Quirón y los otros hombres

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Quirón y los otros hombres Rosario Pérez Cabaña Ediciones En Huida


© De los poemas: Rosario Pérez Cabaña © Maquetación y diseño: Martín Lucía (mediomartin@yahoo.es) © De la ilustración de la portada: Raquel Eidem Blázquez ISBN: 978-84-945055-9-1 Depósito Legal: SE 418-2016 Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro, al igual que su incorporación a un sistema informático, su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, reprográfico, gramofónico u otro, sin el permiso previo y por escrito de la dirección del autor.

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Quir贸n y los otros hombres



De centauros y hombres Acompañar a Rosario Pérez Cabaña en su tercer poemario me parece un raro placer. No es fácil encontrar (por eso raro, por eso placer) una colección de poemas madurados a corazón abierto en estos tiempos de prisas, tópicos y poesía abrupta. Quirón y los otros hombres es precisamente eso cálido que llamamos amor, amor que se saborea, una colección de historias líricas que, como es costumbre en su escritura, crece y se abre a cada relectura. Sí, este es un libro de poesía amorosa, pero viniendo de Rosario, no puede ser simplemente un cancionero de amores y destierros, de gozos y pesares, de batallas y descansos. Hay una historia secreta que teje los versos y cuyo hilo nos guía hasta el poema de cierre, que, paradójicamente, es una declaración de intenciones dicha con el susurro de los paréntesis. La historia comienza entre los campos de la Arcadia, donde el yo lírico, una mujer, habla con Quirón, el centauro, bajo la advocación de Rubén Darío y Borges. Le canta, lo reclama, lo recibe y promete librar con él sus “lejanas batallas”, le lee versos y reposa junto a la “dulce bestia amada”. Es una sección de luces, no hay oscuros lamentos ni nostalgias; el verso cabalga impetuoso y elegante a lo largo de treinta poemas y una elegía alegre en que la voz de mujer que habla en los versos iguala al fin la estatura mítica del centauro y se duerme tranquila sobre su “mitad más alta”. Luego vienen los otros hombres. El primero en llegar es el poeta y narrador norteamericano Raymond Carver; con sus poemas se abre un diálogo lírico en el que la voz 9


que cuenta parece haberse transmutado en su esposa, la también poeta Tess Gallagher. Precisamente la glosa de un poema de Gallagher conduce hacia los dos versos finales de “Duelo” (“No sé si reírte o llorarte. / Me tienes, como siempre, confundida”) y, allí, la voz se agota en la imposibilidad de la despedida, a pesar de que el siguiente poema evoca la muerte de Carver, un final de libro escrito con sangre en septiembre de 1987. Los textos que Rosario agrupa en esta sección poseen un tono nostálgico, levemente amargo, pero también serenamente sabio. No hay daño en la constante presencia de la muerte, parece como si los poemas, más sobrios, más narrativos que los dedicados a Quirón, construyeran un álbum de recuerdos; solo ese poema último eleva el tono dramático, lo torna duro, breve y seco, acaban en él segados los recuerdos. A continuación, encontramos la sección titulada “Bernhard y la casa del lago” que, como el anterior, toma aliento de textos, versos y fragmentos narrativos, esta vez del escritor austriaco Thomas Bernhard, desaparecido en 1989. Aquí el diálogo se esconde en la escritura que toma la apariencia de un monólogo en doce poemas, una sola voz que corresponde a una mirada más reflexiva, lúcida, inclemente. La anécdota narrativa es las más de las veces un contrapunto al ejercicio de comprensión honda de lo cotidiano que se expresa en los textos. Algunas imágenes de lejana filiación surrealista (“los hombres capaces de sostener su cerebro sobre sus propias manos”) colaboran en la descripción de un mundo frío y yermo, en el que la mirada y la voz que cuenta habitan un cuerpo que siempre camina a contrapelo, rasgado y herido por el paso del tiempo. Y esta vez la muerte no es el final de un álbum de fotografías, sino el cese de la voz y la entrada de la razón consciente en


