Poesía
REVISTA DE POESÍA
EDICIONES O
BISTRÓ
XXI
Dic/Ene 2018-2019
POEMAS César Trujillo Omar Ortega Lozada Jhon Francis RESEÑARIO El único mandamiento: Sólo sentir, de Nadia Contreras
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© Bistró. Revista bimestral de poesía Ediciones O Centro de Experimentación Literaria Dirección: Daniel Medina Consejo Editorial: David Bonilla Laura Espejo Torres Fernando Sierra Martínez Daniel Sibaja Responsable de Artes Visuales: Mariana Pacho de la Vega Diseño: Daniel Medina
Colaboraciones: poetica.bistro@outlook.es Mérida, Yucatán, México.
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CONTENIDO POESÍA Evocación de la infancia [fragmentos] de César Trujillo 5 Biografía de la luz de Omar Ortega Lozada 9 Rara Avis [fragmento] de Jhon Francis 15 RESEÑARIO El único mandamiento: sobre Sólo sentir, de Nadia Contreras 16 Estefani Noh Cervantes (Campeche, Campeche, 1991) Licenciada en Derecho egresada de la Universidad Autónoma de Campeche, Docente, estudiante de pintura en el centro de Formación y Producción de Artes visuales “La Arrocera” en el Estado de Campeche, miembro del Taller de Literatura “Proyecto Escuela de Escritores Campechanos” y del grupo de teatro de la Secretaria de Cultura en el Estado de Campeche, Becaria del Festival Cultural de Literatura “INTERFAZ” El tiempo y el espacio 2016.
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Evocación de la infancia [fragmentos] CÉSAR TRUJILLO
Nunca fue cariñoso. Sus palabras, avispas iracundas. La casa, un sitio adolorido : grande y triste se perdía bajo los árboles. Yo era un niño con los sueños rotos, con el deseo de tener un padre que lo cargara entre sus brazos, uno que le diera un beso y se sintiera orgulloso, como si de verdad hubiese deseado que naciera.
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Papá se convierte en una bestia endemoniada que cierra los puños y destruye cualquier indicio de ternura.
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De niño quería volar. Eran épocas de garitas y juegos mecánicos; de futbolito, tiro al blanco y dar vueltas, juntos, al parque. Lucíamos las mejores prendas. Mamá escuchaba a mi padre contar historias de sus viajes a otros estados : de cómo había escapado del tráiler fantasma, de la forma en que libró los brazos de La Sepultura. Se detenía. Sin preguntarnos nos acomodaba en los asientos del carrusel que arrancaba a todo galope. A esa edad yo era un salvaje que domaba leones y elefantes, un cazador furtivo que cerraba el ojo derecho
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para apuntarle a la calavera que no quería bailar, un pirata sin pata de palo, un conductor que gustaba de chocar carritos a la velocidad de la luz; era un niño que retornaba a casa sabiendo que papá nos quería por instantes, esperando otra feria para ser feliz.
César Trujillo (Yajalón, Chiapas, 1979). Licenciado en Lengua y Literatura Hispanoamericana por la UNACH. Ha publicado los poemarios Laberintos, Donde termina el país de las maravillas, De corazones y cardiopatías, Bitácora del capitán Francisco de Ulloa y Evocación de la infancia. Parte de su obra está antologada en Tratado Mesoamericano de Libre Poética: Ecos Náhuatl Honduras-México Tomo 1, Un manojo de lirios para el retorno, 8º Carruaje de Pájaros, Plexoamérica. Poesía y gráfica Chiapas-Chile y Universo poético de Chiapas. Ha colaborado con poemas sueltos en revistas y periódicos de circulación local, nacional e internacional. Escribe la columna de opinión “Código Nucú”, es miembro del Colectivo de Arte y Cultura Carruaje de Pájaros y asesor ciudadano de RadioUnicach. Su obra ha merecido el Premio de Poesía Timón de Plata del Instituto de Artes de Querétaro y la Marina en 2014, y el Premio Nacional de Poesía Rodulfo Figueroa 2017. Actualmente cursa la carrera en Ciencias Políticas y Administración Pública.
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Biografía de la luz OMAR ORTEGA LOZADA Tierno saúz, casi oro, casi ámbar, casi luz… JOSÉ JUAN TABLADA En mil quinientos veinte un español porquerizo de Castilla vino a América y cuando se internó en la selva vio un árbol de color anadrio… OTTO RAÚL GONZÁLEZ
Gustav Klimt es un árbol que nació en el Caribe con la primera lluvia de mayo, justo el día de San Isidro Labrador, frente a la casa de mis padres; a unos pasos de la carretera que viene del cadalso donde los caducos aromas de los días se mecen y conduce directamente a los generosos relieves de la incertidumbre. Creció hurgando la ventana del dormitorio de Atenea, Judith y Danaé, y de aquellas mujeres que dejaron sus vestidos en el quicio del deseo en complicidad con la penumbra y la mesura de los grillos; batiendo el vaho de sus cuerpos con el suspiro de la noche y el delirio del rocío. Decidimos adoptarlo pese a los argumentos de la tía Carmen quien, machete en mano, profetizó que sus raíces y manías derribarían la casa. Quisimos darle nuestros apellidos, pero su corteza se negó pese a que clavos y vidrios los tallaban con la férrea convicción del ocio y la inocencia.
