![](https://assets.isu.pub/document-structure/220105171840-55814dc444b8794e9bdc7b56d6b60ad8/v1/1ec7b19437e96c6d5a54a3d29e1e10e5.jpeg?width=720&quality=85%2C50)
11 minute read
Súbito y perplejidad de Coro. César Seco
Crónica Súbito y perplejidad de Coro
César Seco
Advertisement
De lo único que tengo certeza es que llego aquí con el mismo súbito, con la misma perplejidad con la que me asomé al mundo desde que tengo uso de razón, si es que en verdad la he tenido en algún momento.
Nadie más desprovisto que la persona para hablar de sí mismo. Nada más superficial que hacerlo para acariciar la vanidad. Estoy aquí porque vengo de dónde venimos todos. Sólo que, ahora, me es necesaria una confesión en primera persona, pasar el susto y poder reconocerme entre todos ustedes que me escuchan.
Qué decir. Soy hijo de César Felipe Acosta y de Carmen Custodia Seco. A mi padre lo apodaban Pelusa porque era su tez de un blanco lácteo y tenía el cabello plateado. Era alegre y ocurrente. El me dio el nombre. Mi madre era un manto de silencio que andaba por la casa cantando bajito canciones tristes. De ella tomé el apellido. Desde que emprendieron el viaje al otro ámbito, son mi acompañamiento invisible.
Mi padre, llegado el viernes se untaba Marazul, un alcoholado traído de contrabando de las Antillas, se ponía un flux y salía a compartir, lo cual no era otra cosa que “echarse tragos” con amigos. Era muy sociable, dejó más ahijados que bienes. Mi madre tenía un par de hacendosas manos dispuestas siempre a socorrer, a compartir la escasa despensa con los vecinos. Esto no quería decir que socializara, prefería mantener distancia, no toleraba el abuso ni el chisme. Laboró en el viejo Manicomio de Coro, un fantasmal caserón que ya no existe, contiguo a la cárcel y frente a la no menos fantasmal casa donde Tirso Salaverría gritó ¡Federación!, derruida, borrada ya definitivamente. Mi padre trabajaba en asistencia social, en lo que llamaban la Proveeduría de Medicinas; de obrero cargador de bultos pasó a clasificador de los remedios que allí se expedían de forma gratuita. Mi madre trabajaba casi todo el día y nos dejaba al cuido de Zaida, mi hermana mayor. La veíamos al mediodía cuando antes de ir a la escuela pasábamos por su trabajo donde ella nos tenía el almuerzo calientico. Nos decía a mí y a mis dos hermanos, Israel y Delia: -No se les ocurra ver para atrás-, y nos servía en un largo mesón. De ellos vine.
De manera recurrente algunos conocidos me preguntan cómo aguantaban a dos poetas en una misma casa. Lo preguntan quienes saben que mi hermana Celsa escribe poesía y lo hace bien, pero somos de caracteres diferentes, y eso se manifiesta de alguna manera en lo que escribimos y en cómo nos comportamos. En mi familia quien ha dado “los dolores de cabeza” he sido yo. Desde un buen tiempo atrás sospecho que todos mis hermanos son poetas, aunque sólo dos escribimos. Tenemos acaso una fibra suprasensible que lo permite. En cuanto a cómo nos aguantan, respondo que somos gente tranquila. No sé si mi respuesta los convence, pero casi siempre ríen los que me inquieren, algunos con afecto, algunos con malicia.
Cierta vez mi padre me dijo: -Cesita, reúnete con los magníficos-. Yo creía que se refería él a los superhéroes de las historietas que venían en el periódico, siendo niño y ya eso me parecía descabellado, en verdad no lo había entendido. Llegué a pensar que quien se
comportaba como un niño era mi padre. Con el tiempo supe que la sugerencia de que me juntara con los magníficos nunca fue descabellada. Comencé a aventurarme una cuadra más allá de mi casa, se me fueron los años en eso y ya no pude irme del centro.
Cuando la calle me abrió sus puertas, encontré gente extraordinaria, seres para los cuales no encuentro otra definición que la de maestros, en el crear y en el hacer, en dar belleza y pensamiento a una posibilidad otra de estar en la siempre huidiza vida. Poetas y artistas que nos dieron su afecto y enseñanza, cuyas obras y vidas, espléndidas para mí, han sido el mayor estímulo de tránsito por las letras. Todos ellos compensaron los años de mi adolescencia en que estuve perdido por ahí, sin saber qué hacer, entregado a los vicios, a los placeres del cuerpo, a riesgo de todo tipo de peligros. Cuando digo maestros, me refiero a gente como Hugo Fernández Oviol, el poeta rojo y su voz de trueno; Rafael José Álvarez, el que trató con duendes y aparecidos, el guardián de la casa y del bosque encantado que nos llevó a conocer los cangilones de la Sierra; Lydda Franco Farías, la insurgente guerrillera de siempre, preguntando “qué hacer con esta ciudad chorreando orines milenarios”, y dándole nombre de “ciudad patas de cabra”. Poetas inolvidables para muchos de los que están aquí. Pero también, en ese arrebato por las calles fuimos tras el encuentro de los bardos bohemios de la noche coriana, Paúl González Palencia y Ramón Miranda, que de alguna manera nos protegieron y no desestimaron levantar sus copas con nosotros. Suerte tuvimos de escuchar y atender la sabia palabra de Enrique Arenas cada vez que venía de Maracaibo. Suerte la de presenciar el otro hacer de la ciencia en las manos y el pensamiento de Ibrahím López García, o ser contertulio menor de Marvella Correa y Darío Medina, ambos poetas y profesores universitarios, fina y culta nuestra adorada Marvella, la muchacha de Zea que hizo suyo a Coro, y Darío, riguroso y temprano maestro que con hiriente ironía nos evitó el afán y la vanidad, el creernos algo cuando en verdad éramos nadie.
