Laguna, de Françoise Roy

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FRANÇOISE ROY

LAGUNA


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FRANÇOISE ROY

LAGUNA EDICIONES O NAVEGACIONES

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1ª edición: 2015, Gaceta del Pensamiento

Este libro obtuvo Mención Honorífica en el Premio Internacional Caribe-Isla Mujeres de Poesía 2015

Laguna D.R. © 2015 | Françoise Roy D.R. © 2020 | Mariana Pacho de la Vega, por la portada © EDICIONES O Mérida, Yucatán, México Teléfono: 9993308638 Correo electrónico: Ediciones_O@outlook.es Este libro puede ser reproducido parcial o totalmente, siempre que se respete el crédito del titular del copyright.

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Laguna Entre los árboles que no son rengos, entre los que no están firmemente enraizados, caminan algunos. Ella los ve recorrer el litoral, su follaje una crin verde al viento, desde las aguas de la laguna, y la bóveda celeste al girar parece llevarse los troncos y las frondas como un bosque de aves migratorias. Cuña que alza el paisaje con todo y las voces conversando, alas que baten. ¿Es ave de presa, eso que revolotea en torno al árbol solitario, pardo esqueleto que adorna como bandera la isleta? ¿Es posible que hiera la luz de tan nacarada?

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* Sus reflejos se entregaban fuera de su envoltorio, se lamían, se sostenían mutuamente como uno sostiene en lo alto una copa para brindar; sus cuerpos no. Sólo una sombra, su doble, el reflejo ya mencionado, que arrojaban ellos sobre el cielo, el agua del lago, la estampa de las nubes en filigrana, la cama tanto menos que nupcial, y sin embargo… Narciso y Narcisa en la pupila ajena: incendio de ellos mismos en la hoguera portátil del otro. Arder así en el agua, siendo reflejo apenas.

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Dios madre Dios madre como un cuchillo separándolos en sendos filos. Quisiera que desapareciera la piel que nos separa, piensa cada uno por su lado. Repta, repta, la tan pequeña distancia entre ellos, corteza amovible que tienen el poder de quitar con la pura mirada, rajar con el pulso que doblemente bate en ellos como badajo de diminutas campanas, impedidos que son para tocarse, envueltos en concha de piel que tiene forma humana. Dios Madre que chasquea la lengua, y el corazón cuece en ellos el bagazo de la culpa, asolvando orificios donde los sentimientos sobrantes van a parar, friolentos: le llevaremos una ofrenda todos los días para ablandar su corazón, piensa cada uno por su lado, en su tembloroso caparazón de epidermis, velmez adentro. 10


* La luz llega a su fin sobre la cuenca lacustre, y habrán de guardarla muy dentro de ellos, en el cuerpo-estuche, cofre de órganos para salvaguardar por siempre la claridad de una tarde, grano de arena en la playa accidental de la eternidad. Trueque de un fulgor por otro, capaz de habitar la oscuridad de las entrañas. Y en noche profunda, traslado de claridad en el pañol del velero de algodón, anclado en una recámara, cerrada por si acaso. En esta recámara, ella irá tan pocas veces. La luz llega a su fin: cada uno robará un tanto de sus últimos visos. El cielo es ahora campana que tañe encima de sus cuerpos escamados, flotando en la laguna, estrellas de carne concebidas en los ojos / frutos concedidos del vasto vergel de la vida. Indomiciliado por cuatro horas en la rueda del tiempo (lo que tarda uno en nadar), vagabundo al pisar el canto rodado, él beberá la presencia de ella, elixir y poción, veneno y antídoto, licor donde las criaturas del vórtice (el sueño, la alfombra voladora que aparecerán más 11


tarde en este poemario) se han disuelto en un soluto hembra, aqua toffana hecha de flores milagrosas. La luz llega a su fin, y habrán de guardarla al abrigo de los rayos cotidianos, en ese lugar de horticultura, Adán y Eva que notaron la belleza del cuerpo, los labios del reloj que murmuran “todavía no”.

