El Áfrika Star

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Ignacio Sánchez

El Autor

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El Áfrika Star es un club . Un punto en el que

naufragar para recoger los restos y comenzar de cero. O seguir naufragando. Porque allí puede que el naufragio no importe. Y es también un libro de relatos. De relatos para náufragos, sí. Pero también para aquellos que nunca se cansarán de navegar. Un libro en el que Desiderio Obama podrá encontrarse consigo mismo, con lo que es y lo que no. O donde Amaro Pires será el músico más importante de Africa, en un mopmento dado, sólo por un momento dado. Un libro de historias, de buenas historias localizadas en África. Revestidas de África, pero que, al fin y al cabo, pueden acontecer de igual modo o muy parecidas, en cualquier lugar del mundo. Inlcuso, también, en El Áfrika Star.

Ignacio Sánchez - Colección DSK - El Áfrika Star- Ediciones En Huida

Ignacio Sánchez, nacido en Salamanca (España), es Licenciado en Letras, Geografía e Historia en la Universidad de Salamanca y en Lengua y Literatura Francesas en la Universidad de Ginebra. Fue Director-Fundador de la revista cultural El Patio, editada por el CCHG de Malabo, Director de la revista y de la programación cultural de la emisora de radio “África 2000”, organizador de diversas publicaciones de artículos y relatos en la Revista de Cultura de la Diputación de Ávila, en la revista “Luki Luke” y en diversos medios radiofónicos, Director-Fundador de la editorial Malamba, especializada en Literatura Negroafricana. Es autor de El Áfrika Star (Editorial Abya Yala, Quito 2008), Haikus y Acuarelas (Opera Prima, Santo Domingo 2010), Un viento dorado (Editorial Angelesdefierro, Santo Domingo, 2011), 35 Haikus (Salamanca, 2012) y Las orillas del sueño (Editorial Ángelesdefierro, Santo Domingo 2012)

1. El hombre no mediático que leía a Peter Handke Edgar Borges 2. Julio Mariscal y la revista Platero Francisco Basallote 3. Las bicicletas no son para El Cairo Emilio Ferrín 4. La carta Bonsor Emilio Morales Ubago

El Áfrika Star Colección DSK -

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Otros títulos de la colección

Relatos

Ediciones En Huida

5. La Cuestión israelí Antonio Basallote Marín 6. Recuerdos de un tiempo vivido Francisco Vélez Nieto 7. Todas son iguales Nerea Riesco 8. Nosocomio. El diamante negro Tania Padilla



Ignacio Sรกnchez

El ร frika Star


© de los textos: Ignacio Sánchez Sánchez © de la ilustración original de la portada: Juan Mayí Maquetación: Martín Lucía (mediomartin@yahoo.es) Coordinador editorial: Ediciones En Huida ISBN: 978-84-941027-2-1 Depósito Legal: Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro, al igual que su incorporación a un sistema informático, su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, reprográfico, gramofónico u otro, sin el permiso previo y por escrito de los editores. Contacte y haga su pedido (sin gastos de envío): ventas@edicionesenhuida.es


El Ă frika Star



El Ă frika Star



“La bu­fe­ra in­fer­nal, che mai non res­ta, me­na gli spi­ri­ti con la sua ra­pi­na” Dan­te Aligh ­ er­ i In­fier­no “¿Có­mo cau­sa­rán los as­tros es­ta muer­te?” Fr. Be­ni­to Jer­ ón ­ im ­ o Feij­oo Tea­tro crí­ti­co uni­ver­sal



