Por una educación republicana

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POR UNA EDUCACIÓN REPUBLICANA Gregorio Luri



POR UNA EDUCACIÓN REPUBLICANA Gregorio Luri

COLECCIÓN SIGLO XXI: ÉTICA ACTUAL

PROTEUS


Dirección Editorial: Miquel Osset Hernández Diseño gráfico de la colección: Imma Canal Diseño editorial: Ana Varela Fotografía de la portada: © Andrew Rich

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

Primera edición: mayo 2013 © Gregorio Luri Título original: Per una educació republicana. Escola i valors. Editorial Barcino, dentro de la colección Observatori dels Valors © para esta edición: Editorial Proteus c/ Rossinyol, 4 08445 Cànoves i Samalús www.editorialproteus.com Depósito legal: B. 13377-2013 ISBN: 978-84-15549-90-1 BIC: JN, HPQ

Impreso en España - Printed in Spain El Tinter, SAL. - Barcelona Empresa certificada EMAS Impreso en papel 100% reciclado


ÍNDICE ¿Qué es la «educación republicana»?...............................................................................9 Es la educación de la ejemplaridad pública y de la noble ambición de superarse (p. 9) — Es la educación en la coherencia pedagógica (p. 14) — Es la reivindicación de la dimensión republicana de la pedagogía (p. 18) — Es la educación en la confianza en el valor de la escuela (p. 24) — Es el compromiso cívico republicano (p. 28) — Es la aceptación crítica de la verdad (p. 37) — Es la defensa de la objetividad del saber (p. 41) — Es la exigencia moral al alumno (p. 48) — Es el compromiso con el valor valioso (p. 56) Cómo recuperar la dimensión republicana de la escuela......................................................63 La radiografía (p. 63) — Los alumnos (p. 66) — Los docentes (p. 68) — La sociedad española (p. 72) Los fines de la escuela...........................................................................................................79 El valor de los fines (p. 79) — Finalidad cultural y política (p. 82) — Finalidad psicológica (p. 121) — Finalidad intelectual (p. 137) — Finalidad institucional (p. 176) Bibliografía....................................................................................................................203



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¿QUÉ ES LA «EDUCACIÓN REPUBLICANA»? ES LA EDUCACIÓN DE LA EJEMPLARIDAD PÚBLICA Y DE LA NOBLE AMBICIÓN DE SUPERARSE

La res publica, decía Cicerón, es el quehacer común (res populi). A este quehacer común le daremos en estas páginas el nombre de «copertenencia». La educación republicana será, entonces, la educación de la copertenencia o, mejor dicho, aquella educación que parte de la constatación de que el niño es un miembro de una comunidad determinada y se plantea la meta de convertirlo en ciudadano responsable de la misma: en un ciudadano sensible al valor de la virtud de la copertenencia. El escritor catalán Ramom Rucabado (1884-1966) se planteó esta cuestión en un ensayo titulado Compendio de educación civil (1920), que comienza, sin medias tintas, con esta pregunta: «¿Cuál es el mayor bien que un ciudadano puede hacer en la ciudad?». No comienza interrogándose, como probablemente haríamos hoy, por los derechos del ciudadano, sino por la dimensión más alta de la ciudadanía. Aquí radica la grandeza de su propuesta. Si la pregunta es noble, la respuesta, también: «El ejemplo de su conducta moral», nos dice. La educación republicana es, por su propia naturaleza, muy ambiciosa. Este libro comenzó a esbozarse a medida que la lectura del Compendio de educación civil iba despertando en mi esta pregunta: ¿Por qué tenemos hoy tantas dificultades para pensar la ciudadanía de una manera ambiciosa? La tesis de Rucabado es que sólo gracias a las experiencias de copertenencia nos vamos haciendo hombres. Son nuestros conciudadanos los que nos enseñan con su ejemplo en qué consiste ser


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hombres y por lo tanto, es nuestra comunidad la que pone horizontes a nuestras aspiraciones humanas. «La educación moral de los niños —defendía el republicano Destutt de Tracy— sólo será la consecuencia de la educación moral de los adultos». No hay, en consecuencia, ningún derecho político al mal ejemplo. Cuando los jóvenes comienzan a mirar a los mayores con extrañeza, como si fueran extranjeros, es que la educación republicana ha perdido su sentido: ya no hay figuras de autoridad intergeneracional cuya experiencia sirva de orientación a los ciudadanos. Nada de lo que hacemos públicamente pasa desapercibido para aquellos con los que hemos establecido lazos de copertenencia. Cada acto público de cada ciudadano tiene, en sí mismo, un valor ejemplar (positivo o negativo) y es, en este sentido, y de manera inevitable, un acto republicano. La moral republicana se nos presenta, entonces, como una educación de la presencia pública y de la mirada o, dicho de otra manera: como una educación de la atención y del apetito. Si se quiere conocer bien la educación de un país, no hay que olvidarse de preguntar a los jóvenes por las figuras públicas que atraen con más avidez su atención. La fuerza del ejemplo es tan grande que podemos decir sin temor a equivocarnos, que una escuela sólo es verdaderamente educadora cuando sabe acompañar el saber que transmite con modelos capaces de mostrarlo realizado de manera atractiva. La propuesta de Rucabado no tiene nada de original. Tampoco pretende serlo. Se encuentra bien desarrollada en las obras de Aristóteles y se ha mantenido vigente hasta hace relativamente poco tiempo. Thomas Jefferson defendía en sus Notes on the State of Virginia, que la virtud del individuo preserva el vigor de la república. Podemos atrevernos a añadir algo con lo que el propio Jefferson estaría de acuerdo: La virtud republicana no se muestra únicamente en el ejemplo individual de sus ciudadanos. Se muestra también en la salud de las instituciones republicanas. Y, ya que hablamos de educación, hay que especificar: también en la salud de la escuela y en la salud de la transmisión del legado de la ejemplaridad comunitaria. La transmisión y las instituciones pueden, evidentemente, ser criticadas en éste o en cualquier otro aspecto, pero toda crítica


