Bistró - XXIV | XV

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Poesía

REVISTA DE POESÍA

EDICIONES O

BISTRÓ

XXIV-XXV

Jun-Sep 2019

POEMAS Julio Barco Alicia Leonor Eva Rodríguez Martínez CUENTO Luis Ricardo Palma de Jesús RESEÑARIO Pinzas, de Fanny Enrigue

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Poesía

© Bistró. Revista bimestral de poesía Ediciones O Centro de Experimentación Literaria Dirección: Daniel Medina Consejo Editorial: David Bonilla Laura Espejo Torres Fernando Sierra Martínez Daniel Sibaja Responsable de Artes Visuales: Mariana Pacho de la Vega

Diseño: Daniel Medina

Colaboraciones: poetica.bistro@outlook.es Mérida, Yucatán, México.

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CONTENIDO

Poesía

POESÍA Arquitectura Vastísima | 5 Julio Barco Dos poemas | 9 Alicia Leonor Dos poemas | 11 Eva Rodríguez Martínez CUENTO El sueño que no era | 13 Luis Ricardo Palma de Jesús RESEÑARIO Pinzas, de Fanny Enrigue | 31 Ramiro Lomelí

Mariana Pacho de la Vega (Mérida, Yucatán; 1997) Obtuvo Mención Honorífica en el Premio Punto de Partida de la UNAM (2018) con obra gráfica; su obra ha sido seleccionada en la 7ª Bienal Internacional de Arte Visual Universitario (2018), en el 6to Encuentro de Artes Plásticas Sur-Sureste (2018) y en el XXXVII Encuentro Nacional de Arte Joven (2017). Su obra ha sido expuesta en colectivo en los estados de Aguascalientes, Guanajuato, Yucatán y Tabasco. Becaria del PECDA en la categoría de Gráfica (2018-2019) y del Festival Cultural Interfaz (2018) .

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▄ Arquitectura Vastísima JULIO BARCO

5. Porque después te crecerían pasos (yo: este yo que se tibiamente reúne y desaparece) (4) En los escaparates de Lima se venden ediciones gordas de la obra completa de José Ruiz Rosas. Tú intentas un poema. Un cuerpo y otro del cual nacen nuevos cuerpos. La simbiosis. Páginas de Joyce subrayadas con fruición, la vida serena, el pensamiento que nace desde la contemplación, la realidad que se abre crepúsculo sobre la chicha morada, lo perfecto es la ciencia que socavamos en nuestros frescos labios desde la contemplación. (tú: se bambolea el mundo, tu cuerpo, Estar eternamente aquí: hoy. Otro rostro busco: perfecto, desigual, una danza.

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La poesía política es un canto cualquiera que se compromete con música tranquila como la lluvia encaramada a la punta de tus pupilas. Los poetas han emigrado al internet y son diáspora entre los días, donde nada más que el canto, florece.

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6. Pero yo me detuve en ti hasta que te fuiste El concierto de uno mismo germina como prosapia de miles de [voces. Hay una voz incierta: la tuya, entre los rieles de tu casa con nubes [que no son simbolismo sino el vaticinio de la lluvia. Respirar como cualquier loco feliz frente a una botella de [cerveza. La poesía es una gracia inagotable, una dulce certeza. Pero todo esto iba también de tu yo más niño. Ninguna muchacha dulce con quién hacer algo por la noche. Miro la resquebrajadura de la pared del frente: bello como una [costra. Desearía reírme de mi mismo / de la cárcel de mi yo / todas las [teorías se abren y miro a una hormiga llevando pausadamente una brizna [de otoño. Oír poemas sobre la fundación de las comunidades de la selva y [del ande es oír al río hablando como yo aquí contigo mirando las nubes.

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8. Y entonces lancé esa piedra al río Yo era un esteta, miraba las calles buscando la prosa de 1970/ la realidad sobre la realidad de la naturaleza, he ahí un tema [delicioso, expresó con donaire George Steiner. (3) Acabo de leer por internet que se incendió La Catedral del Notre [Dame supongo que Victor Hugo tendría algo que decir al respecto Respiro y te amo. No hay nada más impetuoso que nuestro aliento y es fuego. Yo solo sé caminar con Fabiana por los parques buscando la [casa de las hormigas. Hemos sido coronados con la tristeza del pobre. La risa de palomas como niños comiéndose las uñas es nuestro vals.

__________ Julio César Barco Ávalos (Lima, Perú, 1991). Autor de los poemarios Me da pena que la gente crezca (2012) y Respirar (2018). Primer puesto en poesía en Huauco de Oro (2019) con el poemario Arquitectura Vastísima. Participó y participa activamente en ferias, eventos, talleres, recitales a lo largo de todo el Perú. Actualmente trabaja los espacios Poético Río Hablador y Lenguajeperu.pe.

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Dos poemas ▄

TIEMPO Sigo viva, pero el tiempo escapa. Mis secretos —dolores mudos— contradicen mis sueños. El tiempo traspasa las entrañas de la noche, me apresa, deja huellas en mi frente, estrías en mi cuerpo, vacío que lastima por la ilusión que escapó Y me dejó un camino sin crepúsculo sin mapas, ni brújulas que me guíen; no hay noches febriles que celebrar, la ley de la ironía ha fragmentado el templo. Sigo viva sin poder distinguir si soy real o la farsa de mi misma. Vivo en gerundio regular —ando, yendo— y solo uso un antifaz que esconde ausencias.

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SOY LA EQUILIBRISTA QUE FLOTA EN LA CUERDA, con la oscuridad abordo. Levanto la mirada, disfruto el hermoso globo blanco que alumbra la noche. Mi cordura es frangible y mis sueños subjetivos. Siento el fracaso y no he sido amada, ¿Qué importa si en el otoño caigo herida? Reposaré mi invierno bajo lluvias sabor a óxido. Porque soy la equilibrista. Lanzaré al vacío mi pesadumbre. Me despojare de vaciedades, de falsas poses. La sombra de la noche me abrazara, y juntas renaceremos al terminar el invierno.

