Revista Drakma- 2da edición.

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Seis disertaciones sobre la Grecia antigua

D R A K M A

No. II


Seis disertaciones sobre la Grecia antigua

No. II


Revista Drakma. Número 2. “Seis disertaciones sobre la Grecia antigua”. Licencia de imagen portada:

https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Dracma_de_plata_de_Atenas_(M.A.N.)_02.jpg

*La imagen original ha sido recortada para adaptarla al diseño. Imagen portadilla

https://commons.wikimedia.org/wiki/File:The_rape_of_Europa,_Goya.JPG

Agosto, 2020. Guadalajara, México.

Revista Drakma

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ÍNDICE 5

CARTA DE PRESENTACIÓN 8

GRECIA: EL ANHELO DE LO PURO Pedro Antonio Reyes Linares

16

LA EPOPEYA MEXICANA Irving Josaphat Montes Espinoza

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GENEALOGÍA DE LA IDENTIDAD… ¡ESE GRAN VACÍO QUE NOS SOSTIENE! Damián Díaz Gutiérrez

32

SOBRE EL AMOR PROPIO EN LA ÉTICA A NICÓMACO DE ARISTÓTELES Selene Alvarado Cuevas

39

LA MEXICANIDAD MUSICAL: UN RETORNO AL NOMOI GRIEGO Natalia Ulloa Rodríguez

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ASÍ COMO LO SUPIERON LOS ARDUOS ALUMNOS DE PITÁGORAS Julián Bastidas Treviño [4]


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CARTA DE PRESENTACIÓN: Los artículos presentados en este número son, originariamente, conferencias dictadas por los integrantes de esta revista en el Primer Coloquio de la Revista Drakma. Por esto mismo, se pudiera echar presuntamente en falta un cierto hilo conductor que unifique estos textos, sin embargo, y sin haberlo pretendido, la mirada atenta del lector reparará en que, más allá de que todos los artículos tienen como núcleo temático a la Grecia Antigua, tienen también, en su mayoría, como denominador común, una pregunta de fondo a la cual intentan responder: la pregunta por la identidad. En última instancia, la razón por la que volvemos recurrentemente a los escritos de la Grecia Antigua es para encontrar algo que, de seguro, y en cuanto pertenecientes a la cultura occidental, nos ha faltado para desarrollarnos plenamente como cultura que hunde su raíz en el iberoamericanismo y que aspira a parir sus propios elementos identitarios, como nos lo señalan las ponencias de Irving Josaphat Montes y Damián Díaz. Se trata de volver a Grecia para abrevar de ella; abrevar de [5]


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la ética Aristotélica, como nos sugiere Selene Alvarado; abrevar de la herencia musical que se cuela al nacionalismo mexicano a través del impresionismo, como nos narra Natalia Ulloa, y pretender, por qué no, una restitución: la restitución del sentido de lo puro (Pedro Reyes); así como la restitución de ese mundo mítico que sobrepone la cualidad y la multivocidad al mundo moderno de la cantidad y de la certeza matemática (Julián Bastidas). Aunado a estos dos actos de abrevar y de restituir, queda el reconocimiento: el acto imprescindible de re-conocerse en ese espejo, borroso y diáfano a la vez, que es Grecia. De parte de la revista Drakma, esperamos que estas Seis disertaciones sobre la Grecia Antigua le sean a usted, lector, un espejo donde mirarse, en cuanto individuo, sí, pero también en cuanto perteneciente a una colectividad (dígase la mexicana) a la cual le es urgente definir un rumbo sobre el cual dirigir sus pasos sin tantos tropiezos, y volver a sus circunstancias históricas para que le sean un elemento cohesionador y un aliciente, antes que un lastre atávico. Drakma. [6]


El rapto de Europa de Francisco Goya

Imagen: https://commons.wikimedia.org/wiki/File:The_rape_of_Europa,_Goya.JPG


GRECIA: EL ANHELO DE LO PURO Pedro Antonio Reyes Linares

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gradezco infinitamente a los organizadores de este foro su amable invitación para participar en él. No me considero un experto en el mundo o el pensamiento griego, ni escribo desde esa pretensión; soy más bien un admirador de tiempo atrás, que empezó como lector de mitología y, poco a poco, se fue enamorando cada vez más de ese mundo rodeado del Mediterráneo y que fue puente y entrecruce de tantas culturas, desarrollando una visión de mundo que ha modelado primero al Occidente y el Oriente Europeo y del Asia más cercana, y, después, a prácticamente todos los países que han tenido influencia occidental.

Hace unos años todavía, y era moneda común entre diversos autores, Grecia era la idea de lo puro. Una cultura al parecer excepcional, con una visión absolutamente original, incomparable con las otras culturas de la antigüedad. Democracia, armonía, filosofía, ciencia, razón… todas estas palabras se retrotraían a Grecia como su primera raíz, y parecía que no se podía ir más allá; así aparecía en exposiciones escolares, pero también, y no era extraño, en algunos autores tan importantes como Husserl que todavía en la Crisis reconocía en Grecia el origen del ideal que dio forma a Europa. Los estudios arqueológicos, no sólo sobre Grecia sino sobre las culturas que la antecedieron y que la circundaron, hoy nos dan un retrato distinto de esta península y, tal vez, piden que reconozcamos mucha más comunicación e intercambios que lo que hasta ahora habíamos pensado. Pero eso no quita la fuerza al peso que la cultura griega sigue todavía teniendo entre nosotros.

Es por eso que quiero centrarme en este ideal, que espero hacer claro porqué lo refiero más bien como “anhelo”, para tratar de presentar [9]


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el modo en que comprendo su origen y su evolución hasta llegar a la conexión con el ámbito del deseo y de develarse en el corazón mismo de la humanidad. Los pasos que propongo dar en el tiempo que tenemos irían de Hesíodo, a Parménides y, finalmente, a Platón y su maravillosa construcción del daimon, esa figura intermedia, ambigua y, sin embargo, en absoluto extraña al ámbito de la pureza. Lo que quiero proponer en esta tarde, inicia todo con la denuncia de un engaño. Las musas, que visitan a Hesíodo, mientras cuida su rebaño, a los pies del monte Helicón, le hacen iniciar su canto con la denuncia casi sacrílega de un juego engañoso que ellas manejan a su capricho y en el que, sin nombrarlo, podría suponerse que tal vez ha caído el mismo Homero. Por lo menos así lo creyeron también los jueces que, en el mítico concurso entre los dos poetas, los encontraron tan contrarios que dieron la victoria a cada uno: a uno por cantar la guerra y a otro por cantar la paz. Y es de esa paz de la que quisieron hablarle las musas al pastor, o más bien para la cual le infundieron voz divina para que pudiese “alabar con himnos la estirpe de los felices Sempiternos”. ¿Estaba Hesíodo cantando verdades, o había caído también en el juego de las mentiras? El canto no nos lo deja saber, pero sí nos da una pista de cómo tendría que sonar esa verdad en un oído griego, pues para que la verdad lo sea, y lo sea de veras, ha de ser el resonar al unísono del presente, pasado y futuro: mostrar esa unión no como un presente eterno sino como algo todavía más inconcebible, como un sin tiempo, sin cambio, sin paso, sin uno y otro, sin el ahora sí y luego no, sin el ahora que recoge el tiempo, sin el anuncio del ahora que viene.

Es ese unísono imposible el que oye resonar el pastor del Helicón, y [10]


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con él viene la definición de la paz que los jueces parecen escuchar en su canto. La paz pura, la que no se conquista, la que no se espera, sino que es, simplemente es. Esa paz llenará los oídos de sus jueces, que son todos los griegos y tal vez también nosotros, que la encontrarán tan imposible como para tener que premiar la guerra de Homero, que les habla muy cercanamente, al hacer referencia a guerras iniciadas y suspendidas por pasiones, que se inicia con una cólera (la de las diosas ofendidas por Paris) y se suspende con la de Aquiles ante la traición de Agamenón que le arrebata a su Briseida. De eso, los jueces, los griegos, saben mucho; de eso conocen bien. En cambio, la paz de Hesíodo les seduce por imposible, ni siquiera extraña, porque saben, y saben bien, que es lo que no se puede dar: no en el régimen del aquí, no en el régimen del ahora; es el siempre, que los sabios cantarán también como Fisis, Naturaleza, Ciclo de Generaciones, que, siendo todo, no nace ni muere, no es ahora y luego no, no es antes y después, no está aquí y luego allá. En ella se miran las Generaciones, pero no como lo que la componen, sino como su engaño, su apariencia, el resultado de una impura mirada a su pureza. Tal vez fue Parménides quien mejor puede ayudarnos a mirar esta interpretación. Y, otra vez, en su rapto místico-racional, son las Musas las que conducen su viaje y es una Diosa quien le deja conocer la frontera infranqueable entre la verdad pura y una y la opinión que deslumbra con sus múltiples brillos y sus sonoras contradicciones. No es Parménides, se me dirá, con quien inicia la aventura de dar testimonio de la pureza en medio de la impureza, que ahora llamamos “filosofía” aunque no parece que en ese tiempo, si ya existía (como se supone la usaban los Pitagóricos), la palabra [11]


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significara lo que ahora. Por supuesto que ya podemos verlo en los pensamientos de Anaxímenes y su aire purísimo, o de Heráclito y su Logos que unifica sin cancelar la oposición, pero en Parménides este testimonio toma la figura más pura también: la de la contradicción de las vías, que pide la opción racional del hombre que la enfrenta por una u otra. La Diosa le pide que considere lo que ella dice, no le impone la voz con la que debe cantar, sino que reconoce que su voz propia puede discernir el sentimiento de lo verdadero, del de la confusión y el ofuscamiento. ¿Pero cómo puede ser esto, si la ofuscación es lo nuestro?

La Diosa ha puesto en claro, también, que esa vía de la opinión, es vía de los mortales, que prefieren confundirse con duplicaciones de lo que debería ser reconocido como uno, pero que también prefieren olvidar que es eso lo que han preferido, al grado que naturalizan sus contradicciones. Es como si los humanos repitieran la intención de Zeus cuando, ya no en el orden de la primera justicia, Temis, hija de la unión primordial de Gea y Urano, que en la retribución del crimen del hijo contra el padre (que responde al del padre contra la madre) ha hecho ya imposible la paz, decide inventar un nuevo reparto y una nueva justicia que logre una paz, una que no es la paz pura, sino la paz de la negociación. Algo así ha pasado con los humanos, cuando sumergidos en un caos de sentimientos e intereses al encuentro de lo que es, han decidido ser ellos los que reparten las posiciones, ponen los nombres, ordenan las jerarquías y establecen los términos de la paz. Pero todos saben, Zeus y los mortales, que su reparto es frágil y que pende sobre ellos la justicia pura, con su salvaje puridad, que llama a un Dionisos, el hijo menor de Zeus que puede reparar el segundo crimen contra Cronos, o a [12]


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una embriaguez razonada, como en Parménides, que pueda asumir y descansar en la única y redonda verdad.

Quizás Parménides quería proponer una respuesta a la fragilidad del reparto de Zeus, que no fuera la de la embriaguez del vino y la manía, sino la consideración pausada y humilde de la verdad que se impone por sí. Tal vez quería purificar así lo que podría haber sido una solución todavía frágil en Hesíodo; no es que contradijera la intención del pastor poeta, sino que quería continuarla en un tono más propio del hombre de gobierno y legislador que efectivamente era. Sí, había que dominar las pasiones, había que purificar la consideración de todo apresuramiento, para que el testimonio se convirtiera en algo que cualquiera pudiera aceptar, si se le daban las condiciones de paz que necesitaba para sentir y dejarse poseer también por esa verdad. La labor propagandística de Zenón de Elea en las distintas islas de Grecia y llegando, casi seguramente, a Atenas, seguiría fielmente esta convicción. Los argumentos que proponía habrían de detener la loca carrera de quienes creen que lo que se sabe de hecho, da por sentado que lo podemos justificar, para hacernos descubrir esa bicranealidad en que estamos constituidos, aceptarla con humildad, y dejarnos conducir a la consideración pausada de la una y redonda verdad. Pero si hay en nosotros esa capacidad de hacer la consideración de la verdad, entonces hemos de reconocer que la contradicción ha sido llevada al núcleo de nuestra propia identidad. ¿Qué somos? ¿Qué en verdad, es decir, qué cuando nos contemplamos en la redonda verdad? ¿Qué si podemos siquiera pensarnos en la posibilidad de decir que hay esa “verdad”, en contraste a lo que nos salta a la [13]


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vista, a la otra, inmediata, verdad? Algo en nosotros hay que es ausencia, pero no con la forma de lo que no puede ser, sino de lo que todavía no somos, o lo que en algún momento dejamos de ser. Hemos sido colocados en el tiempo, o tal vez es que nosotros somos, precisamente, la verdad del tiempo, porque ¿cómo puede hacerse una consideración pausada, si no es precisamente dándole tiempo?

