Ciudadanía y medio ambiente, de Andrew Dobson

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CIUDADANÍA Y MEDIO AMBIENTE Andrew Dobson



CIUDADANÍA Y MEDIO AMBIENTE Andrew Dobson

COLECCIÓN SIGLO XXI: ÉTICA ACTUAL

PROTEUS


Dirección Editorial: Miquel Osset Hernández Diseño gráfico de la colección: CanalGràfic Diseño editorial: Ana Varela Fotografía de la portada: © Ana Varela

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

Primera edición: septiembre 2010

© Andrew Dobson «Citizenship and the Environment» © Oxford University Press © Traducción de Joaquín Valdivielso y Magdalena Vázquez © para esta edición: Editorial Proteus c/ Rossinyol, 4 08445 Cànoves i Samalús

www.editorialproteus.com Depósito legal: ISBN: 978-84-15047-20-9


ÍNDICE Prólogo a la edición española...................................................................................................11 Bibliografía (p. 23) Agradecimientos.......................................................................................................................25 Introducción..............................................................................................................................27 Hacia el poscosmopolitismo.....................................................................................................37 Globalización e «interconectividad» (p. 38) — Una crítica a la «interconectividad» (p. 40) — Una crítica del cosmopolitismo dialógico: menos diálogo, más justicia (p. 51) — Cosmopolitismo distributivo y más allá (p. 58) Tres tipos de ciudadanía...........................................................................................................63 Método (p. 64) — Derechos y responsabilidades -y contratos (p. 71) — Público y privado (p. 82) — Virtudes de ciudadanía (p. 88) — Ciudadanía territorial y no territorial (p. 101) — Ciudadanía cosmopolita y poscosmopolita (p. 114) — Conclusión (p. 116) Ciudadanía ecológica..............................................................................................................119 La historia hasta ahora (p. 121) — Ciudadanía ambiental y ecológica (p. 125) — Ciudadanía liberal y medio ambiente (p. 126) — Ciudadanía republicana cívica y medio ambiente (p. 132) — No territorialidad ecológica (p. 134) — Deber y responsabilidad en la ciudadanía ecológica (p. 156) — Ciudadanía ecológica y virtud (p. 167) — El ámbito privado en la ciudadanía ecológica (p. 175) — Conclusión (p. 179) La sostenibilidad ambiental en las sociedades liberales........................................................183 La naturaleza normativa de la sostenibilidad ambiental (p. 188) — El estado liberal y la neutralidad normativa (p. 202) Ciudadanía, educación y medio ambiente.............................................................................221 El contexto (p. 222) — Educación ciudadana en inglaterra (p. 227) — ¿Qué hay que enseñar? (p. 230) — ¿Cómo debe enseñarse? (p. 237) — Imparcialidad liberal (p. 245) — ¿Funcionará? (p. 253) — Conclusiones (p. 256) Conclusión...............................................................................................................................259 Referencias..............................................................................................................................265



Para Concha, Patrick y Carla



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PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Es un placer y un honor ver Ciudadanía y medio ambiente publicado en español. Aunque todo libro está fuertemente marcado por los orígenes políticos y culturales de su autor, creo, y espero, que éste trata de temas de interés y relevancia que van más allá del Reino Unido. Aunque el contexto y algunos de los ejemplos son británicos, creo firmemente que los lectores hispanohablantes encontrarán ecos de su propia experiencia en lo que aquí se dice. Tenía dos intenciones cuando escribí el libro en 2003. Primero, hacer una contribución al boom de la teorización sobre temas tocantes a la ciudadanía como concepto, y, segundo, intervenir en los debates políticos buscando formas de alentar el comportamiento proambiental. Desde que el libro fuera publicado en primera instancia se han dado diversas reacciones diferentes a él en los dos contextos, cuyos desarrollos quisiera perfilar usando este prólogo a la edición española. El primer desarrollo abarca tanto la intención «intelectual» como la «política» que tenía cuando originalmente me surgió la idea del libro. En general, el proyecto era un ejercicio de teoría política normativa, y tenía pocas expectativas en aquel momento de que los elementos normativos de la ciudadanía ecológica fuesen probados «sobre el terreno». En otras palabras, ni buscaba ni esperaba encontrar evidencia empírica alguna de la existencia de «ciudadanos ecológicos». (En aquel momento, de hecho, era verdad que las pretensiones normativas hechas en Ciudadanía y medio ambiente estaban «sin veri-


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ficar por evidencia empírica alguna»; p. 259). Después de la publicación del libro, sin embargo, me di cuenta de que los principios de la ciudadanía ecológica que había descrito en él estaban siendo usados como un marco para examinar y analizar el comportamiento real de la gente. Ejemplo de ello fue el trabajo realizado por Johanna Wolf en el contexto de su estudio doctoral sobre dos comunidades de la costa oeste canadiense (Wolf et al., 2009). Tuve la fortuna de ser uno de los examinadores de su tesis doctoral y fue sorprendente ver hasta dónde los sujetos de sus encuestas y entrevistas articulaban las razones para su comportamiento proambiental en términos identificables con la «ciudadanía ecológica». Esto no quiere decir que se describieran a sí mismos como ciudadanos ecológicos, por supuesto, pero las motivaciones, comprensiones y valores para el comportamiento proambiental que ellos referían son reconocibles como los que se describen en el capítulo 3 de este libro. «Este análisis presenta una fuerte evidencia de que practicar la ciudadanía ecológica motiva las respuestas individuales al cambio climático», escriben Wolf y sus colegas (Wolf et al., 2009: 519). Por supuesto, la muestra del trabajo de Wolf es muy pequeña (38 entrevistados), y un trabajo como el suyo es siempre susceptible de la acusación de excepcionalismo, de carecer de un relevancia representativa más amplia. Hasta cierto punto, otro trabajo de investigación empírico llevado a cabo por colegas en Suecia, donde 4000 sujetos fueron encuestados en cuatro condados (Berglund y Matti, 2006), hace frente a esta acusación. Se trata de un número mucho mayor, y de nuevo los resultados fueron similares a los obtenidos por Wolf: «la gente en general tiende a asignar a los valores motivacionales incluidos en el grupo auto-trascendencia (altruismo) una importancia mucho mayor como principios guía en la vida que a los valores opuestos de auto-mejora (egoísmo), indicando que el rol ciudadano es de hecho importante para dar cuenta de la gestión política» (Berglund y Matti, 2006: 566). De nuevo en Suecia, Sverker Jagers ha llevado un paso más allá el estudio empírico de la ciudadanía ecológica, desarro-


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llando una forma sistemática de hacer operativa la idea en el contexto empírico, y de ese modo proporcionando una herramienta de investigación que podría, en principio, ser usada por investigadores en cualquier lugar ( Jagers, 2009). Las conclusiones de Jagers sugieren cierto apoyo a la idea de que la ciudadanía ecológica ya existe «ahí fuera», pero también a la necesidad de llevar a cabo investigaciones ulteriores: «En resumen, los resultados indican tanto que ya hay un grupo de individuos (en Suecia) que al menos coinciden con algunos de los estándares de ciudadano ecológico (es decir, la voluntad a actuar) argüidos por teóricos como Dobson, y que podríamos haber identificado un conjunto de factores que parecen causar esta voluntad. Aún queda mucha investigación antes de extraer conclusiones más definitivas en lo que se refiere a las perspectivas reales de una ciudadanía ecológica emergente y a cuestiones tales como qué factores y medidas podrían facilitar y ser requeridas para que tal desarrollo tuviera lugar» ( Jagers, 2009: 33). Inevitablemente, también ha habido estudios en los que no puede encontrarse señal alguna de ciudadanía ecológica (Flynn et al., 2008). Si éste fuera el resultado común a todos los estudios empíricos llevados a cabo sobre ciudadanía ecológica entonces tendría poco sentido considerarla como poco más que un ejercicio normativo potencialmente interesante en teoría política. Pero desde 2003 ha aparecido suficiente evidencia empírica para sugerir que la ciudadanía ecológica existe en el «mundo real» tanto como lo hace en las páginas de este libro. Esta evidencia sugiere con fuerza la necesidad de llevar a cabo nuevo trabajo empírico para probar, en diferentes condiciones, la solidez de los resultados obtenidos hasta la fecha. Hay por lo menos tres formas en las que los hallazgos empíricos alcanzados hasta el momento pueden ser probados. Primero, el número de estudios en sí es pequeño; necesitamos que se hagan más estudios. Segundo, estos estudios podrían involucrar a un número mayor de encuestados, entrevistados, etc. Esto ayudaría a poner a prueba una de las críticas al tra-


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bajo empírico realizado hasta ahora: que la investigación ha involucrado a muy poca gente como para ser capaz de proporcionar conclusiones sólidas y generalizables. Tercero, y quizás más importante, la investigación llevada a cabo hasta ahora es vulnerable a la crítica de que el trabajo empírico se ha confinado a lugares y espacios en que uno esperaría encontrar actitudes y comportamiento de ciudadanía ecológica: la costa oeste de Canadá y Suecia, por ejemplo. Esta tercera línea de investigación empírica en ciudadanía ecológica, así, debería explorar el grado en que existe en culturas políticas diferentes. Necesitamos más estudios en culturas capitalistas-liberales como Estados Unidos, en otras relativamente recién modernizadas como España, así como en socialdemocracias asentadas como la de Suecia. La razón por la que se necesita esta investigación es que la caja de herramientas políticas del comportamiento proambiental está visiblemente vacía en la medida en que concierne al «enfoque ciudadanía». La mayoría de gobiernos parece creer que la gente sólo estará preparada para cambiar su comportamiento si se percibe que hacerlo va en su autointerés percibido. Esto da lugar a una serie de intervenciones basadas en incentivos y desincentivos fiscales, sobre la teoría de que si el comportamiento antiambiental conlleva tarifas y multas monetarias entonces la gente querrá evitar esas tarifas y multas y alterará correspondientemente su comportamiento. Un buen ejemplo de este tipo de instrumento político es la «tarifa por congestión». Cada vez más, las autoridades en ciudades congestionadas en todo el mundo han optado por gravar a los conductores de coche con una tasa por entrar en las partes especialmente ocupadas de las ciudades. El objetivo es disuadir a los conductores de llevar sus coches a esas áreas de las ciudades, y alentarles a usar formas alternativas de transporte. Hay evidencia de que este tipo de política funciona bastante bien (una reducción del tráfico del 20% en los primeros meses de la tarifa por congestión en Londres, por ejemplo; Litman, 2004: 5). Los hábitos de la gente a la hora de condu-


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cir se cambian bastante drástica y rápidamente. Así que, ¿de que habría que quejarse? En resumen, hay cuatro problemas potenciales con la vía de los des/incentivos fiscales para cambiar el comportamiento de la gente en relación al medio ambiente. Primero, impuestos y tarifas pueden ser derogados de la misma forma en que son aprobados. Los impuestos y las tarifas casi nunca son populares, y los políticos podrían buscar su elección sobre la base de derogar impuestos y tarifas. 1 Segundo, el volumen de las tarifas requeridas para asegurar el cambio de comportamiento podría ser políticamente impopular —esto nos deja, pues, con una herramienta política que algunas veces podría ser literalmente inutilizable. Tercero, en un régimen de des/incentivo fiscal la gente puede responder al envite fiscal y no a las razones que le subyacen. El peligro aquí puede ser visto si nos fijamos de nuevo en el problema potencial de esta herramienta política —que las tasas pueden ser abolidas tanto como aprobadas. ¿Qué pasaría si una tarifa por congestión de tráfico en una ciudad fuera eliminada? ¿Se mantendrían los conductores alejados del coche, o volverían a él? Cuando se hace esta pregunta, la mayoría de gente responde que, por supuesto, la gente volverá enseguida al coche. La razón para esto es que el castigo monetario ha desaparecido. En ausencia de un compromiso con la razón que subyace a la tarifa —que conducir menos significa menos emisiones de dióxido de carbono y así un impacto menor sobre el cambio climático— la gente regresará al comportamiento del que fue desalentada por el envite fiscal. El cuarto y último problema es que la herramienta política del des/incentivo fiscal trabaja con un abanico bastante estrecho de opciones motivacionales humanas. Asume que la gente 1

Una de las tarifas por congestión más conocidas y estudiadas es la del centro de Londres, Reino Unido. Fue impulsada por el alcalde de izquierdas de Londres, Ken Livingstone. En las últimas elecciones municipales en Londres, Livingstone fue derrotado por el candidato conservador, Boris Johnson, quien prometió no aumentar el tamaño del área de la tarifa por congestión, que Livingstone planeaba hacer.


