La Ilíada
D R A K M A
No. IV
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La Ilíada
No. IV
Revista Drakma. Número 4. “La Ilíada” Licencia de imagen portada:
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*La imagen original ha sido recortada para adaptarla al diseño. Imagen portadilla
Aquiles: By François-Léon Benouville - Site du musée Fabre, Public Domain, https:// commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=1053054
Marzo, 2021. Guadalajara, México.
Revista Drakma
@RDrakma
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drakmarevista@gmail.com
ÍN DI CE
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Fotógrafa: Danáe Kótsiras. a) Venus. Octubre de 2019. Museo de Louvre b) Pylos. Octubre de 2012. c) Cabezas. Atenas. 2017.
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PRESENTACIÓN
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[4]LA TRAICIÓN DE HERA Selene Alvarado Cuevas
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PREÁMBULO A UN PREGUNTAR ACERCA DEL ¿POR QUÉ? A LA ILÍADA
DE CIERTA FORMA LA CÓLERA TAMBIÉN FUE DE AQUILES
Marc Ananda (Invitado Especial)
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LO ÉPICO DEL DESTINO Damián Díaz Gutiérrez
Julián Bastidas Treviño
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“POR UNA HELENA” Irving Josaphat Montes Espinoza
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CARTA DE PRESENTACIÓN: Tras verter el montón del túmulo, volvieron a irse. Después se reunieron y participaron del eximio banquete fúnebre en las moradas de Príamo, el rey criado por Zeus. Así celebraron los funerales de Héctor, domador de caballos.
Estas son las últimas líneas de la monumental Ilíada, de Homero, traducida por Emilio Crespo. Algún iluso podría pensar que con ello es posible “arruinarle” la lectura a alguien que no la ha leído. Incluso otro aún más iluso podría pensar que, por haberla leído ya, alguna vez la leyó definitivamente. Ambas cosas son, de principio im-posibles. Lo único definitivo es que la obra es absolutamente inagotable. Y eso si es que acaso es alcanzable, como nos enfatiza Marc, montado sobre el pensamiento de Martínez Marzoa, en su ensayo Preámbulo a un preguntar acerca del ¿por qué? a la Ilíada. Y nos es inagotable porque cada una de sus palabras, de sus conceptos, de sus imágenes, cada verso y cada canto contienen una infinidad de lecturas posibles: desde pasmarnos por su belleza, deslumbrarnos por su artesanal perfección o anonadarnos por la profundidad psicológico-socialpolítica-metafísica de sus alcances. Por decirlo pronto y rápido, la obra nos es [6]
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un enigma no porque de ella no se pueda decir nada, sino porque de cierta forma desde ella se puede decirlo todo, como nos revela de forma brillante Irving en su texto “Por una Helena”. Podríamos leer ahí un mundo donde lo femenino es distinto de lo masculino y cómo, en ese orden jerárquico, no existe la superioridad de uno por el otro, sino una relación distinta, en la cual a uno le corresponde una cierta acción y a otro una cierta reacción (por más que sea traidora); asunto que nos aclara de forma magistral Selene en su ensayo La traición de Hera. No debemos —y no podemos— dejar de lado, cuando uno se acerca a la Ilíada, esas fundamentales cuestiones —fundamentales para nosotros los modernos— de la libertad, el libre albedrío, el destino y el heroísmo, que también existen en el corazón de la obra, como no nos deja de resaltar Damián en su artículo Lo épico del destino. Y es que a final de cuentas la obra de Homero (¿quién podrías ser verdaderamente tú, mi viejo amigo?) no es texto, no es narración, ni siquiera poesía entendida como un subgénero literario, sino mito. Y cuando hablamos de mito lo que tenemos es un canto que no está compuesto por simples y unívocos signos, sino por multívocos símbolos. Eso hace que los [7]
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límites de la razón, del juicio, del logos lingüístico, epistemológico, moral y positivista que tenemos se vean absolutamente excedidos, transgredidos, violentados por la experiencia de esos movimientos que versan sobre aqueos y troyanos, como nos intenta hacer sentir Julián en su poema ensayístico De cierta forma la cólera también fue Aquiles. Si a este punto habría de quedarnos algo más claro que nunca es que la Ilíada es inagotable no por su imposibilidad de decir algo de ella, sino por su imposibilidad de darle algún fin que sea un verdadero final. Como el grupo de estudio y la revista Drakma, nos complace presentar este número dedicado a lo que, pensamos, es tal vez la mayor obra que poseemos en occidente. Esperamos que la experiencia provocada por los textos presentados a continuación esté a la altura de sus expectativas y que puedan ustedes, junto con nosotros, celebrar el placer de poder acercarnos a esos clásicos que nos con-forman radicalmente. Bienvenidas y bienvenidos todos. Drakma.
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La Ilíada
Imagen Aquiles por Francois Léon Benouville
LA TRAICIÓN DE HERA Selene Alvarado Cuevas [10]
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Para Cristhian, la columna dórica que sostiene mi espíritu, mi amoroso hogar. ¿Habría nacido alguna vez la historia sin el Tábano que fue el instrumento de la venganza de Hera? Roberto Calasso 1
1. La Cólera
“L
a cólera canta, oh diosa, del Pelida Aquiles” (…) es la primera oración con la que inicia lo que filólogos consideran el primer poema de la literatura griega. Homero desde la primera línea, acota sobre aquello de lo que va a hablar sobre la guerra de Troya. Recordemos que la batalla tuvo una duración de diez años y el poema narra los acontecimientos sucedidos durante el noveno año, para ser más precisos, da cuenta de lo acontecido durante “la cólera de Aquiles”.2
A simple vista parece que Homero está contándonos sobre el estado de ánimo por el que atraviesa Aquiles y las consecuencias que se desatan debido a ello. Felipe Martínez Marzoa en el Saber griego, señala que debido a las diferencias léxicas modernas, traducimos ménis, la palabra que aparece en el poema como la ira o cólera, como algo que padece personalmente Aquiles, cuando en el antiguo griego no existe algo así como los estados de ánimo o los estados de la mente. Nos dice que efectivamente 1 Roberto Calasso, Las bodas de Cadmo y Harmonía, Anagrama, Barcelona, 2013, p. 29 2 Felipe Martínez Marzoa, El decir griego (Formato MOBI), Machado, Madrid, 2016, p. 275
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expresa algo que le ocurre Aquiles, pero que el canto señala que a quiénes les ocurre eso es a los aqueos, ellos son quiénes padecen aquello designado como “la cólera de Aquiles”. Si nos valemos de la clave hermenéutica proporcionada por Martínez Marzoa y el primer verso de la Ilíada para luego analizar los hechos de toda la obra, tendremos que entender la funesta cólera como algo que padecen tanto dioses y héroes. La ménis se manifiesta como el impulso que dirige decisiones y acciones. Y cuando los héroes y guerreros caen en el cansancio y la ofuscación, los dioses del Olimpo bajan con su particular ménis y les insuflan el ánimo para seguir en la batalla. Podemos decir que el desenlace de la Ilíada se asoma cuando Aquiles depone su cólera y le permite al rey Príamo llevarse el cuerpo de su hijo Héctor. Para cuando ese acontecimiento tiene lugar, la muerte violenta consumió ya la mayoría de ambos ejércitos: aqueos y troyanos. Aquiles, héroe pero mortal, conoce la irreversibilidad de su destino y parece que la consciencia de su propia muerte, es decir, el saber de su finitud, es la condición de posibilidad para que cese su ira. Sin embargo, la funesta cólera, aquello que padecen mortales e inmortales en la Ilíada, rebasa el poema de Homero. El silencio del poeta3 sobre los antecedentes que desataron aquella guerra encubre una ira inmortal, poderosa, originaría, eterna: La ménis de Hera. La particular ira de la diosa en el poema homérico tiene 3 El antecedente al que me refiero alude al mito del Juicio de París tratado en el número anterior de la revista Drakma, para profundizar en esta referencia, recomiendo la lectura de la presentación del número. Se puede consultar aquí: https://issuu.com/drakmarevista/ docs/revista_drakma_octubre_tercern_mero
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un lugar primordial. 2. Hera
A diferencia de la Odisea, el segundo poema atribuido a Homero, en la Ilíada la presencia de dioses en el desenvolvimiento de los hechos es esencial. Participan activamente en la batalla y hasta son heridos por mortales.4 La guerra de Troya, en su carácter mítico, no sólo narra los asuntos de un pueblo, sino que también da cuenta del carácter de lo divino. La Ilíada es cantada por las musas y desde los primeros versos — “y así se cumplía el plan de Zeus” —5, parece que le atribuyen su causa al soberano de dioses y hombres. Mucho se ha especulado acerca de ese “plan de Zeus” y no es mi intención abordarlo en este momento. Lo que me interesa resaltar es que la guerra de Troya tiene lugar durante el reinado de la era Olímpica y que, en el desarrollo del poema de la Ilíada, parece que su curso a veces depende de las decisiones de Zeus6. Pero sólo hay reino, donde hay un rey y una reina. Y si bien Hera, esposa de Zeus y soberana del Olimpo, no goza del poder de Zeus, su figura es tan importante que es la única en el poema que desafía tajantemente la autoridad del dios. El canto XIV fue intitulado como “El engaño de Zeus”. El canto
4 Recomiendo consultar el canto V de la Ilíada. Diomedes incitado por Atenea hiere a Afrodita y Ares. V.810-905 5 Homero, La Ilíada, Gredos, Barcelona, 2019, p. 29 6 Para profundizar sobre este punto recomiendo la lectura: Pietro Montanari, “Paris, Helena, el Juicio. El espíritu griego entre agonismo y belleza” en Revista Drakma No. 3 (2020) p. 19 https://issuu.com/drakmarevista/docs/revista_drakma_octubre_tercern_ mero
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nos relata que Hera urde un plan en el que seduce a Zeus y, con ayuda del Sueño, logra adormilarlo. Sin la vigilia de Zeus sobre la batalla, Poseidón devuelve la fuerza a los aqueos y lucha con ellos para hacer retroceder a los troyanos. El engaño planeado por Hera cambia el rumbo de la batalla. La soberana del Olimpo a su manera da cuenta de su poder. Pero ¿qué significado tiene esto? ¿qué representa Hera en la Ilíada y la mitología griega? A continuación, intentaré dar cuenta de algunas pautas para enriquecer la lectura del canto XIV. El pensamiento griego es el pensamiento de la cualidad.7 “Todo está lleno de dioses”, advertía el sabio Tales de Mileto. Y nos podemos preguntar ¿qué significa lo divino en el mundo griego? Martínez Marzoa responde: “La irreductibilidad de cada cosa es su «divinidad», la cual coincide con su «belleza»8. La irreductibilidad la podemos entender como el exceso de cualidad, es decir, lo que rebasa la esencia de las cosas, en otras palabras: el Ser. Lo divino equivale al Ser. El canto de las musas le revela al poeta (ya sea Homero, Hesíodo o Parménides) el conocimiento sobre lo divino. Y podemos identificar en lo narrado por los mitos griegos la forma en que la cualidad se despliega o se relaciona. La cualidad en su carácter multívoco, se vincula tanto con lo que le corresponde como también con su contrario. El Ser intenta mostrarse en su totalidad. Para que haya un reino es necesario que existan dos figuras: el rey 7 Para profundizar sobre este tema, recomiendo la lectura de: Irving Josaphat Montes Espinoza, “Elogio de la cualidad” en Revista Drakma No. 1 (2020), pp.30-41 https://issuu. com/drakmarevista/docs/primer_n_mero_listo__2___1_ 8 Felipe Martínez Marzoa, El decir griego (Formato MOBI), Machado, Madrid, 2016, p. 223
