Estaré esperando para matarte

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Estarテゥ esperando para matarte Fテゥlix テ]gel Moreno Ruiz



Para Pablo y Elena



Nota del autor

Los hechos aquí narrados y los personajes que aparecen son ficticios ―con alguna que otra excepción histórica― y fruto de mi imaginación. Por tanto, cualquier parecido con la realidad es pura y obstinada coincidencia.



Surca mi nave llena de olvido un mar bravío, a medianoche y en invierno, entre Escila y Caribdis.

Francesco Petrarca, Cancionero

¿No se encontraba él también, como en una tormenta,

entre Escila y Caribdis?

Andrea Camilleri, La edad de la duda



Primera parte

Escila



Allí habita Escila, que aúlla horriblemente y es un monstruo perverso al que nadie se alegrará de ver.

Homero, Odisea, Canto XII

Ibis, redibis, non morieris in bello.

Sibila



C

uando Marcos llegó a la estación, dejaba atrás largas horas de insomnio y de agotamiento pasadas en un vagón de tercera. Estuvo sentado durante todo el viaje en un banco de madera cuyos tablones se le habían incrustado en los huesos, apretujado como una sardina en lata, entre una sevillana oronda y un seminarista con sotana que regresaba a Córdoba por vacaciones. Para desentumecer el cuerpo y tomar algo de aire, se había levantado de vez en cuando y había dado pequeños paseos por las zonas comunes, que también estaban atestadas de pasajeros. Luego había vuelto al calvario y a la conversación anodina de sus dos vecinos de viaje. Estos le contaron, en lo que duró aquel trayecto y sin que él se lo pidiese, sus respectivas vidas hasta en los más mínimos detalles. Así pudo saber que la mujer, pescadera de profesión, volvía a Sevilla después de visitar en Madrid a su hermana, que estaba casada con un militar y que acababa de tener un niño. ―Una preciosa criatura que pesó nada menos que cinco kilos al venir al mundo. ¿Sabe usted? También se enteró de que el joven había aprovechado unos días de asueto que le dieron en el seminario mayor de Salamanca para visitar su tierra y, de paso, conocer a su futura madrastra, que pronto se casaría con su sexagenario y adinerado padre. Durante la noche, había intentado inútilmente echar un sueño, pero solo logró permanecer en un continuo duermevela que le había dejado como recuerdo una dolorosa jaqueca al despertar el día. De vez en cuando, pudo dar ligeras cabezadas que le provocaron una contusión cervical mientras su hombro servía de improvisada almohada para sostener la voluminosa cabeza de la mujer. 17


Por fin, había finalizado el viaje. Finalmente, llegaba a su destino. Después de coger su equipaje ―una humilde y desvencijada maleta de madera, fiel compañera en mil fatigas― y de despedirse de sus compañeros circunstanciales, saltó del vagón y anduvo, con rapidez y sin pararse, los escasos metros que lo separaban del edificio de la estación, que lo acogió con una agradable sensación de frescor y de humedad. Utilizando las manos a modo de cuenco, bebió agua, hasta saciarse, de una pequeña fuente y luego se sentó en un banco para descansar y ordenar las ideas, que, aunque claras desde el comienzo de la aventura, se habían diluido por el calor y la falta de sueño. En ese momento, la locomotora que lo había traído lanzó al aire un prolongado lamento de vapor y no pudo evitar volver la vista atrás hacia el andén, bañado por la luz del sur. Y, entonces, a pesar de no desearlo, recordó cómo, muchos años antes, cuando era un muchacho y aún se llamaba Carlos, había llegado una mañana como aquella a la estación Barcelona Norte. Arribaba a la ciudad condal, tras horas de largo y tortuoso viaje, acompañado de Eloísa, su madre, y de su hermana Libertad. Atrás dejaban los tres Humilladero, un pueblecito minero perdido en las montañas de Asturias, una vida miserable llena de privaciones y una historia de horror. Esta había comenzado una fría tarde de invierno, cuando Mario, compañero de su padre, se presentó de improviso, sudoroso, extenuado, cubierto de polvo negro, aporreando la puerta de la casa en la que malvivían. ―Eloísa, abre, por favor. 18


Al verlo con la cara desencajada, la madre se temió lo peor. Había contemplado en otras ocasiones aquel rostro y sabía lo que significaba, pero pensaba que a ella nunca le tocaría. ―¿Qué ha ocurrido? ―Un derrumbe en la mina. Ha sido en la galería donde estaba trabajando tu marido. Una maldita explosión de gas grisú. Ya sabes... ―No, no lo sé. Mario, mírame a los ojos y dime la verdad. ¿Ha muerto? ―Aún no lo sabemos. Estamos desescombrando el túnel y haciendo todo lo posible para llegar hasta ellos, pero témete lo peor. Y lo peor llegó. Vicente y otros ocho mineros más, que estaban picando en aquel tramo de la galería en el momento de la explosión, quedaron atrapados con graves heridas, pero con vida; sin embargo, cuando sus compañeros consiguieron acceder al lugar, después de cuarenta y ocho horas de lucha desesperada contra el tiempo, solo encontraron nueve cadáveres. Se habían asfixiado tras una lenta agonía en la más aterradora oscuridad. Al dolor por la pérdida de los amigos se unió la rabia por las duras condiciones del trabajo, por la falta de medidas de seguridad y por la avaricia e ineptitud de los dueños de la empresa, que habían sido incapaces de ofrecerles los medios adecuados para llevar a cabo un rescate en condiciones.

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Después del entierro, después de varios días de huelga inútil y desesperada, después de los momentos de solidaridad y de consternación, Eloísa y Libertad se encerraron en casa. Al instante, la madre supo que no estaba preparada para lo que se le venía encima. Sin dinero ahorrado, sin indemnización, sin pensión de viudedad, solo les quedaba vivir de la caridad de los antiguos compañeros de su marido y fenecer, poco a poco, de hambre. Como Vicente no quiso nunca que su hijo fuese minero, que permaneciera toda su existencia uncido al yugo del carbón, Carlos llevaba tiempo trabajando en un pueblo vecino como aprendiz en una pastelería; sin embargo, a pesar de que les enviaba a su madre y a su hermana la totalidad del menguado sueldo que ganaba, este era insuficiente para mantenerlas. Entonces, alguien les habló de la ciudad, de nuevas oportunidades, de Cataluña, de las fábricas textiles, de mejores condiciones laborales, de sueldos justos y decidieron probar fortuna. Y una mañana, recogieron las escasas pertenencias que tenían en aquella casa ruinosa en la que, a pesar de todo, habían sido tan felices y decidieron marcharse en busca de una vida mejor. Días después, llegaron a la estación Barcelona Norte portando cuatro bultos, entre ellos, la maleta de madera que ahora llevaba Marcos. Como él, los tres iban acompañados de la ansiedad que atenaza a todos aquellos que buscan una vida más próspera cuando pisan tierra extraña. Como él, eran conscientes de que un futuro incierto se abría a su paso. 20


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