Platón es quien puede llevarnos en esta nueva etapa de nuestra exposición, que obviamente avanza a saltos por la importancia de escuchar las otras voces que tendremos en este panel. No pienso, entonces, en agotar su pensamiento, cosa que además pienso es imposible, sino simplemente recuperar una figura que viene a mostrar la novedad que con Parménides hemos descubierto: el metaxu, el intermedio, el que está entre, que es apertura a los extremos, a lo puro de un lado y a lo puro (puramente impuro) del otro. Daimon es el nombre que el mito le otorga a Platón, o más bien a Sócrates, o más bien a Diotima (porque la tradición del nombre tiene explícita genealogía), para nombrar a quien vive en esta condición intermedia. Entre la plenitud y la pobreza ha nacido, cuando el intermedio se llama Amor, y es ahí donde lo puro toma lugar en ese entre como lo que no está ahí, pero se anhela, se desea, se busca, sin alcanzarlo, pero haciendo posible, en la búsqueda, que se engendre a otro buscador, otro intermedio, otro más para anhelar.

El gozo del daimon que es Eros no está precisamente en apropiarse de lo puro o dejarse poseer por él. Su parte está en gozar su deseo, y dejar que su gozo se refleje en otra alma, en otra vida, para que ella también goce y vibre por aquello que, en su ausencia, le eleva y le hace transmutarse en algo un poco más parecido a lo que anhela. Lo puro no se alcanza, la ambigüedad no se destruye, lo impuro no nos posee por entero; en los tres casos estamos en lo histórico, en el hacer camino y, tal vez, haber tomado ese reto es lo que caracteriza a la Grecia que todavía somos. Si nos acercamos a lo impuro, podemos [14]


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quedar perdidos y en olvido, pero no nos hacemos impuros por entero. Si nos acercamos a lo puro, entramos en la lógica de la mímesis y la semejanza, pero no se constituye una pura identidad. Seguimos siendo ambigüedad, pero en ella podemos encontrar la parte que nos toca, el bien que nos ha sido otorgado, ser amantes de lo puro, anhelantes de lo que no alcanzamos pero que no deja de seducirnos, dándonos esa humilde esperanza que refleja Sócrates en la República: “Finalmente, pienso, podría percibir el sol, no ya en imágenes en el agua o en otros lugares que le son extraños, sino contemplarlo como es en sí y por sí, en su propio ámbito” (República 516b).

Ese “pienso” de Sócrates, que contrasta con el “necesariamente” de su interlocutor, me parece refleja esa convicción de la pertenencia a la ambigüedad, donde la pureza de lo necesario queda como un anhelo que aquí se expresa con un “pienso”. El pensamiento en Grecia, creo, es entonces deseo, extensión de sí para alcanzar lo inalcanzable, sea lo puro superior o, después en Aristóteles y su progenie, la materia pura, primordial, potencia pura, que el sabio no sabe cómo acomodar en su sistema. Para el Estagirita, lo puro del acto puede ser colocado en el pináculo de su sistema y recibir un nombre, Theos, pero ¿cómo podría nombrarse la materia pura, la potencia pura, y dónde se colocaría? ¿No sería ella más bien otra forma de llamar, tal vez más inadecuadamente, ese deseo que Platón descubrió en el núcleo de lo más vivo de nuestra vida, es decir, nuestra alma? ¿No sería precisamente el deseo que el Demiurgo, otra figura intermedia, colocó en el corazón del mundo, del todo, de la Fisis, como alma del mundo? Tal vez será bueno dejar la reflexión de estas preguntas para otra ocasión. [15]


LA EPOPEYA MEXICANA Irving Josaphat Montes Espinoza

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A Alfonso Alfaro, El maestro

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éxico es el relato que se cuenta de sí mismo. Los mexicanos somos hijos de un ensueño vasconcelista que vaticina un futuro glorioso para nosotros, la llamada “raza cósmica”, una raza cuyo sino es el continuo mestizaje prolongado hasta la entelequia, hasta una paz perpetua nacida en este crisol barroco llamado México, en este país, escribía Carlos Fuentes, cuya geografía –desde la península de Baja California hasta la península de Yucatán– se asemeja al Cuerno de la Abundancia. Para decir “raza cósmica” es permisible utilizar otro término, uno que resignifica Octavio Paz: “hijos de la chingada”. Sólo en México una expresión refinada y políticamente correcta como la de “raza cósmica” puede ser sinónimo de “hijos de la chingada”. Ambas expresiones se encubren mutuamente, se contienen cual muñeca rusa, una es eufemismo de la otra y cada cual guarda su propia verdad: decir que somos la “raza cósmica” es decir que tenemos, como mexicanos, una misión en el devenir de la historia; la frase es, en sí misma, aspiracional. Decir que somos unos “hijos de la chingada” es decir que en nuestra génesis llevamos ya un lastre: el lastre de la culpa y de la vergüenza. “La chingada” es la madre violada, Mesoamérica. De ella heredamos la vergüenza de quien adivina su violación y se entrega a ella. El que chinga, el que viola, es el padre, padre blanco y barbado: el español. De él la culpa, la culpa de ser el huésped traidor que, cual Paris, traiciona el pacto de hospitalidad que le brinda Moctezuma y termina raptando, como antaño los mismos hombres blancos habían raptado a Europa, a otra doncella, una muchacha morena, impoluta, de ojos hartos negros como la noche de Tenochtitlan, llamada América. Producto de la violación: nosotros, los chingados, [17]


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los mestizos, los mexicanos.

De pie en la proa, erectos los mástiles como falos que ya adivinan la húmeda tierra fértil de islas aún sin nombre, desplegadas las velas que se ofrecen blancas y tersas a los raudos vientos del atlántico, va –viene–, parte –o regresa– Ulises. Pero no es el mismo Ulises que partió de Troya hacia Ítaca, ni es Penélope la mujer que los espera; este Ulises es otro y es el mismo. Para términos históricos es, indudablemente, otro; para términos míticos es, indudablemente, el mismo. Los historiadores no se atreven a admitir que el que navega de pie en la proa es Ulises, ellos prefieren llamarle Cristóbal Colón, porque su ciencia no sabe de igualdad, sino de diferencias; su ciencia no alcanza a vislumbrar eso que el mito griego sí: que el tiempo es un infinito devenir cíclico de lo mismo. Tampoco dirán que es Penélope la que espera a este Ulises, llamado por ellos Cristóbal Colón, al otro lado del canoso y anchuroso mar. Es más: dirán que no lo espera mujer alguna, pero mienten, mienten porque es verdad que al otro lado lo espera Penélope, pero esta Penélope tiene el rostro de América y su tejido, que hilvana de noche y deshilvana de día, son las constelaciones que aztecas y mayas, pretendientes suyos, han aprendido a contemplar desde la penumbra. América ya lo sabe, sabe que su destino es el rapto y se lo dice a Moctezuma a través de nigromantes, a través del hervor del lago de Texcoco, a través de pájaros con un espejo en la cabeza, a través del mar inquieto que parece querer sacudirse del lomo las tres carabelas que en lontananza se acercan. Colón, el Ulises genovés, enviado por la Corona española, todavía no sabe que su viaje de ida es un viaje de regreso; Colón ha partido de la Finisterre (el fin de [18]


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la tierra) para llegar a la Finisterre, al otro confín terráqueo. Desde entonces la bandera española llevará grabada esta hazaña, como hazaña fundacional de su patria, en su blasón: “Plvs ultra”. España, la Finisterre, se encuentra “más allá” del inabarcable Océano, con la Finisterre, con México, con un espejo de sí misma, en el que reconocerá su semejanza pero verá con celo su insalvable diferencia; celos insoportables, porque llegará el día en que España haga de esa tierra antípoda, a fuerza de espadas y de cruces, una imagen de sí misma, una extensión de su monacal soledad, un eco de su propia lengua: hará de esa tierra la Nueva España. Y si ya España era esa tierra lejana a la que fácilmente se entra pero de la que difícilmente se sale, muchos siglos después, la Nueva España, más tarde llamada “México”, será también, para los migrantes sudamericanos, esa tierra fatal, inconmensurable como el desierto de Sonora, en la que muchos son los que entran pero son pocos los que salen.

El resto de la historia es la historia ya sabida, siempre contada: Colón llega a América, la descubre como un novio descubre el velo de su futura esposa. O´Gorman dice que la inventa. Tiene razón. Porque América no tiene nombre todavía, y su rostro es otro, y su lengua otra y su mirada otra. La mirada que conocemos de América es una mirada melancólica, de amanecer lento, aletargado; la mirada que entonces tenía aquella doncella, antes de la llegada de Colón, nos es incognoscible, siquiera imaginable. Colón inventa a América y nunca lo sabrá; le moldea el rostro, le dibuja la mirada, y se muere con la inocencia de quien no es consciente de sus hazañas y de sus pecados. Catorce años después de las nupcias con América, Colón duerme eternamente el sueño de los justos; América no, América no puede dormir, padece de insomnio, recuerda incesantemente el [19]


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día de su casamiento obligado, injusticia irremediable, y cuando a veces le da por soñar, hombres rubios se le aparecen en sueños y se encargan de recordarle el día de su violación. Después de Colón está otro hombre. Pero este hombre no es reminiscencia de Ulises, lo es de Paris. Hernán Cortés raptará a América como Paris alguna vez raptó a Helena, pero, a diferencia de Paris, y por esas ironías de la historia y de la vida, Cortés no estará presente en la noche del rapto. El día exacto en que América será raptada por Occidente es el día de la Matanza del Templo Mayor, y son los hombres de Cortés quienes perpetúan el eterno crimen, sobre todo es Pedro de Alvarado, quien lanza la piedra y a quien la historia ya no le permitirá jamás esconder la mano. Es justo aquí donde comienza la toma de Tenochtitlan, es este el preludio de la Conquista, el rapto de América, la violación, el nacimiento cruento y traumático del hombre mexicano. Homero canta la guerra de Troya que se desata en el rapto de Helena, y su historia es incuestionable y diáfana, como diáfana es Grecia; en México son dos los relatos de la Matanza del Templo Mayor, dos versiones que se oponen, se confunden y se contradicen, como contradictorio y confuso es México. La primera de las versiones es la versión de los indígenas informantes de Sahagún, la segunda es la de los españoles, escrita por Bernal Díaz del Castillo; en una los españoles atacan a traición a los mexicas en las celebraciones a Huitzilopochtli, en la otra son los indígenas los que atacan primero a sus huéspedes. Retomando la frase del ex presidente que más vidas le ha costado a este país: “haiga sido como haiga sido”, la Matanza perpetuada queda escrita en el acta de nacimiento de México, y desde entonces las matanzas serán el pan de cada día en esta tierra de los chingados. [20]