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está motivada principalmente por consideraciones de interés propio. Por supuesto que es cierto que el interés propio es una clave motivadora, pero basar la política del comportamiento ambiental casi exclusivamente en este hecho es potencialmente un error. Los psicólogos sociales han señalado hace tiempo el hecho aparentemente contraintuitivo de que los incentivos fiscales pueden a veces lograr exactamente lo contrario que se supone han de lograr, especialmente cuando la herramienta es utilizada en contextos en que su uso conlleva algo parecido a lo que los filósofos llaman un «error categorial». Es bien sabido que cuando a la gente se le ofrecen recompensas por donar sangre, se dona menos sangre. Las motivaciones para un comportamiento proambiental podrían ser vistas bajo la misma categoría que los envueltos en la donación de sangre —concerniente al otro, antes que a uno mismo. Las políticas de comportamiento ambiental que no tienen en cuenta esta posibilidad pudieran ser contraproducentes. Incluso en Suecia, donde, como hemos visto, hay evidencia de que existen de hecho ciudadanos ecológicos, también hay evidencia de que las razones que la gente da por su comportamiento proambiental, de un lado, y las creencias gubernamentales sobre el cambio de comportamiento, por otro, no encajan entre sí: «En lo que concierne a la descripción del gobierno sobre los individuos como ciudadanos o consumidores, los primeros tienden en gran parte a ser pasados por alto en la política ambiental sueca» (Berglund y Matti, 2006: 558). Y hasta aquí sobre las implicaciones prácticas y orientadas a la gestión política de la ciudadanía ecológica. Al principio de este prólogo he mencionado una segunda motivación que tenía para escribir este libro: contribuir al aumento de los debates sobre la naturaleza de la ciudadanía como concepto. En este contexto he presentado diversas críticas a la ciudadanía ecológica, algunas de las cuales estoy dispuesto a aceptar, y una o dos a las que estoy más inclinado a oponerme. Estas críticas pueden encontrarse, por ejemplo, en los trabajos Tim Hayward (2006a, 2006b), Teena Gabrielson (2008), Lucie Middle-


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miss (2010), Alex Latta (2007), Joaquín Valdivielso (2005), Emilio Luque (2005), y Sherilyn MacGregor (2005). Una crítica constructiva, sostenida y útil también se puede encontrar en el trabajo de Ángel Valencia (2005). Estas críticas pueden ser agrupadas bajo los siguientes encabezados: el problema de la pertenencia a la comunidad del ciudadano ecológico; demasiado énfasis en la agencia y no suficiente en la estructura; demasiada confianza en la educación como un medio de «creación» de ciudadanos ecológicos; técnicamente hablando, la ciudadanía ecológica no es en absoluto una forma de ciudadanía; la huella ecológica no puede ser considerada como un espacio «político» y mucho menos como un espacio en el que la ciudadanía puede operar; la ciudadanía ecológica es concebida demasiado instrumentalmente y dedica muy poca atención a los elementos democráticos y democratizadores de la idea de ciudadanía; y, finalmente, la crítica feminista de que la ciudadanía ecológica, con su insistencia en que las acciones privadas pueden tener importantes consecuencias públicas, impone una carga injusta de responsabilidad a las que ya soportan una responsabilidad demasiado grande en la reproducción de la vida social. Comprender estas críticas presupone alguna familiaridad con los argumentos de este libro, así que para el lector lo mejor podría ser volver al resto de este prólogo una vez que el libro haya sido leído. En lo que concierne a la comunidad del ciudadano ecológico, Tim Hayward ha escrito que «Los lazos de ciudadanía [ecológica] vinculan en una única dirección, en la de los beneficiarios de las desigualdades; a los otros se les atribuye de hecho el papel de “pacientes morales”. Esta explicación no establece con claridad si comunidad política alguna incluye a las víctimas como ciudadanos. Una cuestión crítica es determinar si las víctimas —p. ej., los que más pierden en la privación ecológica y las obligaciones derivadas de ella— pueden o no ser ciudadanos ecológicos» (Hayward, 2006: 445). Los teóricos de la ciudadanía están acertadamente preocupados con la


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cuestión de la pertenencia —después de todo, determinar quién es o no miembro de cualquier comunidad ciudadana determina quién dispone de los derechos (y obligaciones) que acompañan a la ciudadanía. Esta preocupación por la pertenencia, sin embargo, está mayoritariamente confinada a los debates sobre la ciudadanía como estatus legal —el tipo de ciudadanía asociada con la posesión de un pasaporte. La ciudadanía ecológica está menos relacionada con el estatus legal y más con la ciudadanía como actividad. Desde este punto de vista, la pertenencia no es realmente un problema. Habiendo dicho esto, no obstante, y para contestar directamente a la cuestión de Hayward, las «víctimas» del comportamiento insostenible pueden ser de hecho ciudadanos ecológicos. Es así porque es su derecho a una cantidad justa de espacio ecológico lo que da lugar a la obligación de reducir el tamaño de la huella ecológica por parte de los que ocupan demasiado espacio ecológico. «Víctimas» y «autores» están juntos en una ciudadanía apuntalada por relaciones de derechos y obligaciones políticos. La siguiente crítica que ha sido lanzada contra la ciudadanía ecológica es que es demasiado «voluntarista», que contiene una visión naif de las capacidades de la agencia individual para dar lugar a cambio social. El argumento es que las teorías del cambio deben tener en cuenta las estructuras en que los agentes individuales actúan, estructuras que hacen difícil que los individuos reduzcan el tamaño de su huella ecológica. Creo que es justo decir que esta cuestión está de hecho infrateorizada en Ciudadanía y medio ambiente, aunque digo que es importante evitar «el voluntarismo ingenuo ignorante de los poderosos intereses políticos y económicos que estructuran el mundo de un modo insostenible» (p. 140). Se podría y se debería añadir mucho más a esto, y la ciudadanía ecológica como actividad intencional individual debería ser insertada en un análisis de las estructuras que tomen en cuenta los constreñimientos (y quizás, por supuesto, las oportunidades) culturales, organizativos e infraestructurales a la agencia indi-


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vidual (Middlemiss, 2010). El resultado pudiera ser un mayor énfasis en el papel del ciudadano ecológico en actividades de ciudadanía «tradicional» en la sociedad civil y en la esfera pública —agitación, campañas, protestas— tanto como en las actividades que a menudo son categorizadas peyorativamente bajo la cabecera «estilo de vida». La tercera crítica se refiere a la cuestión de cómo promover la ciudadanía ecológica. El hecho de que todo un capítulo de este libro (el nº 5) esté dedicado a la educación ha llevado a algunos lectores a creer que yo pienso que las escuelas, institutos y universidades son los mejores emplazamientos que tenemos para la transformación de ciudadanía ecológica. De hecho, mis creencias en este punto se resumen mejor en dos comentarios hechos casi en passant: «el libro de texto debería sustituirse por una campaña ambiental» (p. 257), y «una hora de “experiencia vivida” puede producir más politización que un año en clase» (p. 263). El tema es que la ciudadanía ecológica no puede ser «enseñada», si con eso queremos decir que la gente puede entrar en las instituciones educativas sin compromiso alguno con esa idea o práctica, para luego salir de ellas como ciudadanos ecológicos en toda regla. Por supuesto, las semillas científicas y normativas de la práctica de la ciudadanía ecológica pueden ser sembradas en escuelas e institutos, pero el pivote transformativo clave es lo que los franceses llaman «le vécu», la «experiencia vivida». La política es lo que politiza, no la educación. Habiendo dicho que este libro fue escrito justo cuando el gobierno del Reino Unido estaba imponiendo la enseñanza de la ciudadanía como una asignatura obligatoria en el currículo nacional en todos los centros de enseñanza secundaria ingleses y galeses, parecía así apropiado en aquel momento tratar este tema con cierto detalle. Soy consciente de que también ha habido en España encendidos debates sobre la enseñanza de la ciudadanía. Esto proporciona la oportunidad de analizar el currículo de ciudadanía por su potencial como un vehículo para la enseñanza de la ciudadanía ecológica. Mi conclusión en el contexto del


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Reino Unido fue (y es) que la ciudadanía ecológica podría ser «legítimamente» enseñada como parte de un currículo más general sobre ciudadanía, aunque como digo estoy lejos de creer que la mejor manera de promover la ciudadanía ecológica sea a través del sistema educativo formal (Melo Escrihuela, 2008). La siguiente crítica es que, en términos de una definición formal, la ciudadanía ecológica no es ciudadanía en absoluto. Tim Hayward resume esta crítica como sigue: «La idea de ciudadanía normalmente se refiere, inter alia, a un estatus que aparece con la pertenencia a una entidad política y confiere a los ciudadanos un conjunto de responsabilidades y derechos recíprocos (…). En una interpretación convencional, por lo tanto, lo que Dobson llama “ciudadanía” no contaría como tal» (Hayward, 2006: 435). Desde el punto de vista de la ciudadanía como un estatus legal en relación a una entidad política que confiere ciudadanía, Hayward está absolutamente en lo cierto. Tal punto de vista comprometería también a Hayward, por supuesto, a rechazar que la ciudadanía cosmopolita sea ciudadanía, puesto que no hay una «entidad política» ni criterios de «pertenencia» mundiales. A pesar de ello, la presencia legítima de la ciudadanía cosmopolita en los escritos sobre ciudadanía parece absolutamente firme. Una vez más necesitamos distinguir entre ciudadanía como estatus legal y como actividad. Si estamos preparados para aceptar que la ciudadanía puede ser considerada como una actividad, entonces los criterios definitorios estipulados por Hayward parecen menos relevantes para nuestro caso. La siguiente crítica es también de definición. La «huella ecológica» juega un papel clave en mi exposición de ciudadanía ecológica. Todas las concepciones de ciudadanía contienen una versión del «espacio político» de la ciudadanía. De manera típica, el espacio político de las concepciones dominantes de ciudadanía es el Estado-nación, mientras que para la ciudadanía cosmopolita es la «cosmópolis», o el mundo en su conjunto. Para la ciudadanía ecológica, el espacio rele-


