CARMINA

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Carmina

El Autor

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Carmina es una mujer de mediana edad de la ciudad figurada de Arquea, que vive las inclemencias de su tiempo donde no falta la corrupción y la intriga, el sexo fácil, el alcohol y la droga, la desesperación, el nihilismo o la hipocresía; aunque también la amistad y los nuevos valores sociales. Podría ser una especie de anti-Carmen burguesa del siglo XXI pero en el fondo no hay muchas diferencias; aunque la moral social e individual es lo que dos siglos después ha cambiado.

Antonio Varo Baena - DSK Novela- Carmina- Ediciones En Huida

Antonio Varo Baena (Montilla, 1959). Médico y escritor, actualmente es Presidente del Ateneo de Córdoba y académico correspondiente por Montilla de la Real Academia de Córdoba. Ha sido director-gerente de la Fundación Vicente Núñez, es miembro de la Asociación Colegial de Escritores de España, de la Asociación Andaluza de Escritores y Críticos Literarios y participa en el Circuito Literario Andaluz de la Consejería de Cultura. A lo largo de su carrera literaria ha sido galardonado con diversos premios entre los que podríamos destacar el Premio Internacional Arcipreste de Hita en 1992; una Mención Honorífica del Premio Nacional Luis Carrillo de Sotomayor del mismo año; el Premio AEFLA de Poesía 2007 o el 2º Premio AEFLA de Prosa 2013. De su veintena de libros publicados podemos destacar los títulos poéticos de Poemas para Andrómina, Cartas a Emma, El Origen del Mundo o Noche Radetzky. En prosa publicó su primera novela en 2007 titulada El Defensor del Tiempo.

últimos títulos de la colección

3. Las bicicletas no son para El Cairo Emilio Ferrín 4. La carta Bonsor Emilio Morales Ubago 5. La cuestión israelí Antonio Basallote Marín 6. Recuerdos de un tiempo vivido Francisco Vélez Nieto 7. Todas son iguales 8. Nosocomio

Nerea Riesco

Tania Padilla Aguilera

9. El Afrika Star

Ignacio Sánchez

10. La huella violácea Francisco Fernández Romero 11. Reportaje Abierto José María Ramíez Loma 12. Historia de la Literatura Secreta Gabriel Noguera 13. Trova a la reina Pedro Giménez de Aragón Sierra 14. El ojo de Dios

Antonio Varo Baena

Emilio Morales Ubago

15 Regreso a Venecia 16 Aquae sulis

Francisco Granado J.C. Moreno

17 Cenizas para un blues Fernando de Cea

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Colección DSK - Novela

Ediciones En Huida


© De los textos: Antonio Varo Baena © De la ilustración de la portada: Francisco Nieva Maquetación: Martín Lucía (mediomartin@yahoo.es) Coordinador editorial: Ediciones En Huida ISBN: 978-84-942260-8-3 Depósito Legal: SE 663-2014 Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro, al igual que su incorporación a un sistema informático, su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, reprográfico, gramofónico u otro, sin el permiso previo y por escrito de los editores. Contacte y haga su pedido (sin gastos de envío): ventas@edicionesenhuida.es


Carmina Antonio Varo Baena



Carmina



A mis hijos Rosauro y Elena



PARTE I



Alonso

U

na gota de dolor le caía por el cuello y una punzada sobre el bajo vientre le recordaba el cáncer de próstata cada vez que golpeaba con sus genitales la montura. Como si en los últimos cien años no hubiera ocurrido nada, como si el río que esquivaba la ciudad fluyera con la misma agua, el jinete paseaba en un caballo gris por la carretera que llevaba al aeropuerto. Sobre la tapia que resguardaba al club, su cabeza se balanceaba con un sombrero de ala ancha, una chaqueta corta y una chivata en la mano. Parecía una escena de cine mudo sobre caballo de cartón. Las crines del caballo le ocultaban la cara, que sólo se veía cuando hacía un gesto violento por el dolor del bocado. Alonso, desde el club, seguía con la mirada su recorrido al filo de los cristales de lo alto de la tapia como si anduviera sobre ascuas por las botellas rotas encendidas de color rojo y verde; a su lado jugueteaban en el césped de la piscina varios niños muy pequeños y el jinete desapareció al cruzarse detrás de un árbol junto a la tapia, entre dolores y fachadas. Alonso, sentado en una de las mesas de la terraza, volvió la cara hacia la piscina en el momento en que Elvira, para bañarse, se quitaba un largo pañuelo transparente atado a una cintura escueta, que resaltaba más que ocultaba sus piernas. La parte superior de su bikini amarillo eran dos pequeñas manchas sobre los pezones de las que sobresalían en la línea del talle dos lunas de carne. Solía vestir ropa ibicenca e ir a restaurantes donde lo de 11