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honesta debería tener presente que la justificación última de ambas no se encuentra tanto en sus éxitos como en nuestra incapacidad para arreglárnoslas sin ellas. Podemos y debemos hacer lo posible por mejorar nuestras instituciones e iluminar nuestra tradición, pero convendría partir del presupuesto de su racionalidad. Por eso mismo es más racional ser fiel a los lazos de copertenencia que pretender refundarlos en cada momento en función de nuestros deseos circunstanciales. En el caso de que hubiera que justificar la necesidad de las instituciones y de la transmisión, me parece que tal empresa debería correr a cargo de quien las cuestiona. Me preservaría, en cualquier caso, el derecho de preguntarle al cuestionador cuál es su legitimad para exigir a las instituciones y a la transmisión una legitimación absoluta. Pero resulta evidente que pocas veces, en nuestros debates educativos, se opone lo bueno a lo malo. Es más moderno oponer la innovación y la tradición, suponiendo la equivalencia entre bondad e innovación. Si algo sobreabunda hoy es la crítica indiscriminada no tanto a las imperfecciones de la escuela como a la institución escolar. Muchos consideran más noble proponer alternativas pedagógicas globales a la escuela que nadie ha experimentado (o que han sido mil veces experimentadas y abandonadas, por sus pobres resultados) que defender, por ejemplo, la puntualidad de profesores y alumnos, una medida ciertamente muy humilde, pero que ahorraría muchos problemas a los centros educativos. Hay demasiados escapistas del presente que se dedican a culpabilizar a los que nos negamos a seguirlos en su fuga de la realidad, de que sus sueños no se hayan realizado. Cualquier aficionado a la música popular moderna podrá tararear más de una canción con exageradas críticas a la escuela. Pero difícilmente recordará alguna que la defienda sin complejos. ¿Cuántas veces hemos oído Another brick in the Wall de Pink Floyd y hemos tarareado We don’t need no education? Podría añadir espontáneamente a esta lista Kodrachrome de Paul Simon o School’s out de Alice Cooper. Disponemos de suficientes experiencias históricas como para permitirnos sospechar que cuando una cultura comienza a dudar de sí misma es que carece de instituciones capaces de dar sentido a la copertenencia.


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La copertenencia nombra una relación de reciprocidad (más o menos asimétrica) que caracteriza el proceso de humanización. Los seres humanos nos pertenecemos unos a otros y esta copertenencia es decisiva tanto para la construcción de la imagen del yo como de la imagen del otro. La construcción de nuestra subjetividad ni es ni puede ser ajena a la experiencia de la interacción y, en relación con ella, a la experiencia de la preferencia y de la elección. Nuestra llegada a la vida tiene lugar con nuestro nacimiento, pero a la copertenencia llegamos cuando somos aceptados por unos brazos que nos acogen con una emoción sincera. Esta acogida es el primer y fundamental gesto de copertenencia. Sin él simplemente no tendríamos viabilidad como seres humanos y es bien sabido que la calidad de la acogida marcará de manera indeleble la misma estructura de nuestra personalidad. Desde el primer gesto de aceptación, y de manera inevitable, las personas que nos rodean proyectan sobre nosotros sus ideales sobre lo que es ser humano y de esta manera nos van humanizando. Pero también nosotros, incluso sin pretenderlo, los humanizamos a ellos, porque les ponemos ante los ojos posibilidades inéditas de experimentarse a ellos mismos como humanos. Cualquier abuelo sabe, perfectamente, a qué me refiero. Todo el desarrollo posterior del recién nacido se resume en la búsqueda de un espacio habitable éticamente entre el yo y los otros o, expresado de otro modo, entre el egoísmo y el altruismo. Las necesidades egoístas están ahí, presentes e insoslayables: la necesidad de protección, de ocuparse de la propia salvaguarda, de atender a las necesidades biológicas inmediatas, etc. Pero junto a (y a veces enfrente de) las necesidades egoístas están las demandas de los otros que conforman el mundo común sin el que nuestro yo caería en el aislamiento. El espacio intermedio, ese entrambos cuyos límites se confunden con el yo, por un lado, y con los otros, por otro, es el espacio de la tensión ética: el de la copertenencia y la responsabilidad. En él se despliega nuestra biografía. Gracias a la salud de nuestros lazos de copertenencia nos libramos de la prisión del narcisismo y encontramos a nuestro alcance referencial las historias de quienes nos rodean, con sus esperanzas, sufrimientos, realizaciones, etc. De esta manera sabemos que ni estamos solos en el mundo ni nuestras experiencias son exclusivamente


