Momentum 2:2
PĂŠ. De J. Pauner
Dos puntos editorial
Momentum 2:2 ©Pé De J. Pauner edición digital ©Dos puntos editorial La última ciudad serpiente, Veracruz agosto del 2012 Edición Gabriela González Jesús Gallegos
[Cada libro debe tener una forma única de latir, de vibrar, de explotar. Nosotros buscamos esa universalidad intentando crear algo más, para que nuestros libros dejen de ser sólo libros: que muten y puedan volar] http://www.facebook.com/DosPuntosEditorial No.2
Momentum 2:2
PĂŠ De J. Pauner
A partir de cierto punto no hay retorno posible. Ése es el punto al que hay que llegar. Franz Kafka
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Llega un momento en el cual se sabe Todo. Se llega a saber por qué el Demiurgo creo el Cosmos y cuánto durará. También se sabe cuánto vivirán todos y cada uno de los seres humanos, cuántos seres vivos han existido o existirán en este planeta o en los demás. También cuál es la magnitud de la ponzoña de los virus y cuán enorme es el tamaño de la catástrofe. Se sabe cómo, cuándo y por dónde llegará El Final. Y si terminará Todo con un alarido o en el más ominoso de los silencios. En ese momento -que dura lo que un soplido, el reventar de una burbuja, la caída de un neutrino en el acelerador de partículas…- el espíritu se perturba a tal grado que acaba deseando la muerte. Por eso, nadie vive que nos pueda decir con exactitud lo que solamente Dios –o el menor de los demonios- sabe... Un Insensato...
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PRIMERA BÚSQUEDA
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PETRUS El insensato dice: “yo busco a Dios, yo busco a Dios” “Nosotros lo hemos matado”, “Dios está muerto”. Nietzche, La Gaya Ciencia, Aforismo 125.
I Desde hace mucho busco a Dios. Alguien me ha dicho que un agnóstico no tendría que hacerlo pero mi respuesta habitual es que los agnósticos y los ateos somos quienes más buscamos a Dios. Sé que esta revelación, que no lo es tanto, es ingenua, pero creo que es verdad. En realidad no me importa lo que se piense de esta revelación. Yo sólo busco a Dios. Eso basta. O tendría que bastar. En todo caso tendrán que acostumbrarse a mis reiteraciones, acostumbro usarlas mucho, ¿saben? Cierta vez creí haber encontrado a Dios reflejado en los ojos de una perra. Y es que de vez en cuando salgo a caminar muy por la noche. A lo largo del río me voy caminando y voy encontrándome a otros que, como yo, deben buscar algo. No sé si busquen a Dios. La cuestión es que buscan algo y salen a caminar por las noches. Algunas de estas personas son mujeres. Algunas de estas mujeres llevan perros que les acompañan. Algunos de los perros que les acompañan son perras. Por esto digo que una vez creí haber visto a Dios reflejado en los ojos de una perra. Aquella noche, durante mi caminata, me detuve sobre la balaustrada que da al río. Miraba un reflejo lunar parecido a la carretera donde atropellaron al yonqui (luego les contaré cosas aleccionadoras sobre el yonqui) que se formaba en el agua y que comenzaba en la orilla del otro lado, aunque parecía un puente o una alfombra blanca. Me decía que era muy hermoso y que casi se podía sentir que era posible caminar por ese sendero embrujado hasta los árboles de la isla de enfrente cuando algo comenzó a olisquear mi pantalón. Era 8
un perro o, más específicamente, una perra, sólo que yo no lo sabía en ese momento. -¡Oh, disculpa a Daisy! –dijo su dueña. Entonces supe que era una perra, y muy fina por cierto-. Vamos Daisy –ella tiró de su correa pero la perra no se movió. -No te preocupes –le dije-. Tengo un schnauzer macho en casa y lo que nos dice su nariz es que ella sabe ahora que él existe. Entonces, cuando me incliné para acariciarle el hocico, vi un reflejo muy extraño en sus ojos: parecía algo así como un tipo que caminaba sobre el agua. Para ser más exactos: un sujeto que caminaba sobre la estela lunar polvorienta reflejada en el agua. Y se dirigía a la isla dónde muchas veces los niños con insomnio crónico ponen columpios atados de las ramas de los árboles que dan al río y sus pies se mecen encima de las ondas que llegan a la orilla con vetas de aceite, grasa y sangre animal provenientes del rastro que la corriente arrastra y envases plásticos que caen desde los bordes del basurero. Algunas veces se mojan las puntas de los dedos y les quedan cubiertas por una nata grasienta que tarda días en desaparecer. Bien, disculpen si divago, volviendo a la imagen en los ojos de la perra: lo más extraño es que esa persona o espectro no caminaba como todos nosotros. Me explico: no es que nosotros caminemos de una manera u otra sobre el agua porque nadie, que yo sepa, camina sobre esta, ni lo ha hecho nunca. No. Lo raro era que el ente se tambaleaba como si fuera un ebrio sobre la cubierta de un barco en plena tormenta. Me erguí para mirar el río. Nada vi, a excepción de un ligero temblor que provocaba ondas cual si un ave acuática hubiera emprendido el vuelo de forma repentina, asustada por fluidos de naturaleza mutagénica. Y abajo, sobre mi zapato, también sentí la tibieza húmeda de la orina de Daisy en mi pierna al mojar mi pantalón...
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II Mi búsqueda de Dios era muy difícil. Llegué a pensar que al tipo le parecía divertido presentárseme de repente en una esquina (podía verlo en la tristeza de los ojos de las prostitutas que se inclinaban con los pechos saliéndoseles por el escote sobre los autos de los posibles clientes), en el cielo nocturno (cuando el vuelo de medianoche parte a España y los que nos quedamos le miramos ir con deseo, y al día siguiente me enteraba que había caído sobre el Atlántico con sus 500 pasajeros resultando muertos), en el matadero municipal (en el momento exacto que los cerdos colgaban de sendos garfios que les atravesaban una pata, ya degollados, pálidos, exangües, pero aún estremeciéndose, para caer en un recipiente enorme con agua hirviendo donde chillaban como... donde chillaban como... bueno, como cerdos en el matadero) o en los ojos de los pacientes terminales del hospital (que en muchas ocasiones se trataban de mendigos que morían sin nombre ni conciencia y cuyos cuerpos eran arrojados a la fosa común) pero que siempre acababa escapándose y riéndose de mí por mucho que casi lograra darle alcance. En una de mis tantas salidas nocturnas en busca de Significado me perdí. En realidad todo aquel que busca el Significado del Todo, está perdido, pero yo lo estaba más. No solamente daba palos de ciego en mi investigación, hundiendo la nariz en libros antiguos y documentos que olían a moho, a encierro, a recuerdos, a olvido, o entre las lápidas del cementerio en el cual me gusta leer y recordar entre sus epitafios a los tantos sabios y filósofos y científicos que se acercaron mucho, mucho, se quemaron un poco y, al final, como las polillas, no obtuvieron nada; sino que esa noche me perdí, literalmente, entre calles enlosadas que no lograba reconocer. Así di con los yonquis. Hubo un momento en mi caminata errante en el cual las calles enlosadas comenzaron a ahogarse bajo la hierba y las raíces que abrían los mosaicos como si fueran costras que un niño de cinco años intenta quitarse de las heridas que las espinas les han hecho en los brazos. Ellos estaban ahí. Sentados bajo un claro de luna, como los hombres lobo de esa pintura cuyo autor no recuerdo. Sus pies colgaban de la acera altísima. Los balanceaban de vez en cuando, como Napoleón en su trono -ese tipo chiquito, chiquito, tan chiquito que alegaba que la grandeza se mide de la cabeza 10
al cielo y no del suelo a la cabeza-, como para no entumirse. Se pasaban una jeringa usada que, pude notar, tenía fragmentos de tejido, de piel humana, en la aguja, colgando en jirones que llevaban días pudriéndose ahí, aparte de sangre coagulada acumulada en el émbolo que solamente se licuaba al inyectar en las venas la heroína disuelta. Conforme fui acercándome ellos empezaron a sonreír. Estaban dispuestos a compartir sus miserias -y su jeringa-, con quien así lo deseara. -¡Oye, ven! –me dijo uno. Me detuve a su lado. Apestaban como carne dejada al sol por mucho tiempo. O como a vómito y fluidos de tumores maduros reventando todos a la vez. O como a... en fin. En sus brazos las marcas de jeringazos tenían las formas de llagas supurantes, abiertas como bocas de pozos petroleros y así de negras, blandamente costrosas, veteadas de amarillo y rojo en tonos menores. -¿Sí? -¿Quieres pericazo o un pinchazo profundo? -Pericazo, por favor... Aunque no sabía qué Diablos era eso, pensé que sería una descortesía de mi parte el no aceptar algo que me ofrecían sinceramente. Al fondo podía escucharse el monótono sonido de los vehículos pesados rodando tristemente por la carretera en el circuito exterior de la ciudad. Me pasaron un polvo fino de color rosáceo. -Es sangre –explicaron. -¿Sangre? -¡Sangre! –contestaron al unísono, muy alegres. -¿Cómo que es...? 11