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y la reina. Zeus y Hera son tan correspondientes en su Ser como opuestos. Su alianza es una relación necesaria condicionada por su origen, es decir, son una manifestación de lo que siempre ya está dado. La relación de Zeus y Hera está condicionada por un sino que la posibilita y la caracteriza. Para explicar este punto me apoyaré en la Teogonía de Hesíodo9. La Teogonía narra el origen el mundo, nos dice que en primer lugar existió el Caos, después Gea y el tenebroso tártaro y por último Eros, el más hermoso de los dioses inmortales.10 Gea alumbró a Urano con el que después procrearía a otros hijos. Hesíodo nos cuenta que cada vez que uno de sus hijos estaba a punto de nacer, Urano los retenía en el seno de Gea sin dejarlos salir para que ninguno usurpara su poder. La diosa, a punto de explotar, ideó un plan para cortarle los testículos a Urano y liberar a sus hijos que se acumulaban en su interior. Gea creó una hoz y pidió ayuda a sus hijos y Cronos se ofreció a cercenar los testículos de su padre. Un día cuando, Urano ansioso de amor se extendió sobre Gea, Cronos hirió a su padre y rescató a sus hermanos. A partir de ese momento una nueva era comenzaba, el hijo tomó el lugar del padre. El nuevo soberano, Cronos, tomó como esposa a su hermana Rea y procrearon a los dioses Olímpicos: Zeus, Hera, Poseidón, Hades, Hestia y Deméter. Cada vez que Rea daba a luz a cada uno ellos, Cronos, por el miedo a ser destituido, se tragaba a sus hijos. Rea cansada de 9 Estoy consciente de la observación hermenéutica que hace Marzoa Martínez en El decir
griego, a saber, que no podemos suponer que el pensamiento griego haya sido el mismo durante la existencia de la cultura griega, la manera de pensar en la era de Homero no es la misma que en la época de Aristóteles; sin embargo, dadas las referencias históricas hechas por filólogos que sugieren que Homero y Hesíodo pudieron haber sido contemporáneos, me atrevo a incorporar la Teogonía de Hesíodo para abordar el poema homérico. 10 Hesíodo, Obras y fragmentos (FORMATO MOBI), Gredos, Madrid, 2014, p.1154
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la situación pidió consejo a sus padres y tramaron un plan para engañar a Cronos. Cuando nació el más pequeño de ellos, Rea presentó ante su esposo una piedra envuelta en mantos mientras que Gea escondía al recién nacido en la isla de Creta. Cuando Zeus tuvo la fuerza para enfrentar a su padre, enfrentó a su padre liberando a sus hermanos y comenzó su reinado tomando como esposa a Hera, su hermana. Los acontecimientos narrados en la Teogonía nos dejan con la sensación de que con cada generación todo vuelve a empezar. Se repiten los gestos y las acciones. Parece que andamos en círculos, volvemos siempre al punto de partida. La dimensión del tiempo en el mito griego no es lineal, desde cualquier punto podemos remitirnos siempre al origen del mundo, a ese instante donde empezó todo. Las Musas del Helicón cantan a Hesíodo: “Lo que fue, lo que es y lo que será”11, el mito griego narra un instante que siempre está siendo. Todo siempre es y las cualidades de Zeus y Hera también participan de este principio. Llama la atención que en la Teogonía se haya puesto al dios Eros al principio del mundo. La presencia del dios del amor y la atracción sexual, parece que apunta a un impulso que posibilita la creación, es decir, la existencia. Urano, Cronos y Zeus padecen lo erótico, ese impulso por reproducir, por dar continuidad, por dar realidad. ¿Pero realidad a qué? En Las bodas de Cadmo y Harmonía, Roberto Calasso nos dice que Eros es la esmaltada figura de la Ananké12, la diosa de la necesidad, la que lo domina
11 Ibidem, p.1117
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todo, incluso a los Olímpicos. Ananké, es una diosa muda que constriñe el mundo. La necesidad tiene forma de nudo. Calasso dice que los Olímpicos prefieren decir que están sometidos a Eros y no a Ananké13, piensan que el sólo mando de la necesidad sin el esmalte vuelve a la vida rígida y sacerdotal. Zeus, al igual que su abuelo y su padre, está sometido a Ananké. La diosa muda que constriñe el mundo ejerce el yugo del cual dioses y humanos no podemos escapar: Ser. Lo que existe está siendo y no puede dejar de ser. En el reino de la necesidad no existe una salida, se vive bajo sus condiciones. El sino de Zeus y sus antepasados está dirigido a realizar la existencia, es decir, a dar vida, a reproducir. Es un impulso desbordado por la necesidad de realización del Ser. Sin embargo, la existencia en el mundo griego necesita de otro elemento para su manifestación, de otra fuerza correspondiente y opuesta: lo femenino. Gea, Rea y Hera son esposas y madres. Apresuradamente podemos identificar la cualidad femenina con la maternidad. Sin embargo, si observamos detalladamente lo que las diosas comparten, la maternidad no es un acto que la sustenta, por ejemplo, Gea no necesita de Urano para crear y Hera no ostenta la exclusividad de la maternidad. Las diosas consortes no se relacionan únicamente como madres con los dioses reyes. Las diosas consortes se distinguen por un acto en particular: la traición al rey. Y este acto de traición siempre tiene 12 Roberto Calasso, Las bodas de Cadmo y Harmonía, Anagrama, Barcelona, 2013, p. 96. Aunque la figura de Ananké sea mencionada durante el tiempo de Cronos, es decir, posterior a la creación del universo en la Teogonía de Hesíodo, tomo la explicación de Calasso para explicar la relación entre Ananké y Eros, ambos cara de la misma necesidad. 13 Ibidem, p. 96
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lugar en el lecho nupcial. ¿Pero qué significa esto? A Hera Canto a Hera, la de áureo trono, a la que engendró Rea, a la reina inmortal, dotada de suprema hermosura, de Zeus, tonante hermana y esposa, la gloriosa, a la que honran reverentes todos los Bienaventurados por [5] el vasto Olimpo, por igual que a Zeus, que se goza con el rayo.14 3. El lecho nupcial El canto XIV de la Ilíada abre con una rutilante incertidumbre; “Como cuando el vasto piélago se riza de mudo oleaje y preludia los veloces senderos de los sonoros vientos aún en calma, sin echar a rodar ni acá ni hacia allá, hasta que desciende una decidida brisa de Zeus”15. Este aparente desánimo del anciano Néstor al contemplar la suerte de los aqueos ya nos sugiere la ausencia de Zeus. El favor del padre del Olimpo los ha abandonado a tal grado que Agamenón considera rendirse y huir. Se necesita de una decidida brisa para romper la incertidumbre griega, ante el 14 Homero, Himnos Homéricos La “Batracomiomaquia” (Formato MOBI), Gredos, 1978, p. 3578. 15 Homero, La Ilíada, Gredos, Barcelona, 2019, p. 305
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retiro de Zeus, Poseidón se une a los aqueos y les infunde brío, sin embargo, se necesita más que eso para cambiar el rumbo de la batalla, se necesita de una divinidad con la fuerza para desafiar a Zeus, se necesita de Hera, la reina inmortal. Hera es la diosa del matrimonio y del lecho16. Durante las ceremonias nupciales, hombre y mujer son coronados, es decir, sus cabezas son rodeadas por el lazo de la necesidad y el amor17. Mucho se ha señalado que las mujeres mortales aparecen en los poemas homéricos realizando solamente dos acciones: tejiendo o compartiendo la cama con sus esposos. Recordemos que en la Odisea Penélope prueba la identidad de Ulises preguntándole sobre las características de su lecho, un saber que solo compartían los dos. En el canto XIV la guerra de Troya tiene dos escenarios, uno es el valle de Ilión y el otro es el lecho nupcial. En el primero, los héroes se encuentran con la muerte violenta inducida por el hierro. En el segundo, Zeus es embaucado por la dulce necesidad erótica, remedio de males divino18, provocado por su esposa. La muerte gloriosa como el encuentro sexual tienen en la Ilíada un carácter sagrado. Hera se prepara para seducir a su esposo 16 Roberto Calasso, Las bodas de Cadmo y Harmonía, Anagrama, Barcelona, 2013, p. 29 17 Calasso sugiere que la corona en los mitos griegos está relacionada con la necesidad
Ananké, sugiero la lectura del capítulo II y III del libro citado anteriormente para mayores referencias. 18 En la Teogonía, Hesíodo nos dice que Zeus se acostó con Mnemósine “como olvido de males y remedio de preocupaciones”, de ese encuentro nacieron las Musas con un “corazón exento de dolores”. Ese mismo gesto de Zeus se repite en la Ilíada, el dios al acostarse con Hera se ausenta de la batalla que le provoca insomnio (Canto II). De la misma forma cuando Paris es salvado por Afrodita, prefiere olvidarse de la batalla y acostarse con Helena (Canto III)
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como si asistiera a un ritual. Comienza su travesía purificándose, “lavándose de toda inmundicia”19. El perfume que se rocía en el cuerpo se impregna el cielo y la tierra, al igual que el incienso se eleva sobre un lugar sagrado. La tonante esposa cubre su cuerpo con un delicado vestido que Atenea había alisado con maña y le pide a Afrodita la correa que contiene todos sus hechizos: “allí estaba el amor, allí el deseo, allí la amorosa plática”20. Hera se prepara con armas propias y ajenas, las prendas obtenidas de las otras diosas nos sugieren que importa de Atenea el don de la estrategia y de Afrodita, la capacidad de seducción. Hera actúa como una estratega que se hace de todos los recursos posibles para llevar a cabo su acción. Una vez armada, la reina hace su primer movimiento, va en búsqueda de Sueño para que le ayude a adormilar a Zeus. Lo convence de participar en su plan ofreciéndole en el matrimonio a Pasítea, la divina Gracia anhelada por Sueño. Con la armadura completa y un secuaz, se deja notar por su esposo, se le presenta dando razón que va a visitar a Océano y a la madre Tetis “(…) que se encuentran apartados uno del otro sin lecho y sin amor, desde que la ira le invadió el ánimo”21. Zeus, dominado por el deseo y cayendo en la trampa de Hera, la invita a acostarse con él. Zeus para convencerla le declara que jamás había sentido tanto deseo por una de sus amantes y se toma el tiempo para nombrar a cada una de ellas. El recuento de sus infidelidades nos puede parecer una burla o un insulto de Zeus a su esposa22, pero si 20 Ibidem, p. 311 21 Ibidem, p. 312 22 La hermenéutica tiene lugar cuando intentamos comprender lo que nos resulta inentendible, chocante o hasta aburrido de aquello que es distinto a nosotros. 19 Homero, Ilíada, Gredos, Barcelona, 2019, p. 310
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atendemos hasta aquí lo ahora dicho, el recuento obedece a un reconocimiento de la figura del matrimonio, a una afirmación de la autoridad de Hera sobre sus aventuras. Es una reafirmación de su alianza como rey y reina. Puedo sostener lo antes dicho con una prenda primordial usada por Hera: “La divina entre las diosas se tocó por encima un velo”23. El velo en la antigua Grecia es el símbolo de la mujer casada. El velo es la protección del pudor y la respetabilidad de la esposa. Es el “pastós que rodea el thálamos”24. En el monte Ida, a punto de acostarse con su esposo, Hera le pide que proteja su honorabilidad y Zeus envuelve el lugar con una nube para que no sean vistos y hace crecer del suelo la blanda yerba, es decir, construye el lecho nupcial. El acto amoroso consumado, es la renovación de las nupcias entre los dioses, es la vuelta al sino de Zeus y Hera, es el regreso al origen: a la traición. 4. La traición de Hera En Las bodas de Cadmo y Harmonía, Roberto Calasso señala que el gesto heroico de la mujer en la mitología griega es la traición25. Mientras que el héroe griego realiza su obra civilizadora matando monstruos, las heroínas, a través de la traición, suprimen su propio origen, es decir, reniegan de lo ya dado26. El gesto del héroe —matar— como el gesto destructivo de la heroína —traicionar—; encierran en sus entrañas el acto de la negación. 23 Homero, Ilíada, Gredos, Barcelona, 2019, p. 310 24 Roberto Calasso, Las bodas de Cadmo y Harmonía, Anagrama, Barcelona, 2013, p. 29 25 Ibidem, p. 68 26 Ibidem, p. 69