menos era la comida que servían sino más bien el diseño del local. Vivía en una comuna burguesa de casitas adosadas y blancas y las más caras de Arquea, al norte del extrarradio de la ciudad y donde la intimidad era el bien más preciado por su ausencia. A Alonso le gustaba el descaro de Elvira en sus movimientos. Pensaba en la época en que el marido de Elvira se acostaba con su hermana. No lo entendía bien o quizás lo entendía demasiado. Entre los tres llegaron a una entente cordial para el futuro. Ella se metió en el agua por las escalerillas con un ligero escorzo del cuello, en el lado más profundo de la piscina y Alonso se fijó en la sombra del plátano en la que se resguardaba del sol desde hacía algunas horas Carmina, su mujer. Carmina leía un libro apoyado sobre las piernas cruzadas y abiertas y por la ingle le sobresalía el vello del sexo que afeaba el inicio de sus muslos. Tenía unos cuarenta años, veinte menos que él. Alonso la conocía desde niña cuando jugaban al tenis y ella tan sólo tenía quince años. Diez años después de los juegos de pelota, Alonso dejó a su mujer Elisa y tres hijos y se fue a vivir con Carmina. Carmina miraba a Alonso que se había situado de espaldas a ella para evitar el sol que le hacía daño en los ojos. En su espalda desnuda, mas ancha por abajo, veía cómo se señalaban algunas venas azuladas en los costados que destacaban sobre su blancura, salpicada por algún grueso lunar y un cuello enrojecido. Cuando miraba hacia un lado, las arañas cirróticas del rostro brillaban como púrpura oleosa. Carmina sabía qué le había llevado a aquella enfermedad, más del alma que del hígado, por eso le miraba con calma y con más pena que desprecio. Entre ellos se removía inquieto su hijo deficiente de ocho años, Gonzalo, tan hijo del alcohol como de ellos mismos. Pero la vida según Alonso, había cambiado para ella, no para él. No necesi12


taba excusas para beber; su alcoholismo venía de un aprendizaje lejano, desde la universidad. Alonso se dio la vuelta y sorprendió a Carmina mirándole fija. —¿Qué me miras? —Nada, sólo pensaba. —¿Desde hace mucho rato? —¿Te molesta? —Me da igual. —¿Entonces? —Déjame las llaves del coche, me voy. —¿Volverás pronto? —No sé, primero me voy a pasar por el bar del club. —¿Mucho rato? —El necesario. —¿Para qué es necesario? No, déjalo, ya lo sé.

El club estaba anexo a un pequeño aeropuerto en el que casi no había vuelos; tenía instalaciones deportivas, sobre todo pistas de tenis y de padel, y había dos piscinas en las que se establecía una separación generacional, una para los mayores de catorce años, mezcla de residencia para la tercera edad y club juvenil y otra sin limitaciones de edad en la que padres añosos chapoteaban junto a sus hijos pequeños sin miedo al ridículo. Alonso se acercó al bar en el que bebían cerveza Lope y Jaime vestidos de tenistas. 13


Los saludó y éstos respondieron con un gesto mínimo. Pensaba tomarse algo con ellos pero no le prestaban demasiada atención. Pidió una cerveza y la cuenta que tenía pendiente de consumiciones anteriores. —Unos cabrones —dijo de repente Alonso en voz alta y sin dirigirse a nadie en concreto—. Jaime y Lope le miraron sorprendidos. —¿Qué hablas Alonso? —Los camareros de aquí, que son unos cabrones. sado?

—Venga, tranquilízate —le dijo Lope—, ¿qué te ha pa—Me han cobrado una copa de más. —Bueno, eso se puede aclarar ¿no?

—¡Oye tú! —increpó Alonso, dirigiéndose al camarero—, ¿cuántas copas me he tomado? —Ahí están apuntadas caballero. —Yo no soy caballero y a mí no me tomáis el pelo. Siempre hacéis lo mismo, conmigo y con todo el mundo. —No pretendemos tomarle el pelo a nadie y nos está usted ofendiendo. —¡Pues iros todos a la mierda, no os pienso pagar! ¡Y ustedes también! —se dirigía a Jaime y Lope. Éste hizo un gesto de agresión que Jaime le contuvo—. —Déjalo, no ves que es un amargado. 14


—Pues que se amargue él solo. —Bien, ya se va. Cada copa que Alonso tomaba era apuntada por los camareros con exactitud en su cuenta, pero la costumbre de dejar pendiente de pagar lo que se tomaban, favorecía un cierto descontrol, que a veces beneficiaba al que bebía y otras al que apuntaba. Alonso cogió el coche, una ranchera algo voluminosa, y se fue deprisa a la ciudad con el bochorno de la tarde.