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nuestras. Aprendemos así a relativizar nuestros pequeños males cotidianos y a no otorgar más realce que el merecido a nuestras pequeñas diferencias. La copertenencia es, pues, una estructura de realización personal, pero también es una estructura terapéutica. Dada la importancia del espacio relacional, podríamos definir la educación republicana como la educación de la distancia justa de la copertenencia. Una fábula de Schopenhauer cuenta que unos puercoespines quisieron acercarse unos a otros en un gélido día de invierno para darse calor. Sintiendo enseguida los pinchazos de sus púas se vieron obligados a separarse... hasta que el frío los empujó a juntarse de nuevo y así fueron pasando de un sufrimiento punzante a otro, hasta que hallaron la distancia adecuada para darse calor sin hacerse daño. Del mismo modo impulsa a los hombres el deseo de compañía a buscarse los unos a los otros, pero sus muchos defectos vuelve a separarlos de nuevo. A algo de esto se refería Joaquín Costa en su Escuela y despensa de 1899 al hablar de las dos fuerzas de proyección y atracción que actúan entre los hombres como entre los planetas las leyes de Newton: la libertad y la fraternidad. Ambas son necesarias para seguir una trayectoria humana, pero su equilibrio exacto es siempre problemático. Precisamente por eso en las cosas humanas no hay sustituto para la prudencia. Siendo útil esta imagen de los puercoespines, resulta incompleta, porque si bien nos indica que hay unas determinadas condiciones mínimas para la realización de la copertenencia, nos oculta que el hombre sólo alcanza sus posibilidades más altas cuando dispone de modelos de emulación con mayores ambiciones que las de los puercoespines. Estos simpáticos animales son acomodaticios y —ciertamente, como muchos hombres— se conforman con ir tirando, sorteando como pueden las dificultades que les salen al paso. Pero sin aspiraciones nobles, sea cual sea la altura de nuestra cuna, no pasaremos de plebeyos. Los puercoespines no miran más allá de sus púas. En la escuela la renuncia a la ambición significa la renuncia a uno de los motores más potentes del aprendizaje.


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ES LA EDUCACIÓN EN LA COHERENCIA PEDAGÓGICA

En la evidencia de nuestros actos (en nuestra actuación en el espacio de la copertenencia) se expresan nuestras auténticas convicciones morales con más claridad que en nuestras teorías. «Lo que tú haces sabe lo que eres», decía Jacques Lacan. Efectivamente, la ética se insinúa en la intención, pero se realiza en la acción. Aunque puede ser comprensible justificar puntualmente ciertas acciones, especialmente en el caso de los niños pequeños, por la intención que las puso en marcha, obviando sus resultados, si justificamos cuanto hacemos por la ingenuidad de nuestra intención, sólo pondremos de manifiesto los límites de nuestro sentido de la realidad. Decía Dewey que todos los principios por sí mismos son abstractos y sólo se concretan en las evidencias que resultan de su aplicación. En educación, las evidencias son las conductas de nuestros alumnos. Por eso nuestro sistema educativo en general y cada centro en particular se encuentra moralmente a la altura de estas conductas. Ahora bien, como nuestros resultados divergen de nuestros propósitos, hemos aprendido a evaluarnos de acuerdo con los segundos, postergando sine die la evaluación de los primeros. Es una postura cómoda, porque permite mantener inmaculadas las conciencias poco exigentes. Hay muchos centros que actúan como si la nobleza de sus ideales los exonerara de la responsabilidad de rendir cuentas a la sociedad que los sustenta y hay muchos profesores en las facultades de pedagogía más dispuestos a hacer de apóstoles de Ferrer y Guardia que de la utopía de la puntualidad, el orden, la exigencia y la cordialidad. Más de un maestro he conocido que se mostraba mucho más preocupado de la felicidad de sus alumnos que de enseñarles a hablar bien. Hace ya medio siglo que Bogdan Suchodolski definió la educación tradicional como aquella educación que por moverse en la esfera de los nobles ideales irrealizables es más apta para suscitar el cinismo de los jóvenes que para templar su voluntad. Efectivamente, la escuela que solamente se mide a sí misma por la altura de sus intenciones vive levitando como un espejismo entre la realidad y la nada. En este sentido, es la escuela más inmovilista.