-Tú aspira, muchacho. La primera es gratis. Luego te cobraremos un tanto, ya sabes, una cuota simbólica de recuperación, así se te inyectará y verás los ángeles caídos... Aspiré. Sólo para ver los ángeles caídos, por supuesto, y tratar de preguntarles sobre Dios y si sabían algo acerca de su naturaleza. La sangre, me explicaron después, mientras yacía de espaldas sobre la acera -viendo ángeles de alas desplumadas y llagas sobre el corazón, con legañas en el blanco de los ojos y las pestañas y manchas de orina y sangre de pulga y piojo sobre las sucias vestiduras, revoloteando sobre mí y dejándome caer en la cara los destilados supurantes de sus pústulas abiertas-, era extraída por medio de máquinas purificadoras de las venas de los yonquis muertos en la calle. De esta manera se ahorraban mucho en el proceso. Esta técnica lleva el nombre de Técnica Powers de purificación sanguínea en honor a Tim Powers, el autor de Ciencia Ficción que la cita en una novela. No sé cuánto tiempo me quedé entre los yonquis pero sí puedo decirles que comencé a sentirme como ellos. A oler como ellos. A verme como ellos y a solidarizarme con todos los que pasaban por esa calle a los que convidaba un poco de mis dosis, estirando el brazo llagado, la mano abierta, sonriendo. Nuestro solidario grupo fue creciendo. Supongo que es un resultado natural de la ciudad. Uno termina por perderse en algún momento entre este y el otro, colgado entre los relojes de la rutina, y termina en estas calles, siendo amigo de todos, desde aquellos que nunca saludábamos en el autobús o el metro, hasta la prostituta que nos dio un masaje -y algo más, ¡oh, sí, algo más!en el spa. Y ahí estaba: al lado de Mr. Robinson, que había perdido unos cuantos millones en la bolsa y su mujer le había echado de casa porque ya no le podía proporcionar el tren de vida a que estaba acostumbrada (ella se fue con otro caza bolsero, se los aseguro); al lado de la señorita Rosales, quien había sido la mejor de la clase, hasta que una mala nota le sumió en la depresión, al igual que ese basquetbolista de quien se esperaba tanto hasta que falló un tiro y terminó a mi lado o esa súper modelo cotizada de que de tan cotizada –después de ganar muchos concursos de belleza-, tuvo tantos amantes que después nadie le quiso
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como a prenda usada. Juntos, como hermanos, como iguales, y respondiendo en voz alta a los entes que se nos aparecían pegados a la cabeza o las sienes. Por esto, todas las noches intentaba preguntarles a los ángeles sobre el paradero de Dios o su naturaleza pero se limitaban a reírse de mí y a decirme: -¿Quieres terminar como nosotros? -¡No! –contestaba a gritos-, ¡Claro que no! -Entonces no preguntes y limítate a comer y beber, a dormir y a acostarte con tu esposa, amante, novia o prostituta, si es que la tienes, y aguarda a que llegue la muerte y te recoja... -Pero... ¿cuándo llegue la muerte habrá respuestas? A lo que se limitaban a decir: -¡Tú aguarda la muerte y ya verás...! –lo cual no era nada consolador pues no me decían a ciencia cierta qué diantre sabría entonces. Y terminaba por dormirme con el monótono sonido de los vehículos rodando en el circuito exterior de la ciudad. El día que los abandoné lo hice porque uno de mis mejores amigos –al que llamaré el yonqui porque era como el arquetipo de todos ellos-, se levantó, caminó en línea recta (algo muy extraño en él) y lo seguimos como asnos a una zanahoria que colgara de una caña de pescar suspendida delante de su cabeza. -Siempre que trato de dormir –anunció-, el ruido de los camiones me pone los pelos de punta –no tenía mucho cabello, se le caía en manojos radiactivos, dejándole úlceras en la cabeza pelada, en la cual las moscas alimentaban a sus cresas, así que consideré que debía tratarse de una verdadera tragedia el que se le pusieran de punta-, por eso le pondré remedio a esto. Llegamos a la carretera solitaria. Inmensas grietas grises se abrían como las venas de los suicidas en su superficie. Baches enormes boqueaban como
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peces en acera caliente, descortezándose como pan comido por hormigas, desmoronándose como árbol partido por el rayo. Esperamos. Silencio. Oscuridad. Al otro lado el muro verde de las hierbas crecidas. De vez en cuando ríos de luciérnagas, atontadas por los pesticidas, pasaban volando erráticas, fluyendo como agua del desagüe, desperdiciando su preciosa bioluminiscencia en la nada absoluta. Entonces aparecieron como los ojos de los lobos bajo la luna las luces de un tráiler doblando la curva. -¡Ah, yo puedo detener al tráiler! –gritó- ¡Me canso de detenerlo!... y que con esto descansen mis oídos... –añadió. Y se arrojó sobre el camino como la chica esa de anteojos que casi atropella mi papá porque se atravesó la calle mirando para el otro lado. En el mismo momento en el que el tráiler alcanzó la curva el yonqui se plantó como torre en medio de la carretera. Las luces-ojos-lunas crecieron sobre su cuerpo. Le iluminaron con un nuevo conocimiento y, si han visto lo que le pasa a una sandía a la que arrojan desde un treceavo piso, sabrán lo que le pasó al yonqui. Estoy seguro que desde entonces logra dormir por las noches... a menos que los sonidos de los vehículos pesados sean tan intensos que lleguen hasta el mismísimo infierno.
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III Eso me dejó con un palmo de narices. Y no es que el tráiler hubiera chocado conmigo, si es que se le puede llamar chocar con alguien a un trailer que revienta un cuerpo como una oruga debajo del zapato y luego lo lleva pegado en la parrilla sobre la defensa como insecto en la plancha de corcho de un entomólogo, sino que me resultó tan chocante que me fui. Dando tumbos por el camino, la boca abierta, los ojos como platos, las manos como garras, los dedos separados como zombi ávido... me fui. Les dejé. Me aparté de ellos. Terminé viviendo debajo del puente de la ciudad, con otros que ya ni despertaban al día siguiente –porque no querían o porque no podían-, y se quedaban debajo de cartones sucios desechados del centro comercial a dormir el sueño de los justos… hasta que mi familia dio conmigo, buscándome de día con una lámpara encendida, y me llevó de vuelta a casa. Decidí salir de noche siempre. El pretexto era el insomnio pero en realidad quería encontrarme con Daisy y su dueña. ¿Recuerdan a Daisy? La perra en cuyos ojos creí ver a Dios una vez. Esa. Esa. Bien, en realidad quería encontrarme con su dueña pero también con Daisy por si Dios volvía a aparecer en sus ojos, y es que, sobre todo, yo recordaba a su dueña. Bueno, ya expliqué que soy un reiterativo que… en fin… Nos encontramos varias veces. Pero jamás volví a ver ese reflejo evasivo en los ojos de Daisy. Por si alguna vez sucedía de nuevo, su dueña y yo dimos en conducir a velocidades vertiginosas el auto que tenía: un bien cuidado y hermoso descapotable Mustang rojo del año 1964, sin rumbo fijado de antemano, dejándoselo todo al azar para ver hasta dónde llegábamos. Bebíamos mucha cerveza y hacíamos el sexo cada diez kilómetros, sin contar las curvas donde nos deteníamos para empezar de nuevo. Claro que Daisy nos acompañaba. Echada sobre el asiento trasero se limitaba a levantar las orejas y cubrirse los ojos con las patas cada vez que su dueña gemía y es que yo, con todo y torpe narrador que pueda ser, soy silencioso al hacer el amor. Una noche sobrevino la catástrofe. ¿Por qué tienen que pasar estas cosas de noche precisamente? No es un cliché. Sucedió de noche. Lo juro. 15
La dueña de Daisy me llamó por teléfono muy descompuesta, muy llorosa. -¡Ven pronto, ven! Fui. Me había citado en un lugar del parque central bajo la luz pálida, como las pus, de las farolas. No llevaba con ella a Daisy. Ni su auto. -¡Ah, quiero morirme, quiero morirme! –sollozaba y sus pechos, que a mí eran lo que más me gustaba de ella, subían, bajaban, se agitaban como chanchos queriéndose salir de un saco-. ¡Dante me ha dejado, ah, me ha dejado! ¡Se ha ido con una table dancer que le contagió las ladillas y la sarna! Si se preguntan quién diablos era Dante debo decirles que yo tampoco lo sabía. Y mucho menos de cuál table dancer me hablaba. No tenía ni la más mínima idea. Ni la más remota. Ni la más... Bueno... le pregunté. -¿Dante? – dijo estúpida, mirándome a través de una cortina de lágrimas, la cara roja, la nariz mocosa-. ¡Pues mi esposo! –entonces me miró como si yo fuera el estúpido. No quiero contarles cómo me quedé. Quiero que lo imaginen. Pero si yo era el amante... pero si ella estaba casada... ¡entonces era el peor agravio para mí! No lamentaba mi posible pérdida –ni siquiera me había preguntado dónde había estado todo el tiempo que había pasado con los yonquis-, sino que amaba de verdad a su esposo. -¡Y si tú me dejas me moriré! –gritó patética. Incliné la cabeza. Mis labios se cerraron. -¿No dices nada? –inquirió. -¿Qué quieres que diga? Estoy destruido.
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-¿Destruido tú? ¡Pobre Diablo patético! –sí, lo sé, esto es melodrama barato pero muchas veces funciona-. ¡No quiero saber nada de ti! Se alejó. Como zombi –una vez más como zombi-, le seguí de lejos. Llegó al bulevar. Se inclinó sobre la baranda de la balaustrada. Recordé el día que le conocí. No volvió a saber nada de mí desde esa noche tal cómo ella deseaba. Subió. Trepó a la balaustrada. Se inclinó como nadadora profesional y se tiró de cabeza al agua baja, preñada de rocas afiladas donde se abrió la cabeza como fruta madura.
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IV Quiero hablarles ahora de Alexa. Una pequeña demonio. Cabello rojo. Ojos azules, delineados de negro. Collar de buldog al cuello. Caderas amplias. Lengua de serpiente. Iba en secundaria pero se decía que ya conocía carnalmente a la mayoría de sus compañeros. Se decía también que ella los había iniciado en el sexo. Pero lo importante no es eso, sino que ella impuso una moda curiosa, una furiosa moda, entre los chicos de secundaria: orgullosa, sonriente, dio en llevar atadas alrededor de las muñecas unas vendas con los extremos colgando como lenguas de perro. Sucias con el uso, manchadas un poco de rojo seco, representaban las innúmeras batallas que ella se traía con sus venas. Se ganó mi respeto por eso. Y es que siempre termino por respetar a quienes son vencidos por la vida misma a pesar de su guerra personal. Alexa me miraba pasar delante de la secundaria. Sabía yo quién era por la fama que le antecedía al caminar por la calle. Sabía ella quién era yo por la fama que traía yo por los suelos. Fue como mirarse al espejo, como mirarse en el agua y caer de cabeza luego porque un día ella me habló. Debo confesar que yo pasaba por la secundaria para que ella me viera. Había logrado, pues, mi objetivo. Ella me habló. Me habló y le miré. Un poco abajo, pues era menor que yo. Me siguió. Caminaba a mi lado sin dejar de hablar.