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Si volvemos a lo aquí narrado de la Teogonía de Hesíodo, negar lo ya dado tiene un doble movimiento: la continuación y el retorno al origen. La continuación apunta al despliegue del destino, a la realización de la Moira27, a la existencia del Ser. El retorno señala la constricción a la Moira, a la contención, a la sujeción del desbordamiento. “Gea alumbró primero al estrellado Urano con sus mismas proporciones, para que la contuviera por todas partes y ser así sede siempre segura para los felices dioses”28. El sino de Zeus, obedece a la continuación, el sino de Hera, a la constricción. Sólo hay reino, ahí donde hay un rey y una reina. Esa constricción no es un acto débil y pasivo, es un acto destructivo. La seducción, dice Calasso, significa destruir29. Los celos y las venganzas de Hera comienzan con la primera traición de Zeus30. El dios de hombres y dioses elige acostarse con la mujer que más se le parecía a su esposa, Io, sacerdotisa de Heraion. Zeus, elige la copia —lo que más se asemejaba a Hera, sin ser Hera—. Intenta sustituir la verdadera Hera por el simulacro, pero en Grecia no cabe la sustitución31. El enfrentamiento de Aquiles y Agamenón se da por un intento de sustitución, por querer cambiar a una Criseída por una Bríseida. Ante la impertinencia de la sustitución es necesaria la constricción, ante la elección por el simulacro, es necesaria la reafirmación de lo que siempre es. 27 Ananké es la madre de las Moiras griegas. Las Moiras son las diosas que van tejiendo el destino de dioses y de héroes. 28 Hesíodo, Obras y fragmentos (FORMATO MOBI), Gredos, Madrid, 2014, p.1163 29 Roberto Calasso, Las bodas de Cadmo y Harmonía, Anagrama, Barcelona, 2013, p. 26 30 Ibidem, p. 29 31 Irving Josaphat Montes Espinoza, “Elogio de la cualidad” en Revista Drakma No. 1 (2020), p.30-41 https://issuu.com/drakmarevista/docs/primer_n_mero_listo__2___1_
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A la traición femenina en la mitología griega la podemos representar con la hoz que fabrica Gea. Es el arma capaz de contener el desbordamiento de la existencia, de restituir el orden. Sin embargo, la hoz no le pertenece a cualquier diosa o a cualquier mujer, la hoz le corresponde a aquella que tiene el mismo lugar que el dios o que el héroe. El silencio de Homero sobre los antecedentes que desataron la guerra de Troya encubre una cólera inmortal: La ménis de la reina, de la tonante esposa y hermana: Hera, la diosa que tiene la capacidad de engañar de a Zeus e invertir papeles. Hera, la hybris divina que hace girar la rueda de la historia. Marzo de 2021 Pittsburgh, Pennsylvania
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PREÁMBULO A UN PREGUNTAR ACERCA DEL ¿POR QUÉ? A LA ILÍADA Marc Ananda [24]
DRAKMA
U
n amigo me propone escribir a propósito de la Ilíada. ¿Qué hay en ese ‘a propósito’? Cabe interpretar escribir sobre la Ilíada, es decir, escribir por encima del texto original, tal como la propia Ilión se construyó sobre antiguos pueblos y quedó sepultada por otros nueve. Tanto escribir sobre la Ilíada como construir una ciudad se constituyen con un doble movimiento. Por un lado, el trabajo arqueológico consistente en interrogar e interpretar las diversas capas geológicas en las que han quedado, de algún modo, desde luego multívocamente, incrustadas las culturas previas. Por otro lado, el construir creativo para el presente fundamentado en aquel pasado interpretado. ¿Qué construye este construir creativo? Lo mismo que construyó la ciudad de Ilión: su ser, sus posibles modos de vivir. Podríamos decir entonces que escribir sobre la Ilíada es escribirse sobre la Ilíada. Pero ‘la Ilíada’ es precisamente ese trabajo arqueológico con las ruinas geológicas que hemos excavado. Y trabajar las ruinas, en este caso, no tiene nada que ver con el acercamiento aséptico e impermeable que pretende atribuirse la ciencia, sino que, como nos recuerda Marzoa1,
ha sido siempre un habérselas con ellas, una confrontación y negociación existencial. Por lo que el determinante definido y definitivo ‘la’ que acompaña a Ilíada debería dejar paso a un ‘una’, un ‘mi’ o un ‘nuestra’ que deje traslucir el forcejeo hermenéutico sobre el que siempre construye y se construye el animal simbólico2. Así, este artículo tratará de escribirse sobre una Ilíada. 1 Felipe Martínez Marzoa, El decir griego, La balsa de la Medusa, 2006, p.24 2 Se puede objetar a esto que existe, sin embargo, la Ilíada, y que esta es el texto griego en
sí, impermeable a cualquier significado adherido al mismo. Pero a esto cabe responder que 1) el humano construye sobre significado y no sobre hechos en sí mismos; 2) nuestro objeto de estudio es textual, no así lo que la Ilíada fue en su momento; 3) nuestra noción de texto es ya profundamente ajena a la Grecia en la que nació la Ilíada.
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Ahora bien, escribirnos sobre una Ilíada es lo que hemos estado haciendo todo este tiempo, es lo que la propaganda turística ha convertido en el eslogan “Grecia, la cuna de Occidente”. Eslogan que ha resultado ser un éxito, ya que parece que el occidental se siente irremediablemente atraído hacia el origen y, en concreto, a responder al ¿por qué? del presente trazando una línea que lo conecte con algún pasado: las condiciones de posibilidad en Kant, la experiencia originaria en Heidegger, la teoría de la evolución, la causa en el psicoanálisis, etc. La cuestión es dibujar una línea, asegurarla en un particular punto del pasado y proponerla como indefectiblemente conducente al ahora. Esa línea, aceptamos en consenso, responde y corresponde adecuadamente al ¿por qué? Sin embargo, ese punto del pasado tiene el mismo carácter que una Ilíada, por lo que no puede dejar de ser un pasado. Es más, lo más probable es que llegásemos a la misma conclusión respecto al presente cuyo ¿por qué? parece necesario responder. Por lo tanto, toda línea de respuesta tiene el carácter de una línea de respuesta, lo cual no la convierte en arbitraria, sino en inseparable de la manera en que se pregunta; inseparable, en este caso, de nuestro particular ¿por qué? ¿Y qué sucede si preguntamos ¿por qué? al texto de la Ilíada? “La cólera canta, oh diosa, del Pelida Aquiles, / maldita, que causó a los aqueos incontables dolores […]”. La traducción de Emilio Crespo responde con un ‘causó’, respuesta que no puede dejar de ser una comprensión, interpretación y traslación moderna del término original griego ἔθηκε. Es necesaria una traslación porque la lectura de la Ilíada nos sitúa en dos lugares separados por una distancia rigurosamente infranqueable. [26]
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Ninguno de estos dos lugares es fácil de pensar: uno de ellos es nuestro mundo moderno, que nos oculta sus particularidades y arbitrariedades mostrándose como lo natural, lo que no puede ser de otro modo, lo de toda la vida; el otro es el mundo del griego antiguo, mundo que jamás hemos pisado y experimentado. Toda lectura y, por lo tanto, traslación, de la Ilíada debe partir de una admisión bochornosa, y es que no podemos saber qué veía, qué experimentaba el griego antiguo cuando echaba la mirada al cielo. Dicho de manera extremadamente poco rigurosa: cuando un moderno toca el agua toca H2O, una molécula repetible y utilizable a placer, un ejemplar de; cuando el griego antiguo tocaba el agua tocaba, suponemos, a Poseidón, una divinidad, una fuerza que no se subordina a su control. Así, entre lo que nosotros podemos hacer con el H2O y lo que los griegos antiguos pudieron hacer con Poseidón, se abre una distancia que separa dos mundos, dos construcciones que, como decíamos antes, construyen dos modos de ser y de poder vivir. Si bien no nos es posible salvar esta distancia, podemos tratar de desalejar los dos lugares: sigamos leyendo el texto para ver qué podemos pensar del término ἔθηκε, trasladado a nuestro mundo como ‘causó’. La cólera (μῆνιν) de Aquiles —que tampoco podemos entender como un estado de ánimo en el sentido moderno, es decir, psicológico— causó el dolor a los griegos, pero con esa cólera, prosigue la apertura del texto, “se cumplía el plan de Zeus”. Veamos, pues, al Dios olímpico urdiendo un plan. En el inicio del segundo canto Zeus ordena al Ensueño visitar a Agamenón mientras duerme con tal de inducirle un mensaje divino en forma de sueño. Cuando despierta, Agamenón no [27]
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duda de la veracidad de “la divina voz”, que le asegura que conquistará Troya. Sabiéndose ya ganador, ordena armar a sus soldados repitiéndoles el mismo exacto mensaje transmitido, adelantándose así a su posible ¿por qué deberíamos armarnos ahora? A nosotros, modernos, herederos de la duda cartesiana, nos resultaría inconcebible aceptar sin cuestionar mínimamente una orden recibida en sueños. Y, sin embargo, en la escena no encontramos rastro de dudas, reparos o valoraciones. No encontramos, por lo tanto, ninguna decisión. Es cierto que Agamenón añade a las órdenes del mensaje una prueba extra, pero el acatamiento del mensaje es absoluto. Así, Agamenón resulta ser engañado por un dios que tiene en mente un plan que traerá “incontables dolores” a sus ciudadanos. Pero esto hace surgir diversas preguntas: ¿Cómo puede un dios ser mentiroso? ¿Cómo puede un dios engañar para materializar un plan moralmente cuestionable? Ante el poder del dios, ¿existía la posibilidad de que Agamenón no hubiese sido engañado? Sin duda, uno de los fenómenos más chocantes del texto para un lector criado sobre el sustrato judeocristiano es la imperfección moral y la falta de unidireccionalidad de los dioses griegos. A diferencia del Dios cristiano, cuyos actos siguen siempre el camino de la moral, los dioses de la Ilíada obran de maneras múltiples y descentralizadas, y no pocas veces chocan unos con otros. Precisamente, el contenido del mensaje divino de Zeus a Agamenón pone de manifiesto esta situación: para convencerlo de que su victoria sobre Troya es inevitable le asegura que “los dueños de las olímpicas moradas, / los inmortales, ya no discrepan, porque a todos ha doblegado / Hera con súplicas [28]
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[…]”. El plan de Hera, que implica la conquista de Troya por parte de los griegos, ha sido supuestamente aceptado solo después de una negociación en la que no han faltado súplicas, lo que implica que cada Dios tiene sus propios designios y que su concordancia es un estado excepcional, no la norma. Además de esta multiplicidad, las voluntades de los dioses no son siempre morales desde un punto de vista cristiano. Por ejemplo, mientras Medusa cumplía con sus tareas de sacerdotisa en el templo de Atenea fue violada por Poseidón. La diosa, que consideró inadmisible el haber mancillado su templo, castigó a Medusa con las serpientes que llevó en la cabeza hasta que la decapitó Perseo. ¿Qué clase de dioses pueden llevar a cabo semejantes acciones contra sus creyentes? Pienso que lo crucial de esta pregunta se halla en la palabra ‘dios’. Partiendo de una definición suficientemente general, un dios no es otra cosa que un ser que está en un nivel inalcanzable para un humano; sea este nivel de poder, bondad, posibilidad de ser comprendido, etc. Como decíamos antes, el dios griego habitó un mundo distinto al gobernado por el dios cristiano. Si aceptamos la lectura de Heidegger en Nietzsche3, el mundo griego se le aparecía a su habitante como un surgimiento desvelado, como una combinación de Φύσις y αλήθεια. La palabra Φύσις se traslada a nuestro mundo como ‘naturaleza’, pero lo que es esencial a este concepto es el movimiento: la naturaleza brota, crece y decae en una dinámica perenne. No es, pues, la naturaleza estática de las ciencias modernas. 3 Heidegger, M., Nietzsche II, “VIII: La metafísica como historia del ser”, Destino, 2000, Tomo 2, pp. 336-356.
