Ignacio Sánchez
El Autor
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El Áfrika Star es un club . Un punto en el que
naufragar para recoger los restos y comenzar de cero. O seguir naufragando. Porque allí puede que el naufragio no importe. Y es también un libro de relatos. De relatos para náufragos, sí. Pero también para aquellos que nunca se cansarán de navegar. Un libro en el que Desiderio Obama podrá encontrarse consigo mismo, con lo que es y lo que no. O donde Amaro Pires será el músico más importante de Africa, en un mopmento dado, sólo por un momento dado. Un libro de historias, de buenas historias localizadas en África. Revestidas de África, pero que, al fin y al cabo, pueden acontecer de igual modo o muy parecidas, en cualquier lugar del mundo. Inlcuso, también, en El Áfrika Star.
Ignacio Sánchez - Colección DSK - El Áfrika Star- Ediciones En Huida
Ignacio Sánchez, nacido en Salamanca (España), es Licenciado en Letras, Geografía e Historia en la Universidad de Salamanca y en Lengua y Literatura Francesas en la Universidad de Ginebra. Fue Director-Fundador de la revista cultural El Patio, editada por el CCHG de Malabo, Director de la revista y de la programación cultural de la emisora de radio “África 2000”, organizador de diversas publicaciones de artículos y relatos en la Revista de Cultura de la Diputación de Ávila, en la revista “Luki Luke” y en diversos medios radiofónicos, Director-Fundador de la editorial Malamba, especializada en Literatura Negroafricana. Es autor de El Áfrika Star (Editorial Abya Yala, Quito 2008), Haikus y Acuarelas (Opera Prima, Santo Domingo 2010), Un viento dorado (Editorial Angelesdefierro, Santo Domingo, 2011), 35 Haikus (Salamanca, 2012) y Las orillas del sueño (Editorial Ángelesdefierro, Santo Domingo 2012)
1. El hombre no mediático que leía a Peter Handke Edgar Borges 2. Julio Mariscal y la revista Platero Francisco Basallote 3. Las bicicletas no son para El Cairo Emilio Ferrín 4. La carta Bonsor Emilio Morales Ubago
El Áfrika Star Colección DSK -
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Otros títulos de la colección
Relatos
Ediciones En Huida
5. La Cuestión israelí Antonio Basallote Marín 6. Recuerdos de un tiempo vivido Francisco Vélez Nieto 7. Todas son iguales Nerea Riesco 8. Nosocomio. El diamante negro Tania Padilla
Ignacio Sรกnchez
El ร frika Star
© de los textos: Ignacio Sánchez Sánchez © de la ilustración original de la portada: Juan Mayí Maquetación: Martín Lucía (mediomartin@yahoo.es) Coordinador editorial: Ediciones En Huida ISBN: 978-84-941027-2-1 Depósito Legal: Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro, al igual que su incorporación a un sistema informático, su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, reprográfico, gramofónico u otro, sin el permiso previo y por escrito de los editores. Contacte y haga su pedido (sin gastos de envío): ventas@edicionesenhuida.es
El Ă frika Star
El Ă frika Star
“La bufera infernal, che mai non resta, mena gli spiriti con la sua rapina” Dante Aligh er i Infierno “¿Cómo causarán los astros esta muerte?” Fr. Benito Jer ón im o Feijoo Teatro crítico universal
La canción del náufrago
E
stoy muerto. Navegando eternamente en esta nave hundida llamada El Áfrika Star. Si muevo los cubos de hielo en el va so de wisqui, oigo, con mis oídos de ahogado, el ruido de las mareas dentro de las caracolas. Esta sucia bruma dorada hecha de neón y humo de cigarrillos es la luz que vemos los muertos desde debajo del mar. Todos estos otros hombres acodados en la barra, tal y como se apoyan los marinos vivos en las bordas para contemplar los horizontes, deben de estar tan muertos como yo. Como yo, ya no recuerdan nada, ni el nombre de otros puertos, ni el nombre de otras naves. Como yo, ya no recuerdan a nadie, ni el nombre de otros cuerpos, ni el nombre de otras almas. Como yo, sólo saben que, náufragos en la noche de Dakar, navegan en el buque fantas ma del Áfrika Star. Por eso, a pesar de las sirenas de movimientos ágiles y ruidoso canto, de las sirenas de ínfimas minifaldas y altos culos, tienen todos la mirada perdida y la expresión abotargada. A mí también me rodean las sirenas, son tres. Las dos que es tán a los lados llevan minifaldas de lamé dorado y zapatos de tacón de aguja, son pequeñas como muñecas, con duros pechos de pezón punzante, la que está en medio es alta y esbelta, lleva un pantalón muy ceñido que le dibuja la vulva con precisión de lámina de ana tomía, cada vez que se ríe se ven oscilar sus pechos generosos por encima del escote. En las burbujas que les salen de la boca cuando hablan leo sus nombres: Beauty, Amada y Desirée. Ese enano negro de belfos rientes y ojos encendidos que me mira fijamente es el íncubo que guarda la entrada del infierno. Aun que esa puerta entreabierta que deja ver unas escaleras descendentes exhiba en letras rojas el rótulo Toilette, estoy seguro de que el lugar al que conduce, y del que provienen esas mefíticas emanaciones, no es otro que el infierno. No, aunque me mee por las patas abajo no me moveré de aquí, me quedaré quietecito en la cubierta de El Afrika Star, flotando para siempre en el limbo de la testosterona. 11