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vante es la huella ecológica. Tim Hayward se opone a ello, sobre la base de que «las relaciones definidas en términos de utilización diferencial del espacio ecológico son precisamente relaciones no políticas» (2006: 438). Es así porque, dice, «la sugerencia de que el espacio ecológico es “la versión que da la ciudadanía ecológica del espacio político” supone un error categorial: mientras ningún tipo de “espacio” traza parcelas diferenciadas de territorio, aquél se refiere sin embargo a las propiedades biofísicas del territorio, no al “espacio” en que la gente tiene relaciones políticas» (2006: 438). Mi respuesta es que las huellas ecológicas desiguales son una injusticia, que la (in)justicia es un concepto político porque supone relaciones de poder, y que por lo tanto la huella ecológica, como un área en que se ejerce poder, es un espacio político. Otra crítica que ha sido lanzada contra la ciudadanía ecológica es que resulta demasiado instrumental. Como he dicho al principio de este prólogo, veo de hecho la ciudadanía ecológica como un concepto que puede y debe ser puesto a trabajar en la arena política, así como un concepto que enriquece el campo de investigación de la ciudadanía y la teoría política más en general. Esto deja mi tratamiento de la ciudadanía ecológica abierto a este tipo de crítica: «una de las consecuencias de aprovechar el lenguaje de la ciudadanía para el fin de la sostenibilidad ha sido una concepción más bien anémica de la ciudadanía que es promovida instrumentalmente y que de ese modo disminuye el potencial democrático del concepto» (Gabrielson, 2008: 430). Si esta crítica es válida, entonces parecería socavar el uso instrumental de prácticamente cualquier concepto político —igualdad, libertad, etc. No veo mayor perjuicio, y desde luego ninguna «disminución del potencial democrático», en hacer uso político de la igualdad y la libertad, y diría lo mismo de la ciudadanía ecológica. Finalmente, necesitamos tener en cuenta la crítica feminista de que la ciudadanía ecológica, con su énfasis en la esfera privada, impone una carga injusta sobre la mujer. Las


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feministas han argüido extensamente que la mujer a menudo juega un doble rol —trabajo en el mercado laboral y la tarea de provisión y cuidado en casa. Así, feministas como Sherilyn MacGregor nos invitan a considerar «las implicaciones para la mujer de añadir un tercer o cuarto rol —el de “cuidar de la Tierra”— a sus ya tan ocupadas vidas» (MacGregor, 2005: 185). Éste es sin duda un punto muy importante. Ha sido siempre una preocupación feminista el que el proclamado universalismo de la ciudadanía es de hecho una forma machista de política que favorece los intereses del hombre (Young, 1989). MacGregor recoge las implicaciones prácticas de esto y muestra cómo, si es que la ciudadanía ecológica ha de tener fuerza emancipadora, debe tener en cuenta las circunstancias materiales de quienes se espera sean ciudadanos ecológicos: «Sugeriría que para cualquier visión que haya de funcionar de una sociedad alternativa, y que mejore las disposiciones actuales, debe hacer frente a cuestiones de equidad, acceso, y las condiciones de la vida diaria que se necesitan para promover la participación democrática en el ámbito político» (MacGregor, 2005: 185). Esto es importante para todos, pero especialmente, como MacGregor señala, para las mujeres. No hay duda de que a los lectores hispanohablantes se les ocurrirán más críticas de las ideas perfiladas en este libro aparte de las discutidas aquí. Estoy deseando ver como se desarrolla esta conversación. Quisiera agradecer a los traductores, Joaquín Valdivielso y Magdalena Vázquez, con toda sinceridad, su maravilloso trabajo. Milan Kundera ha escrito que «el pensamiento común europeo es el fruto del inmenso y duro trabajo de los traductores. Sin traductores, Europa no existiría; los traductores son más importantes que los miembros del Parlamento Europeo». He tenido la gran suerte de dar con el tipo de práctica que Kundera tenía en mente. Andrew Dobson Keele University. Abril de 2010


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BIBLIOGRAFÍA

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AGRADECIMIENTOS

Quisiera mostrar mi agradecimiento por los consejos recibidos de los participantes en las conferencias que, sobre los temas de que trata este libro, he dado en los siguientes lugares: Birmingham University, Dundee University, Redding University, Nottingham University, London School of Economics, Luleå University of Technology, Universidad de Valencia, Keele University, Open University, Universidad de Santiago de Compostela y Learning and Skills Development Agency. Un buen número de amigos y colegas han tenido la carga de leer mi trabajo, cosa que agradezco de forma especial a los siguientes: Robert Barrett, John Barry, Mark Beard, Derek Bell, Margaret Canovan, Robyn Eckersley, Cecile Fabre, John Horton, Ken Jones, Rosemary O’Kane, Raia Prokhovnik, Ángel Rivero, Mike Saward, Piers Stephens, Hidemi Suganani, Ángel Valencia, Rob Walker, y Marcel Wissenburg. La mayoría de ellos reconocerán mi intención de tratar las objeciones que plantearon y las sugerencias que hicieron, pero es probable que ninguno de ellos quede plenamente satisfecho. Algunos de ellos, desde luego, apuntaron a tareas que van más allá del ámbito de este libro —o por lo menos me refugiaré temporalmente en esta idea. Gracias también a Frank Ford, por ayudarme en mi primer año en la Open University, y a Dominic Byatt en Oxford University Press por su favorable edición. Andrew Dobson Open University Milton Keyes. Enero de 2003



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INTRODUCCIÓN

Hay una directiva de la Unión Europea que exige una drástica reducción en la cantidad de residuos domésticos enviados a los vertederos del Reino Unido —actualmente unos 1400. «La Directiva de Vertederos de la UE exige que el Reino Unido reduzca el volumen de residuos municipales biodegradables que envía a los vertederos para 2010, con futuras reducciones en 2013 y 2020. El incumplimiento de estos objetivos puede acarrear multas de hasta 180 millones de libras esterlinas anuales» (Strategy Unit, 2002: 9). Esto deja al gobierno británico con la difícil tarea de averiguar cuál es la mejor manera de acabar con la costumbre que tiene la gente y sus instituciones de tirar las cosas. En Downing Street tienen una Unidad de Estrategia encargada de sugerir respuestas a tales preguntas, y en noviembre de 2001, Margaret Beckett, Secretaria de Estado para el Medio Ambiente, Alimentación y Asuntos Rurales, anunció un «Estudio sobre Residuos de la Unidad de Estrategia», que iba a ser completado en cuestión de un año. La propuesta de la Unidad da una perspectiva interesante a la visión imperante de cómo conseguir que la gente realice acciones beneficiosas para el medio ambiente, cuando su inclinación es no hacerlas. El informe indica que los residuos domésticos están creciendo un 3% cada año —más deprisa que el PIB— y los autores se preguntan por qué. La respuesta que ofrecen es que «hay pocos incentivos financieros para que la industria o los propietarios busquen alternativas a los vertederos» (Strategy


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Unit, 2002: 8). Una vez establecida esta premisa, la solución al problema es obvia y el informe recomienda, como era predecible, «mayor libertad para que las autoridades locales desarrollen nuevos incentivos financieros a fin de que los propietarios reduzcan y reciclen sus residuos. Los propietarios actualmente pagan el mismo impuesto municipal, sin importar cuantos residuos producen o si reciclan o no. Esto significa que no tienen ningún incentivo para gestionar sus residuos de un modo más sostenible» (Strategy Unit, 2002: 13). Una de las sugerencias concretas que se lanzaron en el verano de 2002 fue la de cobrar a la gente por tirar más bolsas de basura de lo permitido —digamos una libra (1.54 €) por bolsa, o 5 libras (7.7 €) al mes. Desde cierto punto de vista esta lógica es impecable: la gente querrá evitar pagar la tasa de la basura y entonces reducirá la cantidad de residuos que tira. La propuesta se inspira en un modelo de la motivación humana basado en el «actor racional autointeresado», según el cual la gente hace cosas sea por sacar beneficio sea por evitar algún mal para sí misma. Los críticos del programa propuesto señalaron inmediatamente que este modelo contiene el germen de su propia desaparición. La gente no comprometida con la idea que subyace al programa tomará el camino más fácil de un modo enteramente consistente con el modelo de comportamiento del que depende el programa, pero totalmente en desacuerdo con los resultados deseados. Como señaló una de las voces líderes del periódico The Guardian, «más que pagar, es más probable que la gente vote con sus coches o coja su basura y la tire en las calles, en el campo o en el patio trasero de alguien» (12 de Julio de 2002). Los partidarios de tomar la vía del incentivo financiero hacia la sostenibilidad sostendrán, sin embargo, que funciona, y que hay muchas pruebas que lo demuestran. Indican, por ejemplo, el programa de tarifación vial que ha estado en funcionamiento en una parte de la antigua ciudad inglesa de Durham desde hace unos cuantos meses (escribo en enero de 2003).


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Cuesta 2 libras (3.08 €) llevar tu coche a la plaza que está en la parte alta de la ciudad, y se esperaba que esto redujera el tráfico de la zona en un 50% en un año. De hecho, se ha reducido en un 90% en apenas unos meses. Este es un éxito que va más allá de los sueños más ambiciosos de quienes lo planearon. Imaginemos, sin embargo, que el programa fuese retirado mañana. Sin duda, algunas personas seguirán cogiendo el bus a la ciudad, o la bicicleta, o irán caminando, habiendo visto la diferencia que hay entre una plaza sin coches y una plaza llena de ellos. Pero la experiencia italiana de los días de ciudad sin coches sugiere que, cuando se vuelve a permitir la entrada de coches, la gente enciende los motores y conduce hasta el centro. Es probable que, en pocas semanas o meses, los niveles de tráfico vuelvan a los niveles previos al impuesto. El «éxito» del programa de Durham, entonces, se logra a costa de un señero fracaso en conseguir algo más que una impresión superficial en los hábitos y prácticas de las personas. El cambio de comportamiento dura solamente mientras los incentivos o desincentivos sigan en juego —y éstos están inevitablemente sujetos a los caprichos de la moda, experimentos, y a la dirección del viento político que resulte estar soplando en un determinado momento. En ningún momento de este debate se esbozó un enfoque alternativo, cosa que captó Ludwig Beckman en el pasaje que sigue: El hecho de que la sostenibilidad del estilo de vida consumista e individualista se ponga en cuestión sin duda abre toda una serie de preguntas sobre cómo reconstruir nuestra sociedad. ¿Qué nuevas instituciones políticas y económicas necesitamos? ¿Qué regulaciones y conjunto de incentivos son necesarios para redirigir los patrones de comportamiento en direcciones sostenibles? Sin embargo, la cuestión del comportamiento sostenible no se puede reducir a un debate sobre combinar palos y zanahorias. La ciudadana que separa su basura o que prefiere productos ecológicos lo hará a menudo porque se siente comprometida con los valores y fines de la ecología. El ciudadano puede


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que no actúe de un modo sostenible solamente por los incentivos económicos o prácticos: la gente a menudo elige hacer el bien por otras razones que no sean el miedo (al castigo o pérdida), o el deseo (de recompensa económica o estatus social). La gente a veces hace el bien porque quiere ser virtuosa. (Beckman, 2001: 179)