__________ Alicia Leonor. (Tamuín, S.L.P. 1968). Radicada en Matamoros, Tamaulipas, desde 1990. Licenciada en Administración de Empresas y Contaduría Pública. Poeta, narradora. Promotora de lectura. Asiste a los talleres del Ateneo Literario José Arrese desde 2014. Participa en el Taller de Apreciación Literaria del Instituto Regional de Bellas Artes de Matamoros. Ha participado en diferentes recitales y festivales de escritores nacionales y del Valle de Texas U.S.A. En “Letras en el Estuario” organizado por ALJA Edicione. En el 2do Encuentro Internacional de Poetas y Escritores llevado a cabo en San Luis Potosí y Real de Catorce. Sus textos se incluyen en las Antologías “Tengo una soledad” (ALJA 2015), Ciudad de palabras. Poemas para andar por las calles. (ALJA 2016). “Visión de un instante” (ALJA 2017). “Voces Unidas en Real de Potosí” (2019).

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Dos poemas ▄

AGUJA Sonoro cántico que no se pierde en el arrebolar de las aves o el gris de las nubes apresuradas. Inspiración para plasmar los colores en el tatuaje de fina textura; diferentes flores, relieves y experimentar el arte de hilvanar. Entretejí coherencia y admiración. Cautelosa protejo mis dedos, mientras el paisaje toma el brillo del atardecer. Con la rapidez del pedal la aguja lleva a otra dimensión su talle y su poder punzante semejante al dolor del aguijón. El mundo del zigzag, mide el contorno, bastilla, remaches, botones, pinzas; una obra de arte en el delicado textil, la blusa en combinaciones azul y blanco colores dispuestos difíciles de unir; privilegio de originalidad, que solo se admiran.

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CÁRCEL Rejas oxidadas a diestra y siniestra, la fallida decisión. Un silencio sin luna, solo abrir la puerta que un día fue sellada. Pánico nocturno era la solapa, los ojos de las hienas velaban los movimientos, cae lentamente en el sueño que se esfuma al alba acompañado del voceo y los trastazos de los fierros retorcidos. Ojos en la espalda, una trenza en plena calvicie, la astucia del corazón aislado. Dolor que cambia, ausencia. Donde la humedad acariciaba el cuerpo lo más parecido a la entrega voluntaria. La agonía la sostiene diez grados bajo cero, sentencia cumplida, jamás en el suplicio y llanto el cuerpo sanó en la indiferencia del día. La noche de recuerdos que emergieron insaciables. Cuando las lágrimas aparecieron el oxígeno careció dejando certeza y verdad. Las puertas se abrieron de par en [par. El ser permitió al sol una caricia que niveló la glucosa. Y la cárcel reveló cómo vivir un minuto cada vez. __________ Eva Rodríguez Martínez. Matamoros, Tam. 1971. Psicóloga. Participa en la antología “El Tiempo No Es Olvido”. Participa Con El Taller Literario Del Instituto Regional De Bellas Artes De Matamoro

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▄ El sueño que no era Luis Ricardo Palma de Jesús

Cuando Horacio se levantó temprano para celebrar su cumpleaños, y después de caminar y cruzar el zócalo, se dio cuenta que estaba en otra época. Lo supo por el zumbido de un buque que zarpaba frente al muelle del malecón y por la parvada de automóviles que avanzaban rápidos por toda la costera. Caminó tratando de distinguir aquella cuidad impoluta. Miró anuncios publicitarios, teléfonos públicos y comerciantes; observó personas que —sentadas frente a la catedral, aquella icónica iglesia de campanarios del siglo pasado— jugaban con celulares, objetos que él desconocía y que nunca había visto. No conocía nada. Incluso sintió las extrañas miradas que le lanzaban los transeúntes al mirarlo atónito. Avanzó lento, con la cámara fotográfica al cuello y con la boina gris de su época. Atropelladamente cruzó la carretera, y cuando estuvo del lado del malecón un policía lo miró con desdén y extrañeza. Pero él no se inmutó. Trató de disimular su paso inseguro y buscó con el lente de su vieja cámara algún pájaro que volaba entre las ramas de un árbol. Los policías notaron que el abrigo de estameña, los pantalones acampanados y la andadura de

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plantígrado no eran habitual de un turista, de modo que dos agentes bajaron de la patrulla para ver de cerca a aquel hombre anacrónico y sospechoso. Horacio trató de tomar fotografías; pero su vestimenta lo evidenciaba, y por más que buscó un pretexto en el cielo, no pudo evitar el porvenir. —Joven, ¿nos permite una revisión? Horacio trató de ocultar sus ojos de almendra y miró que entre las nubes una gaviota surcaba el azul de la tarde; a lo lejos, los yates bailaban sobre las aguas del pacífico. Los policías buscaron algún arma que pudiera traer Horacio; no encontraron nada. Nunca habían visto a un hombre semejante, asustado, con una vieja cámara fotográfica y ropa que ya no se usaban. —Es un loco, comandante —dijo uno de los policías. Pero el oficial no estaba convencido de que la actitud de Horacio era precisamente de un loco. —¿Trae alguna identificación? —Este… sí —respondió Horacio con titubeante voz. Sacó del pantalón una credencial. —¿Mil novecientos sesenta y ocho? ¿Acaso se está burlando de nosotros? —No. Ésa es mi credencial. La más reciente. Mi nombre es Horacio Cuéllar Miramontes y tengo veinticinco años. Soy fotógrafo desde hace ocho años y trabajo para una agencia de noticias. No sé cómo fue que llegué hasta aquí. Sólo recuerdo que salí de casa para celebrar mi cumpleaños. ¿Qué fecha estamos? Los policías miraron a Horacio con diligencia mientras el silencio parecía decir con su lenguaje lo que no se puede decir con palabras.

