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Miguel Steiner



DE LA FELICIDAD Y LOS HIJOS. LA EVOLUCIÓN DEL PENSAMIENTO ÉTICO Y LA DIMENSIÓN DEMOGRÁFICA DE LOS PROBLEMAS

Miguel Steiner


Ilustración de la cubierta: © M. Schafschetzy Steiner

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «co-

pyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

Primera edición: enero 2012

© M. Schafschetzy Steiner De la felicidad y los hijos © para esta edición: Editorial Proteus c/ Rossinyol, 4 08445 Cànoves i Samalús www.editorialproteus.com Depósito legal: B-5.068-2012 ISBN: 978-84-15047-77-3 Impreso en España - Printed in Spain Romanyà Valls S.A. - Capellades


índice

Prólogo .................................................................................................................... 13

I. EL DISCURSO ÉTICO Introducción metafísica ......................................................................................... 25 Idealismo contra materialismo (p. 25) — La sensibilidad (p. 32) — Entrada en escena de la moral (p. 36) — Punto de partida (p. 37) Sócrates el Justo ..................................................................................................... 40 El bien racional (p. 40) — Sócrates contra los sofistas (p. 42) — El juicio contra Sócrates (p. 48) — ¿Empate? (p. 50) A lo que tiende Aristóteles ..................................................................................... 52 Un bien para todos (p. 52) — Las virtudes (p. 58) — La causa final (p. 60) — Alegría y bondad, una conjunción clásica (p. 61) La Naturaleza y el orden moral ............................................................................ 64 Spinoza contra la causa final (p. 64) — De perfumes y hedores (p. 66) — La teoría de la evolución (p. 69) — El origen del hombre (p. 80) — La reinterpretación de los textos sagrados (p. 83) — Dios y el mal (p. 90) — Dios y el creyente (p. 94) — Dios y el sexo (p. 99) — El diseño inteligente (p. 101) — Los fines naturales (p. 105) El origen de la moral humana ............................................................................. 109 El origen natural de la moral (p. 109) — El mal como tal (p. 115) — Ética y política (p. 116) El hedonismo epicúreo ......................................................................................... 122 Teoremas versus mujeres (p. 122) — La inteligencia al servicio del bienestar (p. 124) — El conflicto de intereses (p. 127) —Mill y la nobleza de los placeres (p. 129) — El hedonismo y la moral dogmática (p. 134)


El emotivismo ....................................................................................................... 136 El juicio emocional (p. 136) — El sentido moral y la razón esclava (p. 137) — Sentimientos buenos y malos (p. 140) — Intuición y criterio (p. 144) — Una moral casera (p. 145) — El acierto psicológico (p. 149) El relativismo moral .............................................................................................. 151 El relativismo incauto (p. 151) — Convención y fundamento (p. 154) — Un pensamiento más ambiguo que débil (p. 156) Kant o la veneración del deber ............................................................................ 159 Los límites del hedonismo (p.159) — El deber sin obediencia (p. 160) — El imperativo categórico (p. 164) — La persona como fin (p. 173) — Un gran lapsus (p. 176) — ...y la ilusión de siempre (p. 178) — El ninguneo de las consecuencias y la alternativa utilitarista (p. 180) — La imperatividad de dos momentos (p. 190) — Formalismo, materialismo y relacionismo (p. 195) Las incomodidades del deber ............................................................................. 198 Nietzsche, o el cabreo como autoafirmación (p. 199) — Una máxima de Rousseau (p. 202) — El deber por necesidad natural (p. 203) La falacia naturalista ............................................................................................. 206 Dos versiones (p. 206) — La falacia según Hume (p. 208) Los valores ........................................................................................................... 214 Los juicios valorativos (p. 214) — Los grandes valores (p. 223) — El problema de Platón (p. 225) — El juicio dogmático (p. 227) La justicia ............................................................................................................ 228 La justicia utilitarista (p. 228) — La pérdida del sentido de justicia (p. 232) — Crimen y castigo o culpa y expiación (p. 234) — La justicia ideal (p. 238)


