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El maestro, artesano de la palabra
E INCERTIDUMBRES
El maestro,
ARTESANO DE LA PALABRA*
María Esther Aguirre Lora**
… más que mantener el mundo como lo hemos heredado, tenemos que darle nueva forma; nuestra dignidad depende de que así lo hagamos […].
RICHARD SENNETT RICHARD SENNETT
La palabra habita la voz y su poder es contundente. Convoca, invita, convence, reconforta, orienta, estimula. Hace posible el ejercicio de la democracia en los distintos ámbitos en que se la convoca. Trasluce nuestra interioridad y la del otro. Interpela y seduce. Crea alianzas y solidaridades, se enraíza en el mundo de la vida y contribuye a su construcción, lo dignifica, lo humaniza, pero también lo destruye, lo deteriora.
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a palabra atraviesa todos los momentos de nuestra vida y dirige nuestros movimientos internos y externos; hablamos con los demás y hablamos con nosotros mismos. Platicamos hacia dentro y hacia fuera. La palabra se encuentra en todo. La magia y la seducción de su efecto –ya Jakobson hacía referencia a esa “función hechicera” del lenguaje–, creado por los seres humanos, para los seres humanos, está plasmada en tantas y tantas palabras que forman parte de nuestro vocabulario de todos los
* Una versión anterior de este texto se publicó en Mares y puertos. Navegar en aguas de la modernidad, México, UNAM / Plaza y
Valdés, 2005. ** Investigadora titular en el Instituto de Investigaciones sobre la
Universidad y la Educación, UNAM. días: está inmersa en parábola (como la pequeña palabra que trae tras de sí una enseñanza), en fábula (como la narración cotidiana plena de fantasía), en oración (como la facultad de hablar, de emitir un discurso, de invocar a los dioses), pero también en dicha (del latín, las cosas dichas) y en destino (del latín, fatum, una palabra, un mensaje para referirse a algo que nos sobrepasa y nos determina, a la fatalidad y a lo que nos cae 1 relato (como narración estructurada en suerte), de lo que acontece), narrar (como un acto permanente, que nos constituye, vinculado con el
1 Véase al respecto, un libro por demás sugerente: José Antonio Marina, La selva del lenguaje. Introducción a un diccionario de los sentimientos (Barcelona, Anagrama, 1998).
habla) y un sinfín de términos que nos rodean y marcan. Todo ello necesariamente entramado con el acto de educar.
El educador como Homo narrans
Ahora bien, aquel cuyo oficio es la educación, habita en el centro del territorio de la palabra, desde ahí funda su compromiso; ése es su lu2gar. Aquí no hay diferencias posibles entre el maestro de jardín de niños y el universitario, entre el que trabaja con adolescentes o con adultos, entre el que se desempeña en sistemas de e d u c a c i ó n f o r m a l y e l q u e l o h a c e e n s i s t e m a s de educación no formal, entre el profesor que enseña matemáticas, geografía, física, biología, o b i e n f i l o s o f í a , l i t e r a t u r a , m ú s i c a , p e d a g o g í a . La materia prima de su trabajo, por más recursos que tenga a su alcance, es, siempre, la palabra. No basta con escribir, no basta con acceder a los lenguajes televisivos y a la informática, con transformar las aulas, en el mejor de los casos, en el espacio virtual por excelencia. Hay que hablar, hay que escuchar, hay que intercambiar, hay que pensar en voz alta con interlocutores receptivos.
Si bien la cultura oral fue la primera, seguida, XV por la de la “palabra silen-en torno al siglo ciosa”, hoy, inmersos en la cultura contemporánea y en el lugar privilegiado que han adquirido los medios de comunicación de masas, oralidad y escritura vuelven a amalgamarse en una nueva retórica electrónica (López, 2001: 109-124). Es necesario, después de la escritura, de la lectura, de los recursos digitales, es necesario volver la
2 El lugar, ubicado en el espacio, lo precisa y lo concreta. Acota los juegos de posiciones y de relaciones. Marca los papeles y atribuciones. Fertiliza los procesos identitarios y las historias compartidas, evoca y recrea un relato fundador. mirada a la palabra, como práctica cultural (Viñao, 1999).