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—Diecisiete de mayo —respondió un policía. —Sí, nací el diecisiete de mayo de mil novecientos cuarenta y tres. Hoy cumplo veinticinco años. Yo iba saliendo de mi casa… pero… Horacio trató de explicarles que había salido de su casa rumbo a la redacción para celebrar su cumpleaños con los amigos de la prensa; pero en el momento que cruzó la puerta de su vivienda las calles eran otras: el color de las casas, el pavimento de las avenidas, el ruido de la ciudad; incluso, el clima fresco en que se encontraba; trató de decir que él era el más desconcertado; nunca en la vida imaginó que salir de casa significaría estar en otra época sólo para hacerle ver a un policía del futuro que el tiempo sólo es un invento del hombre; y que en realidad uno puede despertar en el tiempo de Abraham y los sacrificios humanos o en un sueño cenagoso de alguien que sueña que está soñando. Después de una entrevista, le dijeron a Horacio que lo llevarían al Ministerio Público para confirmar sus datos de procedencia y armaron un prontuario con sus referencias domiciliarias. Los policías entraron a las oficinas y Horacio los siguió con paso torpe. Nunca había estado en un lugar tan iluminado: los ventiladores de techo, focos ahorradores, ventanas sin balcón y tiestos artificiales con decoraciones de colores. Todo en ese lugar le era ajeno y confuso. Cuando el comandante vio a Horacio supuso que era un loco. No le tomó demasiada importancia, ni siquiera preguntó sobre los acontecimientos históricos que vivía el país, sólo para confirmar si realmente pertenecía al pasado. Los policías pensaron que aquel joven se había perdido y que al salir de su casa una especie de amnesia le nublaba la memoria; pero era una aseveración demasiado superflua que los llevaba a más confusiones, porque no era un

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hombre sin memoria, sino alguien desorientado, como perdido en un sueño que era soñado por alguien en un remoto lugar del mundo. Lo que hicieron fue mandarlo con Robespierre, un prestigioso médico psiquiátrico del sanatorio de la ciudad para que le hiciera una entrevista. Horacio trató de hacer memoria, si había visitado aquel lugar; buscó en cada rincón de la oficina algún objeto que le permitiera vislumbrar su entumida memoria, pero era imposible, y más porque lo habían considerado un completo loco que deambulaba por las calles. Así que después de que le tomaron los datos en el Ministerio Público, los policías lo trasladaron al sanatorio. En el trayecto pensó en su familia, en su madre, en sus amigos del trabajo. Pensó que, después de casi ocho años de ejercer el periodismo, ahora él sería la nota del día siguiente, y despertaría dudas respecto a su desaparición. Temía que sus amigos lo buscaran en las manifestaciones de estudiantes y maestros que hacían en las plazas de la ciudad de México, y que por su culpa terminaran asesinando a cuanto se dispusiera a encontrar su paradero. Ya instalado en el sanatorio, Horacio entró en la sala de Robespierre, y se sentó en un sillón de piel. Sentado en el escritorio, el doctor estaba con la mirada hacia abajo, haciendo unas notas en papel carbón con sus manos de pianista, y cuando alzó la mirada, un calambre lo cimbró desde la boca del estómago hasta cerrarle por completo la garganta. Miró a Horacio, con su abrigo de estameña y con la cámara fotográfica al cuello. Se levantó de su escritorio y dio dos pasos lentos, y con sus delgados dedos se quitó los lentes para examinar a aquel joven de aspecto extraño. Él era bueno en recordar rostros pero no nombres ni apellidos; y buscó en su empolvada memoria aquella mirada que tenía frente a él; porque algo había de ese

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rostro en su pasado, alguna historia que durante mucho tiempo le quitó el sueño; incluso, llegó a pensar que ese joven que tenía enfrente era alguien tan importante que, de ser quien pensaba, estaría en un grave problema, porque no sólo se implicaba él, sino una persona a quien quería mucho y que desde hacía tiempo ya no veía; incluso llegó a pensar que todo era un sueño, y que tan presente estaba esa historia en su vida, que tuvo la ligera impresión de haber pasado más de veinte años soñando lo mismo desde el día en que conoció a Sagrario. Horacio lo miró con sus ojos de leña y le sostuvo por un momento la mirada; pero no duró mucho porque los ojos se le cayeron de tanta presión que había en las pupilas de Robespierre. Estuvo sentado, esperando a que el doctor le dijera algo que no lo intimidara, algo que le permitiera relajarse en ese momento tan incómodo. En ese lugar había otro silencio; en cada latir del reloj de pared, en cada chasquido que emitía la rama de un árbol que rosaba el cristal de la ventana y de la campánula que se movía ligera en la maceta. Robespierre se detuvo detrás del sillón, y con su pesada voz de veterano le preguntó a Horacio cómo estaba. —No lo sé, doctor. —¿Qué es lo que no sabes? —No sé cómo estoy. —¿Por qué no sabes cómo estás? —Porque no sé dónde estoy ni cómo llegué aquí. —¿No sabes cómo llegaste aquí? —el doctor retomó su paso lento y con la mirada hacia la pared regresó a su escritorio y puso los lentes en la mesa para poner atención a las palabras de Horacio. —No. Ya le expliqué al policía que no sé cómo llegué aquí. —¿Cómo te llamas?

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—Horacio. Mi nombre es Horacio Cuéllar Miramontes. —Muy bien, Horacio. Yo soy el doctor Robespierre. Y, ¿no sabes por qué estás aquí? —No lo sé, doctor. —Entonces, si no lo sabes, platícame de ti. —¿Qué quiere que le diga? —Dime de dónde eres, a qué te dedicas. —Soy de la ciudad de México y trabajo para una agencia de noticias. —¿Eres fotógrafo? —Sí. —Es curioso. Esas cámaras ya no se fabrican. —Se fabrican. Son actuales. —No te preocupes, Horacio. Todos creemos que las cosas nos pertenecen; pero en el momento en que se crea algo, ya no existe y forma parte del pasado. Pero ése no es el punto. ¿Tienes familia aquí? —No, no tengo familia aquí. Y no sé cómo fue que llegué. Doctor, ¿qué fecha estamos? —Diecisiete de mayo del dos mil dieciséis. —No puede ser. Yo estoy en la fecha del diecisiete de mayo de mil novecientos sesenta y ocho —Robespierre cruzó la pierna, detrás del escritorio, porque sabía que aquel joven no era cualquier persona. —Puede ser, Horacio. Mira el calendario. Estamos a diecisiete de mayo del dos mil dieciséis. —No sé cómo es que llegué a este lugar. Yo salí de mi casa… y de pronto, cuando crucé la puerta, las cosas habían cambiado

