La autora
Irene Beatriz Olalla Ramírez (Torrox, 1996). En 2009, 2010, 2011 y 2012 gana el Certamen Literario de Narración Corta Jorge Guillén. En 2012 queda ganadora en el II Concurso de Redacción sobre Igualdad de Género de la Fundación José Tomás y la Junta de Andalucía. Posteriormente, en 2014, gana el Certamen de Narrativa Desencaja. convocado por el Instituto Andaluz de la Juventud y el Centro Andaluz de las Letras, en modalidad de cuento, con el relato Infinito Invierno, el cual ha sido publicado en la colección editorial Letras de Papel. Cabe destacar su nominación en la Lista de Honor de Plata del Premio Jordi Sierra i Fabra de novela con, precisamente, 7 Contratos en Tinta Carmesí, en marzo de 2013. Además, ha asistido a la Escuela de Escritores Noveles de las ediciones de los años 2012, 2013 y 2014, organizada por la Junta de Andalucía.
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contratos en tinta carmesí
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Ediciones En Huida
Irene Olalla
Sinopsis Cuando el caso de los dramáticos crímenes de La Ciudad llega a una pequeña comisaría de Marsella, Marius no puede evitar que el interés por su oscuro pasado le lleve a aceptar lo que ningún gendarme de Francia se había atrevido: la investigación de La Ciudad Maldita. Un periodista de Burdeos, Alexandre, no duda en lanzarse a seguir esa investigación, sin conocer el grado en que le hará desenterrar los más profundos secretos de su memoria. La actriz parisina, Claire, ve en esta la oportunidad de regresar al viejo cabaret del que escapó, y conocer el trágico destino de todos los que dejó atrás. Los tres jóvenes se encuentran arrastrados a adentrarse en la pesadilla de muchos, en las leyendas de terror que recorren La Ciudad, solo para conocer y limpiar ese pasado que les atormenta mucho más que aquel cúmulo de edificios desiertos. Vacíos. Excepto por las sombras.
© De los textos: Irene Olalla © Del diseño de la portada: Martín Lucía (mediomartin@yahoo.es) Maquetación: Martín Lucía Coordinador editorial: Ediciones En Huida ISBN: 978-84-943241-7-8 Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro, al igual que su incorporación a un sistema informático, su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, reprográfico, gramofónico u otro, sin el permiso previo y por escrito de los editores. Contacte y haga su pedido (sin gastos de envío): ventas@edicionesenhuida.es
Siete contratos en tinta carmes铆 Irene Olalla
Ediciones En Huida Colecci贸n #Inicios -1-
Siete contratos en tinta carmesĂ Irene Olalla
A mi hermano. Por su ayuda, por todo. A Hugo. A la Gran VĂa. Gracias.
Lista de Honor de Plata; Concurso Jordi Sierra i Fabra. Marzo 2013
H
an pasado trece años. Trece años en los que el tiempo no ha tenido piedad alguna y no se ha detenido para sanarme; trece años para olvidar, y olvidarme. Trece años para que baste con recordar cómo comenzó para sentirlo todo de nuevo. Para que el dolor me hunda en el pasado...
