La Mente que no limita

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“No podría recomendar este libro con más fuerza. La mente que no limita es uno de los libros sobre budismo más inteligentes que he leído en mucho tiempo. Un trabajo impresionante que muestra que el Buda no sólo fue el primer “psicólogo” sino también un pensador extremadamente radical.”. John Peacock , Oxford Mindfulness Centre.

Andrew Olendzki, Ph.D., se formó en Estudios Budistas en la Universidad de Lancaster, en Inglaterra, así como en Harvard y en la universidad de Sri Lanka. Antiguo director ejecutivo del IMS (Insight Meditation Society), es actualmente director ejecutivo y prestigioso especialista en el Centro Barre de Estudios Budistas (BCBS, por sus siglas en inglés), en Barre, MA. Es editor de Insight Journal.

Ediciones Dharma www.edicionesdharma.com

ANDREW OLENDZKI

LA MENTE

QUE NO LIMITA La radical psicología budista de la experiencia

ANDREW OLENDZKI

“Este libro tiene el poder de cambiar tu manera de verte a ti y al mundo”. Chistopher K. Germer.

Dharma

LA MENTE QUE NO LIMITA

“La mente que no limita es un regalo fuera de lo común. Sumamente recomendable. Andrew Olendzki aporta a las enseñanzas medulares del budismo una perspectiva singular y a menudo brillante. Amplía nuestra comprensión de sus principios básicos y desafía a veces con preguntas desconcertantes nuestras consabidas suposiciones. Una excelente introducción al budismo además de una iluminadora sacudida para los practicantes experimentados”. Joseph Goldstein, autor de Un corazón pleno de paz.

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SECCIร N PRIMERA Un horizonte mรกs amplio


Lo que el Buda enseñó Considérese un árbol: podemos examinar un árbol en función de su biología o su química, de su forma, especie o color, o de la belleza evocadora de sus hojas al rielar en la brisa de un crepúsculo de otoño. Es un hogar para las ardillas, una amenaza para los cimientos de una casa vecina, un bufet para la cena de un enjambre de insectos y los muchos pájaros que se alimentan de ellos. Es una cosa para el carpintero o el constructor de barcos, otra para el urbanizador de un proyecto y otra enteramente distinta para el niño de diez años con algunos viejos tableros y un puñado de clavos. Es una cuestión de cómo lo miramos. En gran medida ocurre lo mismo con nuestra comprensión de lo que el Buda enseñó. Igual que el científico pudiera considerar que él o ella tiene una perspectiva más definitiva u “objetiva” del árbol, así también el erudito de la religión tiende a esgrimir una cierta autoridad sobre las enseñanzas del Buda, ¡al menos en su propia mente! Aunque se posea una sofisticada aprehensión de las cuestiones hermeneúticas, una apreciación de gran alcance del contexto histórico y el dominio casi completo de los matices lingüísticos de la antigüedad, no hay escapatoria de la revelación capital del mundo posmoderno: todo significado está localmente construido. Todas las construcciones del conocimiento son, a fin de cuentas, meras construcciones. Una comprensión de lo que el Buda enseñó se propaga a través de cada persona que alguna vez ha escuchado y el modo en que ha interpretado esas enseñanzas, porque cada instancia de tal comprensión es un episodio local que tiene lugar en un momento específico de interpretación de un individuo concreto. Ese individuo puede estar adiestrado en el estudio de la religión, o embebido en las artes meditativas, o imbuido por intereses políticos o religiosos, o incapacitado


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para pensar más allá de una restringida zona de confort, o todos a la vez y alguno más. De hecho, la única cosa cierta es que cada cual, al intentar entender lo que el Buda enseñó, llegará a la cuestión desde una perspectiva específica y limitada. En tanto que tales, ninguna de esas perspectivas presenta grandes posibilidades de conseguir hacerse con lo que el Buda “realmente” enseñó. No se está diciendo meramente que “todo es relativo” y que en consecuencia no vale la pena esforzarse por la exactitud y el matiz en nuestras tentativas de comprender. Cómo construye cada uno de nosotros su mundo local de significados es de hecho un asunto del máximo interés. De alguna manera, ciertamente, no hay nada más importante o que merezca más atención. Cuando construimos nuestro mundo y a nosotros mismos de forma engañosa, se suscita mucho sufrimiento; pero si nuestra construcción local de significados está impregnada de sabiduría, entonces podemos liberarnos ampliamente de crear ese sufrimiento. ¿Qué directrices nos dejó el Buda para ayudarnos a acertar? Para empezar, parece muy al tanto de cuál es el problema. Incluso durante su vida, la gente acostumbraba a malinterpretar con regularidad su enseñanza, bien inadvertidamente o a propósito al servicio de sus propios intereses. “Hombre descaminado, ¿a quién me has visto alguna vez enseñarle el darma de esa forma?” le dice el Buda a Arittha, el antiguo cazador de buitres que intenta decir que las obstrucciones no son en realidad obstrucciones4, y a Sati, el antiguo pescador que piensa que su conciencia sobrevivirá a su muerte5. Desde el primer momento parece haber sido distorsionado continuamente por aquellos “quienes declaran que ha sido dicho o pronunciado por el Tathagata [el Buda] lo que no ha sido dicho o pronunciado por el Tathagata”6. Por consiguiente el Buda fue de lo más cuidadoso respecto de cómo se recogían sus enseñanzas, afirmando que “dos cosas tienden a establecer el darma verdadero, evitando la confusión e impidiendo su desaparición: determinar correctamente las palabras y sentencias e interpretar correctamente su significado”7. Y se nos dice que cuando quiera que se tenga duda acerca de si un maestro está transmitiendo