La can­ción del náu­fra­go

E

s­toy muer­to. Na­ve­gan­do eter­na­men­te en es­ta na­ve hun­di­da lla­ma­da El Áfri­ka Star. Si mue­vo los cu­bos de hie­lo en el va­ so de wis­qui, oi­go, con mis oí­dos de aho­ga­do, el rui­do de las ma­reas den­tro de las ca­ra­co­las. Es­ta su­cia bru­ma do­ra­da he­cha de neón y hu­mo de ci­ga­rri­llos es la luz que ve­mos los muer­tos des­de de­ba­jo del mar. To­dos es­tos otros hom­bres aco­da­dos en la ba­rra, tal y co­mo se apo­yan los ma­ri­nos vi­vos en las bor­das pa­ra con­tem­plar los ho­ri­zon­tes, de­ben de es­tar tan muer­tos co­mo yo. Co­mo yo, ya no re­cuer­dan na­da, ni el nom­bre de otros puer­tos, ni el nom­bre de otras na­ves. Co­mo yo, ya no re­cuer­dan a na­die, ni el nom­bre de otros cuer­pos, ni el nom­bre de otras al­mas. Co­mo yo, só­lo sa­ben que, náu­fra­gos en la no­che de Da­kar, na­ve­gan en el bu­que fan­tas­ ma del Áfri­ka Star. Por eso, a pe­sar de las si­re­nas de mo­vi­mien­tos ági­les y rui­do­so can­to, de las si­re­nas de ín­fi­mas mi­ni­fal­das y al­tos cu­los, tie­nen to­dos la mi­ra­da per­di­da y la ex­pre­sión abo­tar­ga­da. A mí tam­bién me ro­dean las si­re­nas, son tres. Las dos que es­ tán a los la­dos lle­van mi­ni­fal­das de la­mé do­ra­do y za­pa­tos de ta­cón de agu­ja, son pe­que­ñas co­mo mu­ñe­cas, con du­ros pe­chos de pe­zón pun­zan­te, la que es­tá en me­dio es al­ta y es­bel­ta, lle­va un pan­ta­lón muy ce­ñi­do que le di­bu­ja la vul­va con pre­ci­sión de lá­mi­na de ana­ to­mía, ca­da vez que se ríe se ven os­ci­lar sus pe­chos ge­ne­ro­sos por en­ci­ma del es­co­te. En las bur­bu­jas que les sa­len de la bo­ca cuan­do ha­blan leo sus nom­bres: Beauty, Ama­da y De­si­rée. Ese ena­no ne­gro de bel­fos rien­tes y ojos en­cen­di­dos que me mi­ra fi­ja­men­te es el ín­cu­bo que guar­da la en­tra­da del in­fier­no. Aun­ que esa puer­ta en­trea­bier­ta que de­ja ver unas es­ca­le­ras des­cen­den­tes ex­hi­ba en le­tras ro­jas el ró­tu­lo Toi­let­te, es­toy se­gu­ro de que el lu­gar al que con­du­ce, y del que pro­vie­nen esas me­fí­ti­cas ema­na­cio­nes, no es otro que el in­fier­no. No, aun­que me mee por las pa­tas aba­jo no me mo­ve­ré de aquí, me que­da­ré quie­te­ci­to en la cu­bier­ta de El Afri­ka Star, flo­tan­do pa­ra siem­pre en el lim­bo de la tes­tos­te­ro­na. 11