Beckman está apuntando hacia una concepción de la ciudadanía ambiental o ecológica, que es de lo que trata este libro. Las sanciones financieras invitan a intentar evitarlas, como es la tentación de comprar medios con los que hacer ilegibles los números de las matrículas para las cámaras al entrar en la Zona de Peaje por Congestión del centro de Londres. Los consumidores reaccionan ante señales superficiales sin que les preocupe, entiendan o estén comprometidos con la lógica subyacente a los incentivos a los que responden. Los ciudadanos ecológicos, por otro lado, albergarían un compromiso hacia estos principios y «harían el bien» porque es lo que hay que hacer. En cierto sentido, entonces, este libro es una contribución al debate acerca de cómo conseguir una sociedad sostenible. No entiendo la ciudadanía ecológica (la cual diferenciaré de la ciudadanía ambiental en el capítulo 3) como la respuesta a esta cuestión, pero sí que la entiendo como una respuesta aún sin explorar. Ni siquiera la entiendo como una alternativa completa a la vía de los des/incentivos antes esbozada, ya que tales instrumentos serán casi seguro parte del conjunto de herramientas de las políticas de sostenibilidad, particularmente en el contexto de las corporaciones privadas. Sin embargo, por una serie de razones (algunas de las cuales veremos en el capítulo 2), la ciudadanía, de forma manifiesta en los últimos años, ha regresado. Ahora es común encontrar que se utiliza para articular proyectos a lo largo de todo espectro político, y se ha dedicado una cantidad considerable de esfuerzo intelectual para situar estos proyectos en el complejo campo conceptual en el que se ha convertido la ciudadanía. Por el contrario, no


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se ha hecho ningún intento sistemático para relacionar los temas de la política ecológica con los de ciudadanía (de nuevo, discutiremos el trabajo que hay en el capítulo 3). Esto es sorprendente, dado que, desde su reemergencia contemporánea, la política ecológica se ha asociado habitualmente a temas relacionados con la ciudadanía, como el fortalecimiento de la esfera pública, el compromiso con la participación política, y la sensación de que los individuos pueden cambiar la política. Por otro lado, sin embargo, algunos aspectos del proyecto político-ecológico parecen residir fuera del territorio discursivo de la ciudadanía. Primero, sabemos que los problemas ambientales no se confinan simplemente a los límites entre Estados-nación, aunque la ciudadanía se piensa normalmente en base a estos límites. ¿Puede el lenguaje de la ciudadanía extenderse más allá del Estado? ¿Qué es, en otras palabras, el «espacio de la ciudadanía» o la política ecológica? ¿Es de alguna ayuda la ciudadanía cosmopolita? Del mismo modo, mientras estamos acostumbrados a pensar la ciudadanía en términos de derechos y obligaciones, los primeros cada vez se entienden más como «ganados» en el justo ejercicio de los segundos (por ejemplo, los programas de «workfare»). 1 Algunas de las obligaciones del ciudadano ecológico putativo, sin embargo, parece que se expresen de manera inapropiada en este lenguaje de reciprocidad (no todos somos igualmente responsables de la degradación ambiental). ¿Significa esto que la política ecológica no se puede discutir o aplicar en términos de ciudadanía? De nuevo, la ciudadanía casi siempre se entiende como algo propio de la esfera pública, aunque la política ecológica es una política de la vida diaria e incluye espacios tanto privados como públicos. ¿Es entonces la ciudadanía un vehículo inapropiado para que los verdes viajen en él? ¿Es hacer compost en tu jardín un acto de ciudadanía o no? 1

El término inglés workfare, sin traducción castellana, refiere a una forma alternativa, basada en una condicionalidad demostrable, de asignación de las prestaciones sociales del bienestar —welfare—, particularmente en el ámbito del «trabajo» —work— y los subsidios al desempleo. (Nota de los Traductores)


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Estas breves observaciones serán suficientes para mostrar que los ecologistas políticos no pueden ocupar el terreno discursivo de la ciudadanía sin dificultades. Los dos primeros capítulos de este libro están, así, dedicados a discutir los aspectos del contexto contemporáneo de la ciudadanía (capítulo 1), y a desarrollar un tipo de ciudadanía que yo llamo poscosmopolita (capítulo 2), creo que requerida por este contexto contemporáneo, y que no puede expresarse en ninguna de las formas dominantes de ciudadanía, la liberal o la republicana cívica. Entiendo que estos dos capítulos contribuyen a los debates contemporáneos de la ciudadanía, independientemente de las implicaciones ambientales que puedan tener. El capítulo 3 desarrolla la ciudadanía ecológica como caso particular e interpretación específica de la ciudadanía poscosmopolita, y aprovecho la oportunidad para establecer una distinción entre ciudadanía ambiental y ciudadanía ecológica. Estoy más interesado intelectualmente en la segunda, aunque nos las veo como opuestos políticos. Ambas son claves para progresar hacia una sociedad sostenible. Este libro trata sobre todo de ciudadanía ambiental y ecológica en el contexto de las sociedades llamadas avanzadas, en general democráticasliberales, así que en el capítulo 4 debatiré sobre las dificultades ideológicas de llevar a cabo la ciudadanía ecológica en tales sociedades. La idea con la que lidio aquí es que la «neutralidad en valores» putativa del Estado liberal lo hace inadecuado como promotor de la idea y práctica de la sostenibilidad, tan obviamente dirigida por una «doctrina comprehensiva» acerca de cómo debería vivirse la «vida buena». Evito las dos respuestas estándar a este argumento. La primera es que los Estados liberales no son en realidad neutrales respecto a los valores, así que ¿por qué no pueden adherirse a la concepción sostenible de la no neutralidad? La segunda es que la sostenibilidad no es una cuestión de valores, sino de ciencia, así que los Estados liberales no tendrán ningún problema en adoptar el camino a la sostenibilidad, una vez se haya demostrado científicamente dónde está este camino. Mi alternativa es ofrecer


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una «crítica inmanente» de la neutralidad del Estado liberal y mostrar cómo, por lo menos en el caso de la sostenibilidad, estar a la altura de su declarada neutralidad en valores le empujará a una inmersión de cuerpo entero en valores y a la aprobación (quizás contraintuitiva) de las llamadas versiones «fuertes» de la sostenibilidad. Cualquier debate sobre ciudadanía al final se encuentra con la pregunta acerca de la procedencia de tales ciudadanos, lo que es especialmente cierto en el contexto ecológico, donde parece haber cierta escasez de oferta. En el capítulo 5, abordo únicamente un tipo de respuesta a esta pregunta —la educación ciudadana. Lo que ofrezco es un estudio discursivo del caso de la experiencia inglesa. Esto parece apropiado porque la educación ciudadana acaba de convertirse recientemente en requisito legal (desde agosto de 2002) en las escuelas de educación secundaria (o institutos) en Inglaterra, así que el programa se ha diseñado prácticamente desde cero. Me pregunto si este programa ofrece la posibilidad de enseñar ciudadanía ecológica, tal como la he descrito en el capítulo 3, y si, siguiendo con el capítulo 4, esto se puede hacer de manera efectiva en escuelas públicas en el contexto liberal. Llego a conclusiones optimistas, en términos generales —en este contexto particular, por lo menos— pero con la advertencia de que el Caballo de Troya con el que el gobierno británico ha armado al profesorado tiene que ser ocupado y conducido en la dirección adecuada para que marque alguna diferencia. El gobierno espera que las clases de ciudadanía mejoren la calidad de la democracia —o, por lo menos, que atraigan más gente a la primera base de la democracia representativa: las cabinas electorales. Veo la ciudadanía ecológica como una mejora de las posibilidades de la democracia de llegar a resultados sostenibles. Buena parte de la teoría política verde de los últimos años se ha dedicado a debatir la relación entre democracia y sostenibilidad, en respuesta, en gran medida, a la acusación de que la sostenibilidad implica inevitablemente algún grado de autoritarismo, ya que la gente no hará voluntaria-


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mente los cambios que requiere la sostenibilidad. La gran mayoría de contribuciones a este debate convergen en la «democracia discursiva» como la que ofrece la mejor opción de habilitar procedimientos democráticos con los que obtener resultados sostenibles. Esto se debe a que la democracia discursiva implica no sólo registrar las preferencias de la gente en el proceso de toma de decisiones, sino también la posibilidad de que estas preferencias se revisen como resultado del debate y la discusión. Una vez llamamos la atención sobre el tema ecológico, en otras palabras, la idea es que la gente vea cuán bueno es y que consecuentemente llegue a pensar y actuar de un modo sostenible. En el mejor de los casos, sin embargo, todavía no se ha alcanzado un consenso al respecto. Graham Smith, que ha trabajado más que nadie sobre esto, escribe que «si estamos buscando pruebas decisivas de que la institucionalización de la deliberación llevará a que las democracias liberales se vuelvan “verdes”, y en particular, a la emergencia de una ciudadanía ecológicamente ilustrada, nos decepcionaremos. Las pruebas no son más que sugestivas» (Smith, 2004). A finales de 2000, Europa estaba sacudida por las protestas por el precio del combustible (gasolina para los coches y camiones), y en el Reino Unido el gobierno echó atrás una subida de impuestos debido a los piquetes en las refinerías de petróleo y en general al alto nivel de enfado público. Barry Holden señala que el gobierno no supo defender ambientalmente el caso de los altos precios del combustible y comenta que «esto no significa que hacer de ello un caso ambiental hubiera salvado el día. Pero sí sugiere que podría haberlo hecho, si se hubiera intentado» (Holden, 2002: 76). Fue desde luego extraordinario que un gobierno que había proclamado su compromiso con el medio ambiente durante las elecciones generales no aprovechara esta oportunidad de oro para defender ambientalmente la causa de los altos precios del combustible. Pero el problema, en cualquier caso, es que la introducción del factor ambiental en el debate solamente «podría» haber salvado el día. No tenemos ninguna garantía, por


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supuesto, pero a la democracia se le podría dar un empujoncito hacia la sostenibilidad, admitiendo los temas ambientales de entrada. La gente es la «materia prima» del proceso democrático y lo que piensa y hace supone una diferencia para los resultados del proceso —si no lo creemos así, ¿entonces para qué abogar por procesos democráticos en primera instancia? Mi visión es que los ciudadanos ecológicos harán que las democracias respondan mejor a las demandas de la sostenibilidad que los consumidores a los que se les cobre una libra, un euro, un dólar o 100 yen, para que se les retire una bolsa de basura de más. Una a una, entonces, se dan las señales de la sostenibilidad y yo entiendo que la ciudadanía ecológica es una incorporación clave a la lista.