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por completo. Las calles eran empedradas; y de pronto comencé a sentir calor, cosa extraña para una ciudad como en la que vivo. Iba rumbo a la redacción para celebrar mi cumpleaños; pero ya no encontré nada. Pregunté por las calles, pero nadie supo darme razón. Me perdí en las cuadras de una ciudad que comencé a desconocer. Sigo sin entender, doctor. ¿Acaso piensa que le miento, o que estoy loco? —En absoluto. No pienso eso. Pero necesito que me cuentes de ti para saber qué es lo que pasa contigo. —Doctor, sólo sé que estoy asustado y nervioso. —No tienes de qué preocuparte. Platícame de tu vida. ¿Vives con tus padres? ¿Tienes hermanos? ¿Estás casado? —Vivía con mis padres; pero desde que asesinaron a mi papá, mi madre comenzó a tener muchos problemas. Incluso, a ella se le culpó de homicidio en contra de mi padre. —¿Cómo fue eso? —Exactamente no lo supe. Yo estaba estudiando cuando ocurrió eso. Incluso llegué a odiar por mucho tiempo la escuela porque pensé que no tenía caso asistir a una institución para recibir un título inservible. Recuerdo que cuando entré a la casa vi que mi mamá estaba desesperada, como loca, y me dijo que me metiera a mi habitación y no saliera de ahí. Le echó llave y estuve un largo rato sin saber qué era lo que pasaba. Después llegaron a la casa buscando a mi mamá y se la llevaron porque pensaron que ella había sido la culpable. Lo que yo no supe era que mi mamá tenía problemas esquizofrénicos, y que desde hacía tiempo ya no recordaba a su familia. Supongo que por ese entonces ellos, mis padres, discutían demasiado, y más porque mi hermana tenía la idea de ser una gran pintora, que por ese entonces significaba morirse de hambre.

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“Mi padre era maestro de una escuela primaria. Pero como en ese momento se vivían años difíciles y de cambios, varios profesores eran desaparecidos para que no hicieran ruido con sus protestas ni luchas laborales. Poco después de la muerte de mi padre se descubrió que había sido envenenado en la misma institución donde trabajaba. A partir de ese momento todo fue triste porque mi madre no quedó igual. Le costaba trabajo superar aquella pérdida; y como no estaba consciente de su enfermedad, ella pensó que mi padre había muerto por su culpa. Y durante mucho tiempo estuvo así, sin hacer nada, hasta que mi hermana mayor y yo dejamos la escuela y nos pusimos a trabajar para no pasar penurias. Fue entonces que mi hermana abandonó la ilusión de querer pintar y yo me dediqué a la fotografía. Por fortuna conocí a personas que pronto me dieron la oportunidad de trabajar como reportero. —¿Cómo se llama tu mamá? —Se llama Sagrario. —Y, ¿cómo está tu mamá ahora? —Sigue enferma. Como ya no la veo, sé que la está atendiendo un especialista. —¿Y conoces al especialista? —No, no lo conozco. Mi hermana sí, porque es ella quien se encarga de pagar todos los gastos del médico; y yo soy el que se encarga de sufragar los gastos de la casa. —¿Tienes alguna foto de tu familia? —Doctor, honestamente no sé a qué quiere llegar con todas estas preguntas. —Es necesario que me respondas para saber qué pasa contigo. —Sí, tengo una fotografía.

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—Muéstramela, por favor. Horacio sacó una fotografía en cuerpo menor. El doctor se puso los lentes y miró: estaba Horacio, siendo un niño; su padre, el maestro, tan robusto como en sus mejores años; su madre, tan bella con sus ojos de otoño y los labios sutilmente pintados de rosa; y la hermana, que en ese tiempo estaba en silla de ruedas. Alzó la foto para verla con la luz que se metía diligente y se levantó hacia la ventana. Estuvo un rato callado, casi inmóvil, asegurándose que esa fotografía no era una broma de mal gusto. Pero no: todo apuntaba a que la mujer que aparecía en esa fotografía era la misma que años atrás él había conocido durante muchos años, y a quien había encontrado por azares del destino en un sanatorio donde era practicante de medicina mental. Sagrario. El mismo nombre y los mismos ojos amarillos de alcaraván, los mismos labios rosados, los mismos vestidos largos y el mismo color de piel. —Horacio, lamento mucho la historia que me acabas de contar. Pero necesito que me cuentes más sobre ti. No ahora. Por hoy es suficiente. Sólo quiero pedirte un favor. Quédate unos días aquí, en el sanatorio, para seguir con otra sesión. Tengo que salir de urgencia. Necesito hacer algunas investigaciones para poder resolver tu caso. Pero en un par de días estaré de vuelta. —Pero si yo sólo salí de mi casa para celebrar mi cumpleaños. No estoy loco. —No digo que lo estás. Sin embargo necesito que te quedes. Por favor. Sólo unos días. Horacio no tenía otra alternativa. Si no sabía cómo había llegado a ese lugar, tampoco sabría cómo regresar a su casa y a su época. El doctor condujo a Horacio a una habitación del sanatorio. Una mujer, que trabajaba como seguridad, acompañó a Horacio para