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Dieciséis inviernos antes
Las luces del cabaré lo inundaban todo. Las risas, la música, los tacones y el humo de los cigarros llegaban a cada rincón de la estancia. Los silbidos, las copas, las botellas de champán y el vino italiano impregnaban el cargado ambiente, disimulando el olor a sudor y a perfume. Las tenues lámparas francesas, que lo iluminaban desde los altos techos, hacían más majestuoso al secreto local, donde cada noche, los más altos burgueses y los más bajos ladrones convivían en armonía por ver a las más bellas mujeres de toda Francia cantar y bailar sin recato ni gazmoñería alguna. Porque en aquel lugar, por pobre que fueras, por oscuros que fueran tus orígenes, si eras tan hermosa como para llamarle la atención a cuanto hombre te cruzaras por la calle, tenías trabajo asegurado. Y Jean-Louis se encargaba de ello. Desde la esquina donde se manejaba el telón me apremiaba a que sonriera, haciendo muecas bastante desagradables que anunciaban lo que pasaría en caso contrario. Pero aunque muchas hubieran matado por aquel trabajo, yo lo hubiera regalado si estuviera en mi mano. Tres de las chicas que actuarían más tarde me estaban recolocando el corsé y el pollero, enseñando la mayor superficie de carne posible. Me retocaron el maquillaje antinatural y con una palmada en el trasero me lanza-
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ron frente a la tarima, aún oculta por el telón. Apenas sabía andar con los tacones que desde hacía tantas noches, en mi primer debut, había comenzado a ponerme. Sentía las nalgas y el escote congelados, impregnados del frío invernal que habitaba los vestuarios, atraído por cada hombre que los visitaba y dejaba la puerta abierta a diciembre. Los encajes y el sombrero de paño me picaban tanto que me los hubiera arrancado en aquel mismo momento. Si no conociera las consecuencias. Aún recordaba el consejo que me dio mi madre justo antes de morir: «Nunca hagas algo que te destroce por dentro». Pero no tenía otra opción. Dejé que una lágrima me recorriera la mejilla a pesar de que estropeara el maquillaje, y sonreí cuando el telón comenzó a subir. El blanco piano de cola empezó a sonar y yo hice lo que había estado viendo desde que tenía memoria. Las luces volvieron a deslumbrarme, como cada noche, y por un cálido instante sonreí sinceramente ante los aplausos y los vítores, olvidándome de toda la frivolidad que envolvía aquel divertido local hasta la saciedad. ―¡Venga nena, muévete! La sonrisa me tembló un instante. Ya empezaban como cada noche. Me puse tan nerviosa que los tacones me trastabillaron mientras seguía la sencilla coreografía dispuesta para divertir con mi aire de inocencia. ―¡Vamos guapa! 14
Unos cuantos se acercaron al escenario, y como ya había visto hacer con otras, intentaron agarrarme. Arrastrarme hacia ellos. Asustada no dejé de cantar, ni que se me cayera esa falsa sonrisa que debía mantener pasara lo que pasase. Miré hacia el fondo del escenario, donde las otras chicas contemplaban cómo la situación se iba de las manos, sin hacer nada por detenerlo. Con las lágrimas saltadas me giré hacia Jean, suplicando con la mirada que me dejara esconderme tras el telón. Pero me devolvió la misma mirada dura de siempre, la de «tienes que aguantar lo que te echen, y no te quejes». Cuando terminé, los aplausos y los silbidos volvieron a llenar el ambiente. Entonces, aquellos que habían intentado tocarme, subieron a la tarima embriagados por el alcohol y me cogieron en volandas hasta llevarme al suelo donde las mesas hacían un laberinto intencionado. Los borrachos se caían y debían pagar lo que destrozaban. Así era Jean-Louis. Sus únicos valores eran «todo vale para ganar dinero». Y aunque lo sabía, había mantenido la esperanza de que hubiera hecho algo por sacarme de allí. Intentaban manosear mis nalgas, mis pechos de niña. Pero no estaba dispuesta a que esos vejestorios me tocaran. Comencé a morder manos y a hincar los tacones hasta que con quejas y malos nombres me soltaron en el suelo. ―¡Ramerilla ingrata! No era la primera vez que me insultaban.
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Corrí hasta la sinuosa escalera de caracol y bajé a los camerinos, donde sabía que Rose se estaría arreglando para su actuación. Estaba sentada frente al espejo, recogiéndose los rizos pelirrojos en un atractivo moño que dejaba mechones sueltos a su antojo. Su vestido dorado le realzaba la estrechez de su cintura y la belleza de sus clavículas descubiertas por el escote de barca. Mientras corría hacia ella me sequé las lágrimas con el dorso de la mano, llevándome la mitad de la pintura que cubría mi rostro. ―Oh, pequeña, ¿qué es lo que ha pasado? Me abrazó mientras cogía un pañuelo y me secaba las lágrimas que caían por mi barbilla. ―Pero mira cómo te has puesto, ahora Jean se enfadará contigo si no te maquillamos antes de que salgas... ―No, Rose, ya he actuado... ―dije entre gemidos. ―¿Qué ocurre entonces? ―La miré y conseguí vislumbrar su bella cara entre las lágrimas que contenían mis párpados. ―Le he desobedecido. Salí corriendo. ―¿Qué? Claire, ya sabes que a Jean no le gusta que... porque los clientes... Claire ahora te pegará, y en realidad te lo mereces, deberías haberle hecho caso cuando... ―¡Ya estoy harta Rose! ¡Estoy harta de que papá nos trate como a furcias!