el sueño: “Allí donde el niño siente el violín como su única infancia / mientras sueña con la muerte”. Acaba el poemario con la sección titulada “La cama de Onetti” y son fragmentos del narrador uruguayo los que dan el pie a la escritura de Rosario en este último tramo de “Los otros hombres”. Su título trae a la memoria los años que Onetti pasó exiliado en Madrid, los últimos doce de su vida, en los que casi no abandonó la cama de su piso de la calle América. Tímido y existencialista, Onetti deja en los poemas de Rosario un contrapunto, apenas dos citas memorables, que desatan el torrente de la voz que se torna impetuosa y entona la queja (“...A mí dime no, / un no liberado y nutriente / que se instale en mis arterias como el limo”) o celebra en el canto al hombre renacido (“se ilumina / y se hace hermoso”) o se viste con las ropas mojadas de un “yo” que oye la lluvia que borra “los rostros de los hombres” en su tamborileo fino sobre las aceras del Campo del Sur. Los dos poemas con los que termina el libro son dos afirmaciones: una, en pasado, ajusta las cuentas con el mundo y queda en paz (“Preparé un plato con pan para los invitados de mi vida”); la otra, una declaración de intenciones: dejar a un lado las grandes palabras vacías y retornar a la pura materia de la vida (“tan solo besar tu pecho / y aferrarme a tus rodillas), en un verso que se despide con la contundencia de un do de pecho: “como los muertos se aferran a la muerte”. La figura que desvela el tapiz, una vez la lectura ha ido anudando los hilos, no es la estampa estática del dibujo de un laberinto, sino el flujo cinemático de una historia coral: las voces de los muertos y las voces de los vivos en una conversación que sube en espiral o se abre mientras se eleva como el humo de un cigarrillo; la escritura de Rosario Pérez 11


Cabaña y la escritura de los otros en palimpsesto; la literatura hecha vida y la vida contada como si únicamente pudiera ser literatura. El pulso lírico (“el alma en las heridas”) se va elevando conforme la trama subyacente va trazando el mapa del territorio que habitan Quirón y los otros hombres, de manera tal que la última página no es más que la primera (“hombre, no es tanto lo que pido”) y el poemario queda inconcluso, acaso, porque los hombres no son sino compañeros de un viaje que no se acaba nunca. Libro hermoso, libro sabio, poemas para leer y releer, escritura escrita para que el lector la haga suya y la firme con su nombre. Por eso decía al principio que es tan raro este placer que me regala Rosario: una polifonía de voces acordadas, que también hace hablar al lector, pues, hechos libro los poemas, se aloja en su contraportada un espejo. Yo he visto mi vida pasar ante mis ojos por los campos en los que cabalga Quirón, recogida dentro de los trenes que recorren perezosos el medio oeste, caminando aterida por las ciudades frías de los bárbaros, descansada en la cama metafísica de Onetti, palabra poética de un yo estallado que refleja la vida en los fragmentos de los vidrios rotos. Acaba aquí la compañía de un prólogo perfectamente prescindible, como todos los preámbulos a libros que saben hablar solos y sin necesidad de intérprete. Ahora escuche las voces y el canto. Carlos Serrato


I Quirón

El animal ha muerto o casi ha muerto. Quedan el hombre y su alma. J.L. Borges, Elogio de la sombra

Son los Centauros. Cubren la llanura. Les siente la montaña. De lejos, forman son de torrente que cae; su galope al aire que reposa despierta, y estremece la hoja del laurel-rosa. Rubén Darío, Coloquio de los Centauros



-ISiempre quise ser mujer para gritarte, con el cuello en llamas: “Llégate a mí como la mitad sur del centauro, levantando polvo y pesando”.

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-IIDe dónde vienen, quiénes son. Por qué descienden y llegan desbaratando viñas y [encendiendo pechos. Recítame, amado, sus historias.


-IIIEl caballo brilla y brama el hombre. Mi gruta aguarda con el pĂşrpura intacto tus dos mundos infinitos. Sacudes el boscaje. Entras. Con luces me adormezco.

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-IVÂżRecuerdas la llanura? Todo era una densa nube cuando avanzabas ĂĄvido de mĂ­ hasta el pozo donde yo te aguardaba mansamente. Abrevabas entonces en mis muslos y yo peinaba mis crines en espera de la noche.


-VEmbestida de ti acometo la fiebre que librará de sombras las ardientes esteras ahí donde me naces, me renuevas, me creces. Abrévame en tu frío y enciéndeme de dones para librar contigo tus lejanas batallas y mancillar de paz el suelo de esta casa.