-¡Hola –dijo-, hace mucho que te veo mirarme! -Hola –contesté-, hace mucho que veo que me miras mirarte. -¿Es cierto que te llamas Petrus? -Cierto. -¿Y qué significa eso?
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-Piedra –contesté. -¿Y qué haces Petrus, a qué te dedicas? -A buscar a Dios, ¿y tú, aparte de estudiar en secundaria? -Yo seduzco chicos... y busco al Diablo. ¡Te propongo algo: busquemos juntos! El que encuentre primero le dice al otro si lo encontró, después de preguntarle a Dios o al Diablo sobre su enemigo, ¿vale? -¡Vale! ¡Buena idea! -¡Adiós! –y se fue saltando ora sobre un pie, ora sobre el otro, con las vendas moviéndose todo el tiempo y liberando el aroma de su perfume en el calor malsano de la tarde corrompida. Cada tarde me encontraba con Alexa al pasar por la secundaria. Me acompañaba el breve tramo que le separaba de la escuela a su casa. Nos preguntábamos qué tal íbamos en nuestras búsquedas. La respuesta era siempre la misma: mal, muy mal. Ninguno daba con esos eternos antagonistas que lo sostienen Todo con su equilibrio, con sus potencias basadas en los contrarios, con sus brazos puestos en la cósmica balanza, con sus... ya, ya... Nuestras conversaciones eran algo así: -¿Dónde crees que encontraré a Dios? Ella contestaba: -No creo que en las iglesias. Sería el lugar menos indicado para encontrarlo. Tampoco en los templos o mezquitas. Es más probable que se le encuentre en un campo de concentración, ¿no crees? Supongo que ahí donde se le halle también debe estar el otro. Yo creo que andan juntos. Deben ser como las piedras: sueñan sin sueños. Deben ser como el musgo y el liquen: deben dormir y reverdecer. Es más probable que les encontremos en una batalla, en una guerra, en una masacre. Deben ser fuerzas desatadas. 19
-Sí... a veces creo que cuando los árboles fructifican y florecen las flores El Viejo debe andar por ahí, luego viene un incendio y acaba con el bosque: son ellos jugando una vez más. -O cuando se descarrila un tren y se salva únicamente un perro: El Viejo, como le dices, no debe andar bien de la cabeza. ¿Qué te parecen los fanáticos? -¡Ah, los fanáticos! Dios debe necesitarlos porque está muy débil, ya debe andar chocheando, si fuera un Dios fuerte y juvenil no necesitaría que le defendieran. -Tienes razón. Razón tienes-. Y llegábamos a la esquina y se despedía de mí. Dejaba detrás la estela de su perfume y se iba saltando, ora sobre un pie, ora sobre el otro. Debo decirles que con este tipo de conversaciones empecé a entender un poco a Alexa y su naturaleza. Si no podía yo entender la de Dios por lo menos empezaba a entender algo de la naturaleza de los humanos. Creo. El caso es que ella siempre me vio como a un hermano mayor, todo respeto y consejo, pero igual a ella en el fondo... Una tarde Alexa me preguntó si sabía quién había sido Alejandro. -Sí –le dije-. Lo respeto mucho, pero era un chico que se creía Dios: su madre decía que le había concebido virgen al haber sido preñada por Zeus... ¿o era por Dionisio? Bueno, no recuerdo del todo... pero la idea es esa... -Yo soy como Alejandro –me anunció, como Gabriel a María-, una conquistadora. -¿Conquistadora? -¡Ajá! Un tipo al que expulsaron del ejército está enseñándome a construir bombas con elementos caseros. Para ver al Diablo una debe buscar todas las maneras y las formas, ¿no crees? Pienso conquistarlo así. Es un amante esquivo, no es verdad que las brujas tenían relaciones con él, no lo creas, no es tan fácil de atraer... 20
Se quedó en silencio. -Así que eres como Alejandro... -Sí –dijo, como ausente. Ya estaba su mente en otro lado. -¿Y piensas morir a los 33 años, a la entrada de Babilonia, o crucificada? – le pregunté, pero ya no me escuchó, agitó la mano y se fue corriendo. Poco después estallaron las puertas de vidrio del Súper Mercado. Sacaron los cuerpos en bolsas para cadáveres pero había tanta sangre que hasta las bolsas gotearon por toda la calle. También los sacaron en cubetas y en bolsas de plástico de esas que se usan en los centros comerciales debido a que encontraron pedazos desmembrados por todos lados. Alguien dijo que, incluso, en la zona de carnes frías debieron confundir los cuerpos humanos despiezados con carne de primera porque ahí no se preocuparon por limpiar: después de todo, carne es carne, venga de res, cerdo o del ganado que se exhibe en los centros nocturnos por unos cuántos miles... Hasta ahora no sé si lo hizo ella o su amigo el expulsado del ejército ese... o ambos... Otra tarde le conté a Alexa sobre El Capitán, un viejito borrachín de por ahí que me contó algo acerca de Dios que me dejó con ganas de no vivir más. -Si eso es verdad no podré buscar al Diablo... –dijo, angustiada-, debemos librar al Capitán de sus miserias y librarnos de las nuestras... ¿no crees? Jamás había visto a Alexa tan mortificada. Bajó la vista. Se miró los zapatos. Se detuvo. Se colgó de mis brazos, me obligó a inclinar mi rostro sobre el suyo y me plantó un beso que resonó en mis oídos aunque me lo dio en los labios.
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V Ya había conocido al Capitán. Capi, le decían. La mitad del tiempo estaba ebrio. La otra mitad la yacía durmiendo la mona en la calle. Era amigo de mi padre. -Mira –me decía él, (mi padre, quiero decir)-, ahí va el Capi, alguna vez fue marino. Hoy navega, o mejor dicho, naufraga, entre vasos y botellas de licor barato-. Esa frase trillada le quedaba perfecta como saco roto en su enclenque cuerpo. El pobre viejo también tenía ojos para las chicas bonitas. Sobre todo miraba adolescentes, casi niñas. Un ridículo viejo verde (¿hay acaso viejos verdes que no lo sean?) Se supone que les insinuaba cosas de naturaleza sexual al pasar. A mí no me constaba entonces. Ni me consta ahora... Durante el calor del deshielo polar de las tardes vacías de la ciudad di en pasar yo por la acera del Capitán. Tenía que sortear como obstáculos los cuerpos de sus amigos. Derribados por el alcohol. Tendidos como árboles derrotados por hachas. Sobre una acera alta que había sido hecha así para evitar el agua de las inundaciones periódicas del puerto. Uno. Dos. Tres. Charcos de orina. Charcos de alcohol. Peste. Calor. Charcos de alcohol. Charcos de orina. El sol cayendo de plano como hoja filosa. Las moscas como capas raídas de un mago de barrio. Perros orinándose en los postes. Y una de esas hermosas mañanas el Capi me detuvo. -Yo conocí a Dios –me dijo-, aquí dónde me ves–afirmaba con la cabeza-. Dios era como yo –susurró después, apestando el aliento al peor tequila, esas imitaciones asquerosas que hacen en Japón-. Era una piltrafa el pobre. Perdió los dientes en una pelea de cantina. Yo estaba ahí, sí, yo le vi –se inclinó peligrosamente hacia delante, casi me cayó encima, agitó un dedo sarniento sobre mi pecho-. Llevaba la camisa desgarrada. El pantalón de mezclilla le apestaba a perro muerto. Sucio, sucio. Tenía manchas de sangre seca en la gorra 22
de pescador porque tenía piojos, creo que también pulgas –el aliento del viejo me provocaba náuseas pero seguí escuchando con fascinación su relato-. Siempre bebía conmigo en esta esquina. Sí, aquí donde mis amigos se orinan. Aquí donde apesta a carne salada. Una vez le pregunté sobre la Creación. Había estado como ausente, pensando cosas raras. Creo que se dormía. Que olvidaba. Que enfermaba de Alzheimer. Quizá de Parkinson. Cada vez que pensaba o dormitaba sentado en la acera, bajo el sol, sucedía algo extraño: caía una estrella, hacía erupción un volcán, los políticos pagaban sus impuestos, los blancos no discriminaban a los negros, los negros discriminaban a los blancos. Apenas separó los párpados. Babeando. “¿La Creación?” me dijo, “en su momento parecía buena idea...” lloriqueó. Pobre Dios... lo encontramos muerto, apestando a demonios, ¡vaya ironía!, en una zanja. Lo movimos un poco con la punta del zapato – ¡era terrible tocarlo, te lo aseguro, olía muy, muy mal!-. Nada. Lo botamos al basurero envolviéndonos las manos en bolsas de plástico para no contaminarnos. Supongo que le pasaron encima las retroexcavadoras, que le cagaron el cuerpo los cuervos, que le picotearon las cigüeñas. Lo debieron sepultar. Ahí debe estar entre toneladas de basura. Nietzsche tenía razón, chico, Dios ha Muerto, literalmente... Y se iba dando tumbos. Me hacía reír. Pasaron los días. Y yo pasé como los días por la acera de los ebrios. Ausente. Ignorándoles, no quería saber más de ellos. Uno de esos días la policía llegó a la esquina dónde el Capi se reunía con sus amigos, tan jodidos como él, pero no tan estúpidos pues huyeron en cuanto vieron a la patrulla acercarse. Le detuvieron. Le esposaron. Desde la patrulla sonreía con malicia Alexa... Le acusaron de violación de tres menores... Le pregunté a Alexa qué había hecho. Se limitó a sonreír. Luego se puso seria. Me miró. Cogió mi mano y me dejé conducir por ella. Llegamos al río. Bajamos descolgándonos por la balaustrada hasta la orilla. Abajo crecían árboles que sombreaban el agua, algunos manglares, algunas hierbas floreciendo. Nos sentamos uno al lado de la otra. No nos dijimos nada. La noche cayó sobre nosotros como una capa gomosa y derretida. El calor ascendía desde las piedras, las ondas en el agua. Por momentos soplaba la brisa fresca. El viento amansaba 23
las hierbas que comenzaban a oler a miel silvestre. En esos momentos nos sentíamos bien con el universo. Vimos caer una estrella fugaz, encenderse, apagarse luego. Las luces rojas de las alas artificiales de un avión en pleno vuelo nocturno se alejaban por el este. Un pez saltó en el agua, volvió a caer. Alexa se colgó de mi cuello. Depositó un besó largo, húmedo, sobre mis labios agotados. Su lengua buscó dentro de mi boca hasta encontrar mi lengua y ambas lucharon un poco. Se apaciguaron después. Ambos tragamos saliva con el sabor al refresco de fresa que estaba ella bebiendo en ese momento. -¿Jugamos a ser ángeles desplumados? -Sí –contesté-, hace mucho que esperaba que me invitaras... Alexa extrajo las navajas pálidas, finas, delgadas como la esperanza. Sonriendo, me ofreció la primera. Tomó la segunda. Nos hundimos en los ojos del otro. Dentro no encontramos nada. Absolutamente nada. Pero ese momento fue para recordarse, congelado, en medio del tedio de la monstruosa Eternidad...