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fielmente las enseñanzas del Buda, “sus palabras y sentencias deberían estudiarse y compararse con los suttas cuidadosamente y revisarse a la luz de la práctica”8. La primera parte de este consejo es una cuestión de fidelidad histórica, erudición crítica y un cierto grado de sentido común. Pero la segunda parte, la que versa sobre “interpretar correctamente su significado” y “revisarse a la luz de la práctica” es enteramente otra cuestión y requiere un conjunto diferente de aptitudes. El darma está dirigido a ser revalidado; está dirigido a ser vivenciado. Es una pauta sobre cómo reorganizar la mente y el cuerpo en el momento presente y, como tal, su significado sólo puede recuperarse si se aplica. La mejor respuesta a la pregunta de qué enseñó el Buda no se encontrará, en consecuencia, en los textos sino en nuestra propia experiencia. Es importante dirigir la atención de una forma particular al interior de la experiencia y a las instrucciones sobre cómo hacerlo, que pueden encontrarse ciertamente en los textos. Pero el significado de la enseñanza del Buda sólo se manifestará cuando su sabiduría sea revalidada localmente, en la transformación de una persona. Como de modo célebre expresara él mismo a un grupo de lugareños conocidos como los Kalamas, confundidos por las patentes contradicciones de diversas enseñanzas que habían escuchado, “cuando conozcáis por vosotros mismos que estas cosas son saludables... que estas cosas, al abordarlas y comprometerse con ellas, tienden hacia el bienestar y la felicidad, entonces, Kalamas, habiendo llegado a ellas, permaneceréis con ellas”9. La mejor forma de discernir lo que el Buda enseñó es convertirse en lo que el Buda enseñó. Construye la balsa con esmero, boga con diligencia hacia la otra orilla a través del río del sufrimiento... y conviértete por ti mismo en alguien que conoce de veras.


Una espiritualidad orgánica En Occidente estamos acostumbrados a considerar que las cuestiones espirituales tienen que ver con posicionarnos en relación con algo de algún modo más grande que nosotros mismos, algo que es “otro” y algo “ahí afuera”. En el mejor de los casos es algo bello, sabio y dispuesto a amarnos incondicionalmente. En el peor, es poderoso, temible y capaz de juzgarnos con severidad o de hacernos daño profundamente. Algunos llegan a conocerlo a través de los textos de la revelación, la enseñanza de los profetas o los edificios conceptuales que la tradición ha levantado sobre esos cimientos. Otros lo intuyen en la naturaleza, lo perciben en los estados de experiencia no ordinaria o lo aprenden de sus mayores más sabios y fiables. En sus numerosas formas y perfiles diversos, este modelo de lo “sagrado otro” constituye el paradigma religioso dominante del mundo occidental. En la India antigua, a lo largo de las cuencas del Indo y el Ganges, se descubrió y practicó un enfoque muy diferente de la espiritualidad. Este sistema tenía que ver con dirigirse hacia adentro más que hacia afuera, con comprenderse y purificarse más que con cultivar una relación con un Otro, y con la meditación y el ascetismo más que con la oración y el ritual. Vestigios de este enfoque alternativo, más orgánico, de la espiritualidad, que crece desde la experiencia viva más que resultar importada de más allá de este mundo, aún pueden encontrarse en las tradiciones yoga, jainista, budista e hinduista, pero en su mayor parte se hallan ocultas bajo estratos de influencia occidental tanto antigua como moderna. Efectivamente, al menos un millar de años antes de la invasión de India por Alejandro en el siglo IV a. C., el manto de la religiosidad occidental se había esparcido sobre el paisaje de la India septentrional. La migración aria al otro lado del paso Khyber y su asentamiento