Los Derechos ......................................................................................................... 240 Definición (p. 240) — Rousseau y el derecho animal (p. 245) Bases de una ética laica ....................................................................................... 247 La lección de los premios y castigos (p. 247) — El enemigo interno (p. 248) — Una ética naturalista del deber (p. 253) Recapitulación ....................................................................................................... 259

II. LA DIMENSIÓN DEMOGRÁFICA DEL SUFRIMIENTO Consideraciones prácticas .................................................................................... 271 De la teoría a la práctica (p. 271) — En busca del sentido (p. 278) — El mal menor (p. 286) — El mal extremo (p. 288) La muerte ........................................................................................................... 291 Población y miseria según Malthus ..................................................................... 299 La actualidad de Malthus (p. 299) — Más recursos (p. 305) Ética matemática .................................................................................................. 308 El riesgo y las estadísticas (p. 308) — Contando individuos (p. 309) — La curva de Gauss (p. 311) — El envejecimiento de la sociedad (p. 314) — De la explosión de masa popular a la indiferencia masiva (p. 317) Punto de llegada .................................................................................................. 320 Procesar el mal (p. 320) — La cuarta dimensión ética (p. 323) — Entre el sí paliativo y el no preventivo (p. 330) — Resumen (p. 335) Índice de nombres ................................................................................................ 339 Bibliografía ............................................................................................................ 342



He podido contar con la importante colaboración de Alicia Martín Melero pese a nuestras discrepancias en diversos puntos. También agradezco los esfuerzos correctores de mi mujer Lourdes Molero Hernández.



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Constantemente emitimos juicios de valor. Consideramos bueno o malo, positivo o negativo casi todo lo que se nos cruza en el camino. Además, muchas veces creemos que podemos estar en lo cierto. Equivocadas o no, nuestras valoraciones nos parecen potencialmente verdaderas, no simples caprichos subjetivos. Sin embargo, tan grande es la disparidad de juicios que muchos asumen que, en el fondo, confiar en la verdad objetiva de los mismos es cosa de ingenuos. Aún así, valorar importa de alguna manera. Forma parte del autogobierno del ser humano (y del control mutuo también). La razón codetermina nuestra conducta en función de nuestros juicios. No ha caducado el reto lanzado por Sócrates en forma de observación elemental: todos opinan respecto a la bondad o la maldad de las cosas; para unos es bueno esto, para otros aquello; pero nadie sabe qué es el Bien y qué es el Mal. Nadie sabe justificar su vara de medir, si la tiene. Las disputas quedan sin resolver en ausencia de un saber básico pertinente. También podemos formular el problema así: ¿qué es lo que tiene en común todo lo bueno, o todo lo malo? O aún: ¿existe un criterio para detectar lo bueno y lo malo? Si no sabemos dar respuesta a estas preguntas ya sólo nos quedaría el escepticismo sistemático y el relativismo y, en último término, la negación de un bien o un mal real, lo cual, a su vez, convertiría todas nuestras decisiones y acciones en valorativamente neutras, en indiferentes y completamente intercambiables. Muchas personas no aceptan la neutralidad