Los que ejercemos el oficio de educadores, y me refiero genéricamente por educadores a los que desde diferentes lugares compartimos este campo de estudios, sabemos por experiencia propia y cotidiana, que nuestro territorio es incierto e inasible. Derrida desarma algunas de nuestras más caras convicciones, al plantear que sí puede darse lo que no se tiene. Es cierto: la palabra activa regiones insospechadas respecto al otro, respecto a sí mismo, y esto hace que la tarea siempre esté emplazada en el umbral entre lo que se dice y lo que se calla; entre lo que se quiso decir, lo que se dejó de decir, lo que se dijo de más, lo que se debió de haber dicho, lo que se quedó en la penumbra de las incomprensiones y de los malos entendidos… Tarea siempre insatisfecha, siempre anhelante; nunca acabada, nunca concluida; siempre reconociendo el terreno que se pisa y midiendo fuerzas. En ella, a la larga, nada se pierde, pues reaparece en los momentos más imprevistos y en las formas menos previsibles…
La obsesión por comunicarnos, por volver inteligible y atractivo nuestro discurso a los otros, p o r g a n a r l o s p a r a n u e s t r a c a u s a , n o s l l e v a a preparar las condiciones del encuentro, siempre único e irrepetible, de las artimañas para captar atención y voluntad de los grupos, tarea antec e d i d a p o r l a c o t i d i a n a y t r a d i c i o n a l , a p a re n - temente inofensiva, ‘preparación de clases’ –hoy transformada en la vigotskiana construcción de ambientes de aprendizaje. Y ello lo podemos referir, asimismo, a los diversos escenarios en que transcurre la educación en general, tan variados e inéditos como la acción misma de educar. Esto implicaría un primer cierre, incompleto, del discurso, pues falta el otro a quien está dirigido. Ninguno es dueño del sentido; éste se mantie- ne siempre fluyendo entre los otros –flotando, dice Barthes–, abierto a nuevas significaciones… (Barthes, 1987).
Mario de Jesús Rodríguez Cruz en maestros.brainpop.com
La materia prima del trabajo de los maestros, desde jardín de niños hasta el universitario, por más recursos que tenga a su alcance, es, siempre, la palabra
Por ello esta preparación, pensada en relación con los otros y mediada por nuestro estilo personal, pasa al plano de la realización: se ejecuta, se presenta, se actúa. “En las márgenes del acto de habla, la lengua pide a gritos las implicaturas del oyente, en el acto de habla teatral, el oyente está siendo llamado, para que esa obra importe o exista”, dice Ana Goutman (1996: 193). Esto requiere abrir el horizonte de la interpretación, donde también está incluida la gestualidad, como una forma de comunicarnos con el otro. Somos nuestras palabras, pero también la expresión de nuestro cuerpo, de nuestras manos, de nuestra mirada, en el juego de aproxi- maciones, de encuentros y desencuentros con 3 Y esto toca de cerca los ‘actos de habla’ el otro. d e l m a e s t ro , q u e s a b e b i e n d e e s e l e n g u a j e l l e - no de matices.
3 “Jakobson afirma que fue la actividad artística la que le señaló otro modo de entender la investigación lingüística” (Goutman, 1996: 189).
Ciertamente, como educadores, somos “artesanos de la palabra”. La palabra sigue siendo nuestro recurso y nuestra ancla, la materia prima de nuestro trabajo cotidiano. La construimos día con día al lado del otro, la esgrimimos en modos únicos e irrepetibles que, sin embargo, definen un estilo. La palabra en el maestro 4 esto es una rara mezcla de co-deviene un arte; nocimientos y competencias que se miden día con día en el terreno de su presencia entre los estudiantes.
Legados en las voces del educador
Lo que los educadores dicen y hacen al hablar, revela la apuesta de una vida, el compromiso de
4 Ars es téchne, es saber hacer, es técnica, “pero en el sentido ne, e más preciso de capacidad teórico-práctica para organizar y realizar una actividad gracias al uso racional de las cogniciones y de las aptitudes, así como al uso de un mecanismo idóneo” (Santoni, 1993: 83).
un oficio, una profesión. Sobre ello, no obstante su constante creación y recreación, gravitan siglos de vida humana que rebasan el momento presente. En la palabra del educador se concentran los archivos de experiencia social generada en diversas circunstancias, para diferentes usos.