Elisa se recogió el pelo, se levantó lentamente y se puso un pareo en la cintura. Bordeó la piscina y al acercarse a Carmina la miró con fijeza y de manera violenta. Le rozó con el pareo en su brazo y se sentó junto a la puerta del bar, cerca del borde de la piscina, pegada a la sombra de la pared. Carmina no se movió, ya estaba acostumbrada a su insolencia pero siendo así no dejaba de molestarle su rencor. Carmina bajó el libro que leía y miró a Elisa que en aquel momento se reía. Carmina también sonrió, como si la línea curvada de sus labios fueran los bordes de una herida que se clavaba en la piel de Elisa, quizás con la misma forma de los labios de su sexo, ya arrugado o aquejado de la humedad de la boca de sus amantes. La risa de Elisa era una especie de mentira que ocultaba un rostro decrépito afeado por el botox en los labios, como una vaca sonriente, o un payaso con el alma tullida y tallada por el abandono. Elisa había pasado en esos años, con sus labios bien abiertos, de una búsqueda infructuosa en la barra de los bares para separados y solitarios, a los tranquilizantes, y ella misma decía con una cierta amargura que se había acostado con todo y con todos. Elisa dejó de reír y como si una lengua de lava se derramara por su lengua, le habló a su amiga Ana con la que se había 15


sentado en la mesa, aunque a ésta no le agradó mucho:

—Mira la puta cómo lee.

—¿Nunca te olvidarás de lo que pasó?

—¿Por qué tengo que olvidar?

—Alguna vez tendrás que asumir lo que pasó Elisa, aunque sólo sea por tu tranquilidad. Y ya han pasado bastantes años. Pero al parecer tu rencor es inacabable. No sé cómo no te has cansado ya. —Mira la puta cómo se esconde bajo un árbol, será porque está más gorda que nunca.

—Por favor Elisa, deja el tema ya de una vez.

—¡Ojalá la sombra que le cae fuera de fuego y la achicharrara! —Me voy —dijo Ana—. Cuando te tranquilices y en otro momento si quieres, hablamos.

—¿De qué?

—De lo que quieras menos de Carmina.

—Pues no tenemos nada de qué hablar.

—Pues mejor.

—Hasta nunca.

En la piscina de los niños, y a una hora en la que el calor era algo más que una lengua de fuego bajo un árbol, un hombre 16


de unos cincuenta años, con las sienes blancas, barba abundante y nívea como de profeta, barriga prominente y andares dificultosos, jugaba con un niño de no más de un año en una especie de estanque cuadrado, poco profundo, en el que flotaba un excremento. Un bochorno pringoso se pegaba a la piel y a la mente como las escamas del pescado se pegan a la carne y son difíciles de desprender. La tarde se iba llenando de algarabía y ruidos ya cerca de la oración. Ana dejó a Elisa y se acercó a Carmina.

—Hola Carmina.

—Hola Ana.

—He tenido que dejar a Elisa.

—Supongo que por lo de siempre ¿no? Ya la he oído.

—Te está insultando otra vez.

—Ya es costumbre ¿no?

—Un odiosa costumbre.

—Déjala que se desahogue. Es lo único que le queda.

—No deberías consentirlo.

—Ella es la que no se consiente.

—Se pone endemoniada cuando os ve a los dos juntos. Y yo no tengo necesidad de escuchar sus imprecaciones.

—Es su problema.

—Y del que está a su lado.

—Será que es masoquista.

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—No sé por qué sigue viniendo al club.

—Pensará que me jode.

—Pues más bien jode a los demás.

—Pasa de ella, como yo lo hago.

—Sí, creo que será lo mejor.

