezca para joder la historia. En mi caso, claro está, apareció como ya he dicho, en forma de cutre Bond. Tiene cojones que te piquen billete por un preventa de pimientos del piquillo. O sea, que las éstas del querer son más complicadas de lo que parecen. Y cuando una mujer se mosquea puede arder Troya, como dijimos en su momento. Total, que fue bonito mientras duró. Dirá que es una capullada –pero quien se tiene que leer estas paridas es usted, no yo, que bien que le pago–, no hay amor feo, sinestesia aparte. Por otro lado, me la suda su pensamiento, por si no se había dado cuenta o dado por enterado. Sin embargo, hay que ser positivo y no agobiarse porque de aquellos polvos nos vengan estos lodos para hartarnos de hacer botijos. Como no podía ser de otro modo hice propósito de enmienda, convirtiéndome en casi un casto José, también porque le había visto las orejas al lobo; de tanto picotear estaba
a punto de quedarme a dos velas y tampoco era cuestión. Redundancia: ¡qué cabrones somos los tíos! No obstante, las buenas intenciones se crearon para empedrar con ellas el infierno así que no tardé ni seis meses en complicarme la existencia; en verano, como es lógico. Aunque no se lo crea, yo no hice nada; me lo pusieron a huevo y me lancé a repartir caña si bien he de admitir que hasta cerca de la navidad de aquel año no pude cuasi consumar mis intenciones. Digo bien cuasi, pues ya rematando faena me salió la necesaria colaboradora con que no estaba preparada psicológicamente, estando metidos en la cama y tras excelsos preliminares. No sé si porque se casaba unas semanas más tarde o por puro vacile. Bueno, ya se verá con el tiempo; además, ahora está más buena; es lo que tienen las casadas, que las mejora darse cuenta de que tienen al lado un gilipollas. Entre medias hubo tiempo para solucionar algún temilla pendiente de años atrás que yo no había buscado. Ni me lo esperaba. Sigue estando buenísima, con historias destrozadas entre sus piernas, pero así andamos. Menudo pedazo de bombón, con un genio del carajo que en nuestros abrazos me envolvía en
voces de terciopelo. No cuajó por las cosas de la vida aun siendo ella una persona estupenda. Estoy pensando a estas alturas de lo que escribo, también harturas, que usted está obligado por la ley esa que todos incumplen, la de confidencialidad de datos, pues le reitero que unos colegas tovarich míos son especialistas en que las hostias parezcan accidente. Quería decirle, por si me olvido, que una vez me lo monté en plan sevillana. Sí, por un camino perdido en medio de un olivar; con una luna que te dejaba ciego y dibujaba contornos como si fuese una noche americana. De vuelta a las calles, una primavera viendo cuadros, acuarelas creo, terminé pasando consulta veterinaria, no por estar enfermo sino porque ella lo era y nos encelamos. Como todo se acaba sabiendo –que no sé por qué tienen esa manía algunas de contarlo todo (y luego somos los tíos los que tenemos la fama)–, unas noches más tarde alguien me aconsejó que me arrimase al querer, “esa tía tiene pasta”. La verdad, mis cojones son los que mandan, no los saldos de nadie. Por si no lo ha entendido: siempre estuve por que quise, no porque debiera. En esos meses sucedieron cosas que no vienen a cuento salvo, quizá, un encuentro fortuito con una compañera. Como
en la canción, y ya que estábamos en un pueblo con mar, después de un concierto. Nos habíamos puesto púos de copas y charla con ruido cuando empezamos las andadas, quiero decir que caminábamos hacia su casa sin habernos planteado lo que luego sucedió. Ocurrió que pasamos junto a un convento donde la peña ya estaba levantada y la oímos cantar. Ahí fue donde se lió la cosa, pues ella me mordió un dedo y yo le respondí con un muerdo lengüetón tocándole las tetas sedosas que me había imaginado; pero ahora que caigo esto último no es cierto. Unos años antes, no muchos, nos surgió a unos cuantos irnos a ver las lágrimas de San Lorenzo. Le parecerá un estereotipo –si bien me importa lo que ya sabe porque yo lo viví–, acabamos no sé por qué (¿mi buena mala suerte?) pegándonos un revolcón inconsumado en el rebalaje. Digo que no se consumó porque íbamos en pandilla, los dos éramos tímidos y nos conformamos con el placentero sobeo que me trae el recuerdo de sus tetas saladas y sus brazos azules cuando el sol nos echó de la orilla. Esto me recuerda algo que siempre he tenido en la cabeza. El porqué de la fijación que tenemos todos en general por las tetas. No voy a ponerme freudiano, pero creo que es algo que
