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Palabras, libros, historias
Andrés Ortiz Garay
Peter Ellis Bean nació en 1783 y murió en 1846.
Durante los 63 años que vivió, la historia de América se transformó radicalmente, pues pasó de ser una caracterizada por el dominio colonial que ejercían las metrópolis europeas, a otra en la que el papel protagónico principal quedaría en manos de los nuevos estados nacionales emancipados tras sus luchas de independencia. Las fechas del nacimiento (8 de junio de 1783) y la muerte (3 de octubre de 1846) de Peter Ellis Bean son en ese sentido muy signifi cativas. La primera coincide er Ellis B1846) de Peter bre de 18 con la fi rma del Tratado de París, septiembre de 1783, por el cual las principales potencias tadodea fi rma del Tracon la firmadelT tconla mundiales de aquel entonces –Inglaterra, Francia y España– reconocían la existencia de mundiales de aqmun Estados Unidos de América como nación independiente. La segunda ocurrió apenas seis Estados Unidos meses después de que Estados Unidos le declarara la guerra a México, en mayo de 1846. meses despu
en ese lapso de algo más de seis décadas, Estados Unidos de América se consolidó e inició un agresivo proceso de expansión; México se independizó de España tras una enconada y costosa guerra de 11 años, seguida por una aún más larga serie de funestas luchas intestinas entre republicanos contra imperialistas, centralistas contra federalistas, partidarios de conservar los privilegios del clero y el ejército contra partidarios de suprimirlos, etc. La inevitable confrontación entre ambas naciones se haría presente primero en el territorio texano y terminaría después con la derrota de México y la pérdida de la mitad de su territorio original. Las aventuras y desventuras de Peter Ellis Bean transcurrieron en ese marco histórico donde las fronteras eran imprecisas, las identidades cambiantes a la par que las circunstancias y las lealtades más bien defi nidas por relaciones personales que por convicciones cimentadas en un orden constitucional.
Afortunadamente han sobrevivido hasta nuestros días las Memorias que Bean escribió1 sobre lo que le tocó vivir en las primeras décadas del siglo XIX. Esas Memorias presentan pasajes emocionantes en los que nuestro personaje actúa sucesivamente como comerciante, aprendiz de armero, cuatrero, fi libustero, prisionero del rey de España, sombrerero, ofi cial de las fuerzas independentistas bajo el mando del general Morelos, enlace diplomático de los insurgentes, guerrillero, combatiente en la batalla de Nueva Orleans, y luego ranchero, empresario y comisionado del gobierno mexicano en Texas. A la par de sus aventuras políticas y militares, Bean vivió también aventuras amorosas que nos muestran su perfi l romántico.
Personaje en sí mismo histórico y novelesco, las aventuras de Peter Ellis Bean nos divertirán, emocionarán y sorprenderán y, además, el abordaje de su historia personal nos brinda una oportunidad especial de poder adentrarnos en la historia de México en la primera mitad del siglo XIX, ya que su especial condición de “un hombre de dos mundos” ofrece también una visión panorámica. Por nacimiento y primer bagaje cultural, Bean fue parte del mundo anglosajón que
1 Las Memorias de Bean se conocen gracias al trabajo de recuperación realizado por H. Yoakum, un historiador estadounidense, que tras editar y corregir el farragoso documento original de 300 páginas escrito en una mezcla de inglés y español, con innumerables errores ortográficos y pesadas repeticiones en su expresión, lo publicó en 1855 como anexo de su obra,
History of Texas from its first Settlement in 1685 to its
Annexation to the United States in 1846. En este documento se han basado las subsiguientes versiones de las Memorias de Bean.
AVENTURA
Veamos algunas defi niciones de esta palabra en los diccionarios. Por ejemplo, la que ofrece la 22a. edición (2001) del Diccionario de la Real Academia Española, en su versión en internet:
(Del lat. adventúra, t. f. del part. fut. act. de adveníre, llegar, suceder). 1. f. Acaecimiento, suceso o lance extraño. 2. f. Casualidad, contingencia. 3. f. Empresa de resultado incierto o que presenta riesgos. Embarcarse en aventuras. 4. f. Relación amorosa ocasional.
O la que contiene el Diccionario Manual de la Lengua Española Vox, de la editorial Larousse (2007):
1. Suceso extraño o poco frecuente que vive o presencia una persona: fue un viaje lleno de contratiempos y aventuras, pero al fi nal todo salió bien. 2. Hecho o situación peligrosa o que es de resultado incierto y poco seguro: siempre viaja a países que no conoce porque le encanta la aventura; es una aventura muy arriesgada invertir todos los ahorros en ese negocio. 3. fam. Relación amorosa o sexual pasajera.
Enredo, lío.
La etimología más aceptada de esta palabra la hace derivar del latín adventura, vocablo formado por el prefi jo ad- (con signifi cado de proximidad, dirección y/o presencia); la raíz verbal venire (venir, llegar) y el sufi jo -ura (que indica una forma neutra y plural del participio de futuro activo). Es decir, que adventura signifi caría algo así como “aquellas [cosas o sucesos] que están por venir”.
Así, el concepto de aventura implica que sucederán acontecimientos (o pasarán cosas) sobre los que no hay certeza. En ellos, la seguridad que otorga lo cotidiano, lo común, lo que ya se conoce, se anula cuando el sujeto se lanza a la aventura, ya que surgirán contingencias y peligros que, sin importar cuánto se les calcule, siempre quedarán en buena medida librados al azar. Pero si uno asume los riesgos que comporta, la aventura es vital y apasionante.
Además, la aventura tiene un desenlace que, de acuerdo a sus resultados –desde luego califi cados por el punto de vista de quien los interpreta– puede considerarse como bienaventurado o como malaventurado. En términos históricos, si tal desenlace es del primer tipo, la aventura puede convertirse en hazaña o triunfo; pero si es del segundo, se le llamará más bien tragedia o fracaso.