Debo a eso que inevitablemente debo llamar destino el haber conocido a un artista de la imagen, la palabra y el objeto, exigente como lo fue Dámaso Ogaz, quien nos pasó por los ojos una sucesión infinita de cuadros que resumían la historia del arte contemporáneo, tal como el Desnudo bajando por la escalera de Marcel Duchamp, su calificado mentor. Dámaso, el primero en hablarnos de John Cage, del silencio como posibilidad estética, de las instalaciones, que en ese momento ni puta idea teníamos de que se trataba. Sólo de estarlo frecuentando en un taller que daba en la sede del viejo Ateneo, en la calle Zamora, supimos por Marvella que Dámaso había venido de Chile a insuflar de majamanismo y absurdo al Techo de la Ballena por los años 60. El viejo nos tomó cariño y nos ponía a repartir la hoja “Poesía en la Calle”. De ello me viene ahora una anécdota que me ayudó a entender ese verídico lugar común de que “el arte sucede”. Íbamos los dos por una calle repartiendo la hoja a gente indiferente que la arrojaba al suelo sin leerla y volvíamos al recorrido para tomarlas de nuevo y seguir, en eso, encontré de una que había sido pisada por un zapato embarrado de mierda, la tomé por una punta y se la acerqué, él se quedó viéndola un rato y me dijo: -Ahora es otra cosa, es una verdadera obra de arte-. Dámaso nos enseñó como Rimbaud que teníamos que ser “absolutamente modernos” o moriríamos en el intento.
Suerte la de encontrarme ami-
![](https://assets.isu.pub/document-structure/220105171840-55814dc444b8794e9bdc7b56d6b60ad8/v1/b1f2b13523066cfe715d21afffef4cc1.jpeg?width=720&quality=85%2C50)
![](https://assets.isu.pub/document-structure/220105171840-55814dc444b8794e9bdc7b56d6b60ad8/v1/529c0a5c506eec9217ea56c3d684c97a.jpeg?width=720&quality=85%2C50)
gos como Emilio Chirinos, Ulises Daal, Gregorio Meléndez, Ernesto Zaléz, José Paredes y Benito Mieses, todos poetas, todos amigos de este Coro de la entraña, todos testigos oidores de nuestros primeros fraseos, sobresaltos y encuentros con la poesía. Vital haber conocido a Emiro Lobo, excepcional artista, excepcional ser que fue nuestro amigo y con el que cumplimos proyectos editoriales que nos dieron mucha satisfacción y experiencia. Henry Curiel, Nicasio Duno, Luis Colina, el maestro Domingo Medina, ahora pueden estar seguros de mi estima y de cuánto les debo.
Suerte la de alguna vez caminar, como tantas veces solo, estas calles solariegas de Coro, escuchando al poeta Juan Sánchez Peláez, decirnos un verso suyo: -En la mayoría de los casos uno no sabe nada-. Y zuas, en el momento que lo dijo, se fue la luz, esa noche y tantas y después, a cada momento, como un mal irremediable de la comarca. Años después lo encontré en Caracas y me dijo: -¿Ya pusieron la luz?-. Nada es casual, nos lo muestra a cada rato la indeterminada realidad. Esa misma nocheque el poeta nos hacía un guiño con el candor de su ironía, Rafael López Pedraza, el analista, del que ya habíamos leído Ansiedad Cultural, un libro esencial que pocos conocen, al enterarse de que éramos de Coro, nos contó algo que nos cubrió de asombro y perplejidad. Su relato implicó a un alto miembro de la escuela jungniana en viaje por el país con el propósito (definido por el maestro en alguna parte) de hallar el “punto”, “el lugar” desde donde seguir su pista. Luego de un vuelo en avioneta que los llevó a la cueva del Guácharo, al delta del Orinoco, al Salto Ángel, a la verde planicie de los llanos con sus esteros que parecen significar un límite, a los picos nevados de Mérida y al relámpago del Catatumbo, cuando vieron en un vuelo rasante la vastedad desnuda de los médanos de Coro, el fogaje de las dunas les indicó que este era el lugar buscado. Digo esto sin importarme que sea tomado como exceso lugareño, lo digo en verdad y siempre lo he sospechado. Esta ciudad que ha visto pasar toda la historia colonial y republicana desde su fundación, ha sido para mí “punto”, sitio de desvelo, “el lugar y la fórmula”, como pedía Rimbaud. Coro es un imaginario rico y sorprendente. La poesía aquí tiene residencia, salió a brindársele a Juan de Castellano cuando llegó a estas costas y le dictó unos versos para sus Elegías, de los cuales extraigo estos que identifican nuestro terraje: “... (hay) de cabras muchedumbre copiosa, paren a dos y tres, si más no menos, hay de caballos casta generosa, y la cercana sierra le da granos, si les falta por ser largo verano”.Coro es ese viento que a las seis de la tarde atempera la resolana. O bien ese sol heracliteano que al mediodía nos hace ver las cosas más nítidas, más claras bajo su luz de cuchillo. Sol que aún no se ha ido de la puerta. Esta ciudad es muchas cosas, todos los que son de aquí y los que han venido para quedarse lo saben. Es esto lo que nos tiene aquí, la poesía y que encontramos en el Polo Coriano expresada con sabiduría: “Preguntar es fundamento/ y talento es contestar/ ¿En dónde se oculta el viento/ cuando deja de soplar?”.