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Sé muy bien de qué hablo. Más de una vez me he visto criticado por «resultadista» al defender en público estas ideas. Si ser resultadista quiere decir que se tiene presente la coherencia entre propósitos y evidencias, lo confieso, lo soy. Y no veo motivos para cambiar. ¿A qué se deben las resistencias a la evaluación de muchos nuestros centros educativos sostenidos con fondos públicos? ¿Es que los padres no tienen derecho a estar bien informados de sus resultados? Cuando, para formarse una idea de dónde pueden matricular a sus hijos, visitan unos cuantos centros, es altamente probable que se encuentren con la misma cantinela en todos ellos: les presentarán las grandes ideas de su proyecto pedagógico, que acostumbran a ser muy similares de un colegio a otro, pero dudo que les hablen de sus resultados. El 31 de mayo de 1804 el filósofo Arthur Schopenhauer, que estaba viajando por Suiza, hizo una visita al castillo de Burgdorf, donde Pestalozzi había creado su famoso Instituto pedagógico. Al concluir la visita, escribió: «El método educativo de Pestalozzi, tan diferente de los otros, solo mostrará su éxito cuando se sepa si con él pueden formarse hombres razonables». Efectivamente, de eso se trata. Pocos centros educativos se detienen a analizar con rigor de qué manera, exactamente, se ponen de manifiesto en la conducta de sus alumnos las convicciones que dicen tener y a poner en concordancia lo que dicen creer y lo que realmente hacen. La mayoría se deja conducir por una buena fe en la que se mezclan los ideales que tienen mejor prensa social, retazos de diversas teorías psicopedagógicas, un conjunto heterogéneo de valores más o menos explicitados (pero no necesariamente coherentes entre sí), una diversidad de planteamientos ideológicos de profesores y familias, la personalidad del equipo directivo, etc. Al hablar de «coherencia pedagógica» soy plenamente consciente de que le estoy poniendo nombre a un problema, no a una solución, porque como cualquier profesor comprueba a los dos días de empezar su trabajo, la urgencia de los problemas a resolver en una clase (y no digamos ya en el centro) es siempre mayor que nuestro tiempo para pensar una respuesta. A mi modo de ver está por pensar a fondo la reticencia que presenta la realidad escolar a dejarse resumir en una teoría. Esta reticencia es un hecho generalizado y como tal debería merecer nues-


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tra atención analítica, sin embargo, hay demasiada gente que, sin entender en qué consiste realmente una escuela, se gana la vida trazándole derroteros por las cartas de la idealidad. Albert Camus aseguraba que había aprendido una lección de ética sumamente importante de su afición al fútbol: que nunca se sabe a ciencia cierta por dónde ha de llegarte la pelota. Quizás debiéramos entonces introducir el fútbol como una materia selectiva en las oposiciones a profesores porque, efectivamente, nunca saben por dónde les vendrá el siguiente problema. No hay manera de prever su trayectoria. Ofreceré a continuación algunos ejemplos. En las últimas décadas los docentes de todo el mundo se han visto sometidos a un considerable número de reformas. En unos sitios más que en otros, claro está, pero en todas partes son escasas las reformas que tienen éxito. No es extraño encontrarse en la prensa pedagógica internacional con artículos que culpabilizan de los fracasos al «education establishment». ¿Es realmente así? Finlandia parece tener entre los europeos y los americanos la exclusiva de la enseñanza efectiva, al menos tal como es evaluada por PISA. Por lo tanto sería lógico esperar que este país ofreciera los elementos de consenso necesarios para que los países que quieren mejorar escolarmente se pongan manos a la obra. Pero no es esto lo que ocurre. Por paradójico que parezca, el consenso que se está imponiendo internacionalmente entre los reformistas va exactamente en la dirección contraria. Se basa en medidas como el estímulo de la competencia, la libre elección de centros y las evaluaciones sistemáticas del sistema educativo. Ninguna de ellas se practica en Finlandia. No importa. El dogma reformista imperante ha decidido dos cosas (las propuestas del ministro Wert son un buen ejemplo de ello): no tener como referente a Finlandia y sostener que su alternativa es la única política educativa posible. Cualquier persona acostumbrada a mirar a la realidad escolar cara a cara conoce a profesores que intentan dar oficialmente una imagen que se corresponda con lo que las autoridades escolares exigen de ellos, pero que en cuanto entran en su aula y cierran la puerta a sus espaldas, se dedican a hacer honestamente lo que creen que tienen que hacer con los recursos de que disponen. Viven en una especie de esquizofrenia profesional porque han descubierto que