El niño muerto
M
i nombre no es Beauty. En otro tiempo fui Bisila, la gran diosa que vive en los volcanes de una isla. Antes de ser puta en el Áfrika Star, andaba descalza entre los gigan tescos helechos de mi isla, entre helechos más antiguos que todos los dioses que se adoran en los templos. Era entonces cuando la voz de mi madre me decía “Bisila, tráeme el agua. Bisila encien de el fuego”. Era entonces cuando la voz de mi amado me decía “Bisila, eres fresca como el agua de Cool Watá. Bisila, tu cuerpo enciende el mío con el fuego sagrado de los antepasados”. Era entonces cuando la voz de mi hijo me decía “Madre, tengo mie do. Madre, no veo nada, la luz se va marchando poco a poco”. Cuando los niños mueren, cuando muere un niño allá en mi isla, les ponemos el traje de primera comunión. El traje les queda grande. También les ponemos dos monedas sobre los ojos para que los cierren y no vean. A los muertos les quedan los trajes grandes y cuando los zarandean las mujeres gritando su dolor, se les mueven los dedos de los guantes como si estuvieran vivos. A todo el mundo le preocupa el olor. Los niños muertos huelen muy distinto de los niños vivos. Si llueve, ¡ay! un muerto más bajo la lluvia, las tumbas están llenas de agua y los féretros flotan, entonces todo el cortejo fúnebre se pone muy nervioso, se impacienta debajo de los paraguas, de las hojas gigantes de malanga y miran el pequeño ataúd de pino blanco flotando sobre el agua rojiza de la fosa y nadie llora, apenas el gemido agudo y animal de la madre, casi ahogado por el ruido atronador de las trombas del agua ecuatorial, hasta que alguien saca sin esfuerzo la minúscula caja, agujerea el fondo y la devuelve a la fosa ence nagada. Poco a poco, a medida que se va llenando de agua, lenta mente, se va hundiendo, un naufragio hacia el olvido.
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La zapatilla roja
C
omo había llovido a mediodía íbamos saltando de piedra en piedra, por el camino de los mangos, para no manchar de barro las zapatillas blancas de los días de fiesta. Volvía mos a nuestro pueblo desde Catchungo donde habíamos pasado el día, en el colegio de las Hermanas do Santo Spirito, celebrando la Virgen del Carmen. Habíamos visto una película preciosa, de una niña que quería ser bailarina y se ponía unas zapatillas rojas que eran mágicas y no podía parar de bailar e iba bailando a to das partes, muerta de miedo y de cansancio. Mi hermanita y yo también queríamos ser bailarinas y bailábamos sobre las piedras resbaladizas del camino de los mangos. Entonces aparecieron los soldados. Al principio nos quedamos quietas, pero luego, cuando vimos la expresión de sus caras y nos acordamos de lo que cuen ta la gente que ocurre en las guerras, echamos a correr a través del bosque. Yo, aunque podía correr más deprisa que mi herma nita, iba detrás de ella, empujándola, animándola para que no se quedara atrás. Cuando creía que habíamos escapado, sentí que una mano me sujetaba por el vuelo del vestido y, mientras caía al suelo, vi que mi hermanita desaparecía entre las sombras verdes de un cacaotal. Aquellos hombres, como una manada de hienas, se echa ron sobre mí, sobre mi pequeño cuerpo contraído por el terror y me violaron tantas veces que ya ni sentía dolor. Lo peor fue la ex plosión, y es que el sonido vino de por donde había escapado mi hermanita y pensé: Dios mío, una mina. Así que, cuando me de jaron sola, a rastras, tan sucia y dolorida, me acerqué al cacaotal y allí estaba, con el cuerpo en una postura imposible y la expresión atónita, allí estaba mi hermanita muerta y sin una pierna, con el horrible muñón saliendo de su falda plisada. Unos metros más allá encontré su zapatilla: era roja, teñida por su sangre. Casi me olvidaba, mi nombre no es Amada. Ni nadie me ama ni amo a nadie. Mi nombre era Guimar, Guimar Mendes y 13
mi hermanita se llamaba María Nereide. Cada vez que tengo que irme con un cliente del Afrika Star y el asco me sube a la garganta y me dan ganas de clavarle las uñas postizas en los ojos, entonces veo a mi hermanita girando sin parar en mi cabeza, con las zapa tillas rojas de sangre, girando, girando.