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indicarle las instrucciones y para darle algo de comer. Era una potranca maciza que sabía cómo tratar a los enfermos; pero cuando vio a Horacio no supo cómo reaccionar. Se sintió tan embelesada ante aquel joven que cuando se le acercó no supo si estaba hablando con un humano o con un fantasma, y no lo pensó por la blancura de su piel, sino por lo extraño de su ropa y de su boina. Le lanzó una mirada discreta, tratando de no ser tan obvia, y volvió hacia él para decirle que el servicio de comida estaba abierto; pero Horacio no quiso bajar al comedor, y le pidió como favor especial que le llevara la comida a la habitación. —La próxima no será así. No tengo permitido hacer este tipo de favores. —Te agradezco mucho. —No me agradezcas a mí. El doctor Robespierre fue quien me dio autorización. —Entonces, gracias al doctor. —Estaré en el pasillo por si necesitas algo. —Gracias. La mujer miró a Horacio desde afuera y lo contempló en un profundo estado de estupor. A diferencia de los demás enfermos, ella no encontró en él algún indicio de locura; al contrario: lo notó más asustado que loco, e incluso pensó que ese pobre joven era sólo alguien que había olvidado quién era y que ahora trataba de recordar su pasado. Horacio permaneció recostado en la cama, mirando hacia el techo, tratando de encontrar una explicación a todo lo que le había ocurrido. No era el cumpleaños que él hubiera querido. Por un momento deseó que su viaje en el tiempo fuera un sueño. Pero nadie, incluso el doctor, le había hablado de esa posibilidad. Dejó el

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plato sobre la mesa y desde el visillo de la puerta miró a la guardia, y con una leve sonrisa le agradeció de nuevo el favor. Después sintió que una mirada le arañaba la espalda y cuando volvió los ojos, alguien idéntico a él dormía apaciblemente en la cama, con los ojos abiertos, con la misma boina y con la cámara fotográfica. Ahí estaba Horacio, mirándose a sí mismo durmiendo en aquella cama, y pensó seriamente en despertarlo en un brusco movimiento; pero no lo hizo porque pensó que aquel Horacio era el mismo que se encontraba aún dormido, soñando que un día salía de la casa y que no reconocía nada. Sabía que si era un sueño tarde o temprano despertaría y podría llegar al final de este amargo momento. Se dirigió a la ventana y vio cómo la ciudad era devorada por el atardecer. * * * —Señora Sagrario, ¿se acuerda de mí? —preguntó el doctor Robespierre. —¿Quién es usted? —respondió Sagrario, apenas con su apagada voz de candil viejo. —Soy Robespierre, su médico de hace algunos años. —Robespierre, Robespierre, Robespierre… —Señora Sagrario, tengo algo urgente que contarle. —Robespierre, Robespierre… —Hace un par de días llegó al sanatorio donde trabajo un joven fotógrafo muy parecido a su hijo. —¿Mi hijo? Robespierre… ¿mi hijo? ¿En dónde está mi hijo?

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—Estoy casi seguro, señora Sagrario. Esto que le cuento ha superado cualquier realidad. No entiendo cómo es que llegó al sanatorio. El informe que me dieron los policías decía que lo encontraron en la calle, desorientado, con la cámara, perdido. Después lo llevaron a mi trabajo para hacerle un diagnóstico. Sin embargo, resulta que el joven tampoco sabe qué es lo que sucede. —Pero, usted me dijo que no… que yo estaba loca. —Señora Sagrario, nunca dije que estaba loca. Pero no podía dejarla fuera del hospital porque corría el riesgo de que le pasara algo. —La he pasado muy mal durante este tiempo. Mi hijo, mi hijo ya no regresó a casa. Me lo desaparecieron. Me lo mataron. —No, señora Sagrario. No lo mataron. Horacio no regresó a casa porque se perdió. —Me lo mataron esos militares en la plaza. —Por eso vine a visitarla, para decirle que se traslade conmigo al sanatorio para que vea a Horacio. —¿Cómo me dice eso? —Se lo aseguro. Hay una fotografía en donde están todos ustedes, en familia. —¿Después de todo no estoy loca? —De ser así, yo también estaría loco. —No se burle de mí. —No lo estoy haciendo, señora Sagrario. En cuando vi al joven me acordé de su caso y de todo lo que tuvo que pasar. —Mi hijo está muerto. Me lo mataron. —Le repito, señora: su hijo no está muerto.

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—¿Le sirvo una taza de café? —No, gracias, señora. —¿Acaso piensa que…? —No pienso nada, señora Sagrario. Sólo que no me apetece un café en estos momentos. Estoy desconcertado, así como usted. —No pensará que si toma café tendrá el mismo fin que mi esposo difunto. —No pienso lo que usted piensa. Lo que quiero es que me acompañe para que conozca a Horacio, al joven que está en el sanatorio. —Robespierre… Doctor Robespierre, llevo años tratando de superar la muerte de mi esposo. Ya estoy muy vieja como para creer que mi hijo está vivo. Y de ser así, no creo que le interese conocer a su madre a esta edad, que está hecha casi un cadáver. —No diga eso, señora Sagrario. Acompáñeme. Ya compré los boletos. Mañana salimos temprano. Paso por usted a primera hora. Me estoy quedando en un hotel cerca de la ciudad. —Doctor, ya casi no puedo caminar. Vea mi casa, está muy vieja, como yo. Mi hija apenas y me da lo necesario para poder vivir. —No se preocupe por el dinero. Los boletos están pagados para su ida y su regreso. Allá tendrá un espacio para dormir y comer. —Me duele todo mi cuerpo. Ya casi no veo nada. —Entiendo, señora Sagrario. Todo esto parece un sueño. Siento como si aún siguiera dormido. —¿Un sueño? ¿Qué es un sueño, doctor?