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Gustav Klimt es un árbol, aunque también un ángel de nudosas manos que seducen vírgenes con una técnica cargada de espirales, símbolos –aves cuyos nidos guardan los gemidos del alba– y ojos que sorben el sahumerio de la ilusión. Durante las lluvias, cierne las aguas con el tamiz de la lujuria, de las cuales obtiene los pigmentos para elaborar las flores de sus atavíos de exquisito amante y las doradas fragancias con las que perfuma la terraza y que amaneceres y ocasos codician. En sus semillas se esconde el pincel que traza la avidez del óleo sobre la salobre redondez de las formas, donde el desfallecido sudor se arrastra después de atragantarse en la agonía de su origen cuando el agua hierve en los confines de la carne y la ceguera. Gustav Klimt, además de ser ángel, es pintor. Algunos libros especializados ubican su nacimiento en Baumgarten, Austria; pero Melquiades –el vecino de mil generaciones, conocedor de los colores del viento, del idioma del hielo, biógrafo de la luz y de los prodigios de la alquimia y quien tiene fama de palabra itinerante– comenta que Egipto, Medio Oriente, las Islas Polinesias y las Antípodas de la vigilia reclaman su linaje. En un principio, Gustav comenzó por pintar las paredes de los cuartos de la casa con una invasión de incertidumbre, debido a que estaba creciendo pegado a los endebles cimientos con que la premura forjó la argamasa del resguardo; pasaba las tardes garrapateando la secesión entre la piedra y el mortero, y delineaba con precisión los resquicios donde guardamos los secretos más oscuros. Posteriormente, cuando un maestro descubrió su talento, recibió una beca y comenzó a pintar los claroscuros de la casa de acuerdo con el ánimo del día; hubo ocasiones que las paredes escurrían la tórrida saudade por un lugar
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incierto acompañado de un mapa que sólo la humedad podía entender. Hace unos años, comenzó a pintar por encargo. Fue antes, durante la sequía, que decidió mudar el follaje y comenzó a vestir con batones y mantas de colores adustos y a meditar sobre los artilugios del vaivén de las ramas sobre el viento y su efecto en la luz de los objetos. A veces, para timar al tedio, a Gustav Klimt le da por ser un niño. Por las mañanas encapsula el sol en el rocío, guarda los secretos que los adultos escupen en sus charlas cuando creen que nadie les escucha y los atesora como daguerrotipos de otras épocas en el dulce sepia de sus flores, trenza los primeros rayos de luz de la primavera entre sus ramas y las tiende a la vista de todos para que los enfermos de la descomunal rutina puedan percibir la verdad con el abrazo de la luz. Sin saberlo, Gustav Klimt comenzó a convertirse de a poco en monje y a practicar la alquimia de un modo poco ortodoxo: por la noche eleva sus ramas al cielo, y con la pericia de la espiral de Fibonacci, labra el horizonte con la finalidad de extraer el primer sollozo del sol para encriptarlo en el iris de un capullo. Al ver la materia empleada en la tersura de los trazos, Ferdinad Bloch-Bauer no dudó en encargarle un cuadro para su esposa Adele, con la finalidad de captar la mirada de todos. Fue así como Gustav Klimt se dio a conocer como pintor, pero considera que esa profesión no lo define. Hubo un día, en aquel año donde la aridez ancló su largo resoplo de bestia cansada, en el que la tía Carmen predijo que ahora sí se acabaría el mundo y que del hocico de las noches escurriría un largo y pastoso bochorno, en el que Gustav Klimt se convirtió hoguera –cosa natural entre
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árboles, pintores, ángeles, niños y monjes- y dejó atrás cualquier síntoma de pretender ser otro; fue una fragua que nació del descarnado amor entre los cables y la broza y que depuró los nutrientes de la techumbre atascada de hojarasca, arrancó de la esquina de la noche los besos que las sombras tejieron con apremio, desató los paracaídas y los parasubidas de cada persona que pasó frente a él para convertirlos en listones y vítores con los que adornó la orlada melena que el aire suelta cuando hay una bataola de sordinas o cuando una colmena es atacada por la lucidez de su dulzura. Ardió unos cuantos minutos, como cuando lanza cordeles de luz sobre el agua del boceto acompañado por la febril sinapsis entre papel y tiza; ello bastó para extinguir el bostezo del sosiego. La casa se inundó de humo y de fantasmas con los que aún mantenemos correspondencia. Sobrevivieron las pinturas rupestres donde alguna vez hubo cuadros y retratos colgados en los que guardábamos girones del tiempo, el mensaje que el despojo escondió entre las cenizas, los rencorosos murmullos de las ascuas y unas exiguas mariposas incendiadas que, abatidas por las prisas, caían en los hombros de afligidos y curiosos. Más tarde, se excusaría diciendo que quiso ser incendio donde se expiaran las palabras que a nadie le cabían en la boca. No transcurrió mucho cuando Gustav Klimt se cansó de ser fragua y se convirtió en una generosa nube que rápidamente ofreció una fresca sombra –quizá para disculparse por aquella rabieta-; y para la tarde, cuando el sol enmudecía, comenzó a desgajarse de a poco, en un tímido y parco llanto que el sol trató de contener pero que poco logró, pues en sus ansias de ayudar se fue diluyendo y en su