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para ser fieles a lo que honestamente saben hacer, han de rendir un hipócrita homenaje de pleitesía a los reformistas de turno. La mayoría de la actividad espontánea de una clase no cabe en una teoría pedagógica. No caben, por ejemplo, los estados de ánimo del profesor, que no pueden ser preprogramados para acompañar en cada momento al desarrollo del curriculum escolar con el clima emotivo adecuado. Sin embargo es bien evidente que enseñamos con estados de ánimo… que se apoderan de nosotros sin previo aviso. Aquello que hace que un maestro sea más efectivo que otro se puede comprobar en los resultados de los alumnos, pero es bien difícil de teorizar. De hecho, no sabemos exactamente qué hemos de evaluar para identificar a un buen maestro, lo cual sería dramático si no fuese relativamente fácil reconocer al malo. La fundación de Bill Gates lleva invertida una suma ingente de dinero intentando aislar la quintaesencia del maestro eficiente. Hasta el día de hoy no parece haber tenido mucho éxito en la empresa. Los norteamericanos utilizan la expresión «value added» (valor añadido) para referirse a la específica intervención de un profesor en el progreso de un alumno. Pretenden darle un valor matemático mediante la medición de los conocimientos escolares al principio y al final de un curso escolar. La diferencia entre el crecimiento previsto y el real en cada caso mostraría el valor añadido del maestro, su IVA docente. Pero el concepto de efectividad no es axiológicamente neutral y ello tiene consecuencias notables en un mundo como el nuestro en el que la pluralidad es uno de los valores supremos. Para comprobarlo, basta con comparar la publicidad gráfica de las escuelas a lo largo del siglo XX. La imagen publicitaria es una magnifica muestra del tipo de alumno que los centros muestran a las familias como ejemplo de lo que saben hacer. A mediados de siglo predominaba la imagen de un alumno bien vestido, bien peinado y serio hincando los codos, concentrado en el estudio de un libro. A finales del siglo lo que predominaba era el niño saludable y activo, sonriente y vestido un poco informal, acompañado de aparatos tecnológicos. Dicho esto, pareciera que nos hemos olvidado de la defensa de la coherencia pedagógica y caído en una especie de fatalismo. En modo alguno. La exigencia de coherencia (de una coherencia que no será algorítmica, sino hermenéutica, práctica, prudente) es irre-


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nunciable, porque necesitamos integrar todo cuanto nos ocurre en un relato escolar al que poder considerar nuestro con orgullo y del que colectivamente nos corresponsabilicemos mediante el ejercicio constante de prácticas reflexivas. El reto de la coherencia es éticamente insoslayable, precisamente por la enorme complejidad con que se desarrolla la acción pedagógica. Para darle respuesta me parece que el método adecuado no es el de la fidelidad ciega a una teoría, sino el de la práctica médica, que es una práctica reflexiva. A partir de unos determinados síntomas, el médico se hace una idea provisional del diagnóstico que parece explicar la situación del paciente y orienta a éste en una dirección terapéutica determinada. Si el tratamiento parece dar resultado, lo prudente es continuar con él, si no es así, probará algún tratamiento alternativo o quizás modificará el diagnóstico. Una vez restablecida la salud, el médico ofrecerá al paciente consejos adecuados para cuidar de la misma, pero quizás al día siguiente se presente ese mismo paciente con un brazo roto o con una inesperada subida de fiebre. No hay una teoría general de la prudencia médica como no la hay de la pedagógica. En las cuestiones educativas, como en las médicas, hay una racionalidad específica en la que el saber se ve impelido a dialogar permanentemente con la práctica. Es necesario defender la prudencia del docente contra los dogmatismos téoricos. Es necesaria la defensa teórica del sentido común pedagógico. Pero hemos de tener claro que la defensa teórica del sentido común es incapaz de proporcionarnos las bases teóricas del sentido común. Por sí sola, la formación teórica no ha hecho nunca de un mal maestro un buen maestro, pero sí ha dejado agotados a abundantes buenos maestros. La escuela es una causa noble que merece ser defendida. Pero es una causa compleja e imperfecta. Precisamente por ello ha de ser defendida la coherencia.

ES LA REIVINDICACIÓN DE LA DIMENSIÓN REPUBLICANA DE LA PEDAGOGÍA

Educativamente, nuestra situación histórica es la del retroceso de la educación republicana. Pero este retroceso no obedece a la casua-