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SEGUNDA BÚSQUEDA
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PAULUS I Paula es una mujer hermosa. La treintena apenas le ha tocado. Lleva los indicios de patas de gallo en el reborde de los ojos dignamente; en realidad, se divierte al filo de la madurez y a punta de una cierta experiencia sexual como dominatriz con látigo y navaja incluida. Alta como los cipreses donde anidan las dudas, camina ligera sobre pies que sortean varios obstáculos que muchas veces habitan sólo en su cabeza. Lleva letales tacones delgados como agujas de hielo y sus pasos son como los de la muerte en pasillo de hospital (atisba aquí y allá sabiéndose observada). Suele sombrearse los ojos verdes como ágatas quebradas con colores espectrales (mezclas raras que le prepara una maquillista a sueldo). Los delinea con tonos oscuros. Viste de forma elegante. Se peina el cabello rojo por encima de la cabeza y toda ella parece flama que se agita con el aire malsano de la tarde citadina. Se detiene bajo el letrero, que chirría en los goznes, mirando a ambos lados. Entra cuando el portero le saluda e inclina la cabeza y ella agradece con una sonrisa concupiscente. Siempre tiene algo nuevo que contar cuando llega al restaurante. Pasarela breve, atraviesa desde la entrada el atestado lugar. Se acerca a la mesa reservada de sus amigas caminando con desdén principesco. El mentón altivo. La nariz cortando toda habladuría antes de empezar, como cuchillo de pan que se metiera en una boca abierta. Se sabe distinta y lo aprovecha.
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II Las siete sillas que rodean la mesa reservada están ocupadas por sus incesantes amigas parlanchinas. Ellas le hacen un sitio guardado de antemano en el conciliábulo y, como brujas en el prado del cabrío macho, se disponen a escuchar a la bruja mayor que llega al final, se da su tiempo, su lugar. Siete pares de ojos le observan. Callan las bocas. Expectantes las ansias. Casi todas las conversaciones tratan acerca de sus amantes nuevos: chicos jóvenes, atléticos, de los cuales se cansa y despide para conseguirse inéditos poetas, enflaquecidos, hambreados, intelectuales de café o genios verdaderos que patrocinadores necesitan, mecenas, o, de plano, una dama adinerada que los mantenga con un salario digno para sus intelectualoides menesteres literarios y sus escapadas –mientras ella no se entere-, con chicas más jóvenes y alocadas a las que no les interesan las letras ni los libros...
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III Se sienta a la mesa muy compuesta, muy guapa. Lleva un collar de pinchos de bronce que relucen a la luz de las lámparas que penden de techo y pared. Había decidido caminar el breve trecho del estacionamiento subterráneo al restaurante y no subir por el ascensor para sudar un poco. Tiene la idea que eso activa las feromonas que se mezclan con su perfume y le hacen más atractiva, si eso fuera posible, pues ella siente en la nuca que ahora todos le miran, voltean a verle. Y el perfume es como ola, sudario, vela henchida al viento, cauda, ala, melena. Y horas deshojadas con languidez cada paso que anda sobre segundos erráticos. Pide una taza de verdadero café turco con un dejo de afectación en la voz. Les participa a sus amigas que no más, no más buscará amantes. Y es que con ella va del brazo una especie de zombi que ni George A. Romero hubiera imaginado. Es un hombre alto el tipo, extremadamente flaco, casi calvo, pálido, ojeroso, de rostro alargado, cadavérico, con orejas de ratón, que mira de reojo, como al acecho. Y viste de negro inmaculado. Ébène absolue dice ella en mal francés, señalándole. Sus amigas se estremecen. Es mi esposo, confiesa. Las amigas se atragantan. Mudan la mirada hacia una hermosa chica que les acompaña como una sombra. Es mi hija, anuncia. Epifanía o Revelación, las demás mujeres no saben qué decir. Lo ignoraban. Todo eso. El hombre parece ausente. Pensativo. Mira a la mesa sin decir nada como queriendo traspasar el fondo de madera, como queriéndosele ir los ojos por un agujero negro entre las tazas y los platos y no responde a los tiesos saludos de ellas. La chica sonríe seductora. Bella darkie de salón. Negro sobre rojo. Supone alguna de sus amigas –y supone bien-, que la hija de Paula está coqueteándole y eso la perturba, tiembla, mira a otro lado. Gótica etérea debe comprar su ropa en una sex shop. El cabello negrísimo, se nota, está teñido como con betún calentado ante una fogata donde se han contado muchas historias de terror. Lleva una perforación en el labio superior, lado derecho. Cuando beso –dice a nadie en especial-, muerdo y lastimo con el piercing. Piel blanca, el negro le sienta bien. Leona. O zorra. Una de las amigas de Paula se interesa. Hace mucho
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que quiere hacerse una perforación de esas. Comienza a platicar con la oscurecida hija: -¿Duele mucho? –otra le propina un codazo entre las costillas y susurra. -¡No le des cuerda! ¿Qué no le ves la facha? Pero la chica no hace caso de esto y explica: -No, no duele. Mira este –se señala el que tiene sobre la ceja izquierda-, a veces hace que me broten lágrimas cuando menos me lo espero, es tan dulce y placentero –canta-, pero el resto del tiempo... Su cabeza, en ese momento, cae pesada sobre la mesa. Se golpea. El sonido es seco. Como si el cráneo se hubiera fracturado. Las amigas de Paula se asustan. Dos se echan instintivamente hacia atrás. Se levantan de golpe. -¡Paula, algo le pasa a tu hija! Paula le mira un segundo fragmentado. Sigue conversando acerca del ligero sonido a mordidas que producen las ratas en las paredes y debajo de los suelos de su casa. -¡Paula, tu hija, mira que...! -Oh, no es nada, ella suele hacer eso. -¿Suele hacer qué? –ojos abiertos como platos. Entonces les explica, como sin darle importancia, que su hija está inmersa en una búsqueda o cruzada personal. Y es que, a la niña, le ha dado por desmayarse porque alega que como mamá y como papá, ella también tiene derecho a su propia ración de horror.
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IV Unos cuantos días después del brazo de otra mujer llega Paula. La acompañante es diez veces más hermosa que ella. Más elegante. Más mujer. Son más marcados sus escotes, más sobre los pechos, más sobre la espalda. Las amigas las conversaciones interrumpen pero no cierran la boca. Les miran tomar asiento: -Les presento a Desiré... mi novia. Una de sus amigas casi escupe el café que en ese momento se está bebiendo. Coloca la taza sobre la mesa y tose. Alguna otra la espalda le golpea. Las recién llegadas ríen. Las amigas están sin aliento. -¡Hola, encantada! Espero que podamos conocernos mejor para intimar en algún momento... -Pe... pe... -¡Nada de peros, señoritas! –dice Paula-. ¡Todas nos descubriremos lesbianas alguna vez en la vida, más vale que sea pronto! Hielo. El viento sobre los pinares. El sonido de las grietas en los glaciares. -¿Puedes acompañarme al tocador, Paula? –pide, por fin, una de ellas-. Así podrán las demás intimar con Desiré... ¡Encantada Desiré! –le dedica una mirada horrorizada, no queriendo imaginar lo que será el que las otras se queden solas con ella. Se levantan. Camino al baño la amiga le detiene y le suelta, contra la pared: -Desde hace un tiempo no sabemos a qué estás jugando... primero nos sorprendes con un esposo que ignorábamos tenías... ¡y encima una hija loca! 32
Ahora... ¿cómo que te descubriste lesbiana? ¿Es qué no recuerdas ya cuántos amantes has tenido? Paula sonríe sobre una broma que sólo ella sabe. -Sí... lo mismo me dijo el siquiatra... ¡Paula, recuerda que has tenido amantes! -¿Y tu esposo qué? –casi grita. -¡Ay, mi esposo! ¡Por favor! Sólo le interesa irse por las noches y dormir de día. Baila con todas las muchachitas estúpidas de Este Deseo Oscuro... el Goth Bar para jóvenes depresivos. La amiga no sabe qué decir. Se queda de una pieza. -¿Qué sucede, no entrarás? Paula entra al baño de damas, la otra reacciona, seguida de su amiga que no entiende nada. Poco después tienen que sacarlas a la fuerza. Y es que Paula ha intentado besarla y ella ha opuesto resistencia.