Rose me miró con tristeza, como si todo aquello que soportaba con buena disposición y cara alegre le asomara con pesadumbre a sus ojos marrones, cada vez más reservados. ―No le llames así, sabes que no le gusta. Claire, el negocio ha ido a peor desde que murió mamá, debemos seguir adelante. Tú eres muy pequeña, solo tienes diez años, no puedes entender que Jean-Louis busque lo mejor. ―Lo mejor para su bolsillo. Papá es malo Rose, nos pega, te obliga a bailar y a aguantar las compañías de hombres en sus mesas, hasta las tantas de la madrugada. Lo sé, te oigo llorar cada noche cuando vuelves y pedirle a mamá que te dé fuerzas. ―Claire, ya basta, vete a tu habitación y reza porque Jean no se acuerde de ti esta noche. No podemos hacer nada, es lo que nos ha tocado vivir y nuestra familia murió cuando murió mamá. Aunque nos una la sangre. Tenemos que llamar la atención del mejor partido y marcharnos de la ciudad cuanto antes. Hasta entonces, nuestra vida será un infierno. La miré sin reconocerla. Allí ya no estaba la hermana que tanto velaba por mí. Ya no era ella. En sus ojos murió el candor de la valentía al mismo tiempo que lo hizo mi madre. Las llamaradas de inconformismo de su pecho se apagaron a fuerza de golpes, y de sus rescoldos creció el miedo que ahora reinaba en su vida; el mismo miedo que la apartaba de mi lado. Llorando me levanté de su regazo y corrí escaleras arriba, deslizando mis manos por todas aquellas paredes que tanto esplen17
dor habían visto, pero que cada vez se sumían más en la oscuridad del estrellato; y de las manchas de humedad. Me eché en la cama, temblando, y recé porque mi madre aún estuviera allí, cuando el mundo y el escenario tenían un atractivo irresistible. Cuando los hombres se limitaban a aplaudir y mandar rosas a las muchachas que verdaderamente les interesaban. Todo aquello se había impregnado de frivolidad e impersonalidad en un tiempo tan doloroso que ni siquiera lo había distinguido, y ahora me daba cuenta del peso con que arrasaba mi vida.
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Tres años más tarde
―¡Claire! ¡¡¡CLAIRE!!! ―¡Déjame en paz, papá! ¡No pienso actuar ni una noche más mientras permitas que esos hombres sigan haciendo lo mismo, y no voy a dejar de salir corriendo! ―¡Claire, Claire, ven aquí ahora mismo! ¡Deja que te pille y verás, desvergonzada! Si tu madre estuviera aquí... ―¡Esos trucos ya no me afectan! ¡Cuando mamá murió puede que funcionaran, pero ya no! ¡Y es de ti de quien se avergonzaría, porque eres un mal hombre y cada noche te revuelcas con una de esas zorras de las que has llenado el local desde que Rose se fue! ―¡Maldita ingrata! Como vuelvas a hablar así de las chicas... ¡Deja de mentar a tu hermana y a tu madre! ¡Y como vuelvas a llamarme así te vas a arrepentir! ―¡¿Chicas?! ¡Chicas eran las que yo conocí cuando vivía mamá, artistas, no esas que se dejan hacer de todo por dinero, papá, por favor! ¡Has sido tú el que empezaste a hablar de mamá y aún no me puedo creer que obligaras a Rose a irse con aquel sinvergüenza que te pagó por ella! Venderías tu alma al diablo por ser un poco más rico, papá. ―¡Que no vuelvas a llamarme...!