Legados y tradiciones de diferentes procedencias convergen en la retórica del educador, pero hay una confianza básica que los identifica, que no traicionan, y es que los seres humanos pueden ser mejores, pueden superar su circunstancia, que las cosas pueden cambiar. Y esto le viene a los educadores desde muy lejos, de años y siglos, de milenios, movilizados por un horizonte que persiste y desde el cual se construye la realidad, se inventan otras verdades, se bosqueja la sociedad deseable; este horizonte es, lo sabemos bien, el de la esperanza, el de la utopía.
Y bien, ¿cuáles son las voces que se escuchan a través de la voz del educador, decantadas en el horizonte que moviliza la esperanza?
Parecería extraño que los sofistas, cuya imagen llega a nosotros distorsionada y asociada al engaño, fueran precisamente los que inauguraran en Occidente, en torno al siglo V a. C., la confianza en las posibilidades de la educación. Ellos afirmaron, sin lugar a dudas, que el comportamiento virtuoso y la cultura no necesariamente se heredan; se pueden adquirir a base de esfuerzo y de perseverancia, por parte del que las aprende; de astucia, de razonamiento, de persuasión, por parte de quien las enseña. Estos maestros sui generis no sólo afirmaron esta nueva propuesta, sino que la pusieron en práctica.
La adquisición de un comportamiento virtuoso dejaba de ser una condición de nobleza de o r i g e n : l o s s o f i s t a s s o s t u v i e ro n q u e , a t r a v é s de sus enseñanzas, los jóvenes podían superar sus condiciones de origen, toda vez que, entrando en posesión de comportamientos altamente valorados por los atenienses de ese entonces, lo- grarían otro lugar, de mayor reconocimiento y posibilidades de realización, en la sociedad.
La tarea educadora de los sofistas, que por primera vez en la historia planteaba la existencia de un maestro que enseñaba la virtud, tenía un carácter eminentemente práctico, también desacostumbrado para la época, pues era remunerada, y bastante bien; de hecho se dirigía a círculos selectos de jóvenes que pudieran pagarla y no a todos aquellos que se interesaran en ella.
Otro de los legados ancestrales que ronda en la cultura de la palabra del educador procede del judaísmo, que después heredará el cristianismo.
Sabemos que Cristo inició su vida predicand o , p e ro n o n o s d e t e n e m o s a p e n s a r, d e s d e e l punto de vista educativo, cómo lo hizo. Se desp l a z a b a e n m e d i o d e l a m u c h e d u m b re , d i r i g i é n d o s e a u n a p o b l a c i ó n d e l a s m á s d i v e r s a s p ro c e d e n c i a s , y e n e s t o , l a p a l a b r a , c o m o p r á c tica cultural, que buscaba ser asequible, mover, convencer, comunicar, jugaba un papel decisivo: lograba atraer su atención, los cautivaba y los convertía. Por otro lado, Cristo dio a sus discípulos una consigna titánica, que adquiere nuevos sentidos si la leemos a partir de la cultura de la palabra: predicar el evangelio a todos los hombres de todos los tiempos, de todos los lugares (Mateo 28: 16-20). Y esto exigía un enorme esfuerzo de imaginación, de argucia, de capacidad, de sensibilidad, de conocimiento para convencer y convertir a los auditorios de la más di5versa índole. Se trata de un gigantesco acto de comunicación. Con razón los apóstoles, después de la muerte de Cristo, se quedaron encerrados hasta que les pasó el susto con la imposición del “don de las lenguas”, nuevamente la cultura de la palabra, en el acontecimiento de Pentecostés.
5 Ampliar en James J. Murphy (1986), p. 280 y ss.
Toda esta experiencia y esta tradición la recogen las Ars Praedicandi de la Edad Media, una de las artes de la palabra favorecida por el cristianismo directamente vinculada con la cultura de la palabra, que, como hemos visto, se remonta a la tradición judaica.
Por lo demás, al calor del cristianismo, el de los reformadores y contrarreformadores de los siglos XVI y XVII, la acción del educador fortale- ce su carácter mesiánico: si bien parte de una desconfianza de base, sustentada en la fragilidad humana, ayuda a restaurar la naturaleza más valiosa del ser humano. Basta que la luz del conocimiento ilumine la zona de penumbra de su comportamiento, para que el mundo sea nuevamente edénico.