El ni­ño muer­to

M

i nom­bre no es Beauty. En otro tiem­po fui Bi­si­la, la gran dio­sa que vi­ve en los vol­ca­nes de una is­la. An­tes de ser pu­ta en el Áfri­ka Star, an­da­ba des­cal­za en­tre los gi­gan­ tes­cos he­le­chos de mi is­la, en­tre he­le­chos más an­ti­guos que to­dos los dio­ses que se ado­ran en los tem­plos. Era en­ton­ces cuan­do la voz de mi ma­dre me de­cía “Bi­si­la, tráe­me el agua. Bi­si­la en­cien­ de el fue­go”. Era en­ton­ces cuan­do la voz de mi ama­do me de­cía “Bi­si­la, eres fres­ca co­mo el agua de Cool Wa­tá. Bi­si­la, tu cuer­po en­cien­de el mío con el fue­go sa­gra­do de los an­te­pa­sa­dos”. Era en­ton­ces cuan­do la voz de mi hi­jo me de­cía “Ma­dre, ten­go mie­ do. Ma­dre, no veo na­da, la luz se va mar­chan­do po­co a po­co”. Cuan­do los ni­ños mue­ren, cuan­do mue­re un ni­ño allá en mi is­la, les po­ne­mos el tra­je de pri­me­ra co­mu­nión. El tra­je les que­da gran­de. Tam­bién les po­ne­mos dos mo­ne­das so­bre los ojos pa­ra que los cie­rren y no vean. A los muer­tos les que­dan los tra­jes gran­des y cuan­do los za­ran­dean las mu­je­res gri­tan­do su do­lor, se les mue­ven los de­dos de los guan­tes co­mo si es­tu­vie­ran vi­vos. A to­do el mun­do le preo­cu­pa el olor. Los ni­ños muer­tos hue­len muy dis­tin­to de los ni­ños vi­vos. Si llue­ve, ¡ay! un muer­to más ba­jo la llu­via, las tum­bas es­tán lle­nas de agua y los fé­re­tros flo­tan, en­ton­ces to­do el cor­te­jo fú­ne­bre se po­ne muy ner­vio­so, se im­pa­cien­ta de­ba­jo de los pa­ra­guas, de las ho­jas gi­gan­tes de ma­lan­ga y mi­ran el pe­que­ño ataúd de pi­no blan­co flo­tan­do so­bre el agua ro­ji­za de la fo­sa y na­die llo­ra, ape­nas el ge­mi­do agu­do y ani­mal de la ma­dre, ca­si aho­ga­do por el rui­do atro­na­dor de las trom­bas del agua ecua­to­rial, has­ta que al­guien sa­ca sin es­fuer­zo la mi­nús­cu­la ca­ja, agu­je­rea el fon­do y la de­vuel­ve a la fo­sa en­ce­ na­ga­da. Po­co a po­co, a me­di­da que se va lle­nan­do de agua, len­ta­ men­te, se va hun­dien­do, un nau­fra­gio ha­cia el ol­vi­do.

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La za­pa­ti­lla ro­ja

C

o­mo ha­bía llo­vi­do a me­dio­día íba­mos sal­tan­do de pie­dra en pie­dra, por el ca­mi­no de los man­gos, pa­ra no man­char de ba­rro las za­pa­ti­llas blan­cas de los días de fies­ta. Vol­vía­ mos a nues­tro pue­blo des­de Cat­chun­go don­de ha­bía­mos pa­sa­do el día, en el co­le­gio de las Her­ma­nas do San­to Spi­ri­to, ce­le­bran­do la Vir­gen del Car­men. Ha­bía­mos vis­to una pe­lí­cu­la pre­cio­sa, de una ni­ña que que­ría ser bai­la­ri­na y se po­nía unas za­pa­ti­llas ro­jas que eran má­gi­cas y no po­día pa­rar de bai­lar e iba bai­lan­do a to­ das par­tes, muer­ta de mie­do y de can­san­cio. Mi her­ma­ni­ta y yo tam­bién que­ría­mos ser bai­la­ri­nas y bai­lá­ba­mos so­bre las pie­dras res­ba­la­di­zas del ca­mi­no de los man­gos. En­ton­ces apa­re­cie­ron los sol­da­dos. Al prin­ci­pio nos que­da­mos quie­tas, pe­ro lue­go, cuan­do vi­mos la ex­pre­sión de sus ca­ras y nos acor­da­mos de lo que cuen­ ta la gen­te que ocu­rre en las gue­rras, echa­mos a co­rrer a tra­vés del bos­que. Yo, aun­que po­día co­rrer más de­pri­sa que mi her­ma­ ni­ta, iba de­trás de ella, em­pu­ján­do­la, ani­mán­do­la pa­ra que no se que­da­ra atrás. Cuan­do creía que ha­bía­mos es­ca­pa­do, sen­tí que una ma­no me su­je­ta­ba por el vue­lo del ves­ti­do y, mien­tras caía al sue­lo, vi que mi her­ma­ni­ta de­sa­pa­re­cía en­tre las som­bras ver­des de un ca­cao­tal. Aque­llos hom­bres, co­mo una ma­na­da de hie­nas, se echa­ ron so­bre mí, so­bre mi pe­que­ño cuer­po con­traí­do por el te­rror y me vio­la­ron tan­tas ve­ces que ya ni sen­tía do­lor. Lo peor fue la ex­ plo­sión, y es que el so­ni­do vi­no de por don­de ha­bía es­ca­pa­do mi her­ma­ni­ta y pen­sé: Dios mío, una mi­na. Así que, cuan­do me de­ ja­ron so­la, a ras­tras, tan su­cia y do­lo­ri­da, me acer­qué al ca­cao­tal y allí es­ta­ba, con el cuer­po en una pos­tu­ra im­po­si­ble y la ex­pre­sión ató­ni­ta, allí es­ta­ba mi her­ma­ni­ta muer­ta y sin una pier­na, con el ho­rri­ble mu­ñón sa­lien­do de su fal­da pli­sa­da. Unos me­tros más allá en­con­tré su za­pa­ti­lla: era ro­ja, te­ñi­da por su san­gre. Ca­si me ol­vi­da­ba, mi nom­bre no es Ama­da. Ni na­die me ama ni amo a na­die. Mi nom­bre era Gui­mar, Gui­mar Men­des y 13