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El cosmopolitismo y la globalización desempeñan un papel central en mi articulación de la ciudadanía ecológica, pero teniendo en cuenta que son términos muy controvertidos, es importante dejar clara mi manera de entenderlos. Además, dado que creo que los usos más comunes de estos términos son inadecuados para desarrollar una noción de ciudadanía ecológica, no me limitaré a escoger entre las definiciones disponibles, sino que las reconstruiré. Así, en este capítulo propongo una crítica de concepciones particulares, tanto de la globalización como del cosmopolitismo, y muestro cómo mi concepción asimétrica de la primera supone una crítica de las formas «dialógica» y «distributiva» de la segunda. A su vez, esta crítica da lugar al poscosmopolitismo que desarrollo en el capítulo 2, en el contexto explícito de la ciudadanía. La visión de la globalización que creo deberíamos rechazar se expresa en términos de interdependencia e interconectividad de los Estados en el mundo postwestfaliano 1 en globalización. El lenguaje de la interdependencia implica una paridad tosca de causa-efecto mientras los Estados se abren camino en un mundo globalizador, «negociando» para su provecho cuando es posible, en negociaciones sostenidas en el reconocimiento de que ningún Estado puede esperar ais1

Postwestfaliano: posterior a la Paz de Westfalia (1648), que comprende los dos tratados que pusieron fin a la Guerra de los Treinta Años. Con ella se dio inicio a una diplomacia internacional basada en el concepto de soberanía nacional. (Nota del Editor)


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larse de los efectos más o menos recíprocos de otros Estados. Algunos objetarán que «interdependencia» no implica en absoluto una paridad tosca y que simplemente denota relación. Estoy dispuesto a conceder que la relación entre amo y esclavo, por ejemplo, puede ser descrita como una relación de «interdependencia», pero espero que, a su vez, se me conceda que esta descripción obvia completamente la característica que mejor nos permite entender la naturaleza de esta relación: su desigualdad.

GLOBALIZACIÓN E «INTERCONECTIVIDAD»

En una de sus más recientes articulaciones sobre la globalización, David Held sostiene que ésta posee cuatro características: Primero, implica una extensión de las actividades sociales, políticas y económicas a través de fronteras políticas, regiones y continentes (…). Segundo, la globalización está marcada por una creciente magnitud de redes y flujos de comercio, inversión, finanzas, cultura y demás. Tercero, la globalización puede ser vinculada a la aceleración de las interacciones y procesos globales, ya que la evolución de un sistema mundial de transporte y comunicación aumenta la velocidad de la difusión de ideas, bienes, información, capital y personas. Y, cuarto, implica el impacto creciente de las interacciones y procesos globales de forma que los efectos de acontecimientos distantes pueden ser altamente significativos e incluso los desarrollos más locales pueden llegar a tener consecuencias globales enormes. En este sentido particular, los límites entre lo doméstico y lo global se desdibujan. En resumen, podemos pensar en la globalización como ensanchamiento, intensificación, aceleración e impacto creciente de la interconectividad mundial. (Held, 2002: 60-1)

Permítanme destacar que este breve párrafo no refleja todo lo que Held ha escrito sobre la globalización y que, por tanto,


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lo que sigue debería tomarse en referencia al animus que informa su descripción y no como una crítica a Held in toto. Creo, sin embargo, que el lenguaje utilizado aquí es a menudo utilizado en las descripciones de la globalización y que vale la pena dedicarle cierta atención, ya que capta, representa y, sobre todo, reproduce de un modo preciso el criterio de «interdependencia» de la globalización que actualmente domina el debate político. Tomemos tres de las características que identifica Held, una a una. En primer lugar, Held se refiere a una extensión de actividades a través de formas de espacios políticos, sociales e incluso geográficos que anteriormente pensábamos quizá constituían límites para dichas actividades. Dejando a un lado la objeción de que este estiramiento ha supuesto una constante de la historia social y económica, especialmente en tiempos de imperio, este lenguaje nos evoca la expansión de un globo cuya superficie se estira con la misma proporción simultáneamente en todas sus partes. Volveré a los inconvenientes de este modo de expresar esta característica de la globalización una vez hayamos considerado la alternativa. En segundo lugar, Held habla de «una creciente magnitud de redes y flujos de comercio, inversión, finanzas, cultura y demás». Una vez más, el lenguaje de «redes» y «flujos» expresa un imaginario político bastante específico en el que los actores políticos de todo tipo (y no se establece distinción alguna entre ellos) son nodos en un enrejado interconector en el que bienes, dinero y personas «fluyen» de modos y en direcciones determinadas por el «estiramiento» esbozado como primera característica. En breve regresaré a las redes y flujos. En tercer lugar, Held se refiere al modo en que la globalización implica un colapso del espacio, que provoca que los acontecimientos que distan del observador puedan tener un impacto significativo, aparentemente desproporcionado en relación con la distancia a la que ha sucedido. Los límites entre lo «doméstico» y lo «global» se «desdibujan», y


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todo ello (me refiero a este colapso y a las otras dos características que Held comenta) se expresa en el tropo que domina esta particular organización de la globalización: la interconectividad mundial.

UNA CRÍTICA A LA «INTERCONECTIVIDAD»

Lo que le falta a esta descripción de la globalización es la asimetría que opera en ella. «Las comunidades políticas», escribe Held, «están atrapadas y arraigadas en estructuras complejas de fuerzas, procesos y movimientos superpuestos» (2002: 61). Es fácil exagerar la complejidad y es especialmente fácil exagerar la superposición. Comparemos la visión de Held con la de la ambientalista india Vandana Shiva: Lo «global» en el discurso dominante es el espacio político en que un local particular dominante persigue el control global, y se libera de las restricciones locales, nacionales e internacionales. Lo global no representa el interés humano universal, representa un interés local particular y provinciano que ha sido globalizado en el ámbito a su alcance. Los siete países más poderosos, el G-7, dictan los asuntos globales, pero el interés que les guía sigue siendo estrecho, local y provinciano. (Shiva, 1998: 233)

Como recordaremos, Held habla de la dilución de los límites entre los asuntos domésticos y globales. La posición de Shiva es que no todos los afectados por esta dilución la experimentan del mismo modo. Held nos dice que «los efectos de acontecimientos distantes pueden ser altamente significativos, e incluso los desarrollos más locales pueden acabar teniendo enormes consecuencias globales». La corrección crucial de Shiva es que únicamente los «desarrollos locales» de países y de otras agencias con potencial globalizador tienen consecuencias globales. Como ella dice:


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La noción de lo «global» facilita esta visión sesgada de un futuro común. La construcción del medio ambiente global estrecha las opciones del Sur mientras que aumenta las del Norte. A través de su alcance global, el Norte existe en el Sur, pero el Sur existe sólo en sí mismo, ya que no tiene alcance global. Así, el Sur sólo puede existir localmente, mientras que sólo el Norte existe globalmente. (Shiva, 1998: 233)

Según esta lectura, la globalización es un proceso asimétrico cuyos frutos no sólo se reparten de manera desigual sino que, además, la misma posibilidad de «ser global» está desequilibrada. No es que la postura de Held sea incompatible con el matiz de Shiva, pero empezar con la asimetría más que añadirla sobre la marcha supone una diferencia considerable con las prescripciones políticas que se derivan de esta descripción. Esto debería ir quedando claro durante el desarrollo de este capítulo, pero permítanme detallar un poco más el efecto de la postura de Shiva en Held. En primer lugar, la metáfora de la «extensión» no consigue captar el modo en que las actividades sociales, políticas y económicas a las que se refiere atraviesan los límites en una única dirección. Es ahora más cierto que nunca que «si América estornuda el resto del mundo se resfría», pero Bangladesh puede contraer una neumonía viral sin que esto suponga ninguna diferencia para Estados Unidos. El Sur, como afirma Shiva, puede existir sólo localmente, y la dirección de la globalización es, generalmente, desde el poderoso al impotente. En segundo lugar, describir el movimiento de «comercio, inversión, finanzas y cultura», en términos de «redes» y «flujos», como hace Held, es definirlo de un modo tan equívoco como lo es describir la relación entre señor y esclavo como de «interdependiente». Como ejemplo del modo en que los términos globales de negociación están desvirtuados, consideremos el modo en que opera la Organización Mun-


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dial del Comercio (OMC). La OMC niega esta desvirtuación, alegando que las decisiones de la organización se toman por consenso. Según la OMC, este sistema es mucho más equitativo que un simple sistema de votación por mayoría, ya que incluso el más pequeño y menos poderoso de los participantes en las negociaciones se puede oponer a un acuerdo utilizando lo que es efectivamente el poder de veto. La realidad, sin embargo, es algo diferente: la toma de decisiones por consenso solamente funciona como sugiere la OMC cuando todos los participantes son igualmente poderosos. Como la propia OMC reconoce, no obstante, «no todos los países tienen el mismo poder de negociación». En los casos en los que los gobiernos se niegan a cooperar, la OMC continúa diciendo, sombríamente, que «a los países reacios se les persuade ofreciéndoles algo a cambio». La pregunta clave aquí es: en un mundo de globalización asimétrica, ¿qué se les puede ofrecer a los países que ya tienen la mayor parte de lo que desean? ¿Qué se le puede ofrecer, por ejemplo, al presidente de Estados Unidos si se niega a entenderse con todos los demás? La respuesta es, en efecto, nada. Los países más poderosos no tienen que pensar en términos de negociación o asociación. En resumen, describir la OMC como si fuera un «nodo» en una «red» de flujos multilaterales de «comercio, inversión y finanzas» es hablar de la globalización en términos de características que desearíamos que tuviera más que de las que realmente tiene. Para Held, una tercera característica de la globalización es «el aumento de la velocidad de la difusión de ideas, bienes, información, capital y personas». Held obvia aquí que la mayor parte de esta difusión es unidireccional —hasta tal punto que «difusión», en su sentido multidireccional, es una palabra errónea para describir el fenómeno. Tomemos por ejemplo el movimiento de personas. Para algunos, el espacio parece casi haber sido borrado del todo, ya que los medios para atravesarlo (física y virtualmente) cada vez son más rápidos y están más «a mano». Para otros, el espacio —denso, mate-


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rial, resistente— es lo que los encierra. Los primeros «difunden» y los segundos sólo lo «discuten» —y a menudo ni siquiera eso. La postura de Zygmunt Bauman sobre la cuestión de las personas bajo los efectos de la globalización seguramente sea más veraz que la de Held: Como toda otra sociedad conocida, la sociedad posmoderna de consumo es una sociedad estratificada. Pero es posible distinguir un tipo de sociedad de otro por la escala de estratificación de sus miembros. La escala a lo largo de la cual los «de arriba» y los «de abajo» son trazados en una sociedad de consumidores es su grado de movilidad, su libertad para elegir dónde estar. (Bauman, 1998: 86)

En la globalización según Bauman hay un primer y un segundo mundos, cuyos habitantes se distinguen por su capacidad para atravesar el espacio cómo y cuándo deseen: Para los habitantes del primer mundo —el mundo cada vez más cosmopolita y extraterritorial de los hombres de negocios globales, los administradores de la cultura global o los académicos globales, las fronteras estatales se rebajan, así como se desmantelan para las mercancías, capital y finanzas globales. Para el habitante del segundo mundo, los muros construidos de controles migratorios, leyes de residencia y políticas de «calles limpias» y «tolerancia cero», se han hecho mayores; los fosos que les separaban de los lugares de deseo y soñada redención se han hecho más profundos, mientras que todos los puentes, al primer intento de cruzarlos, resultan ser levadizos. Los primeros viajan a voluntad, se divierten en el viaje (particularmente si es en primera clase o en avión privado), son engatusados o engañados a viajar, y recibidos con sonrisas y con los brazos abiertos. Los segundos viajan subrepticia, a menudo ilegalmente, a veces pagan más por la tercera clase de un barco innavegable hediondo y atestado que aquellos por sus lujos dorados en primera clase —y recibidos de ceño fruncido, y, si tienen mala suerte, arrestados e inmediatamente deportados, cuando llegan. (Bauman, 1998: 89)


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Esta no es la «difusión» de «ideas, bienes, información, capital y personas», sino su transfusión, mayormente unidireccional. Incluso el fenómeno ocasional que pareciera estar moviéndose en dirección opuesta, acaba siendo expresado en los términos del espacio político y cultural del primer mundo de Bauman —piensen en el caso de Bollywood, por ejemplo. Son tan profundos los fosos y tan altos los muros que separan a quienes se mueven de los que se quedan, y estamos tan acostumbrados a estas firmes barreras, que nos quedamos estupefactos cuando son transgredidas. Ésta es una de las verdades más duraderas del ataque a las Torres Gemelas en Nueva York en septiembre de 2001, captada en los versos finales del poema La Convergencia del Twain, escrito por el Poeta del Milenio Simon Armitage. VI En retrospectiva ahora rastreamos la estela de vapor de cada ruta de vuelo arqueándose a través de la mañana, como un pensamiento curvado. VII Y en retrospectiva medimos el extraño panorama de un avión de pasajeros doblegando un edificio de oficinas. VIII Pero mucho antes de ese amanecer, con esas torres destacando en valor y en nombre en toda su altura, un opuesto se estaba formando. IX Una fuerza todavía lejana en años y millas, aun así avanzando de cabeza, abocada a una colisión.