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Me tropecé con los pies de una mesa y caí de bruces sobre el suelo recién fregado. ―Así. Mi padre me cogió por el pelo y me levantó en volandas. ―Ah, papá, suéltame. Me apretó más fuerte el puño contra el cuello. ―Jean-Louis. Apreté los labios para evitar quejarme más y no ceder a llamarlo con ese odioso nombre. ―Dilo. Me empezó a retorcer el brazo por la espalda. ―Que lo digas. Me miró con esos ojos que ya no conocía y sentí que me iba a partir el brazo. ―Jean-Louis ―murmuré, tiñéndole todo el odio que oírlo me producía. Sentí que aflojaba la presión. ―Y esta noche vas a bailar mejor que nunca ¿verdad? Volvió a retorcerme el brazo. ―Verdad. Me soltó y me empujó al mismo tiempo, tirándome al suelo. 20
―Muy bien, así me gusta. Ah, y ponte especialmente guapa. Hay alguien que quiere conocerte. Me giré hacia él con brusquedad. ―¿Qué? ―Lo que has oído. ―No, no papá, no voy a permitir que me hagas lo mismo que a Rose. No. ―¿Cómo me has llamado? La amenaza seguía pintada en su rostro, como cada noche. ―Jean-Louis. Me sonrió. Una sonrisa falsa, de gentilhombre y autosuficiencia al mismo tiempo. La misma sonrisa que utilizaba con los gendarmes en las inspecciones. ―Tu madre estaría contenta. No orgullosa, no se puede esperar tanto de ti. Pero sí contenta.
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Esa misma noche
El local estaba lleno hasta los topes. Las damas de baja sociedad acompañaban a sus amantes a las finas y majestuosas mesas de haya y caoba, queriendo aferrarse a un pasado en el que eran suntuosas y llamativas. Un pasado en el que todo brillaba en el cabaré. Ahora los desconchones asomaban en las esquinas que ningún cliente podía ver, y las camas en las que no pasaba la noche ningún hombre rico chirriaban con el más mínimo movimiento, ambientando el local desde las cuatro hasta las siete de la madrugada. El cabaré de mi madre ya no era un cabaré. Se había convertido en un burdel y, por más que intentara evitarlo, seguía dándome asco trabajar allí, aunque solamente fuera de cantante. Había pasado toda la tarde encerrada en mi habitación, echada sobre la cama de latón ennegrecido, recordando esos lejanos años felices con todo el añoro que mi alma me dejaba. Pero no había derramado ninguna lágrima desde el día en que Rose se fue, desde que todo se volvió aún más frio y lúgubre de lo que ya antes parecía. Desde la ventana pude vislumbrar cómo los coches de caballos empezaban a aglomerarse junto a la escalinata que daba paso al local. Montones de caballeros, acompañados de sus putas caras y sus damas de noche, no dejaban de cruzar las puertas. No necesitaba reloj. Las primeras chicas ya debían de haber empeza23
do. Le lancé una última y fugaz mirada a los carromatos. Suspiré. Antes llegaban con sus esposas. Me levanté y comencé a vestirme. Cuando los tacones ya volvían a hacer aquel familiar ruido bajo mis pies me dirigí a las escaleras, esperando que aquella noche no me deparara algo aún más tedioso que las demás. Pero no bajé más de dos peldaños. Unos susurros masculinos ascendían por la retorcida espiral negra hasta desvanecerse al llegar al techo. ―Sí, puede estar usted seguro, es una maravilla de muchacha, verá que queda satisfecho. ―Eso espero, de lo que pase hoy dependerá que la contrate. O que no la contrate. ―Seguro que sí, mi hija es una niña muy complaciente. Los pasos se perdieron bajo mis pies, llevándose toda la tranquilidad. No permitiría que me hicieran lo mismo que a Rose. No estaba dispuesta a aguantar que un esposo repugnante me explotara, traspasando aquellos pocos límites que mi padre había consentido en respetar. No estaba dispuesta a soportar lo que a Jean le diera la real gana, por mucho dinero que ganara por mí; por muy padre mío que fuera. Subí de nuevo las escaleras y cerré la puerta de golpe. Amontoné la cama y los pufes frente a ella porque Jean ya se había encargado de quitar el cerrojo muchos años atrás. Me apoyé en el alféizar de mi ventana, distrayendo la atención de nuevo con las
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tenues luces de la calle adoquinada y con los clientes engalanados que entraban en el local de fiestas que el elegante porche aparentaba. Dispuesta a esperar que mi padre tardara lo suficiente en acordarse de mĂ como para echar atrĂĄs esa propuesta.