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pero no son conscientes de la falta de criterio y se mueven por el mundo, su mundo, señalando cosas y juzgándolas con arrojo y sin complejos. No podemos quedarnos en el “porque sí” de nuestras opiniones ni en el “así lo dice la autoridad” (un gran filósofo, un gurú, un pontífice, los profesores, Dios mismo interpretado adecuadamente...). El reto del pensamiento moral no está tanto en las complicaciones abstractas como en el compromiso con nuestras pretensiones de objetividad. ¿Juzgamos de una forma sincera y competente? ¿Cómo se puede hacer? Hay personas que reivindican el juicio de sus perros, que —dicen— reconocen cuando una persona es mala (y por eso nos ladran). Nuestros esfuerzos intelectuales ofrecerán posibles alternativas a la sabiduría canina, que nos preocupa un poco también por eso del parecido entre los amos y sus perros. Parece, sin embargo, que ninguna teoría ética ha dado una respuesta definitiva o plenamente satisfactoria a estas preguntas, lo cual es una observación en principio desalentadora, que sugiere la imposibilidad de encontrar un criterio moral o de afirmar, siquiera, su existencia. Un relativismo bastante radical y extendido en la actualidad se apunta presto a esta imposibilidad. Pero hay cosas importantes, se diría igualmente; no todo es indiferente. ¿Cómo abordamos lo que no deja de ser importante? ¿Y no es la importancia misma de lo que es ya precisamente nuestro tema? En mi opinión el problema no reside tanto en las dificultades intelectuales como en una cierta aversión a tratar materia tan sensible desde todas las perspectivas. Bien puede ser que alguna —posiblemente buena— intención haya inducido a muchos filósofos a subordinar las verdades éticas a una visión del mundo marcada por las ilusiones personales o colectivas, una visión posiblemente útil aunque obviamente parcial, una visión “pragmática”, cuya justificación no quiero prejuzgar pero tengo que poner entre paréntesis, máxime cuando ésta no se hace explícita. Esfuerzos destinados a salvar la identidad de la bondad y la felicidad o de abrevar en una fuente moral divina parecen haber obstaculizado cierto rigor en el pensar. Y fácilmente se observa, además, que muchos pensadores morales, en lugar de determi-


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nar un criterio, se esmeran en dar apariencia de teoría a lo que no son más que juicios de valor o dogmas reafirmados. Es, en resumen, razonable pensar que los límites de la reflexión ética son a menudo psicológicos, tal vez ocultos tras un brillo filosófico ciertamente poco iluminador en el caso de muchos pensadores. El tema es espinoso, porque tampoco podemos dar por supuesto que decir verdades crudas sea mejor que mantener ilusiones reconfortantes. Además, si ya hemos perdido la fe en poder ver las cosas desde una única perspectiva que abarque toda su verdad, ¿por qué habríamos de renunciar a las opciones más alegres? Posiblemente éstas sean mejores que las pesimistas. Tenemos el mercado espiritual lleno de la popular filosofía de sabidurías para cada ocasión. Algún que otro “asesor filosófico” se ha autoayudado mucho con un filosóficamente penoso libro de autoayuda, sustituyendo los medicamentos antidepresivos por Platón, según él. Falta seriedad, por supuesto, y sobra descaro. Platón debería de estar revolviéndose en la tumba maldiciendo la eternidad de su alma indefensa. Aún así, tal vez valga más una terapia con imitaciones o placebos filosóficos que un saber auténtico. Pero nos vemos devueltos al punto de partida: ¿Por qué habría de valer más? ¿Cómo puedo saber qué es mejor? ¿Cuándo? ¿En qué condiciones? Es posible que en ética no se pueda evitar una cierta tensión entre la verdad de sus contenidos y la oportunidad de su tratamiento, y que ello suponga algún desafío. Lo único que podemos intentar aquí es aclararnos al respecto. Procuraré reflejar las teorías éticas más determinantes de la historia del pensamiento, pero no es la perspectiva histórica la más importante. Nos servirán las ideas y los argumentos en función de su propia fuerza, más que el repaso sistemático de las obras de los filósofos morales. Mi aproximación será más teórica que histórica. Si bien puede ser oportuno enmarcar a los pensadores en su tiempo y circunstancias para favorecer un entendimiento, tenemos que aceptar unas limitaciones en la exposición que, creo, no afectan al las líneas principales de nuestra reflexión. No propongo la deducción directa de orientaciones prácticas