nos recuerda a la madre que nos parió, la única mujer que nos haya dicho de verdad te quiero. Sí, de acuerdo, que en las fruslerías amatorias se dice eso, a veces; ¿y cuántas de verdad? Y no me los vaya a tocar culpándome del pollo que le monte su mujer o usted sabrá quién si le pregunta sobre la cuestión. Hay cosas que es mejor no saber. El desconocimiento, según qué, puede hacernos felices. ¿O no? Todavía no tengo muy claro por qué le escribo esto, me huelo que hay trampa; lo acepto porque quiero; no olvide que no soy tonto, si bien me veo algo despistado. Por cierto, el cóctel pastillero que me ha prescrito me está jodiendo el estómago. No se preocupe, de momento mis amigos no irán a verle. En aquel tiempo de inseguridades varias sólo un beso daba respiro, ni le cuento el boca a boca que aportaba un buen casquete. Porque malos y frustrados los ha habido. Una noche sin ir más lejos de un cervantino lugar me amaneció de copas harto de hablar con alguien que seguro pensó al irme que era maricón por no amagar siquiera a meterle mano ni en la despedida. Follar por agradecimiento o piedad nunca se me ha dado bien, aunque admito que me habrán
echado más de un polvo por misericordia, al igual que algún que otro boquinazo habré pillado del mismo estilo. Pero San Pendón bendito había decidido que no tuviese enmienda. Continuaba enredando mis noches y días con sus tejemanejes haciéndome tener en danza la consonante de Magefesa y si no me entiende, allá usted. Llega en este momento la confesión que esperaba. A todas las que me hubieron las quise en su momento sin engaños; de un modo u otro les dije, y esta frase es mía, te recordaré lo que tarde en olvidarte; pero creo que van cumplidas en esta relación que no sé a cuento de qué viene, usted la ha pedido. Y a lo que íbamos. Polvos raros los ha habido. No muchos de cumplimiento, raros cumplidos. ¿O es que nunca ha tenido un gatillazo o empalme fallido? Conste que le hablo de la época en que la viagra y similares no eran conocidos, de cuando todo se hacía a puro huevo y esto es lo que hay. Que me pierdo. También fue en ese verano raro –no recuerdo en mucho tiempo haber tenido uno normal, ni año– en que por otro encontronazo amanecía a mediodía en cama ajena. No me despedí porque ella roncaba a pierna suelta tras habernos usado mutuamente a sabiendas de que no habría adiós para mañana. Allí quedó, sobre la tienda de un anticuario de pega
con trapicheos varios, cerca de una librería donde en la época heroica nos fiaban hasta cobrar las clases particulares. Había llevado un vestido rojo de tirantes que en el rapto apasionado dejé yo en uno. Espero que no se mosquease. En este inciso que hago pienso que si hubiese robado/mangado/hurtado bragas tendría en estos momentos una buena colección. Alguna vez me lo planteé, frenándome la intención el seguro mosqueo de ese amor eterno de mi vida eventual al encontrárselas en el armario donde penan las almas de los recuerdos, que al soltarse embravecen el hoy. Cojones con la mente, que nos pierde por la cara. En esos amores de estraperlo se estaban yendo los años gloriosos que no han de volver. A todo esto, si no entiende alguna palabra, circunloquio o locución consulte el diccionario o cómprese uno. Nunca se sabe todo, si bien me parece que va usted de listillo conmigo. Llegó antes o después, que no me aclaro, otra oscura noche mal dormida. Sin quererlo, ni buscándolo, me surgió un surgimiento que hizo que me surgiera un eso sugerible que me sugestionó. Tengo dudas del rememoro; hostia, que usted podría ayudar con la pasta que se lleva.