El hombre de las barbas en la piscina infantil se acercó a ver qué era aquello oscuro que flotaba cerca de él y con aspecto dudoso. Con un gesto de asco se volvió y avisó al buzo encargado de la piscina para que recogiera la hez de su niño que navegaba sobre una capa de cremas y potingues. Carmina cerró el libro que estaba leyendo, llamó a su hijo, recogió sus cosas en varias bolsas atestadas y se marchó. Dejó unos momentos a su hijo al cuidado de Ana para arreglarse. No sabía por qué seguía yendo a aquel club que sólo le traía problemas. Quizás fuera una costumbre estúpida, una fijación infantil, el recuerdo de aquellos años primeros cuando sus padres aún vivían y todo parecía más cercano, no tan duro: aquellas mañanas de los sábados en que parecía que el día y la vida iban a ser eternos; la celebración de su primera comunión; los juegos de las noches de agosto perdida entre la vegetación y la oscuridad de los rincones del club, habían dejado una estela de encuentros que arrastraban el olor al agua clorada y a la hierba recién cortada, el alivio tras los exámenes del bachillerato y la universidad y después, como una espada alargada, como el abeto que se acercaba a la textura del cielo difuminado y que nunca se tuerce, la presencia inesperada de Alonso. Su boda también se festejó allí. 18


Carmina fue al vestuario de los adultos que estaba separado también como la piscina del de los niños. Aunque solían estar limpios, eran antiguos, por lo que una pátina de suciedad y óxido era inevitable y a Carmina le repugnaba entrar en ellos. Se duchaba con las zapatillas puestas, más por escrúpulos mentales que por verdaderos motivos higiénicos. Creía que en ese momento estaba sola en el vestuario, pero en uno de los vestuarios oyó un murmullo que no había disimulado el chirriar oxidado de su taquilla de la que sacaba champú y desodorante. Al momento salieron Elisa y Elvira de uno de los compartimentos con el pecho descubierto y al verla enrojecieron. La sensación de incomodidad le hizo volverse a Carmina que se metió en la ducha. Cuando acabó y salía de allí vestida, se fijó en un letrero que había a la entrada y que decía: “Los vestuarios no son lugar para juegos”.

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El contrabando

L

a tarde dejaba caer los hierros luminosos del sol sobre la calle, el viento se ocultaba entre las hojas de los árboles para no calentarse y la gente de la ciudad se protegía tras las ventanas. El suelo negro desprendía humo a lo lejos y el color de los semáforos más que verse se intuía como sombras cambiantes. Alonso entró en uno de sus bares habituales, La Vaca Multicolor donde estaba de camarero Juan Diego. Lo conocía de un bar anterior cercano a su casa que antes frecuentaba y que ya estaba cerrado. Juan Diego tenía chispa en la conversación, era simpático sin excederse, aunque a ello le ayudaba en sus días más tristes un trozo de hierba quemada con olor a maría que se fumaba al empezar el día a las siete de la mañana. El bar estaba a la entrada de un barrio de Arquea de clase media baja que conforme se iba deteriorando se iba llenando de inmigrantes, sobre todo sudamericanos, a los que le alquilaban los cristianos del barrio algunos cuchitriles inmundos. Juan Diego le sirvió sin preguntarle una cerveza en botella verde, escarchada por fuera por el hielo del refrigerador y que casi se le cae de las manos.

—¿Te enfrío alguna cervezas más? —le dijo Juan Diego—.

—Un par de ellas —Juan Diego metió cuatro—.

—¿Ha estado hoy por aquí don Francisco?

—No, este mediodía no ha venido. 21


mí.

—Pero vendrá ahora. Hoy no le cobres, apúntamelo a

—¡Como diga el señorito! —Juan Diego puso una voz de pito como Gracita Morales—.

—Déjate de coñas.

—¿De coñac? No me gusta.

—Joder, hoy no hay quien pueda contigo.

—Ni mañana.

Don Francisco apareció y Juan Diego le puso una botella pequeña de champán francés, de las que se usan en los prostíbulos y que Don Francisco se tomaba diariamente al mediodía en La Vaca Multicolor, aunque como había quedado con Alonso se había demorado para beberla. —Decía Groucho Marx en una de sus películas —dijo Alonso—, que no hay nada como la libertad, salvo una cerveza fría en un día caluroso. —Seguro que no le gustaba el champán —respondió don Francisco—. —¿Han llegado ya los toros? —le preguntó Alonso sin mirarlo mientras le quitaba a la botella de cerveza la etiqueta verde—. —Sí, están donde siempre, pero ve con cuidado que me parece que hay algo de vigilancia. Después de las diez estarán allí. —No te preocupes, lo haremos como siempre. Aunque hoy quizás le diga a Ángel que vaya él a recogerlos. 22


—No me gusta que haya mucha gente metida en esto.