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lugar entró un viento que más tarde sacaría a relucir las oraciones que nunca habíamos estrenado. Fue así como nos enteramos que Gustav Klimt, cuando entristece, tiende a convertirse en río. Primero llovió como si hubiese cometido un pecado que la culpa descubrió bajo los cacharros del miedo y exhibió ante los ojos del juicio. Fue tanta la pena que el remordimiento arrastró el grueso tronco de la calma que en el patio tuvo sus mejores días, anegó la casa y descubrimos en nosotros las grietas de nuestras máscaras ocultas bajo el colorete del silencio. Al día siguiente, levantamos nuestras sombras del fango, limpiamos la casa, nos deshicimos de escombros y lamentos y de las últimas migas de resquemor que alguna vez guardamos por si eran necesarias; pero de Gustav Klimt no vimos ni sus luces, sólo el tocón de la ausencia. Meses después, de entre los disipados cristales donde alguna vez brotó la luz, como si unos labios se entreabrieran lentamente para soltar el vuelo de un beso, Gustav Klimt se presentó ante nosotros en el mismo sitio en el que lo vimos por vez primera. Indefenso espécimen de la terquedad vegetal, reventó laja, reminiscencias y tierra y poco a poco se afianzó nuevamente en la arcilla suelta de nuestro clan. Fue así como Gustav Klimt resurgió de entre las cenizas: no fénix, sí árbol que, celoso, descompone el lienzo de la luz como diamante cuyos rostros fueron trazados por el vocinglero corte de un follaje azuzado por el viento; y que, en esta ocasión, de entre la multitud de posibilidades del retoño, bifurcó la dualidad de su ser dando origen a dos troncos trenzados por el temperamento de sus sentidos. Lo cierto es que Gustav Klimt, actualmente, sigue siendo un árbol de cuyas ramas brota el color de la miel, las
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maternas caricias que el mar hurta con ayuda del oleaje y el aroma de las risas donde se mecen los sueños y el cabello de mis hijos en el grácil saludo de la bienaventuranza. Gustav Klimt también escribe sobre la mirada que la gente prende sobre su follaje, tatúa las runas del color de la alegría y de la buena suerte en la comisura de los labios y en la cavidad donde la certeza finca su baluarte. Es Cassia Fistula o lluvia de oro.
Omar Ortega Lozada. (Apan, Hidalgo, 1978). Fue director de la revista literaria “Sonarte”. Autor de los cuadernos de poesía Matices de la piedra, Donde la noche se hace llama, La suerte de las aguas y Aleteos de colibrí. Poemas suyos han sido publicados en diversas antologías y revistas impresas y electrónicas. Obtuvo el tercer lugar en el Concurso Nacional de Literatura ISSSTE 2015 y el Premio de Poesía Rosario Castellanos, otorgado por la Universidad Autónoma de Yucatán, en los Juegos Literarios Nacionales Universitarios 2016.
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Rara Avis [fragmento] JHON FRANCIS
III Los cuervos se tropiezan más seguido con el pico que con las patas por andar saqueando ojos y escarbando pensamientos ajenos, levantan polvo como una cortina de humo para que nadie cuestione sus propósitos. Odian a los ojos observadores, por eso los arrancan de raíz y aman a los ciegos y a los sordomudos. Se visten de negro porque solo piensan en la muerte; están acostumbrados al dolor.
Jhon Francis (Chulucanas, Perú, 1984). Psicólogo de profesión. Ha publicado los poemarios Dos Lunas (Editorial O, Argentina) y Psicoanálisis de un poema (Editorial O, Argentina) y Hablando con la soledad (&M, 2011, Bolivia). Algunos de sus trabajos literarios han sido incluidos en diversas antologías y revistas literarias. Su obra Dos Lunas ha sido traducida al turco y al latín por Pamukkale, editores – Turquía, 2013. Fue finalista en la categoría Poesía del XII concurso literario Gonzalo Rojas Pizarro (Chile, 2014), Mención en poesía en el XII Concurso Literario Bonaventuriano de Poesía y Cuento (Colombia, 2016) y Segundo Premio en Poesía en el VI Concurso Literario Rotary Club de Flores (Argentina, 2018), entre otros reconocimientos.