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* En medio de tanta carnicería, un día de asueto. Ronroneo del follaje, ulular inaudible, redoble de las nubes. Lejos de los mutilados que en México amanecen colgados y desde los puentes se columpian bajo campanas invisibles, olvidadas las ráfagas y granadas, el cuerpo de ella, dividido hoy en dos mitades, se desliza en un lecho de agua tibia. Playa de canto rodado que lastima la planta de sus cuatro pies: bastilla pedregosa de la tela lacustre que recoge con suavidad esos tres cuerpos (apareció otro al lado del cuerpo de la mujer, oh milagro del deseo) para consagrarlos, triple carne en ese vino transparente. Conjuro solar, y el alma de ella echa raíz en el pecho que la sigue de cerca a nado, mandrágora múltiple rematada por aterciopeladas garras.

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* Degüelle de la lengua. Súplica en el martillo, el yunque, el estribo: no, no, no. Tres piedras repicando en la cabeza de él y la de ella. A campo traviesa entre moisés y tumba, un día, oyen esa triple aldaba de dos letras golpear contra ellos, pájaros infieles, contra la densa mirada de ida y vuelta, órgano feral chasqueando su látigo contra sus dos conciencias. Sí-no, en un repique que no cesa.

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La bandera blanca La bandera blanca izada a media pierna, hecha con un pedazo de sábana, hará de estandarte de paz. Guerra sin batalla, sin ejército, sin soldados de infantería, librada en lo más recóndito de su corazón (forzosamente duplicado), en la fosa común donde ambos enterraron el miedo. Durante unos días —el alba de Paul Celan despuntará más tarde, con su leche negra, sus tumbas flotando también como papalotes— se les olvida que tienen miedo. Se desean. El armisticio firmado antes del conflicto tiene plena vigencia (ahí florecen las palabras de tregua) y el cielo se embellece con el grito de las oropéndolas. Ella agita ese trozo de algodón mojado contra su mejilla, lo alza a media asta de su muslo lampiño, y retrasa así el inicio de hostilidades. Sí, la bandera blanca izada a media pierna, hecha con un pedazo de sábana, hará de estandarte de paz.

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Formosa Formosa, formosa, formosa: él repetía la palabra en una lengua tropical como si tres palabras pudiesen contener el mundo con sus estrellas, sus veredas y bosques, y esas cuantas sílabas tuvieran el poder de engendrar cosas más bellas aun. Ella, cuyos otoños habían hecho marchitar algunos caminos, hallaba cálidas y embriagadoras las orillas de esa triple letanía. Ella estaba sentada al lado de ese hombre con quien ningún tálamo habría de compartir. Pero imagina el lecho con grandes baldaquines de seda y colgaduras de nieve y cortinas de perlas —lugares comunes si hay unos— y al lado de aquella escena, el balcón, donde se asomaría Julieta, que daría a una alameda, y lindaba hoy con el trasaltar de una iglesia. Él piensa que en comparación con el cuerpo de ella concebido en el siglo XX, la cadera tiesa de Julieta es un papalote de piedra.

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* Ojal que en la camisa de él se torna ojo. Ocho veces la misma transmutación de ojal a ojo. Hilera vertical de pupilas que la acechan, captan los movimientos de ella como misil detector de calor, ora alfiler, ora faro. Él sueña con botones caducos en la blusa de ella. Botones que al caer como hojas en otoño desvelarán los dos pechos blancos que no ha de tocar nunca el sol, él mucho menos. Danza de pupilas que serpentea en medio de los ojales. Constelación del mirar que hace que a ella el corazón le palpite como pájaro implume.

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* El cervatillo despierta cofiado con astas adultas, urgentes. AsĂ­ las palmas de ellos cuando se juntan, pasando de la inocencia al deseo como pĂĄjaro que cae y se desploma herido al fondo de un pozo. En el claro de bosque cae una voz, ella tambiĂŠn ficha lanzada al fondo de un pozo.

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* La calabaza, gran fruta del cuento, que a medianoche se torna carroza. El tac tac de los cascos del caballo en las calles empedradas. La mujer-calabaza que bala, con la espalda apoyada en una columnata de madera (sus vértebras, perlas en forma de mariposa, delicadamente engastadas en un largo collar cóncavo y luego convexo), bien que detectó la caricia de la madera arriba del cóccix (¿será caoba o pino, encina o ceiba, teca o palisandro?). Un gesto a las tres de la mañana. Sin tocarla el hombre, el río de estrellas de sangre (ah largo río del amor, verde granizada) que centellean en la fina membrana de las venas, Eros —el dios que vio en su rostro prenderse la lámpara a medianoche— y la laguna entre los muslos de la mujer, pleamar antediluviana que de pronto fertilizaría, de un golpe, las arenas del Sahara y el desierto de Gobi, el páramo lunar, la roca cuajada en las ruinas de Keops, Chichen Itzá, Sukkotai, Angkor Vat, o el frontispicio de la gran biblioteca de Éfeso. Mar, “piélago” en español; “piélago”, tan hermosa palabra que hoy día sólo encuentra uno en diccionarios y 19