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—Un sueño es un espejo roto en donde creemos que todas las piezas pueden formar de nuevo aquellas miradas y objetos que lo habitaron. —Estoy muy vieja para entender esas cosas. —No es la edad, señora Sagrario. Se necesita un poco de inocencia para creer. —Yo creo que será mejor que mañana nos veamos. Ahora estoy cansada. —A primera hora paso por usted, señora. * * * Era muy largo el tiempo como para ser un sueño, si es que existe el tiempo en los sueños. Horacio se veía a sí mismo acostado. El otro, el que estaba frente a la ventana —sellada por dentro y por fuera— trató de recordar la última vez que salió de su casa. No es posible, pensó; y volvió la mirada a la cama. Durante los días que estuvo, la guardia trató de hacerle más ameno el encierro. Por las tardes, después de la comida, lo invitaba a caminar en el jardín. El segundo día en que estuvo en el sanatorio, Horacio encontró en la guardia no sólo a una trabajadora de carácter fuerte y responsable, sino una mujer reacia, escrupulosa y amable. Aunque no tenían mucho tiempo para estar juntos, la guardia buscó la manera de entablar una conversación no tan rudimentaria y rompió el proceso protocolario que tenía con los demás enfermos. Sentados en una banca, frente a un árbol ella le dijo Tú no estás loco, Lo sé, le respondió Horacio; se sentía comprendido y supo que en ella encontraría la manera de salir de ese lugar. No puedo hacer nada,

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le dijo ella, porque si lo hago me voy a meter en un grave problema. Pero aquí estaré para hacerte más llevadera tu estancia, Ayúdame, por favor, te juro que no estoy loco, le insistió Horacio, Espera a que el médico llegue, quizá él tenga una respuesta a todo lo que te pasa; mira, entiendo cómo te sientes, debo confesarte que nunca había visto un caso similar en los casi cinco años que tengo trabajando como guardia; me imagino que te has de sentir muy desesperado, pero ten calma, pronto regresarás a tu casa, No podré regresar porque no sé ni cómo llegué aquí, le respondió Horacio, con los pocos ánimos que le quedaban, El doctor no tarda en llegar, debes ser paciente. La mujer se levantó de la banca y fue a hacer su guardia de medio día en la segunda planta. Estaba acostumbrada al trato con los enfermos y a los olvidos siniestros de los pacientes. Una ocasión le tocó cubrir el turno de la noche, y cuando dio su habitual rondín, una voz que provenía de una habitación le llamaba. Por un momento pensó que era una mujer que ella conocía a la perfección; pero en cuanto se acercó a la puerta se dio cuenta que en esa habitación no había nadie. Abrió la puerta y dentro había sólo un eco que rebotaba en las paredes y se deslizaba en cada recoveco, en cada esquina, en cada vacío que inundaba todo. Ésa era la habitación que permaneció aislada de los enfermos porque desde hacía tiempo alguien se había suicidado y de cuyo suceso se pensó que había sido un homicidio, y que el asesino se encontraba en el sanatorio; pero ni las diligencias pudieron descubrir la verdad sobre aquella muerte. Este recuerdo llamó mucho la atención de la guardia, porque desde el primer día instalaron a Horacio en esa habitación; en ese lugar que durante meses permaneció vacía. Y pensó que lo mejor era alejarse de aquel hombre, porque tenía la ligera premonición de que su caso no terminaría nada bien. Lo que más le dolió fue que tenía que abandonar sus principios y su bondad. Se vivían años

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difíciles en donde cualquier acto de caridad significaba la condena. * * * El doctor ha llegado con una señora muy vieja. Ella trae el cabello cenizo y un largo vestido floreado. Apenas puede caminar. El doctor me ve y desde lejos me saluda. Estoy en la segunda planta, vigilando el pasillo. Supongo que el doctor trajo a otra paciente más. Pobre señora, ya se ve muy vieja. Veo que entra con el doctor. Él no trae buena cara. Después, sale y me hace señas. Bajo la escaleras. Parece que algo no anda bien. —¿Cómo está Horacio? —Supongo que bien. —¿Sigue en la habitación? —Sí, ahí ha de estar. ¿Todo bien, doctor? —Ammm… no, algo no anda bien. —¿Qué pasa doctor? Me toma del brazo y me conduce a un rincón. —¿Viste a la señora con que llegué? —Sí, la vi. A la anciana. —Es algo que me ha costado trabajo entender. —¿Qué pasa? —Hace más de veinte años tuve una paciente en el anterior sanatorio. Ella me platicó que la habían acusado de haber matado a su esposo. Y a partir de ese momento comenzó a tener mucha ansiedad. Total, meses después, por esa época, se vivía un ambiente terrible. Me platicó que una vez su hijo salió de casa

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y jamás regresó. En ese momento pensé que el grado esquizofrénico que tenía había empeorado. Seguimos el tratamiento hasta que yo tuve que dejar a la paciente y venirme para acá. Mira, lo que pasa es que la anciana que acabas de ver es doña Sagrario. Y aunque parezca increíble, el muchacho que está aquí, Horacio, es el hijo de esta señora. No le digo nada. Entiendo por qué Horacio ha estado tan distante; tan lejos, como inalcanzable. El doctor se lamenta y me sigue contando y yo sin saber qué decirle. Estoy tan acostumbrada a este tipo de historias que no me sorprendería que la señora resultara ser mi madre. El doctor me mira y me pide que lo acompañe a su clínica. Veo a doña Sagrario. Ahí está, sentada, como ida, como si tampoco ella perteneciera a esta época. Cierro la puerta y salgo a la segunda planta. Pienso que sería bueno contarle a Horacio que su mamá está aquí. Pero eso no me corresponde. Supongo que el doctor fue a buscar a la señora para contarle la verdad, lo que está pasando. Bajo al jardín. A esta hora él debe estar sentado en una banca. Lo busco. No lo veo por ninguna parte. Quizá esté en la habitación. Voy a buscarlo. Toco la puerta. No responde. Le hablo. Tampoco. Es raro que Horacio no responda. Abro la puerta. No está. La cámara y la boina están sobre la mesa. El doctor viene con la señora, rumbo a la habitación. Le digo al doctor que Horacio no está, que ya lo busqué abajo, en el jardín, y que pregunté si lo habían visto en el almuerzo. Nadie lo ha visto. Bajo a buscarlo de nuevo, en las bancas. Nadie lo ha visto salir. Regreso a la habitación. Le confirmo al doctor que no está. Me dice que no pudo haberse escapado, que la ventana está sellada. No respondo nada. La señora se ve más desgastada. Ella parece reconocer la cámara y la boina. Es de mi hijo, dice, es la boina que llevaba cuando salió de casa. El doctor permanece inmóvil.