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El único mandamiento: Sobre Sólo Sentir, de Nadia Contreras DAVID BONILLA ▄ Quisiera que mis letras tuvieran la temperatura exacta. Es difícil contarle a un papel o una pantalla lo que es la respiración que se agita y que pesa a la vez. Nadia Contreras vence estos márgenes y los disloca en Sólo sentir, una lectura que puede gemirse sin complejo alguno (ya sea en varias sesiones o en una experiencia erótica con la fuerza de un arrebato). La fantasía sorprende la propia intimidad en la obra de la acreedora al premio Griselda Álvarez Ponce de León en 2014. Nadia no tarda en hacer que su escritura exija un espacio íntimo –aquí la paradoja– para develarse uno mismo, como un cuerpo expectante detrás del tacto de otras manos. «El temblor de la imaginación» encarna y se vuelve labios y pelvis desnudos. Es escritura que no se queda en el papel. Hay pocas letras que migran a la sangre para enarbolar la piel en forma de escalofrío. Sólo sentir, esa desnudez violenta y jadeante que tiene apenas una demanda, un mandamiento pagano: «...hacer con las palabras el cuerpo del deseo, la anatomía de este y la respiración. Sobre todo, la respiración». Es raro que esta obra de Nadia se tome el tiempo para seducir. Cae como una lengua apresurada sobre el bajo vientre. Presiona la pelvis con los pulgares y va explorando todos sus resquicios sin meditación, por lo que algunos de ellos son los precisos, mientras otros pueden incomodar. Al final, el erotismo
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se hace presente en una obra donde la imaginación del lector es la esencia de la fantasía. Y aunque este libro se disfrute mejor a solas, nunca hay abandono, ni una cama vacía, o unas bragas libres de tacto ajeno. En todo caso, uno siempre está escuchando el eco de un suspiro. Así, Sólo sentir es, en gran medida, sentirse a sí a partir de otras letras e imágenes. Se suele ser un extraño reflejo de lo explorado con timidez hasta que la estatua de carne queda a tientas consigo misma. El erotismo exige hacer del cuerpo una novedad que es rehusada de manera constante. Nadia hace que Sólo sentir pueda estremecer a sus lectores con respiros tan extensos como un aforismo, a la vez que complace a quienes prefieren prolongar el juego previo con párrafos de mayor aliento. La deuda con el propio goce empieza a saldarse con una lectura a solas, con la respiración como incómoda invitada. Por momentos pareciera que no existe cosa más inmediata y sensual que el libro reseñado. Lo único que podía estar a la altura eran los trazos de Elena Guerrero, un complemento perfecto para completar el cuadro del éxtasis. El color es innecesario en escenas donde los dedos y las lenguas miran. Cada ilustración convida un beso ansioso que muerde los labios (ambos pares de un mismo cuerpo). El dibujo llama a repetir los trazos con la punta de las pupilas, como lo harían los más hábiles dedos. La relación se vuelve tripartita: las siluetas, las letras y los ojos que lo observan todo. Es el trío que respira en unísono ajetreo en la experiencia que no admite privación. El imaginario que entrega la dupla de artistas se une en una narrativa poética que nunca se interrumpe, cual lo hace una misma piel que convierte las clavículas, pezones, ombligos, pelvis y tobillos en un acaecimiento.
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Entonces cualquier prejuicio asustadizo queda eximido de aquél que no es su lugar. No hay excusas para no abrir las páginas como si no se tratasen de un par de piernas –dejemos al corazón dedicarse a otra cosa por un momento. Todo esto pide suceder sin expectativas o inhibición, pues el erotismo no discrimina entre sexos ni géneros. La complicidad entre el deseo y la voz propia que gime sin reparo: un intento por definir el libro que aquí se reseña. Quien no esté dispuesto a respirar, y en algún momento a perder la jurisdicción sobre el ritmo y temperatura del aliento, que asome su rostro a otro lado que no le recuerde la desnudez y el exilio de la vergüenza. Se debe renunciar a la renuncia. Sólo sentir es el mandamiento que permanece en las ilustraciones y los textos de esta obra. Durante el amor con uno mismo, cualquier prohibición debe ser levantada, y por más, deshecha por el olvido. La amnesia voluntaria está en los sentidos, pues incluso los ecos huyen de las esquinas de la habitación.
Sólo sentir Nadia Contreras (Ilustraciones de Elena Guerrero) Paraíso Perdido Guadajalara, 2017 86 p.p
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