mi her­ma­ni­ta se lla­ma­ba Ma­ría Ne­rei­de. Ca­da vez que ten­go que ir­me con un clien­te del Afri­ka Star y el as­co me su­be a la gar­gan­ta y me dan ga­nas de cla­var­le las uñas pos­ti­zas en los ojos, en­ton­ces veo a mi her­ma­ni­ta gi­ran­do sin pa­rar en mi ca­be­za, con las za­pa­ ti­llas ro­jas de san­gre, gi­ran­do, gi­ran­do.

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Tiem­po de are­na

N

i las ora­cio­nes de lo ma­ra­bús, ni los sa­cri­fi­cios pro­hi­bi­ dos de los he­chi­ce­ros lo­gra­ron arran­car una so­la go­ta del al­ma ava­ra de Ka­mou, el es­pí­ri­tu de la llu­via. La tie­rra se­dien­ta be­bía la san­gre de los to­ros sa­cri­fi­ca­dos, pe­ro el es­pí­ri­tu no acep­ta­ba los sa­cri­fic­ ios; así que ni ese año, ni al si­guien­te ca­yó una so­la go­ta de agua so­bre los cam­pos de mi pue­blo. Un sol de ní­quel con­tem­pla­ba có­mo los pas­tos se agos­ta­ban, los ma­nan­tia­ les de­ja­ban de ma­nar, la le­che aban­do­na­ba las ubres de las va­cas, los pe­chos de las mu­je­res, las pe­rras ma­ta­ban a sus ca­cho­rros o los aban­do­na­ban pa­ra que las vo­ra­ces hor­mi­gas los de­vo­ra­ran. No­so­tros, los Sou­ma­ho­ro, de­ja­mos las tie­rras que ha­bían vis­to na­cer a nues­tros an­te­pa­sa­dos y va­ga­mos, ro­dea­dos por el agó­ni­co re­ba­ño de nues­tras va­cas, por un es­pa­cio de­so­la­do que fun­día los ar­dien­tes ho­ri­zon­tes con las are­nas ar­dien­tes, por una eter­ni­dad mo­nó­to­na y ab­sur­da co­mo la are­na por la que íba­mos de­jan­do un ras­tro de ca­dá­ve­res. Los pri­me­ros en mo­rir fue­ron mis her­ma­nos Ma­ma­dou y Ba­tou­rou, de­fen­dién­do­nos al res­to cuan­do una tri­bu de ban­di­dos, aún más fa­mé­li­cos que no­so­tros, nos ata­có mien­tras dor­mía­mos. Des­pués mu­rió Kas­si­mou, el pe­que­ño. Mi ma­dre car­gó con su cuer­po sin vi­da du­ran­te dos días y dos no­ches, has­ta que mi pa­ dre, Sa­lif, se lo arran­có de las ma­nos y lo de­jó en­te­rra­do, sin fuer­ zas ya pa­ra las ce­re­mo­nias fú­ne­bres, en me­dio de aque­lla in­men­ sa lla­nu­ra de­so­la­da. Cuan­do lo ha­bía­mos per­di­do to­do, el re­ba­ño, el or­gu­llo, el fu­tu­ro del nom­bre de los Sou­ma­ho­ro, nos fui­mos a Ba­ma­ko; allí, en me­dio de otras mu­chas fa­mi­lias co­mo la mía, nos ins­ta­la­mos a vi­vir en las afue­ras, en una cho­za de ta­blas y car­to­nes, a la ori­lla de un arro­yo de ori­nes, jun­to a unas co­li­nas de ba­su­ra don­de unas ca­bras es­cuá­li­das ra­mo­nea­ban ji­ro­nes de bol­sas de plás­ti­co.