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-VILos oigo avanzar contigo al frente como un son de torrente que cae. LĂşcida luz la tuya de dolientes verdades. Alzas la voz y se abren los lagos, veo salir del limo las palabras celestes.


-VIIAcuérdate de la noche en que te leí aquel relato de Ficciones. Te sorprendió la palabra sobre el tiempo. Toda vida es un instante. El instante preciso en que el hombre sabe para siempre quién es. Tú no entendías, mi adorada bestia equina, tú vives en tu círculo de eternidades e inercias, esparciendo la virtud de tus cascos cansados por el mundo. Hubo un tiempo en que no te vieron, no entendieron [la visión, te palparon, te lamieron, te oyeron, desgranaron tus memorias, te dieron hijos y llagas, pero no llegaron a ver tu fondo alado. Ahora eres de mi tiempo, del tiempo detenido, eres en mí, mientras soy en mis horas finitas, mi dulce bestia amada.

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-VIIITú me contabas las batallas que habías visto desde las colinas. Yo te oía y pensaba en la hierba fresca que comerían nuestros hijos.


-IXSabio es tu torso celeste y tu mitad de humus. Los antiguos abuelos me advirtieron: sin tiempo llegará la mano que trotará a tu lado, una y mil voces será del tropel, dolerá la virtud y el vicio de los blancos velos y los brazos rojos. El reino estará dentro. Todo esto decían de ti los antiguos. Yo aún no sabía.

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-XAquella noche, cuando el mar cercó nuestras palabras, sentí la carrera de tus cascos adentrarse en la tierra. Yo te hablé de un amor sucedido y envuelto en sueño. Temí no verte más en las orillas. Agarré tus manos desherradas, ¿puedes recordarlo?, y tú las mías.


-XI“A sus pies, como un perro, yace un amor dormido” decían de la sombra que todo lo arrebata. No atiendas sus palabras, Quirón, que la muerte es imagen y copia de lo ausente. Tu deseo es un túnel confuso de luciérnagas; recibes el páramo y aspiras a lo oscuro con la liviana fortaleza con que un potrillo persigue su sombra en el arroyo. Vivir es cansado, amor. Hay cosas simples también en la vida. No te dejes vencer, y sueña, esposo mío, con los cascos tronantes con los que llegarás a mi cintura viva. No pienses en la muerte. Recuéstate en el lomo de versos que te brindo y olvida que vivir es estación que pasa tras la lluvia y sus brotes, tras la luz y el olvido.

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-XIIEl monstruo, soliviantado bastión atlante donde la ausencia recala, dividido y sin círculos, galopa por los montes de Tesalia. Siembra el terror y los vientres, ebrios de su hálito los campos, tiritan las yeguadas. Quirón, en mí duerme la sangre de la que vence a los héroes. Cúbreme de aliento y aléjame en tus nubes del enigma y el fin de la manada bárbara.


-XIIIMe han contado que más allá, donde se demoran las nubes en la Isla del Inmortal Ensueño, hay seres que recuerdan solo lo que ya ocurrió. ¿Recordarán al noble y solitario Folo y el olor de los odres embriagando los campos? ¿Celebrarán su muerte, o como tú, amado, encenderán antorchas para avivar su corazón ajado por la cólera del héroe? Dime qué piensas mientras reposas sobre mi pecho.

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-XIVAprendimos a lamernos las palabras como heridas. Nombro cuello a tu cuello y mi saliva te signa y te engrandece. Nombras labio a mi labio y me ardes los ojos. (Es mi labio el que te hace bajar a las colinas fundido en el tropel y buscar manzanas dulces). Me nombras labio y tu lengua me sella a la tierra). En tu mitad terrestre me arrullo y acontecen las heridas y cauterizan las palabras.


-XVMi dulce animal, es belleza lo que veo en tu cabeza cuando llegas gigante y me tiendes en la estera. Liberas tu cuello de milenios y lees los libros antiguos para que oiga los relinchos y olvide los bramidos. Solo a ratos deseé ver una testuz entre mis manos. Perdóname por ello. —Prométeme, al menos, que despertarás cuando yo cierre los ojos—, dices.

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