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V La hija de Paula suele sentarse en posición de flor de loto en lo alto de un puente peatonal. Desde ahí gusta de atisbar cómo los suicidas se arrojan a la autopista que pasa por debajo. Sus cuerpos caen, lentos flotando, como en otoño, hojas, mecidas en el aire tenue de la mañana, pareciendo ángeles, pareciendo desvanecidos sueños o erradas preguntas sin respuesta. Caen sobre el pavimento abriéndose el cráneo. Algunos se quedan ahí, aturdidos, sacudiéndose la cabeza, hasta que los autos por encima les pasan, confundiéndoles con animales que de la floresta han brotado. Pasan tantos autos que al final de la noche queda una masa, entre roja y rosa, despellejada, deshuesada, que de aspecto humano nada recuerda. Hacia la tarde el flujo, el tráfico y la asistencia de suicidas en el puente, disminuye, como disminuye la ciudad acelerada. Se apaga. Ella se retira entonces, satisfecha. Hasta el nuevo amanecer.
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VI Cada fin de semana la hija de Paula acude a la cafetería más concurrida del centro de la ciudad. Pide un café expreso para ella y otro café para su novio. Sus amigas llegan a contarle sus aventuras en el lado oscuro de la luna. Son tan sólo un poco menos raras que ella. Ocupan las sillas alrededor de la mesa. Miran el café servido, no probado, ante el lugar vacío. -¿Quién ocupa esta silla? –le preguntan. Ella responde: -Mi novio. -¿Y dónde está? -¡Ah, Petrus ha ido al baño! Pero todas terminan de conversar, al anochecer, y la hija de Paula paga dos cafés. Uno se lo ha bebido ella. El otro, se ha enfriado sin beber, en la taza. Así, cada fin de semana... y sus amigas no se preguntan nada más. Después de todo, alguna dice amar a un extraterrestre que le visita en el dormitorio, atravesando la pared, a media noche, todo él perfecto y alto, radiante como un dios. Otra tiene por novia al fantasma de Maria Antonieta que pone cuidadosamente su cabeza sobre el tocador, cuando le acaricia entre los senos y fluye sangre desde su cuello cercenado. Otra más le hace el amor a su imagen en un espejo, puesto que, comenta, es la única manera de no contraer enfermedades... allá ustedes... –sentencia-, ¡Allá ustedes si siguen con esas parejas extrañas!
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VII En la noche por las calles se pasean. Buscando con los ojos y las manos. La hija de Paula rodeada va como Maestra con discípulas. Sus edades van de 16 a 18. Hermosas, ríen, bailotean, por las aceras cansadas de pavimento rancio y quebrado. Esta noche algo la atención les ha llamado. Ven pasar como suspiro de moribundo una ambulancia. Blanco, rojo, azul cobalto, que girando gira. En la esquina se detiene. Camilleros y chofer aprisa salen, el vehículo abandonan. Corren hacia una angosta escalinata, húmeda, mortal, que empinada sube entre dos muros desconchados que agua fluyen de rotas cañerías. Las chicas se miran unas a las otras. (Tras este incidente, cada vez que la luna brote, sabrán a qué dedicar sus vidas: no impedirán a la muerte que llegue a llevarse a quienes ha elegido) Así es cómo caen sobre la ambulancia como cuervos. Dos atrás. Delante una que la llave tuerce en la ranura de encendido. Una ambulancia robada: exhalación o grito. Detrás, los paramédicos bajan una camilla ensangrentada, pero de la ambulancia... nada... A la muerte no debe impedírsele su libre paso por el mundo y es a esta falta de aceptación de lo inevitable el dolor de las personas, se dicen. Si a saber llegan que hay algún herido por navaja o cuchillo, intentan llegar primero que los paramédicos y de ahí le retiran. Le esconden. Le ocultan en los callejones. Luego le permiten morir en el acogedor interior de la ambulancia. Y si algún anciano se infarta en su triste habitación en la misma le recogen. Aprisa. Pronto. Más rápido que cualquier eficiente servicio de urgencias. Llegan a una de esas tiendas que no cierran en 24 horas (¡pobres empleados!). -¿Tienes de esas bolas rosas? –pregunta la hija de Paula. 36
El empleado, tras la caja, está aterrado. No contesta. -¿Tienes o no? –ella se impacienta. -¿De... de estas? –y le tiende una bolsa con golosinas. -¡Sí! –aplaude, lee:- Golosina Caníbal... –Triste, triste consumismo nocturno y a deshoras, todas horas y a destiempo-todo tiempo. Ni las agentes de la muerte son ajenas a esto. Y es que, de tanto andar por calle, necesitan algo de proteína animal inerte que como entra sale y se desecha. A su paso, luces giratorias, sirena aullando, –ya aprendieron los vecinos-, la gente cierra puertas y ventanas.
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VIII Hace dos días que las chicas calle hacen. La hija de Paula desde lejos, ya le mira. Es Desiré que sobre el suelo flota de la mano de un galán... ¿Qué pasa, y mamá qué...? Cuando a Paula le habla de esto ella decide lo que en mente se le viene cociendo desde hacía un buen rato... Cazo, caldero, su cerebro hierve... A la clínica se va, de pronto, rápida, dejando al marido en el parque merodear y a la hija –una breve explicación: Somos oruguitas, en mariposas debemos convertirnos-, en la ambulancia callejeando. A Desiré no avisa lo que hará. Se encierra, desaparece, en el mega hospital.
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IX La hija de Paula mira desde el puente peatonal. Sopla el viento frío. Las estrellas brillan más. Se pregunta qué diablos quiso decir mamá. Han disminuido los suicidas de una semana para acá. Es ya raro mirar sanguíneos bultos informes con las tripas de fuera como hilos saliéndose de un costurero en los laterales de la carretera, arrojados por los impávidos neumáticos. A casa vuelve, insatisfecha. Se contempla en el espejo, desnuda, nutria anfibia, reluciente, foca, manatí, de piel lustrosa y bella. ¡Bajo la piel, las alas! Comienza con una fina hoja que extrae de una rasuradora. Se ha cortado las yemas de los dedos al romper el rastrillo. Por fin, plata en la mano, vana esperanza, ligera anda y se desliza. Y patética, servidora fiel, mira huesos, calaveras, cuando abre a lo largo la piel de brazos, manos, como banana que es pelada. Debajo, las alas. Plumas escarlata que chorrean, escamas, remos, membranas. Es fuego, es llama, es navaja abrasadora, tendones, músculo, hueso pulido. Estira la piel a los lados... le parecía que algo... pero nada. No hay alas, no hay escamas. Chorreras rojas ven sus ojos antes de desmayarse, gozando por fin, de su alta dosis de terror.
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X Paula entra a casa una noche atroz. El marido, se dice, debe haberse quedado olvidado en algún lugar del bulevar, parque, centro, en la ciudad. ¿Y su hija, dónde está? Es el mal olor el que le avisa, roja alarma de calor, que en la cama de su oscura niña-, vampira, roba muertos, espectral polilla, malhadada mariposa-, un cuerpo se pudre desde muchos días atrás. El marido, que nunca importó, no regresa ya jamás. Se le puede ver a Paula callejeando por las calles, solitaria. Clientes va buscando. Pero le es difícil encontrarlos. Prefiere mujeres que cuando le miran a la cara y el cuerpo, no comprenden... Algo extraño... No se atreven a preguntar. ¿Quién es ese joven raro, tan esbelto, que en los ojos una amarga canción parece él llevar? –se pregunta una chica que quiere cama. Algo más. Se acerca con cautela hasta el poste dónde fuma y le insinúa una cantidad. -Para ti será gratis... –dice el chico. -¿Cuál es tu nombre?... O ¿cómo debería llamarte si usas nombre artístico y se puede saber? -Llámame Paulus –dice ella, nueva él, y no puede evitar sentir una erección tremenda de su órgano nuevo que le abulta el pantalón. Echa el humo por los labios. Satisfecho, feliz, hijo nocturno, la muchacha del brazo se le cuelga, sonriendo. Y por la calle oscura se van.
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COLOFÓN OTROS INSTANTES
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UN AGUJERITO EN LA RODILLA Tenía un agujero en la rodilla. No era muy grande, pero si se lo quedaba uno viendo provocaba un escalofrío en la columna que llegaba hasta los pies. Había nacido con él. No afectaba al hueso y tenía cierta profundidad… la necesaria para que, dentro, cupieran dos garrapatas. Eso fue lo que descubrió. Y le aterrorizó. Sus ojos se abrieron como platos. Con dos dedos intentó extraer los bichos. Estaban bien cogidos. Mordiendo al fondo. El extremo trasero de los animalillos apenas era pellizcado por las uñas cuando ya se soltaba y parecía retraerse, encogerse, blando y gordo. Se levantó y se enredó en el mantel puesto sobre la hierba, volcando las cosas del día de campo. Cayó con la mitad del cuerpo dentro del mantel y la mitad sobre la tierra, las piedras y las hierbas silvestres. A su lado quedó el pantalón, enrollado, haciéndole muecas tras ser despojado de golpe ante la comezón insistente que le había atacado la rodilla. -¡Martha! –gritó-, ¡Martha! No estaba a la vista. Tampoco se la podía escuchar. Aún gritó una vez más desde el suelo, antes de levantarse y echar a andar a tropezones hacia los arbustos densos que formaban una especie de muro sombrío. Ella apareció de detrás del muro verde, mirándole con aprensión. -¡Ven, ven aquí! –Exigió-, ¡Mira, por tu culpa! Martha se acercó temerosa. Él pasó su manaza por detrás de su nuca, le obligó a arrodillarse y mirar. Reaccionó igual que él. En los ojos ampliados se dibujó el asco, los labios se separaron. Mostró unos dientes muy blancos y apretados. Se retorció en su mano y se soltó. Cayó sentada sobre la tierra. Una piedrita se le incrustó en el trasero, a través del pantalón y saltó de rebote, imaginando que una garrapata le mordía.