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de la teoría ética, dado que siempre dependerán también, y en importante medida, de la apreciación empírica de las circunstancias de cada caso y la ponderación de los efectos de nuestras acciones dentro de un complejo conjunto de relaciones interhumanas. Ninguna norma moral más o menos específica puede, para ser válida, quedar al margen de la especificación de las circunstancias de su aplicación. A mi entender, Kant cometió un error importante al no querer reconocer este extremo y buscar leyes a la vez específicas y universales y aplicables sin más en la práctica. Pero la posibilidad de la inferencia de normas a partir de una teoría ya forma parte de la discusión que nos ha de ocupar en adelante. Y, por supuesto, el pensamiento ético de Kant merece un estudio serio y prudente. La teoría ética, aunque no permita inferencias prácticas incuestionables, no tiene por qué ser inútil. El criterio moral, o su ausencia, determina en buena parte nuestras preocupaciones morales. Pensemos, a modo de ejemplo, en la discusión, que en cierto ámbito ideológico se dio por motivo de la conquista de América, sobre si los indios eran seres racionales o no. Negarles el alma permitía privarles de todo derecho moral, es decir, lanzarles perros o quemarlos vivos. Hoy muchas personas pensarían que no es éste el modo de concebir el compromiso moral. ¿Pero sabrían defender el suyo? ¿O se quedan en proclamar que, simplemente, ciertas cosas les parecen una barbaridad (de acuerdo con lo que nos explican en el colegio, tal vez)? Pensemos también en los animales. ¿Merecen ser objeto de consideraciones morales? Si en nuestro criterio entra el factor del sentir, probablemente sí; si —como no pocos opinan— sólo el ser racional es un fin en sí o titular de derechos, el maltrato a los animales sería un asunto del todo irrelevante. Tampoco quedaría claro el estatus moral de un bebé, por más que, por razones no explicadas, no se admitan las más mínimas dudas en este caso concreto. A pesar de las divergencias entre las propuestas filosóficas, la preocupación por el bienestar humano parece ineludible en el pensamiento ético. Así lo sugiere el sentido común. No tenemos que dar por supuesto que el sentido común acierte, pero no deja de llamar la atención cuán lejos se encuentran tantas teo-


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rías éticas del mismo. Parece tan difícil dar con el fundamento de nuestra distinción entre el bien y el mal, que en el terreno especulativo hay margen para propuestas de toda clase. En un extremo encontramos a quienes alejan los valores, realzándolos, de nuestros avatares temporales, como hace Platón, por ejemplo, que les instaura una realidad propia, ajena a los lodos del mundo del devenir. En el otro extremo tenemos a los relativistas posmodernos, que pretenden que nada bueno ni malo puede detectarse objetivamente, ya que todo depende de cómo cada uno se tome lo que tiene delante o, en todo caso, del contexto cultural o de la subcultura de cada cual. Otra opción principal constituye el realismo ingenuo. Las cosas, tendrían una atribución valorativa fija: serían por sí mismas “objetivamente” buenas o malas según el grado que les es propio. Pero una inquietud siempre ha estado, está y estará al acecho: digan lo que digan ¿qué pasa con nuestro bienestar? ¿Y no se cuela a menudo, entre abstracción y abstracción, como cayendo del cielo, la felicidad en forma de un bien tomado por supuesto cuando de la caracterización del bien se trata precisamente? A nuestros fines será del todo esencial saber distinguir con claridad entre sensaciones y contextos físicos, circunstancias, cosas, acciones... La confusión que aquí puede asomar compromete de forma muy seria la posibilidad de una determinación racional de un criterio moral. Como se dice sabiamente: lo que para uno puede ser bueno, para otro puede ser malo, nunca llueve a gusto de todos y las flores (o perlas) no se echan a los puercos. Pero no tiene sentido este mismo distanciamiento al hablar de las sensaciones. El dolor mismo y la alegría misma no están sujetos a una subjetividad ulterior. La sensibilidad no se puede tratar como las circunstancias que la afectan. Éste será un tema muy presente. Habrá también alguna materia científica que comentar: la teoría de la evolución, la curva (o campana) de Gauss, las consideraciones demográficas de Malthus... A veces la ciencia puede restar algo de autonomía especulativa a la filosofía, disciplinarla un poco. La teoría de la evolución de Charles Darwin arranca trozos importantes a las tradiciones de interpretación del mun-