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Dicen los intelectuales de la posrevolución, apologistas del mestizaje, que nuestra estirpe está condenada a la dualidad: somos, defienden ellos, mitad indígenas, mitad españoles. Pero hay algo de falso en esta noción, un engaño que pasa desapercibido, y es que de nuestro indigenismo sabemos muy poco, casi nada. Códices, informantes, testimonios, textos, glifos, todos ajenos, inaccesibles, indescifrables; intervenidos por manos clericales, lapidadas por la moral cristiana e irremediablemente ocultos a nuestros ojos occidentales. Nada ya de la mirada de América antes de ser América, nada de las noches sacrificiales, ni de los sueños, ni de la palabra corriente, baladí, de unos hombres que tienen ahora el rostro del barro, el rostro del jade, el rostro enterregado del sepulcro, el rostro de todos los rostros. No, nada de nada, sólo un verso de Neruda: “Piedra en la piedra, el hombre, dónde estuvo? Aire en el aire, el hombre, dónde estuvo? Tiempo en el tiempo, el hombre, dónde estuvo?”. Estuvo, sabemos eso y nada más. El mundo indígena de nuestros tiempos fue el primero en develar el engaño: “nosotros no somos eso, ni los indígenas de antaño ni los mestizos de ahora”, en el fondo esto es el levantamiento zapatista del 94, la caída de un relato, de un ensueño vasconcelista, de un país. El error quizá, no estuvo en el relato, sino en contarlo mal. Y si el error es contarlo mal, hay que volver al punto de partida para ver si acaso es posible contarlo bien. Es ya un vicio occidental ese de replicar la teleología cristiana: el hombre vive en el paraíso, el hombre cae al mundo de la corrupción, el hombre retorna a donde cayó. Es el mismo relato que cuenta la Ilustración y sobre el que Europa erige su conciencia continental: el hombre vive en el esplendor de la cultura grecolatina, el hombre cae al mundo del oscurantismo, [21]


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el hombre retorna al esplendor, al siglo de las luces. Cual círculo vicioso la historia del retorno al punto de partida como sinónimo de reivindicación (o religación) es repetida en el relato del mestizaje mexicano: el hombre indígena vive en la inocencia, el hombre español lo hace caer del estado de inocencia al corromperlo en la conquista, el hombre mexicano, nacido de esta corrupción, ha de volver a ese estado primigenio de inocencia. El relato es el mismo, los personajes y los matices son diferentes: en el primero los que se reivindican son los cristianos, en el segundo los europeos, en el tercero los mexicanos; el primero se asume como relato teológico, el segundo como un proyecto filosófico, el tercero como un proyecto político. Religión, filosofía, política, todos prismas distintos mirando a un solo punto, prismas distintos hechos de un mismo cristal, forjados en un mismo sitio: en la cultura helénica. Es cierto, al igual que los ilustrados, nuestro relato patriótico ha sido labrado con la materia prima del cristianismo; somos hijos de la cultura cristiana e incluso, en los arranques eufóricos más reformistas y anticlericales que se han dado en este país, nos narramos letanías bíblicas maquilladas de discursos liberales. Pero si algo separa al cristianismo del judaísmo y le da un rostro reconocible, es su encuentro y su asimilación de la cultura helénica. Y hay algo de irremediablemente falso en esto que digo porque quizá nunca sabremos si fue el judeocristianismo el que asimiló a las culturas orientales y a la cultura helénica, o si fueron las culturas orientales, en conjunto con la cultura helénica, las que asimilaron al judeocristianismo. Sabemos por Charles Guignebert que fue el encuentro de los apóstoles con los judíos helenizados lo que moldeó la religión cristiana, sabemos que fue Pablo quien resinificó la doctrina de Jesús y lo hizo además en Tarso, una ciudad [22]


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absorbida por la cultura helénica, y sabemos también que los cultos orientales que recoge e incorpora el cristianismo primitivo eran herederos de los misterios órficos nacidos en la Grecia antigua. Detrás de nuestro devoto cristianismo está la Grecia helénica, y detrás del relato teleológico de la salvación y religación cristiana, está otro, el relato odiseico, el relato del regreso, del nostos. Es el mismo nostos del hombre ilustrado y del hombre mestizo, el anhelo del regreso a una tierra perdida, a una inocencia violentada.

Queriendo separarse del México colonial, del México novohispano, el intelectual pro-mestizo replica los vicios de occidente: el relato homérico y cristiano del nostos, sí, pero también el vicio del pensamiento binario. Que la mexicanidad consista en un dualismo entre lo español y lo indígena, nos deja con una madre muda y un padre que nos ha abandonado. Desde el aletargamiento de su insomnio, América ya no habla, y la España de la conquista ya no es la España de ahora. Si como dice Ortega y Gasset: “España era el problema, Europa la solución” y Europa significaba la Francia ilustrada, entonces España, la España barroca que engendró al hombre mexicano, dejó de ser España el día en que quiso ser Francia. Para nosotros, los mexicanos, estirpe nacida de una España de antaño que inocula a América con el roce de su espada, como alguna vez Zeus engendró otra estirpe con el sólo roce de su mano, nos quedan los miedos del padre: el horror vacui, el horror al vacío: el barroco. Barroco clerical que brota, se oculta y vuelve a resurgir episódicamente en los intermedios de ese intento por alumbrar a México con la luz de la ilustración, porque en México todo es posible y con la llegada de Maximiliano de Habsburgo nos quedó claro que, si México no iba a la Ilustración, la Ilustración venía a México. [23]


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Ilustración que aspiraba a una pureza de inicio fracasada, porque si es verdad que México es, en esencia, barroco, tiene entonces la forma de un crisol, de un molcajete, mejor dicho, que todo lo reduce, lo mezcla, lo confunde y lo incorpora, sin clarificar ni distinguir aquello que engulle. Pero la historia de México no es una historia, es un mito, y es que siempre vuelve al punto de partida de tal manera que el trayecto puede o no contarse. El México barroco es un México cristianizado, y por cristianizado, helénico; el México reformista retoma las ideas liberales de los ilustrados las cuales abrevan del mundo grecolatino, del mundo helénico. Todo nos lleva al punto de partida, todos los caminos conducen a Roma y la historia de México no es la excepción. No es nuestro mal el contarnos nuestra historia con los vicios narrativos de occidente, el mal es pensar que no los tenemos. México replica la historia de occidente porque es un país occidental, y algo más, y ese algo más es un quién sabe. En el inicio de nuestra historia está Homero: hay un rapto, un estupro y una guerra. Está Platón: hay una idea de universalidad, un pensarnos eidéticamente, una persecución de la Verdad. Está Aristóteles y más de una historia trágica que remite a las tragedias de Esquilo. Hay, también, y sobre todo, un relato: De pie en la proa, erectos los mástiles como falos que ya adivinan la húmeda tierra fértil de islas aún sin nombre, desplegadas las velas que se ofrecen blancas y tersas a los raudos vientos del atlántico, va –viene–, parte –o regresa– Ulises. Pero no es el mismo Ulises que partió de Troya hacia Ítaca, ni es Penélope la mujer que lo espera; este Ulises es otro y es el mismo. Los historiadores no se atreven a admitir que el que navega de pie en la proa es Ulises, ellos prefieren llamarle Cristóbal Colón. [24]


GENEALOGÍA DE LA IDENTIDAD… ¡ESE GRAN VACÍO QUE NOS SOSTIENE! Damián Díaz Gutiérrez

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De todo lo que sucede, no comprenderás, no percibirás más que lo que se ha convertido en inteligible porque ha sido cuidadosamente extraído del pasado; y, hablando con propiedad, ha sido seleccionado para hacer ininteligible el resto1 Michel Foucault Pensar, ni consuela ni hace feliz. Pensar se arrastra lánguidamente como una perversión; pensar se repite con aplicación sobre un teatro; pensar se echa de golpe fuera del cubilete de los dados. Y cuando el azar, el teatro y la perversión entran en resonancia, cuando el azar quiere que entre los tres haya resonancia, entonces el pensamiento es un trance; y entonces vale la pena pensar2

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Gilles Deleuze

obre el origen de lo enunciable.

Todo comienza con una narración, un mito, una leyenda, tal vez un cuento, todo es dicho, contado y algunas veces afirmado. Hay casos cuya afirmación trae consigo una validez otorgada en el acto de su enunciación. Los hechos nacen, viven, actúan y perecen, luego entonces, su conexión se hace evidente. La historia comienza, la causalidad de la narración ha sido estudiada y se acepta. Las perennes situaciones alternas, esas que no sobreviven, esas que no son consideradas oficiales, quedan inmiscuidas en las que caminarán por la cultura como reales, como lo acontecido, cuyas pruebas son el soporte de su validez… 1 Michel de Foucault, Microfísica del poder, Ediciones La Piqueta: España, 1992, p. 152 2 Gilles Deleuze, Foucault, Editorial Paidós: México, 2016, p. 19

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La historia nace. La historia se acepta, se modifica, se entrelaza, se cuenta, su veracidad comienza y la narración, ahora, es, sin duda, la correcta. La historia también se crea… y hace al hombre héroe, villano, protagónico o simplemente asceta. La formación histórica se da desde la estructura narrativa “autorizada”, es decir la que formará a la generación venidera.

Estas formaciones caracterizadas por cosas y palabras, lenguajes y conceptos, significados y contextos, de contenidos y expresiones, de aquello que es visible y decible, son parte de la distribución que hace la historia para ser formalmente contada. El sentido histórico hace un alto en el devenir histórico ante la premisa contundente de que “occidente es hijo de la gran Grecia”, de aquella orgullosa y enternecida exclamación de nuestro origen. Somos griegos, pensamos como griegos, en tu sangre habitan las bases de Grecia, o como decía uno de mis grandes profesores… ”no hay nada nuevo, todo son notas al pie de lo anteriormente escrito por Platón…” Ante esta pausa, se invierte el análisis de los sucesos históricos, nos recargamos en la historia, hay un firme donde sostener nuestra idea de un posible origen… parece haber un comienzo. Grecia como uno de mis orígenes, ante mi vacío, ante mi angustia, toda mi nihilidad ha sido sofocada por mi propia búsqueda, se la pasa extrayendo esta posible herencia, que no es origen, que quizá sea complemento y, de forma muy inconfidente, quiero salvar esta idea, ante todo, ante la tradición teológica o racionalista que, en ocasiones, también me conforman.

Pero ¿qué está en juego? Quizá la idea de una identidad, misma que puede ser disuelta en virtud de la apuesta por el devenir teleológico; somos, en el último de los casos, sólo un fragmento del movimiento de continuidad ideal de la historia correctamente contada. [27]


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Con certeza la historia correctamente contada me oferta múltiples orígenes, desde la antropología y la biología, ambas ramas de la ciencia (episteme griega) que me impulsan a pensar que mi origen subyace en las praderas africanas y ante esta ultimidad biológica, soy para estas ciencias, un eslabón más en la cadena evolutiva de lo que se considera un ser humano.

Si sigo en este breve camino, me encontraré con salpicaduras genéticas desde los orígenes precolombinos, donde me dicen que parte de mi identidad está formada por los grupos de antepasados de mi continente.

Luego entonces viene el capítulo histórico donde se me agrega la parte en la cual existe la historia de mi mestizaje. Ahora: en este mestizaje viene combinado ciertamente esa pequeña pero importantísima parte árabe que también me conforma, pero pensado incluso desde antes está mi herencia griega, mi herencia romana y, por qué no decirlo, toda mi herencia feudal…

No pretendo hacer un recorrido histórico de lo que hemos aprendido sobre “nuestra” particular historia, correctamente contada, sino invitar y quizá provocar a más de alguno acerca de las inmensas posibilidades de pensamiento que este recorrido invita. Son tantos los manantiales de donde se abrevan las posibilidades, finitas o infinitas que conforman mi identidad de aquello a lo cual, hoy por hoy, puedo llamarle o etiquetarle como mexicano, centroamericano, latino, humano, etc. ¿Acaso entonces, no es importante buscar la Genealogía de mi propia identidad, por el puro placer de lo atractivo de la búsqueda?

Quizá lo que está en riesgo, no sólo es que no lo encuentre, sino que no exista y que todo aquello sobre lo cual esté yo fundamentando mi origen. Resulte ser sólo vacío, un vacío cuya respuesta dejé en [28]


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total angustia, desamparo, abandono, un mundo sin raíz, sin semilla primigenia, o como dice el filósofo Julián Bastidas, sin un meta origen….