Y fue que sin comerlo –miento– ni beberlo –verdad– encontré un bilabial oclusivo al que, lingüísticamente hablando, convertí con mi esfuerzo fricativo en sonoro. Por si no lo ha entendido, que la eñe se lo pasó de coña. That‟s Spain. Usted le busca la rima que quiera. Por esa época, creo, vino a poner en noviembre música – esta vez de Beethoven, la otra fue de Mahler– una lorqueña quien de 20 a 6 sumó 36, que se los conté. No se ría, que teniendo la mente, además, dispuesta, hay tiempo para todo; que se lo pregunten a Pantaleón Pantoja. Decían los antiguos que quien no sabe es como el que no ve. Y lo peor es no verlas venir; es decir, que cuando se te ponen a huevo no te das cuenta. Esto viene a cuento de lo que yo me sé; no se me ponga bravo o ya sabe. Y eso, que cuando te vienen dices ¿por qué a mí? Suele suceder; acaso no a usted, ínclito capullo. Y no se dé por ofendido. La mirada despreciada es de lo peor que puede hacer uno. Por si no lo sabe, es como mirar al escaparate sabiendo que la prenda es de pega; o sea, que el cocodrilo es en realidad una lagartija y encima te saca la lengua. Pues eso.
En realidad, no sé a cuento de qué viene esto; se me ha ocurrido o acaso lo pensé en otro tiempo en que era feliz e indocumentado. Ella tenía las tetas rubias más dulces que habían pasado hasta entonces por mis dientes. Aunque iba de mujerón, que lo era, sus sentidos estaban por despertar; pero ahí estaba el tonto de guardia para enseñar, servidor de usted. Entre polvos dejamos vacío el mini bar, cierto es que me bebí dos botellitas de JB en su cuerpo. Menudo vaso a base de besos. ¿No se lo cree? Usted mismo. Ahora está de moda el body sushi, esperemos que se quede ahí y no pase al pilpil body. También llevaba un vestido rojo cuando nos conocimos en la cafetería de un pijohotel donde nos habíamos citado, ya que era la contraseña –el vestido, no me sea gilipollas–, pues eso sí que era una auténtica cita a ciegas; y muy meritoria, que los móviles no eran muy comunes. Acaso, no sé, me imagino, algún día se haya acordado de mí; supuestamente, al menos, en el autobús que la llevaba a casa. Es lo que pasa con los recuerdos, que los kilómetros los olvidan y los desvairá el adiós de los cristales en el andén de la memoria. Tiene cojones, recordar por no olvidar.