De cara a estos signifi cados del concepto “aventura”, Peter Ellis Bean es un personaje idóneo, un aventurero por excelencia. Los acontecimientos que narra comportan siempre una dosis de riesgo, de exposición al peligro, de desconocimiento sobre lo que vendrá y de intervención de la casualidad, y sus des>>
El coronel Peter Ellis Bean.
terminaría por crear Estados Unidos de América y su poderosa expansión continental. Pero por convicción y por lealtad emocional, Bean acabó siendo parte de otro mundo, aquel en el que la síntesis de herencias y tradiciones hispanas e indígenas terminaría por conformar la nación mexicana.
Aunque las Memorias de Peter Ellis Bean tan sólo comprenden el periodo discurrido entre 1800 y 1816, los estudios que se han hecho sobre él permiten conocer algo más sobre su vida antes y después de esos años. En el presente artículo me he basado principalmente en el interesante trabajo sobre Bean que publicó Editorial Patria en 1959, con el título Aventuras en México y Texas del coronel E. P. Bean, cuya autoría se adjudica al fran-
cés Jean Delalande (a quien se califi ca de ministro plenipotenciario, sin que se logre saber de qué); este libro resume las Memorias y contiene información adicional. Secundariamente, también he utilizado otras publicaciones.2
La temprana juventud de Bean
Peter Ellis Bean nació y pasó su niñez en el condado de Grainger, en el estado de Tennessee, probablemente en el villorrio llamado Jonesbourgh, uno más de los pequeños asentamientos de colonos anglos3 que constituían la punta de lanza de la colonización europea en Norteamérica. Fundado por su abuelo, Jonesbourgh era un punto en el que convergía toda suerte de aventureros, comerciantes y colonos esperanzados en mejorar sus condiciones de vida. Por entonces, las leyendas sobre los recios héroes de la frontera norteamericana, al estilo de Daniel Boone y Davy Crockett, eran ávidamente escuchadas por los jóvenes como
2 Por ejemplo, el trabajo de Eduardo Enrique Ríos, El insurgente don Pedro Elías Bean 1783-1846, publicado en 1934 por el Departamento de Monumentos de la Secretaría de Educación Pública; así como la página Web de Sons of Dewitt Colony Texas en la que se encuentran materiales sobre Bean que incluyen otra versión (en inglés) de sus Memorias, así como correspondencia y otras referencias. 3 Sin desconocer la posible heterogeneidad en sus orígenes nacionales y étnicos, a lo largo de este escrito, el término anglo se utiliza para designar a las personas –y por extensión a su cultura– de raza blanca y religión casi siempre protestante que formaron el grueso de la población que, en los siglos XVIII y XIX, colonizó la tierras situadas al oeste de los montes
Apalaches, incluidos los enormes y por entonces mal delimitados territorios conocidos como parte de Texas y la Luisiana. enlaces cruzan alternativamente las marcas divisorias entre la hazaña y la tragedia. Es muy probable que jamás se logre una certeza absoluta acerca del grado de verdad o de exageración en los roles y las acciones que Bean se atribuye a sí mismo en sus Memorias. También será difícil obtener certidumbres al enfocar sus acciones y actividades posteriores al periodo que abarca su manuscrito (que conocemos a través de documentos cuya interpretación tampoco es infalible). Pero precisamente esa falta de seguridad, esa difi cultad para asignar a Bean una personalidad única y para sopesar su actuación histórica desde una perspectiva fi ja, inequívoca, es lo que convierte al personaje y su obra en una aventura.
Mapa de aventuras de Peter Ellis Bean.
Peter, para quienes esos aventureros eran fuente de inspiración y modelo a seguir. El propio Russell Bean, tío paterno de Peter, fue uno de esos legendarios personajes afamados por su fortaleza física, su desprecio ante el peligro y por las historias que le atribuían audaces encuentros con guerreros indios y fi eras salvajes; pero el tío Russell también era reconocido como un maestro en el ofi cio de la armería y sabemos que instruyó al joven Peter enseñándole los secretos de la fabricación de pólvora y balas, la forja de armas blancas y la hechura de armas de fuego.
En 1800, al despuntar el nuevo siglo XIX, Peter Bean se lanzó en pos de su primera aventura cuando tripulando un pequeño bote de fondo plano, algo más que una balsa, descendió por el caudaloso Mississippi en busca de fortuna. A su lado iba su amigo John Word, con quien Peter se asoció para transportar un cargamento de harina y whisky, además de unas pocas mercancías más, que pensaban vender en Natchez, una población situada cerca de la frontera entre Luisiana y Texas, donde la confl uencia de estadounidenses, franceses y españoles podía hacer lucrativo el comercio de sus mercancías.
Sin embargo, ese inicial destino que imaginaba Peter como comerciante y contrabandista no fue lo que realmente encontró, pues como me recuerda la letra de una famosa canción ranchera “una piedra en el camino le enseñó que su destino era rodar y rodar”. Y aunque más que rodar, tuvieron que nadar, ya que iban a medio río cuando el choque con una gran piedra en los rápidos del Mississippi provocó el naufragio de su bote y la pérdida de su cargamento,
el joven Peter salvó la vida, un baúl con un poco de ropa de ropa y los cinco dólares que traía en el bolsillo. Al contrario trario de su amigo John, que decidió allí mismo que ya había abía tenido sufi ciente y regresó a Jonesbourgh, Peter aborrdó otra barca que pasó al día siguiente y continuó su viaje hasta Natchez, donde el tío Russell, que allí vivía, le dio cobijo y trabajo en su taller de armería.
En sus Memorias, Peter Bean relata que, a fi nes de 1800, sucedió algo que cambiaría radicalmente su vida.
Conocí entonces a un hombre llamado Philip Nolan que era un irlandés que hacía el contrabando entre la ciudad de Natchez que, desde 1795, había pasado a ser territorio norteamericano, y San Antonio, la principal localidad de Tejas, que era entonces una provincia a española. Me dijo que iba a volver hasta allá en el mes de de octubre y me invitó a acompañarle. Acepté inmediatamenmente y puse al corriente de ello a mi tío, pero éste no quería oír í í Posible retrato de Philip Nolan, ca. 1799.hablar de ello y me prohibió marcharme.