—Con Ángel no hay problema.

—Hasta que lo haya.

—¿Dónde está la partida?

—En Madrid —dijo don Francisco— los están esperando cerca de Getafe para meterlos en los camiones.

—¿Cuántos van?

—Casi doscientos mil litros. Son dos millones. Todos en billetes de quinientos euros. Don Francisco era bodeguero y había estado cuatro años en la cárcel por disparar en mitad de una viña con una escopeta contra un hermano suyo por cuestiones patrimoniales y de lindes; algo nada excepcional en la zona. En la cárcel había pagado para que le protegieran y había conocido los métodos de la mafia que traficaba con alcohol. Aunque no quería inmiscuirse demasiado en ese asunto, no le importaba facilitar alguna cantidad de alcohol puro quemado de sus bodegas para el contrabando hacia el norte de Europa, donde valía diez veces más. Aunque algo de ese alcohol se quedaba también en España y algunas veces, mezclado con alcoholes etílicos, producían algunas muertes ocasionales entre los propios traficantes. Alonso era el intermediario y su labor consistía en recoger el dinero y repartirlo con Don Francisco y en falsificar las guías oficiales de los camiones que llevaban el alcohol. Se encargaba así de la gestión de los envíos dando las instrucciones a los escalones inferiores que solían ser gente de los pueblos cercanos a Arquea, donde la vigilancia era menor y los posibles chivatazos estaban controlados por ellos mismos en connivencia con algún policía local. Juan Diego 23


sabía de qué iba aquella cuestión. En el bar anterior en que había trabajado también había algunos asuntos poco legales; allí un ciego alto y elegante que vendía cupones en la calle traficaba en el bar con discos de música copiados ilegalmente y los ofrecía a los clientes más asiduos en una larga lista con los títulos más actuales que los chinos copiaban.

El aire se emboscaba tras los árboles y olía a azufre, a huevo podrido. Los altavoces del club anunciaron el comienzo de la santa misa. Elvira se quitó el pareo transparente de la cintura y se puso otro de color oscuro menos translúcido. Lope se puso una camiseta y fue al salón de actos del club, donde el cura comenzaba la ceremonia. Entró cuando ya estaba casi lleno y la mezcla de cuerpos sudorosos o mojados y la poca ventilación del local, rodeado de cortinas, espesaban el ambiente. El cura sabía que la misa no podía durar más de veinte minutos y con llegar cinco minutos tarde te perdías gran parte del rito. Después cada uno volvería a la rutina que había abandonado, una partida de mus, de dominó, tomar el sol, la piscina, una charla banal. Durante la misa, a la hora en que el servicio de camareros era menos necesario, Ángel, uno de ellos, le dijo a la cocinera que le acompañara a la despensa de la cocina donde comenzó a besarle y tocarle los pechos. Ella le bajó el pantalón y hurgó con su boca entre las ingles. El color del cielo se hacía incierto, un azul dudoso manchado de espuma, de una neblina blanca. Una bandada de pájaros pasaba en formación angulosa sobre los árboles. A lo lejos, la estela de un avión parecía la que deja un barco sobre el mar. Ángel escuchó el silencio previo al final de la misa. Se subió los pantalones y pasó su mano por la penumbra de Alba y aún su olor se derramaba entre los dedos y la boca y un segundo deseo. 24


—Hoy es viernes —le dijo Ángel mientras veía por las rendijas cómo la gente se iba de nuevo a la piscina—. —¿Y? —No trabajo por la noche. Te espero en La Vaca Multicolor a eso de las diez. He quedado allí también con Alonso. No sé que querrá. Espero que no me complique la vida.

—¿Y tu mujer?

—Le diré que tengo trabajo extra. Una boda o algo así. Es lo acostumbrado, aunque no se lo crea. Aunque eso a estas alturas me importa ya poco. Quizás a ella también.

—¿Es que piensa que estamos liados?

—Es posible.

—La verdad es que no me agrada que lo sepa.

—¿Y a ti qué más te da?

—Yo pasé por algo parecido, ya lo sabes. Aunque por supuesto que me da igual lo que le pase a otras.

—¿Y tú te creías lo que te decía tu marido?

—¿Crees que soy tonta?

—¿Irás o no?

—Si me lo dices así a lo mejor no voy ni hoy ni nunca.

—Ya te salió el genio —Ángel la besa—.

—Bueno, allí estaré.