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La palabra αλήθεια significa desvelamiento, y es el término trasladado como ‘verdad’. El antiguo mundo griego aparecía, se mostraba y se experimentaba como un movimiento continuo, autosuficiente, ajeno al control del humano; un movimiento que había sido, no obstante, desvelado por el humano, es decir, descubierto, comprendido. Mientras el Dios cristiano debe actuar unitariamente, ya que solo él ha creado el mundo entero, los dioses griegos tienen que dar cuenta de la multiplicidad de fuerzas que entran en juego en el surgimiento de la naturaleza. Una de las fuerzas del mundo es la que queda simbolizada en Ares y en la guerra, pero esta no es ajena a Afrodita, que encarna el amor y la sexualidad, así como tampoco lo son éstas a la inteligencia en Atenea, la armonía en Apolo o la embriaguez en Dioniso. El mundo griego surgía como resultado de fuerzas ingobernables y contradictorias que pugnaban por imponerse, y no porque fuesen mejores que las demás en algún sentido o porque apelaran a algún principio de justicia superior, sino simplemente porque eran y, por lo tanto, eran inevitables e ineludibles, como queda de manifiesto en la importancia de Ananké, símbolo de la necesidad, madre de las Moiras que tejen el Destino y deidad anterior a los propios dioses olímpicos. Las consideraciones precedentes y el ejemplo de Agamenón dibujan un camino argumentativo cuya pendiente nos lleva, con gran insatisfacción, a aceptar una tesis ampliamente extendida4 según la cual los personajes homéricos y los antiguos griegos se vivieron como meros juguetes de los dioses, como resultado 4 Pienso en la teoría de la novela de Lukács o en el análisis de Bruno Snell con respecto a la posibilidad de los antiguos griegos de constituirse en agentes éticos.
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de fuerzas ajenas a su control, como seres incapaces de tomar una decisión contraria al Destino ya escrito. Sin embargo, la Ilíada presenta múltiples momentos que obligan a esta lectura a ser matizada. En el primer canto, después de ser robado y deshonrado por Agamenón, Aquiles duda entre desenvainar la espada y asesinarlo o dejarlo estar. En ese momento, Atenea se le aparece para aconsejarle que no se enfrente a Agamenón, y después de escucharla Aquiles responde “Preciso es, oh diosa, observar la palabra de vosotras dos [Atenea y Hera], / aunque estoy muy irritado en mi ánimo, pues así es mejor. / Al que les obedece, los dioses le oyen de buen grado”. En este caso, el plan de Atenea es aceptado por Aquiles, pero por decisión propia, no por imposición divina. ¿Pero qué sucede con los planes divinos impuestos a los humanos sin posibilidad de escape? En este mismo primer canto, Aquiles llora frente al mar y se dirige a su madre, una diosa: “¡Madre! Ya que me diste a luz para una vida efímera, / honor me debió haber otorgado el olímpico / Zeus altitonante […]”. En la queja de Aquiles, que sabe por una profecía que el Destino le depara una vida corta, se puede leer a un humano que mantiene algún lugar de su ser relativamente separado de las fuerzas divinas. Este lugar, que sería el de la decisión, aparece situado en el pecho: “[…] y la aflicción invadió al Pelida, y su corazón / dentro del velludo pecho vacilaba entre dos decisiones”. Ahora bien, como ya podemos intuir, la decisión que pertenecía a Aquiles y al griego no es la decisión que nos pertenece a nosotros. Un breve apunte que debería servir para hacernos sentir, de nuevo, el vértigo de la distancia que nos [31]
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separa: la sede de nuestra decisión está en la psique, la de los griegos estaba en el pecho. Aquiles debe tomar una decisión, pero esta decisión se da en un mundo repleto de dioses con planes múltiples y desconocidos; algunos de ellos se dejan persuadir con sacrificios y honores, otros, como el Destino, son inapelables. Y sin embargo, en este mundo ingobernable —y también, por ello mismo, tan extraño a nuestro propio mundo, que se nos aparece dócilmente doblegable a nuestra tecnología— el griego se hace responsable de sus acciones. La Ilíada presenta múltiples escenas en las que un Dios infunde miedo a un guerrero, pero finalmente es este el que decide pelear o huir, y esto es vivido como una decisión propia. El mismo Agamenón, al ser engañado por Zeus, decide poner a prueba la valentía de sus guerreros, y Néstor secunda la idea aludiendo a la capacidad humana de decidir: “sabrás si por deseo divino no vas a asolar la ciudad / o por la cobardía e impericia de los hombres en el combate”. La decisión del griego no es la decisión libre de un Yo ajeno a las circunstancias del mundo, como tampoco es la decisión que podemos tomar nosotros modernos, nacidos después de la muerte de Dios. La decisión del griego se da en el seno de una tormenta impredecible, pero se da. Llegamos a la cuestión de la decisión preguntándonos por la clase de dioses que pueblan la Ilíada, a estos desde la traducción
de ἔθηκε por ‘causar’ y a la lectura de esta palabra a través de nuestro particular modo de preguntar ¿por qué? Las puntadas que tejen el artículo y que cosen los saltos arriba mencionados deben contribuir a mostrar el carácter de una Ilíada del texto que he leído. La línea que trazamos para responder a nuestro [32]
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¿por qué? necesita asegurarse en un pasado, pero no podemos permitirnos asimilarlo al presente; la riqueza y complejidad que hay en el mundo griego se esfuma cuando consideramos que la Ilíada es una novela, que los dioses griegos son dioses inmorales o, en definitiva, que el cielo estrellado griego es el que vio Van Gogh. En este artículo no he renunciado a dibujar una línea, pero he tratado de hacer lo más explícito posible el particular asegurarse de ésta en el pasado. Enero de 2021 Barcelona, España.
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LO ÉPICO DEL DESTINO Damián Díaz Gutiérrez [34]
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…perder la propia vida es una nimiedad, pero perder el sentido de la vida, ver como desaparece nuestra lógica, es insoportable.
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Es imposible vivir una vida sin sentido… -Albert Camus
l hombre actúa en el mundo, nos movemos, sentimos y reaccionamos ante los estímulos del mundo; no solo como el animal, cuyo comportamiento, por medio de estímulos, le dispara una respuesta determinada ante cualquier evento. De ahí la noción de que en la naturaleza no existe la libertad. Los humanos vamos transformando y adaptándonos a nuestro entorno hasta el grado de convertir cada acto en una acción tan variable que impide condicionarla ante el determinismo animal. El hombre no está cerrado ante el mundo, siempre está en la apertura y con ello en la capacidad de elegir sus actos sin ninguna pauta genética o biológica que le dicte el camino de sus acciones. Esta capacidad de actuar en constante “apertura” ha generado a través de la historia de la humanidad evidencia de esta libertad. La inquietud del hombre acerca de su libertad, en y ante el mundo, es un tema nacido en sus orígenes, ese darse cuenta de que es diferente de los demás seres con los que interactúa en la naturaleza y, más aún, en su mundo. Este relevante acto de darse cuenta, de esta capacidad de saberse libre, o de al menos considerarse libre, acompaña al hombre desde los tiempos antiguos, tanto en su dimensión individual como en su dimensión social. [35]
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El hombre primitivo creía que el río, la montaña, el sol, la luna, las estrellas y, en general, todo el universo era un ser vivo, o bien, estaba habitado por espíritus. Se pensaba que estos espíritus eran muy poderosos, por eso el hombre primitivo se mantenía temeroso de ofenderlos y sufrir castigos terribles. Estos espíritus gobernaban todo el tiempo y dejaban al hombre sin libertad, determinando sus actos y pensamientos. Posteriormente el género humano cambió esta creencia, pero no la convicción de una voluntad libre. En la mitología griega encontramos el concepto de las Moiras o mujeres que tejían la red del destino del que toda la humanidad era presa y del que nadie podía librarse. Tanto la idea de los espíritus como la de las Moiras fueron expresiones de los pueblos más antiguos. Estas creencias sobre el control del destino de cada ser humano por fuerzas superiores al hombre no dejaban margen para algo parecido a la libertad, sino que condenaban al hombre a seguir la dirección que estas entidades le señalaran sin poder hacer otra cosa que seguir el cauce de esta ordenanza. De ahí que en el ser humano siempre ha estado presente la pregunta de si realmente lo que hacemos está predeterminado o nuestras acciones generan un resultado conforme a la decisión que tomamos. Y es aquí donde nos detendremos y nos enfocaremos en el mundo homérico, en la Ilíada. Aunque sabemos que el trasfondo histórico de esta epopeya no fundamenta una historicidad clara [36]
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sobre la guerra de Troya, sí nos permite acercarnos a ella desde la distancia, vislumbrar el mundo micénico y quizá tender un puente hacia este mundo heroico. Partamos sobre la definición del hombre homérico detallada de forma muy clara en la introducción que, para Gredos Emilio Crespo nos da de la Ilíada. El hombre homérico busca la excelencia en la actividad bélica y en la palabra. La manifestación más evidente de esta excelencia es el éxito, con el reconocimiento público y la atribución de los honores personales que este reconocimiento comporta. En general, aunque no siempre, la supremacía va asociada a la nobleza de la estirpe. Se suele decir, en consecuencia, que los actos de los héroes no están guiados por consideraciones morales ni por la conciencia de que haya que rendir cuentas ante la sociedad, sino con vistas exclusivamente a lograr el éxito personal. Por supuesto, los dioses no aparecen necesariamente como garantes de la justicia, sino que se limitan a disfrutar de todo con la facilidad en su existencia placentera y sin riesgos. Por otra parte, el héroe homérico toma decisiones bajo la influencia de un dios, que sugiere la idea, con la cual el héroe se manifiesta conforme y que enseguida pone en ejecución. No quiere esto decir que el héroe en la concepción homérica carezca de libre albedrío; al contrario, lo que la divinidad sugiere y la propia decisión personal del héroe nunca entra en conflicto, a diferencia [37]
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de lo que sucederá en la tragedia. La exuberante vitalidad del héroe homérico se interrumpe siempre bruscamente por la muerte que Zeus y el destino le fijan; tras ella, la existencia del héroe es lóbrega y sombría en el reino del Hades1.