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Tiempo de arena
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i las oraciones de lo marabús, ni los sacrificios prohibi dos de los hechiceros lograron arrancar una sola gota del alma avara de Kamou, el espíritu de la lluvia. La tierra sedienta bebía la sangre de los toros sacrificados, pero el espíritu no aceptaba los sacrific ios; así que ni ese año, ni al siguiente cayó una sola gota de agua sobre los campos de mi pueblo. Un sol de níquel contemplaba cómo los pastos se agostaban, los manantia les dejaban de manar, la leche abandonaba las ubres de las vacas, los pechos de las mujeres, las perras mataban a sus cachorros o los abandonaban para que las voraces hormigas los devoraran. Nosotros, los Soumahoro, dejamos las tierras que habían visto nacer a nuestros antepasados y vagamos, rodeados por el agónico rebaño de nuestras vacas, por un espacio desolado que fundía los ardientes horizontes con las arenas ardientes, por una eternidad monótona y absurda como la arena por la que íbamos dejando un rastro de cadáveres. Los primeros en morir fueron mis hermanos Mamadou y Batourou, defendiéndonos al resto cuando una tribu de bandidos, aún más famélicos que nosotros, nos atacó mientras dormíamos. Después murió Kassimou, el pequeño. Mi madre cargó con su cuerpo sin vida durante dos días y dos noches, hasta que mi pa dre, Salif, se lo arrancó de las manos y lo dejó enterrado, sin fuer zas ya para las ceremonias fúnebres, en medio de aquella inmen sa llanura desolada. Cuando lo habíamos perdido todo, el rebaño, el orgullo, el futuro del nombre de los Soumahoro, nos fuimos a Bamako; allí, en medio de otras muchas familias como la mía, nos instalamos a vivir en las afueras, en una choza de tablas y cartones, a la orilla de un arroyo de orines, junto a unas colinas de basura donde unas cabras escuálidas ramoneaban jirones de bolsas de plástico.
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Junto a otras jóvenes del barrio comencé a ir al centro de Bamako, donde los funcionarios de almidonado bubú, los coope rantes internacionales y los comerciantes libaneses y mauritanos nos pagaban por pasar la tarde. Antes de volver a mi casa tenía un especial cuidado en de jar, en el cuarto que habíamos alquilado junto a la estación, cual quier rastro de mis actividades secretas; a pesar de todo, cuando llegaba a mi casa no podía sostener la mirada de mi madre cuando le entregada unos billetes arrugados y no hacía más que contem plarme en todas partes, en los espejos, en la bruñida superfic ie de los cacharros de cobre, con el paranoico convencimiento de que me iban a devolver la imagen maquillada de mis merodeos. La última vez que oí mi nombre fue en los labios de mi pa dre, Lassina, me llamó y, después de escupir en los billetes que antes le había entregado a mi madre, me los arrojó a la cara. Ese día cogí el tren para Dakar y decidí olvidarlo todo y aquí estoy ahora, soy Desirée, la puta más reputada del Áfrika Star.
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Cuando ellas dejan de bailar
C
omo un lagarto húmedo se desliza la noche. No con los oídos, con todo el cuerpo, por cada poro escuchando los tam-tam del Áfrika Star.