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X Y entonces el tiempo y el espacio se contrajeron, de tal manera que cualquier distancia que mantenía a esos dos mundos separados se diluyó en un instante. XI Durante el cual, las cámaras encuadraron momentos de gracia antes del furioso contacto donde la tierra y el cielo se fundieron.

(Armitage, 2002, Faber and Faber Ltd.)

La contracción del tiempo y del espacio anotada en la estrofa X resulta bastante familiar para el primer mundo; es el azote dramático sobre este primer mundo, lo que a día de hoy supone una experiencia única. Este hecho supuso un incumplimiento solapado de la primera ley de la globalización: el desplazamiento sólo se permite de manera unidireccional. Como recordaremos, la característica final de la globalización según Held incluye la fascinante idea de que «el impacto creciente de las interacciones y procesos globales» significa que «los efectos de acontecimientos distantes pueden ser altamente significativos e incluso los desarrollos más locales pueden llegar a tener consecuencias globales enormes». Ya he destacado la respuesta de Shiva a este razonamiento, y me parece que es la correcta. Su respuesta es que, mientras algunos países pueden ser locales y globales, la mayoría pueden ser solamente locales: «a través de su alcance global, el Norte existe en el Sur, pero el Sur existe solamente en sí mismo, ya que no tiene alcance global. Así, el Sur sólo puede existir localmente, mientras que sólo el Norte existe globalmente» (Shiva, 1998: 233). Bauman nos ofrece un sonoro eco de esta idea. Junto a las emergentes dimensiones planetarias de negocios, finanzas, comercio y flujo de información, un proceso «localizador», fijador de espacio, está en marcha. Estos dos procesos estrechamente interconectados establecen una división profunda, entre ellos, de las condiciones existenciales de poblaciones ente-


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ras y de diversos segmentos de cada una de ellas. Lo que para algunos aparece como globalización, significa localización para otros; señal de una nueva libertad para algunos, sobre muchos otros cae como un destino inesperado y cruel (…), los efectos de esa nueva condición son radicalmente desiguales. Algunos de nosotros nos hacemos total y verdaderamente «globales»; otros son fijados en su «localidad» —una tesitura ni agradable ni soportable en el mundo en que los «globales» marcan el ritmo y dictan las reglas del juego de la vida. (Bauman, 1998: 2)

Siendo así, las políticas ambientales son un ejemplo excelente —especialmente en lo que respecta al calentamiento global— de la naturaleza de la globalización asimétrica. Pensemos por un momento en la estructura ideal de un medio o un fenómeno a través del cual «se puede convertir lenguaje local en gramática global». Tiene que existir una «versión» local de ella, por supuesto, pero de un modo igualmente evidente, esta versión local tiene que poder ser traducida a efectos globales. En otras palabras, tiene que ser «globalizable». Mejor aún, representar localmente la versión local debería tener efectos globales inmediatos y constantes, de tal forma que cada representación de la versión local es siempre simultáneamente (o es «siempre ya», en jerga postmoderna) un acto de globalización. ¿Es posible la existencia de un medio o fenómeno que esté a la altura de parámetros tan exigentes? Desde luego que sí: el medio ambiente es el medio, y el calentamiento global el fenómeno. Me explico. En noviembre de 2001 una fase clave del Protocolo de Kyoto sobre cambio climático se negoció en Marrakech. Actualmente es sabido que el objetivo del Protocolo era y es limitar la emisión de los seis gases más claramente responsables del calentamiento global. El resultado de las negociaciones en Marrakech ni se acercó a satisfacer las reivindicaciones del movimiento ambientalista —ni tampoco las del Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Cli-


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mático, que recomienda, para el 2012, haber recortado en un 60% las emisiones de gases de efecto invernadero con respecto a las de 1990. El Protocolo de Kyoto, incluso si se cumple a rajatabla, solamente supondría una reducción del 5.2%, retrasando el calentamiento que tendría lugar en 2094 al 2100 —una tregua de sólo seis años. A pesar de la naturaleza relativamente frágil del acuerdo, de los treinta y nueve países que comenzaron el largo viaje desde Kyoto en 1997, sólo treinta y ocho llegaron a Marrakech en 2001. El país que abandonó fue Estados Unidos. A pesar de que Estados Unidos, con sólo un 5% de la población mundial, produce un cuarto de los gases de efecto invernadero del mundo, once veces más por cabeza que la población de China, veinte veces más que la de India, y trescientas veces más que la de Mozambique —a pesar de todo esto Estados Unidos alega que el protocolo de Kyoto es «injusto», ya que exime a los países en vías de desarrollo y perjudica los mejores intereses económicos de Estados Unidos. Se suele sostener que, retirándose del protocolo de Kyoto, la administración Bush simplemente estaba devolviendo favores acumulados durante su primera campaña para las elecciones presidenciales, a la cual varias compañías de petróleo, carbón, gas y demás empresas de servicios públicos contribuyeron con cincuenta millones de dólares. Estos contactos y favores están seguramente relacionados con la retirada de Estados Unidos de las negociaciones del protocolo de Kyoto, pero también representan un modo de vida. Un modo de vida que es imposible perseguir sin estar «siempre» 2 afectando a personas en otras partes del planeta. Al explicar su rechazo al protocolo de Kyoto, George W. Bush dijo que «una población creciente requiere más energía para calentar y refrescar nuestras casas, más gasolina para conducir nuestros coches» (Bush, 2001). Bush querría presentar esto como una constatación de hechos, pero se parece más al anuncio de un modo 2

«always already».


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de vida. «Calentar nuestras casas» (antes que ponerse algo más de ropa), «refrescar nuestras casas» (antes que abrir una ventana); «más gasolina» (antes que reducir el consumo de combustible) «para conducir nuestros coches» (antes que desplazarse menos, o de otra manera). A su vez, este anuncio local tiene efectos globales inmediatos en su contribución al calentamiento global. No es mi intención demonizar Estados Unidos con estas observaciones. Es más un ejemplo del modo en que opera la globalización asimétrica, y el proceso se repite a diario en números incalculables y manifestaciones menos espectaculares por todos y cada uno de los agentes con capacidad globalizadora. En resumen, mientras entendamos la globalización mediante términos atractivos e indiferenciados como son redes, procesos e interdependencias, no seremos capaces de poner en el centro de nuestra concepción del fenómeno sus aspectos divisivo, estratificador y desigual. El hecho clave a tener presente aquí es que «hay polarización en la distribución de la riqueza a nivel global, evolución diferencial de la desigualdad de renta dentro de cada país, y un crecimiento sustancial de la pobreza y de la miseria en el mundo en general, y en muchos países, tanto desarrollados como en desarrollo» (Castells, 2001: 352). Con mayor detalle: En un enfoque global, ha habido, durante las tres últimas décadas, creciente desigualdad y polarización en la distribución de la riqueza. De acuerdo con el Informe de Desarrollo Humano del PNUD de 1996, en 1993 sólo cinco billones de dólares de los 23 del PIB global fueron de países en desarrollo aún cuando suman casi el 80% de la población total. El 20% más pobre de las personas del mundo ha visto reducirse su parte de la renta global del 2.3% al 1.4% durante los últimos treinta años. Mientras tanto, la parte del 20% más rico ha ascendido del 70 al 85%. Esto ha duplicado la ratio de la parte de los ricos sobre los pobres —de 30:1 a 61:1. (Castells, 2001: 351)


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Estos detalles son suficientes para mostrar por qué el lenguaje de «compartir y negociar» que utiliza Held para describir la globalización —«el poder político es compartido y negociado entre diversas fuerzas y agentes a muchos niveles, desde el local al global» (Held 2002: 62)— es inadecuado para tal tarea. Permítanme destacar otra vez que no tengo motivos para pensar que Held pondría en entredicho los datos de Castells; más razón tiene, entonces, cuestionar la disonancia cognitiva entre las asimetrías y las desigualdades que los datos ponen de manifiesto y la propia glosa de Held sobre las dinámicas que operan en la globalización con las que hemos abierto este capítulo. En este contexto es desafortunado para Held, aunque síntoma de las insuficiencias de su glosa sobre la globalización, el hecho de que eligiera las negociaciones de Kyoto como ejemplo de una «acción coordinada multilateral» que él considera como un aspecto sintomático y loable del proceso de globalización (Held, 2002: 62). Sabemos ahora que la decisión unilateral de Estados Unidos de retirarse del acuerdo de Kyoto sobre emisiones de gases de efecto invernadero es mucho más significativa para el clima mundial que las negociaciones multilaterales que llevaron en primera instancia al acuerdo. En este sentido, la globalización es una oportunidad a aprovechar por aquellos que estén dispuestos o sean capaces de convertir prácticas locales en marcos globales. Se objetará, como he sugerido, que la visión de «interconectividad» o «interdependencia» de la globalización es perfectamente compatible con una concepción asimétrica del sistema global. Según esta lectura, la interconectividad denota solamente el modo en que lo «internacional» está siendo sustituido por lo «global» y que, una vez ya hemos establecido esta idea, las diferencias de poder entre los distintos actores entran en el juego descriptivo y las asimetrías relevantes salen a la luz. Esta visión supone un contraste para la descripción totalmente ingenua del proceso de globalización que empieza y termina en una noción de interdependencia en la que el poder está más o menos completamente ausente. Por supuesto, David