Philip Nolan era otro de los muchos aventureros anglos que buscaban obtener riqueza y poder aprovechando la indefi nición de los límites fronterizos en el norte de la Nueva España. Aunque no carecía de conocimientos y cierto refi namiento (se le atribuye haber trazado una de las primeras cartas geográfi cas de Texas), algo que sí le faltaba eran escrúpulos, pues no sólo pretendía esquilmar a los indios y benefi ciarse con actividades de contrabando, sino que estaba en connivencia con Raymond Burr, uno de los próceres de la independencia estadounidense, para conducir una expedición fi libustera cuyo objetivo era establecer una cabeza de puente de los estadounidenses en Texas. Ese plan, disfrazado de comercio de caballos con los indios comanches, contaba con la aprobación del entonces presidente Thomas Jefferson y del general Andrew Jackson, que ocuparía ese mismo cargo unos años después. Todos ellos eran fervientes convencidos de la doctrina del “Destino Manifi esto”, que sostenía que Dios había elegido a Estados Unidos como la nación que debía imponer su dominio sobre el continente americano. Según ese credo político –anclado profundamente en nociones religiosas–, el pueblo estadounidense de raza blanca, religión protestante, con un gobierno republicano parlamentario y ferviente defensor del capitalismo y la propiedad privada era el único apto para conducir el proceso de civilización en América.
Por el otro lado, el extenso imperio español había inhibido el desarrollo socioeconómico de sus colonias al instituir un régimen que monopolizaba
en la burocracia colonial el intercambio comercial no sólo entre la metrópoli y las colonias, sino aun del que habrían podido efectuar estas mismas entre sí o con el extranjero. La inefi ciencia de este sistema (que obligaba a que muchos productos tuvieran que entrar a la Nueva España por las aduanas de Veracruz o Acapulco y de allí, pasando por la capital del virreinato, fueran conducidas por tierra hasta las lejanas capitales provinciales, como Santa Fe en Nuevo México o San Antonio en Texas) convirtió ineludiblemente al contrabando en una institución y en un ofi cio muy lucrativo a pesar de los riesgos que comportaba.
Dentro de ese marco ideológico y económico, la promesa de hazañas y riqueza que Nolan proponía a Peter y a otros jóvenes que, como él, sentían un deseo inaplazable de aventurarse por el mundo, resultaba una tentación irrenunciable. Por eso:
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Fortaleza y puerto de San Juan de Ulúa, Veracruz. El comercio se explotó de forma ine ciente debido a las trabas que imponía el monopolio de Veracruz y Acapulco.
Poco después de una discusión que tuve con mi tío, él y mi tía se ausentaron durante la mañana. Nolan, que se dirigía a Texas, pasó cerca de la casa con una banda de jóvenes. Ensillé inmediatamente un buen caballo y le seguí, pensando hacer un viaje de tres meses. Por la tarde, cuando mis parientes volvieron a casa, yo ya no estaba allí.
¡Vaya pues! El joven Peter Bean planeaba regresar a casa en tres meses y, sin embargo, ese regreso le llevó 15 años. Y quien volvió a Natchez tres lustros después no fue, desde luego, el jovenzuelo encantado por los sueños de grandeza que fomentaba el expansionismo de la república estadounidense,
sino un hombre maduro y curtido por las vicisitudes de la vida, que era para entonces coronel de un ejército que había luchado por la independencia de una nueva nación americana: México.
Filibustero y prisionero del rey
Nolan iba acompañado por sus dos esclavos negros, 17 estadounidenses y 7 españoles. La expedición se adentró en Texas a principios de 1801, sin saber que las autoridades españolas ya habían sido alertadas sobre su presencia en territorio de la Corona y reunían fuerzas para interceptar a la banda de aventureros. Mientras esto sucedía, Bean se desempeñaba como un hábil cazador y un atento observador del nuevo entorno en el que se encontraba; así nos lo muestra en sus Memorias:
Acabábamos de construir un cercado y nos habíamos apoderado de cerca de trescientos caballos salvajes, cuando se presentó un grupo de indios comanches. Eran unos doscientos, entre hombres, mujeres y niños. Marchamos con ellos en dirección del brazo meridional del río Rojo para visitar a su jefe, que tenía por nombre Nicoroco. Allí permanecimos un mes… Los pieles rojas no tienen pueblos, sino que recorren las inmensas llanuras llevando consigo sus tiendas y vestidos, que fabrican Los indios comanches recorrían las inmensas llanuras llevando concon pieles de bisonte. No cultivan ce- sigo sus tiendas y vestidos, que fabricaban con pieles de bisonte. reales y viven de los productos de la caza. Una vez al año se reúnen en presencia de su jefe principal, cerca del río Colorado, en un lugar llamado “Arroyo Salado”. Allí, durante la luna nueva del mes de junio, el jefe manda apagar todas las fogatas y luego enciende un nuevo fuego para indicar así que empieza un nuevo año. Entonces cada grupo se dirige hacia sus terrenos de cacería. En donde se reúnen existen lagos salados, de tal manera cubiertos de sal, que pueden tomar la que deseen y en cualquier cantidad.
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Aunque las cosas parecían marchar bien para los expedicionarios, el desastre se cernió sobre ellos el 21 de marzo de 1801, cuando los atacó una tropa de 150 soldados españoles. Al inicio de la refriega, Nolan cayó muerto de un balazo en la cabeza y luego de una confusa resistencia los demás decidieron rendirse. Los sobrevivientes, entre los que estaba Peter Bean, fueron condu-
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Presidio y tropas coloniales. Presidioytropascoloniales
cidos hacia el interior de la Nueva España en espera de la decisión que el rey tomara acerca de ellos.
Después de encarcelarlos un tiempo en San Antonio, los presos fueron llevados a Saltillo, Coahuila, y de allí a la ciudad de Chihuahua. Poco a poco, la despierta naturaleza y el pragmatismo de Bean le hacen acomodarse y apreciar su nuevo entorno. A la vez, el alejamiento de la belicosa zona fronteriza permite que sus captores desplieguen una actitud más benévola. Él mismo nos narra:
Llegados a una localidad llamada Saltillo, fuimos entregados a otro ofi cial encargado de conducirnos a Chihuahua. Se mostró éste mucho más humano que sus predecesores. Hizo que se nos quitaran los grilletes y, durante todo el viaje, o sea cuatrocientas millas, nos dejó montar a caballo. Durante el camino, pudimos visitar los lugares más interesantes de las ciudades que atravesábamos, pasearnos y conversar con los habitantes. Pudimos observar que todos tenían sangre india, pero que eran de carácter dulce y compasivo, y nos mostraron viva simpatía, ofreciéndonos frutos, ropas y dineros.