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do, sacudiendo convicciones con no menos fuerza que en su momento el sistema planetario según Copérnico, quien puso el sol donde debería estar la Tierra. A su vez Thomas Robert Malthus, que inspiró a Darwin en un punto importante, fue el primero en aludir con cierta claridad a la evidente dimensión demográfica de, al menos, parte de los graves problemas humanos, rompiendo por primera vez de forma seria los límites de la preocupación moral y de la reflexión ética, fijados por costumbre milenaria, y todavía vigente, exclusivamente en la vida ya dada. Con sus crudas propuestas políticas contra el “pan para hoy, hambre para mañana” se ganó una mala reputación que ha tapado a menudo lo esencial de sus planteamientos. Por más que fuera una posible insensibilidad social lo que le permitiera levantar la vista, sus cuestionadas propuestas políticas no justifican nuestra ceguera en materia demográfica. Por último, la campana de Gauss es una excelente herramienta para la interpretación cuantitativa de importantes realidades naturales y también tiene su interés para cuantificaciones de naturaleza ética, como intentaré demostrar. En consonancia con mi comprensión de la razón ética, defiendo una propuesta práctica cuya tematización apenas se ha dado históricamente. De hecho uno de los objetivos de este libro es la reivindicación del valor ético del antinatalismo, en su calidad de herramienta al servicio de la prevención de sufrimiento. Apenas hay cultura filosófica y dialéctica en torno a algo tan importante —y cada vez más sujeto a nuestra capacidad de tomar decisiones, es decir, a nuestra responsabilidad— como la reproducción humana. Las condiciones de la muerte siempre han sido un problema moral, pero la creación de vidas, que también llevan la muerte en la mochila, ha quedado hasta ahora al margen de la cultura del pensamiento. Donde más nos parecemos a Dios, todo queda en un asunto personal. Con independencia de las opiniones que se tengan al respecto, ya es hora de que se habilite el tema para su elucidación ética. El silencio histórico, roto apenas por Malthus, es llamativo. Con todo, es más comprensible en un pasado, con pocas herramientas de control contraceptivo, que hoy cuando la planificación familiar resulta


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técnicamente sencilla.1 Es como si habláramos de una especie de cuarta dimensión ética que parece escaparse a las intuiciones habituales, igual que ocurre con la cuarta dimensión en la física de Einstein, que nos sirve la metáfora. Este libro, en pocas palabras, tiene dos objetivos diferentes aunque relacionados entre sí: Primero, ofrecer una detallada reflexión ética, revisando el pensamiento ético histórico en relación con el papel de la felicidad y del sufrimiento, lo cual nos ocupará durante la mayor parte del tiempo. Segundo, habilitar para la discusión ética el tema de la procreación que en última instancia habría de ofrecer una posibilidad, entre otras, de afrontar problemas serios. Este doble objetivo se ajusta aproximadamente a la división del texto en dos partes. La primera parte, principalmente teórica, resultará más ardua para quienes creen que un rasgo importante de la filosofía es su capacidad de hacer perder el tiempo. Pese a atribuirme algún mérito en su desarrollo, y haber invertido bastante tiempo en el mismo, he intentado mantener la posibilidad de una lectura independiente de la segunda parte para el lector con prisas. Esto ha hecho inevitable alguna repetición temática, como, por ejemplo, la crítica del castigo. Así que el lector puede pasar directamente a La dimensión demográfica del sufrimiento o empezar por esta parte sin mayores problemas. Nota terminológica: A menudo se plantea la pregunta sobre la diferencia entre ética y moral. Se puede reservar, acaso, la palabra “ética” para referirse a la investigación filosófica de la moral, que, a su vez, sería un conjunto de normas y valores más o menos dados o discutidos. También hay otras propuestas de distinción. A veces, estos términos y sus correspondientes adjetivos pueden usarse con idéntico significado. Y también puede El escritor romano Tácito del siglo I d. C. revela, tácitamente, ciertas costumbres romanas al convertir en ejemplo moral a los bárbaros: “Limitar el número de hijos o dar muerte a uno nacido después del heredero se considera, entre los germanos, un acto criminal.” Se deduce que entre los romanos, no. Malthus, ya en el siglo XIX, reconoce que el control reproductivo sólo puede conseguirse a cambio de prácticas “viciosas”, compensatorias de una dura política matrimonial restrictiva.