Como un lagarto eléctrico se desliza la música. La danza, la posesión, los cuerpos agitándose en contorsiones imposibles, antia natómicas, los pies descalzos firmes en el suelo se lanzan a la altura propulsados por la percusión, los hombros se agitan, las expresio nes son de trance, el sudor ilumina la pequeña pista de la disco. Como un lagarto lúbrico envuelve la sensualidad nuestras miradas, las de todos, las de los jóvenes horteras llenos de cadenas, las de las mamás de culos gordos que mueven los panículos adipo sos al compás, las de los blancos con ojos de rapiña hipnotizados por las convulsiones sexuales de los coños de las bailarinas. Ahora lo imposible, más, más, los cuerpos se descoyuntan y se recomponen al ritmo trepidante. ¡Oh! ser el gran falo, el tótem polla y follarse uno tras otro, a la vez, una y otra vez los cuerpos atravesados por la danza. De repente la música cesa y se produce un vacío angustiante, alienante, las caras conservan todavía, como una máscara ajada, las sensaciones de hace un segundo, tan lejano, tan imposible ahora. En la calle, como un lagarto sucio, el tiempo ha pasado. Los taxis nos asedian para llevarnos, como a convalecientes, a los le chos solitarios. Alguna de las mujeres que antes bailaba sugiere acompañarnos, pero ¡oh, dios! en lugar del brillo, de la belleza extasiada, la luz del alba, con crueldad quirúrgica, muestra los estragos de la noche, la descomposición de la carne y del espíritu. Ya el tiempo ha sido. Como un lagarto aplastado contra el asfalto la vida cuando ellas dejan de bailar. 17
De足si足de足rio Oba足ma
Le mal, le bien, l’interdit, la faute renvoient à l’ancêtre.
Il est présente en tout. Paulin Nguema-Obam, Aspects de la religion fang
E mvu e wu (“le chien qui était mort”) Celui qui a transgressé les interdits est appelé “e mvu e wu” Tradicional fang
Mercedes hacia el puerto
A
unque lleva un buen rato sumergido en el atasco que hay en el cruce de Sandaga y la calle Ponty, Desiderio Obama se encuentra a gusto y relajado. Con los dedos tamborilea sobre el volante intentando seguir el ritmo del bikursí que inter preta Rantamplán en el lector de CDs. Indolentemente mira a los ocupantes de los otros coches, los rostros de todos esos negros tan diferentes de él, de las señoras aferradas a los volantes con los dedos atiborrados de sortijas, tocadas las cabezas con telas de colores, de los taxistas de bubú raído que pasan rápidamente entre los dedos las cuentas de sus rosarios. Con espíritu juguetón compara sus rasgos pámues con los rasgos sudánicos de la ma yoría de la gente que le rodea y se encuentra bien, satisfecho de sí mismo. Piensa que sus labios abultados, su nariz aplastada y su arco superciliar prominente le confieren un aspecto puramente africano, una impronta de autenticidad racial, así que, encantado con la imagen que ha elaborado sobre sí mismo, mueve el espe jo retrovisor para mirarse. Por una desafortunada asociación de ideas le viene a la cabeza el entierro de Niña, su segunda mujer: el pañuelo anudado, debido a la tradición guineana que prohíbe ver a los muertos en un espejo, sobre el retrovisor del furgón fú nebre en el que llevaban el ataúd al cementerio, la tarde lluviosa y la cabeza a punto de estallarle, la palpitación en sus sienes por causa del miedo y del dolor. No quiere que los recuerdos le estropeen el día, él sabe que hizo lo que debía, es un bantú, un fang, no hizo más que cumplir con sus tradiciones, cuidar de su evú. Para tranquilizarse piensa en los negocios, en el dinero que está ganando desde que regresó de Guinea, en el puesto que el gobierno le ha prometido, en la ca sa de diez habitaciones que está construyendo en el pueblo, con la gran antena parabólica en la que anidan los pájaros. Para evitar el embotellamiento se desvía y baja, a su iz quierda, por la calle Mousse Diop, entre las grandes pirámides de 23