poemas, estero que remonta hacia lo contrario de su desembocadura. Charco que en la maĂąana, en el pavimento de esta ciudad, se habrĂĄ secado, ventilado por el calor de la noche tropical.

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Escapulario Ella sólo lleva puesto su escapulario. Acaso un par de zapatos con cintas amarradas en los tobillos. Un escapulario contra el deseo. En una carta, luego (una vez desaparecido el lugar del escapulario en el mapa), él hablará de un jardín secreto —chinampas de Xochimilco, canales de Suzhou, invernaderos suspendidos de Babilonia, ejército de nenúfares besando el agua— donde vio el escapulario invisible de ella, anudado a su cuello como cencerro, y donde los dos zapatos fueron obra de arte sobre la sábana blanca, una instalación. Restos noctívagos de un encuentro casi sin cuerpos: fronteras gravadas con buril en la piel, mapamundi mandado a trazar por un rey temporal, soberano de un reino de escasos seis días.

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* Redoble de tambor, y ella se estremece, envainada en su corpiño de encaje. Redoble de tambor, y él se estremece, envuelto en su pobre piel de hombre con infinitas bifurcaciones. La bruja no ha acabado su juego, no ha distribuido toda la puesta, repartido el mazo entero de barajas, pero la música ya se deja oír: redoblen que redoblen las varas sobre el cuero estirado, y ella tiemble que tiemble como un tiemblo, y el agua se escurre, mucho menos que bendita, zumo de otra planta que él apenas conoce, él que ningún florista es, él que ningún horticultor ha sido. Fluye el zumo por los dos mástiles de la mujer (la luna hizo que subieran los fluidos), pleamar en un cuerpo efímero, prisionero del suelo. Como si también dentro de su corazón sonara un cascabel, dentro de él suaves golpeteos repican. Silabas de un idioma de las nieves que en los tímpanos de ella no pasan de música. (El tambor calle y quede el croar, los silbidos, el ulular de tanta criatura rumorosa en torno a ellos). 22


El retumbo de la luz contra los objetos — lento relámpago, brazos atrapados en el gollete del reloj de sol— no produce sonido alguno. El silencio se instala leve entre ellos a manera de tapia. ¿Ilesos podrán escapar de ese banquete solar, de la sinfonía de latidos?

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Inim, jantung, kè, sydän, zemër Aún no ha visto el pecho, la medialuna —cuarto creciente— que ella esconde bajo la blusa de encaje. El seno tan blanco como la nieve natal, con su mancha tirando a roja en medio, charquito circular de sangre diluida quizás en las aguas de ese Dios que sólo puede avergonzarse de tanta guerra. Hjärta. Hjärta, cor, inimă, jantung, kè, sydän, zemër, fino tejido de ese contorno perfilado (una cosa redonda dentro de otra cosa redonda), palabra en una lengua que ella no habla. Y que bien pudo haber sido coração, இதயம், serce, moyo, 主な訳語, kalp, srdce, yolotl o simplemente cor. Seno que ella hubiese querido develado por las manos de él. Sí, quería posar para él como estatua nueva, cubierta minutos atrás con sábana, blanda efigie. Pechos que palpitan bajo el traje de baño, el corpiño, la bata de dormir, el vestido de organdí, la blusa de encaje que ella llevaba puesta en el poema, cada vez que ella respira (un ser humano con una esperanza de vida normal respira 862 millones de veces en el transcurso de su existencia). Como si él estuviera ciego: aún no ha visto el pecho, la medialuna —cuarto creciente— que ella esconde bajo la blusa de encaje. 24


Jaula Como si esto, con todo y sangre, fuera una jaula cuyos metros cuadrados estuviesen medidos de antemano, catastro de hierro sin posibilidad de cambio. Y todos los candidatos, sentados, caminando, muriendo alrededor de ese lugar con barrotes, —tan rojo con su marcapaso— creían en la rigidez absoluta de su perímetro, que en realidad es de lo más elástico. No dejaban entrar ahí más que una sola cosa, ahuyentando en el umbral todas las demás, que se codeaban para ingresar en tropel y alcanzar el centro, rompiendo la corona radiata. Ella sabe que la jaula puede contener más de una cosa: por eso deja la puerta ligeramente entornada, tal vez él entre ahí, de puntillas, siquiera un poco.