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Una hora más tarde
―¡Abre la puerta! ¡Claire, abre la puerta o la echaré abajo! La nieve había comenzado a caer, suave y lenta, sobre la acera, poco antes de que mi padre viniera a por mí. ―¡Abre o será mucho peor, querida, y lo sabes! ¡Si abres ahora no te pasará nada! Dejé de tragarme las palabras. Porque aguantaría gustosa todos los gritos y amenazas que profiriera, pero no soportaba su hipocresía. ―¡No actuaré esta noche, así que deja de mentir y lárgate! ―Claire... me estas obligando... ―¡No! ―Muy bien, tú lo has querido. Se le escuchó apartarse y con un estrépito sobrecogedor comenzó a darle patadas a la débil puerta de pino hasta que le saltó una tabla por encima del picaporte. Contemplé horrorizada como metía la mano por el hueco y comenzaba a mover el pomo hasta que consiguió desencajarla y empujar junto a ella la cama y el puf. Rápidamente me senté en la cama e intenté hacer fuerzas para que no entrara, pero sabía que era totalmente inútil. ―Imbécil, ¿creíste que no entraría? Por favor. 27
Me levantó la barbilla, y después de apretármela hasta hacerme tragar para no chillar allí mismo, me la soltó con desprecio. ―Tu hermana era mucho mejor que tú. ―Mi hermana no está aquí ahora. Está pudriéndose en un burdel barato, y espero que no la haya obligado a prostituirse. ―No, tu hermana ahora trabaja para una importante compañía y se está haciendo de oro con su voz, no como tú, pudriéndote en este cuartucho por no querer soportar a unos borrachos. ― Me miró de arriba bajo―. Saldrás ahora mismo, tal y como estás. ―¿Qué? No, no voy a salir esta noche. Me agarró del codo, clavándome los dedos en el hueso, pero no dejé de mirarle igual de estirada. ―Saldrás esta noche como que me llamo Jean-Louis. ―No puedo salir así, me abuchearán. ―Mejor. Así no tendrás problema con los borrachos. Vamos, vienes conmigo ahora mismo. Resignada, me dejé arrastrar por las escaleras sin oponer más resistencia que tirar los tacones a sus pies para que se tropezara, agarrarme a la barandilla y ralentizar la marcha hasta la exasperación. Cuando llegué abajo mi padre me soltó frente al telón, y mientras esperaba a que lo subiera me contemplé abochornada. Me convenía que aquel hombre me viera con ese aspecto. Así me 28
dejaría en paz. Pero a pesar de haberme revuelto el pelo a conciencia y rasgarme las medias con las uñas mientras esperaba aburrida en mi habitación, me avergonzaba que la gente me contemplara en tal estado, descalza, sin maquillaje y descompuesta. Pero no sería mi padre el único en usar el sarcasmo aquella noche, así que sonreí y me dispuse a disfrutar todo lo que pudiera de mi caída, sabiendo que conmigo también caería él. Cerré los ojos y esperé a que el telón subiera. Noté cómo las luces me cegaban a través de los parpados y esperé los abucheos. Pero en vez de eso, un silencio sepulcral inundó el ambiente. Sorprendida escuché el piano sonar y a los trombones de la pequeña orquesta comenzar su solo. Aún no abrí los ojos. No quería ver la cara de decepción pintada en la gente. Así que cuando escuché que las trompetas me daban la entrada, canté. Mientras lo hacía abrí lentamente los ojos, que pasaban su primera noche en la tarima sin pestañas postizas, y esperé que la angustia no se reflejara en mis iris de tristeza. La multitud me miraba boquiabierta. Al terminar, la sala seguía en la misma tesitura. Montones de almas desconcertadas. Así, sin saber qué esperar, me incliné, y tras ello me giré para volver tras el telón. Entendí que los labios de mi padre formaban las palabras «te has lucido hija» justo antes de que una oleada de aplausos me reclamara de nuevo. Lo miré sorprendida. Y sonreí por primera vez sin una pizca de ficción en el rostro, sin la hipocresía acostumbrada. Por una vez en toda la noche se me olvidó lo que significaría aquello. 29