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-¡Es tu culpa por obligarme a venir! –Miró fugazmente su rodilla, las manos se le crisparon. En algún lugar chilló un pájaro. Ambos voltearon a ver el cielo: de un árbol se desprendía un gran búho gris con algo en el pico-. Tu culpa… Martha se levantó con la cabeza baja. -Deberías asesinarme por eso… ¡Tantos años de matrimonio sin salir de vacaciones, creí que era buena idea!... ¡Deberías…! -Lo sé, lo sé… -Se recompuso él, sacudiéndose las briznas secas de encima¿Cuál crees que sea la mejor opción? –Hablaba en voz baja, resignado, como para no volver a herirla- ¡Pero es que sabes que has cometido tu último error! – Fue un reproche y una justificación ante lo que se proponía hacer a continuación. -Deberías atarme a un árbol… -¿Sí, sí…? - …atarme muy fuerte… ¡Con esas cuerdas que traes en la cajuela del auto!... y luego, luego –buscó por el suelo, lo miró a él, buscó el vehículo¡Azotarme con el fuete! -¿Sí, sí? –Murmuró aprensivo, mordiéndose los labios. -Deberías azotarme hasta despellejarme viva… ¡Y terminar con mis torpezas de una vez disparándome en el corazón! -Demasiado melodramático, ¿no crees? –le dijo, bajando los brazos, derrotado. -No veo otra solución… No se atrevió a levantar la mirada. -Sí, sí… 45
Él fue hacia el auto. Abrió la cajuela. Sacó cuerda y cargó el arma. Estuvo a punto de cerrar cuando recordó el fuete. Rebuscó dentro, revolviendo las cosas y dio con este. Se lo puso debajo de la axila, en las manos llevaba la cuerda y el arma. Martha no se había movido del lugar. -¿Qué árbol estará bien? –Se preguntó. Ella echó una rápida mirada alrededor. -¡Aquél! –señaló con el dedo un árbol enorme y siniestro. Echaron a andar hacia el árbol cuya copa sombreaba un área sin hierbas, pelada hasta el color más profundo de la tierra: un rojo de arcilla polvosa que al ser removida por el viento flotaba como neblina compuesta por un rocío de sangre. -¡Mmmhhh! –hizo una mueca- No recuerdo el nudo aquél… aquél que se hace… Martha cogió solícita la cuerda, que le quitó de la mano haciéndola deslizar suavemente entre sus dedos mientras él se ponía el arma en el cinturón. -Se hace así, mira –Curvó la cuerda, la pasó por debajo, tiró y apretó. -¡Ah, sí, gracias! Ahora ven, acércate de espalda al tronco-. Ella lo hizo e incluso pasó los brazos hacia atrás, rodeando el tronco. Él tiró de los brazos y el cuerpo de Martha golpeó contra el árbol. Su cabeza produjo un sonido seco. -¡Jala hacia ti lo más fuerte que puedas! –le indicó con un gesto de dolor en la cara, luego gimió. -¿Está bien apretado? -Aprieta más –pidió- que la cuerda ciña y muerda la carne, que sangre, que lacere, que llegue al hueso-. Él así lo hizo. 46
-Diablos, como me dolía usar esto con los caballos… -dijo para sí, levantó la vista y dejó caer un golpe en el rostro de su esposa que le abrió canales profundos que le rociaron rojo desde sus recién formados labios. En quince minutos era una especie de animal despellejado. En algún momento había perdido el conocimiento. Apenas abrió los ojos después-. Martha, ya me cansé… Dejó caer el fuete. -Estoy atada… no puedo enseñarte cómo… -Un ataque de tos sanguínea le silenció. Él maldijo al cielo y a su corte celeste. El arma estaba atascada. -¡Martha –gritó-, esto está…! –Le miró, parecía muerta, entonces se movió apenas. -Debes mover esa pieza pequeña… -dijo débilmente. Se acercó a ella y puso el oído sobre sus labios. -¡Habla fuerte que no te oigo! –le exigió. -Que debes mover esa pieza que está… -A ver, a ver… mírala, ¿cuál es? –le puso el arma frente a los ojos cerrados por chorreras de sangre que escurrían salvajes desde lo que había sido el cuero cabelludo (parte de la cabellera había volado hasta el tronco y la humedad le retenía ahí, pegada como una estúpida e inútil peluca despeinada) -¿Alcanzas a verla? Que yo no puedo… -Es la que está… -el hilo de su voz fluyó dentro de su oído, gorgoriteando un río, un mar de olas con olor a hierro caliente. Él manipulaba el arma sin despegarse del cuerpo de ella, pasando unos dedos torpes por las piezas. Por fin sonrió. Se separó algunos metros del árbol.
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-¡Levanta la cabeza que no podré darte, levanta la cabeza…! –como pudo, ella obedeció. -Debes darme entre los ojos… -tosió sangre en hilos salivosos-, o en un solo ojo… deberías poder darme el tiro o dos en… No pudo hablar más, los dedos inútiles de su marido accionaron el disparador y siguieron apretando hasta casi vaciar el cargador. Aún después de decapitarla (la cabeza había salido disparada en todas direcciones en fragmentos más o menos grandes de hueso desprendido, los sesos fluían como helado de coco derretido por el tronco y uno de los ojos miraba sin ver desde una rama), las balas se incrustaron en el tronco, profundas. Muy profundas. -¡De puta madre –gritó-, me he manchado la camisa! –la miró para reclamarle pero ella ya no era ella. Con una mueca de disgusto que poco a poco se le fue borrando de la boca y los ojos hizo un gesto de desaprobación con la mano y echó a andar hacia el coche. En una raíz salida de la tierra tropezó. Al caer, el arma se le escapó de las manos, se disparó y le abrió un boquete en la rodilla. Gritó de dolor y rabia. -¡Martha –gritó-, tú tienes la culpa… Martha! De pronto se quedó callado. Miró el árbol. Miró el desastre alrededor del árbol y la fuente que brotaba de su pierna casi separada. -¡Martha, puta madre, Martha, deberías estar aquí para ayudarme… puta, puta! -Poco a poco se fue callando. Poco a poco se fue desangrando. Y poco a poco la tarde se fue quedando en silencio. Al final, sus ojos intentaron percibir algo: un tronco, una serie de monstruosas manchas informes cubriéndolo todo: corteza, hojas, hierbas, flores, y la tierra aún más roja. Luego no vio nada más. 48
-¡De pu…! –se había volado la otra rodilla. Y la del agujerito aún le picaba por las garrapatas dentro. La del agujerito… y todo por un agujerito en la rodilla.
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EL AZOTADOR
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I LA LLEGADA… La víspera del 6 de diciembre llegaba el Padre Azotador. Los chicos nos íbamos corriendo a esconder en los roperos, debajo de la cama, en el ático, dónde fuera con tal de escapar del anciano monstruoso que llevaba consigo un gato de 9 colas en la diestra y vestía pieles crudas. Pero ni el eufemismo para el látigo o las pieles sin curtir de animales salvajes eran lo peor: el olor a procesos putrefactos que desprendía en cuanto detenía el trineo fuera de las casas escogidas era tan vomitivo como el capitalismo que lo ha borrado de la memoria de los hombres en un acto de invención de un San Nicolás insulso -ese viejo de las barbas-, rediseñado como un gordo cómico y ridículamente rojo como cereza borracha -de lo cual da cuenta su nariz-, y que le ha quitado presencia a su contraparte maligna. Pero el olor pútrido se le ha impregnado. San Nicolás huele a bebidas negras gasificadas. A cieno. Al olor a ese a carne fresca o pasada que las luces frías en Las Vegas anuncian al por mayor y al mejor postor... Pero ningún saco de regalos, ningún burlesco árbol de navidades, puede hacernos olvidar al Azotador. En Francia le conocían como Pére Fouettard, Hans Trapp en Alsacia, Knecht Ruprecht en Alemania y Schmutzli en Suiza. Sabíamos que estaba a punto de llegar porque papá o mamá se asomaban, durante el transcurso de la cena, por la ventana, levantando un poquito la cortina. Fuera la nieve y la escarcha mantenían un velo blanco y fantasmal sobre las calles y el frío aumentaba con el transcurrir de la noche. Entonces uno de ellos gritaba: -¡Corran, el Azotador está aquí! ¡Ha llegado el hombre del martinete y el gato de las nueve colas! Los chicos huíamos despavoridos. Había una fracción de segundo en la cual nos quedábamos mirando como idiotas, unos a otros, sin saber qué hacer o 52
dónde correr para escondernos. Después todos escogíamos escondites oscuros que, de otra manera, a no ser por la visita del Azotador, jamás se nos habría ocurrido, ni de lejos, escoger para escondernos, por ejemplo, durante el juego de las escondidillas. Podía haber arañas ahí, polvo, humedad, hongos podridos creciendo en las maderas de muebles y muros, podía haber serpientes enroscadas, tratando de guarecerse del frío. Podía haber cualquier clase de alimaña o, incluso, los monstruos de nuestras pesadillas que duermen a la espera de que perdamos el zapato o la media y metamos la mano debajo de la cama para agarrarnos con una mano sarnosa, purulenta, peluda, toda uñas o garras, pero eso no importaba. ¡El Azotador estaba fuera! Lo único importante era huir de él. Huir de él y no saber de su existencia espectral hasta el año siguiente. Y digo espectral con toda intención porque, en aras de la verdad y, pensándolo bien a la distancia, constituía una rareza que nunca nos cuestionamos de niños: jamás ningún chico vio en realidad al Azotador. Nunca nadie, que yo sepa, contó cómo era o cómo llegaba a las casas. Sólo sabemos que papá o mamá abrían la puerta (así lo contaban luego), y el Pére Fouettard entraba, apestando a los animales cuyas pieles muertas usaba para protegerse del frío, pero oliendo también a la sangre salpicada de los niños al golpearlos, hasta abrirles la piel de las nalgas, con un martinet, un birch –un manojo de ramas de abedul- o un látigo o gato de nueve colas, en la mano derecha y una cadena oxidada que arrastraba siniestramente por los suelos de duela en la izquierda. Así lo describían ellos. Se podía escuchar el viento silbando a través de la puerta abierta. Imaginábamos la nieve inundando la sala. Suponíamos al monstruo conversando con los padres y a ellos dándole los detalles de las travesuras de cada quien por si él se los había pasado por alto. Los niños nos quedábamos inmóviles para que el Hans Trapp no nos escuchara. Pero lograría escuchar a alguien. Porque en medio de la confusión se oían voces que se parecían a las de papá. Unas voces guturales, como fingidas, que gritaban: -¡He venido a azotar a los niños que se han portado mal! Los chicos temblábamos toditos y nos acurrucábamos contra el rincón, la pared, el suelo, aterrados. Debía encontrar a alguien, repito, porque se escuchaban gritos provenientes de la criatura y el olor flotaba hediondo, 53