Cuando Ángel salió se escabulleron las sombras y las 25


oraciones y el bar se había llenado de nuevo de la gente de la misa. El bullicio había sustituido al silencio y a la calima y un aire espeso se revolvía entre los setos.

Ángel llegó a La Vaca Multicolor y Alba ya estaba allí. Se pusieron en una esquina de la barra y no vieron a Alonso que aún seguía allí bebiendo gin—tonic. Había quedado en pasarse a las once por el Hostal Montecarlo, pero estaba más borracho que de costumbre y aunque solía coger el coche con una buena carga de alcohol, después de lo que le había dicho Don Francisco sobre una posible vigilancia, pensó que era demasiado peligroso. Se les acercó por detrás y los saludó. —Ángel —gritó. Éste reaccionó con sorpresa, más por el grito que por su presencia allí—.

—Buenas noches, don Alonso.

—Mira, quiero que me hagas un favor.

—Si puedo, diga usted.

—Ayer me dejé una maleta en el Hotel Montecarlo en una habitación. Hoy en mi estado no voy a poder ir, pero... — hizo una pausa—, la habitación está pagada y seguramente allí sigue aún la maleta, pues les dije que no arreglaran la habitación hasta que me marchara mañana y además acabo de llamar a la recepción. Te dejo mi coche y mañana me la das en el club y me devuelves el coche. A Ángel no le hizo gracia la propuesta porque le parecía bastante extraña, pero por la posibilidad de pasar gran parte de la noche haciendo el amor con Alba en un lugar cómodo y la poca dificultad del encargo le dijo que sí. El Hotel Montecarlo estaba 26


situado a la salida de Arquea junto a la Autovía hacia Madrid, justo al lado de una gasolinera. De noche los colores de sus luces de neón se asemejaban a las de un club de carretera, pero sólo era un hotel con una cierta tolerancia hacia sus huéspedes a los que no solían preguntar a qué iban y allí se daban citas clandestinas de parejas adúlteras y mujeres de la profesión. La mañana había sido dura. Ángel rastreaba el periódico sin saber qué buscaba exactamente. En la contraportada se fijó en una foto de un militar que había decidido hacer pública su homosexualidad. Ángel sonreía con sorna. Alonso conoció a Ángel en África en los años sesenta cuando, como un personaje barojiano, la pretensión de Alonso era alcanzar el generalato y la cirrosis alcohólica en el Tercio. Ambas cosas estuvo a punto de conseguirlas, pero los excesos en la lujuria de la soledad con algún soldado del que se había enamorado, lo cual no era nada extraño en aquellos parajes, llegaron a oídos del Alto Estado Mayor y fue pasado a la reserva militar con el grado de teniente coronel. Respecto a la cirrosis, ésta era ya irreversible y las arañas cirróticas se habían apoderado de su cara. Ángel, soldado raso, no tuvo la suerte de Alonso. Cuando estuvo en Melilla había sido él mismo el amante preferido del sargento en su cuartel y también él tenía sus propio amante al que encarcelaron por contrabando de droga. Las complicidades entre Ángel y Alonso comenzaban justo en el muslo derecho de Ángel, en una cicatriz que le hicieron cuando fue forzado con un cuchillo. Alonso hizo en principio la vista gorda, pero el pernil apretaba y lo acogió entre sus piernas y sus canutos. Ángel quiso seguir a su amante hasta la cárcel canaria donde fue internado. A la cárcel iba todas las tardes hasta que la negativa contundente a su extraño intento le hizo desistir. Antes había intentado suicidarse quemándose a lo bonzo en el almacén del cuartel. Desde entonces el incipiente bigote que tenía se le volvió blanco para siempre. Pero aque27


llo era agua pasada, donde las circunstancias pesaban más que cualquier otra consideración moral y además ninguno de los dos era marica pero ese hilo, adobado y oculto por el velo del silencio cómplice, nunca se rompería. En África Alonso pervirtió su deseo sexual y prefería acercarse a la pureza imaginada de una jovencita, aunque supiera su incapacidad de amar. Para Ángel el efecto fue el contrario y esa frialdad de quien todo lo ha perdido no le impedía que a su madre, vieja y paralítica en una silla de ruedas, le tocara sus partes íntimas en alguna ocasión para darle placer con una mezcla de piedad y comprensión, exceso de estómago y falta de escrúpulos.

Carmina ya había regresado a su casa cuando llamó Alonso por teléfono. —Oye Carmina, me voy a retrasar un poco, tengo que hacer todavía un par de cosas.

—No entiendo por qué me avisas si nunca lo haces.