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lidad, sino a la dinámica que ha venido siguiendo la historia de la educación, que ha llevado a una progresiva pérdida de relevancia de lo republicano en beneficio de lo psicológico primero y, después, de lo económico. Podemos trazar a grandes rasgos esta historia presentándola como tres grandes ejercicios de reducción de la complejidad educativa. El primer ejercicio de reducción es el de la pedagogía política a la pedagogía utópica. Tiene lugar a lo largo del siglo XIX. La pedagogía clásica se mantuvo fiel a un proyecto centrípeto para el que educar significaba civilizar al niño, haciéndolo un hombre activo de su comunidad política. No pretendía formar ciudadanos del mundo, sino buenos ciudadanos de Atenas o de Roma, es decir, ciudadanos capaces de representar de manera excelente las virtudes políticas especialmente valoradas por su comunidad. En este sentido los dos grandes educadores de la antigüedad han sido Cicerón (su Sueño de Escipión tiene un valor arquetípico) y Plutarco. El proceso de degradación del ideal republicano es largo, pero nos limitaremos a resaltar que en el siglo XIX la pedagogía se empapa del utopismo progresista de la época y se confiere a sí misma la misión de perfeccionar «al» hombre gracias a la sustitución de la educación política por la científica. La confianza en la perfectibilidad del hombre y en la capacidad de la técnica educativa para perfeccionarlo, es el gran dogma del momento. El progreso de la educación aseguraría mecánicamente el progreso de la humanidad. La pedagogía utópica le pide a la escuela un hombre nuevo para un mundo nuevo, cargando sobre sus espaldas la responsabilidad del cambio social. Como el futuro tarda en llegar y, normalmente, cuando aparece tiende a parecerse mucho al presente, el control ideológico de los docentes se impone como un imperativo moral. ¡Cuántas purgas ideológicas hemos visto en el siglo XX! Sin embargo ni la escuela franquista fue capaz de garantizar la supervivencia del franquismo, ni la fascista italiana la del fascismo, ni la soviética la del comunismo, etc. Ello no evita que continuamente los programadores educativos intenten introducir en la escuela programaciones de cambios de mentalidades. Si la enseñanza tradicional utilizaba los instrumentos culturales para desarrollar el potencial del niño, la pedagogía utopista desarro-


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lla determinadas capacidades del niño para promover el cambio social. Como resultado, muchos estudiantes que concluyen la enseñanza obligatoria creen saber lo que quieren de la sociedad, pero ignoran los fundamentos culturales de su mundo. En una ocasión la directora de una escuela pública de Barcelona se me presentó de esta manera: «Soy M., directora de la escuela X, que es la única escuela pública, laica, catalana, verde y no sexista del barrio». «¿Y de resultados, cómo andamos?», le pregunté yo. Inmediatamente vi que mi pregunta había sido tomada como una impertinencia. Hay escuelas cuyos idearios pedagógicos podrían perfectamente resumirse de esta manera: «Estamos a favor de todo lo bueno y en contra de todo lo malo». El problema es que no saben qué es exactamente lo que conviene y lo que no conviene a sus alumnos. El segundo ejercicio de reducción es el de la pedagogía utópica a la psicopedagogía. A principios del siglo XX la perspectiva utopista abarca tanto lo social como lo psicológico y su intención es afirmar al niño como niño, no como un adulto en potencia. La misma espontaneidad infantil se concibe como el fundamento de su educación. Hoy son claramente mayoritarios los psicopedagogos que defienden que ni el niño ni el joven han de ser contemplados como adultos en potencia, sino como lo que son. Pero lo que son, por muy respetable que sea, es un momento de un proceso que, si le negamos la finalidad, se convierte en actividad sin fin trascendente, es decir, en espontaneidad que se justifica a sí misma en su expresión incondicionada. El activismo pedagógico no es tan activo como cree si carece de orientación teleológica, porque no dispone de la dirección de una actividad superior que le sirva de guía. Alain se preguntaba con razón si no estaremos haciendo pasivos a los niños de tanto obligarlos a ser activos. Con frecuencia parece que la escuela moderna es una institución hiperactiva. Joan Roure Parella, uno de los profesores de la Escola Normal de la Generalitat de Catalunya defendía el 3 de marzo de 1933 en Escola Normal, el boletín de esta institución, que la pedagogía es esencialmente pedagogía de la cultura propia, es decir, del conjunto de contenidos y formas en las que la propia comunidad se expresa y se objetiva. Cuando la juventud no se acerca a los valores hereda-


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dos, una cultura se encuentra en crisis. Roure Parella es lo suficientemente clarividente para darse cuenta de que durante el primer tercio del siglo XX la psicología se ha ido imponiendo a la pedagogía, pero la psicología —dice— «separa al individuo de su mundo y, por lo tanto, a la juventud de los valores objetivos de su cultura». Efectivamente, así es. El resultado de este proceso es una escuela mucho más preocupada de discernir cuáles son las condiciones científicas del aprendizaje de cada niño en particular (véase la fijación un poco neurótica de algunos por las últimas investigaciones de las neurociencias) que por situar al niño ante fines republicanos comunes moralmente apetecibles. La aparición de las pomposamente autodenominadas «ciencias de la educación» es posible porque en primer lugar el conductismo y en segundo lugar, a mediados de siglo, el constructivismo se presentan a sí mismos como saberes rigurosos capaces de resolver los problemas del aprendizaje. Más allá de sus evidentes diferencias, el conductismo y el constructivismo obedecen a un mismo movimiento centrífugo, que se va desarrollando a lo largo del siglo, de sustitución de lo político por lo psicológico. Mientras la educación política clásica se entendía a sí misma como un proceso de conformación ciudadana de acuerdo con los ideales cívicos, la psicopedagogía se propone como meta el objetivo imposible de desarrollar «todas» las potencialidades del niño. Es imposible porque muchas de las potencialidades del niño son claramente contradictorias entre sí y, por lo tanto, para potenciar unas, inevitablemente se han de reprimir otras. Pero la psicología, por sí misma, carece de criterios para discriminar entre unas y otras. Esto era bien sabido por la pedagogía política clásica, pero la psicopedagogía no quiere saberlo y se manifiesta polémicamente contra todo intento de influir coercitivamente en el niño. No quiere verse a sí misma como una actividad represiva, sino liberadora. En este sentido, los únicos aprendizajes escolares que tienen valor para ella son los que concibe como instrumentos de desarrollo de las potencialidades infantiles. Este proceso es contemporáneo de la crisis de la autoridad docente, que es básicamente, una crisis de la autoridad de la transmisión, como veremos en su momento. Todos aquellos aprendizajes que permiten hacernos cargo de lo que podríamos llamar la sintaxis de la coper-