Y ante esta posibilidad, pareciera que escucho a Sartre levantando la mano y ondear la bandera existencialista e increpar este argumento diciéndome: El hombre es angustia. El hombre es libre, el hombre es libertad… El hombre es el porvenir del hombre… El desamparo va acompañado de la angustia. No hay doctrina más optimista, puesto que el destino del hombre está en él mismo…

¿En cuál hombre? el griego, el romano, el árabe, el azteca, el mestizo, el moderno… Si acaso se sostiene el relato histórico que cuenta que los occidentales venimos de la cultura griega y esta posibilidad tiene algo de válido... ¿Cómo se puede fundamentar?

¿Dónde se encuentra su validez?

¿Por qué ese relato y no otro si al parecer cualquier construcción histórica es contingente? Dejo las preguntas abiertas y abro, también, una alternativa.

En esta inversión del proceso de búsqueda continua y desde la perspectiva del coloquio, el iniciar con Grecia es una gran aventura, un muy elegante punto de partida. Finalmente, de Grecia hemos heredado la conceptualización del logos, del nous, la doxa, la tekné, la episteme, de todos los fundamentos del razonamiento humano. [29]


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Habremos de comenzar con el restablecimiento de los sucesos olvidados, de los perdidos, de los no han sido develados, de los que siguen atrapados en las dunas que el tiempo sepultó, de las páginas que no fueron escritas, de las que el gran editor decidió no incluir, de aquello que quedó inmerso en el limbo histórico. Entre lo visible y enunciable (saber histórico) aparece el trabajo de la arqueología foucaultiana, la búsqueda entre los estratos que se perdieron en la versión oficial de los actos, hechos y cosas: “El saber no ha sido hecho para comprender, ha sido hecho para hacer tajos”.3

Quizá la idea de identidad que me aporta Grecia, visto como objeto de observación, cuyo contenido permite generar un lugar de visibilidad, donde se puede ver todo sin ser visto -el panoptismo de Foucault- intentando rescatar las interrelaciones de lo que nos aportó la cultura griega presentes en la historia: el vocabulario, el pensamiento, la literatura, la contingencia, así como las diferentes fuerzas que intervinieron y siguen herméticas ante nosotros porque fueron enterrados bajo el yugo de la historia conveniente. Cito textual a Foucault, ante el infortunio que representa la búsqueda histórica:

Las fuerzas presentes en la historia no obedecen ni a un destino, ni a una mecánica, sino al azar de la lucha. No se manifiestan tampoco como las formas sucesivas de una intención primordial; no adoptan tampoco el aspecto de un resultado. Aparecen siempre en el conjunto aleatorio y singular del suceso. Al contrario del mundo cristiano, tejido universalmente por la araña divina, a diferencia del mundo griego, dividido entre el reino de la voluntad y el de la gran estupidez cósmica, el mundo de la historia

3 Gilles Deleuze, Foucault, Editorial Paidós: México, 2016, p. 75 4 Michel de Foucault, Microfísica del poder, Ediciones La Piqueta: España, 1992, p. 20

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efectiva no conoce más que un solo reino, en el que no hay ni providencia ni causa final, sino solamente la mano de hierro de la necesidad que sacude el cuerno de la fortuna.4 ¿Qué hacer entonces ante la versión histórica oficial? Podrá ser válida, donde la historia justifique cuestionar y replantear cualquier origen, mas no desde punto de visto histórico, sino desde la praxis griega, donde el resultado confrontado a la búsqueda queda opacado… la búsqueda de la identidad o florecerá o se verá colapsada… Cierro con una breve cita de Borges

No estoy seguro de que yo exista, en realidad. Soy todos los autores que he leído, toda la gente que he conocido, todas las mujeres que he amado. Todas las ciudades que he visitado, todos mis antepasados.

¡La búsqueda es, indudablemente, la identidad tomando forma!

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SOBRE EL AMOR PROPIO EN LA ÉTICA A NICÓMACO DE ARISTÓTELES Selene Alvarado Cuevas

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L

eyendo el libro sobre la amistad en la Ética a Nicómaco de Aristóteles, me topé con una oración que detonó en mí una reflexión acerca del amor propio. ¿Es posible pensar filosóficamente sobre lo que es la autoestima? Aunque a veces tengamos la sensación de que las preguntas que nos hacemos nacen espontáneamente estimuladas por el asombro, no todo el tiempo tienen ese carácter inocente y tampoco dependen de nosotros mismos. Nuestras preguntas surgen efectivamente de un diálogo interno, pero también, de un diálogo con los otros y con el mundo.

Conocemos a Aristóteles como el último gran pensador griego que fue discípulo de Platón. Entre sus obras más conocidas se encuentran aquellas que tratan sobre la metafísica, la ética y la política. En el estudio sobre su legado intelectual podemos rastrear una articulación entre todas sus obras, que no sólo dan cuenta de la totalidad de su pensamiento, sino también del mundo en el que vivió. Aristóteles definió al hombre como el animal político, es decir, como el animal que vive en polis. Está definición lleva consigo el eco de un pensamiento y una forma de ser que podemos encontrar desde las epopeyas homéricas hasta los últimos días del mundo helénico: el qué de la vida humana, consiste en vivir con otros. Para el griego, todo lo bueno sucede en su polis. Las polis griegas, que actualmente definimos como las ciudades-Estado de los griegos, no solo atendían a la formalidad económica o legislativa, sino que también, constituían el sentido de la vida humana. La felicidad, el honor, la sabiduría, el bien, la justicia, entre otros, solo pueden ejercerse en comunidad, en relación con otros. Por lo que el qué de la vida humana (vivir en polis), también era acompañado por la reflexión del cómo vivir. La Ética a Nicómaco, es un tratado donde Aristóteles diserta sobre la felicidad, la virtud, la justicia, la amistad y la política. Es decir, da cuenta de todo aquello de los bienes de convivir en humanidad y de [33]


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la forma en que se pueden alcanzar y mantener estos mismos. Entre las páginas de este tratado, nos encontramos con un pensador con una actitud benevolente hacia la vida, que elogia la existencia y que considera que la felicidad no es un estado de ánimo, sino una actividad que se realiza a través del ejercicio de la virtud.

Aristóteles considera que la philia es el mayor bien del hombre. Philia, comúnmente, se traduce al español como amistad porque no existe en nuestro vocabulario una palabra que dé cuenta de las diferentes asociaciones humanas tanto de las que involucran un afecto y como de las que no. La asociación afectiva con otro como yo, se le llama amistad. La asociación entre una nación y otra nación, se le llama concordia. Y tanto una como la otra participan de este bien, que es el vivir vinculándonos con los demás. La disertación aristotélica sobre la philia obedece más a un sentido colectivo que a uno individual y por eso caben en ella también las relaciones familiares, matrimoniales y comerciales.

Nuestro pensador griego comienza su tratado sobre la amistad diciendo: Cuando los hombres son amigos no necesitan de la justicia, mientras que, aun siendo justos, necesitan de la amistad: es más, parece que el carácter más amistoso es propio de los hombres justos1. La justicia en el ámbito de la amistad es la medida para mantener la igualdad con los otros, es decir, respetar los bienes de los demás para no generar con ello la injusta desigualdad y padecer la discordia. Mientras que la disposición a ser amigo del otro, es la disposición de querer el bien para los demás y para nosotros mismos. Por eso, el hombre justo, es el mejor amigo, y el hombre amigo, es el hombre bueno. Aristóteles también hace una distinción entre los diferentes motivos que llevan al hombre a asociarse o a ser amigos de otros. Nos dice que hay relaciones que se establecen por el placer, otras por la utilidad y otras más por la virtud. Las dos primeras se rigen más por un interés inmediato que cesa cuando ya 1 Aristóteles, Ética a Nicómaco, Alianza Editorial, Madrid, 2018, p. 268

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no se obtienen ni placer ni utilidad. La tercera, es la más duradera, la más placentera y la más útil, porque se mantiene siempre en la búsqueda del bien para uno mismo y para los otros y se ejercita constantemente. Nos dice que las personas que se asocian solamente por placer o por utilidad, buscan siempre la aprobación de los poderosos, con la esperanza de que estos les brinden esos mismos bienes en el futuro; sin embargo, el hombre honrado o virtuoso, no busca la aprobación de los poderosos, sino de los sabios y no parar tener su reconocimiento, sino para mejorar la opinión que tienen de sí mismos.

¿Cómo podríamos nosotros definir lo que es el amor propio? ¿A qué nos referimos cuando decimos que debemos mejorar nuestra autoestima para estar en paz con nosotros mismos, mantener relaciones sanas y vivir plenamente? ¿Cómo se cultiva el amor propio? Si bien, el planteamiento aristotélico va de lo colectivo a lo individual y esto nos debe estar presente en cada momento, los frutos de la reflexión aristotélica nos aportan una guía para pensar sobre nuestro bienestar.

Mejorar la opinión que tenemos sobre nosotros mismos, no sólo para obtener un reconocimiento externo sino para bastarnos a nosotros mismos, me parece la sugerencia más certera para el cultivo del amor propio. Mejorar la opinión que tenemos de nosotros mismos, implica un constante ejercicio personal, no solamente en mejorar nuestras habilidades, sino también en ejercitarnos en el juicio, el cual, para Aristóteles, es la facultad humana que nos permite distinguir aquello que es bueno para nosotros. En la medida que elegimos el bien y trabajamos por obtener el bien, logramos la eudaimonía. Eudaimonía, etimológicamente, se compone de las palabras "eu" (bueno) y "daimōn" (espíritu), se le ha traducido como felicidad, vida buena, prosperidad, florecimiento.

El espíritu benevolente, es propio de los hombres honrados. Y solo un hombre que tiene aprecio de sí, que busca su bien, es digno de ser [35]


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amigo. Porque quiere para los demás, lo que quiere para sí mismo. En la amistad entre hombres honrados no es necesario reparar en la justicia, porque la igualdad ya se está ejerciendo en la misma.

Aristóteles apunta que la amistad tiene ciertos rasgos y que estos parecen proceder de los relativos a nosotros mismos. En esta sentencia está advirtiendo que, si primero no somos amigos con nosotros mismos, no podemos ser amigos de los demás. Lo que precede a una amistad es el amor propio. Y si este amor propio o autocuidado no se cultiva dentro de uno, no llegaremos a vincularnos con los demás de una manera virtuosa. Estos rasgos de amistad de los que habla Aristóteles, considero que pueden ser tomados como guías para el desarrollo del amor propio y estos son los que cito a continuación:

El primero de ellos alude a la congruencia. Aristóteles señala porque el hombre honrado está de acuerdo consigo mismo y desea las mismas cosas que desea su alma.2 Más adelante, el estagirita, nos dice que el hombre vil, quiere unas cosas y desea otras, y esa es la razón por la que vive en discordia. En segundo lugar, es mencionada la autonomía, tanto de juicio como de acción. La autonomía de juicio consiste en que aprendamos a distinguir entre lo que es bueno para nosotros y lo que parece serlo. De manera complementaria, el juicio de acción es aquel que nos mueve a ejecutar los buenos juicios y con ello a realizar buenas acciones. Esta autonomía responde al deber que tiene el hombre honrado de siempre buscar el bien y de buscarlo por sí mismo. Un hombre sin juicio es un hombre incontinente, porque elige aquello que aparentemente le da placer, pero le hace mal, y se muestra cobarde, por no elegir lo que es bueno para él. Por lo que el hombre juicioso busca siempre la permanencia, para él, existir es bueno.

2 Ibidem., p. 268

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En cambio, el hombre incontinente, con sus actos va detrás de su propia destrucción.

El tercer rasgo es una llamada a mantenernos realistas sobre aquello que es bueno para nosotros y no desear ser más o desear convertirnos en otro.

Aristóteles dice que quien lo tiene todo es un dios y no un hombre. Para los griegos, los únicos que poseían absolutamente la felicidad, la sabiduría y la inmortalidad, era los dioses del Olimpo. Desear tenerlo todo, equivalía a querer ser un dios y, por la mitología sabemos, que aquellos osados eran duramente castigados por las divinidades. Sin embargo, los griegos eran llamados a buscar siempre la excelencia. Esta llamada a ser realistas en cuanto lo que somos no apunta a conformidad mediocre, sino a ser conscientes más de lo que tenemos y lo que somos, y con ello, buscar la excelencia. El cuarto rasgo alude al desarrollo interior. Este se alimenta del conocimiento de uno mismo, el cuidado de nuestra mente y la procuración de un mundo interior. Un hombre honrado es aquel que está en paz con su pasado y que tiene confianza en el futuro. Sabe lo que le place y lo que le aflige. Gusta pasar de tiempo consigo mismo porque en su mente siempre encuentra un número vasto de objetos que pensar.