Los héroes y sus destinos en el entramado mundo de la Ilíada son la hilatura de toda esta epopeya, en específico el destino trágico de Héctor y Aquiles. Ambos en algún momento hacen visible para sí mismos la aceptación de esta fatalidad. Quizá la palabra fragmentado sea insuficiente para determinar el origen de los héroes desde una óptica moderna. El ideal del héroe, su virtud, quizá sería la cuestión genética, ostentosamente dicha, por tener en su ser la parte humana y la parte divina. Esta combinación acorta la distancia con los dioses, los hace parte de ellos y a la vez los manifiesta más vulnerables a sus designios. Tal vez esta peculiaridad de saberse parte de ambos mundos, de ser interesantes y piezas claves del juego en el que se recrean los dioses, por algunos momentos los haga sentirse especiales y entran al entramado mundo de la adulación, tan profundamente anclada en el mundo de la Ilíada. Basta ver la importancia de los sacrificios a los dioses, las libaciones y los actos de adoración ante las peticiones específicas, de la búsqueda de su ayuda y su anhelo de estar en el beneplácito de los dioses. Existen varios héroes que participan en la Ilíada, quizá algunos de menor o mayor linaje, si es que es válido postular distancias 1 Emilio Crespo, Ilíada, Gredos, España, 2019, p.47
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entre ellos, ya que sólo por el hecho de sus acciones, actos y repercusiones en el mundo homérico, podríamos hacer esta distinción. Varios pasajes, múltiples duelos, honores y actos influenciados por los dioses son parte del devenir de una lucha retomada en estos géneros poéticos. El duelo entre Paris y Menelao, de hombre a hombre por el hurto del más preciado tesoro, la bella Helena, causa directa, mas no contingente de la guerra de Troya. El duelo de Áyax y Héctor, midiendo sus fuerzas, evaluando su estatus de mejores guerreros en cada bando, tomando presencia ante la ausencia del Pélida, quien ostenta el mejor de los lugares en tal categoría. Los enfrentamientos de Diomedes con Eneas y con ellos, la indirecta confrontación entre Atenea y Afrodita, vertida en batalla por sus diferencias desde el juicio de Paris. Entre Héctor y Patroclo, quiebre fundamental para el retorno de la substracción del Pélida ante la guerra. Y entre otros duelos, el final, el cierre frontal contra Héctor, insigne de lo mejor de Troya, a quien Aquiles vence para iniciar la saciedad de su cólera. Todos y cada uno de ellos, sin más claridad que la de ser parte del destino manifiesto, en cada vida, por parte de las Moiras, dentro de sus honores, sus creencias, hilos en espera de ser tejidos por la historia. Desde cierta perspectiva la cólera de Aquiles es, denotando un carácter simbólico, la simbiosis de su hybris con la guerra de Troya. En nuestro enfoque nos centraremos en el acto mismo de la decisión de su destino, que fue su total arrojo.
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Y aunque sería sumamente interesante desarrollar el tema de la ausencia de Aquiles durante los acontecimientos de la guerra de Troya (cantos IV-VIII) y con ello el retraso de la promesa de Zeus a Tetis, nos hace tomar el sentido de la visión de la totalidad de los virajes que se dan en la trama y la importancia de los efectos colaterales a los aqueos y troyanos. Aunque esto mismo nos hace remitirnos al énfasis que hace Marzoa sobre el designio de Zeus, intentando llevarnos a la claridad de esta totalidad, de la concepción divina de este plan que incluye, no menos relevante, el fenómeno de la ausencia-presencia del héroe, quien no estando, está, siempre compareciendo en todos los acontecimientos, desde una distancia sin distancia. Aquiles es, por de pronto, el personaje marcado específicamente por la inminencia de la muerte; es también alguien que, por su genealogía, conecta con algo distinto del reino de Zeus, por lo tanto, con algo distinto de la presencia, y conecta precisamente con algo que tiene que ver con las profundidades: cuando Tetis la madre de Aquiles, quiere algo, ciertamente lo pide de Zeus, pero tiene la capacidad de, exhibiendo ciertos títulos, reclamar respeto de Zeus mismo2. ¿Es quizá esta conexión tan especifica lo que hace a este héroe y su decisión tan remarcable en su actuar? Es posible que en estas profundidades que habla Marzoa, se encuentra que las opciones otorgadas al héroe para elegir, mismas que son irreductibles para los dioses. Zeus es irreductible, la decisión de Aquiles no. 2 Felipe Martínez Marzoa, El decir griego, Machado, Madrid, 2006, Pp. 31-39
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En este ir y venir de la óptica homérica, donde la narrativa épica está vista desde los dioses hacia los hombres y de los hombres a los dioses, esta correlación tan precisa como imprecisa nos invita a buscar salvar la distancia de este modo de ver la armonía del griego. Quizá sea bueno puntualizar el concepto del héroe griego y qué mejor que la descripción siguiente hecha por el filósofo Julián Bastidas Treviño: Aquiles en ese sentido es el arquetipo, el modelo del héroe griego. Héroe es quien posee en su haber una doble identidad: la mortal y la divina. Héroe por definición es quien, en su sangre, en su haber, carga esta doble realidad. En cuanto a ello el héroe convoca a los dioses cerca de sí, pues al ser él también en parte divino, despierta su agrado; o lo que significa lo mismo: en cuanto héroe es un nodo por el que atraviesan hazañas que transforman al mundo en general 3 . Esta peculiar distinción que ambos personajes, Aquiles y Héctor, contienen en su existir, nos demuestra hasta qué punto era importante esta concepción, esta adjetivación que hace tan singular sus hazañas, el fulgor de sus actos, su apoyo a ese mundo que ellos mismos ayudan a construir. Y entre ambos, ¿porque Aquiles supera a Héctor dentro de la adjetivación de héroe? ¿Qué es lo que hace que Aquiles avance 3 Julián Bastidas Treviño, “Así como lo supieron los arduos alumno de Pitágoras” en Drakma, Guadalajara, México, mayo de 2020, número II, p. 65.
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con ferocidad, aún en su ausencia-presencia, dentro de la guerra de Troya? Si ambos, amados por Zeus, al final convocan con sus actos al designio y hallan la muerte. Según las observaciones que hace Emilio Crespo, esta superación entre ambos héroes es la conciencia plena de Aquiles acerca de su destino, esta certeza y la aceptación de que el sufrimiento y la muerte es parte del destino de los seres humanos. El reconocimiento de la condición humana caracterizada por el vacío que produce la muerte y el distanciamiento que esto confiere al hombre con los dioses. La concepción trágica de la muerte como un oscuro vacío frente a la inmortalidad iluminada de los dioses. La esperanza siempre latente y sin seguridad del porvenir de Héctor se ve manifiesta en la respuesta que le da a un Patroclo ya moribundo. (CANTO XVI-859) << ¡Patroclo! ¿Por qué me vaticinas el abismo de la ruina? ¿Quién sabe si Aquiles, hijo de Tetis, de hermosos cabellos, se anticipará y perecerá antes que yo, abatido bajo mi lanza?>> Aunque no completamente relatada está la elección de Aquiles en el canto homérico, observemos en algunos momentos en los que esta certeza es evidenciada: (CANTO XXII-365) <<Ya estaba muerto cuando dijo Aquiles, de la casta de Zeus: ¡Muere! Mi parca yo la acogeré gustoso cuando Zeus quiera traérmela y también [42]
los demás dioses inmortales.>>
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(CANTO I-415) <<Respondióle entonces Tetis, derramando lágrimas: ¡Ay, hijo mío! ¿Por qué te críe si en hora aciaga te di a luz? ¡Sin llanto y sin pena junto a las naves debiste quedarte sentado, ya que tu sino es breve y nada duradero! Temprano a resultado ser tu hado e infortunado sobre todos has sido; por eso, para funesto destino te alumbré en el palacio.>> Y este que sigue es fundamental porque aquí se evidencia claramente la posibilidad de decisión que tenía Aquiles. Cómo está en sus manos una posibilidad de destino entre la tranquilidad y la gloria: (CANTO IX-410) <<Mi madre, Tetis, la diosa de argénteos pies, asegura que, a mí, dobles parcas me van llevando al término que es la muerte: si sigo aquí luchando en torno a la ciudad e los Troyanos, se acabó para mí el regreso, pero tendré gloria inconsumible; en cambio, si llego a mi casa, a mi tierra patria, se acabó para mí la noble gloria, pero mi vida será duradera y no la alcanzaría nada pronto el término que es la muerte.>> (CANTO XVIII-95) <<Díjole, a su vez, Tetis, entre las lágrimas que vertía: Por lo que dices, pronto ya, hijo mío, llegará el destino; pues después del de Héctor tu hado está dispuesto.>>
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(CANTO XIX-410) <<Todavía esta vez te traeremos a salvo, vigoroso Aquiles. Pero ya está cerca el día de tu ruina. Y no somos nosotros los culpables, sino el excelso dios y el imperioso destino. No ha sido por nuestra lentitud o indolencia por lo que los troyanos han quitado la armadura de los hombros. El dios más bravo, quien dio a luz Leto, de hermosos cabellos, lo mató delante de las líneas y otorgó la gloria a Héctor. Nosotros dos podríamos correr como el soplo del Zéfiro que dicen que es el más raudo de los vientos. Pero tu destino es sucumbir ante un dios y ante un hombre. Tras hablar así, las Erinies le privaron de voz humana. Muy enojado, le respondió Aquiles, el de los pies ligeros: ¡Janto! ¿Por qué me auguras la muerte? No te hace falta. Bien sé también yo mismo que mi destino es perecer aquí, lejos de mi padre y de mi madre. Pero a pesar de todo, no pienso parar hasta saciar a los troyanos de combate.>> (CANTO XXI-111) <<Soy de padre noble, y la madre que me alumbró es una diosa. Mas también sobre mí penden la muerte y el imperioso destino, y llegará la aurora, el crepúsculo o el mediodía en que alguien me arrebate la vida en la marcial pelea, acertando con una lanza o una flecha, que surge de la cuerda.>> (CANTO XXIII-80) <<También tu propio destino, Aquiles, semejante a los dioses, es perecer al pie de la muralla de los acaudalados troyanos.>>
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De acuerdo con los pasajes analizados el conocimiento de un destino, ya elegido, es lo que le da a Aquiles una ventaja sobre Héctor. Marchar sobre la certeza es quizá la enseñanza que prevalece dentro de estas dos líneas de vida de ambos héroes. Aquiles parece subordinar su trágico destino a una prolongada generación de actos que le permitan lograr la tan ansiada trascendencia, la recompensa prometida, la eternidad histórica. Héctor, de linaje heroico y carácter virtuoso, por su parte, avanza sin tener el privilegio de la andanza segura de la certeza de su destino y sin más bagaje que aferrarse a sus esperanzas humanas, va por los altibajos de su historia con el honor empujándole siempre. Quizá sería capaz de hacer frente a los griegos y expulsarlos, quizá las victorias obtenidas en campo contra otros héroes, entre ellos Patroclo, personaje de quiebre y que declina su balanza ante los dioses. Quizá vuelva a ver a su amada Andrómaca. Quizá logre ganarle al Pélida. Quizá antes de morir su enemigo le deje morir con los honores de alguien de su estirpe… un quizás que no llega a concretarse. Una esperanza tan cercana a lo humano y tan distante de la impiedad divina de los olímpicos. Podemos entonces confrontar ambos momentos desde la cualidad y no desde el personaje, ¿es entonces más fuerte la certeza que la esperanza? ¿el designio de Zeus, antes citado, prevalece ante la fuerza y esperanza humana? Antes de llevar este devenir de los héroes bajo la mirada de la modernidad, es buen momento para compartir unas ideas del filósofo Irving Josaphat que aporten una reflexión sobre esta comparativa: [45]
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(…) en Grecia no hay conceptos, hay símbolos… la representación nunca agota lo presentado (… ) todas las cosas están excedidas por su esencia, todo está colmado por su significatividad. Las cosas están tan colmadas de significatividad que los desborda y en el desbordarse está lo divino, todas las cosas tienen significado (…) en Grecia siempre hay belleza, en la modernidad hay nihilismo y eres intercambiable”4.