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tenencia, pierden relevancia ante los valores de la espontaneidad expresiva. Bajo los efectos de esta reducción la pedagogía se convierte en una ciencia de la enseñanza en general, hasta el punto de consentir que el profesor sea un ignorante en las ciencias particulares. El profesor tendría por objetivo enseñar a aprender, en general, sin que el qué, el objeto del aprendizaje, sea de su incumbencia. Debería estar formado para enseñar, no para dominar ningún campo concreto del saber. Las escuelas fueron creadas para permitir la transmisión a las nuevas generaciones de lo que la sociedad más apreciaba de sí misma, pero este objetivo es impracticable si el centro de la actividad escolar ya no es el saber, sino la actividad del niño y su derecho a dar forma a su diferencia con el resto de los alumnos. No es de extrañar, pues, que en la segunda reducción aparezcan de manera pública la impugnación global de la escuela, las propuestas desescolarizadoras y antiautoritarias, la educación en casa, las críticas ideológicas a la transmisión, etc. El pedagogo francés Marc Le Bris, haciendo repaso de su vida docente, publicó un libro provocadoramente titulado Y vuestros hijos no sabrán ni leer… ni contar. Resume la memoria escolar de muchos maestros que llegaron a las escuelas a finales de los años 70 y principios de los 80 del siglo pasado exultantes de entusiasmo progresista y dispuestos a dar la batalla contra los maestros tradicionales. A lo largo de su vida académica han practicado todas las metodologías que se presentaban con un aura vanguardista. Confesémoslo: a la escuela progre le ha preocupado menos tener razón que quedarse anticuada. Decía Gómez de Ávila que el tonto no se inquieta cuando le dicen que sus ideas son falsas, sino cuando le dicen que pasaron de moda. Para estar a la moda hemos abierto de par en par las puertas de la escuela a todas las innovaciones. Sin embargo, nuestros alumnos obtienen peores resultados que los alumnos de los maestros antiguos que hacían dictados, enseñaban las tablas de multiplicar cantando, estimulaban la memorización de poemas y el cálculo mental, no tenían complejo de desalmados por enseñar gramática, etc. «Escribo este libro —confiesa Le Bris— para alarmar a los padres, para que salven a sus hijos, para que hagan el trabajo de la escuela en casa». Y concluye: «La pedagogía moderna sólo sirve para justificar el abandono de las ambiciones


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que teníamos por nuestros niños. Nos encontramos ante una verdadera catástrofe cultural». Este estado de ánimo es real entre muchos docentes y no es nada extraño encontrarse con opiniones de este tipo en los claustros. Un amigo mío, profesor universitario, a quien le comenté las tesis de este libro, me dijo que él había constatado que los papeles educativos de la familia y la escuela han cambiado. Ahora es la escuela la que educa en valores, así que la familia no tiene otro remedio que ocuparse de la instrucción del niño. Estamos asistiendo actualmente a una tercera reducción que comenzó a manifestarse a comienzos del siglo XXI: es la reducción de la pedagogía a la economía. Durante las últimas décadas la idea de que la educación promueve el progreso económico ha sido de uso común y ha jugado un papel determinante en el diseño de las políticas educativas. Sin embargo los pedagogos, psicólogos y filósofos de la educación han mostrado relativamente poco interés por esta cuestión y, en general, por el concepto de capital humano. Los economistas han tenido menos prejuicios. Por eso, a partir de las evidencias de los estudios internacionales, como PISA, han adquirido un protagonismo insospechado en educación. Son ellos y ya no los pedagogos o los psicólogos los que llevan hoy la voz cantante porque han sido capaces de llamar la atención, con datos objetivos sobre la mesa, sobre los resultados de los alumnos, el retorno de las inversiones educativas, las relaciones entre microeconomía y enseñanza, la influencia del profesor en el rendimiento del alumno, etc. Los economistas, al describir la escuela como una organización con una meta (producir conocimiento) y con ciertos recursos (en primer lugar, los profesores), nos han mostrado que si una empresa hiciera lo que hacen la mayoría de las escuelas, se vería enfrentada a la ira de los accionistas por la falta de transparencia en la gestión. Las ideas actualmente dominantes entre los reformistas educativos, como la rendición de cuentas, la autonomía de los centros educativos, el fomento de la carrera docente, la importancia de organizar bien los curricula y de dar más valor a las materias instrumentales, la necesidad de comparar los propios resultados con los de otros países, la libre elección de centro por parte de las familias, el incentivismo docente y discente, etc., están siendo discutidas por


