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TRAS BAMBALINAS

El farero, más allá del romanticismo y la poesía

SADAM MORALES GONZALEZ SAMMORALESG@GMAIL.COM

Si parafraseamos aquella añeja canción popular, podríamos decir que en relación con los faros “llegó el GPS y mandó a parar”. A más de uno nos resulta triste que un oficio tan antiguo como el de farero vaya a desaparecer ante el avance de las nuevas tecnologías. Estamos ante una realidad que parece no dar marcha atrás: el faro, como sistema de localización, tiene los días contados.

De Alejandría a nuestros días

La historia de los faros nos lleva a Egipto, a la desembocadura del río Nilo, donde se encontraba una isla a la que llamaban Pharos. En ella se emplazaba una torre de mármol blanco y más de 100 metros de altura que indicaba la entrada al puerto de Alejandría. Cuentan que el potente fuego y el humo que salía de lo alto se divisaban desde una distancia de 50 km.

A la imponente construcción, conocida como el Faro de Alejandría, se le consideró una de las siete maravillas de la Antigüedad. Según los estudiosos, dos fuertes terremotos se registraron en 1303 y 1323, que provocaron el derrumbe de la torre. Con los restos del faro el sultán Qaitbey construyó en 1480 una fortaleza que lleva su nombre.

De ese simbolismo los griegos adoptaron el nombre de pháros (φάρος) para denominar lo que hoy conocemos como esa estructura alta en las costas, con luz en su parte superior que durante la noche sirve de señal a los navegantes. De ahí pasó a llamarse pharus en latín y el resto es historia.

Una foto para la eternidad

A muchos nos viene a la mente una foto que no deja de ser viral y todavía nos sorprende cuando la vemos. El 21 de diciembre de 1989 el francés Jean Guichard, fotógrafo especializado en imágenes de faros, sobrevolaba en helicóptero La Jument, a 300 metros de la costa de la isla de Ouessant, en la parte occidental de la Bretaña francesa.

Era un día de tormenta, ideal para hacer fotos, como las que formaron parte de una de sus series más famosas, “Faros en la tempestad”. Quién le iba a decir que en esa ocasión haría la foto perfecta: capturó el instante en el que el farero Théodore Malgorne se asomaba a la puerta pensando que el helicóptero trataba de contactarlo.

Faro de La Jument, en la Bretaña francesa. Foto de Jean Guichard, con la que fue finalista del World Press Photo de 1991.

Justo antes de que las descomunales olas del Atlántico embistieran contra la estructura, Guichard apretó el obturador para inmortalizar el momento y el intrépido farero volvió a cerrar Faro de La Jument, en la Bretaña francesa. Foto de Jean Guichard, con la que fue finalista del World Press Photo de 1991.

Faro de Peggy’s Cove, en Halifax, Nueva Escocia, Canadá. Es uno de los más fotografiados del mundo.

Adiós a un oficio solitario

De los fareros se ha dicho que son seres solitarios, misteriosos y callados. Hasta se les ha catalogado como los últimos románticos del mar. Lo cierto es que esa vida no es para todo el mundo. Estar lejos del mundanal ruido de la ciudad y con el constante rumor de las olas como banda sonora puede parecer atractivo, pero no cualquier persona está dispuesta a dedicarle gran parte de sus años.

A pesar de los avances tecnológicos, el oficio aún perdura. La automatización libera al farero de sus antiguas funciones, al señalar los fallos al puerto y trasmitir la información de manera inmediata, pero el factor humano es esencial en la resolución de situaciones y desperfectos y para hacer que las embarcaciones lleguen seguras.

Puede que tengan más peso los sistemas de GPS y los radares, pero no bastan, se necesita de estos profesionales para ejecutar labores de control y mantenimiento para el correcto funcionamiento del faro. Eso sí, el nombre ha cambiado, ahora son técnicos de sistemas de ayuda a la navegación y acceder al puesto es a través de oposiciones.

Al poeta español Luis Cernuda debemos el poema “Soliloquio del farero”, dedicado a esos hombres valientes (y mujeres, pues también se cuentan las féminas, aunque en un ínfi mo número). He aquí parte de esos versos:

Acodado al balcón miro insaciable el oleaje, oigo sus oscuras imprecaciones, contemplo sus blancas caricias; y erguido desde cuna vigilante soy en la noche un diamante que gira advirtiendo a los hombres, por quienes vivo, aun cuando no los vea…

La literatura, el cine, la música, la pintura y la fotografía se han inspirado en esos monolitos que se levantan frente al mar, o dentro de él. Y también en sus guardianes, que aunque su ofi cio cae hoy en la obsolescencia, sus historias y su coraje permanecerán en el inconsciente colectivo.

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