En Chihuahua comparecimos ante un tribunal que decidió dejarnos en libertad condicional, podíamos andar por la ciudad con la condición de regresar por la noche a dormir en las barracas de un cuartel. Nos daban algunos pesos para que pudiéramos comer, pero nada más. Algunos de mis compañeros obtuvieron permiso para residir en otros poblados cercanos, pero yo decidí quedarme en la ciudad, pues había obtenido un préstamo para instalar un taller de sombrerería, actividad a la cual me dediqué.
En verdad, jamás había yo fabricado sombreros, pero en seis meses logré crearme tal reputación, que ya nadie quería comprar sombreros más que con el “americano”. Conseguí ayudantes y ganaba buen dinero; entonces empecé a ahorrarlo, con la fi ja idea de preparar mi evasión. Así, fui comprando cosas: cuatro caballos, tres fusiles y tres pares de pistolas. Aunque algunos amigos me aconsejaban abrazar la religión católica, casarme con una mujer del país y seguir con mi empresa, yo no podía todavía olvidar mi patria, ni resignarme a vivir bajo la tiranía del monarca español, cuando ya había conocido en mi país los benefi cios de la libertad.
Pasaron varios años desde que Peter Bean y sus compañeros habían sido apresados. Algunos de ellos habían muerto por enfermedades derivadas de su cautiverio y los restantes se hallaban desperdigados en varias poblaciones. Bean continuaba con sus planes de fuga e invitó a Thomas House a unírsele; pero la carta que Bean envió a House avisándole del escape fue a parar por error en manos de otro de los estadounidenses, Tony Watters, quien tras leerla se apresuró a darla a conocer al ofi cial que mandaba en Chihuahua. Con esta traición Watters pretendía congraciarse con las autoridades españolas.
El descubrimiento de su plan de fuga le costó a Bean ser encarcelado de nuevo y puesto en grilletes. Hasta su celda llegó Joel Pearce, otro de sus compañeros, quien enfermo de gravedad pidió ser llevado junto a Bean. Luego de una semana de penosa agonía, Pearce expiró. Su muerte fue muy dolorosa para Bean porque no pudo hacer nada para aliviar a su amigo; sin embargo, como veremos enseguida, su deceso contribuiría a evitar la ejecución del propio Bean.
A principios de noviembre de 1807, los prisioneros sobrevivientes de la expedición de Nolan fueron reunidos en la cárcel de Chihuahua, pues para entonces había llegado desde España la sentencia dictada por el tribunal del rey. Seis años habían tardado las largas deliberaciones judiciales, los entreveros burocráticos y los tiempos necesarios para hacer llegar hasta la lejana capital de las Provincias Internas el fallo de la Corona; durante ese tiempo Bean y sus compañeros de infortunio habían vivido en la incertidumbre de ser condenados a muerte, sufrir una prisión indefi nida o ser perdonados y repatriados.4
El día 10 de noviembre los presos fueron sacados de su celda y, en el patio de la cárcel, un coronel les informó que habían sido encontrados culpables de traspasar sin permiso los dominios del rey, de haber resistido al arresto y disparado contra los soldados enviados en su persecución. Por lo tanto, su Católica Majestad, el rey Carlos IV, disponía que uno de cada cinco de los prisione-
4 Algunos de los presos habían logrado hacer llegar hasta Thomas Jefferson, el entonces presidente de los Estados Unidos de América, una petición para que interviniera en su favor ante la Corona española; sin embargo, éste había declarado que no los conocía y que, en todo caso, debían ser juzgados de acuerdo a las leyes españolas.
ros fuese colgado en la horca hasta morir y que los restantes se mantendrían en prisión hasta nueva orden. Como nada más quedaban nueve prisioneros tras la muerte de Pearce, solamente uno de ellos sería ejecutado. La elección del desdichado se dejaría a la suerte.
Un sargento llevó un par de dados, un gran vaso de vidrio para usarlo como cubilete y un tambor, sobre cuyo parche caerían los números de la suerte. Se decidió que el turno de las tiradas iría de acuerdo a las edades de los prisioneros, en primer lugar el de mayor edad y así seguirían tirando hasta que terminara el más joven, que era precisamente Peter Bean. Siete de los contendientes tiran por arriba de 7, Ephraim Blackburn nada más un 4 y Bean, en la última tirada, saca 5. Así, por un solo punto, apenas una manchita más en uno de los fatídicos dados, Peter Bean se libró de una muerte horrible. En cambio, el desdichado Blackburn fue ahorcado al día siguiente, el 11 de noviembre de 1807, en la Plaza de Los Urangas, de Chihuahua. Tras el trágico episodio, Bean nos narra:
Desde el lugar del suplicio nos llevaron de nuevo a la prisión. Tres o cuatro días después, recibimos la visita del gobernador que mandaba en Chihuahua, quien nos anunció que David Fero, Salomon Cooley, William Danlin, Luciano García y yo seríamos enviados a un puerto del mar del Sur, llamado Acapulco… Los otros fueron puestos en libertad.
Bean nos narra en sus memorias la primera aventura amorosa que vivió en tierras mexicanas:
Al llegar a la pequeña ciudad de Salamanca, a unas doscientas millas de México, atrajimos multitud de curiosos. Se nos llevó a una gran plaza, enteramente rodeada de murallas y de casas. Podíamos, a voluntad, permanecer en nuestro acantonamiento o pasearnos. Las murallas eran tan altas, que se consideraba imposible toda evasión. Entre las personas que vinieron a vernos se hallaba una dama que entabló conversación conmigo.
Supe que se llamaba María Baldonada y que, desde hacía no mucho, estaba casada con un hombre muy rico y muy viejo. Finalizamos nuestra agradable conversación con su promesa de visitarme nuevamente al día siguiente. Para entonces conocía yo bien la lengua española y por eso me sorprendí cuando, al despedirse, la bella dama dijo algo que me dejó intrigado. Me preguntó si quería yo ser libre.
