Oikos 3 Revista de Cultura

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Crónica

Súbito y perplejidad de Coro César Seco

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e lo único que tengo certeza es que llego aquí con el mismo súbito, con la misma perplejidad con la que me asomé al mundo desde que tengo uso de razón, si es que en verdad la he tenido en algún momento. Nadie más desprovisto que la persona para hablar de sí mismo. Nada más superficial que hacerlo para acariciar la vanidad. Estoy aquí porque vengo de dónde venimos todos. Sólo que, ahora, me es necesaria una confesión en primera persona, pasar el susto y poder reconocerme entre todos ustedes que me escuchan. Qué decir. Soy hijo de César Felipe Acosta y de Carmen Custodia Seco. A mi padre lo apodaban Pelusa porque era su tez de un blanco lácteo y tenía el cabello plateado. Era alegre y ocurrente. El me dio el nombre. Mi madre era un manto de silencio que andaba por la casa cantando bajito canciones tristes. De ella tomé el apellido. Desde que emprendieron el viaje al otro ámbito, son mi acompañamiento invisible. Mi padre, llegado el viernes se untaba Marazul, un alcoholado traído de contrabando de las Antillas, se ponía un flux y salía a compartir, lo cual no era otra cosa que “echarse tragos” con amigos. Era muy sociable, dejó más ahijados que bienes. Mi madre tenía un par de hacendosas manos dispuestas siempre a socorrer, a compartir la escasa despensa con los vecinos. Esto no quería decir que socializara, prefería mantener distancia, no toleraba el abuso ni el chisme. Laboró en el viejo Manicomio de Coro, un fantasmal caserón que ya no existe, contiguo a la cárcel

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y frente a la no menos fantasmal casa donde Tirso Salaverría gritó ¡Federación!, derruida, borrada ya definitivamente. Mi padre trabajaba en asistencia social, en lo que llamaban la Proveeduría de Medicinas; de obrero cargador de bultos pasó a clasificador de los remedios que allí se expedían de forma gratuita. Mi madre trabajaba casi todo el día y nos dejaba al cuido de Zaida, mi hermana mayor. La veíamos al mediodía cuando antes de ir a la escuela pasábamos por su trabajo donde ella nos tenía el almuerzo calientico. Nos decía a mí y a mis dos hermanos, Israel y Delia: -No se les ocurra ver para atrás-, y nos servía en un largo mesón. De ellos vine. De manera recurrente algunos conocidos me preguntan cómo aguantaban a dos poetas en una misma casa. Lo preguntan quienes saben que mi hermana Celsa es-

cribe poesía y lo hace bien, pero somos de caracteres diferentes, y eso se manifiesta de alguna manera en lo que escribimos y en cómo nos comportamos. En mi familia quien ha dado “los dolores de cabeza” he sido yo. Desde un buen tiempo atrás sospecho que todos mis hermanos son poetas, aunque sólo dos escribimos. Tenemos acaso una fibra suprasensible que lo permite. En cuanto a cómo nos aguantan, respondo que somos gente tranquila. No sé si mi respuesta los convence, pero casi siempre ríen los que me inquieren, algunos con afecto, algunos con malicia. Cierta vez mi padre me dijo: -Cesita, reúnete con los magníficos-. Yo creía que se refería él a los superhéroes de las historietas que venían en el periódico, siendo niño y ya eso me parecía descabellado, en verdad no lo había entendido. Llegué a pensar que quien se


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