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Jun­to a otras jó­ve­nes del ba­rrio co­men­cé a ir al cen­tro de Ba­ma­ko, don­de los fun­cio­na­rios de al­mi­do­na­do bu­bú, los coo­pe­ ran­tes in­ter­na­cio­na­les y los co­mer­cian­tes li­ba­ne­ses y mau­ri­ta­nos nos pa­ga­ban por pa­sar la tar­de. An­tes de vol­ver a mi ca­sa te­nía un es­pe­cial cui­da­do en de­ jar, en el cuar­to que ha­bía­mos al­qui­la­do jun­to a la es­ta­ción, cual­ quier ras­tro de mis ac­ti­vi­da­des se­cre­tas; a pe­sar de to­do, cuan­do lle­ga­ba a mi ca­sa no po­día sos­te­ner la mi­ra­da de mi ma­dre cuan­do le en­tre­ga­da unos bi­lle­tes arru­ga­dos y no ha­cía más que con­tem­ plar­me en to­das par­tes, en los es­pe­jos, en la bru­ñi­da su­per­fic­ ie de los ca­cha­rros de co­bre, con el pa­ra­noi­co con­ven­ci­mien­to de que me iban a de­vol­ver la ima­gen ma­qui­lla­da de mis me­ro­deos. La úl­ti­ma vez que oí mi nom­bre fue en los la­bios de mi pa­ dre, Las­si­na, me lla­mó y, des­pués de es­cu­pir en los bi­lle­tes que an­tes le ha­bía en­tre­ga­do a mi ma­dre, me los arro­jó a la ca­ra. Ese día co­gí el tren pa­ra Da­kar y de­ci­dí ol­vi­dar­lo to­do y aquí es­toy aho­ra, soy De­si­rée, la pu­ta más re­pu­tada del Áfri­ka Star.

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Cuan­do ellas de­jan de bai­lar

C

o­mo un la­gar­to hú­me­do se des­li­za la no­che. No con los oí­dos, con to­do el cuer­po, por ca­da po­ro es­cu­chan­do los tam-tam del Áfri­ka Star.

Co­mo un la­gar­to eléc­tri­co se des­li­za la mú­si­ca. La dan­za, la po­se­sión, los cuer­pos agi­tán­do­se en con­tor­sio­nes im­po­si­bles, an­tia­ na­tó­mi­cas, los pies des­cal­zos fir­mes en el sue­lo se lan­zan a la al­tu­ra pro­pul­sa­dos por la per­cu­sión, los hom­bros se agi­tan, las ex­pre­sio­ nes son de tran­ce, el su­dor ilu­mi­na la pe­que­ña pis­ta de la dis­co. Co­mo un la­gar­to lú­bri­co en­vuel­ve la sen­sua­li­dad nues­tras mi­ra­das, las de to­dos, las de los jó­ve­nes hor­te­ras lle­nos de ca­de­nas, las de las ma­más de cu­los gor­dos que mue­ven los pa­ní­cu­los adi­po­ sos al com­pás, las de los blan­cos con ojos de ra­pi­ña hip­no­ti­za­dos por las con­vul­sio­nes se­xua­les de los co­ños de las bai­la­ri­nas. Aho­ra lo im­po­si­ble, más, más, los cuer­pos se des­co­yun­tan y se re­com­po­nen al rit­mo tre­pi­dan­te. ¡Oh! ser el gran fa­lo, el tó­tem po­lla y fo­llar­se uno tras otro, a la vez, una y otra vez los cuer­pos atra­ve­sa­dos por la dan­za. De re­pen­te la mú­si­ca ce­sa y se pro­du­ce un va­cío an­gus­tian­te, alie­nan­te, las ca­ras con­ser­van to­da­vía, co­mo una más­ca­ra aja­da, las sen­sa­cio­nes de ha­ce un se­gun­do, tan le­ja­no, tan im­po­si­ble aho­ra. En la ca­lle, co­mo un la­gar­to su­cio, el tiem­po ha pa­sa­do. Los ta­xis nos ase­dian pa­ra lle­var­nos, co­mo a con­va­le­cien­tes, a los le­ chos so­li­ta­rios. Al­gu­na de las mu­je­res que an­tes bai­la­ba su­gie­re acom­pa­ñar­nos, pe­ro ¡oh, dios! en lu­gar del bri­llo, de la be­lle­za ex­ta­sia­da, la luz del al­ba, con cruel­dad qui­rúr­gi­ca, mues­tra los es­tra­gos de la no­che, la des­com­po­si­ción de la car­ne y del es­pí­ri­tu. Ya el tiem­po ha si­do. Co­mo un la­gar­to aplas­ta­do con­tra el as­fal­to la vi­da cuan­do ellas de­jan de bai­lar. 17