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en los valles aluviales durante el segundo milenio a. C. desplazó la cultura indígena e impuso a la región una tradición que comportaba el sacerdocio hereditario, la sagrada verdad revelada y el gravoso ritual de comunicación con celestiales dioses masculinos. En medio de todo ello, las tradiciones locales, más introspectivas, pasaron a la clandestinidad y a la marginalidad del mundo védico, desde donde rebosaron dentro de la cultura prevalente de vez en cuando a lo largo de los siglos sucesivos. Una de tales emergencias de la forma de pensar antigua se produjo cuando las Upanishades, impregnadas del influjo yóguico de sus practicantes silvestres, fueron admitidas dentro de la grey brahmánica como una innovación aceptable de la tradición védica indoeuropea. De modo que el hinduismo posterior ha llevado en sus venas una mezcla de elementos occidentales importados e índicos autóctonos. Una incursión más significativa tuvo lugar cuando el Buda empezó a proclamar su darma. Desde la hondura de su comprensión personal, ganada a través de una ardua meditación ascética en la espesura y de la purificación radical de su mente, la enseñanza del Buda irrumpió en escena y desafió la ortodoxia védica hasta la médula. En los tiempos del gran rey budista Ashoka durante el siglo III a. C. pareció capaz de suplantar por completo a la tradición brahmánica, pero con el colapso del imperio de Ashoka y las turbulencias de las recurrentes oleadas de invasión, el hinduismo fue capaz de recobrar gradualmente su posición dominante dentro del panorama espiritual indio. El budismo no sólo fue marginado, sino que poco a poco fue refundido más en línea con el paradigma religioso dominante previo y absorbido dentro de la corriente principal. Hoy el Buda es visto como una reencarnación de Vishnu, enviado a la Tierra para enseñar a los nobles hindúes a dejar de sacrificar animales y convertirse en vegetarianos. Incluso hoy las enseñanzas budistas son a menudo presentadas con una terminología en origen hindú: perfección primordial, consciencia no dual, naturaleza interna inherentemente despierta. Así que ¿cuáles son las características clave de esa espiritualidad más antigua, más orgánica, enseñada por el Buda en el transcurso de su vida? Para empezar, es radicalmente experiencial. ¿Qué ves y


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sientes y palpas y conoces, por ti mismo, cuando asistes a la inmediatez del momento presente con una presencia consciente concentrada y estable? El conocimiento que proviene del exterior está cargado de ilusiones, proyectadas desde las misteriosas profundidades de la psique. De acuerdo a los sabios de los valles aluviales, sólo mediante la exploración del horizonte interior, los matices y las sutiles texturas de la experiencia vital, se puede descubrir la sabiduría auténtica y útil. La introspección honesta y audaz pronto revelará las fallas básicas de la condición humana; ésta es la noble verdad del sufrimiento. La mente y el cuerpo están repletos de impedimentos, constricciones, nódulos de tensión, nudos de dolor y un verdadero manantial de material psicológico egoísta, dañino e ilusorio. La capacidad de la mente para la presencia consciente, el “conocer” de lo que surge y desaparece, gota a gota en el discurrir de la conciencia, resulta de modo constante entorpecida, maniatada, intoxicada y oscurecida por tales impurezas internas. La empresa de la espiritualidad orgánica consiste en desenmarañar ese revoltijo, desatar esos nudos, desamarrar la mente, momento tras momento, aliento tras aliento, de la red aprisionadora de las manifestaciones enfermizas y malsanas. La recompensa de una vida de cuidadoso cultivo interior es la liberación de la mente por medio de la sabiduría: una notable transformación de la mente que la despierta a su pleno potencial de presencia consciente sin obstrucción o limitación. Se podrían escribir volúmenes acerca de los detalles de esta ciencia de la liberación, acerca de sus descubrimientos de la transitoriedad, la impersonalidad y el sufrimiento, de su desglose del organismo psicológico en esferas de los sentidos, agregados y elementos, de la trama sutil del originarse interdependiente y la cesación, o acerca del extraordinario territorio cartografiado por la exploración de los estados interiores. Pero el descubrimiento capital de esta espiritualidad antigua es que el mundo de la experiencia humana es un mundo “virtual”, construido a cada momento por cada mente y cuerpo individuales con los patrones del instinto y la invención humanos. La mente y el cuerpo son expresiones naturales de un mundo natural. Su sufrimiento es natural; su liberación del sufrimiento es natural.