El poeta es fundamentalmente una voz que habla, que dice desde el silencio. No se confunda esto con silencio cómplice. ¡Ay! El poeta es libre por naturaleza. No debe apartarse nunca del sentido de justicia, de transformación necesaria de lo dominante y establecido. El poeta es una voz poderosa que ni el mismo silencio puede callar. Creo en lo que decía Keats en sus
![](https://assets.isu.pub/document-structure/220105171840-55814dc444b8794e9bdc7b56d6b60ad8/v1/5fc12b4459fe249e3923e7370c9c7522.jpeg?width=720&quality=85%2C50)
![](https://assets.isu.pub/document-structure/220105171840-55814dc444b8794e9bdc7b56d6b60ad8/v1/4ab430d267101bb8a563e927d8303735.jpeg?width=720&quality=85%2C50)
![](https://assets.isu.pub/document-structure/220105171840-55814dc444b8794e9bdc7b56d6b60ad8/v1/164c2d2f7aa0977bac6c4994af3f6547.jpeg?width=720&quality=85%2C50)
![](https://assets.isu.pub/document-structure/220105171840-55814dc444b8794e9bdc7b56d6b60ad8/v1/669305a8c5bdc0e52602903b60873102.jpeg?width=720&quality=85%2C50)
![](https://assets.isu.pub/document-structure/220105171840-55814dc444b8794e9bdc7b56d6b60ad8/v1/1e06c3a2e6279d3b07634885df894366.jpeg?width=720&quality=85%2C50)
![](https://assets.isu.pub/document-structure/220105171840-55814dc444b8794e9bdc7b56d6b60ad8/v1/551dff2f8f0bd85aa2ac8462f1c0aca0.jpeg?width=720&quality=85%2C50)
cartas a su amada y a sus amigos: “La poesía debe llegar como sale el sol cada día, o como cae y brota una nueva hoja en el árbol, si no llega así, es mejor que no llegue nunca”.
A la poesía no le podemos mentir. La poesía busca la vida por todas partes. Es la vida y es la muerte, el principio y fin, la creación permanente. Por ella sabemos que “la muerte no ha vivido más que la vida”. El poema es el instrumento manifestado de esa experiencia. “El poema se vive antes de hacerlo, es una vieja lección nunca aprendida”, nos ha dicho Armando Rojas Guardia, desde ese otro lado de la lucidez que los cuerdos llaman locura. Esto es, una alta exigencia de verdad, y verdad es lo que pide siempre la poesía. “Belleza es verdad y verdad es belleza”, dijo el mismo Keats en sus célebres cartas. Se necesita más que talento y emociones para escribir poesía. Elegimos el riesgo para andar nuestro propio tránsito, lo elegimos antes que abandonarnos a una imaginería complaciente, el adorno, el engaño verbal no nos competía. Consciente de mi condición convulsiva dije en un poema: “La enfermedad no tolera una metáfora discreta”. Sólo hace poco me enteré que André Bretón dijo en Nadja: “La belleza será convulsa o no”, para mí lo es, pero ello no se lo impongo a nadie. Nos ha movido pues una exigencia de verdad, una aspiración de belleza, un ansia de milagro que de sosiego a nuestro dolido espíritu.
Espabilo: mechita de pabilo por donde se enciende la vela. Espabilarse: súbito, perplejidad. En esto hemos dejado el ser. Escribo porque no sé hacer otra cosa. Claro, nunca ha sido fácil abrir los ojos y aguzar el oído ante la hoja en blanco. Voy a leer por lo que pido silencio para volver al silencio.◙
[Palabras leídas el 27 de julio de 2007 en el Club Bolívar de Coro, durante la presentación del libro Lámpara y silencio, Antología poética, publicada por Monte Ávila Editores Latinoamericana en la colección Altazor].