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Me acerco a la cama y toco la sábana. Aún está tibia, les digo. La ventana también está tibia. No, no pudo haber escapado. Él no tenía esas intenciones. Ayer platiqué con él y me dijo que esperaría. El doctor me mira dubitativo. Cree que yo tengo que ver con su desaparición. Ayer estaba aquí, le dije. La anciana se sienta en el borde de la cama y acaricia las sábanas. Siente el calor, la humedad de la almohada. Ella llora. Y yo sólo le digo al doctor que nadie lo vio salir. Tres policías llegan a la habitación buscando al doctor. Le dicen que traen a un joven de unos veinticinco años que encontraron en la costera, perdido. El doctor va hacia la clínica. Lo sigo. La anciana se queda en la habitación. Sentado en la silla reclinable está un joven, de espaldas a la puerta, con una boina gris y una cámara al cuello. El doctor lo mira asustado. Le pregunta su nombre. El joven le dice que se llama Horacio y que había salido de su casa y que de pronto las calles eran otras…

__________ Luis Ricardo Palma de Jesús (Acapulco, 1990) es licenciado en Literatura Hispanoamericana y Maestro en Humanidades por la Universidad Autónoma de Guerrero. Premio Estatal de Ensayo CONACYT (2014), Premio Estatal de Cuento y Poesía María Luisa Ocampo (2016); ganador del Programa Editorial en Cuento con Las maneras de conjugar la muerte (2017). Ha publicado cuentos en Revista Asalto, Revolución y Círculo de poesía y el libro de cuento El sueño que no era, Editorial Praxis. Becario del Interfaz y del PECDAG (2015)

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▄ Sobre Pinzas, de Fanny Enrigue Ramiro Lomelí Entre esa especie llamada los poetas, hay decoradores de interiores, maestros de ceremonias oficiales, floristas e incluso modistos de señoras que versifican con fe, es decir, aunque no sean sinónimos, con seguridad. Tanta, pero tanta fe que uno de sus viejos santos convertido en relicario se atrevió a escribirle a su amada —quien, por cierto, ni siquiera sabía que era su amada—: “y en medio de los dos, mi madre como un Dios”… pero las poetas —no cederé a la tentación mágica de llamarles verdaderas o auténticas, quizá sí poetas de neta— aunque simulan, no se andan con simulaciones y no disimulan. Simulan porque nada más se puede hacer cuando se trabaja con las palabras, pero no se andan con simulaciones, porque no simulan ignorar que simulan. Saben que las verdaderas fuentes de significado (si es que existen los significados únicos, como Jehovás a la carta) no son las palabras, sino las cosas —y si se me acepta el término, los entes—, incluso o sobre todo los comportamientos. Por ello, una constante, hasta donde yo conozco la obra de Fanny Enrigue, es su investigación en las cosas, en los hechos, no para que no haya nada fuera del texto, sino para que haya algo dentro de ellos; no el ready-made literario que convierte al poeta sólo en el intérprete, como se es intérprete de Mozart o de Chico Che —o peor, en

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presentador—, sino en interpretador; Fanny Enrigue no espera a las musas, ella es la musa que calza botas aguantadoras y sale a investigar. Si la obra de Fanny Enrigue no me interesara, sólo tendría que hacer alarde de cortesía. Pero como me interesa —que es lo que uno quiere decir cuando afirma “me gusta”— tengo que estar a la altura, y no es fácil. Así que invité a alguien para que me ayude. Aquí una carta que este alguien escribió: 2. Palestina, 1943 …A propósito, dices que fracaso como poeta, cuando quieres decir que fracaso como lírico. Sólo alguien que no haya estado en contacto, me refiero a un contacto de primera mano, con lo que ha pasado fuera de Inglaterra –y desde un punto de vista cultural ojalá hubiese afectado más a la vida inglesa– podría hacer esa crítica. Me sorprende que todavía esperes que yo produzca un verso musical. Una forma lírica y un acercamiento lírico harían incluso menos bien que un acercamiento propio de la jerga periodística a las materias que ahora tenemos que tratar. No sé si te has topado con la expresión «trabajos rutinarios» –es jerga militar, y significa disparate, detalle innecesario–. Simboliza lo que considero que debe obviarse: el montón de irrelevancias, de «actitudes», de «acercamientos», de propaganda, de torres de marfil, etc., que se erige entre nosotros y nuestros problemas y lo que tenemos que hacer al respecto. Escribir sobre los temas que han estado preocupándome últimamente, en relación con las formas líricas y abstractas, sería una inmensa tomadura de pelo. En mis primeros poemas escribí de manera lírica, como un inocente, porque era un inocente: desde entonces me he caído (lo que no sorprende) de esa elegancia particular. Había empezado a cambiar durante mi segundo año en Oxford. T.S. Eliot me escribió, cuando me alisté en el ejército, que yo parecía haber terminado con una forma de escritura y que estaba progresando hacia otra, que él