—Llevas razón lo mejor es no llamar. Ya me lo decía mi amigo el boticario: tienes dos broncas cuando llamas y cuando llegas.

—No estoy para tonterías, hoy me ha dado la tarde tu ex.

—No le hagas caso es una amargada.

—Y amarga a las demás como una almendra rancia.

—Bueno, eso que te he dicho.

—¿Y el coche dónde está?

—No te preocupes, lo tiene Ángel. 28


—Yo me voy a acostar ya.

A Carmina le importaba poco lo que su marido hiciera, pero esa noche intuía que podría pasar algo. Fue a La Vaca Multicolor cuando Juan Diego estaba a punto de cerrar, ya cerca de la una de la madrugada. Juan Diego la miró extrañado. Casi sin mirarle le preguntó Carmina: —¿Y Alonso? —Se fue hace un rato. —¿Ha estado bebiendo? —Tú qué crees. —Pregunta tonta del día. —¿No sabes dónde ha ido? —No. —Yo sí lo sé — dijo Carmina—. Cogió el bolso y se fue hacia un hotel cercano al bar, ahora decadente y sucio pero que antes había sido la referencia señorial de la ciudad. Juan Diego cerró La Vaca Multicolor y se fue tras ella. Carmina le preguntó al conserje cuál era la habitación de Alonso. El conserje no la conocía y estaba acostumbrado a los apaños de Alonso; pensó que aquel día habría un cónclave especial. — La 310. Al instante llegó Juan Diego que se introdujo con ella en el ascensor casi chocando. Al llegar a la habitación tocó la puerta y abrió Alonso medio desnudo. En la cama se intuían las 29


piernas desnudas de una mujer y las vellosas de otro hombre de apariencia más joven.

—¿Qué haces aquí? — le preguntó Alonso—. —Tú eres quien tiene que responder a eso. —Tú misma. —Eres despreciable. —No más que otros. —Olvídame.

Alonso vio por la espalda de Carmina a Juan Diego. Sonrió y cerró la puerta. Carmina y Juan Diego cogieron el coche hasta su casa. Juan Diego le rozó la mano y la cogió; hablaba a borbotones y su verborrea disgustaba a Carmina. Los ojos tiroideos y algo viscosos de Carmina ampliaban el deseo de Juan Diego pero ello no era más que una fábula, un disimulo involuntario. Carmina pensaba que para qué había ido allí, por ella como si se pudría Alonso.

Eran casi las cinco de la madrugada y Ángel había dejado la maleta llena de dinero en el portamaletas del coche de Alonso. Cuando iba a subir al coche, donde ya estaba sentada Alba, se le acercaron dos hombres que le tumbaron y le dieron un golpe en la cabeza. Le robaron la maleta y huyeron. Alonso era también el accionista mayoritario de un periódico local de gran influencia en la ciudad y a través del cual controlaba las informaciones que pudieran hacer referencia a sí mismo. La forma en la que se había adueñado de las acciones del periódico era una apropiación indebida, un robo sin usar eufemismos. Había sido el testaferro de 30


un partido político con el que había mantenido negocios sucios antes del periodo democrático. Por ello las acciones del periódico, con un considerable valor, se habían puesto a su nombre. En cuanto pudo las vendió y se quedó con el dinero que nadie podía reclamar. Su hombre de confianza en el periódico era Javier, un periodista sin título oficial y también poeta que le escribía a las minifalderas y para disimular les dedicaba los poemas a su mujer. Javier controlaba la vida cultural y editorial de la ciudad y como si fuera un productor de cine, lanzaba al estrellato, a veces estrellado, del mundillo poético, a sus amantes ocasionales, casi siempre jóvenes y aunque no eran muchas, aparentaba lo contrario. El periodista había estado en Cuba en busca de sexo fácil y volvió enganchado a una cubanita simpática de ojos dulces que te comían, y no sólo a él. Aún no se había separado de su mujer y la mantenía en un apartamento próximo a su casa hasta que el dinero y la dignidad los separó de forma definitiva. Alonso se había citado con Javier en La Vaca Multicolor. —Ayer robaron a Ángel en la puerta del hotel. —No sabía que hubo ayer meneo, aunque hoy ha llegado un correo electrónico de comisaría a la redacción. Pero ya no habrá tiempo de ponerlo hasta el periódico de mañana. —Bien, mañana te encargas de eso. —¿Se han quedado con toda la carga? —Sí. Es necesario que hables con el comisario y que salga alguna información en el periódico pero atribuyéndola a sudamericanos. —Sólo eso. —También debes insinuar alguna amenaza a los que lo 31


hicieron. Sobre todo por demostrar que estamos al tanto, a ver si se asustan. —¿Sabes quiénes son? —Todavía no y no parece que sean muy profesionales. No están en la pomada. Quizás se hayan equivocado porque no saben con quien se la están jugando. —¿Por qué lo crees así? —El dinero iba en una maleta como la que llevan los joyeros. Quizá sólo sean unos descuideros.