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ocurrir que la distinción se vuelva sutil según la perspectiva ética (o moral) en cuestión. No hace falta complicar las cosas antes de entrar en materia, por lo cual podemos partir de una posible sinonimia y hacer distinciones entre perspectivas morales (o éticas) en función de nuestros análisis. Dada mi tendencia a evitar definiciones y tecnicismos, hago extensible esta observación a otros posibles casos, apostando por una aproximación directa e intuitiva aunque siempre atenta —eso procuro— al peligro de la ambigüedad, astuta serpiente en el árbol de la ciencia y gran tentación filosófica hasta para los más grandes, capaz de camuflar cualquier argumento falaz o circular.


Si se dice que el objeto de la voluntad es el bien, se sigue que el objeto deseado por un hombre que no elige bien no es objeto de voluntad (ya que, si es objeto de voluntad, será también un bien; pero así sucedería que sería un mal); en cambio, para los que dicen que el objeto de voluntad es el bien aparente, no hay nada deseable por naturaleza, sino lo que a cada uno le parece: a unos una cosa y a otros otra, y si fuera así, cosas contrarias. Y si estas consecuencias no nos satisfacen, ¿deberíamos, entonces, decir que el objeto de voluntad es el bien, tomado de un modo absoluto de acuerdo con la verdad, mientras que para cada persona es lo que le parece como tal? Así, para el hombre bueno, el objeto de la voluntad es el verdadero bien. La mayoría, en cambio, se engaña, según parece, a causa del placer, pues parece ser un bien sin serlo. Y por ello eligen lo agradable como un bien y huyen del dolor como un mal. Aristóteles, Ética Nicomáquea

El credo que pone como fundamento de la moral la utilidad o el principio de la mayor felicidad posible sostiene que toda acción es buena en proporción a su tendencia a promover la felicidad y mala en proporción a su tendencia a producir lo contrario de la felicidad. Por felicidad se entiende placer y ausencia de dolor; por infelicidad, dolor y privación de placer. John Stuart Mill, Utilitarismo



I. EL DISCURSO ÉTICO



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INTRODUCCIÓN METAFÍSICA Los conceptos éticos como valor, deber, moral, bueno, malo, etcétera, tienen un marco de realidad en que son aplicables. ¿En qué mundo son posibles y tienen sentido, si es que alguno tienen? Esto justifica una aproximación que puede llamarse “metafísica”. Se trata aquí de una exposición muy esquemática, que alude, sin tratarlos en profundidad, a temas complejos y que dejará paso en lo sucesivo a reflexiones más pausadas sobre los objetos centrales de la teoría ética. Si no para mucho más, nos servirá de introducción.

Idealismo contra materialismo Los conocimientos científicos sugieren, aunque no prueban, que remontando el tiempo nos encontramos con un mundo meramente material, un mundo sin vida. Todo indica que es posible situar cronológicamente un inicio de la vida, al menos en la Tierra. El mundo físico es primero. De él emergió la sensibilidad y la mente. Aun así, esta suposición es problemática, ya que resulta difícil pasar de la materia a fenómenos como la razón y el sentir y ver en ellos simplemente nuevos tipos de materialidad. Las propiedades del mundo físico parecen esencialmente incomparables con las de los sentimientos y el pensamiento. Éstos son físicamente indetectables, aunque siempre se presenten vinculadas a expresiones físicas o fisiológicas. Sea como fuera, para la reflexión ética es interesante hacerse la siguiente pregunta: ¿en aquel mundo, anterior a toda manifestación de vida, suponga-