En la obra homérica hay tanto de rescatable que ha perdurado hasta nuestros días y sigue siendo un efecto provocador el esfuerzo de acortar la distancia entre el mundo épico y nuestro mundo moderno. En este esfuerzo iniciamos con la visión del hombre acerca de su mundo y su facultad en el acto de elección, luego nos detuvimos a analizar, desde la epopeya griega, el momento más relevante de este acto ejemplificándolo con la decisión del personaje principal, Aquiles y su andar sobre la certeza. Cerremos esta disertación con llevar esta analogía a nuestro momento, a nuestra particular realidad, siempre tratando de salvaguardar la distancia y la interpretación. La dualidad entre el acto de elegir y el destino, siempre en pugna tan discutida por el hombre, sigue vigente en la historia de nuestro tiempo. Lo que aquí está en juego no es la discusión milenaria sobre esta dualidad, sino que aun en pleno siglo XXI sigue siendo un tema relevante. 4 Irving Josaphat Montes, Apuntes sobre los diálogos de reflexión sobre la Grecia homérica, grupo de estudio de Drakma.
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Estas expresiones tan profundas como sencillas, elección y destino, podrían correlacionarse con la incapacidad de sostener el resultado de acciones que elegimos, es decir, de la responsabilidad de nuestros actos. ¿Será que el hacer consciente nuestro destino nos brinda una liberación ante la responsabilidad de un acto libre, como lo fue Aquiles? ¿Acaso la elección consciente es un peso demasiado grande para el hombre moderno ante la carga del nihilismo que nos atraviesa de una responsabilidad carente de dioses? El hombre y su condición en el mundo, tiene muchas aristas y caminos para su reflexión, desde la perspectiva sobre el destino y la elección, quizá una de ellas sea el acercarnos a las obras épicas y encontrar su valor paidético y tratar de arroparlo en esta realidad moderna, donde se erige su majestad la razón. En la Ilíada, en los cantos homéricos y en nuestra experiencia de vida, es inevitable que, en última instancia, desde una perspectiva pesimista, la muerte acabe de apoderarse del hombre y se vea obligado a inclinar su cabeza ante un hado que no puede desafiar, derrotado ante su abrumadora e implacable fuerza. Pero, y si por un momento, aceptamos de forma consciente este inevitable destino, tal cual lo ejemplificó Aquiles, y vamos avanzando a pie firme en medio de la certeza, quizá y a pesar de ser abatido una y otra vez por las fuerzas del universo podamos erguirnos y proclamar tan fuerte, que llegue hasta los argénteos [47]
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muros donde habitan los dioses olímpicos, nuestras aladas palabras, declamando cual inspirado aedo: Más allá de la noche que me cubre, negra como el abismo insondable, doy gracias al dios que fuere por mi alma inconquistable. En las garras de las circunstancias no he gemido ni llorado. Sometido a los golpes del destino mi cabeza sangra, pero está erguida. Más allá de este lugar de ira y llantos donde yace el horror de la sombra, la amenaza de los años me halla, y me hallará sin temor. No importa cuán estrecho sea el camino, ni cuán cargada de castigos la sentencia, soy el amo de mi destino, soy el capitán de mi alma5.
Marzo de 2021 Guadalajara, Jalisco, México
5 William Ernest Henley, “Invictus” en A book of verse, Scribner & Welford, Nueva York, 1891.
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DE CIERTA FORMA LA CÓLERA TAMBIÉN FUE DE AQUILES Julián Bastidas Treviño [49]
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Toda palabra es un conjuro. Y el espíritu al que se llama, aparece. -Novalis
E
l mar ruge. Pareciera que el cielo anhela algo. Se escucha un rayo. Las nubes se despejan hacia su atardecer. “¿Quién?”; o mejor, “¿Quiénes?”. El viento ruge, silba las copas de los árboles. Silba al pasar por nuestros brazos. Silba contra el tiempo y contra el sí mismo: “Canta, por favor canta, oh diosa, el nombre verdadero de todas las cosas” (Mi nombre, aquel por el que las montañas lloran). “Cierra los ojos... ¿miras?”. (... Homero, Homero, ¿sería ése tu nombre verdadero?) La vida es un murmullo. Incluso el silencio murmulla su propia ausencia. ¿Por qué?, porque la experiencia del silencio nos es absolutamente imposible: alguna vez me maravilló la constatación de saber que los humanos habíamos conseguido crear cuartos, cabinas de supuesto silencio absoluto; sin embargo, cuando uno entra a uno de esos espacios lo que escucha no es el silencio, sino el fluir de la propia sangre, el palpitar del corazón, el propio cuerpo en sus infinitos y secretos flujos: murmullos que hacen imposible al silencio. Constatamos entonces que el murmullo es el cimiento último del mundo. ¿Pero qué distingue al “murmullo”? Su dispersión, su indiferenciación, su caótica presencia como un conjunto singular de sonidos que se encarnan únicamente como “masa”, como afirmación real del caos. Un bostezo no es sino un murmullo sino lo acompaña un rostro. Su rostro. El murmullo no es sino la sutil afirmación del [50]
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sinsentido como una presencia real, como un algo que se nos impone en su particular y radical indeterminación. La música no es un murmullo, es su absoluto contrario. La invocación de un aparecer que trasciende su caos y nos da el rostro verdadero. Por ello la única forma plena de decir sentido es el canto. El canto es la palabra que arde en llamas su propio cuerpo para ser pura y plenamente: el verdadero fondo del todo es un fuego vivo. “Enciende, oh diosa, la llama del Pélida Aquiles”. (“Canta”). Para nosotros la luz viene de Grecia. Sí. Esos remotos días, esas remotas noches en las que se horneo el pan del tiempo, en las que se destiló nuestro sentido y se incendió el fuego olímpico que nos convocó a la vida. Porque en ese extraño mundo que transcurrió entre un tal Homero y un tal Aristóteles se dijeron las palabras que hoy habitamos como nuestra fuente primera: Zeus (Dios-padre), Política, Ética, Retórica, Lógica, Democracias; Filos-sofía. En ese mundo prefigurado por sus pitonisas existieron, verdaderamente existieron ninfas y ríos que respondían a nombres propios; faunos, daimones y diosas lujuriosas en islas perdidas por el mar. Fue un mundo donde Apolo y Dionisio incorporaron las más épicas y trágicas batallas, donde las historias de un pueblo y una mitología eran una y la misma: la palabra antes de su esquizofrenia. Ahí, sólo ahí “todo de todo está lleno de dioses”. Sin murmullo. Un fuego vivo como sinfonía de luces, de voces, de brillos: belleza. El mundo era bello. Trágico, cínico, retórico y traicionero, pero absolutamente bello en esa plenitud de presencia: el aparecer pleno en su aparecer. “Escuchen el rayo, Zeus se ha pronunciado. No hay nada prudente sino obedecer”. Obedecer, ser, aparecer. [51]
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El designio de Zeus no es una cárcel en la que nuestro individuo se restringe, sino un flujo en donde nuestro ser está inmerso: el sentido que nos rebasa en su presencia. Fuego vivo. Fuegocanto. Canto. “Canta (oh diosa)”. Nosotros no cantamos. El mundo no nos canta nada. El viento es viento. El mar un conjunto de olas muertas cargadas por la gravedad de su vínculo a la luna. No somos sino un riñón a medias, una gastroenteritis que a veces nos vence. Una previsión del clima que nos falla. Si nosotros caemos en la tormenta caemos en el flujo del azar: fuimos pendejos por no “prever” eso, por no actuar en la racionalidad absoluta de los planes: un mejor plan, una mejor estrategia, un mejor conjunto de medidas aplicadas nos darían un “mejor” presente. La tormenta. ¿Qué es eso de “mejor”? Simple: sobrevivir. Sobrevivir a la gastroenteritis, al cáncer: sobrevivir a la tormenta haciendo una visita pronta al médico, una estrategia de drogas correctamente administrada, o ver el clima para saber si viene o no una tormenta. Los climatólogos son los nuevos videntes, las pitonisas que nos sacan de la deriva del sinsentido: del azar, del tiempo, de la contingencia. Somos seres huyendo de su muerte. Obsesionados por su muerte. Obsesionados por el no-morir: todos buscamos un plan para sobrevivir. ¿Pero siempre fue así? Los dioses callan. No hay más canciones en las cosas. No hay más respuesta que una ciudad de concreto siempre muerta. Que un mar siempre aprisionado a las fuerzas de su física. Una contingencia que cargamos hasta el borde del suicidio. ¿Pero siempre fue así? Los dioses callan. No hay más fuego vivo. Los astros no nos dicen sino el misterio de los agujeros negros. Es [52]
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la fórmula del todo la que buscamos: el reducir la contingencia a un plan que la controle. Somos seres queriendo controlar el destino para no morir. Somos la sobrevivencia encarnada como un cáncer dispuesto a todo para no morir: incluso comerse el propio cuerpo que lo contiene (el mundo donde caben todos los mundos). ¿Pero no es ésa la característica misma de todo cáncer? El cuerpo calla. Ya no canta. Se ejercita, se excita, se mueve y muere. Pero ya no canta. ¿Cómo canta un cuerpo? En Grecia todo era diferente. Pitágoras lo sabía: incluso el número esconde el misterio que trasciende su cantidad. Un 2 + 2 = 4 nunca es una simple suma numérica: el misterio del mundo, en sus fuerzas ocultas, en sus cualidades se esconde detrás de cada suma. Un alma más un alma no es igual a Dios. ¿Pero cuál es la fórmula exacta? ¿el triángulo? Volvemos siempre a Pitágoras. La cualidad, lo sagrado, el símbolo; Πυθαγόρας no era matemático, era griego (incluso podríamos atrevernos a nombrarlo “alquimista”). ¿Qué oscuro arcano, qué profunda cualidad del mundo nos revela la hipotenusa? “Canta, oh diosa, la memoria del Pélida Aquiles”. Abrimos un libro, la Ilíada, edición de Gredos. En este mundo de sinsentido, ¿de qué nos vale abrir este libro? Hegel nos susurra: nada. Camus ríe. Sin embargo Heidegger nos revela que es un puente, un puente a un estado de sentido, a una forma del aparecer, a una cierta realidad, a una forma de ser-sentir, radicalmente diferente a la que poseemos nosotros, los modernos: la tragedia a la griega no es una fuente de padecimiento, sino de pathos, de catártico sentido. La Ilíada es un puente a un lenguaje perdido donde las sílabas y las cítaras eran una misma forma de [53]