No es difícil pensar que María estuviese desesperada por escapar a la infelicidad de un matrimonio concertado por conveniencia, con un hombre mucho mayor que ella y que, para empeorar las cosas, no la trataba del todo bien. Tampoco es difícil imaginar que la aparición de un joven extranjero, guapo y seductor, representara para María una posibilidad inigualable para escapar a su aborrecida condición. Si ambos lograban llegar a Estados Unidos, María
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Acapulco y su antigua fortaleza.
se pondría a salvo de la persecución que sin duda emprendería su ofendido esposo. Lo que fi nalmente sucediera una vez estando en ese país, si Peter querría o no unirse a ella de por vida, eso sería harina de otro costal; por lo pronto, la nacionalidad del norteamericano y la compañía que le brindaría durante el viaje hacia la frontera constituían para María ventajas que la impulsaban a aventurarse con un desconocido. Se trataba de una oportunidad que de seguro no se repetiría nunca más. Sin embargo, Bean dudaba entre aceptar el ofrecimiento de María o rechazarlo y mejor confi ar en sus propias posibilidades. En sus Memorias, nuestro amigo nos relata así el desenlace del asunto:
Al vernos el día siguiente, María insistió en que tenía todo preparado. Yo le repetí que era incapaz de abandonar a mis compañeros y que tenía la certeza de ser puesto en libertad a mi llegada a México. Pero como veremos más adelante, durante los tres años siguientes lamenté amargamente no haber aceptado los consejos de la señora. Cuando María comprendió que era inútil su insistencia, me trajo un paquete bastante pesado. Me rogó que no lo abriera hasta la noche. Entonces llegó mi custodio diciendo que debía volver inmediatamente al cuartel. Dije adiós a la encantadora María Baldonada, prometiendo regresar a verla cuando estuviese libre. Cuando llegué al acantonamiento, todo estaba dispuesto para que mis compañeros y yo partiéramos hacia México, por lo que nos pusimos prontamente en
marcha. Aquella noche nos detuvimos a pernoctar en un lugar llamado Arcos. Yo estaba impaciente por conocer el contenido del paquete; en cuanto pude me senté lejos de los demás para abrirlo; contenía varias monedas de oro y una carta de despedida de mi amada.
Peter Bean y sus compañeros de infortunio llegaron a la Ciudad de México, pero escasamente pudieron conocerla, pues fueron recluidos en una prisión en cuyo patio se arremolinaban cerca de otros trescientos presos, en su inmensa mayoría mulatos, mestizos e indios. Una semana después, los cinco estadounidenses fueron trasladados a Acapulco. Allí, confi nados en las mazmorras del fuerte de San Diego transcurrieron otros dos años y medio; durante ese tiempo Bean intentó varias fugas que casi tuvieron éxito, pero que fi nalmente frustradas le signifi caron periodos de aislamiento y castigos en el cepo. En una ocasión, se fi ngió enfermo para ser llevado al hospital desde donde pensaba fugarse; pero al llegar ahí, le dio una altísima fi ebre que estuvo a punto de acabar con él. Nos dice en sus Memorias: “La atribuí al hecho de haber pasado de un calabozo sin aire, a un lugar donde había demasiado.”
Bajo las órdenes de Morelos
Por entonces, en 1811, el movimiento de Independencia se extendía ya por el centro y el sur de la Nueva España. Al igual que otros prisioneros, Peter Bean fue reclutado para formar parte del ejército realista.
Me disponía, pues, a hacer la guerra. Durante 15 días hice mi servicio militar de manera irreprochable; después me puse a hablar de la revolución con los soldados, quienes me preguntaban en qué consistía. A algunos en los que podía confi ar, les decía que era una cosa muy grande y que todos los naturales del país tenían el deber de unirse a los insurgentes, ya que estos luchaban por librarles del yugo del rey de España. Los rebeldes –les decía yo– quieren que México, al que los españoles roban desde hace trescientos años, vuelva a sus legítimos dueños para que éstos recuperen sus riquezas. Los soldados acogían mis palabras con viva satisfacción, aunque yo les pedía que guardaran mucha discreción. Pronto, algunos me ofrecieron seguirme si me pasaba yo con los insurgentes.
Cuando las tropas comandadas por el general José María Morelos se acercaron a Acapulco, Bean y un centenar de ex convictos convertidos en soldados se pasaron a las fi las de la insurgencia. Así volvió a cambiar el destino de Peter Bean. En un corto tiempo, de prisionero a punto de ser enviado a Filipinas como castigo a sus intentos de fuga había pasado a ser un soldado realista, luego un desertor y, fi nalmente, un ofi cial del ejército insurgente al mando del general José María Morelos. Por fi n, tras una década de ser prisionero
del rey de España, Bean había recuperado su libertad. En esos diez años, había llegado a odiar amargamente la soberbia de sus captores y las infamias de las que eran capaces. Pero también había conocido los lazos de solidaridad que podían unir a quienes sufrían las inequidades e injusticias del régimen colonial. Siendo un convencido republicano y manteniendo el espíritu rebelde y aventurero que había caracterizado su temprana juventud, el Peter Bean de 28 años que se encontró con Morelos en la costa de Acapulco no dudó en ligar su suerte a la lucha por la libertad de una patria que ahora empezaba a considerar como suya.
Con las fuerzas de Morelos, Bean –ahora llamado don Pedro Elías– combatió en Chilpancingo, Tixtla, Huajuapan, Orizaba y muchos otros lugares. Bean fue aceptado por Morelos y sus capitanes, quienes lo estiman por su valor en el combate, así como por sus conocimientos de la fabricación de pólvora y la reparación de armamento. El capitán insurgente Felipe Benicio Montero escribe sobre él:
El general José María Morelos y Pavón.
El anglo-americano, el capitán don Elías se reventaba de trabajar... La pólvora que fabricaba en Chilpancingo constituía para nosotros una preciosa ayuda, pues era un hombre que conocía perfectamente el secreto de su preparación. El azufre lo conseguía en una mina próxima a la población y las mujeres indias trituraban la mezcla en sus metates: don Elías dirigía toda la operación.