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mos que meramente material e insensible, existía el bien y el mal? ¿Cómo nos lo tendríamos que imaginar? ¿Es posible que hubiera algo importante, acaso mínimamente interesante, sin la capacidad de sentir? ¿O, acaso, la diferencia entre el bien y el mal sólo existe a partir de la actividad de la razón? Muchos científicos y filósofos no admiten una separación conceptual tajante entre el mundo físico, la sensibilidad y la razón. No consideran posible alejarse del empirismo físico y postular un ámbito de hechos no materiales. Toda característica y el comportamiento de los seres vivos serían potencialmente explicables en el marco de las ciencias físicas. El pensador español José Ferrater Mora (1912-1991), por dar un ejemplo de un materialismo riguroso, defiende en su libro De la materia a la razón (bibliografía en el anexo) un mundo de cuatro niveles: el físico, el orgánico, el social y el cultural. Uno emerge del otro y cabe ver continuidad entre ellos, con la matización de que hay “propiedades-funciones” características de los niveles superiores que no tienen por qué compartir el nivel inferior en la escala. Así obtenemos una peculiar evolución natural: El nivel físico se organiza formando estructuras vivientes. Éstas comprenden individuos que se comunican e interaccionan. De este modo se llega al nivel social, y algunas de sus producciones forman el nivel cultural. Rechaza el filósofo catalán expresamente que se adjudique un nivel propio a los procesos mentales, entre los que incluye sensaciones, percepciones, pensamientos y estados de conciencia de varias clases. Lo mental es simplemente un proceso neurobiológico. Pero las especulaciones metafísicas han ido también en la dirección opuesta. Lo que se cuestiona es la condición material del mundo. El materialismo se basaría en una presunción discutible: los objetos a los que hacen referencia los contenidos mentales, las cosas “reales”, tienen una naturaleza no mental. ¿Cómo es posible que estipulemos una realidad exterior de naturaleza no mental cuando el auténtico material de nuestros conocimientos consiste sólo en nuestras percepciones interiores? Un idealista antimaterialista podría argumentar que en el mundo no tiene por qué haber ninguna substancia, ni nada que pudiéramos ob-


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servar como subyacente a las percepciones. El obispo filósofo George Berkeley (1685-1753) mantuvo, por ejemplo, que de los objetos sólo tenemos su percepción, lo cual hace superfluo el concepto de materia. Esse est percipi, es su frase más famosa: “ser es ser percibido.” La materia no sería más que un nombre común aplicado a un complejo de percepciones. Ir más allá de las percepciones sería mero artificio conceptual. Hay una fácil objeción inmediata: la constancia y regularidad de los fenómenos. No por abrir o cerrar los ojos, un árbol está o no está en su sitio. Pero Berkeley cree que tal constancia es posible sin que, excediéndonos, nos tengamos que imaginar una materia compuesta de algo así como piedras minúsculas, piedrecillas que a su vez no podrían ser sino percepciones. No hace falta ni se puede ir más allá de las percepciones. Hay que tener en cuenta también que el obispo contaba con un buen comodín: Dios. Las ideas de Él son lo que hay. Es decir, el mundo, por supuesto, existe y, no menos por supuesto, es bueno y concebible como espiritualidad universal. Como sea, con o sin comodín, el pensamiento idealista ha contado con destacados representantes. En general, los idealistas suelen insistir en que a efectos prácticos sus resultados son comparables con los que el sentido común suele relacionar con el realismo materialista. En un diálogo ficticio de Berkeley se remata al derrotado defensor de la materia con el siguiente argumento (citado en Breve Historia de la filosofía occidental de A. Kenny): Las cosas reales son aquellas mismas cosas que veo, siento y percibo con mis sentidos. Un trozo de pan sensible, por ejemplo, le sentaría a mi estómago mejor que diez mil trozos de ese pan real, insensible e ininteligible del que habláis vosotros.