De足si足de足rio Oba足ma



Le mal, le bien, l’in­ter­dit, la fau­te ren­voient à l’an­cê­tre.

Il est pré­sen­te en tout. Pau­lin Ngue­ma-Obam, As­pects de la re­li­gion fang

E mvu e wu (“le chien qui était mor­t”) Ce­lui qui a trans­gres­sé les in­ter­dits est ap­pe­lé “e mvu e wu” Tra­di­cio­nal fang



Mer­ce­des ha­cia el puer­to

A

un­que lle­va un buen ra­to su­mer­gi­do en el atas­co que hay en el cru­ce de San­da­ga y la ca­lle Ponty, De­si­de­rio Oba­ma se en­cuen­tra a gus­to y re­la­ja­do. Con los de­dos tam­bo­ri­lea so­bre el vo­lan­te in­ten­tan­do se­guir el rit­mo del bi­kur­sí que in­ter­ pre­ta Ran­tam­plán en el lec­tor de CDs. In­do­len­te­men­te mi­ra a los ocu­pan­tes de los otros co­ches, los ros­tros de to­dos esos ne­gros tan di­fe­ren­tes de él, de las se­ño­ras afe­rra­das a los vo­lan­tes con los de­dos ati­bo­rra­dos de sor­ti­jas, to­ca­das las ca­be­zas con te­las de co­lo­res, de los ta­xis­tas de bu­bú raí­do que pa­san rá­pi­da­men­te en­tre los de­dos las cuen­tas de sus ro­sa­rios. Con es­pí­ri­tu ju­gue­tón com­pa­ra sus ras­gos pá­mues con los ras­gos su­dá­ni­cos de la ma­ yo­ría de la gen­te que le ro­dea y se en­cuen­tra bien, sa­tis­fe­cho de sí mis­mo. Pien­sa que sus la­bios abul­ta­dos, su na­riz aplas­ta­da y su ar­co su­per­ci­liar pro­mi­nen­te le con­fie­ren un as­pec­to pu­ra­men­te afri­ca­no, una im­pron­ta de au­ten­ti­ci­dad ra­cial, así que, en­can­ta­do con la ima­gen que ha ela­bo­ra­do so­bre sí mis­mo, mue­ve el es­pe­ jo re­tro­vi­sor pa­ra mi­rar­se. Por una de­sa­for­tu­na­da aso­cia­ción de ideas le vie­ne a la ca­be­za el en­tie­rro de Ni­ña, su se­gun­da mu­jer: el pa­ñue­lo anu­da­do, de­bi­do a la tra­di­ción gui­nea­na que pro­hí­be ver a los muer­tos en un es­pe­jo, so­bre el re­tro­vi­sor del fur­gón fú­ ne­bre en el que lle­va­ban el ataúd al ce­men­te­rio, la tar­de llu­vio­sa y la ca­be­za a pun­to de es­ta­llar­le, la pal­pi­ta­ción en sus sie­nes por cau­sa del mie­do y del do­lor. No quie­re que los re­cuer­dos le es­tro­peen el día, él sa­be que hi­zo lo que de­bía, es un ban­tú, un fang, no hi­zo más que cum­plir con sus tra­di­cio­nes, cui­dar de su evú. Pa­ra tran­qui­li­zar­se pien­sa en los ne­go­cios, en el di­ne­ro que es­tá ga­nan­do des­de que re­gre­só de Gui­nea, en el pues­to que el go­bier­no le ha pro­me­ti­do, en la ca­ sa de diez ha­bi­ta­cio­nes que es­tá cons­tru­yen­do en el pue­blo, con la gran an­te­na pa­ra­bó­li­ca en la que ani­dan los pá­ja­ros. Pa­ra evi­tar el em­bo­te­lla­mien­to se des­vía y ba­ja, a su iz­ quier­da, por la ca­lle Mous­se Diop, en­tre las gran­des pi­rá­mi­des de 23