En el libro sobre la amistad, Aristóteles advierte que no se puede hacer ciencia de las afecciones humanas, pero sí se puede discernir sobre ellas en sus manifestaciones. Su reflexión es detonada por la necesidad de estudiar las relaciones pre-políticas, para después, introducir a su tratado sobre política. Aunque las afecciones individuales en Grecia siempre van encaminadas hacia un sentido colectivo, la Ética a Nicómaco contiene guías morales que podemos valorar para incorporar a nuestra propia vida. Una vida que, aunque se desarrolle en cultura que promueve el individualismo, la relación con los otros sigue siendo ineludible y reconocemos, [37]


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como Aristóteles, que la amistad es uno de los mayores bienes que podemos poseer, y que para ello, primero tenemos que ser amigos de nosotros mismos.

Termino mi participación exhortándolos a dejar un ejemplar de la Ética de Nicómaco de Aristóteles en su mesa de noche para que funja como remedio para aquellas noches de insomnio en que nos preguntamos sobre nuestra existencia. Porque como dice el poeta Homero

"Cuando van dos juntos, uno se anticipa al otro en advertir lo que conviene; cuando se está solo, aunque se piense, la inteligencia es más tarda y la resolución más difícil."3

3 Íliada 10.224

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LA MEXICANIDAD MUSICAL: UN RETORNO AL NOMOI GRIEGO Natalia Ulloa Rodríguez

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“Oh vida por vivir y ya vivida, Tiempo que vuelve en una marejada Y se retira sin volver el rostro, Lo que pasó no fue pero está siendo Y silenciosamente desemboca En otro instante que se desvanece” -Piedra de Sol, Octavio Paz.

C

uando hablamos del origen de la música nos es inevitable pensar en Grecia; la “gran” cultura que con sus musas fue madre de todas las artes, la portadora del conocimiento, la semilla de nuestra música académica occidental. Volteamos a ella con un lente cronológico lineal que nos refuerza la idea de que la música occidental bebió de las raíces griegas para teorizarlas, evolucionarlas y superarlas, dejándonos como resultado la música académica que conocemos hoy en día.

Cuando pensamos en la música griega lo primero que recordamos son los cantos gregorianos: herencia que la edad Media conservó para cimentar la teoría de una música formal. Pensamos en el papa Gregorio, en los “modos griegos”, en la retórica aristotélica aplicada al latín y en un canto al unísono liderado por hombres. Lo que llamamos modos griegos eran considerados en la Edad Media como escalas que nos indicaban una altura determinada, lo que facilitaba que los padres pudiesen cantar y llevar dichos cantos a otros pueblos.1 Además, se basaban en una escritura simbólica llamada neuma que indicaba aproximadamente la duración de la palabra-sílaba a cantar. 1 Roland de Candé, Invitación a la música, FCE, México,1988. P.20

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A dichos modos les adjudicamos gran parte del inicio de nuestra música formal occidental y las dos escalas más importantes para la teoría musical: la escala Mayor (antaño llamada Jónica) y la Menor (llamada Eólica). Con estas bases, desarrolladas en un principio para servicio de la iglesia y después puestas a disposición de una exploración teórico-práctica musical, el Barroco se encargará de explotar todas las posibilidades estructurales a fin de robustecer la polifonía, el contrapunctus y de darle su lugar a los instrumentos que forjan sus melodías separados del canto, la voz. Parece entonces que a partir del Barroco nuestra música comienza a tener una razón de ser y nos brinda la oportunidad de experimentar con los instrumentos y las nuevas texturas, sin dejar de lado la importante estructura y dicción retórica.2

Con la llegada del Romanticismo este tipo de música llegará a su punto más alto, pues las formas se explotarán hasta cambiar las mismas formas musicales (sinfonía, sonata) y dejarán tal aportación a los jóvenes músicos que tendrán que reflexionar cuál será el camino a seguir en la música; ¿qué hay después del romanticismo?

Así llegamos a un nacionalismo musical europeo que volcó su mirada a las melodías originarias de su país, pues las estructuras melódicas para entonces ya habían sido explotadas. Es decir: buscaban aquellas melodías que dijeran por sí mismas de dónde provenían, quiénes las habían hecho y hablarán además por su época. Nos encontramos así con un Smetana y su Ma vlast, a un Borodín y El príncipe Igor.3

Después llegará el momento de las vanguardias: el Impresionismo, que llegará con fuerza y se proclamará el movimiento que “romperá” con los patrones teóricos de la música y se volcará hacia una 2 RÉTOR, España, 2016. pp. 51-72. 3 Adolfo Salazar, La música en la sociedad europea, El Colegio de México, México, 1946. P.342

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búsqueda por nuevas formas y timbres (colores), además de fijar su mirada hacia un mundo que nos parece hasta este punto muy lejano: Grecia. Es aquí donde me pregunto, ¿por qué voltear a Grecia?, ¿por qué volver al origen de la música?

Hacernos esta pregunta desde nuestra trinchera occidental nos haría respondernos que se vuelve a Grecia porque se toma el reconocimiento del origen para transgredirlo o superarlo. Se crea un Preludio a la siesta de un fauno para recuperar el discurso mitológico que nos permite adentrarnos en un experimento de texturas y colores “nuevos”, más allá de las formas convencionales A-B-A, y de esta forma abrir la “nueva era” de las vanguardias; la música moderna. No está mal pensarlo de esta forma, pues nos da cierta seguridad de que aquí existe un quiebre, un nuevo inicio y nosotros como músicos sentimos entonces que tenemos nuevos caminos de creación.

Sin embargo, si pensáramos que Grecia no es “El origen”, sino la síntesis de otras culturas; si, lejos de pensar en una cronología lineal –que supone algo mejor que otro– pensamos que estamos retornando circularmente, dándole a la música aquello que le fue vetado al occidentalizarse; si entendiéramos a Grecia desde lo no-occidental quizás encontraríamos el porqué el Impresionismo bebió tanto de Grecia y por qué explotó después del nacionalismo. Además de entender el porqué se involucró tanto en nuestra cultura mexicana.

“Grecia –dice Adolfo Salazar– es una mezcla de culturas: China, India, Egipcia, Persa, etc”.4 Por ende, tiene características marcadas de ellas que conformaron la concepción musical helénica. 4 Adolfo Salazar, La música en la sociedad europea, El Colegio de México, México, 1954. 5 Ídem.

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En Grecia, a todo poeta que recitara le era inherente el canto para “bien-hablar/bien-decir”, pues las Musas (entre ellas la Música) sustentaban la claridad de sus discursos. Sin embargo, el canto no es lo mismo que como lo entendemos en occidente, pues para los griegos era muy importante la fonética que se desprendía de sus palabras condensada en el “mélos”, 5 hoy entendido como melodía. Éste conformaba la ilación del discurso.

El Neuma, en la tradición medieval del canto gregoriano, significa “alma” o “respiro”, concepto que desde los griegos determinaba el ritmo que seguiría su mélos.

Para el griego, el neuma sustentó lo que conoceremos como pies rítmicos; patrones que condensan el ritmo de la mayoría de las palabras emitidas en un discurso, por ejemplo: Tró-queo, Yam-bo, tri-brá-queo, di-ti-ram-bo.6 Esta concepción del ritmo se bebió de los cantos védicos de la India, donde los ancestros marcaban un acento específico a sus palabras y les daban una entonación cualitativa que, más allá de representar una simple altura, simbolizaban la concepción que ellos tenían del universo.7 ¿Cómo hacían para mostrar el mélos para sus poemas y discursos?

Los distintos pueblos como el Eólio, Jónico o Frigio tenían una forma característica de hablar, un acento que los distinguía y por ende, cuando recitaban algo, su voz era cualitativamente distinta. Los giros melódicos que hacían se representaban en los discursos y los instrumentos que fabricaban dependían de la complexión de los habitantes, lo que cambiaba el sonido y su color considerablemente. Así, un tañidor de khitaras o aulós forjaban sus instrumentos con grosores y distancias distintas de acuerdo a la complexión de sus manos, lo que provocaba que la altura del sonido cambiara también. 6 Ídem. 7 UNESCO, 2008, La tradición del canto védico, https://www.youtube.com/watch?v=kD8_1SkrxdU 8 Adolfo Salazar, La música en la sociedad europea, El Colegio de México, México, 1954.

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Alguien de la ciudad Jónica se escuchaba distinto a alguien de la ciudad Frigia. Así que cuando alguien cantaba, se apoyaba de algún instrumento que le diera como pauta la esencia del lugar del que provenía.8 Esta esencia, que es a su vez parte del mélos, se le llamó nomoi: principio que comparecía en todo el discurso y que el instrumento, con su interpretación después de cada verso, hacía presente, condensando el lugar de origen, el dialecto y las costumbres del hablante. Es decir, el nomoi daba cuenta de la localidad de quien cantaba/recitaba. Para los griegos era, entonces, muy común saber quién era Frigio, Jónico o Eólio. Este concepto es lo que medievalmente conoceremos como “modos”, sólo que en Grecia el modo comprendía un nomoi inamovible que sacaba a la luz toda la construcción de un pueblo. Después, para fines prácticos, los griegos consideraron hacer una ejemplificación de esta esencia basándose en tres notas que tocaba la khitara o el aulós para dar pie a que los poetas pudieran guiarse, además de los pies rítmicos que ayudaban a clarificar los discursos. Sin embargo, tomemos en cuenta que este “intentar ejemplificar” no era intentar aprehender, pues por más patrones que quisiera condensar cada canto –como el aplicar la teoría pitagórica, tiempo después, a los modos griegos– se daba por entendido que el nomoi era inaprehensible, que la esencia era inconmensurable y que las tres notas del instrumento se volvían un mero soporte, mientras todas las demás conservaban microtonos, variantes y ciertos giros que la escala pitagórica no lograba condensar. Esta es la herencia irremediable de las culturas orientales.9 Cuando el Medievo rescata estos modos griegos y hace de los neumas notaciones rítmicas aproximadas para los valores de las palabras, se pierde gran sentido de la riqueza tímbrica y estructural de Grecia, 9 Ídem. 10 Véase algún motete medieval utilizando la palabra “Kyrie” como recurso para alargar el sentido melódico, haciendo que poco a poco se difumine la importancia de la sílaba sobre la melodía. 11 Luis Prensa, La estructura musical gregoriana, España, 2008.

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pues las palabras ya no atienden necesariamente a su pie rítmico, su fonética, sino que atienden a una melodía que “embellece” la palabra sin importar la duración de la sílaba.10 A su vez, los modos se convierten en un patrón diatónico que comparece en un todo, que pueden dar cuenta de su principio: del modo jónico y no otro, perdiendo la esencia y riqueza de cada uno.11 Cuando el Impresionismo vuelve a Grecia no vuelve para romper con la música pre-establecida y crear algo “nuevo”, sino para retornar y darle a la música lo que le fue vetado; para devolverle el lugar y la riqueza que tenía. Que sea primordial el discurso en el impresionismo no es casualidad. El Preludio a la siesta de un fauno no sólo representa la narración de un mito, sino la recuperación de las culturas orientales, de la música no-occidental que puede ser un puente para entender mejor a occidente mediante un intento de recuperación de la esencia del canto-poesía y la danza (Nijinsky). Ravel se interesa por Dafnis y Cloe, Debussy por Sirynx y Erik Satie decide componer en su época madura una obra –por encargo– llamada Sócrates, en la cual habla de las tres facetas más importantes del filósofo ateniense: El banquete con la representación de la intervención de Alcibíades, Fedro y el Fedón, que simboliza el momento de su muerte. La composición de esta obra es de suma importancia pues consiste en una voz que recita sin grandes giros melódicos occidentales, pero con un acompañamiento musical que aproxima a Grecia con una exaltación de la esencia de lo que recita la voz, lo que provoca un acento en el sentir del diálogo y un desgarramiento más profundo que si el cantante dramatizara con su cuerpo aquello que recita para hacer énfasis en el dolor, la tristeza, etc. Es una obra compuesta para volver a la importancia del “bien-decir” y de esa esencia que con un acompañamiento puede comparecer en lo inconmensurable y lo exalta.12 El Impresionismo 12 Erik Satie, Cuadernos de un mamífero, Acantilado, Barcelona. 1999. P 153-167.