—¿Habrá represalias?

—Cuando los localicemos. Pero antes habría que negociar si es posible. Aunque en el barrio Sur ya he avisado y están al quite.

—¿La información sin nombres, claro? —Sólo iniciales. Las que la policía te dé. Y si no las da te las inventas. —Está hecho.

El verano se disolvía ya en la escarcha de la madrugada y en los cielos rojizos de la tarde. Ya no había nada ni nadie que dibujara ópalos de niebla sobre los árboles, las piedras, la tierra que la calima borra. El viento se colaba entre los setos que rodeaban la piscina; hacía frío al salir del agua y las nubes se racheaban y eran más blancas, el otoño se acercaba, y el dolor entre la piel y el estómago eran más profundos de lo que el viejo del caballo creía. Una tórtola tras el vuelo reposaba en la rama preferida de 32


la copa del árbol más alto planeando hacia arriba de la rama, como si despegara. Mientras Alonso hablaba con Ángel un antiguo torero medio borracho hacía piruetas entre las mesas del bar mientras otro socio, un abogado esquizoide de los empresarios de clubs de alterne de la ciudad, le reía las gracias. No se sabe cómo pero nunca fue ninguno de los empresarios a la cárcel a pesar de la obviedad de la trata de blancas en sus negocios. Ángel sacó unas tazas de chocolate que habían sobrado de una celebración de cumpleaños de un niño y se las ofreció a un grupo de mujeres mayores que jugaban a las cartas. Antes de que se acabaran las tazas, ya había varias de ellas con dolor de estómago. Eran un grupo de seis o siete ancianas que se reunían todos los días en la piscina. Por la mañana tomaban el sol y por la tarde jugaban a las cartas en una de las mesas de la terraza del bar. Consideraban el club como algo propio y con derecho a sentarse en el sitio elegido por ellas estuviera o no ocupado. Si era así acosaban al intruso hasta que le hacían huir. La educación no era su fuerte aunque ellas se consideraban la quintaesencia de la misma; hablaban a voces y sobre todo cuando lo hacían por el teléfono móvil, por lo que todo el mundo aunque no quisiera tenía que escucharlas.

—¿Les ha gustado? —dijo Ángel—.

—Está buenísimo —todavía con el sabor amargo en la boca y el esófago echando fuego—.

—¿No está muy caliente?

—No que va en absoluto, además el chocolate siempre hay que tomarlo así, quemando.

—Es que me gusta cuidar bien a mis clientas.

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—Siempre tan coqueto Ángel —le dijeron también coqueteando—. —O achicharrarlas. Tienes un poquito de mala leche — le dijo Lope a Ángel en un aparte con la voz muy baja—.

—¿Por qué?

—¿Es que te las quieres cargar con un jicarazo? Y a más de cuarenta grados a la sombra. —La mala leche me parece que la tienes tú —le respondió con sorna—.

—Yo no he repartido el chocolate.

—Y además como me las voy a querer cargar si son mis mejores clientas en el club, al menos son las que están aquí más rato sentadas, porque lo que se dice hacer gasto hacen poco; un vaso de agua, un café cada dos horas, una menta poleo o un té frío.

—¿Ni la que gana se gasta?

—No se juegan nada. Sólo el tiempo.

—Aunque sólo sea por la honrilla.

—Nada, menos que un cura en cuaresma.

—¿Y eso qué significa?

—No sé me parece que me he equivocado de refrán.

—Sí mejor que lo dejes.

—Debe ser el calor.

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—O el viento.

—Eres un caso.

—Dos casos.

Las mirlas se pasean entre las mesas, ágiles, sin miedo, ajenas a su condición de pájaros. Habían proliferado porque estaban protegidas e incluso algunas había aprendido varias palabras de las jugadoras. —¡Farol, farol! —graznaban las mirlas, mientras hacían sus escarceos amorosos entre las patas de hierro de las sillas y de vez en cuando alguna chillaba asustando a las jugadoras. La tarde se acababa y el tiempo también.

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