profundo, desde cien mil bocas desdentadas y tumbas abiertas en pleno azote de la peste negra. Se escuchaba el arrastrar de las cadenas y el arrastrar de la víctima. Lográbamos oír el tirar de las solapas o del pelo de ese pobre hermano o hermana que merecía nuestra compasión y la suma de nuestros horrores y cómo era arrastrado en contra de su voluntad sobre la duela del suelo. Nos encogíamos aún más. Nos acurrucábamos aún más. Temblábamos aún más. Hacíamos un recuento breve, inquietante, malsano, de las travesuras cometidas a lo largo del año y rezábamos para que, esta vez, no fuéramos nosotros los elegidos por el monstruoso Knecht Ruprecht. Nunca sabíamos a quién elegía porque, y esto es algo sobre lo cual medito ahora, nadie hablaba de cómo le había ido la víspera del 6 de diciembre. No teníamos idea si el elegido para ser azotado había sido el hermano mayor porque una tarde de primavera, olvidada ya para nosotros, pero no para el Azotador que todo lo sabía, que todo lo espiaba desde algún lugar entre este mundo y el otro, había arrojado el gato al pozo. O si se trataba de la hermana menor que le había cortado a la hija de la vecina las trenzas con unas enormes tijeras de sastre y se había llevado, de paso, un poquito de cuero cabelludo. Y las trenzas se habían hallado sangrando sobre el suelo: silenciosa prueba acusadora. O si el mejor de nuestros amigos, que nos diera de patadas en las espinillas y provocara que su familia y la nuestra se peleara hasta el punto de que los padres casi se batían a duelo -mientras nosotros olvidábamos la rencilla y nos poníamos a jugar otra vez-, era quien sería arrastrado esa noche y encadenado a una silla y azotado en las nalgas desnudas hasta hacerlas chorrear sangre expiatoria. A la mañana siguiente nadie le preguntaba al otro si había pasado por las manos del Schmutzli. Era algo tan vergonzoso que se mantenía en secreto y nadie osaba hablar de ello. De vez en cuando todos creíamos –todos veíamos-, que nuestro hermano, hermana, amigo o amiga o la misma hija de la vecina, caminaban distinto, cojeaban o no podían sentarse y procuraban pasar la mayor parte del tiempo de pie, hasta que las llagas causadas por el gato de nueve colas sanara. Eso tenía consecuencias extrañas: rumoreábamos que en tal calle o en tal casa, un niño cojeaba; en tal hogar hasta tres hijos de familia se recuperaban en cama, acostados bocabajo, de la tunda sangrienta; en tal aldea cercana o lejana, toda la población infantil había pasado por el trato horrendo y correccional de ese ser bestial y dábamos gracias al cielo y a la oscuridad porque no nos había tocado esa vez. Pronto, hacia medio año, después de prometer 54
solemnemente a papá, a mamá, al resto de la familia, al cura parroquial y al mundo entero que nos portaríamos bien, lo habíamos olvidado todo y ya nos estábamos portando como siempre, como todo niño hace, corriendo de aquí para allá, tirando esto y lo otro, destrozando aquello y golpeando a los demás niños aún bajo las amenazas de los padres que gritaban prometiendo que le dirían al Azotador sobre nuestra conducta: -¡El Padre Azotador está mirándote! Nos deteníamos unos segundos. Diciembre nos parecía lejano. Un sueño. Un espejismo. El monstruo, una fantasía. Algo muy, muy distante en medio del calor y las flores del verano. -¡No es verdad –desafiábamos a papá-, el Azotador no existe! -¡Ah, que no existe! –Nos encaraba nuestro padre-: Si él no te está viendo, porque tiene mucho trabajo vigilando a los niños malcriados de todo el mundo, entonces yo se lo diré en cuanto le vea llegar en su trineo hecho de huesos de niños muertos… Una vez más mirábamos sobre nuestro hombro. Nos parecía que un par de ojos enrojecidos miraba desde las ramas de aquel árbol, por la ventana del ático, desde un agujero en la tierra. Pero el calorcillo en la cara, el zumbido monótono y dulce de los insectos y el olor de las flores… nada podía romper el hechizo de lo que se mantiene estable, repetitivo, esos ciclos curativos de la naturaleza. Así pasaba el año hasta la siguiente visita del ente. Y todos a correr entonces… y todos sin verlo otra vez, y sospechando unos de los otros que, esa víspera, había sido corregido por los azotes de la criatura. Nadie había podido verlo, como he dicho, hasta que lo vimos mi familia y yo, una noche hiriente de frío y humedad en que las llamas de la chimenea crepitaban envolviendo los leños en olas amarillas y la luz y las sombras de las flamas danzaban sobre las paredes, las sillas del comedor y los muebles de madera, como si el fuego hubiese extraído el alma misma de las cosas. En realidad no es que fuera el Azotador, el ser sobrenatural precisamente, quien se 55
instalara esa noche en casa… sino algo más inquietante, si cabe, que me sacó de una vez por todas del mundo infantil -que me abortó de mi cuerpo infantil-, y me enfrentó al horror de la adultez.
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II …Y LA HUIDA Debo decir que ese 5 de diciembre de hace 70 años había visto primero, por la mañana, al anciano que llegó a casa, en la tienda del peletero Hans. Iba acompañado por una niña de unos trece años que me había embelesado de tal forma que cuando papá me pidió sostener en las manos los nuevos guantes que comprara para toda la familia, mientras contaba el dinero para pagar, no le escuché. Sólo tenía ojos para esa púbera extraordinaria, frágil, alta, esbelta, de cabellos rubios que caían hasta la curvatura de sus asentaderas nada infantiles. El viejo se dirigía a ella de manera melosa y ella parecía aburrida, lejana. Sus ojos eran de un tono azul metálico que sólo he conocido a través de las pinturas del Renacimiento. Llevaba un abrigo de piel pegado al cuerpo o, mejor dicho, entallado, como a propósito, como calculado para causar efecto entre los varones de cualquier edad. Verlos me causó una misteriosa sensación. Una sacudida sensorial. Algo en mí despertó ese día. Un hilo tenue entre lo obsceno, lo carnal y lo espiritual se tendió en la atmósfera de la tienda de Hans entre esa niña y yo. Podría decirse que ella era instintivamente consciente de su poder, de ese magnetismo que ejercía sobre los varones: niños u hombres. Porque, he de confesar que, en cuanto papá la miró –curioso de saber qué reclamaba mi atención-, no pudo apartar la vista tampoco y el viejo Hans, a sus años, llevaba minutos intentando poner cuidado sobre lo que papá indicaba sobre pieles y formas de guantes pero ¿a quién demonios le importaban las pieles y los guantes si ella estaba ahí, provocándonos con sus formas y maneras de moverse y el despliegue cruel de desdenes con los cuales trataba a su, quizá, octogenario acompañante? Hans miró al anciano y a la niña después. Estuvo a punto de decir algo cuando el viejo se dirigió de manera zalamera a ella y se arrodilló a su lado, mostrándole un abrigo caro:
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-¿Te gusta este, Natacha? –dijo y ella le ignoró pues se había topado con mis ojos extasiados-. Natacha, corazón mío –dijo el hombre, cursi-, te he preguntado si te gusta este… -¡Lleva el que sea, pero sácame de aquí que quiero ya descansar! –ordenó, dándome la espalda. El anciano se dirigió a pagar. Hans clavó la mirada en los ojos del viejo desdeñado: -¿De dónde vienen? -Ah, hemos caminado toda la noche… Desde muy lejos… -La niña… ¿es su nieta? –la voz de Hans temblaba. -¡Oh, no, no, es una huerfanita que me encargo de cuidar! Sus padres me la encomendaron antes que la peste acabara con ellos, Dios los tenga en su Santa Gloria-. Se persignó y pagó. Cuando salieron los miramos partir. El viejo Hans nos soltó: -¡Esa niña es maligna! Se le puede ver… Traerá desgracias a la aldea, lo sé. Ahora es cuando comprendo que los deseos pederastas e insatisfechos del dueño de la peletería eran proyectados sobre esa muchachita a quien, por este motivo, veía con la forma de una especie de demonio: la misma proyección de los sacerdotes católicos inquisidores sobre las mujeres a las que veían como brujas. Papá pagó y yo me apresuré para verlos por una última vez ir por la calle. Pude ver cómo se alejaban cargando unas maletas que se habían dejado fuera, hacia la hostería de la Señora Clotilde Berger. -Papá… -dije-, ¿ves dónde van ese forastero y esa niña?