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Held no suscribe esta ingenuidad. Pero mantengo que sigue existiendo diferencia entre una postura en la que el poder «es añadido» posteriormente y una en la que el poder es constitutivo de la descripción. Pienso que sería muy difícil encontrar un párrafo sobre la globalización en los textos de Shiva o Bauman como el que he utilizado para abrir la sección de «Globalización» o de «Interconectividad». Y éste es un aspecto que marca la diferencia, porque considerar que la globalización es constitutivamente asimétrica deja más claras la naturaleza y la dirección de las obligaciones políticas que conlleva. Para el cosmopolitismo basado en la concepción de la globalización como interconectividad, la primera virtud es a menudo «diálogo igual y abierto». Desde una perspectiva materialista asimétrica, es «más justicia». De nuevo, en descripciones de la interdependencia de la globalización abunda el lenguaje de la reciprocidad, y sin embargo, la visión de Shiva según la cual algunos Estados y agentes son globalizadores, mientras que otros son globalizados, da a entender que los primeros cargan con un mayor número de obligaciones que los segundos. Diré más de esto hacia el final de este capítulo, y mucho más en el siguiente. La globalización puede presentarse, por supuesto, como una oportunidad para resistirse a las asimetrías que están presentes en sus manifestaciones existentes. La forma de resistencia que quiero discutir aquí lleva el nombre de «cosmopolitismo». Soy consciente de que «cosmopolitismo» es un término complejo y controvertido (e.g. Cheah y Robbins, 1998; Linklater, 1998a; Jones, 1999; Breckenridge y otros, 2002) y tampoco pretendo hacer un informe exhaustivo. Me referiré a dos tipos de cosmopolitismo a los que llamo respectivamente cosmopolitismo «dialógico» y cosmopolitismo «distributivo». Tengo más afinidad con las intenciones del segundo, ya que su atención se centra firmemente en la justicia tanto como en el diálogo, lo que es crucial para desarrollar una noción de ciudadanía sólida, más allá del Estado. Su desventaja, no obstante, es que, al estipular principios para la redistribución, se olvida de que también necesitamos motivos para


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la acción, y no creo que su explicación «diluida» de los lazos que unen —y que comparte con el cosmopolitismo dialógico— constituyan razones políticamente convincentes. Esto adquiere una importancia especial si pretendemos desarrollar una noción de ciudadanía más allá del Estado orientada hacia la acción como pretendo aquí. Por ello esbozo la teoría de la obligación que yace en el corazón de lo que yo llamo poscosmopolitismo, basándola tanto en el cosmopolitismo distributivo como en la concepción asimétrica de la globalización que he desarrollado hasta ahora.

UNA CRÍTICA DEL COSMOPOLITISMO DIALÓGICO: MENOS DIÁLOGO, MÁS JUSTICIA

Para Held, «el cosmopolitismo actual (…) parece ofrecer una explicación convincente de la concepción clásica de la pertenencia a una comunidad humana por encima de todo, y la concepción kantiana de someter todas las creencias, relaciones y prácticas a la prueba de si permiten o no la interacción abierta, el acuerdo libre de coerción y el juicio imparcial» (Held, 2002: 64). Mi objeción más general a este tipo de cosmopolitismo toma la forma del siguiente juicio: no empecemos por aquí. Igual que la globalización de la interdependencia comienza con premisas descriptivas equivocadas, este cosmopolitismo se centra en la forma equivocada de comunidad («la comunidad humana»), el modus operandi equivocado («imparcialidad») y el objetivo político equivocado (más diálogo y democracia). En su lugar deberíamos estar fijándonos en comunidades específicas de obligación —o «espacios de obligación»— producidas por actos de «globalización» (por ejemplo, acciones locales con consecuencias globales); deberíamos reconocer que éstas son, ante todo, comunidades de injusticia y, sólo luego, de diálogo forzado; que, en consecuencia, el remedio es más justicia tanto como más democracia; y que esta parcialidad es crucial para hacer justicia efectiva. A continuación intentaré desarrollar estas ideas.


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Permítanme empezar con la naturaleza de la comunidad política del cosmopolitismo dialógico. Andrew Linklater, exponente claro de la promesa de este tipo de cosmopolitismo, dice que está interesado en «los vínculos sociales que unen y separan, asocian y disocian» (Linklater, 1998a: 2). Señala que «con el ascenso del Estado-nación se seleccionó una identidad y se hizo central para la vida política moderna. La identidad nacional compartida se consideró como un vínculo social crucial que une a los ciudadanos en una comunidad política ideal» (Linklater, 1998a: 179), y quiere resistir al aparentemente ineludible vínculo entre «comunidad política» y Estado. Así, «el respeto por los intereses del forastero puede sufrir altibajos según la época: de ahí la importancia de una ética cosmopolita que cuestione la trascendencia moral de los límites nacionales» (Linklater, 1998a: 2). Notemos, de paso, el trance de «político» a «moral», ya que esto será importante más adelante (es este error del cosmopolitismo, creo, lo que confunde la comunidad moral con la política), pero por lo demás compartamos la determinación de Linklater a encontrar comunidades políticas más allá del Estado. Linklater nos ofrece dos tipos de vínculo social más allá del Estado. El primer tipo de adhesión que podría mantener a las personas unidas sería el «compromiso por el diálogo abierto»: «el vínculo que une [a los miembros de una sociedad] le puede deber tanto al compromiso ético por el diálogo abierto como a un sentido de apegos primordiales» (Linklater, 1998a: 7). La tarea política del cosmopolita es «crear marcos institucionales que ensanchen los límites de la comunidad dialógica» (Linklater, 1998a: 7). La crítica más común a este tipo de afirmación es que requiere, en demasía, suspender nuestra incredulidad; que el «compromiso por el diálogo abierto» es un candidato desesperadamente débil como adherente social, en comparación con los «apegos primordiales» de la familia, la historia y la cultura. Pero mi crítica tiene otra forma, tiene forma de pregunta: ¿qué nos dirá el «diálogo abierto» que no sepamos ya? El apoyo que da el cosmopolitismo dialó-


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gico al diálogo abierto y ausente de coerción está claramente dirigido a escuchar lo que Linklater y otros llaman «voces subalternas» —las voces de los desposeídos, los marginados, los excluidos. La llamada cosmopolita a más diálogo es tan central en su programa que se podría llegar a pensar que los desposeídos, los marginados y los excluidos vivieran en silencio total. Pero no. Sabemos, por lo menos, que son desposeídos, marginados y excluidos (a nuestro modo de ver, en cualquier caso), porque si no, no los denominaríamos así. Y disponemos de gran número de ejemplos a mano. Sabemos, por ejemplo, que dos islas que formaban parte de la nación del Pacífico de Kiribati han desaparecido (Environmental News Network, 1999) al subir el nivel del mar, y sabemos con un alto grado de certeza que una parte de esta subida se debe al calentamiento global. También sabemos que la «Alianza de Pequeños Estados Insulares» se creó para dar voz, entre otras cosas, a las preocupaciones de estos Estados respecto a los efectos que tiene el calentamiento global sobre casi cuarenta Estados insulares amenazados. El diálogo en el que están ocupados (por ejemplo, sus apariciones ante la Asamblea General de la ONU) no será tan «libre y ausente de coerción» como los cosmopolitas dialógicos desearían, pero ha sido lo suficientemente libre y ausente de coerción como para que estas pequeñas islas-Estado hayan podido contarnos que, en lo que respecta a mitigar los efectos del calentamiento global, creen que las iniciativas deberían guiarse por el principio de «responsabilidad común pero diferenciada». Este principio se basa en el reconocimiento de que algunos países contribuyen más al calentamiento global que otros, y que, en consecuencia, deberían cargar con una mayor responsabilidad a la hora de hacer algo al respecto. Esto supone un claro contrapunto a la posición de George W. Bush cuando dice que la responsabilidad es de todos: «Este es un reto que requiere el 100% de esfuerzo; nuestro y del resto del mundo» (Bush, 2001). La postura de las pequeñas islas-Estado sobre el modelo de obligaciones apropiado en el contexto del calentamiento


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global es un buen ejemplo de la naturaleza no recíproca de la obligación que creo implica un mundo asimétricamente globalizado. Sería por lo menos raro pretender que los habitantes de los Pequeños Estados Insulares (exceptuando los pocos que hacen una contribución neta al calentamiento global) tienen obligaciones relacionadas con el CO2, respecto a mí, por ejemplo. Aún así, la «reciprocidad compartida» de Bush fluye, sin fisuras, obviamente, desde la concepción de la globalización como interdependencia. En resumen, es difícil ver qué más nos dirá el diálogo más allá de estas posturas bastante claras y ya contrastadas. El foco del cosmopolitismo en el diálogo lleva a Linklater a sugerir que «una sociedad justa es una que «reconoce y permite a todos los participantes tener voz, narrar desde su propia perspectiva» (Linklater, 1998a: 96). Pero los Pequeños Estados Insulares ya no quieren hablar más. Lo que quieren es que aquellos que contribuyen al calentamiento global reduzcan su impacto en el medio ambiente global. La sensación de que la estrategia a seguir es apañarnos con lo que ya tenemos, en cuanto a posiciones discursivas se refiere, está implícita en el propio reconocimiento del cosmopolitismo dialógico de que obtener toda la información potencial es imposible en cualquier caso: «destacar la voz del “otro” subraya la dificultad (y finalmente la imposibilidad) de entrar en puras relaciones dialógicas en las que sólo la fuerza del mejor argumento prevalece. Las comunidades dialógicas nunca pueden estar completamente seguras de que se hayan eliminado todas las barreras para un discurso abierto» (Linklater, 1998a: 99). Y, aún así, el foco normativo y cosmopolita en el diálogo es tan determinante que, como esos muñecos tentetiesos que nunca se tumban, siempre vuelve a su posición inicial. Así Linklater dice: «si las sociedades fueran mayoritariamente autocontenidas e incapaces de perjudicarse entre ellas, entonces los límites de las comunidades morales podrían converger con los límites de las comunidades políticas reales, pero la realidad es bastante diferente y las socieda-


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des están inevitablemente abocadas a complejos diálogos sobre los principios de la coexistencia internacional» (Linklater, 1998a: 85). El salto desde «perjuicio» hacia «diálogo» es significativo. ¿Porqué no es un salto hacia la justicia redistributiva o restaurativa? Otra vez se evidencia en la presentación del cosmopolitismo de Linklater algo de mi propia postura, en lo que sigue: «el deber primario de proteger al vulnerable descansa en la fuente del perjuicio transnacional y no en los gobiernos nacionales de las víctimas» (Linklater, 1998a: 84). Esta formulación reconoce certeramente la asimetría de la globalización y la naturaleza no recíproca de los deberes que comporta. Esto no significa exactamente que «más diálogo» sea incompatible con liberarse de este deber de «protección». Mi objeción, simplemente, es que más diálogo no es ni mucho menos la respuesta más obvia a la pregunta de cómo liberarse de este deber. Si está habiendo perjuicio, entonces el primer requisito es más justicia, y no más diálogo. Así que, si sabemos que hay y ha habido perjuicio, la «comunidad de comunicación universal» del cosmopolitismo es, en el mejor de los casos, demasiado, y, en el peor, una indulgencia. Quizá se ha pasado demasiado tiempo escuchando a los críticos del «proyecto universalizador de la Ilustración» (Linklater, 1998a: 103) y no el suficiente a los pueblos del Pacífico cuyos hogares están desapareciendo. He mencionado anteriormente que la «comunidad dialógica» es sólo uno de los dos tipos de vínculo social captados por el cosmopolitismo dialógico. El otro es la pertenencia a la «comunidad humana» que da lugar a ciertos deberes: «hay ciertos deberes que los miembros de estos Estados tienen con respecto a los demás en virtud de su humanidad» (Linklater, 1998a: 78). A este deber se le da un nombre específico: «las nociones de ciudadanía mundial a menudo hacen referencia a la compasión por el resto de la humanidad» (Linklater, 1998a: 179, énfasis añadido). En este contexto Linklater se muestra de acuerdo con la idea de Michael Walzer de