Para Kant existían las cosas en sí, es decir objetos exteriores, pero no se podían conocer, ya que no pertenecían al mundo de nuestras experiencias basadas en la percepción. Esa cosa en sí que Kant reconoce al mismo tiempo que la declara radicalmente incognoscible es precisamente lo que decidieron tachar


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de su discurso los idealistas alemanes posteriores. Lo que queda es la conciencia, el espíritu o la razón como único escenario de la realidad. Hegel diría con oscura claridad que lo racional es real y lo real es racional. Platón había añadido al mundo material accesible para nuestros sentidos una realidad eterna e incorruptible, la de las formas arquetípicas, las ideas, más tarde también llamadas “universales”. Se trata de arquetipos ideales que incluso existen como entes fuera de nuestras mentes y son verdaderos en sí, con lo cual ni la perspectiva idealista ni la materialista son aplicables con pretensión exclusiva. Esto es, la filosofía de Platón es dualista. La siguiente cita es del libro La pasión del pensamiento occidental de Richard Tarnas. Habla del escolástico medieval Guillermo de Occam. El principio central del pensamiento de Occam fue su negación de la realidad de los universales fuera de la mente y del lenguaje humanos. Llevando a sus últimas consecuencias lógicas la insistencia aristotélica en la primacía ontológica de los particulares concretos respecto a las Formas platónicas, Occam sostenía que no había otra cosa que seres individuales, que la experiencia concreta era lo único que podía servir como base de conocimiento y que los universales no existían como entes externos a la mente, sino tan sólo como conceptos mentales. En un último análisis, lo real no era el concepto que la mente se formaba de la cosa, sino la cosa particular exterior a la mente. Puesto que todo conocimiento tenía que basarse en lo real, y puesto que toda existencia real era existencia de seres individuales, el conocimiento debía ser conocimiento de particulares. Los conceptos humanos no poseían fundamento metafísico más allá de los particulares concretos.

Hoy nos resulta bastante más plausible el pensamiento de Occam que el de Platón. Además, en la actualidad la tendencia general a las interpretaciones materialistas del mundo incluso invita a negar la inmaterialidad de la razón y de la sensibilidad (siempre la capacidad de sentir, para nosotros, no la percepción). Ciertamente se puede constatar que los fenómenos mentales es-


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tán vinculados a procesos fisiológicos. Basta con ingerir sustancias como el alcohol para condicionar el ejercicio de la razón y las reacciones sentimentales. (In vino veritas reza una vieja sabiduría, y, realmente, la sinceridad puede ser una alteración mental considerable.) El estudio del cerebro nos revela áreas asignables a diferentes facultades. Así, la razón y la sensibilidad podrían ser simples manifestaciones fisiológicas, y el ser humano parecerse mucho a un robot con inteligencia artificial. La gran ventaja de la reducción de todo a la materialidad reside en que reducimos el número de grandes enigmas al origen del mundo físico, o sea a uno sólo. Se llama “monismo neutral” a la idea, defendida por William James (1842-1910) y Bertrand Russell (1872-1970) de que los estados mentales y los hechos físicos comparten una naturaleza que no es estrictamente física ni estrictamente mental, en contra de lo que aparece en la habitual oposición sujeto cognoscente / objeto cognoscible. Es una propuesta más en una discusión que no se puede considerar cerrada. Hoy predomina un materialismo bastante decidido, pero también hay buenas razones para hacer diferenciaciones radicales. Distinguimos con facilidad entre un objeto material y un dolor. Lo que ocurre cuando sufrimos una quemadura es algo más que el proceso de combustión de cualquier sustancia: el dolor no aparece en la ecuación química, ni en la liberación de energía calorífica. La descripción física de los pensamientos también resulta problemática. Nada se muestra comparable en un movimiento de partículas con la sensación de dolor o miedo. Buenas razones tiene la física para no estudiar sensaciones. Éstas no se detectan. Ni siquiera sería posible asociar acontecimientos físicos con un padecimiento si no se tuviera experiencia propia, al margen de toda ciencia, de tales sensaciones. Sin experiencia sensible, el neurólogo más experto nunca entendería un grito de dolor, y sólo lo interpretaría como una reacción motriz a ciertas incidencias en el cuerpo humano. De hecho el llamado conductismo descarta en el estudio del comportamiento animal toda posibilidad de manejar sensaciones o emociones, sea por metodología, sea porque no se


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