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Ri es de la época.
Bean participó en la toma de Oaxaca, opulenta capital provincial, donde utilizando el botín obtenido y las contribuciones de guerra impuestas a los gachupines de la ciudad, Morelos reclutó y adiestró más tropas. El armamento del Ejército del Sur también mejoró, pues bajo la supervisión de Manuel Mier y Terán, el comandante de la fuerza de artillería insurgente, Bean fue nombrado administrador de Fábricas de Pólvora, cargo que desempeñó con efi ciencia. En 1813, nuestro capitán don Elías, a la sazón un curtido hombre de 30 años, se distinguió en la (ahora sí verdadera) toma del puerto de Acapulco y, según nos dice, recibió la rendición del comandante español de la plaza.5
Bean se había convertido en un personaje importante de la insurgencia. El 3 de agosto de 1813 tomó parte, en la catedral de Oaxaca, en la elección de delegados a la Suprema Junta Nacional Americana, es decir, el congreso independentista que dos meses después proclamaría la Independencia de México en Chilpancingo. La fi rma de Bean aparece en el acta de esa reunión con su nombre precedido por el rango de mayor y el título de ingeniero. Poco después, Morelos lo ascendió a coronel.
Don Pedro Elías también se dio tiempo en Oaxaca para tener otra aventura amorosa, de la que apenas sabemos, ya que varias páginas del manuscrito de sus Memorias desaparecieron; seguramente en ese faltante, Bean habrá explicado quién era la misteriosa señorita Waquina, por qué tenía ese nombre tan raro, cómo la conoció y quizás algunos otros detalles importantes de su relación con esa bella aristócrata novohispana que terminó en marzo de 1814, cuando los insurgentes abandonaron apresuradamente la ciudad.
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Detalle del Retablo de la Independencia, que muestra la toma de Acapulco. Juan O´Gorman, 1964.
5 En éste, como quizás en otros pasajes de sus Memorias, Bean exagera un tanto su papel protagónico en los hechos que narra. Sabemos que, por ejemplo, la rendición de la guarnición española que defendía Acapulco y el fuerte de San Diego fue hecha, en principio, ante el general Hermenegildo
Galeana, y después más formalmente ante el propio general Morelos. Sin embargo, a pesar de las exageraciones, la información que contiene el documento de Bean es sin lugar a dudas válida.
Embajador insurgente y combatiente de Jackson
En ese entonces el embate de los realistas se hacía más fuerte y la suerte del generalísimo Morelos empezaba a declinar. El coronel Bean no aceptó la oferta de Ignacio López Rayón de unirse a él y permaneció fi el a Morelos. Éste le encomendó viajar a Estados Unidos para obtener apoyo de los republicanos; le pidió que consiguiera armamento y organizara una expedición para insurreccionar la provincia de Texas.
En 1814, el coronel Bean partió hacia la costa de Veracruz; en Puente del Rey, el caudillo Guadalupe Victoria le proporcionó una escolta que lo acompañaría hasta el puerto de Nautla, donde se embarcaría con destino a Estados Unidos.
La misión del coronel Bean en Estados Unidos no pudo ser cabalmente completada porque al llegar a Nueva Orleans se encontró con una complicada situación. En Texas había tropas realistas que poco antes (1813) habían derrotado una insurrección acaudillada por Bernardo Gutiérrez de Lara, un comisionado del cura Miguel Hidalgo para organizar la sublevación de esa provincia; tal derrota hacía imposible un nuevo intento. Además, Estados Unidos se encontraba en guerra con su antigua metrópoli, la Gran Bretaña. Ambas naciones peleaban por desavenencias respecto a la supremacía marítima en el océano Atlántico y la delimitación de la frontera común que tenían en Canadá. A fi nes de 1814, un abigarrado ejército estadounidense compuesto por regulares, milicianos, indios de varias tribus y esclavos negros, así como piratas y corsarios, se reunió en Nueva Orleans bajo el mando del general Andrew Jackson para enfrentar el desembarco de un bien disciplinado ejército inglés. Peter Bean se presentó ante él:
Al siguiente día de mi regreso, una escuadra inglesa capturó todas las cañoneras americanas, haciendo así imposible evitar el desembarco del ejército inglés. Poco después, llegó a la ciudad el general Jackson y de inmediato hizo grandes preparativos para la defensa. Yo había conocido a Jackson desde mi infancia, así que, a pesar de haber abandonado los Estados Unidos hacía ya quince años, le ofrecí mis servicios para combatir a su lado. Me enlisté en un batallón de la milicia de Nueva Orleans que fue movilizado al frente. Cuando alcanzamos al grueso
General Andrew Jackson.
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Batalla de Nueva Orleans. Pintura de Edward Percy Moran, 1910.
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de nuestro ejército pude conversar otra vez con el general Jackson, quien me preguntó si conocía algo de artillería. Al responderle afi rmativamente, me destinó a dirigir un cañón del veinticuatro que emplacé cerca del dique.
El variopinto ejército del general Jackson obtuvo la victoria, en gran medida gracias a graves errores tácticos cometidos por los británicos. Cuando la batalla de Nueva Orleans se libró, el 8 de enero de 1815, los combatientes no sabían que la guerra entre Estados Unidos e Inglaterra ya había concluido formalmente unas semanas antes, pues en diciembre de 1814, los representantes de ambos países beligerantes fi rmaron el Tratado de Gante, por el cual las cosas volvían al estado en que estaban en 1812, cuando empezó el confl icto. Por la lentitud de las comunicaciones interoceánicas de esa época, los ejércitos enfrentados no se enteraron a tiempo de evitar el inútil derramamiento de sangre. Así, la batalla de Nueva Orleans no sirvió prácticamente de nada, excepto para elevar la reputación de Andrew Jackson al nivel de héroe nacional de Estados Unidos y allanarle el camino a la presidencia de ese país. Sirvió además para que –mediante una recomendación de Bean ante Jackson– los piratas de Laffi te obtuvieran una amnistía general por sus delitos y para que el propio Peter Bean se convirtiera en un soldado de dos naciones, ya que allí peleó en la milicia estadounidense mientras seguía siendo un coronel del ejército insurgente de México. En sus Memorias, Bean nos narra lo que hizo después de la batalla.