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-Sí. -¿No crees que es posible que no encuentren hospedaje? Tú has dicho que muchos familiares llegan a la aldea por navidades… y que la hostería no alcanza a hospedar a los amigos y conocidos que llegan. -¿Qué quieres decir, rapaz? –preguntó, como sospechando algo. -Que nosotros podríamos acondicionar el ático para darles cobijo, ¿no crees? Papá se echó a reír. Cuando llegamos a casa le contó todo a mamá y ella no se rio, es más, le pareció una excelente idea para hacernos de algo de dinero. Yo estaba más feliz que si estuviera esperando que San Nicolás me trajera su saco mágico completo para mí, así que salí a la calle corriendo, localicé a los forasteros que, como era de esperarse, volvían cabizbajos sin haber encontrado albergue y les solté mi genial idea. El anciano me agradeció, me pidió les condujera a casa y así les llevé, muy ufano, sonriente, mirándole a ella de vez en cuando sobre el hombro. Mamá no tardó mucho en poner orden en la parte de arriba de nuestra casa, mientras los recién llegados comían con papá y mis hermanos. El viejo dijo llamarse Colombán, el nombre de la niña ya lo sabía yo por haberlo dicho él en la peletería pero se lo comunicó al resto de la familia, así como la historia de la orfandad de ella, misma que enterneció a mamá. La noche llegó más helada que de costumbre. Tuvimos que encender la chimenea con doble ración de leña para calentarlo todo, aparte, la humedad calaba los huesos. Las sombras del fuego bailoteaban monstruosas sobre la estancia. Natacha y su viejo cuidador se habían retirado ya a dormir y todos estábamos a punto de dormir también cuando escuché sollozos. Al principio me pareció que era un niño quien lloraba, luego recordé la noche en la que nos encontrábamos inmersos, en pleno hechizo por la llegada de Él. Pensé que el Azotador había cogido a alguno de mis hermanos y lo estaba corrigiendo en la sala, pero luego escuché los ruidos y los identifiqué como provenientes de arriba. Ruidos de alguien moviéndose lentamente –o arrastrándose- sin dejar de sollozar.
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El escalofrío que me recorrió la espalda me hizo abrir los ojos, echar a un lado las mantas de lana y pisar descalzo el suelo. Un grito se me atravesaba en la garganta: ¡Natacha! ¡El monstruo debía haberla escogido a ella! ¿Pero cuál había sido su travesura, cuál que a mí se me antojaba un crimen, un delito de tal naturaleza como para mancillar la piel, la carne de tal criatura perfecta? Pensando así, temblando, envuelto en una bata de lana, me fui caminando sin hacer ruido escalera arriba hasta dar con la trampilla del ático. Con la cabeza intenté levantarla. Estaba suelta. Ellos no le habían puesto la aldaba. Pero no me atreví a abrirla de golpe, tal era el horror a la presencia sobrenatural del Padre Azotador que, a pesar de mi arrobamiento por la niña, tuve la cautela de no hacer ruido. Lo que vi me paralizó. Al principio no entendí del todo. Luego pensé que el monstruo podía ser capaz de tomar la forma humana que quisiera y que a eso había hecho referencia el viejo Hans en su negocio, pues Colombán, el guardián humillante, digno de compasión, de la huérfana Natacha, estaba arrodillado al pie de la cama, con la mitad superior del cuerpo extendida, los brazos separados, sobre el colchón de paja cubierta de mantas de lana. Tenía el trasero desnudo y los pantalones enrollados en los pies. Podía ver sus enormes y redondas nalgas enrojecidas desde mi posición en la escalinata y a Natacha, desnuda, con la cara deformada por la lascivia mientras le azotaba con un birch rod, situada frente a su trasero. El viejo sollozaba y pronunciaba frases entrecortadas: -¡Así mami, sí, así! ¿Quién es mi mamita buena? ¡Ahhhh! ¡Sí, sí, me he portado mal, muy mal, pégame más, más, hasta hacerme sangrar, sigue, sigue, ahhhh! Y Natacha seguía, se encendía, echaba el pelo hacia atrás con un solo movimiento brusco de cabeza, sudando en medio de ese frío atroz y esa humedad, a la luz de las velas; los pechos pequeños y puntiagudos hiriéndome la vista, arrojándome a un abismo del cual me elevaba otra vez, las gotas de sudor fluyendo, escurriendo entre los senos hasta el ombligo, dónde me parecía verlas formando un pozo de cristal destellante hasta que desbordaban y fluían otra vez hasta alcanzar el vello púbico oscurecido.
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Y ella, mutada en demonio, levantaba cada vez más alto el birch rod y lo dejaba caer sobre las nalgas del anciano que mordía las telas para no ser escuchado pero que con todo podía escucharse, lamentándose, llorando lágrimas en forma de goterones sombríos, moquillento, mojando la cama, retorciéndose ante cada azote. En algún momento tenía las nalgas trazadas por hilos de sangre. Natacha se fue caminando a una de las maletas, rebuscó algo dentro y sacó un látigo de 9 colas. Le miré caminar de regreso, los senos erectos, como si hubiese abandonado la infancia de pronto y, al mismo tiempo, siguiera siendo una niña, moviéndose, temblando redondos y llenos, a cada paso. Y comenzó de nuevo. Y la piel del viejo reventó en tiras que rociaron de rojo el cuerpo de ella. Entonces él giró el cuerpo como una serpiente, le cogió por el cuello y tiró de su pelo hacia atrás. Este movimiento puso el cuello de Natacha por completo vulnerable, blanco, en tensión, y le abrió involuntariamente la boca. Colombán le pasó la lengua por los labios para, finalmente, hundírsela en la garganta. No pude ver más. Mis pies resbalaron en uno de los escalones y la trampilla se cerró con un leve pero alarmante golpe. Arriba los sollozos terminaron. Bajé aprisa, aterrado. Turbado, sin poder controlar los espasmos que me recorrían el cuerpo traté de dormir. Me sentía afiebrado, mojado por el sudor que empapaba las sábanas. Soñé que Natacha llegaba por mí, que vestía una bata larga, blanca y semi transparente, como la que mamá escondía en su ropero, que dejaba entrever la crueldad de su sexo que yo nunca alcanzaría. Me pareció que mi cama era de agua. Que mi sexo era un escorpión que amenazaba con picarme a mí mismo y que ella, en la mano derecha, llevaba un látigo hecho de vello púbico que me abriría surcos de sangre y leche y miel en la cara y en la espalda y le arrancaba de cuajo el aguijón a la cola del escorpión… ---O--A la mañana siguiente los visitantes no quisieron desayunar. Pagaron aprisa, recogieron sus cosas y salieron al día que estallaba ya en un sol debilitado a través de nubes limpias pero deshilachadas como mi niñez. Yo no podía levantar la cara para ver la de Natacha. Ella tampoco me miró. En realidad no creo que hubiera un motivo especial para no verme a mí. Supongo que no hubiera podido ver a nadie al rostro. Ni ella ni su guardián. 61
Desde la noche que sorprendí a los forasteros me llenaba de obscenidad el sólo hecho de escuchar la mínima mención del Padre Azotador, a la vez que había dejado de temerle. Cuando papá amenazaba con decirle o llamarle ante cualquier travesura me reía, me apretaba el sexo y bailoteaba: -¡Sí, sí, que venga! ¡Yo le daré lo que quiere! Me daban una tunda que resultaba más cruel que cualquiera que pudiese imaginarse que el Azotador podía aplicar al trasero de un niño, lloraba todo el día y maldecía a Natacha. ---()--Llegué a trasladarme a la ciudad años después. Fui modernizándome poco a poco, adecuándome a la ciudad y sus múltiples tentaciones. Me adapté a todo tiempo y lugar dónde llegaba a vivir lo urbano profundamente. Conmigo llevé mis recuerdos, costumbres, temores y obsesiones pero no pude soportar toda la carga del campo, así que conservé lo más atroz con que este me hubo marcado. El Azotador no está muerto, se los aseguro. San Nicolás no acabó con él. Yo me he encargado de que se le recuerde. Con el tiempo me volví pintor y, basado en los recuerdos, mi imaginación o una mezcla de ambos, le he pintado de cuerpo completo en la pared. Es un personaje híbrido: tiene la cara de Colombán -ese viejo verde-, y los senos de una niña que asoman enhiestos a través de su abrigo de pieles. Tiene sonrisa maligna y lleva las manos armadas con un birch rod y un látigo de nueve colas. Todos pueden verlo si gustan, está pintado exactamente a la entrada de mi Sex Shop en la Calle Ámsterdam 69. La tienda se llama El Gato de Natacha. Por si tienen curiosidad, estaré encantado de recibirles aquí el día que gusten, látigo en mano y una sonrisa en los labios…
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Índice PRIMERA BÚSQUEDA PETRUS
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SEGUNDA BÚSQUEDA PAULUS
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COLOFÓN (OTROS INSTANTES) UN AGUJERITO EN LA RODILLA
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EL AZOTADOR I (LA LLEGADA…) II (…Y LA HUIDA)
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Pé de J. Pauner Narrador y ensayista nacido en Tuxpan, Veracruz, México en 1973. Ha sido traducido al catalán y al inglés, ganando algunos premios en el género del cuento corto. Como biólogo terrestre (en este caso firmando como Pedro Paunero), ha ejercido el activismo en el área de la ecología (director de una asociación civil y blogger para la Fundación Bertelsmann de Alemania). Colabora con la revista Hontanar en Español de Australia, los Ezines de Ciencia Ficción Axxón de Argentina y Alfa Eridiani de España, la revista Atarraya de la Unión Estatal de Escritores Veracruzanos, la revista especializada Quehacer Editorial y la revista underground Clarimonda de Morelia, Michoacán. Se ha desenvuelto como crítico de cine (para la UNAM) y la web Correcamara, de arte (en el terreno de la pintura, el grabado, la fotografía y el vídeo), como Performer, conductor de televisión y jurado en concursos de cortometraje del INAH y el IMCINE. Ha publicado y prologado novela erótica (Labellum, Minimalia Erótica No. 22 de su autoría y Este morir a gotas de Arturo Pizá, Minimalia Erótica No. 23). Varios de sus cuentos han aparecido en antologías de Cuba (Todas las manos, UNEAC, Holguín, Cuba, 2009), MéxicoCatalanas (Tirant lo Blanc y Diálogo entre Culturas) así como en Barrio (edit. Lectorum, México 2012) y la antología de poesía erótica Voces lascivas (Veracruz, México, 2011).