No se necesita un arte especial. Basta con apartar a cada hombre de la barbarie, esto es, de las ocasiones de embrutecerse y llevarlo a un lugar donde se le facilite conocer cosas diversas con los sentidos y escrutarlas con la razón y conocer históricamente hechos y lugares desacostumbrados para él […] si enseñáramos, aunque sea a un solo hombre, el camino recto de la sabiduría, de la virtud y de la salvación, este arte o prudencia sería suficiente para trasladar al mundo de las tinieblas a la luz, de los errores a la verdad, de la muerte a la salvación (Comenius, 1992: 59-60).
El cristianismo en sus distintas versiones asumió, desde sus inicios, la existencia de un pastor, preocupado y dispuesto a todo, para conducir a su rebaño por el camino de la salvación de su alma. Esta empresa implicaba, además de la propia oblación del pastor, el conocimiento de la mentalidad de los que conducía, la exploración de sus secretos más profundos, lo cual le daba elementos para dirigirlos con habilidad. Y si bien este modelo pastoral se hace extensivo a diversas esferas del ejercicio del poder, sea en el terreno de la política, de la religión o de la educación, el problema que ahora se plantea para aquellos que asumen la conducción de los hombres es que ya no basta con presentar un cuerpo de contenidos indiscutibles y de verdades inamovibles, que hablen por sí mismos –como en la Edad Media–, sino que es necesario convencer a los otros, interesarlos, lograr su disposición y colaboración.
Por lo demás, no debemos perder de vista que en reformadores y evangelizadores convergen, y se imbrican, dos oficios, para los cuales se forman específicamente: el de predicar y el de enseñar, que terminan por ser uno solo y tener un propósito compartido: redimir a la población de la ignorancia, origen de todos sus males, y recuperarlos para otros designios, más humanos y luminosos. Y la Iglesia, a través de diferentes concilios, se ha encargado de recordárselos permanentemente. El trasfondo que subsiste es un gran proyecto moralizador y civilizador de vastas dimensiones, cuya apuesta es la de formar hombres nuevos, en principio cristianos; andando el tiempo de la secularización, ciudadanos.
Debemos recordar, por otra parte, que el poder ejercido por la palabra del educador sobre el otro, tiene una alta cuota de exigencia que se da en el juego de las imágenes y representaciones de una sociedad dada en torno a la persona, sea del orador, del predicador o bien del educa6dor. El aristotélico ethos, que depositaba la cualidad persuasiva de la retórica precisamente en la propia integridad del orador para suscitar la confianza de los demás, así como la exigencia de un comportamiento virtuoso y sabio afirmada por Quintiliano y Cicerón, entre los predicadores devino el modelo de una vida ejemplar, plena
6 Aristóteles considera, además del ethos, el pathos su fuerza expresiva capaz de movilizar los afectos y las voluntades de su auditorio, y el logos, referido a la argumentación que recurre a la razón y a la inteligencia vertidas en el discurso.
de dedicación, capaz de amar y de hacerse amar por todos. Agustín de Hipona señalaba que “no hay técnica ni capacidad retórica que se pueda aprender (o enseñar) para que un corazón humano pueda hablar a otro” (Murphy, 1986: 297). En fin, en el educador la exigencia se recupera como eticidad, como generosidad, como equili- brio personal, como conocimiento. Quizá por eso nos sea tan difícil despojarnos de ese halo que quisiéramos carismático, de la figura de autoridad investida de formas novedosas…
El recorrido por algunos de nuestros principales legados no estaría completo si no reconociéramos la huella en nuestra memoria colectiva de otras voces, las de los antiguos mexicanos, las de los antiguos mayas, obsesionados por lo verdadero.
Esto resulta muy claro en los estudios recientes sobre los tojolabales, grupo maya de los Altos de Chiapas, donde tojol es la cualidad de lo auténtico –sea esto referido al hombre, a la pala-
www.wdl.org bra, a los objetos de la vida cotidiana–, no como un estado permanente sino como una condición que se adquiere con esfuerzo, pero que también se puede perder. La condición de tojol implica “un reto en un tiempo determinado y ninguna propiedad disponible o estática. […] no se nace sino se hace tojol. Lo tojol, pues, es una posibilidad no alcanzada por todos. […] lo tojol representa un camino. […] Nosotros mismos podemos alcanzar lo tojol o perderlo. Depende de nosotros, de nuestro compromiso y no de nuestros padres”, nos dice Lenkersdorf (1996: 23).