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Captura de José María Morelos en 1815. C t dJ éM íM l 1815
Serví por poco tiempo más en mi batallón de milicianos, a excepción de dos días, durante los cuales enseñé a un obrero albañil de Nueva Orleans la manera de construir hornos para fabricar balas rojas. Cuando los restos del ejército inglés se retiraron, pedí al general Jackson autorización para volver a México y me la concedió. Como muestra de agradecimiento, el capitán Laffi te me proporcionó una goleta para realizar mi viaje de regreso. Tras comprar tantas armas y municiones como mis medios me lo permitían, descendí por el río Mississippi y para evitar a los navíos ingleses que todavía merodeaban por la costa, salimos al mar por un brazo del río que se llama Paso del Sudoeste.
El coronel Bean alcanzó a Morelos en Michoacán, pero muy pronto éste le encomendó volver a Nueva Orleans por más armamentos y para escoltar a Manuel de Herrera, quien había sido nombrado embajador del Congreso de Anáhuac ante Estados Unidos. Morelos también encargó a Bean que custodiara a su joven hijo ilegítimo, Juan Nepomuceno Almonte, a quien enviaba a estudiar al país vecino. Luego de permanecer varios meses en Nueva Orleans, Bean comprendió que el gobierno de Estados Unidos no reconocería la independencia mexicana hasta que ésta fuera un hecho consumado por los propios insurgentes. Tras dejar a buen recaudo a sus encargados, el coronel Bean volvió una vez más a México, pero en el camino recibió la terrible noticia de que José María Morelos había sido apresado y ejecutado por los realistas en diciembre de 1815. Bean nos narra en sus memorias lo que hizo en esos días aciagos:
La situación del partido republicano parecía desesperada. Numerosos patriotas habían sido indultados y se habían pasado a los realistas. Marché a Tehuacán, donde el general Manuel Mier y Terán tenía una guarnición; allí estuve un tiempo y luego me dirigí a la costa a fi n de unirme al general Guadalupe Victoria, que se hallaba en los alrededores de Veracruz.
Me acompañaba una joven perteneciente a una familia excelente, que la revolución había arruinado. Me casé con ella en una pequeña ciudad del camino y pensaba llevarla conmigo a los Estados Unidos.
Puede parecernos extraño que Bean sea tan escueto al dedicar tan sólo un breve párrafo a su matrimonio, en el que, además, ni siquiera nos dice el nombre de su mujer. Podría pensarse que habiendo dedicado antes algunas páginas de sus Memorias para narrarnos sus romances con María Baldonada y con la señorita Waquina, nuestro héroe bien hubiera podido extenderse algo más acerca de su esposa. Sin embargo, debemos considerar que Bean escribía su relato en un tiempo en el que no sabía con certeza qué había sido de ella cuando se quedó en México. Hablar lo menos posible de sus relaciones y mantener en secreto la identidad de la mujer era quizás una manera de protegerla contra las posibles represalias que los realistas pudieran tomar sobre ella.
Sin embargo, hoy sabemos que la joven en cuestión era pariente lejana de Morelos, se llamaba Magdalena Falfán de los Godos y era la dueña de una fi nca llamada “La Banderilla”, en las inmediaciones de Jalapa. En camino a esa propiedad, los esposos Bean encontraron al general Guadalupe Victoria, acompañado de sólo cuatro hombres, ya que había sido derrotado por los realistas y sus soldados habían sido muertos o dispersados. Victoria le dijo a Bean que iría a ocultarse a las montañas alrededor de Córdoba para esperar mejores tiempos, y Bean decidió marchar a Estados Unidos.
En la primavera de 1816 los esposos Bean eran perseguidos muy de cerca por fuerzas realistas. El coronel estaba a punto de ser alcanzado y hecho prisionero porque su caballo, extenuado, se negaba a avanzar. Entonces, su joven mujer, que tenía una cabalgadura más fresca, le suplicó que la cambiara por la suya. Así lo hicieron, pensando que siendo mexicana, Magdalena podía tener la suerte de que nada le sucediera. Fue así, gracias a la abnegación de su encantadora esposa, que Peter Bean logró escapar y llegar a Tennesse 15 años después de que había salido de allí en busca de fortuna.
Con este angustioso episodio acaba el manuscrito de las Memorias del coronel Peter Ellis Bean. No se sabe a ciencia cierta por qué ese fi nal tan brusco del documento. Es posible pensar que Bean escribiera algunas hojas siguientes, que terminaron por extraviarse, quizás para siempre. O tal vez, al estar escribiendo su relato y llegar a este punto, Bean revivió el amargo recuerdo de haber tenido que separarse de Magdalena y de no haber podido rescatarla o tomar revancha sobre los realistas. Puede ser que ese recuerdo especialmente
doloroso le haya hecho dejar para otro día la prosecución de su relato… un día que nunca llegó y el manuscrito quedó así. Pero de todas maneras, las aventuras de Peter Bean no terminaron con el punto fi nal de sus Memorias. Gracias a otros documentos, de los que forman parte algunas cartas escritas de su puño y letra, así como informes y referencias que escribieron otros de sus contemporáneos, podemos reconstruir la historia de nuestro singular personaje.
La Independencia de México
De regreso en su tierra natal, supo que su padre había muerto y que su madre se había vuelto a casar y luego había vuelto a enviudar. También le llegaron siniestras noticias del sur que decían que la causa republicana en México estaba irremediablemente perdida y que corría el rumor de que Magdalena había sido fusilada.
En esta creencia, Peter Bean se casó en Tennesse con una joven de 18 años, Candance Midkiff, con quien tuvo tres hijos. La pareja se fue a vivir a Arkansas para dedicarse a la cría de ganado. Después de tres años de vivir en su aislado rancho, Peter Bean se enteró de una buena noticia: México había triunfado en su lucha por la Independencia. El 27 de septiembre de 1821, el Ejército de las Tres Garantías, comandado por el insurrecto Agustín de Iturbide y por el antiguo insurgente Vicente Guerrero, había hecho su entrada triunfal en la Ciudad de México.