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pronunciar el rostro del todo: tiempo (antes del tiempo), el toro que busca penetrarla, y el perpetuo y secreto ciclo de Ananké (la Necesidad). Única constatación absolutamente verdadera: nosotros no podemos ser griegos. La palabra para nosotros no canta: se mide. Todo es una proporción exacta, científica, cierta. Vamos a validar la validez de todo. Somos la validación incluso de un sistema de intercambio abstracto, de un mercado donde nuestro ser ciudadano es un número registrado en el cómputo de un Estado. Un algoritmo clientelar. Escribo en este documento “La Ilíada” y Facebook roba la información para sugerirme una en mercado libre. La Ilíada vale, cuesta, es mercancía y su palabra vale porque es “popular”. Porque se repitió de pueblo en pueblo por una mano invisible hasta llegar a nosotros, que somos sus clientes, que la consumimos, la compramos y la guardamos en el estante de nuestro mercado interno, de nuestro hogar; o que la ponemos en circulación a través de un sistema de intercambio centrado en nosotros (vilmente la vendemos). La Ilíada es mercancía, pero en cuanto mercancía su nombre sólo dice un número, un código binario donde se clasifica, donde se codifica todo para adquirir su verdad verdadera: “¿Cuánto?”. Cuando la palabra declara, cuando la palabra cuesta, cuando la palabra se mercantiliza la música muere. Los dioses mueren. Ese lenguaje entre cítara y sílaba se vuelve imposible: todo, absolutamente todo muere. “¿Y no es así?” nos pregunta Camus. “¿No es acaso la vida un absurdo donde nada vale, donde todo valor es una ilusión?” Sí, la Ilíada es mercancía; un tributo a dioses muertos. ¿Y si no? (“Canta, oh diosa, la cólera del Pélida Aquiles”):
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¿Nos es posible “escuchar” el mundo en el que la palabra “invoca”? Toda invocación es un conjuro. Todo conjuro una puesta en práctica de medidas precisas. La constatación más básica de todo mago, de toda alquimia, es que la medida equivocada puede traer los más funestos resultados. Toda invocación es una pronunciación de la palabra exacta en todos sus gestos. Es un ritual donde la hora, el día, la postura, el pensamiento, la sensación, el flujo de cada cosa “importa” porque se traduce en una “cualidad”, en una esencia, en un ser distinto. Todo conjuro no cambia al mundo, lo crea. Cada conjuro es un génesis y un apocalipsis. Un samsara donde el Todo se presenta en sus mínimos detalles. Todo conjuro es una voz divina que al filo de su palabra corta el hilo del Todo en su forma exacta. La physis impone un flujo exacto. La physis es un gran conjuro donde todos los conjuros se con-forman. La physis es el lenguaje en el que el Todo se crea a sí mismo. Pero, ¿cuál es la palabra que efectivamente lo crea Todo? “Canta, por favor canta, oh diosa, el nombre verdadero de cada cosa”. La magia es sabiduría pura. El gran mago, el gran sabio de todos los sabios es Homero. Y la Ilíada es su gran hechizo. Ese conjuro por el que se invoca el todo a través de pronunciar su lenguaje verdadero. Porque cuando se pronuncia una sola palabra en la verdadera lengua se pronuncia, al menos en ese instante, el Todo. Y pronunciarlo en esa verdad es “crearlo”. Para los griegos la belleza es bondad y verdad en su radicalidad absoluta. Y esto no es un criterio estético, sino metafísico. La belleza es la experiencia de experimentar el lenguaje verdadero en al [55]
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menos uno de sus instantes. Y ese lenguaje no se presenta como palabra, sino como un “alado ser” que el instante, en cualquiera de sus facetas (de sus caras), carga. Si yo digo verdaderamente, mis palabras son aladas. Si yo veo verdaderamente, alada es mi mirada. ¿Pero qué es lo “alado”? “Todo de todo está lleno de dioses”. La palabra verdadera es la palabra que trasciende su lógos, su týpos y en esa aletheia nos impone su mithós. Es decir, que nos invoca la cosa en su red radical de verdades. Una piedra, en su lengua verdadera, en su pronunciación exacta no es una simple piedra, sino una red donde el todo se manifiesta en su plenitud; cada instante cronológico que la puso ahí, los dioses que le dieron vida y su red mitológica implícita, cada ilustre héroe que pasó por ella, su futuro como parte de un olimpo distante y de su reventar la cabeza de alguna hueste en una guerra ilustre. Una piedra en su lenguaje verdadero es símbolo, y como símbolo el todo se manifiesta sin sacrificar ninguna de sus partes, de sus dimensiones, de sus facetas: ese rostro donde se cantan todas las voces, donde sonríen y lloran todos los rostros. Eso y no otra cosa, repito: eso y no otra cosa es lo bello. Lo bello es el mundo en su verdad íntima. Nos es obvio entonces que el lenguaje de lo bello no es el lógos; que el lenguaje de lo bello no es el týpos. El lenguaje de lo bello es la proporción exacta del mithós. Todo mito es un fractal perfecto, una synekdochē holística donde en cada singularidad se hacen presentes las otras infinitas singularidades. Pero para llegar al nivel del mito uno tiene que llegar al nivel del símbolo: trascender la exterioridad de la cosa para develarla como flujo, como puente a un todo que no puede [56]
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ser determinado nunca. Homero no nos heredó una colección de palabras, sino de símbolos. Lo de Homero no son libros, son mithós. Los mithós no son registros, sino invocaciones: el todo se nos devela si alcanzamos la pronunciación verdadera de una sola de sus palabras. Pronunciar el símbolo es sentir. Sentir-ser eso que el símbolo encierra. No es un asunto racional. No es un asunto de lógos, de compresión de los týpos jugados y sus lógicas internas. No es un asunto de deducción. Es un juego, un juego que se juega tan serio que nos jugamos todo, todos, completos. Cuando Homero dice “Pélida” no dice “hijo de Peleo”. Homero está diciendo que Aquiles es un condenado a personificar un juicio (el de Paris). Que es el condenado a simbolizar un instante en el que la balanza de la Necesidad nos dice que todos los grandes héroes han de morir: se acabó su época. La simple palabra “Pélida” en Homero invoca a toda la mitología en su infinita complejidad. Para que Peleo exista tuvo que existir antes un juez condenado o premiado con el averno. Para que Peleo exista, Zeus tiene que traicionar a Hera (una vez más… pero una vez en específico). Peleo tiene, necesariamente, que herir su Moira asesinando a su hermanastro. Tiene que curar su herida aprendiendo las artes del Quirón. Y como parte de una oscura balanza, al curar su herida tiene que herir a su vez a Tetis con la estuprosa gloria de parir al mayor de todos los aqueos: Aquiles, “el de los pies ligeros”. Aquiles es el símbolo de todo, de todos los que lo hacen posible: es decir de todo, de todos, pues todo y todos lo hacen posible. Pero al mismo tiempo Aquiles no es el de la rubia melena, no es el astuto, el prudente; es “el de los pies ligeros”, pues su ser tiene la singular cualidad de ser inestable, colérico. Aquiles, al igual que su padre, cede [57]
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a la sed de muerte para renunciar a un futuro tranquilo (“sobre aviso no hay engaño Aquiles, escogiste la gloria en lugar de la vejez”). Aquiles es el nieto que condena a juicio a todos los grandes héroes en la guerra más atroz de todas la guerras; que, no sobra decirlo, Aquiles, no eras así de atroz sino hasta que te cogió la cólera. Aquiles, querido Aquiles, mi bello Aquiles. Sólo tú Aquiles, sólo tú y tu sed de gloria, sólo tú y tu cólera “maldita, que causó a los aqueos incontables dolores, precipitó al Hades muchas valientes vidas de héroes y a ellos mismos los hizo presa para los perros y para todas las aves” pudiste hacer eso. Sólo tú, sí, gloria a ti; pero ni tú ni nadie es autor de ninguna gloria “—y así se cumplía el plan de Zeus—”. La verdadera autora de toda gloria es la cólera; y es la cólera quien al noveno año te posee para al fin del Ilión como tumba de los héroes. Así es querido Pélida, la culpa, como lo intuía Ulises, es de Nadie. “La cólera canta, oh diosa, [la gloria] del Pélida Aquiles”. La cólera de Gea mató a Urano. La cólera de Cronos, que no es sino su sed de gloria, castró al Padre. Todos los padres son castrados por la gloriosa cólera de sus hijos. La Necesidad lo dice, lo canta en cada rincón y cada instante: amén por la verdad del mundo. La cólera de Zeus mató a Cronos, el olimpo se funda encima de esa gloria. ¿Quién es autor de la cólera? El sinsentido, el bostezo, Zeus que devora a Fanes y entra en el profundo y absoluto hartazgo de sí mismo. ¿Quién es autor de la cólera? El bostezo, la cólera es el grito del sentido que abre el Caos hastiado de su sinsentido, que reclama un orden, pero un orden que lo arrebate en su misterio. La cólera nos desgarra como la firme respuesta al Gran Misterio: “¿por qué?”. “Canta, [58]
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oh diosa, la cólera del Pélida Aquiles”. Porque en esa cólera está cantada la Ilíada entera. Porque cuando lloras, ¡oh glorioso Pélida!, por tu padre en los hombros de otro padre, el final de todo se anuncia: estás listo para morir, lo sabes tú, lo sabemos todos. Porque cuando sublimas esas lágrimas en secreto durante el funeral de Héctor es que la obra realmente termina. Es el exacto fin del conjuro. ¿Pero qué termina? El instante. ¿Qué instante? Todos. Ilión es el mundo revelando sus misterios, invocándolos. La tragedia es el lenguaje del todo. Es Fanes reclamando ser devorado. Es Zeus cumpliendo su designio. Es Urano reclamando ser castrado. Es Cronos cumpliendo el designio. Es Ilión reclamando la muerte de Héctor. Es Aquiles cumpliendo el designio. Y sin embargo todo de todo es designio de Zeus. El bostezo del que nace el tiempo antes del tiempo no es sino Zeus escapando al sinsentido, encapullándose en la nada de Urano para ir naciendo poco a poco, de tragedia en tragedia, de Moira en Moira tejiendo sus hilos. Y sin embargo fue tu cólera, Aquiles, la que mató a Héctor. ¿Pero no fue la cólera de Atenea, al perder el juicio, la que te convenció de no matar al “perro”? La justicia exigía que él fuera víctima de su propia perra. Perra vida, perra muerte. Perra justicia administrando cóleras. La Ilíada es un conjuro. Homero el mayor de todos los magos. Cada mito invoca a todos los mitos. La belleza existe: todo de todo está lleno de dioses. “¿Y nosotros?”. “Homero, Homero, ¿dónde estás que no te veo?”. Un carro suena a lo lejos. Una alarma de celular se enciende. Toda tragedia se reduce a una [59]
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cuenta de banco. Y sin embargo la Ilíada existe. Y dentro de la Ilíada, Ilión reclama la sangre de Aquiles. La Ilíada existe. Son las ruinas de un conjuro perfecto. El templo donde aún se invocan los ecos del ciego. Las voces de un tiempo, de otro tiempo que no fue el nuestro: “Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras”. Lo supo Atenas. Lo supo Esparta. Lo supo Delfos. “Todo de todo está lleno de dioses”: y los dioses cantan el acertijo de sus enigmas. Tal vez la muerte no sea lo peor después de todo. Tal vez la verdadera deriva es otra: “¿Y cómo pronuncio verdaderamente mi nombre?”. (Aletheia).
Habría que decirle a Novalis, como diría Homero: Toda palabra es un conjuro. Y el espíritu al que se canta, aparece.
Marzo de 2021 São Paulo, Brasil
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“POR UNA HELENA” Irving Josaphat Montes Espinoza [61]
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A los que me faltan.