Por el lado de los antiguos mexicanos, el tlamatini –etmológicamente, “el que sabe cosas, el que sabe algo”–, cuya ocupación era la de llevar a cabo la formación más elevada en los calmécac, opta por el camino de “flor y canto” –in xóchitl in cuícatl–, de la enseñanza de las palabras verdaderas, las más elevadas que el ser humano se puede plantear. El tlamatini es “el que enriquece o comunica algo a los rostros de los otros”, el
Tlamatini y estudiantes en el calmécac, Códice Florentino, libro 2
que “hace a los otros tomar una cara”, sea humanizando su querer, sea mostrándoles lo verdadero, que, finalmente, no es otra cosa que “dar sabiduría a los rostros ajenos y firmeza a los co7razones” (León-Portilla, 1959: 143, 74, 229).
Y bien, ¿qué persiste de todo esto? Liberada la voz del educador a sí misma, a su propia palabra, ¿en qué región reconoce su lugar?, ¿desde dónde habla con los otros, consigo mismo, y encuentra puntos de coincidencia, un lenguaje común, que dote de sentidos renovados el ejercicio cotidiano de su oficio? Me atrevería a decir que recrea, con otros ojos, algunas de esas voces y se ocupa en ‘dar a los hombres un rostro sabio y a los corazones la firmeza y generosidad’ que requiere, en nuestro tiempo, la empresa de construir lugares verdaderos, palabras verdaderas, hombres y mujeres verdaderos…
Referencias
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BARTHES, R. (1987). El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y la escritura. Barcelona: Paidós.
COMENIUS, J. A. (1992). Pampedia, tr. y estudio preliminar F.
Gómez Rodríguez de Castro. Madrid: Universidad Nacional de Educación a Distancia (Aula Abierta, 57).
GOUTMAN, A. A. (1996). Retórica del espectáculo o retórica de la comunicación. En: AA. VV. Retóricas verbales y no verbales, pp. 187-205. México: Instituto de Investigaciones Filológicas-UNAM (Colección Bitácora de Retórica, núm. 5). LENKERSDORF, C. (1996). Los hombres verdaderos. Voces y testimonios tojolabales. Lengua y sociedad, naturaleza y cultura, artes y comunidad cósmica. México: UNAM / Siglo XXI
Editores. LEÓN-PORTILLA, M. (1959). La filosofía náhuatl estudiada en sus fuentes. México: UNAM- Instituto de Investigaciones Históricas (Serie de Cultura Náhuatl, Monografías, núm. 10).
LÓPEZ, A. (2001). Retórica y oralidad. En Revista de Retórica y Teoría de la Comunicación, año 1, núm. 1, pp. 109-124.
MARINA, J. A. (1999). La selva del lenguaje. Introducción a un diccionario de los sentimientos. Barcelona: Anagrama (Colección Argumentos, 219).
MURPHY, J. J. (1986). La retórica en la Edad Media. Historia de la teoría de la retórica desde San Agustín hasta el Renacimiento, tr. Guillermo Hirata. México: Fondo de Cultura
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SANTONI, A. (1993). Nostalgia del maestro artesano, tr. María
Esther Aguirre Lora. México: Miguel Ángel Porrúa.
VIÑAO, A. (1999). Leer y escribir. Historia de dos prácticas culturales. México: Educación, voces y vuelos (Colección
Juegos Escénicos, núm. 1).
7 Cfr. León-Portilla (1959). Existía una gran experiencia en el arte de criar y educar a los hombres o Tlacahuapahualiztli que hace sabios los rostros ajenos. / Hace a los otros tomar una cara, / los hace desarrollarla… / Pone un espejo delante de los otros, / los hace cuerdos, cuidadosos. / Hace que en ellos aparezca una cara… / Gracias a él la gente humaniza su querer / sabio no bueno, el amo qualli tlamatini, que operaba sobre la gente el efecto contrario, pues, cual hechicero –nos dice
León Portilla– “encubriendo las cosas”, “hace perecer a la gente y misteriosamente acaba con todo” (1