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El “sagrado otro” es una construcción, tanto como lo son las nociones de “permanencia”, “identidad personal” y “belleza”. No es que tales cosas “no existan” o no puedan ser fuente de una considerable condición significativa. Es sólo que no están “ahí afuera” de la forma que el reflejo automático religioso indoeuropeo da por sentada. Más bien, son proyecciones del mismo mecanismo interior que gobierna todas las restantes construcciones humanas, la trama del deseo. No resulta sorprendente que esta alternativa radical al paradigma dominante fuera malinterpretada por los contemporáneos brahmánicos del Buda, cuyos antepasados se hicieron durante siglos una imagen errónea, y que continúe siendo ignorada por los herederos modernos de la tradición espiritual indoeuropea. Con todo y eso nos continúa convocando, ofreciendo calladamente su convincente perspectiva de la condición humana a aquéllos dispuestos a mirar hacia adentro antes que hacia afuera y hacia arriba.


Sin perseguir la felicidad Hay dos enfoques fundamentalmente diferentes para la consecución de la felicidad. Uno está tan profundamente embebido en nuestra civilización que casi todo en nuestra cultura lo respalda; el otro es un punto de vista radicalmente diferente propuesto por el Buda hace ya veinticinco siglos. ¿Cuál de ellos es el que presumiblemente contribuiría más a nuestra propia felicidad? Mi apuesta está con el Buda. Deberíamos empezar proponiendo una definición rudimentaria de felicidad, para lo que podría resultar fructífero recurrir a la moderna teoría de sistemas. Cada organismo, y por tal entendemos un sistema funcional de cualquier clase alojado dentro de otros sistemas (ecológico, biológico, social, psicológico, político, etc.), tiene alguna suerte de membrana o forma de definir una frontera entre lo interno y lo externo, entre sí mismo y su entorno. La salud o bienestar del sistema, que a escala humana llamamos felicidad, podría ser definida de modo simple como un estado de equilibrio entre los estados interior y exterior. Por ejemplo, una ameba cuya temperatura interna se corresponde con aquélla del agua que la rodea podría considerarse sana, y si estamos un poco inclinados al antropomorfismo, incluso podríamos considerarla feliz. Pero si la temperatura del agua en la que serpentea cae en picado de improviso, entonces hay una disconformidad entre las condiciones en las que la ameba está confortable y aquéllas que experimenta ahora. Tal tensión incómoda es llamada en términos humanos infelicidad, manifestándose como un anhelo de que el desequilibrio sea resuelto: el deseo. Lo que nos lleva a las dos estrategias para conseguir la felicidad. Una es cambiar el entorno externo para cubrir los requerimientos (o necesidades) del organismo; la otra es cambiar el estado interno del organismo para que se adapte al entorno. Podemos o bien cambiar el


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mundo para satisfacer nuestros deseos, o bien cambiar nuestros deseos para adaptarnos al mundo. Ambas estrategias apuntan a deshacerse de la alteración que producen los deseos, una colmándolos y la otra renunciando a ellos. El organismo psicológico humano está estructurado de tal manera que la gratificación del deseo supone normalmente que cada uno de los seis sentidos de la experiencia perciba su objeto en conjunción con una impresión sensible de placer. Por supuesto todos sabemos que tales momentos no pueden prolongarse; pero eso no parece tener un gran poder disuasorio. Aunque sepamos que no podemos satisfacer todos los sentidos todo el tiempo, la satisfacción de algunos de ellos durante algún tiempo aún se considera la cosa más apropiada que podemos hacer con nosotros mismos sobre este planeta. Tácitamente todo en nuestra cultura lo refuerza y de modo continuo se nos alienta a definirnos por el alcance de nuestros deseos y el éxito en satisfacerlos. La compulsión de cambiar el mundo para calmar los deseos está en último término basada en una idea de cómo debieran ser las cosas que, como tal, es dependiente del grado de sabiduría que podamos desplegar a cada momento. Podríamos exponer un número de ideales altruistas para cambiar el mundo a mejor y, sin embargo, incluso cuando estuviéramos haciendo progresos en algunas direcciones, podríamos estar causando problemas importantes en otras. No se trata de que algunos deseos no sean más valiosos que otros; el problema está en la naturaleza misma del deseo. Porque estamos tan imbuidos de la noción de que la felicidad es algo que perseguir mediante la continua transformación de lo externo, puede sonar extraño escuchar al Buda hablar de desvelar la felicidad dentro. Él reconoció la presencia inevitable del desequilibrio, a la que llamó dukkha o sufrimiento, pero sugirió que buscáramos sus causas internas, que las entendiéramos y que resolviéramos el problema por medio de ajustes internos. De acuerdo al análisis del Buda, no es la discrepancia objetiva entre las condiciones internas y externas el origen de la infelicidad, sino el deseo de que lo externo cambie (o no cambie, cuando sea el caso), lo que en sí mismo es un estado interno. Las condiciones del mundo son notoriamente inestables y están suje-