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* Ella siente las alas crecer en su espalda como brotes una pluma lucha por salir la primera pluma emergiendo como lirio de las nieves a través de la piel que el hombre acarició con la mirada bajo el encaje que a ella la protegía cual armadura esta armadura encalada bella ligera materia de mariposa sobre la piel plutoniana neptuniana y jupiteriana que cubre entera su esqueleto aquel esqueleto menudo tan endeble que segregó una piel temblorosa osamenta de nácar cubriendo de adentro hacia afuera el grano de arena y lo que crece son alas de gavilán de halcón de águila de lechuza de las nieves con garras puestas en el guantelete de pajarero y no alas de tórtolas vayan a saber si la rima de alas con tórtolas será considerada como falta de decoro poético pero eso nada le quita a las alas que parecen lirios de las nieves y hoy en la noche asoman en la espalda de ella ciudadana fugaz de un país que aparece y desaparece en seguida se cuelan entre dos horas en vilo sobre el lago de la comarca que más tarde amenaza con convertirse en cama, callejón, empedrado, cuarto sellado por votos impronunciados de 26


castidad ella, amazona sobre su escoba, parece estrella fugaz en la noche parda que el ĂĄngel sabe tan corta, tan efĂ­mera que se oye el deslizar de la arena por el gollete de cristal y el corazĂłn de las horas late a destiempo bombeando en las sienes de ella la sangre de una vida breve, una vida de insecto.

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Estatuas Las dos estatuas cobran vida. La varita mágica de una noche extirpada de la cuenta de las horas —tictac implacable, ruido de cascos en el pavimento de los siglos— los tocó en la cabeza (la cabeza: país de los sueños, laboratorio de poemas). Él se mueve, baila, camina con la otra estatua, maravillado por la piel de ella, su fluidez, su sonrisa animada por el soplo de algún dios del beso. O por el soplo de un arcángel, quién sabe (dios menor, Dios estando demasiado ocupado para encargarse de semejantes cosas): quizás el aire se haya infiltrado en la tráquea de él por la comisura de los labios entreabiertos, respiración artificial en el ápex de un lugar. [Inadvertidamente, abrieron la boca para hablar, ellos que normalmente callan, marmóreos y perfectos, encadenados al lacónico juramento de su especie]. Dédalo dotando de voces a sus estatuas por medio del azogue; Pigmalión y su amante de marfil; Hefaistos y los autómatas poblando su taller; Talos, hombre artificial hecho de bronce; Pandora, que Zeus fabricó con arcilla; Pinocho y Galatea, lo inerte y el corazón que late, palmo 28


a palmo el niĂąo y la mujer, vecinos que se codean aunque desconozcan la existencia uno del otro.

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● FRANÇOISE ROY nació en Québec, Canadá, en 1959. Narradora y poeta. Maestra en Geografía por la Universidad de Florida, donde también obtuvo el diplomado en Estudios Hispánicos. Traductora certificada por la Sociedad de Traductores de Québec de la Université de Montréal. Ha publicado tres novelas (en español y en francés), diecinueve poemarios y tres plaquetas de poesía y dos libros de cuentos; ha traducido cerca de setenta libros y una obra de teatro adaptada de Fernando del Paso. En 1997, recibió el Premio Nacional de Traducción Literaria otorgado por el INBA de México. Ganó el Concurso Nacional de Poesía Alonso Vidal 2007, mismo año en que fue becaria residente del Banff Centre for the Arts, en Alberta, Canadá. En 2019, la Academia Europea de Ciencias, Artes y Letras le otorgó el Premio de Poesía 2019. Vive en Guadalajara, México, desde 1992. 31


LAGUNA de Françoise Roy se terminó de editar en mayo de 2020 en la ciudad de Mérida, Yucatán Facebook.com/edicionesomx

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