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consideraba que yo no había llegado a domeñar. Sabía que esto era cierto sin que él lo hubiese dicho. Bueno, todavía estoy cambiando: no estoy en desacuerdo contigo si dices que soy poco elegante y que no estoy acostumbrado todavía a los nuevos ritmos. Pero mi objetivo (y me importa un comino mi deber como poeta) es escribir cosas verdaderas, cosas significativas, con palabras cada una de las cuales funcione por medio de su posición en un verso. Mis ritmos, que tú encuentras enervados, están cuidadosamente elegidos para permitir que los poemas se lean como un discurso significativo: por ahora no veo razón para ser musical o sonoro con respecto a las cosas. Cuando lo sea, así seré de nuevo, y feliz por ello. Supongo que reflejo el cinismo y la cuidadosa ausencia de expectativas (no es exactamente lo mismo que la apatía) a través de los cuales veo el mundo. Puesto que muchos otros con quienes he hablado, no sólo civiles y soldados británicos, sino también alemanes e italianos, tienen el mismo estado de ánimo, es una reflexión verdadera. Nunca intenté escribir sobre la guerra (es decir, sobre batallas y demás: Londres no puede asumirlo), con la excepción de un retrato satírico de algunos soldados que murieron congelados, hasta que la hube experimentado. Ahora escribiré sobre ella, y quizás un día el cínico y el lírico se encuentren y me fabriquen un estilo equilibrado. Desde luego, nunca más verás los largos símiles métricos y las galerías de imágenes. Tu charla sobre reorganizarse me suena –si me disculpas por exhibir una mente de único sentido– a excusa militar de general derrotado. Nunca hay una gran necesidad de reorganizarse. Deja que tus impulsos te lleven hacia delante; nunca pierdas el contacto con la vida o perderás también los impulsos. Mientras tanto, si debes reorganizarte, hazlo al releer tus viejos materiales. Por supuesto, nunca aceptarás mi consejo, ni yo el tuyo. Pero en estas filípicas algunas ideas dejan ralladuras hechas por las defensas de ambos bandos. Quizás todo esto pueda facilitar que entiendas por qué escribo de la manera que lo hago y por qué jamás volveré a las formas antiguas. Puede que incluso comiences a ver alguna virtud en ello. Hoy en día, ser sentimental o emocional es peligroso para uno mismo y para otros. Confiar en cualquiera o admitir cualquier

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esperanza de un mundo mejor es criminalmente estúpido, tan estúpido como dejar de trabajar por ello. Suena estúpido decir trabaja sin esperanza, pero se puede hacer; es sólo una forma de seguro; no significa trabaja sin remedio. (De una carta que Douglas escribió a J.C. Hall, el 10 de agosto de 1943).

Es una carta de Keith Douglas, el poeta inglés muerto a los 24 años en la Segunda Guerra Mundial y quien, en tales circunstancias, siendo combatiente, escribe poemas tremendos pero finos, con rigor. Cuando empecé a leer Pinzas lo recordé de inmediato. Uno de esos poemas de Douglas contiene una frase tremenda. Es célebre, pero haré aquí como que ustedes no lo conocen. Citaré solo los dos párrafos centrales: Ahora en mi disco de cristal emerge el soldado que debe perecer. Sonríe, y se desplaza con modales que su madre conoce, hábitos suyos. Los radios tocan sus facciones: Grito AHORA. La muerte, igual que un familiar, oye y mira, ha hecho un hombre de polvo de un hombre de carne. Practico esta alquimia. Condenado como estoy, me distrae ver difundirse el centro del amor y las ondas de amor viajar hacia el vacío. Qué fácil es hacer un fantasma.

Esta frase “Qué fácil es hacer un fantasma” es tan actual, tan presente en un México que te lanza como último reducto a la individualidad azorada y culpabilizada por los budistas de Internet de ser ego, sobre–legislada con corrección política. Un México no sólo peligroso, sino letal, donde es fácil hacer fantasmas, asesinar o ser asesinado por quitarte un celular,

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desaparecer o ser desaparecido, ser paseado en tráiler sin nombre ni vida, ser despedido del empleo y enviado a una especie de muerte civil, etcétera… especialmente si eres mujer. Y esa misma frase entra en uno y no se digiere, se convierte en una bola atorada en el tracto, un bezoar… como son un bezoar las pinzas quirúrgicas, asépticas y preservativas, olvidadas en tu cuerpo por el cirujano, presidente de ese Estado de Derecho que es la sala de operaciones, quien está ahí para conservar el orden, pues enfermarse y ya no se diga morir son actos de gente desordenada… o los contenidos del pensamiento que te convierten en un sadomasoquista gozoso e involuntario. En una situación así, uno encuentra —yo lo hago como poeta y no como lingüista ni como el profesor de lógica que evidentemente no soy—, que la lengua es pura ilusión, que en los términos clásicos de aquel curso general de lingüística, sólo hay lenguaje como aptitud —es decir, cerebro parlanchín—, y habla, manifestación individual de tal aptitud; y que la lengua, como su manifestación social, es sólo opinión pública, zona de las simulaciones, de los saludos de trámite y las interlocuciones más imaginarias, de las palabras y los relatos completados por el cerebro, órgano melódico. Tan es así, creo, que no digo nada nuevo. Y, ¿qué hace el poeta? ¿el poeta que vive la experiencia real, personal, de descubrir lo fácil que es hacer un fantasma, o que descubre dentro de sí un bezoar, dos bezoares, multitud de bezoares? Vuelvo aquí a mi adjetivo de escritura fina, la de Douglas y la de Fanny Enrigue, no porque lo sean sólo en términos estéticos, pues la estética es la gran puta-puto de todo esto —algo que descubrieron y aprovecharon desde hace mucho los industriales, los publicistas y los gobiernos de kermesse que ahora tenemos—, sino porque desde la locura consciente —la

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cordura resultante de saber que la locura deviene de tener pensamiento y de estar en la gran simulación que es la lengua como manifestación social del lenguaje—, el poeta crea un orden breve, tamaño poema. Y esa finura de habla poética genera otra pregunta: ¿desde cuándo la locura —ya que al poeta se le percibe como loco— genera orden? El poeta, pues, es un bezoar social y es buen antídoto contra todos los venenos.

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Para finalizar cito un poema de Pinzas: NADIE PODRÁ ENVENENARTE No todas las princesas narran sus masacres. Con el ímpetu de las cinco la señorita francesa entraba al tocador casi en trance para arrancar uno a uno los vellos de su pubis sin benzocaína. Depilación pensaban los amantes usanza del país remoto. Qué gusto descansar de tanto vello púbico entorpeciendo sus poderosas lenguas. Los guardaba en aquella cajita herencia de un rey polaco. Y en celebraciones nocturnas ingería con gula su tesoro sin importar indigestiones. Ella costeaba los gastos del sanatorio, pedía a los médicos el bezoar de pelo. Los boticarios clandestinos de la Ciudad de México lo vendían a precios exorbitantes, como antídoto para el arsénico.

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