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El 27 de septiembre de 1821 entró a la Cuidad de México el Ejército Trigarante encabezado por Agustín de Iturbide y Vicente Guerrero, que incorporaba a la mayor fuerza armada que jamás hubiera des lado en esta urbe.
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Guadalupe Victoria. GuadalupeVictoria
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Nicolás Bravo. NicolásBravo
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Manuel Mier y Terán. ManuelMieryTerán.
La familia Bean se trasladó entonces a Texas, pensando que Peter sería recompensado por su participación en la lucha independentista. Y, en efecto, las autoridades de la provincia, ahora mexicana, le otorgaron un terreno de una legua cuadrada elegido a su conveniencia y sufragaron los costos de construcción. Sin embargo, para Bean esto no era sufi ciente, así que decidió dirigirse de nuevo a la capital mexicana para defender su causa. Al llegar a la Ciudad de México en octubre de 1825, Peter Bean fue bien recibido por sus antiguos camaradas de armas: Guadalupe Victoria, que era el primer presidente de la nueva nación, Nicolás Bravo, que era el vicepresidente, y Manuel Mier y Terán, que era secretario de Guerra. Se le confi rmó entonces su nombramiento como coronel del ejército mexicano y se le nombró agente especial del gobierno para tratar con las tribus indias de Texas.
El coronel se enteró de que su esposa Magdalena Falfán no había muerto; vivía en su hacienda La Banderilla, que le había sido confi scada por los realistas pero que después le había sido restituida tras el triunfo de los insurgentes. Así, Pedro Elías y Magdalena se reunieron de nuevo después de diez años. Seguramente, el coronel habrá pasado serias difi cultades para explicarle a su esposa mexicana el porqué de una ausencia tan larga y, sobre todo, por qué la necesidad de partir de nuevo hacia el norte.
Bean en Texas
Pero es que a Bean le acuciaban tanto el estado de su plantación en Texas y el ejercicio de su nombramiento para tratar con los indios como los apremiantes llamados que le hacía llegar Candance, su esposa estadounidense. Además, ambicioso como era, Bean había solicitado del gobierno mexicano un contrato como “empresario” de una concesión para organizar la colonización de Texas. Pero su estatus de bígamo le impediría fi nalmente obtener tal concesión, ya que se demandaba que los concesionarios fueran
intachables en el aspecto moral. Decidido a regresar a Texas, el coronel Bean partió el 21 de julio de 1826. En su hacienda de Jalapa, Magdalena le despidió emocionadamente. Él le prometió que regresaría.
Una vez de vuelta en Texas, el coronel Bean no encontró exactamente lo que buscaba. Su esposa Candance lo recibió con reproches y sarcasmos. Durante su ausencia de un año, sus vecinos se habían vuelto contra él tildándole de necio y pretencioso. Además, el clima político en la provincia estaba muy candente. Los colonos angloamericanos seguían fi eles a su lengua, su religión y sus costumbres; los “empresarios” encargados de organizarlos se mostraban agresivos y rapaces. La experiencia mostraba que los cálculos de las autoridades mexicanas habían sido erróneos: muchos colonos anglos que habían jurado asimilarse a la religión católica, liberar a sus esclavos negros y respetar las posesiones de los colonos hispanos instalados previamente, incumplían fl agrantemente sus juramentos. La colonización de Texas por los anglos se había proyectado como una barrera contra la expansión estadounidense, pero más bien era su vanguardia.
Algunos colonos anglos proclamaron en diciembre de 1826 la República de Fredonia (vocablo derivado del inglés freedom, que signifi ca libertad). Los sublevados fueron derrotados fácilmente por los soldados regulares de México, entre los que se encontraba el coronel Bean. Su intervención ante los indígenas cherokee fue fundamental para el triunfo mexicano, pues los convenció de abandonar a los fridonianos con los que se habían inicialmente unido y pasarse al lado mexicano.
Así, en 1827, el coronel Bean estaba en el apogeo de su etapa texana; acompañó entonces al general Mier y Terán, su antiguo comandante en Oaxaca, en su gira de inspección por las fronteras norteñas de Texas y ambos parlamentaron con muchas de las tribus indias de esa región. También acompañó alegremente a Rutas de las campañas de la revolución texana. su antiguo protegido Juan Almonte, el hijo de Morelos, quien ahora era un joven coronel enviado por el gobierno mexicano a inspeccionar Texas. A pesar de sus triunfos políticos, Bean estaba amargado por no haber obtenido el contrato de colonización y porque sus vecinos texanos no confi aban en él. Seguramente, echaba de menos a México... los amigos que allí le apreciaban... la magnífi ca hacienda de Jalapa... y la amorosa compañía de Magdalena.
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Memoir of Col. Ellis P. Bean, written by himself, about the year 1816 (Memorias del coronel P. Ellis Bean, escritas por él mismo, hacia el año 1816.)
Durante los sucesos de 1835 y 1836 que desembocarían en la separación de Texas de México, el coronel Bean optó por mantenerse lo más neutral posible. Volvió a ser confi nado en una prisión por los texanos independentistas, pero esta vez brevemente, ya que se le dejó en libertad al retirarse el ejército mexicano, tras la derrota del general Santa Anna en el río San Jacinto. La independencia de Texas había arruinado a Bean moral y materialmente. Ya no contaba con su sueldo como coronel y agente, sus hijos se iban de casa y su esposa Candance no le hacía feliz. Tras la muerte prematura de su hija Susan, a quien le tenía un inmenso afecto, Peter Bean hizo su propio testamento y un día de 1844 salió de cacería... para no regresar jamás.
Si bien su familia y vecinos pensaron que lo habían matado los indios, la verdad fue que el coronel Peter Bean se fue México a reencontrarse con su esposa Magdalena Falfán, quien lo recibió gustosa coronando así una larga espera de casi tres décadas. Don Pedro Elías o Peter Ellis –como haya sido– murió en los brazos de Magdalena, en una cama de la hacienda de La Banderilla, el 3 de octubre de 1846, apenas seis meses después de que Estados Unidos le declarara la guerra a México.