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POR UNA EDUCACIÓN REPUBLICANA

economistas con un vigor extraordinario, tanto es así que en la práctica parecen haber relegado a pedagogos y psicólogos a la periferia de los debates educativos internacionales. Los economistas son los que con mayor claridad han puesto sobre la mesa cuestiones que nadie quería ver. Por ejemplo, que desde los años 80 del siglo XX hasta mediados de la primera década del siglo XXI, muchos países incrementaron sustancialmente sus presupuestos educativos y redujeron las ratios hasta un 50% sin mejorar, en absoluto, sus resultados. Varios, incluso, los han empeorado. Como en educación no hay ninguna organización pública o privada que prevenga a los consumidores contra las prácticas fraudulentas, los economistas creen poder asumir este papel. La verdad es que no parece haber para ellos ningún tema protegido por la corrección política. Por ejemplo si se trata de estudiar las diferencias de resultados ligadas al género o a la estructura familiar, son ellos los que se lanzan, con las estadísticas bajo el brazo, a interrogar a la realidad. Para muchos pedagogos este ejercicio parece ser demasiado violento. No están dispuestos a poner en cuestión sus dogmas y, por lo tanto, se niegan a ver que las chicas obtienen mejores resultados escolares que los chicos o que los hijos de familias monoparentales obtienen resultados mediocres. El protagonismo de los economistas en la pedagogía, aunque inevitablemente sesgado, tiene algo de higiénico, pues esta tercera reducción puede verse como un retorno a la política, aunque ya no ponga el acento en las virtudes republicanas, sino en la empleabilidad, la productividad o la competitividad. Pero nos equivocaríamos si creyéramos que sustituyendo la enseñanza por el «management» y el «coaching» resolveríamos los problemas de nuestras escuelas. La debilidad de nuestras escuelas es, exactamente, la debilidad de su ambición. Es la debilidad de su dimensión republicana.

ES LA EDUCACIÓN EN LA CONFIANZA EN EL VALOR DE LA ESCUELA

En el bachillerato LOGSE los alumnos cursaban muchas horas de ética. No por ello la consideraron una materia noble. Incluso se referían a ella con el nombre coloquial de «María». Había más


¿QUÉ ES LA «EDUCACIÓN REPUBLICANA»?

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«Marías», pero la más «María» de todas era la ética. Las materias serias, importantes, las que realmente contaban eran las otras. La ética era un paréntesis entre las disciplinas serias. Nadie impugnaba su presencia en el curriculum, pero era impartida sin demasiado entusiasmo y recibida como un entretenimiento decorativo. En las clases de ética tenían lugar, básicamente, dos actividades. Una era el estudio epidérmico de diferentes teorías éticas, que se presentaban como una sucesión cronológica de proyectos alternativos de interrogación sobre la vida buena. El hecho de que hubiera muchos era la auténtica enseñanza del curriculum. Por eso, al concluir el curso, los alumnos se iban de vacaciones con la convicción de que en las cuestiones de la vida buena, cada uno estaba autorizado a decir la última palabra. Si cada filósofo creía tener razón, es que ninguno tenía razón de manera evidente. Cuando el profesor hablaba sobre Sócrates era difícil no dejarse convencer por sus argumentos, pero el reinado de Sócrates en el ranking de la credibilidad ética era efímero. No podía resistir la teoría de la virtud aristotélica. La idea de que lo mejor siempre se encuentra en el término medio parecía tan fácil de entender como de aplicar. Pero justamente cuando los alumnos se habían convertido al aristotelismo, aparecían al galope las éticas helenísticas con los seductores argumentos morales de Epicuro. ¿Cómo puede un adolescente resistirse a la dignificación del placer? Es cierto que Epicuro habla del placer sensato, pero el adolescente tiende a creer espontáneamente que lo sensato es confundir el deseo con la realidad. Es cierto, también, que Epicuro habla con frecuencia de los límites del placer, pero de esto sabe poco quien tiene la imaginación azuzada por mil deseos. Quizás —pensaba más de un alumno— la menos razonable de las éticas antiguas era la cristiana, tan cargada de preceptos y mandamientos. El Dios de la Biblia no deja a nadie vivir en paz. Su ética sería mucho más razonable si en lugar de mandar, sugiriera. Moisés hubiera bajado mucho más liviano del monte Sinaí con las diez sugerencias. Como, a poco que se descuidase el profesor, el curso se le venía encima, en un par de clases saltaba de los antiguos a los modernos sacándose de la chistera académica a Kant, habitualmente presentado como una especie de atleta moral, el campeón austero del deber,



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