Para que el toro sangre hay que meter bien la puya Mi padre
¿Y en Troya? En Troya, nada —una ficción. Así lo querían los dioses. Y Paris yacía con una sombra como si fuera una criatura viva. Y. Seferis
E
n Troya, nada. Un hombre regio, Agamenón, que alza el afilado hierro para sacrificar al cordero: sangre de su sangre, su hija, Ifigenia. Clitemnestra, llena de Ate, invocando a las Erinias “y la mirada incrédula del muerto al caer en el llano ceniciento, Agamenón y su mugido inmenso y el repetido grito de Casandra más fuerte que los gritos de las olas”1. Y en Troya, nada. El cadáver enterregado de Héctor en arrastre lento por marciales caballos y Aquiles como auriga, ya ungido también con la marca de la temprana muerte. Marmóleos cadáveres de varones desmembrados lavados por el Escamandro con cuidados de madre. Noche de diez años, noche de una sola noche, noche eterna. ¿Y en Troya? ¿Qué es Troya? Troya es todo, menos una casualidad. Encolerizado por haber sido engañado una vez más entre tantas otras veces, Zeus arroja a su hija Ate (Ruina) al pináculo de un monte en Frigia, tierra desde la que emerge la ciudadela de Troya. Desde entonces Troya es ya tierra destinada a la ruina, la ruina 1 Piedra de sol, Octavio Paz.
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más infausta de todas: la que surge del engaño mujeril. Como sucede con todas las cosas en Grecia —acaso también en lo que no es Grecia— aquello que está al final es aquello que está al principio, porque el tiempo no se puede dibujar con la precisión y economía del trazo rectilíneo, sino con el trazo monótono de la circunferencia que nunca alcanza su cierre perfecto, sino que forma un bucle que se distiende ad infinitum hasta volver inaprehensible eso que llamamos “tiempo”. Para Troya, Ilión, la ruina aparece en su principio y en su fin. Troya nace siendo ya ruina; polvo hecho piedra, piedra hecha muro, muro hecho piedra y piedra hecha polvo otra vez. Es su sino, el sino que la Moira tejedora ha preparado con la fina madeja de la Necesidad, Ananké. Y todo esto no como una secuencia de fotogramas, la ruina de Troya no se desenvuelve en sucesiones de actos entre los que se transita con la ligereza gentil de quien narra una novela. La ruina de Troya le es siempre a Troya, en todo momento; Troya es la ruina. En el fondo esta es la condición del mito: la narración del origen (γένος), es decir, de la esencia, es decir, de lo que yasiempre-está-aconteciendo. Y si el mito es esa narración de lo que ya-siempre-está-aconteciendo, el poeta, aquel que narra el mito, es un vidente (μάντις), es aquel cuya mirada es capaz de mirar aquello que no se mira, aquello que no está hecho para mirarse sino para sentirse, como dicen que el ciego siente el escalofrío del presagio. No es casualidad que en las fabulaciones sobre Homero se subraye de él su condición de invidente. Para los griegos, más aún que para nosotros, la visión tiene una preponderancia mistérica; el culto al conocimiento es un culto al ver. Theoría, eidos, ambos [63]
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términos empleados para designar la forma en como las cosas se dejan conocer, están ligados a la contemplación visual. También para Platón la belleza es ésa que se impone a la vista, son los ojos del amante (εραστής) dos orificios por los que el melifluo mar de la belleza le inunda el cuerpo y le hace perder el equilibrio, le hace titubear sus pasos hasta entonces aristocráticos e inexorables, como el del matador en el último tercio. Para el amado (ἐρώμενος) está reservada otra visión, la visión de la virtud prometida, todavía no conquistada. Del amado se espera la inocencia, la pose pueril y solícita de quien se deja guiar por un laberinto apenas explorado, la entrega de quien no mira y, sin embargo, se deja mirar; del amante se espera la locura (μανία), el trastorno, la metamorfosis, de su cuerpo “bullen, escuecen, cosquillean las nacientes alas; y si pone los ojos en la belleza del muchacho y recibe de allí partículas que vienen fluyendo —que por eso se llaman ‘río de deseos’—, se empapa y calienta y se le acaban las penas y se llena de gozo”2. La visión es, para nosotros los mortales, la gracia y el castigo. De Prometeo heredamos el fuego, dádiva que origina su suplicio en el Cáucaso, otro cristo más que tenemos que cargar en la conciencia. Pero ¿qué es el fuego? El fuego es Prometeo mismo que se entrega en sacrificio a los hombres, es la inversión del acto ritual; la divinidad que se sacrifica por quienes debería de recibir sacrificios. Prometeo debe de ser castigado porque ha alterado un orden que se pensaba incorruptible, alteración irremediable. Desde entonces la relación sacrificial de los hombres y los dioses es bilateral, inaugura un pacto metafísico inquebrantable; 2 Platón, Fedro, Gredos, Madrid, 2011, p.801.
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el hombre necesita a los dioses en la misma medida en que los dioses necesitan a los hombres. Es la misma inversión escatológica del cristianismo frente al culto hebreo. Prometeo (Προμηθεύς) quiere decir “previsión”, la facultad de ver antes de ver, la intuición que se da como premonición. Pero Prometeo es sólo la cara de una unidad indivisible, atómica, Prometeo es también su hermano Epimeteo, de quienes descendemos todos junto con su mujer, nuestra madre, aquella que sostiene todavía en sus manos una ánfora medio vacía y medio llena: Pandora. Epimeteo (Ἐπιμηθεύς) es la “postvisión”, la “retrospectiva”. Ambos, quiero decir: el mismo, Prometeo y Epimeteo, dan cuenta de la operatividad misma del conocer: la dialéctica del esparcirse y del recogerse, del impulsarse hacia adelante y del mirar hacia atrás, del proyectar y del recolectar… Conocimiento, fármaco nuestro. Remedio y veneno. Unas veces remedio, unas veces veneno, otras veces ambos. El correlato del conocimiento es el enigma. Pero el filósofo va más allá, no se conforma con el cabo suelto del enigma, persigue la unidad: lo Enigmático mismo. Lo Enigmático, por antonomasia. El conocer, conoce siempre —o no— algo de lo Enigmático, y ésta es una de las tantas formulaciones que admite aquel axioma de Parménides, más tarde dicho por Hegel, más tarde dicho por Heidegger: “Ser es Pensar”. Siempre que se piensa se piensa lo que es, no se puede pensar lo que no es, puesto que no se estaría pensando nada. El conocer conoce, ineludiblemente, lo Enigmático, de tal modo que el conocer y su correlato ya no son dos cosas distintas, sino una sola: el conocimiento se vuelve el Enigma mismo, el conocimiento es lo Enigmático. El conocimiento se da ya como desdoblamiento reflexivo; el conocimiento se conoce a sí mismo. [65]
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El cognoscente que conoce, ha de retornar sobre sí para conocer. Está ya cincelado en el sacro recinto de Delfos como exhortación y condena: conócete a ti mismo. Quien no es capaz de conocerse a sí mismo, de descifrar lo Enigmático, dice Giorgio Colli, perece. Es aquí cuando el fármaco funge como veneno. La historia de la filosofía es un panteón de hombres envenenados. Quizá, de aquellos que encontraron el remedio en el fármaco, no tenemos siquiera sus nombres. En el anonimato reside su gloria. No hay sepulcro más sagrado que aquel que no se ve, aquel que se funde y confunde con el todo, como las ciudades, antaño magnánimas, ocultas por las arenosas olas del desierto y por el velo nocturno de los siglos. Quien logra conocer lo Enigmático y encontrar ahí su remedio, el agua dulce para su sed agónica, no es ya un filósofo sino —lo sé por Platón que a su vez lo supo por los órficos— un maniático (μανιακός). La filosofía es búsqueda, la manía es don. La filosofía es un aprender a ver lo que está por verse —preparación para el misterio de la muerte—, la manía es un déjà vu, un ver “lo ya visto”. Por eso el maniático —¿quise decir “el místico”?— se comporta con las cosas como si ya las conociera de antemano. El maniático convive con el Enigma no pretendiendo clarificarlo ni distinguirlo —¡qué ocurrencia! — sino habitándolo. El maniático se vuelve él también Enigma. Homero, figura totémica, efebo de las musas, basílica y liturgia de occidente, vademécum del orador, tierra que piso, lengua mía, padre mío. Homero, padre mío, también tú pereciste. Un día dirigiste tus pasos hacia la isla de Íos, siguiendo el rumor lazarillo del oráculo y el olor salitroso del vinoso Egeo. Ahí te detuviste, [66]
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y preguntaste a unos mozos pescadores si habían cogido algo, y entonces ellos te respondieron enigmáticamente: “Lo que hemos cogido lo hemos dejado, lo que no hemos cogido lo traemos”. Y tú, por primera vez, no supiste qué decir, las palabras te abandonaron, se te nublaron las mientes y el velo de la noche cubrió tus ojos mientras el soplo vital abandonaba tus seniles miembros y te precipitabas al telúrico Hades donde Aquiles, con más pena que gloria, reina entre todos los muertos. Homero, canon de la virtud, cerbero de la palabra cierta, precisa, busto mudo, sibila de un templo en ruinas, sodomita del poeta diletante, víctima propiciatoria, mesías solapado, lengua mía, padre mío. Homero, padre mío, también tú pereciste. Homero es todo menos un filósofo. Homero es un maniático. Homero no necesita ver porque ya lo ha visto todo (déjà vu). En esto consiste la verdad dada como revelación. La búsqueda del filósofo, del que ama el saber, es una búsqueda emprendida desde el logos, es una búsqueda que persigue el desvelamiento de eso que se supone oculto: el desvelamiento del Enigma. Puesto en estos términos, la verdad del filósofo, la verdad aletheológica (αλήθεια), es una conquista, es una verdad que el filósofo tiene. La verdad del maniático es distinta, es una verdad que no requiere de una búsqueda porque ya está dada, y está dada a manera de revelación. El maniático no tiene la verdad, sino que la verdad tiene al maniático. La verdad del maniático es una verdad en la que ya siempre se está. Y esta verdad es una verdad arjética (ἀρχή), es la verdad del principio último, de la esencia última. Principio que reúne en sí todos los contrarios, porque los contrarios no son sino un espejismo del pensamiento lógico. La verdad arjética es [67]
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la verdad de la totalidad, una totalidad ya vista, ya vislumbrada. Y esta verdad no puede ser categorizable, no puede ser puesta en términos lógicos, porque el pensamiento lógico clasifica, es decir, separa y enjuicia. La verdad arjética, en cambio, no admite separaciones, no admite el desmembramiento silogístico de la premisa y el juicio, la verdad arjética es inmanipulable, inasible, incontestable. La verdad arjética, a lo mucho, y con esfuerzos, puede ser narrable, es decir, contemplable, descrita, como descrita puede ser la paradoja mas no soslayable. Esto es la narración mítica. La narración, la descripción, quise decir, de la verdad una, de la verdad arjética. ¿Y en Troya? En Troya, nada —un mito. Un mito que contiene todos los mitos. Mito surgido desde la manía, mito que acaricia la verdad pero nunca logra asirla —Noli me tangere—. Troya, un déjà vu. Espectro nocturno en forma de baluarte que se desvanece en el tiempo y nunca acaba por desvanecerse, piedra de la virgen sacrificada: Ifigenia, Políxena. Sacrificios ambos que dan origen a Europa, a la fractura irreparable entre Occidente y Oriente, entre lo ático y lo asiano, entre nosotros y ellos. Y todo “por un ondear de lino, por una nube, tremular de una mariposa, plumón de cisne, por una túnica vacía, por una Helena. ¿Y mi hermano?”3 Marzo de 2021 Madrid, España 3 Yorgos Seferis, Poesía completa, Alianza, Madrid, 1986, p.194.
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No. IV
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