Había triunfado y mi alma lo adoraba, pero mi mente se relajó lo suficiente como para olvidarse de las consecuencias. Salí y comencé a subir las escaleras en un halo de inconsciencia hasta que una voz me hizo detenerme. ―Claire, espera querida, tengo a alguien aquí que quiere conocerte. Un señor de unos treinta o cuarenta años me observaba desde sus ojos enmarcados entre el sombrero y el cuello de su traje gris, justo a la derecha de mi padre. ―Baja, querida, no seas grosera. Petrificada, sin saber por qué, le hice caso sin cuestionárselo. Bajé los escalones con mucha parsimonia, intentando que mi rostro no presentara más que glamurosa indiferencia. Pretendiéndolo principalmente. Sin que nadie dijera nada, llegué a donde me esperaban, mi padre exasperado por mi cautela, y aquel hombre tocándose el fino bigote que le perfilaba el rostro. ―Bien, querida, este es el señor Louage. Monsieur, mi hija Claire. Asentí antes de que aquel señor, para mi asombro, cogiera mi mano y la besara en el dorso. ―Encantado.
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Volví a asentir. No me atreví a escuchar el tono con que mi voz mentiría. ―Bueno, aquí la tiene, es toda suya. Di un paso atrás cuando mi padre pronunció esas palabras, temiéndome que representaran el significado más literal de la frase. ―La he escuchado cantar varias noches. Discúlpeme si utilizo la ocasión para confesarle que tiene usted un don para el espectáculo. Es una rompedora, y eso es lo que necesitan los grandes cabarés de París. Me dedico a la búsqueda de nuevos talentos. Y no puedo creerme la suerte de haberla encontrado. ―Sí, como ya le he dicho, mi hija es la mejor cantante del cabaré. De hecho actúa desde que tenía diez años y... ―Si usted accediera ―le cortó el hombre sin mirar siquiera a mi padre― la llevaría conmigo a París, donde podría unirse a mi compañía. Entiendo perfectamente lo duro que será dejar atrás a su padre, su infancia, y no volver a este lugar en mucho tiempo, pero es algo que... ―No. ―¿Perdón? Volví a repetir la palabra, la única que mis labios podían pronunciar, antes de darme la vuelta y correr escaleras arriba. ―Claire, ¡Claire! Vuelve aquí querida. Discúlpela, después de esta noche debe de estar muy cansada. Seguro que mañana con-
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siderará su propuesta de muy mejor grado... Las cínicas y convenientes palabras de mi padre se perdieron cuando crucé lo que quedaba de la puerta de mi habitación. Sentía que el pecho me subía y bajaba de una manera preocupante. Ya había recibido muchas propuestas de ese estilo, pero nunca parecidas. Los hombres que solían ofertármelas tenían pintas de no ser de fiar, como aquel que se llevó un día a mi hermana. No estaba dispuesta a venderme por eso. Pero Louage casi logró convencerme. Hubo un instante en el que todo aquello me pareció lo más próximo a agradable que hubiera podido imaginar. Lo más próximo a la escapatoria que necesitaba mi vida. Pero solo podía ser un timo. Nadie me iba a regalar un cuento de hadas. Había hecho lo correcto. Y a partir de entonces, sería lo único que haría.
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