sa­cos de ce­bo­llas apo­ya­dos so­bre las ca­sas co­lo­nia­les de in­fan­ti­ les co­lo­res co­rroí­dos por la hu­me­dad ma­ri­na, las ca­sas del ba­rrio por­tua­rio con la vi­vien­da cons­trui­da so­bre los gran­des al­ma­ce­nes de los co­lo­nos fran­ce­ses y que hoy uti­li­zan los co­mer­cian­tes li­ ba­ne­ses. Los ca­mio­nes, su­bi­dos a las ace­ras, y que obli­gan a la aje­trea­da mul­ti­tud de com­pra­do­res y por­tea­do­res a cir­cu­lar por la cal­za­da, es­tán car­ga­dos has­ta los to­pes de mer­can­cías por don­de tre­pan des­cal­zos los equi­pos de des­car­ga. Aquí y allá un bao­bab en un pa­tio, los ni­ños y las ove­jas en­tre las car­ca­sas de vie­jos au­ to­mó­vi­les, las pe­que­ñas bou­ti­ques de los mau­ri­ta­nos, um­brías y re­ple­tas, el due­ño den­tro, hie­rá­ti­co, con la tú­ni­ca azul cu­yo ex­tre­ mo des­can­sa so­bre un hom­bro con gra­cia ro­ma­na, la bar­ba fes­ to­nean­do el prog­na­tis­mo. Al fi­nal de la ca­lle se abre la pla­za de Ba­ma­ko, don­de se di­vi­sa, al fon­do, la es­ta­ción de fe­rro­ca­rril. El edi­fi­cio de la es­ta­ción pa­re­ce de ju­gue­te, un re­cor­ta­ble co­lo­ris­ ta e idea­li­za­do, tan her­mo­so se ve con­tra el cie­lo de har­mat­tan. Las dos to­rres la­te­ra­les es­tán ali­ca­ta­das con ce­rá­mi­cas de co­lo­res y se re­ma­tan con ga­le­rías de co­lum­nas en la par­te su­pe­rior; en el cen­tro, tres ar­cos con puer­tas me­tá­li­cas dan ac­ce­so al in­te­rior, don­de un tren con los va­go­nes ver­des y ama­ri­llos es­tá pa­ra­do en las vías. Ca­si no hay gen­te por­que ha­ce tiem­po que no fun­cio­na la lí­nea Da­kar-Ba­ma­ko. Sin em­bar­go, los al­re­de­do­res de la es­ta­ ción con­ser­van su vi­da tu­mul­tuo­sa: jus­to en el úni­co es­pa­cio no to­ma­do por el caó­ti­co trá­fi­co ur­ba­no, en un des­cam­pa­do a la iz­ quier­da del edi­fi­cio de la es­ta­ción hay un gran mer­ca­do en el que vie­nen a ven­der sus pro­duc­tos la gen­te de los pue­blos: al­fa­re­ría de Thiés, te­ji­dos con fi­gu­ras geo­mé­tri­cas, ca­la­ba­zas con­ver­ti­das en re­ci­pien­tes ador­na­das de mag­ní­fi­cos pi­ro­gra­ba­dos, –pien­sa en com­prar una con el di­bu­jo de una ser­pien­te, su ani­mal to­té­mi­co–, man­te­ca de ka­ri­té, y un mon­tón de co­sas pa­ra co­mer que él no co­no­ce y que le pa­re­cen fran­ca­men­te re­pug­nan­tes. Una vía de tren, que atra­vie­sa la pla­za de Ba­ma­ko por su par­te más ba­ja, une el puer­to con la es­ta­ción; por ella, en­tre la mu­che­dum­bre, en­tre los co­ches y el gen­tío, cru­za una enor­me lo­co­mo­to­ra ver­de que le­van­ta a su pa­so nu­bes de un pol­vo blan­ que­ci­no que lo cu­bre to­do. 24