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tas a fuerzas más allá de nuestro control, mientras que los deseos en nuestro interior nos son íntimos y más accesibles. Simplemente es más eficaz adaptarse al mundo que modificarlo. Esto es especialmente cierto porque la mente, en tanto que creadora de deseos, generará inevitablemente más deseos que los que puedan satisfacerse hasta por la más exitosa serie de cambios externos. Aun cuando se nos diera muy bien conseguir que todo más allá de nosotros fuera justo de la manera en que nosotros mismos queremos que sea (una idea irrisoria, hay que admitirlo), nunca podríamos lograr que todo fuera fundamentalmente perfecto: porque nuestros deseos son siempre cambiantes, porque a menudo están en conflicto y porque los cambios del entorno nunca podrán mantener el ritmo de demanda de la mente. La satisfacción del deseo como estrategia para la felicidad resultará siempre una empresa condenada al fracaso. Lo que nos lleva a la meditación, que comporta la continua monitorización de los estados subjetivos de mente y cuerpo. La gama completa de la experiencia sensoria, sean imágenes, sonidos, olores, sabores, sensaciones táctiles o fenómenos mentales, se manifiesta como momentos del conocer. El cuerpo material, las sensaciones de placer y dolor, las percepciones de diversas clases, las predisposiciones, las actividades y las intenciones, todas ellas se conocen; incluso se conoce el conocer mismo. Y en todo el recorrido de esa experiencia se encuentran entretejidos los hilos del deseo, las sutiles demandas de la mente de que las cosas sean de este modo o de este otro, precisamente no de ese modo o de ese otro. Momento a momento uno practica desasirse de esos deseos mientras medita, practica entregarse al mundo tal cual es; adaptarse con suavidad a un momento, y luego con suavidad adaptarse al momento siguiente. Tal respuesta interna a la experiencia restablece el equilibrio entre nosotros mismos y nuestro mundo. Conforme se revela cada deseo más sutil, nos soltamos y reposamos confortablemente en la cesación de ese deseo. Por esta vía, la felicidad no se persigue ni se logra, sino que más bien se descubre y se desvela dentro. Ahí, subyaciendo las tensiones creadas por la demanda, es donde reside. El Buda habló a menudo acerca de lo sublime de la felicidad que se


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sitúa más allá de la satisfacción de los sentidos. Pero no es ésa la esfera en la que la mayoría de nosotros puede vivir, excepto, quizá, durante preciados momentos de cuando en cuando. ¿Qué pasa con el toma y daca del atareado mundo, construido alrededor de la tiranía del deseo? ¿Cómo vivir en este contexto la sabiduría de la añeja alternativa del Buda? La senda de la transformación jalonada por la tradición es una senda gradual, una senda que reemplaza con suavidad un conjunto de hábitos por otro. La mayor parte de nosotros somos demasiado un producto del mundo que nos dio forma como para renunciar por entero a nuestras arraigadas actitudes de cambiar el mundo para que cubra nuestras necesidades. Y desde luego que esa estrategia de acomodación psicológica personal no es óbice para la necesidad de actuar con destreza para cambiar las cosas que causan un daño manifiesto o encarnan grandes injusticias. Pero sospecho que hay muchas más oportunidades de adaptarse en lugar de alterar el entorno de lo que podríamos imaginar en un principio. Y una vez que le coges el tranquillo, otras se presentarán solas. Intentemos darle un descanso al mundo de nuestra incansable necesidad de transformarlo y trabajemos un poquito más en cambiarnos a nosotros mismos. Confío en la promesa del Buda de que haciéndolo así seremos más felices a la larga.


“No podría recomendar este libro con más fuerza. La mente que no limita es uno de los libros sobre budismo más inteligentes que he leído en mucho tiempo. Un trabajo impresionante que muestra que el Buda no sólo fue el primer “psicólogo” sino también un pensador extremadamente radical.”. John Peacock , Oxford Mindfulness Centre.

Andrew Olendzki, Ph.D., se formó en Estudios Budistas en la Universidad de Lancaster, en Inglaterra, así como en Harvard y en la universidad de Sri Lanka. Antiguo director ejecutivo del IMS (Insight Meditation Society), es actualmente director ejecutivo y prestigioso especialista en el Centro Barre de Estudios Budistas (BCBS, por sus siglas en inglés), en Barre, MA. Es editor de Insight Journal.

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