A lo mejor se lo he dicho en alguna ocasión. La vida, al darnos la blanca, es como la mili, que hay que hacerla por narices y sólo recordamos los buenos ratos. En ésas estábamos, al servicio de Su Majestad, cuando me enteré que mi referida de esa época –la de la hermana que me la tenía jurada por lo de la escoba– se fue a cenar con un ex. Estuve un huevo de horas saltando por las ventanas –estábamos en planta baja–, con un ataque de cuernos de la leche, llamándola por teléfono (toma, Lili Marleen) desde las monocabinas aquellas que había en el cuartel, siempre y cuando no estuvieran atiborradas de monedas. La niña apuntaba maneras, ya le dije que me la pegó, porque con la que estuvo a punto de pillarme me lo contó unos años después de…, con el hijo tontorrón del platero a cuyo escaparate aún le debo una buena pedrada; pero con esto de las cámaras de seguridad y la edad no me fío. Este recuerdo que no se merece es para escarnio o displacer en el psiquismo, locución que estaba de moda por entonces entre la pijointelectualidad. Fue cuando quiso el azar enredarme en otros brazos que me callo. Hay otra cosa que quizás debiera decirle: ellas siempre quieren amoldarle a uno. Así o asá. Cuando te regalan unos
calcetines es vigilarte los pasos; si unos calzoncillos, saber dónde andas tus huevos y una corbata, cogerte por el cuello. O sea. El desquerer es muy jodido, como follar de prestado. Pienso. Puede porque el amor no dura nunca aun creyendo que es para siempre. Imagino que usted habrá querido alguna vez. Querer es amar en posesivo, amar es querer con importancia. No sé si me explico, pero en todo caso me la suda, que para eso le pago. De cuando en cuando llega sin esperarla cierta placidez en estas cosas, que no es amoldamiento ni conformismo, lo que pasa es que viene así el tema. Pero lo bueno dura poco y el diablo siempre anda enredando el rabo, la cola quiero decir, de modo que en menos de un año me había liado de nuevo. Todo fue por manejar bien o decentemente la lengua. Nunca me hubiera imaginado que decir „anduve‟ en vez de „andé‟ „pusiera‟ a alguien. Pues así fue; duró más bien poco, como la conjugación de llover. En fin, que a eso lleva el trapicheo del amor y sus historias. Años más tarde, por la misma época, unas copas dieron conmigo en otra cama ajena. Fue el primer chichi que vi afeitado por coquetería, el anterior resultó ser mi regalo de un
cumpleaños y el resto tenía flequillo. Bueno, en ambos casos fue una noche de dale que te pego memorable. Esto me recuerda cómo nunca se acaba de conocer a las personas, sobre todo a las que dicen ser amigas tuyas. Fue que volviendo de un viaje el autobús se quedó sin gasoil y yo con las entradas para el teatro en el bolsillo. Los móviles sólo se veían en las películas americanas. Total, que el cabreo lo aumentó ese buen amigo de su puta madre que incitó a la sospecha de que el incidente era tan improbable que no habría ocurrido. Cagonsusmuertos. Para que te fíes de alguien. No quiero exculparlo, pero acaso tal mala leche tuviese origen en los cuernos que le puso en su tiempo su mujer, que él no dudaba en contarlo sin dejar de autonombrarse cabrón. Yo no sé si eso es franqueza o masoquismo. Hay gente para todo, que dijo el torero. Siempre he pensado que hay cosas que no deben contarse aunque sean verdad y en el caso en que estamos, más. Sin embargo, y no es por criticar, a algunas de ellas les gusta irse de la sinhueso o invertebrada, siendo las primeras que dicen aquello de “de esto no tiene que enterarse nadie”. Aun así, luego se encuentra uno con la sorpresa de que sólo les ha faltado
convocar una rueda de prensa o mandar un comunicado a las agencias de información. También hay que evitar que entre ellas se conozcan, y más que sean amigas, pues se puede liar un pollo de los que hacen época; y, sobre todo, que haya en medio la típica buena amiga que siempre mete las narices donde no debe y se lo pasa bárbaro liando la situación. ¿Qué no?, se acordará de esto cuando le pase o a lo mejo ya ha sido. Aquí habría que citar al menos tres casos de los que por cabreo no quiero acordarme o se han borrado de mi memoria, pero no dejo de cagarme en la leche. Eso no se hace. Puede que sea como en el chiste de la abuela, que siempre se confesaba de sus líos de juventud porque le gustaba comentarlos. Seguramente me he olvidado de alguna que otra; me da la impresión de que no ando muy fino últimamente. Tal vez se sienta defraudado porque esperaba otra cosa; una confesión de estudios, trabajos, éxitos y fracasos o viceversa, pero me ha salido así, ya que el amor es lo que nos ata a los recuerdos. Suyo, hasta que me canse.