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que tenemos obligaciones del tipo «Buen Samaritano» para con desconocidos no nacionales: «Walzer sostiene que los participantes en el proceso de toma de decisiones deberían prestar atención al principio moral del “Buen Samaritanismo”, que se extiende más allá de los límites nacionales» (Linklater, 1998a: 80). Presumiblemente, Linklater se apunta a Walzer de este modo debido a la conocida desconfianza de éste respecto a la idea de obligación internacional. Así que, incluso si Walzer admite la existencia de tal obligación, entonces quizá no sea tan descabellado después de todo el plan de extenderla que tiene el cosmopolitismo. Pero esta victoria se ha conseguido a un precio: específicamente, a costa de confundir las obligaciones morales con las políticas. A su vez, esto debilita el «vínculo» de las obligaciones internacionales y le pone más difícil al cosmopolitismo hablar de sí mismo como un proyecto de ciudadanía, que es lo que quiere hacer (cf. Linklater, 1998a: 179, más arriba). Permítanme retomar estos dos puntos, y ya volveré al segundo en el capítulo 2. Para empezar, que el Buen Samaritano ayudara al hombre herido en el camino fue un acto de caridad. Jesús lo describe significativamente como «proísmo» (Lucas 10: 36). La caridad es una base notoriamente débil para la obligación —se retira fácilmente («lo siento mucho, esta mañana no llevo suelto»)— y su estructura de donación cimenta y reproduce la vulnerabilidad del receptor. Contrastemos esto con la justicia. El hecho real de la compensación, o de evitar perjuicios justiciables, puede ser interrumpido, por supuesto, pero la obligación de hacer justicia persiste. Del mismo modo, las relaciones de justicia son relaciones entre iguales putativos. En ambos sentidos, la justicia es preferible a la caridad, pero la caridad es todo lo que esta forma de cosmopolitismo nos podrá ofrecer, siempre y cuando la pertenencia a la «comunidad humana» (para con la cual solamente podemos tener obligaciones supererogatorias, samaritanas) siga siendo el origen del vínculo social.


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En segundo lugar, si la ciudadanía tiene que tener algún significado, entonces la condición de ciudadano debe distinguirse de la de ser humano. En otras palabras, tiene que haber diferencia entre la comunidad de ciudadanos y la comunidad de la humanidad. El cosmopolitismo de Linklater omite, efectivamente, estas dos comunidades, al considerar que la fuente de obligación samaritana es común a ambas. Quiero sostener que, mientras este tipo de obligaciones es apropiado para relaciones entre seres humanos qua seres humanos, no se puede predicar apropiadamente para relaciones entre ciudadanos. Desafortunadamente, la obligación samaritana es presentada por Linklater como la única alternativa transnacional aparente a otros tipos de obligaciones: «Inevitablemente, un sentido de obligación humanitaria tiene que mantenerse para la nacionalidad compartida o interés común en el caso de la ciudadanía del mundo» (Linklater, 1998a: 201), y «en circunstancias en las que las culturas son radicalmente diferentes, el compromiso de ayudar al vulnerable recae en nada más que un sentido de común humanidad» (Linklater, 1998a: 87, énfasis añadido). Pero uno de los principios propios del cosmopolitismo ofrece otra opción, una opción que a la vez que presenta la posibilidad de tipos de obligación más vinculantes y menos paternalistas, permite trazar una distinción entre «ciudadanía» y «ser humano». Linklater dice que «el impulso principal para una responsabilidad moral global surge en el contexto del creciente perjuicio transnacional» (Linklater, 1998a: 105). La relación entre los autores y las víctimas del perjuicio es completamente diferente a la del Buen Samaritano y el pobre desgraciado en el camino. El Buen Samaritano no era directa ni indirectamente responsable de la suerte del hombre herido. Aún así, en la formulación citada anteriormente, Linklater apunta a relaciones de perjuicio real. La obligación de compensar por el perjuicio o de actuar para evitarlo no es una obligación de caridad a resolver mediante el ejercicio de la compasión, sino mediante el de la justicia. La justicia, como


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he señalado, es una fuente y forma de obligación más vinculante y menos paternalista que la caridad, y su naturaleza política nos lleva del ámbito de la «común humanidad» al de la ciudadanía. Esta obligación de hacer justicia es una obligación política más que una obligación moral general y es, en consecuencia, más apropiadamente predicada para el «ser ciudadano» que para el «ser humano».

COSMOPOLITISMO DISTRIBUTIVO Y MÁS ALLÁ

Al considerar la justicia como la principal preocupación cosmopolita, lo que llamo cosmopolitismo distributivo se acerca más a la visión poscosmopolita que deseo articular. En una reseña de las teorías y principios de la justicia distributiva internacional, Simon Caney describe lo que considera la «principal reivindicación del cosmopolitismo» como sigue: «dadas las razones que proponemos para defender la distribución de recursos y dadas nuestras convicciones sobre la irrelevancia de la identidad cultural de las personas para sus derechos, se sigue que el ámbito de la justicia debiera ser global» (Caney, 2001: 977). No me propongo defender aquí esta postura (aunque para un resumen útil de esta propuesta y sus réplicas, véase el resto de Caney, 2001); simplemente recojo aquí el hecho de que forma una parte del cuadro poscosmopolita, sin llegar a completarlo. Lo mismo se puede decir de cualquier número de caracterizaciones similares, como la de Charles Jones: «La idea fundamental es que a cada persona afectada por una disposición institucional se le debería dar la misma consideración» ( Jones, 1999: 15). He dicho antes que el cosmopolitismo distributivo nos ofrece principios defendibles para la redistribución, pero razones inadecuadas para la acción. En forma de pregunta, habiendo extendido el ámbito de la justicia más allá del Estado, ¿cuán persuasivas son estas razones del cosmopolitismo para hacer realmente justicia? El origen de la obligación en el cosmopolitismo distributivo es una teoría de


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la «personalidad moral» según la cual «los derechos de las personas son independientes de su cultura, raza y nacionalidad» (Caney, 2001: 979). El corolario es que hay algo en todas las personas —su autonomía o su posesión de derechos, por ejemplo— que les da derecho a una cuota, en principio igual, de lo que sea que haya que distribuir. Éste es un paso más allá del cosmopolitismo dialógico en dos sentidos. Primero, implica un tipo de obligación específicamente política, en contra de un tipo más moral en términos generales, y esto abre las puertas a una concepción potencialmente más convincente de la ciudadanía más allá del Estado. En segundo lugar, se emplea más en términos de justicia que de compasión, y las obligaciones relacionadas con la primera son menos revocables que las relacionadas con la segunda. Lo que tienen en común el cosmopolitismo dialógico y el distributivo es una noción diluida y no material de los lazos que unen a los miembros de la comunidad cosmopolita. Para el primero es la «común humanidad», expresada a través del «compromiso ético con el diálogo abierto». Para el segundo es también esta «común humanidad», pero esta vez expresada a través de la posesión indiferenciada de ciertas características que dan derecho a sus poseedores a un trato justo. El poscosmopolitismo, por el contrario, ofrece una versión densamente material de los lazos que unen, creados no sólo a través de la actividad mental, sino a través de la producción y reproducción material de la vida diaria en un mundo desigual y asimétricamente globalizado. Desde esta perspectiva, el espacio político de obligación no está fijado para tomar la forma del Estado, o la nación, o la Unión Europea, o el Globo, sino que es «producido» por las actividades de los individuos y grupos con capacidad para propagarse e imponerse en espacios geográficos, diacrónicos y —de especial importancia en el contexto de este libro— ecológicos. Así, mi observación más general es que es mejor considerar la globalización como productora de espacio político con obligaciones asimétricas. Otra manera de decir esto es que la


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globalización convierte sistemáticamente relaciones que podríamos pensar que son «samaritanas» en relaciones de ciudadanía, en el sentido al que me he referido anteriormente en mi referancia a Linklater. Judith Lichtenberg, a quien tendré motivos para referirme en el capítulo segundo, ha descrito este fenómeno como sigue: «mi reivindicación es que la historia ha implicado la transformación gradual (o no tan gradual) de la Tierra desde una colección de varios mundos relativamente abiertos hasta un solo mundo cerrado» (Lichtenberg, 1981: 86). Esto se hace especialmente evidente en el contexto ambiental: Algunas de las relaciones en virtud de las cuales la Tierra ahora constituye un mundo son penetrantes y de tan largo alcance que son difíciles de precisar o medir. También hay acciones que pueden tener consecuencias perjudiciales sin ninguna implicación directa entre los agentes y los afectados. Por estas razones es fácil ignorarlos como fuente de obligación. (Lichtenberg, 1981: 87)

Y no sólo es la fuente de la obligación lo que se cuestiona aquí, sino también su naturaleza. Tomemos el caso de los desastres «naturales», por ejemplo. Si un volcán entra en erupción, podemos estar bastante seguros de que el desastre es, efectivamente, natural, en el sentido de que no tiene un origen antropogénico. Pero, ¿podemos estar seguros de que la creciente incidencia de grandes inundaciones alrededor del mundo se puede describir del mismo modo? La mayoría de climatólogos sugiere que, aunque los impactos desagregados del calentamiento global son muy difíciles de predecir, es probable que experimentemos un aumento de la incidencia de acontecimientos climáticos extremos —el llamado «clima extraño». Así que, cuando las inundaciones devastan grandes áreas en países en desarrollo, nos congratulamos por la generosa cantidad de ayudas que les ofrecemos para aliviar su sufrimiento. Desde el punto de vista de una «Tierra cerrada», no obstante, el tema de campaña no es tanto cuán generosa debiera ser la


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ayuda, sino si «ayuda» es la categoría apropiada en absoluto. Si los países ricos son los principales causantes del calentamiento global y si el calentamiento global es, por lo menos en parte, causante del clima extraño, entonces los dineros deberían ser transferidos como justicia compensatoria más que como ayuda o caridad. La globalización, propiamente entendida, cambia la fuente y la naturaleza de la obligación y hace inadecuada la visión cosmopolita «diluida» tanto de la naturaleza de la comunidad transnacional como de las obligaciones que conlleva, para la tarea de remediar los perjuicios especiales de la globalización. Así que el vínculo entre mi crítica a la globalización tipo Held y el cosmopolitismo diluido es el siguiente. Held no alcanza a poner lo suficiente en el centro de su análisis la naturaleza asimétrica de la globalización. El cosmopolitismo diluido se construye de un modo similar dentro y fuera de una «común humanidad» indiferenciada, y las obligaciones que comporta la pertenencia a la comunidad humana. Por otro lado, reconocer la naturaleza asimétrica de la globalización permite tener una imagen más precisa de sus procesos, a la vez que aporta los recursos para una concepción más sólida de la «comunidad» transnacional y de las obligaciones que comporta. Ésta no es en absoluto una comunidad cosmopolita, sino una relación cosmopolita de perjuicio real que es posible a través de la globalización, ilustrada por algunos de los procesos que se llevan a cabo en ella. Con la esperanza de haber esbozado adecuadamente las que considero son las características clave de la globalización y del poscosmopolitismo, pasaré ahora a considerar el contexto más específico en el que la ciudadanía ecológica (capítulo 3) está inscrita: el contexto de la ciudadanía misma.


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