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busca la esencia y va a Grecia, busca su sustento y se encuentra al nomoi. ¿Qué ocurre con México?

El panorama en común que hasta aquí encontramos en Europa es que el Nacionalismo devenga Impresionismo; se va de la búsqueda por una esencia “nacional” al intento por retornar a la esencia Griega. Sin embargo, en México ocurre lo contrario; El Impresionismo llega a tierra mexicana poco antes de que se formule formalmente la pregunta por la “mexicanidad” y se empalma a la llegada del movimiento nacionalista mexicano.13 Es curioso, pues si tomamos en cuenta que el movimiento impresionista está cargado del retorno a Grecia, al llegar éste a México hace que los compositores beban de la cultura helénica cuando ellos sienten que beben de técnicas nuevas y modernas. Además, pensemos que el movimiento nacionalista mexicano empalmado al impresionista desemboca en el momento en que la identidad mexicana está en crisis, haciendo necesaria la búsqueda de un concepto dialéctico que funcione como espejo en el que entren todas las culturas del país, lo que llamaremos después lo “Mestizo”, pero esa búsqueda emerge cuando el movimiento impresionista se está dando, es decir: cuando el mexicano se pregunta por su identidad, a la par se pregunta por la esencia de Grecia.14 Los músicos de la época, como Revueltas, Chávez o Moncayo están impregnados de las técnicas impresionistas15 y con ello forjan las piezas que servirán como sustento para encontrar una identidad que nos baste. ¿No será que en el fondo buscábamos también ese nomoi griego, esa esencia que da cuenta de la identidad de un pueblo?, ¿no será que

13 Pues recordemos que el impresionismo se empalma al movimiento nacionalista de inicios del s.XX 14 Irving Josaphat Montes Espinoza, Julián Bastidas Treviño. 2020, Reflexiones sobre la mexicanidad 2: el México criollo. https://www.youtube.com/watch?v=NcOkHsXzmQ8 15 Y las técnicas impresionistas no sólo cargan una visión musical, sino que condensan un panorama social, intelectual y político. 16 Véase, para mayor profundidad en el ámbito pictórico: https://www.youtube.com/ watch?v=NcOkHsXzmQ8

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México al tener este encuentro primero con el impresionismo antes que con el nacionalismo hizo conciencia de la búsqueda helénica y le fue un espejo por el cual atender a la identidad de su propia cultura?

Me parece pertinente exhortarles a ahondar en el mundo helénico para entender el porqué de nuestra música,16 y entender nuestro pasado prehispánico al que tanto anhelamos retornar pero que nos es irremediablemente lejano, pues tenemos concepciones muy occidentales –como los documentos a los que tenemos acceso, escritos por occidentales sobre la cultura prehispánica– y vestigios casi inexistentes en el ámbito musical. ¿Será que volteando a Grecia podamos encontrar una música que hable por México?

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ASÍ COMO LO SUPIERON LOS ARDUOS ALUMNOS DE PITÁGORAS Julián Bastidas Treviño

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"A Laura, por el amor, por el apoyo y por las dos veces que me ha abierto de lleno la cara al infinito: cuando me vio a los ojos y sinceramente me dijo que no sabía qué pasaba después de la muerte, y cuando me dio a leer por primera vez estas palabras de Borges. Gracias quiero dar al divino laberinto de los efectos y de las causas que, dentro de este singular universo, te hicieron mi amiga, mi profesora y sobre todo mi madre. Te amo mamá". Dijo alguna vez Borges: “Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras: los astros y los hombres vuelven cíclicamente”

Y

en esos versos se sintetiza la imagen de una concepción de mundo que a nosotros los contemporáneos nos es sumamente extraña, difícil de captar en su radicalidad, sutileza e implicaciones. Para nosotros, modernos, la historia se cuenta como inicio, medio y final. Y ése, más que un modelo narrativo (de algo así como la “pura literatura”), es un modelo de realidad en general. El mundo tiene un Génesis, un Big Bang, un húmedo origen y tendrá un juicio final, un momento en el que todas las partículas de luz dejen de moverse, un cierre absoluto. En el mundo griego, como bien sabía Borges, la realidad no es lineal, no es cronológica, no se fundamenta en una constante novedad que va creando un mundo que avanza, se transforma y se reinventa siempre novedosamente. En esa realidad griega lo que no existe [49]


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es la linealidad del mundo; y esto se da, precisamente, porque no existe la creación. No existe ni la figura del autor (individuo) ni la de su obra (creación). No hay ni individuo ni creación. Pues el individuo no es sino el resultado de una moira, de una trayectoria ya establecida en su hilo-destino, en su porvenir, su pasado y su haber, todo al mismo tiempo. Ese supuesto “individuo” carga en sí a toda una genealogía mitológica que explica su personalidad, que explica su manera de ver y de ser-en-el-mundo. Decimos que en la Grecia antigua (antes de Aristóteles) no hay individuo, pues lo que hay es moira, que es lo mismo que haber mitológica, simbólicamente, divina y trágicamente. Eso es lo que quiere decir el no haber de individuo y sobre todo de creación en la Grecia antigua, que el ser en sentido pleno, el todo y sus implicaciones, nos atraviesa a todos para así hacernos haber. Es así como el límite entre lo uno y lo otro, el uno y el otro, y todas sus posibilidades definidas “clara y distintamente” (a la occidental) se pierden. Las grandes hazañas de los seres humanos son hechas por un ánimo, un plan, una acción que les infunden los dioses y las diosas; los ríos son un conjunto de dioses, las montañas son las caídas de dioses desde el olimpo. No habitan dimensiones separadas, independientes de la realidad, del mundo. Sino que toda la realidad y el mundo los implica a todas y todos: eso es lo que quiere decir que en Grecia opere un “Uno-Todo”, una fisis, un árbol genealógico mitológico que no habita como un pasado revelado del que se lea nuestro presente y futuro, sino un haber cíclico, permanente, que nos atraviesa hoy, mañana y siempre.

Uno, como moderno, abre las obras homéricas, dígase la Ilíada y la Odisea, y se fascina por una narración tan “poética”, tan “adornada” como ésa. Y es que pareciera que en cada referencia a los dioses, [50]


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en cada referencia a los barcos, caballos o mares, lo que hay es una serie de adjetivos y metáforas. Sin embargo no, lo que hay ahí son símbolos. Tanto para Jung como para Ricoeur, lo que caracteriza a los símbolos es tener un “exceso” de sentido que hace que sea irreductible a un lenguaje unívoco, o como lo definía Descartes (padre de la modernidad) “claro y distinto”. Lo que garantiza el haber del símbolo es el no haber de claridad y de distinción. Y esto es porque el exceso de sentido se muestra sintomáticamente (por ponerle terminología psicoanalítica) como una multiplicidad de sentidos correctos que pueden ser igualmente posibles. De un símbolo, dos subjetividades pueden leer dos sentidos muy distintos, ambos igualmente verdaderos desde la perspectiva simbólica: es decir, que ambos le “hagan sentido” al “lenguaje interior” de cada uno (o cada unx). Incluso cuatro subjetividades podrían generar doce o catorce sentidos diferentes, algunos más compatibles, otros más contradictorias, pero igualmente verdaderos desde la perspectiva simbólica, es decir, que le “hagan sentido al lenguaje interior” de cada uno, a su lenguaje inmediato, del núcleo más vivo y radical de su existencia. Eso es lo que implica ese “exceso” de sentido. Por ello la imposibilidad de lo unívoco en lo simbólico no representa una carencia, sino es su posibilidad formal: hay símbolo porque hay multiplicidad de sentidos presentes verdaderamente, no como meros “posibles”, sino como “reales” en el sentido fuerte de la palabra. Probablemente a esta altura de la argumentación cualquier lector crítico ya habrá vislumbrado el evidente vacío que se nos presenta: ¿y en qué se sostiene ese “me hace sentido”?, ¿en ese “lenguaje interior”?, ¿pero no es un término igualmente “ambiguo”? Ante [51]


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éstas preguntas habría que decir que la verdad simbólica no parte de los mismos criterios que la moderna, la cual, como se sabe, es racional-lógico-matemática. Esta última, al centrarse en lo “unívoco”, puede predecir, deducir, argumentar respuestas “una” a “una” y luego ir a comprobarlas experimentalmente en las distintas áreas de la realidad, así funciona este criterio. Esto nos parecerá como el único criterio de verdad posible. Pero esto es porque nuestra subjetividad exige una autocrítica radical, a la que nos invitan autores tan imprescindibles como Foucault: nuestro criterio moderno es contingente, si bien es válido, no es la única forma válida de ver a la realidad, a la verdad (incluso en sentido fuerte). Ante esta contingencia de criterio, lo simbólico nos aparece como lo extraño, lo irracional; sin embargo, habría que decir que si bien nos es extraño, distinto, radical (habría sólo que ver la revolución que Freud sigue causando hasta hoy con su concepto de inconsciente, o Heidegger con su dasein, tan comunes en tantas cosas uno y otro), es otra forma que, desde sus características, es igualmente válida de construir realidad, verdad (incluso en sentido fuerte). Lo simbólico, al no ser unívoco, sino “multívoco” tendría la imposibilidad de generar una respuesta única, cerrada, a comprobar objetivamente (a través de una experimentación rigurosa colectiva). Su criterio de validez se encuentra en su carácter “fenomenológico”, es decir, que quien atiende a la “verdad” (unidad de sentido, explicación), que ese ser de forma singular y libremente, sin coacciones, en un “diálogo interior” la asuma positivamente como verdadera. Lo de fenomenológico viene porque la postulación de un criterio simbólico no ha de consistir en hacer caso al mero “cascarón” de las palabras o de la explicación, sino que pretende que, quien atiende [52]


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a él, “ponga a prueba” ese criterio, de forma subjetiva y libre, pero sincera, honesta e intensa en su propia experiencia.

¿Cuál es el significado simbólico de la luna? No hay “una” respuesta correcta, cada poema, cada obra de arte, cada ritual que se le hace aporta “sentido” a su significado que trasciende el significante de las palabras. Y cada uno de esos poemas, por ejemplo, encuentran su “validez” en cuanto símbolo cuando, en su juego de sonidos y silencios, le “hace sentido” en ese “exceso”, en ese “más allá” del cascarón de las palabras, que no es racional, pero sí es inmediato y sentido emocionalmente (sí me mueve subjetivamente) a quien lo atiende, con quien se encuentra el símbolo.