sacos de cebollas apoyados sobre las casas coloniales de infanti les colores corroídos por la humedad marina, las casas del barrio portuario con la vivienda construida sobre los grandes almacenes de los colonos franceses y que hoy utilizan los comerciantes li baneses. Los camiones, subidos a las aceras, y que obligan a la ajetreada multitud de compradores y porteadores a circular por la calzada, están cargados hasta los topes de mercancías por donde trepan descalzos los equipos de descarga. Aquí y allá un baobab en un patio, los niños y las ovejas entre las carcasas de viejos au tomóviles, las pequeñas boutiques de los mauritanos, umbrías y repletas, el dueño dentro, hierático, con la túnica azul cuyo extre mo descansa sobre un hombro con gracia romana, la barba fes toneando el prognatismo. Al final de la calle se abre la plaza de Bamako, donde se divisa, al fondo, la estación de ferrocarril. El edificio de la estación parece de juguete, un recortable coloris ta e idealizado, tan hermoso se ve contra el cielo de harmattan. Las dos torres laterales están alicatadas con cerámicas de colores y se rematan con galerías de columnas en la parte superior; en el centro, tres arcos con puertas metálicas dan acceso al interior, donde un tren con los vagones verdes y amarillos está parado en las vías. Casi no hay gente porque hace tiempo que no funciona la línea Dakar-Bamako. Sin embargo, los alrededores de la esta ción conservan su vida tumultuosa: justo en el único espacio no tomado por el caótico tráfico urbano, en un descampado a la iz quierda del edificio de la estación hay un gran mercado en el que vienen a vender sus productos la gente de los pueblos: alfarería de Thiés, tejidos con figuras geométricas, calabazas convertidas en recipientes adornadas de magníficos pirograbados, –piensa en comprar una con el dibujo de una serpiente, su animal totémico–, manteca de karité, y un montón de cosas para comer que él no conoce y que le parecen francamente repugnantes. Una vía de tren, que atraviesa la plaza de Bamako por su parte más baja, une el puerto con la estación; por ella, entre la muchedumbre, entre los coches y el gentío, cruza una enorme locomotora verde que levanta a su paso nubes de un polvo blan quecino que lo cubre todo. 24
Por fin entra en el recinto portuario. Varios barcos de dife rentes colores y banderas están amarrados a los muelles; tres o cuatro, cubiertos de contenedores, esperan su turno de descarga. Al final de la dársena, sobre una especie de plataforma a la que se accede por una rampa, están los coches que le han enviado de Francia y comprueba, satisfecho, que todos están en perfectas condiciones y son de marcas de lujo: Mercedes, BMW, potentes todo terreno. El negocio es muy rentable: los coches son robados en Europa occidental y conducidos a Bulgaria, allí se les fabrica una documentación falsa y son vendidos a buen precio a una em presa francesa de vehículos de ocasión, propiedad de un búlgaro residente en Francia que se los envía a él, que, a su vez, los acaba colocando, con excelentes benefic ios, entre la enriquecida tribu del presidente guineano y sus allegados. Desiderio, como muchos otros de sus compatriotas, estuvo en Bulgaria estudiando economía con una de las estrafalarias be cas que han formado a la nueva clase política guineana, aprendió búlgaro y, por su gran simpatía y exotismo, además de por su falta absoluta de escrúpulos, hizo buenos amigos en Sofía. Años después, destinado por el gobierno de la dictadura como agre gado económico en la embajada de Ginebra, fue sorprendido en la frontera, a pesar de su pasaporte diplomático, con un maletín repleto de cocaína. Su inmunidad no le evitó pasar algo más de un año en la prisión de Champs Dollon. Allí, gracias a sus cono cimientos de la lengua y de la realidad búlgara, entró en contacto con un grupo mafioso del Este que se había interesado muy sin ceramente por mantener relaciones con alguien que les abría una puerta en África, ni más ni menos que con la complicidad de todo el gobierno de un país. Ahora estaba recogiendo los frutos. Para saborear con más delectación su actual estatus, se deja deslizar por una suave pendiente de nostalgia. ¡Ah! qué tiempos aquellos de los estudios en Bulgaria, y, antes aún, los años del bachillerato en Malabo, el pan caliente y las sardinas marroquíes en su cuartucho del barrio embarrado. Quién iba a decir entonces que él, Desiderio Obama Esono, el niño que cazaba ratas en Ebe 25
biyin, siempre perseguido por el miedo a la violenta disciplina del padre, se iba a encontrar allí, rico, triunfador, acariciando, a pesar del polvo, con eléctrica sensualidad, la perfecta superfic ie metalizada de un Mercedes.
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