Por fin en­tra en el re­cin­to por­tua­rio. Va­rios bar­cos de di­fe­ ren­tes co­lo­res y ban­de­ras es­tán ama­rra­dos a los mue­lles; tres o cua­tro, cu­bier­tos de con­te­ne­do­res, es­pe­ran su tur­no de des­car­ga. Al fi­nal de la dár­se­na, so­bre una es­pe­cie de pla­ta­for­ma a la que se ac­ce­de por una ram­pa, es­tán los co­ches que le han en­via­do de Fran­cia y com­prue­ba, sa­tis­fe­cho, que to­dos es­tán en per­fec­tas con­di­cio­nes y son de mar­cas de lu­jo: Mer­ce­des, BMW, po­ten­tes to­do te­rre­no. El ne­go­cio es muy ren­ta­ble: los co­ches son ro­ba­dos en Eu­ro­pa oc­ci­den­tal y con­du­ci­dos a Bul­ga­ria, allí se les fa­bri­ca una do­cu­men­ta­ción fal­sa y son ven­di­dos a buen pre­cio a una em­ pre­sa fran­ce­sa de ve­hí­cu­los de oca­sión, pro­pie­dad de un búl­ga­ro re­si­den­te en Fran­cia que se los en­vía a él, que, a su vez, los aca­ba co­lo­can­do, con ex­ce­len­tes be­ne­fic­ ios, en­tre la en­ri­que­ci­da tri­bu del pre­si­den­te gui­nea­no y sus alle­ga­dos. De­si­de­rio, co­mo mu­chos otros de sus com­pa­trio­tas, es­tu­vo en Bul­ga­ria es­tu­dian­do eco­no­mía con una de las es­tra­fa­la­rias be­ cas que han for­ma­do a la nue­va cla­se po­lí­ti­ca gui­nea­na, apren­dió búl­ga­ro y, por su gran sim­pa­tía y exo­tis­mo, ade­más de por su fal­ta ab­so­lu­ta de es­crú­pu­los, hi­zo bue­nos ami­gos en So­fía. Años des­pués, des­ti­na­do por el go­bier­no de la dic­ta­du­ra co­mo agre­ ga­do eco­nó­mi­co en la em­ba­ja­da de Gi­ne­bra, fue sor­pren­di­do en la fron­te­ra, a pe­sar de su pa­sa­por­te di­plo­má­ti­co, con un ma­le­tín re­ple­to de co­caí­na. Su in­mu­ni­dad no le evi­tó pa­sar al­go más de un año en la pri­sión de Champs Do­llon. Allí, gra­cias a sus co­no­ ci­mien­tos de la len­gua y de la rea­li­dad búl­ga­ra, en­tró en con­tac­to con un gru­po ma­fio­so del Es­te que se ha­bía in­te­re­sa­do muy sin­ ce­ra­men­te por man­te­ner re­la­cio­nes con al­guien que les abría una puer­ta en Áfri­ca, ni más ni me­nos que con la com­pli­ci­dad de to­do el go­bier­no de un país. Aho­ra es­ta­ba re­co­gien­do los fru­tos. Pa­ra sa­bo­rear con más de­lec­ta­ción su ac­tual es­ta­tus, se de­ja des­li­zar por una sua­ve pen­dien­te de nos­tal­gia. ¡Ah! qué tiem­pos aque­llos de los es­tu­dios en Bul­ga­ria, y, an­tes aún, los años del ba­chi­lle­ra­to en Ma­la­bo, el pan ca­lien­te y las sar­di­nas ma­rro­quíes en su cuar­tu­cho del ba­rrio em­ba­rra­do. Quién iba a de­cir en­ton­ces que él, De­si­de­rio Oba­ma Eso­no, el ni­ño que ca­za­ba ra­tas en Ebe­ 25


bi­yin, siem­pre per­se­gui­do por el mie­do a la vio­len­ta dis­ci­pli­na del pa­dre, se iba a en­con­trar allí, ri­co, triun­fa­dor, aca­ri­cian­do, a pe­sar del pol­vo, con eléc­tri­ca sen­sua­li­dad, la per­fec­ta su­per­fic­ ie me­ta­li­za­da de un Mer­ce­des.

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