El signo busca una verdad que se afirma objetivamente y por ello va más allá de nuestro individuo, el símbolo también trasciende a nuestro individuo en cuanto que inmediatamente nos da sentido, yendo más allá de nuestro control: él se afirma como “verdadero” en esa inmediatez interior. Deleuze, Lacan, muchos autores refieren a ese estremecimiento del sentido cuando antes del discurso, antes de la posibilidad de formular una hipótesis, una conciencia, una claridad, nos arrebata una cierta sensación que se nos impone de verdad, de realidad. Ese sentido que se afirma en el diálogo, subjetivo y libre interior, ese estremecimiento es el tipo de validez que tiene lo simbólico. Es una validez estética, si se quisiera entender así, pero en un sentido muy comprometido con la palabra. Es volver a la palabra estética con la fuerza que involucra pronunciar detrás de ella todo el reino de lo cualitativo, de lo simbólico, tan diverso como que dentro de sí involucra al Psicoanálisis, al Arte y a las tradiciones ritualísticas, mitológicas y adivinatorias. [53]


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Por eso, al decir que lo que hay en la Odisea son símbolos donde como modernos habría meras metáforas o adjetivos, decimos que se esconden significantes que avivan varios significados que se presentan detrás de cada una de ellas, pero no exigiendo el ánimo de buscar entre ellos “cuál” es el verdadero, sino admitiendo la posibilidad de que esa multiplicidad de verdades sea toda cierta al mismo tiempo. Eso le da una riqueza enorme a cada una de las frases, de los cantos, de los textos no sólo de los griegos, sino de todo el mundo antiguo en general y de Homero en particular. Y colocamos el nombre de Homero en singular porque la dimensión, el peso, la fuerza, la intensidad que toman sus obras cambiando los adjetivos y metáforas por símbolos es realmente inconmensurable: yo nunca experimenté nada parecido, ni con la filosofía, ni con la literatura, ni con el psicoanálisis. Porque sí, de principio cualquier significante de cualquier obra, sea del tiempo presente o de la antigüedad, puede ser tomado como “símbolo” haciendo ese ejercicio de asumir sus múltiples significados como verdaderos. Sin embargo, esto se puede lograr con tal naturalidad en los textos de la Grecia antigua, y sobre todo con los de Homero (y Hesíodo) que ello invita a pensar que su tiempo era un tiempo muchísimo más simbólico que el nuestro como nos apuntaban muy bien Heidegger, Foucault y Nietzsche. Si queremos comprender cómo se hace un análisis simbólico podemos proceder con un ejemplo concreto. Hablemos del caso del supuesto autor de la Ilíada, Homero. Si uno toma las distintas raíces arqueológicas-etimológicas de la palabra Homero y de su “autor”, la evidencia nos apunta a varios orígenes históricos posibles: -Un esclavo que venía de Egipto.

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-Un refugiado de guerra.

-Un hijo de una comunidad de esclavos de guerra.

-Un grupo de refugiados de guerra mandados a registrar los acontecimientos.

Si uno procede desde la perspectiva lógica u objetiva, lo que uno hace es escoger cuál de las anteriores posibilidades es mejor candidata a una hipótesis a investigarse. Se formula esa hipótesis y se va a la búsqueda de evidencia para confirmarla o refutarla. Por ejemplo, buscar formas de escritura propias de los egipcios y no de los antiguos griegos en el texto. Esto daría evidencias para reforzar algunas de las hipótesis y rechazar otras, y este ejercicio de depuración procedería hasta generar una hipótesis que por consenso académico pudiéramos llamar “válida” racionalmente. Sin embargo si asumimos a Homero como un símbolo, uno asumiría que él es cada una de esas 4 cosas (y más) al mismo tiempo: uno asume los 4 significados (y más) como reales, y construye subjetivamente desde ese “significado” el sentido del autor de la Ilíada y la Odisea. Encuentra cómo cada uno de los pasajes, de las palabras, de las circunstancias expresan de distintos y singulares modos esa cuádruple dimensión. Nos invitaría a ver que en la narración de la

figura de Héctor hay los ojos admirados de un egipcio descubriendo una cultura ajena que quería hacer más propia que la suya. O sentir en los reclamos de Aquiles los ojos admirados y doloridos de un prisionero de guerra que vio caer a sus amigos a manos de una guerra sanguinaria, violenta. Incluso asumir en la descripción de la hospitalidad de Zeus a una comunidad de refugiados que captan las memorias, los decires, los cantos populares y vivos en la región. [55]


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Homero como símbolo es todos esos Homero(s).

Si este ejercicio se quisiera llevar a un nivel de hermenéutica simbólica, uno tendría que asumir que en ese mismo ejercicio de síntesis multívoca lo que se juega es la verdadera esencia de aquello que se interpreta. Es decir, que en el definir a Homero simbólicamente se está dando cuenta del ser, de la esencia de Homero. Como bien nos destaca Ricoeur al respecto, en el símbolo lo que no habría es la posibilidad de darnos cuenta de que el símbolo es un significante (palabra, por ejemplo) que en su interior convoca varias tramas ocultas; esta subtrama sería el discurso verdadero, esencial del que está compuesto el concepto. El símbolo es un puente al lenguaje inconsciente pues en él se convoca el fracaso del significante en cuanto puente terminal de sentido y se abre a partir de él la introducción de la “subtrama”, el lenguaje de lo invisible que conforma lo visible. Ese inconsciente que da cuenta de la trama se asume como el molde, la lógica interior con la que se conforma aquello que nos es presente, visible. Por ello, cuando algo se asume como un símbolo es porque en él podemos no sólo leer al significante que analizamos, sino vislumbrar de forma presente (aunque no clara y distinta) la subtrama que le da su ser, su cultura, política, historia, biografía, etc. Cada símbolo convoca una parte del más allá interior que le da sentido a eso que se experimenta exteriormente. Por eso el símbolo convoca una relación más esencial con aquello que se define. Si esto lo llevamos a Homero como un autor asumiríamos que detrás de los significantes que componen sus obras hay una serie de subtramas que juntas nos darían el mundo griego en general. [56]


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Dice Calasso que Ananké, la figura central del mundo griego —pues es la lógica invisible de todas las tramas mitológicas—, es como un haber de hilos enredados por una lógica que nadie conoce por completo, excepto ella misma, que sin rostro se va desarrollando, enredándonos, conectándonos, separándonos y moviéndonos a todos. En ese sentido cada símbolo en una obra griega sería un hilo que podríamos identificar para ir hacia Ananké, es decir, hacia la mitología griega en su multitud de historias, encuentros, desencuentros, prácticas e invocaciones, pues en el decir de Calasso, Ananké es sólo un símbolo central, un arquetipo desde el cual podríamos asir el mundo griego como un todo (la forma del fractal entero).

Así que como lo supieron Borges y los arduos alumnos de Pitágoras, existe una concepción cíclica que hace que no haya ni innovación ni libertad individual. Somos todos consecuencia de un movimiento, de una fisis cuyo fondo (“fuego último” diría Heráclito) nos es inalcanzable. La única forma de dar cuenta de las cosas, entonces, está en narrarlas desde su verdad: pero no su verdad histórica sino su verdad mítica. Y esto porque la historia presupone un inicio y un final, una cronología objetiva y racional (unívoca) de una circunstancia que permita dar cuenta de ella “clara y distintamente”. En cambio, la concepción griega precisaba que aquello que diera cuenta de lo verdadero pudiera dar cuenta de esta Ananké, de esta plenitud divina de realidad que conecta a cada cosa con el resto de las cosas desde su moira. Ello hace que el griego sólo pueda dar cuenta de esta verdad verdadera de las cosas a través del mito. Nietzsche complementa ello diciéndonos en Sobre verdad y mentira [57]


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en sentido extramoral que la vida de cualquier rey griego tenía menos certeza que la de nuestros mendigos, pero que la vida de cualquier esclavo griego tendría más belleza que la nuestra. Esto es por el radical y permanente exceso de sentido con el que se vivía en el mundo antiguo, esta verdad mitológica que no era un ejercicio intelectual, sino una realidad en el sentido fuerte de la palabra: cotidiana, natural, “inconsciente”. Es sólo escuchar una composición musical de la verdadera Grecia antigua o ver sus obras de arte reconstruidas para darnos cuenta que se salen de los estándares racionalistas en los que los tenemos “pulcramente” metidos. Es muy normal, por nuestras proyecciones modernas, que pensemos que los griegos eran como nosotros sólo que hace muchísimos años. Y ello dista en sobremanera de ser verdad. Los griegos antiguos pensaban, sentían, amaban de una forma radicalmente distinta a la nuestra, radicalmente suya, particular. Y es esta particularidad tan rica en su exceso de sentido lo que desbordan por cualquier parte. Es sólo cuestión de poner en el buscador de Google: “color en las esculturas griegas antiguas”, y veremos esa forma tan colorida, tan viva, tan rica de realidad que tenían sus obras; incluso nos podrían parecer barrocas o kitsch. Esto hace que más allá de que un ejercicio de hermenéutica simbólica se pueda realizar con cualquier texto, sea eminentemente más profundo y más simple realizarlo con uno de Homero. Si tomamos, por ejemplo, la Ilíada y de ahí separamos sus primeras líneas: “La cólera canta, oh diosa, del Pélida Aquiles”.

Uno podría separar ahí cinco significantes que tomaremos como [58]


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cinco símbolos y que podremos investigar su significado, viendo cómo ellos convocan una subtrama esencial que trasciende la mera narrativa y nos convoca al mundo griego en general. El orden que les daremos sigue este fin de develación simbólica. Diosa

En primer lugar, colocamos “Diosa”, pues la habilidad de Homero como autor en sentido griego, si es que ello de “autor” se puede decir, no es la de “innovar” con su texto, ni siquiera la de ser original, personal, sincero; la característica de su poder radica en “invocar” a las diosas para que cuente la historia del todo a través de su canto. La palabra griega que se suele emplear para estas diosas es la de “musa”. Y por un prejuicio que se fue tergiversando, asumimos musa como un cierto espíritu de inspiración del “genio” (visión absolutamente romántica). Sin embargo, en el sentido griego esa “musa” era una Diosa, es decir, parte del panteón olímpico. Estas nueve diosas, las musas, eran hijas de Zeus y Mnemosine. En el sentido mitológico el origen, el a qué altura se encuentra el ser en el árbol genealógico de la mitología, o con qué otros seres divinos se está emparentado, define la personalidad, el actuar o la esencia de los seres (su destino, su dirección, su sentido). Por eso cuál es la genealogía paterna y cuál es la genealogía materna dan cuenta

de la esencia de cualquier ser. Las musas tienen por padre a Zeus y como madre a Mnemosine. El principio paterno, desde su origen uránico, suele estar relacionado con un principio de posesión, de penetración y transformación; mientras su complementario, el principio femenino, sería con Gea el principio de lo que recibe y acoge dentro de sí para ser. Por ello, en general los dioses griegos [59]


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masculinos se asumen como principios activos, que accionan, y las diosas suelen ser quienes acotan, quienes reciben, quienes acogen y en ese acoger dan identidad; son las identidades de lo que inspira, de lo que lleva, de lo que en el fondo seduce a la realidad (como Gea seduciendo a su hijo Cronos para matar y tomar el lugar del Padre). Zeus, el padre de las musas, es el dios-padre, el dios principal, el rector, el administrador, el juez, el guerrero central, el benefactor y viril centro y fundador del olimpo; el rayo, la verdad que se nos revela de golpe y que se nos impone en su poder, indoblegable, intenso hasta el límite, que cae, penetra, dicta, marca, transforma, hace, dirige, de arriba hacia abajo. Mientras que Mnemosine es la memoria, Titán de una generación anterior a la de Zeus, hermana del mismo tiempo, Cronos, pero siendo la parte del todo, de esa fisis absoluta regida por Ananké, que guarda las memorias, los vínculos, las esencias en su relación original. El documento central para acceder a la mitología griega, la Teogonía de Hesíodo, fue dictada por las musas. La Odisea y sobre todo la Ilíada también. Cada texto en ese sentido en el mundo griego es escrito, en cuanto que es verdadero, como una forma de conectar en la acción del canto del autor, con el intérprete (todavía faltan algunos siglos para que nazcan los textos y los lectores) y con la Musa que es hija de esa memoria del todo. Esa memoria es lo que nos identifica, lo que nos permite saber el lugar último, verdadero, esencial de cada cosa (mitológico), y que está escrito en versos sobre sucesos, sobre acciones, sobre cosas que valen la pena ser cantadas (narradas), pues es algo que identifica, en ese tiempo circular, una verdad que trasciende lo que se cuenta y que nos habla de cómo se comporta ese tiempo circular del todo: cada canto que las musas inspiran verdaderamente nos muestra el [60]


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bello y afrodisíaco rostro de Ananké, que como necesidad rige el fondo de las cosas, tejiéndose una moira encima de sus formas, de sus designios. Cantar:

Las palabras cantadas en la inspiración de las musas convocan, en tiempo presente, la presencia de una memoria de ese todo; que al ser memoria verdadera de un tiempo cíclico, en cuanto verdad, dice tanto del pasado como del porvenir. Cantar inspirado por la musa es decir más verdad de lo que se es capaz de decir con la palabra común. En el cantar se funden la diosa, el cantante y el escucha que canta con ellos en su interior. Se funden todos y el resultado de esa fusión es el transcurrir de una memoria del todo. Como se ve en este video https://www.youtube.com/watch?v=4hOK7bU0S1Y&t=499s la Ilíada no era un texto para “leerse”, no tenía “lectores” en el mundo griego, sino que era un texto que se cantaba. Cada acontecer de la Ilíada por un rapsoda era una invocación divina, y lo que se pretendía invocar era una palabra verdadera. Los rapsodas en ese sentido, en su canto fundaban civilización, y ese canto que funda civilización lo hacía al ritmo de las palabras verdaderas, es decir, los mitos y sus prácticas. Cólera:

Y precisamente la verdad que canta la diosa en la Ilíada no es un canto indiferenciado, sino que es el canto de la cólera; y no una cólera general, sino la cólera-de-Aquiles. Contra lo que se cree comúnmente la Ilíada no canta la guerra de Troya, ella ya tenía más de nueve años cuando inicia la obra; ni siquiera su final, pues el famoso caballo de Troya es un episodio que queda fuera de la obra (se le hace mención al inicio de la Odisea). Realmente el motivo del [61]


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primero de los cantos de la obra es la cólera de Aquiles después de que Agamenón le falta al respeto robándole su botín más preciado de guerra (una mujer con la que incluso se decía que iba a casarse) para mostrar su poder como rey de reyes. Esta falta de respeto hace que en su cólera le pida a Zeus mismo que le dé momentáneamente la victoria a los troyanos sobre los argivos (él como mirmidón era del ejército de lo argivos), para que en el clímax de la derrota él regrese a darle la victoria a los suyos llevándose la gloria y la ignominia de Agamenón de por medio. Y es precisamente cuando Aquiles depone su cólera y llora junto al rey enemigo Príamo al decidir regresarle el cuerpo de su hijo Héctor que había matado con sus propias manos (y a quien seguía, envuelto en su cólera, haciendo sufrir incluso después de muerto) que la obra concluye. El motivo que da principio y fin a la obra toda es la cólera de Aquiles, de eso trata realmente la Ilíada. Pero, en un sentido mucho más profundo, valdría la pena ver cómo también es el motivo central que unifica a la obra como un todo: más allá de la cólera de Aquiles, es la cólera en general la que compone los entramados que dan vida a este episodio guardado de Mnemosine: la cólera de los héroes argivos, la de los héroes troyanos, la de los dioses contra los hombres, la de los dioses contra otros dioses, la del río contra Aquiles; siempre la cólera y sus procesos de encuentro y desencuentro de fondo. Incluso fue la cólera de la diosa Discordia la que dio origen a esta guerra desde las mismas bodas de Peleo (padre de Aquiles) y Tetis; tan atrás como se vaya, el motivo unificador que convoca toda esta obra es la cólera, de eso trata: y su síntoma o manifestación principal, la guerra. Y Homero, de una forma nada baladí, la escogió como la primera palabra para abrir su obra. Aquí ya vamos viendo cómo en [62]


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el desarrollo de la argumentación se percibe que en la primera línea de su obra, cual si fuere un fractal, Homero nos está contando toda la Ilíada (y a todo el mundo griego implícito en el fondo). Pélida:

Dicho en un sentido directo es un patronímico que significa hijo de Peleo. Pero el hecho de nombrar a Aquiles “Pélida” implica que convoca en sí la sangre mitológica que le da ese padre (y su respectiva madre). Aquiles es bisnieto del mismísimo Zeus y nieto de Éaco (juez del inframundo), así como nacido del vientre de una diosa (Tetis). Ahora, cuando inicia la guerra, Aquiles no tiene ningún sentido en ella. Él acudió a ella dirigiendo a los mirmidones como aliados de los espartanos en este contingente argivo que decide ir a la guerra contra Troya. Sin embargo, para él esa guerra era como cualquier otra guerra (al final al que le robaron a Helena fue a Menelao, un habitante de la distante Esparta). En Grecia, como nos dice Calasso, opera la lógica de lo insustituible, esto quiere decir que la moira de Aquiles decía que eso que se presentaba como “cualquier otra guerra”, lo era sólo “en apariencia”, pero en un sentido verdadero, esencial, interior esta guerra era “su” guerra aunque él no lo supiera. Zeus recibe la profecía de que el hijo de Tetis será más fuerte que su padre, y esto hace que Zeus, a pesar de su deseo de poseerla sexualmente, decida casarla con un mortal para evitar que tuviera un hijo que por ser un dios tan poderoso fuera capaz de disputarle el reino; la obliga a ser poseída entonces por uno de sus descendientes predilectos, el fortísimo Peleo (que tiene una historia con la guerra y las armas particular muy intensa). Y es precisamente por esto por lo que la boda es una celebración [63]


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magnánima dentro del mundo griego, porque está incentivada por lo más profundo de la alegría de Zeus (al casar a sus queridos y al evitarse la desgracia con ello). Siendo tan magnánima esta celebración es donde se decide no invitar a la diosa de la Discordia, lo que hace que ella lance una manzana al interior de la fiesta de oro puro “para la diosa más bella”. Esto y el posterior Juicio de Paris son los que dan por vencedora a Afrodita y llevan a Helena a Troya, lo que desata la cruel guerra que ya llevaba nueve años cuando Aquiles se encoleriza. Cuando Aquiles interioriza la cólera parece que se desprende de la guerra, pero realmente inicia el proceso por el cual hará suya, interiorizará la guerra; y es que el ser protagonista, el vivir el trágico heroicismo del guerrero no es sino la contracara del hacer suya, del interiorizar la cólera que es el motor verdadero, el corazón, el núcleo mismo de la guerra, de la discordia colectiva. La personalidad, el destino, los haberes que Aquiles llevará a cabo están ya dichos en su moira; y su moira puede comprenderse desde el árbol genealógico que Aquiles, sus armas, sus caballos, su armadura convocan. Aquiles:

Aquiles es precisamente el protagonista central de la obra. Pero es protagonista central no en el número de acciones que convoca su persona a través de los cantos, sino en cuanto que es el Arquetipo, el gran símbolo que organiza a todos los símbolos dentro de la obra. Y es que Aquiles es, como dijimos, un guerrero que desconoce su moira y la va haciendo suya a través de la cólera. Esta cólera convoca a una hybris desenfrenada (sobre todo tras la muerte de Patroclo) lo que permite hazañas que hagan que su haber sea digno [64]


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de un eterno canto (heroico). Aquiles en ese sentido es el arquetipo, el modelo del héroe griego. Héroe es quien posee en su haber una doble identidad: la mortal y la divina. Héroe por definición es quien en su sangre, en su haber, carga esta doble realidad. En cuanto ello el héroe convoca a los dioses cerca de sí, pues al ser él también en parte divino, despierta su agrado; o lo que significa lo mismo: en cuanto héroe es un nodo por el que atraviesan hazañas que transforman al mundo en general. Me explico con esto último. En una concepción de mundo cerrado, circular, en donde Ananké nos atraviesa y ahoga a todos con su destino, a lo que aspiro como individuo es a lograr una acción que sea tan estéticamente admirable (en griego bello es igual a bueno) que sea digna de ser narrada por la memoria universal (Mnemosine a través de la musas que inspiran a los rapsodas, que son quienes, como heraldos, cargan la palabra verdadera). Los héroes logran esta hazaña a costa de desgarrarse trágicamente a sí mismos, pero como buenos griegos esta tragedia no es sino el cumplimiento mismo de la sublime moira que los atraviesa como “héroes”. Y es que un héroe posee este ímpetu, esta “riqueza” que los dioses tienen para poder transformar la realidad, conducirla, darle forma; pero los héroes son “mortales”, y en ese mover las cuerdas del todo terminan, a diferencia de los dioses, ahogándose trágicamente a sí mismos. Los dioses pueden vivir con esta alteración de la verdad, pues ellos mismos al ser inmortales asumen las consecuencias de esos actos, no sin dolor, como consecuencias de esa necesidad, Ananké; por esa misma responsabilidad de la que ni ellos escapan es por la que Zeus, por ejemplo, no puede morir pero sí puede tener insomnio (Canto II). Los héroes por ello, viven las consecuencias de esta doble identidad, mortal y divina, al asumir la hazaña divina [65]


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recibiendo la consecuencia de destrozar su propia existencia mortal. Al transformar se desgarran. Existe un cierto paralelismo entre la figura del héroe griego y del mártir cristiano, pues existe en el martirio del héroe, Aquiles, el camino que nos guía al resto. El heroísmo es como una guía de cómo ser excelente, y en la gracia que causa a los mismos dioses presenta la prueba del modelo de su excelencia. Aquiles, que como hombre vivió esta doble condición hasta su desgarramiento, es el arquetipo, el modelo del griego que pretende hacer suya una moira que le es invisible de forma excelente. El fondo de nuestra vida, en sentido griego, es que nos espera la tragedia a todos (incluso los que llegan a viejos viven ese trágico infierno de la vejez, como nos dicen la reina Hécuba y el rey Príamo). Sin embargo no a todos nos espera la gloria de alcanzar con nuestra existencia la misma memoria del todo. A Aquiles sí, y de una forma tan trascendental que su canto es el centro de todo un mundo, de todo un universo mitológico: desde nacer de la boda más espectacular de un humano en el mundo griego hasta ser el centro de la gran guerra que se narra entre los hombres. Es así como vemos que las cinco palabras tomadas simbólicamente nos podrían narrar la identidad de la obra completa. Y ello evidenciando, más allá que todas estas cinco subtramas interiores que la conforman en cada símbolo, sobre todo la gran subtrama que conforma a ese mundo como un todo: la de una temporalidad circular en la que todo está regido por el rígido entramado de existencia que circunda la inmarcesible Ananké. ¿Qué tan griegos somos nosotros verdaderamente? [66]


“Las plazas agravadas por la noche sin dueño son los patios profundos de un árido palacio y las calles unánimes que engendran el espacio son corredores de vago miedo y de sueño.

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Vuelve la noche cóncava que descifró Anaxágoras; vuelve a mi carne humana la eternidad constante y el recuerdo ¿el proyecto? de un poema incesante: «Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras...»”.

La misma noche que vio llorar por Patroclo a Aquiles nos convoca a llorar a nosotros. La misma noche que vigila los mares de Troya vigila también nuestros sueños. Grecia nos llama como el Minotauro: rugiendo desde el centro de nosotros, debajo de los muertos, los amantes y la piedra, mucha piedra (siglos y siglos de arenosa piedra). Si es así, nosotros habremos de aprender a cantarle a las diosas; habremos, al menos, de aprender a escucharlas.

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Seis disertaciones sobre la Grecia antigua

No. II


BIBLIOGRAFÍA

Alcáraz, José Antonio, Reflexiones sobre el nacionalismo musical mexicano, Ed. Patria, México, 1991. Aristóteles, Ética a Nicómaco, Alianza Editorial, Madrid, 2018. Candé, Roland de, Invitación a la música, FCE, México,1988.

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Salazar, Adolfo, La música en la sociedad europea, El Colegio de México, México, 1946. Satie, Erik, Cuadernos de un mamífero, Acantilado, Barcelona, 1999.

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CRÉDITOS:

DIRECCIÓN GENERAL Irving Josaphat Montes Espinoza DIRECCIÓN DE DISEÑO Damián Díaz Gutiérrez DIRECCIÓN EDITORIAL Julián Bastidas Treviño Irving Josaphat Montes Espinoza DIRECCIÓN DE PUBLICIDAD Selene Alvarado Cuevas DIRECCIÓN LEGAL Natalia Monserrat Ulloa Rodríguez DIRECCIÓN DE PRODUCCIÓN Jimy Cruz Camacho Damián Díaz Gutiérrez

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Drakma es una revista bimestral de estudios clásicos que tiene como objeto realizar lecturas hermenéuticas de las obras del mundo antiguo. La revista es producto del trabajo realizado por un grupo de estudio conformado por personas con formación humanista. Nuestro propósito es incentivar la lectura y el estudio de las obras clásicas en Iberoamérica. Apostamos por que la comprensión del mundo antiguo nos sea una base desde la cual podamos dilucidar los profundos misterios que nos conforman.


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